GARAVAGLIA, JUAN CARLOS ECONOMÍA, SOCIEDAD Y REGIONES EDICIÓN DE LA FLOR 1987 "LAS MISIONES JESUÍTICAS: UTOPÍA Y REALIDAD. PÁGINAS 121 A 181. Las misiones jesuíticas: utopía y realidad Paraíso dé M ahom a, Cristianismo Feliz...El Paraguay parece ser un punto privilegiado de encuentro para las reflexiones utó­ picas de occidente. Desde Montesquieu > hasta Antonio Gramsci 2, toda una tradición filosófica que busca en form a desespera­ da un m undo distinto, ha colocado en la “ República del Para­ guay” , una mirada llena de esperanzas. Sin em bargo, nada más terrestre que esta experiencia singu­ lar; nada más atado a las circunstancias específicas de la coloni­ zación en un área periférica; nada más ligado profundam ente a la historia anterior de la com unidad indígena. Las reflexiones que se leerán a continuación, forman parte de un esfuerzo de comprensión más amplio que abarca la entera sociedad colonial en la región. Intentaremos mostrar aquí en que forma esta expe­ riencia realizada por la Compañía de Jesús, continúa a otras, procede paso a paso, abriéndose camino, no sin contradicciones, en medio de las dificultades que le presenta un medio vuelto rá­ pidamente hostil. Ni Utopía ni Ciudad del Sol, el marco de la vi­ da cotidiana del indígena de las misiones jesuíticas, está imbrica­ do en la realidad colonial gracias a un sistema de dominación, que no es una “ invención” ex nihilo y que no sería totalmente extranjera para un indígena de alguno de los otros pueblos in­ dios que estaban en la región bajo la férula del blanco. 121 No nos hallamos tampoco ante una realidad aislada total­ mente del contexto colonial que lo rodea (la “ República Jesuíti­ ca” ). Nada de ello. Las reducciones funcionan estructuralmente com o un todo con el conjunto de la vida social y económica de la región. No sin contradicciones y enfrentamientos. La historia de esas contradicciones y esos enfrentamientos se verá solo par­ cialmente en este trabajo, pero hemos intentado tenerla siempre presente para definir cada uno de los aspectos que lentamente van constituyendo esta particular experiencia. Antes de continuar, algunas advertencias. La primera de ellas evoca la falla de exhaustivos estudios, etnográficos que nos ha obligado a un procedimiento que haría sonrojar a más de un etnohistoriador: poner dentro de la misma bolsa a un universo in­ dígena que debió tener y conservar innumerables diferencias in­ ternas. ¿O no se perciben acaso estas al leer las Cartas Anuas de los primeros tiempos? En especial cuando se evocan las tribus de la región de los guayraes frente a la de los paranacs. ¿O no nos recuerda Sánchez Labrador, en pleno siglo XVIII, como los des­ cendientes de indígenas que habían estado en los Itatines, recor­ daban, casi setenta años más tarde, que esa había sido la tierra de sus antepasados? Estas simples percepciones de diferencias, anteriores y posteriores a la fundación de las reducciones, nos deben poner en guardia contra las generalizaciones que nos ve­ mos obligados a hacer. No creemos que la m aquinaria de igualización cultural impuesta por los jesuítas haya podido borrar to­ talmente estas diferencias, al menos, en lodo aquello que no enfrentaba los pilares de la estructura que impone la orden. Una segunda advertencia. Nos referimos aquí a una realidad rcduccional que se extiende por más de un siglo y medio. Tanto las misiones, como el m undo colonial en el cual están inmersas,, serán profundamente sacudidos y transform ados en ese lapso. No pensemos entonces hallarnos ante una realidad estática. La­ mentablemente, las fuentes internas de la Compañía, no siempre permiten dar cuenta de los cambios y evoluciones que sufren las reducciones. En todo caso, hemos intentado marcar algu­ nos de los puntos de ruptura y de cambio, tanto °n la historia de las misiones, como en sus relaciones con el m undo colonial. 