La situación era mala, malísima por no decir desesperada

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La situación era mala, malísima por no decir desesperada. Sino hubiera sido el
tobillo de Tuñón todo se hubiera reducido al susto y a la perdida del material
que quedó en la cabaña. Una vez roto el cerco, los falangistas eran notoriamente
incapaces de seguirnos y en cuatro o cinco horas de camino hubiéramos llegado
a la cueva de Flojeras, lugar relativamente tranquilo.
Pero Tuñón no podía caminar. Apoyado en mi hombro, intentó andar a la pata
coja pero sin lograr apenas avanzar. El sitio se prestaba poco al escondite.
Súbitamente el recuerdo de un film de Paul Muni (?) “Soy un fugitivo” vino a
darnos la solución. El protagonista, evadido de un presidio y acorralado en un
terreno pantanoso, escapaba a sus perseguidores tumbándose en el pantano y
respirando por una caña que apenas sobresalía del agua. Cerca de nosotros, uno
de esos arroyos de montaña de tipo torrencial veía su cauce cortado por
numerosas cascadas de 1 a 3 metros. Una de estas, de unos dos metros,
presentaba una configuración favorable al escondite. La peña, cóncava, nos
permitió apoyarnos contra ella de manera que el agua caía mojándonos la parte
anterior del cuerpo y ocultándonos lo bastante para pasar desapercibidos a quien
no sea cercaba apoca distancia.
Como el lugar era por lo demás descubierto, de lejos, los falangistas que nos
buscaban veían un terreno impropio al camuflaje y no era probable que se
arrimaran desperdiciando así lo poco que les quedaba de luz, pues el sol se ponía
en aquellos momentos. Sin otro recurso, adoptamos pues el de permanecer de
pie, esperando que obscureciera, adosados a la peña y asomando de cuando en
cuando la cara para respirar bien y ver lo que pasaba.
A 600 o 700 metros sobre el nivel del mar y a fines de abril una ducha tan
prolongada no tenía nada de agradable. Tres cuarto de hora más tarde,
empapados y ateridos, iniciamos ya en plena oscuridad la marcha hacia Flojeras.
Pero el avance era lentísimo. Dos kilómetros y medio por hora era todo lo que
Tuñón podía acelerar apoyándose en mi hombro. Decidimos pues acurrucarnos
en una especie de agujero de obús que descubrimos cerca del camino en un
terreno pelado. Allí pasamos la noche y el día siguiente.
Un sol fuerte logró secarnos ya antes del mediodía y el optimismo renacía con el
calor cuando vimos venir unos 15 o 20 falangistas armados que visiblemente nos
buscaban. Desde el fundo del agujero oíamos las voces. Había entre ellos 6 o 8
soldados gallegos a juzgar por el acento. Más terrible en otro grupo vimos 2
guardias civiles. Tiros sueltos y bombazos nos mostraban que otros grupos
recorrían los montes vecinos. En los matorrales espesos lanzaban granadas . En
las terradas (?) disparaban contra la hierba. Pero nada consiguieron y, en una
cabaña que debía ser el punto de cita, vimos al atardecer 90 o 100 hombres
malhumorados reunirse para dar por terminada la batida.
“Encontrasteis a alguien ? “ “Esos cabrones están ya lejos” oíamos vocear de
una patrulla a otras....Al hacerse de noche, echamos a andar y recorrimos 2 ó 3
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kilómetros con tal lentitud que era imposible que, antes de amanecer,
pudiéramos llegar a la caverna. Después de un descanso, caminamos otros 2 ó 3
kilómetros y mucho antes de salir el sol nos guarecíamos en una cabaña
abandonada de las que habían sido registrada la víspera. En ella pasamos lo que
quedaba de noche y el día siguiente. Con el pié descalzo, fricciones y un vendaje
hecho desgarrando su camisa, Tuñón logro deshinchar mucho el tobillo así que
al atardecer se encontraba dispuesto a caminar solo aunque cojeando. Pero 48
horas sin probar bocado después de la mojadura de la antevíspera nos había
debilitado.
Esto fue nuestra grave falta: Débiles y todo hubiéramos podido aguantar las
pocas horas que nos separaban de la cueva en la que víveres de reserva nos
aguardaban. Pero el hambre es mala consejera y engañándonos a nosotros
mismos con el pretexto de debilidad cometimos la imprudencia de hacernos ver
de un pastor al que pedimos comida. Nos dio un trozo de pan - una libra escasa –
y cuanta leche se nos apeteció beber (al menos litro y medio cada uno). El
hombre nos temía visiblemente pese a la amabilidad con que le pedimos ayuda.
Esto nos dio mala espina pues en general el temor de algunos pastores no era de
lo que los “fugados” pudieran hacerles sino de las represalias falangistas si se
descubría la ayuda. Este individuo, decididamente, no tenia la conciencia
tranquila y ello nos intranquilizo. Pero ya era tarde y en fin de cuenta, aunque
que fuera un chivato, no creíamos que tuviera tiempo a hacernos daño. Se hacían
falta al menos dos horas y media par abajar a Proaza y con 5 ó 6 horas de avance
teníamos más que de sobra para llegar a la cueva.