122 Y finalmente, una última llamada de atención. Si bien cre­ emos que esta experiencia estuvo muy lejos de ser paradisíaca para los indígenas que la soportaron, no queremos confundirnos con toda una producción intelectual, bien llamada “ metaantropológica” , que busca en las “ comunidades primitivas” , nuevos paraísos donde supuestamente no existan ni el poder ni la presión social. Todas las veces que anteponemos la comunidad indígena a la realidad colonial, no lo hacemos para evocar en es­ ta vida anterior una situación miltoníana, sino para intentar explicar qué elementos de aquella experiencia se continúan en la nueva y cuales resultarán alterados por el blanco. I. Comunidad indígena, pueblo de indios y reducciones. En el análisis de las formas que adquieren las relaciones de producción en la época colonial, es evidente que se pueden vi­ sualizar dos procesos contradictorios frente a la comunidad indí­ gena: uno, que llamaremos centrífugo — de ruptura y destruc­ ción de esa com unidad— y otro, que podemos llamar centrípeto, en el cual se “ protege” la existencia de la comunidad indígena. En realidad, estos dos movimientos conviven durante la mayor parte de la era colonial y su imbricación contradictoria constitu­ ye todo un capítulo de la historia de nuestras formaciones so­ ciales. Algunos autores han descriplo el funcionamiento de estas dos fuerzas, sin definirlas de esta forma, al esbozar una historia conflictiva en la cual los intereses privados —encomenderos, co­ merciantes, etc— se enfrentarían con la corona en su lucha des­ piadada por el control de la fuerza de trabajo indígena. Creemos que no siempre es posible hacer una partición tan estricta de los roles — y las palabras “ privado” y “ público” seguirán siendo oscuras hasta tanto no hayamos definido claramente el espacio que ocupa el estado en la realidad colonial— pero ese funciona­ miento es quizás asimilable al fenómeno que estamos describien­ do. En verdad la política de la corona tiene muchas veces la cla123 rielad meridiana de apuntar a largo plazo. Mientras el encomen­ dero Pérez cuida únicamente de aum entar la renta que extrae de su encomienda, la autoridad real o sus m andantes, piensan en los cientos de Pérez que deberán seguir viviendo del trabajo de la com unidad indígena — sean encomenderos o no— y velan de es­ ta form a por la continuidad del régimen de explotación salva­ guardando su base de existencia. Por eso algunas de las caracte­ rísticas de las relaciones de producción en la región que analiza­ mos, definen certeramente los intereses que se enfrentan/ com plem entan frente a la com unidad indígena. En el Paraguay, el movimiento que liemos llamado centrífu­ go se m anifestará, a través de toda la época colonial, en la “ sa­ ca” de indígenas y en la persistencia del fenómeno del yanaconazgo que no es más que una form a de servidumbre indígena lo­ calizada fuera de la comunidad. El yana vive y muere en la es­ tancia o la chacra de su señor. Frente a esta fuerza que am enaza la existencia misma y la continuidad del régimen colonial (el punto clave de la situación es obvio: ¿puede la condición del yanacona ser suficiente para permitir la reproducción de sus condiciones de trabajo y la de sus descendientes y por lo tanto, a nivel de la formación, la reproducción de las relaciones de producción?), la corona se ve obligada a proteger, reforzar o recrear a una com unidad que ve como única garantía de esa reproducción. En cada región del im­ perio hispano, la actitud concreta de la autoridad estuvo condi­ cionada a la situación preexistente de la com unidad indígena (dejando de lado aquí, las áreas demográficamente “ vacías” ); en la región que nos ocupa, la debilidad de la organización pre­ via, obliga a una especial fortaleza del control nuevamente im­ puesto. Es decir la com unidad debe ser re-edificada sobre el .jsustrato indígena pero en función de los nuevos objetivos plante­ ados por la colonización. Lamentablemente, las características de la región (aislamiento, pobreza, “ fronteras” , etc) obligaron a dejar esta tarea de reconstrucción en manos de aquellos que son los primeros en operar de form a centrífuga, con lo cual caemos en lo del gato despensero... Y es por eso que surge como vital el papel de la iglesia y de las 124 órdenes religiosas —y en especial de estas últimas— . Cuando en 1580, la acción de los franciscanos crea los primeros pueblos/re­ ducciones, con una estructura que preanuncia ya la forma que tendrán durante siglos, está colocando las piedras siliares del sis­ tema de dominación que subsistirá en la región durante mucho tiempo. Es sabido que la encomienda, en su variante regional, apare­ ce en el Paraguay por vez primera en 1555, cuando Domingo Martínez de Irala realiza su tan conocido repartimiento, el que será seguido, meses después, por la promulgación de las prime­ ras ordenanzas que le darán forma legal.3 Es evidente que con las encomiendas nacen los primeros pueblos de indios —en la acepción hispana del término— , es decir, la fijación-control de la primitiva aldea guaraní: “ ...ordenam os y m andam os q.todos los yndios Rep.tidos... no se muden vayan ni absenten de sus ca­ sas y pueblos a otros pueblos y casas ni pte.alguna e alli biban y pmanezcan todo el tpo.q Dios les diere de vida...” .4 Y lo que sa­ bemos actualmente, conduce a pensar que la reacción de los guaraníes, pese a una tradición historiográfica rica en cegueras, fue más que negativa frente a los primeros repartimientos: los le­ vantamientos se suceden, poniendo en peligro el control blanco sobre la aldea guaraní.5 Es así como las primeras reducciones que tendrán el carácter de tales — las iniciadas por fray Luis de Bolaños y sus compañeros de la orden de San Francisco— pre­ tenden ser una respuesta integraI y totalitaria (en cuanto incluye diversos aspectos fundamentales de la vida guaraní, como es la religión) que reasegure el control, vuelto repentinamente proble­ mático, del blanco sobre la com unidad.6 En estas fundaciones, no se dudó, cuantas veces fue necesario, en recurrir a la fuerza de las armas para convencer a los remisos. • Es decir que la reducción como institución de control de la m ano de obra indígena, es anterior a las primeras misiones fu n ­ dadas por los padres de la Compañía de Jesús en por lo menos unos treintu años. Además, en estas primeras reducciones fran­ ciscanas de los años 1579-1580, surge claramente la importancia que tenían desde antes, tanto el encomendero como su poblero.7 Eso no debería extrañarnos, dado que hacía más de 25 años que, 125 al menos teóricamente, los encomenderos controlaban o debían controlar el funcionamiento de la com unidad. T odo esto nos in­ dica que la reducción franciscana misma ya se apoya en un sus­ trato preexistente más antiguo y muy rico en connotaciones pro­ pias. Hasta ahora se ha pasado excesivamente rápido por los problemas que plantea la aldea guaraní original y la comunidad indígena preexistente — nosotros mismos, en otro trabajo ante­ rior, hemos saltado alegremente sobre este problem a— .8 Cre­ emos que esto es erróneo, pues parte de un supuesto etnocentrista muy peligroso: la posibilidad de la construcción ex-nihilo por parte del blanco de una comunidad. Los propios jesuítas — que tendrán más tarde toda una repre­ sentación teórica acerca de su papel fundante en la constitución de los nuevos pueblos— descubrieron los límites de lo que el blanco podía realizar (aun cuando este fuese un fiel discípulo de San Ignacio...) en su fracaso con la misión de los guaycurues. Dos cartas del padre Diego González, uno de los sacerdotes de la Com pañía encargados de esta reducción, nos ayudarán a captar más profundam ente lo que decíamos: (los guaycurues) ...con los rescates y ayuda del Pe. presto se haran labradores que es co­ mo previa disposición para ser xpianos. porque sino tiene comi­ da en la reducion vanla a buscar y no pueden ser cathequizados porque andan todo el año muy lexos capando y este es otro mi­ lagro de dios q . muden su naturaleza de caladores en labradores... ” .9 Esta carta, fechada a principios de 1611, denota una aguda inteligencia etnológica, pero así mismo, una excesiva confianza en la capacidad