Emprendimos pues la marcha revigorizados por la leche y nos íbamos
aproximando a la garganta que nosotros habíamos bautizado “Garganta oscura”.
Al no conocer los nombres indígenas habíamos establecido una nomenclatura
tipográfico-político para uso interno que nos servia perfectamente : “Pico José
Díaz“ – “ Corro Pasionaria” – “El camino de los tiros”. El camino se hacia
estrecho y abrupto, bordeando la zona de pastos. Hacia abajo, praderas, muchas
de ellas con cercado de piedra o matas. Más arriba, monte, rocas, cádavas (?) En
rigor, más que camino era un sendero de cabras que nos obligaba a ir uno detrás
de otro. Yo iba delante procurando avanzar lentamente dada la cojera de Tuñón.
Pero en cuanto la atención se distraía, involuntariamente alargaba el paso al
ritmo habitual lo que me obligó dos o tres veces a frenar para no distanciarnos.
Una niebla espesísima comenzó a subir y con la oscuridad de la noche,
acentuada por las características del lugar (entrábamos en la Garganta Oscura)
se veía difícilmente. Tuñón, que se preciaba de orientarse mejor que yo (lo que
era verdad) propuso ir delante “Así – añadió – te amoldaras a mi marcha y no
tendrás que andar parándote a esperarme a cada paso”. Se puso pues en cabeza y
llevaríamos un cuarto de hora de camino cuando súbitamente un descarga de 6 o
8 fusiles tumbó a Tuñón por tierra. Yo solo sentí el roce de una bala que me
arrancó algunos pelos de la región parietal. Los disparos fueron hechos a
bocajarro. A dos metros, tres a lo sumo. Sin dudas, emboscados, oyéndonos
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venir ( porque en la cañada y con niebla se oye de lejos) habían puesto rodilla en
tierra y esperando que nos acercáramos hasta casi pisarles a causa de la gran
oscuridad.
Sin reflexionar, con la rapidez instintiva de un animal silvestre, di un salto de
lado y colocándome en bola, las rodillas en la frente y los brazos cruzados en
torno a la cabeza, me eché a rodar monte abajo. Cuanto ? No guardo recuerdo
preciso de tiempo ni de distancia, pero al revivir la escena deduzco que debí
rodar cerca de cien metros. Oía tiros disparados a bulto pero no el silbido de las
balas. Tiraban por tirar, rabiados de que les hubiera escapado una victima. Una
vez detenido por un matorral, seguí escapando, ya de pie, hacia abajo. Pero la
emoción, más que la fatiga, me había sin duda agotado y pronto sentí que no
podía más. Busqué pues una matas y entre ellas me tumbé resignado a todo,
incapaz de moverme. El capote verde se prestaba bien al camuflaje sobre la
hierba del prado y las hojas de la mata. Desde allí oía hablar a los falangistas
comprendiendo distintamente algunas frases cuando el que hablaba tenía voz
recia : “A ver como se llamaba este hijo de puta” decía el que era probablemente
jefe al examinar los papeles de Tuñón. La claridad con que los oía me hace
pensar que la distancia en línea recta de mi escondite al lugar de la emboscada
no debía ser mayor de los 200 metros. Quizás algo más, por las condiciones
acústicas de la cañada y de la niebla pero no mucho más. Mi situación seguía
pues siendo precaria. Por fortuna al buscarme lo hicieron hacia arriba, hacia las
cumbres creyendo que los “fugados”, como las cabras, tiran al monte. En caso
de poco peligro es cierto. El monte nos ofrece mil medios de defensa y
escondite. Pero ante una batida sistemática, el objetivo es descender hacia el
llano. Cuando más abajo la circunferencia que limita el terreno a batir se dilata y
las patrullas se distancian. Es pues mal fácil romper el cerco o pasar de través.
Pero el jefe falangista poseído de la idea de que a un “fugado” se le busca en el
monte dio ordenes a sus hombres en consecuencia y pronto les sentí alejarse.
Hasta el atardecer estuve miserablemente acurrucado en aquello monte. Al
desaparecer el peligro inminente comenzaron a hacerse sentir las contusiones de
mis cien metros rodados. Las manos y la cara desgarradas de espinas. Los codos
y rodillas desollados. Y el mazazo moral de la muerte de Tuñón me habían
reducido a un estado lamentable y mi aspecto al penetrar aquella noche en la
caverna de Flojeras, debió parecer lastimoso a Cubano y Huerta que esperaban
impacientes nuestra llegada .
Así murió , en la madrugada del 29 de abril de 1938, el camarada Tuñón.
Si yo hubiera ido delante estas líneas no hubieran sido escritas.
Félix LLANOS
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