del buen sacerdote para promover re­ voluciones profundas en el caracter de las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Un año más tarde, la dura realidad se comienza a imponer y el mismo sacerdote nos relata. ...son na­ turalmente capadores y por esto nunca están de asiento, sino que andan siempre en continuo movimiento con sus tabernáculos a cuestas,...que para sustentarse m udan lugares, porque la caca y la pesca se les acaba o huye y van a otro puesto a buscarla...Y assi esta mission de haura de dexar como inútil, porque no pueden consigo dexar la natural inclinación de capar y pescar, ni darse al trabajo de la l a b o r Y este fue el fin de esta experiencia. 126 ¿Qué queremos decir entonces cuando afirmamos que es ne­ cesario prestar más atención al sustrato anterior? Que la com u­ nidad guaraní llevaba en su seno gran parte de los elementos sobre los que se construirá después el pueblo de indios y la re­ ducción. Fue el lento desarrollo por parte del blanco de algunos de esos elementos, ya existentes, lo que posibilitó el éxito (en el sentido de control sobre la masa indígena) de esta experiencia, que no por azar fue imposible repetir en otros lados con ese mis­ mo grado de eficacia — excepto el caso, aun oscuro, de los pueblos Moxos y Chiquitos, en los cuales nos hallamos con un sustrato indígena similar— . Obviamente, estamos lejos de la so­ lidez de los grupos étnicos que antecedieron y sobrevivieron al inkanato y sólo un exhaustivo trabajo etnográfico podrá recons­ truir toda la riqueza de estas agrupaciones y federaciones guara­ níes, dándoles su proyección étnica real (un ejemplo entre tan­ tos: no debe ser casual que conozcamos a las distintas regiones y “ provincias” por los nombres de los mburuvichti más famosos...). Por ahora, sólo unos pocos trabajos permiten tener una idea aproximada del estado de la cuestión Otro elemento que debe ser tenido en cuenta aquí es la políti­ ca estatal. Ya desde las Leyes de Burgos12, la corona intenta la formación de pueblos de indios para realizar un control más efi­ caz sobre la m ano de obra indígena y en el ám bito peruano, fue el virrey Toledo quien dió gran impulso a esta política de reagrupamiento para ubicar en reducciones a los indígenas que hasta ese m omento y durante el inkanato — si exceptuamos a las gran­ des ciudades político-religiosas como el Cuzco— vivían prefe­ rentemente en un tipo de habitat disperso. O sea que antes de la primera fundación jesuítica — la de San Ignacio del Paraná en 1610— existen en la región arriba de una veintena de pueblos y reducciones indígenas, de las cuales sólo parcialmente conocemos el nom bre.1-1 Recalcamos esto, para mostrar de que forma todo el proceso de constitución y la estruc­ tura misma de la reducción jesuítica, está íntimamente ligada a la historia previa de la comunidad indígena cu la región. Por supuesto si bien hasta aquí hemos hablado de pueblos de encomenderos confiados a clérigos, pueblos controlados por los 127 franciscanos y reducciones de la Com pañía de Jesús, la división fundam ental, en lo que hace a su funcionamiento en el marco re­ gional, se da entre pueblos de clérigos y de franciscanos por un lado y reducciones jesuíticas por otro. El hecho central que sepa­ ra a am bos tipos de pueblos, es la participación o no del enco­ mendero en la explotación de la fuerza de trabajo indígena. En efecto y veremos que sólo lentamente los teatinos consiguen arrancar a sus indígenas de las manos de los encomenderos espa­ ñoles, aquello que coloca un abismo entre los pueblos controla­ dos por clérigos y franciscanos y las reducciones de la Com pañía de Jesús es la progresiva autonomización de éstas del m undo de relaciones socio-económicas hispanas. Es evidente que esta auto­ nomización, como tendremos ocasión de com probar, es sólo re­ lativa, pues será mediante la propia Com pañía y a través de los mecanismos que ella misma establece que los pueblos participa­ rán, ya sea con sus productos, ya sea con sus hombres, en la re­ alidad económica y política de la región. Pero será solamente la Com pañía quien especifique el cuando y el como de esta partici­ pación. Y esta autonom ización se extenderá también a los pedidos, siempre reiterados e imperiosos, de los gobernadores y sus te­ nientes. Para los pueblos jesuíticos y exceptuando las tareas de construcción de obras públicas y los auxilios militares — siempre realizados bajo la conducción de sus sacerdotes— no hay man­ damientos ni obligación de conchavo en beneficio de las perso­ nas especificadas por la auloridad. Y esta extensión de la auto­ nom ía tiene capital im portancia, pues explica la ausencia de los pueblos jesuítas de la carga del beneficio yerbatero. El resto de los pueblos de indios de la región vive una si­ tuación radicalmente diversa. Podríam os hacer quizás una dife­ renciación interna entre pueblos controlados por clérigos y los dirigidos por los franciscanos. En efecto, en aquellos, primero el poblero y más tarde el mismo clérigo, no son más que los ojos y oídos del encomendero. M uchas veces y sería necesario contar con una larga lista de fojas de servicio de curas doctrineros para asegurarlo redondam ente, el cura no es más que un aller ego del encomendero, a su vez hijo, sobrino, herm ano o tío de encomen­ 128 dero, quien presta el auxilio del m undo religioso al control que sus parientes — no necesariamente de sangre, pero si de sector social— exigen de la com unidad indígena. En cambio, en los pueblos de los franciscanos, tanto por las características de la or­ den, que la hacen mucho menos dependiente de los poderosos locales —sin llegar jam ás al grado de autonom ía de la Compañía de Jesús— como por la m ayor estabilidad que significa la perte­ nencia a un ordo, la presencia del encomendero tiene quizás cier­ tos límites, no muy fáciles de definir, pero que aparecen eviden­ tes.14 Mas, en ambos tipos de pueblos, el resto de los elementos que definen a este tipo de unidad productiva, siguen presentes: control por parte del cura y, secundariamente, de una fracción de la burocracia indígena (caciques, cabildantes, etc) del fun­ cionamiento de la comunidad y por lo tanto', en estos pueblos, el indígena sufre la doble — habría que decir triple y agregar a esto los m andamientos gubernamentales— explotación del encom en­ dero y de la “ com unidad” , en especial cuando en nom bre de es­ ta última se exigen prestaciones cuyo destino obvio no será la ca­ ja comunitaria. Ahora bien, el carácter central que tiene este m odo de pro­ ducción en el conjunto regional durante los siglos XVI y XVII, surge del hecho de que sólo éste permite una territorialización accesible y la reproducción de la fuerza de trabajo y de las rela­ ciones de producción. En una palabra, posibilita el control efi­ caz por parte del blanco y la reproducción ampliada de la empre­ sa productiva española. II. Las reducciones jesuíticas: ¿un modelo ideal? 1. La progresiva constitución del modelo “ En la historia de las misiones jesuíticas americanas tiene Juli un significado especial de haber sido el gran cam po de experi­ mentación, donde al calor de los varones más insignes en cien­ cia, virtud y celo misionero...se ensayaron los métodos y se fra­ 129 guó el modelo de las reducciones que luego se fue aplicando con (an felices resultados para el evangelio en el Paraguay, Mojos y en otras partes...” . Con estas palabras, un autor contem porá­ neo, nos explica como el modelo de la reducción jesuítica que se instaurará en el Paraguay, surgió en el Perú en 1576... para des­ pués ser aplicado a la realidad guaraní.15 Lejos de nosotros el querer darle una proyección única al ti­ po de experiencia surgida a orillas del alto Paraná (ya hemos in­ tentado mostrar la íntima conexión de estas reducciones con ex­ perimentos que las precedieron y, que a su vez, hundían sus raíces en ciertos aspectos de la experiencia precolombina de la vi­ da indígena), pero este párrafo muestra uno de los más habi­ tuales traspiés, teñidos de etnocentrismo, en los cuales suelen ca­ er nuestros análisis cuando olvidamos las razones complejas y profundas, ligadas a la evolución general de la vida colonial en la región paraguaya y rioplatense, que explican la constitución y pervivencia del modelo jesuíta. Para que quede claro: el modelo no es tal, salvo a posteriori y después de una larga travesía realizada por los responsables de las misiones para compaginar las exigencias de la “ evangelización de los salvajes” con la realidad de la comunidad guaraní, con /a historia inmediatamente anterior de las relaciones entre el blanco y el indígena y con Ia situación colonial en un área perifé­ rica. Sumémosle a estos elementos la presencia de la ideología ig- naciana y la vitalidad de la orden (vitalidad que se agiganta por la pobreza y el aislamiento regional); tendremos así un buen ra­ cimo de “ causas” para explicar este fenómeno. a. Indios y blancos antes de la llegada de los jesuítas. Es sabido que en la región se asiste a un fenómeno específico en los primeros contactos entre el blanco y el indígena. En lugar de un enfrentamiento bélico, hallamos una particular alianza entre los recién llegados y los carios asunceños; decimos “ parti­ cular alianza” , pues si bien no negamos su existencia, creemos que debe ser analizada en un marco m ucho más riguroso. 1.10 El problema es el siguiente. En una primera etapa, cuya du­ ración — al menos en la región asunceña— debió haber sido muy corta (10 a 20 años), los dos grupos enfrentados hacen uso de un sistema de relaciones que si bien, aparentemente, parece ser el mismo, tiene connotaciones totalmente distintas y hasta contra­ dictorias en el marco de cada una de las culturas consideradas. Nos referimos obviamente al cacareado parentesco entre los in­ dígenas y los españoles. Los guaraníes entregan sus mujeres en señal de reconoci­ miento de una alianza político-militar con el blanco en vista a un enfrentamiento común con los guaycurúes. Esto no era una no­ vedad para los indígenas y algunos trabajos, como los de Pierre Clastres, han dejado ver el aspecto político que puede encerrar la exogamia entre las tribus de la selva tropical y en especial, entre los tupi-guaraní.16 De esta forma, los parientes quedan atados a una serie de obligaciones de intercambio de bienes y servicios li­ gada a la reciprocidad debida en esos casos. Pero no debemos pasar por alto el hecho de que los españoles llegan a la región en el m om ento en que, según dejan entrever algunas fuentes, el conjunto de las comunidades tupi-guaraní estaba sufriendo cam ­ bios de importancia, algunos de los cuales giraban alrededor de una específica utilización, por parte de los líderes indígenas, de la organización del parentesco. En todo caso, los blancos, como avezados etnólogos, comprenden rápidamente el costado político-económico encerrado en la institución del parentesco y actúan con celeridad, llevando hasta sus últimas consecuencias y en su favor, los cambios que se están esbozando. Asistimos de esta forma a un proceso singular. Una institu­ ción que aparentemente es la misma — el parentesco— será car­ gada por los dos grupos con contenidos totalmente diterentes y prontam ente “ desvirtuada” —desde el punto de la cultura indí­ gena, claro está— por aquel que detentaba el m onopolio de la fuerza militar. Mientras que para los indígenas, el objetivo del trabajo realizado en el marco de la institución del parentesco, es la satisfacción de sus necesidades, para los blancos el trabajo to­ ma tem pranamente (al día siguiente de la llegada a Lambaré...) el carácter de una mercancía y su producto se destina a un mer­ 131 cado. De este m odo, la institución del parentesco 17 que engloba varios niveles de relaciones en el marco cultural indígena (rela­ ciones sexuales, políticas, religioso-económicas) va siendo des­ nudada por el blanco y reducida exclusivamente — o casi, pues no negamos la dem ostrada existencia de relaciones sexuales entre los blancos y “ sus” indias, pero esto no está aquí en discu­ sió n— a una relación económica. Y respecto al tan m entado “ Paraíso de M ahom a” , no olvidemos algo esencial: es evidente que el blanco tiene más que fluidas relaciones sexuales con “ sus” indias y la dem ografía asunceña es un buen testimonio de ello, pero estos blancos, que tienen 5, 8, 10 y más mujeres, bus­ can una cosa harto diferente, buscan acumular trabajo vivo — acumular mujeres significa también acumular parientes— y esta propiedad de la mujer presupone el libre acceso sexual a la misma. Las mujeres conviven con el blanco, trabajan la tierra, hilan el algodón, son cargadoras en las entradas, laborean el azúcar y así sucesivamente. O sea que esta relación de parentesco, que en el marco de la vida aldeana engloba una serie de funciones indispensables para la reproducción del grupo desde lo político a lo ceremonial, ha sido convertida por el blanco en una relación “ económ ica” , en este caso, una relación servil. De este m odo, en un proceso que es difícil datar certeramente, pero que debe agotarse en los pri­ meros veinte años de contacto inicial — en la región asunceña, repetimos— el blanco va convirtiendo a las primigenias rela­ ciones simétricas y positivas de reciprocidad del grupo indígena, en una relación asimétrica donde la fuerza será el factor que de­ term inará el peso específico de cada componente. Es que y pese a que algunos parecen pasarlo por alto alegre­ mente, hemos cruzado la barrera de una cultura a la otra —de los guaraníes a los españoles— y no tiene mayor sentido hablar de parientes, cuñados, esposas, sin poner como marco indispen­ sable del análisis del hecho. Estamos asistiendo a una ruptura del m odo de producción indígena. Y cuando decíamos antes acumular mujeres, estábamos lejos de hablar en form a metafórica: no resulta fácil dar cálculos cer­ 132 teros, pero no pocas fuentes hablan de un promedio jde 10 m uje­ res por cada español.18 Además, estas mujeres han pasado a te­ ner un marcado carácter mercantil (resultado obvio del carácter mercantil que ha adquirido su trabajo): son objeto de tratos, se venden, se alquilan. Otro hecho más que nos aleja del mito para­ disíaco... Pero afirmábamos arriba que acumular mujeres significaba también acumular parientes (los tovajá, cuñados obligados a dar prestaciones al líder blanco, como lo habían estado antes a los lí­ deres guaraníes). De esta forma, los cuñados acudirán, llegado el m om ento, a realizar las tareas complementarias tradicional­ mente no ejecutadas por la m ano de obra femenina. Y una vez en la chacra o en la estancia, no pocos de ellos serán obligados a asentarse o lo harían de muy buena gana — es decir buscarán “ am paro” — para escapar a la violencia desatada por el blanco contra los remisos y los que no habían com prendido el cambio de tempo económ ico...Porque, como veremos seguidamente, la violencia ocupó aquí, al igual que acullá, un papel clave en la constitución de las nuevas relaciones productivas. A nuestro entender los trabajos de Branka Susnik han sido pioneros en el sentido de desnudar este aspecto de la “ alianza” hispano-guaraní. La violencia, con sus consecuencias sempiter­ nas, la muérte y el saqueo, no estuvieron ausentes, sino que, por el contrario, fueron m oneda corriente ya desde los primeros tiempos. U na larga lista de violencias cometidas contra indios amigos (dejamos totalmente de lado aquí, las expediciones puni­ tivas contra los indígenas no sometidos) son un testimonio evi­ dente de lo que afirm am os.19 Sumémosle a ello, la costumbre nacida al día siguiente de la llegada a Asunción, de maloquear o ranchear. Un docum ento tardío y posterior a la etapa asunceña de la conquista, pero que es testimonio de un proceso que debió ser similar al ocurrido en los contactos iniciales entre carios y es­ pañoles, nos describe en form a vivida la entrada de un grupo de soldados a un pueblo, a la sazón ya reducido y con sacerdote: hombres hambrientos que se desparram an por las chacras indí­ genas, saqueos, indios puestos en el cepo....20 Este documento está fechado en 1616 y se refiere al Guayrá, pero sobran testimo­ 133 nios sobre la rcpelición de este tipo de hechos en los primeros tiempos del asentamiento hispano.21 Y el producto de las malocas no se reduce únicamente a hom bres, también se busca ropa, mantenimientos, etc. Este sis­ tema era, además, a falta de mejor reemplazo, el medio de pago habitual con que se reclutaban los ejércitos en las entradas. Al­ gunos documentos harto explícitos, nos muestran como la paga más corriente que atraía a los soldados era el cobro de unas cu an tas piezas “ ...q.en buen romanze son esclavos...” .22 Imagi­ nemos entonces el espíritu que reina en estos ejércitos de mesti­ zos pobres, prontos a apoderarse de algunas piezas como única paga establecida para sus desvelos. Y estas malocas de españoles — subrayam os para evitar confusiones cuando hagamos men­ ción a los resultados de las invasiones bandeirantes— conti­ nuaron durante un período bastante largo; sesenta años después de fundada Asunción, todavía hay testimonios de su existencia en la propia región de la capital.23 P or supuesto que las comunidades guaraníes no contempla­ ron estos repetidos asaltos sin reacción y, al igual que ocurrirá durante toda la época colonial, la guerra será la única respuesta “ política” de un sector de la sociedad que no tiene otros medios de expresión autónom a: 1539, primera revuelta de los carios asunceños; 1540-1543, levantamiento de los guaraníes de la re­ gión del Jejuy; 1546, revuelta general de todos los indígenas de la región. Todas estas tempranas revueltas de indios “ amigos” y “ aliados” , a las que seguirán muchas otras, fueron rápidamente ahogadas en sangre y con impresionantes cantidades de m uertos... Tam poco estos hechos confirm an la visión de una conquista “ pacífica” y colocan los términos de la alianza hispano-guaraní en sus verdaderos límites, m ostrando algunas de sus consecuencias para la com unidad indígena. Si bien no tenemos aquí la intención de seguir paso a paso es­ ta reacción de los guaraníes frente a la conquista, es adecuado recordar que con la promulgación de las encomiendas, en 1555, se acentúan y profundizan los movimientos de resistencia al blanco. Ello se complicará además, en la década del ochenta, con el aum ento de la presión sobre el indígena resultado de la 134 paulatina extensión de algunos productos locales —el vino y el ?£Úcar, en esta primera etapa— hacia el naciente mercado re­ gional. El conjunto de estos elementos, conform a los aspectos más sobresalientes de lo que hemos llamado antes fuerza centrífuga frente a la aldea y que puede asimismo presentarse com o la progresiva yanaconización del aldeano guaraní. Será en medio de esta situación extremadamente delicada para la aldea y asi­ mismo, como resultado de la reacción indígena, harto difícil pa­ ra la continuación del control blanco sobre la com unidad, que comienza — y esto no es un azar— la experiencia reduccional de los franciscanos. Esos inicios coinciden, con pocos años de dife­ rencia, con la llegada de los primeros sacerdotes de la Com pañía de Jesús a la región del Paraguay. Las fuentes más antiguas que disponemos acerca de estos años tempranos de la experiencia jesuítica en la región, apuntan generalmente a mostrar dos hechos: la actividad de los sacerdo­ tes jesuítas se reduce en general a “ misiones volantes” , tanto entre los españoles como entre los indígenas y no hallamos toda­ vía motivo alguno de fricciones entre la Com pañía y los enco­ menderos acerca del trato al indígena.24 Es sabido que, desde la primera década del siglo XVII, estos dos aspectos resultarán ra­ dicalmente alterados: la Com pañía funda en 1610, a instancias del gobernador Hernandarias, su primera reducción indígena, San Ignacio del P araná y un año más tarde, la visita del oidor don Francisco de Al faro, públicamente sostenida por los (cati­ nos —con sus efectos negativos sobre la continuidad del sistema de servicio personal, al menos tal com o se venía practicando— produce una cuasi sublevación en algunas ciudades del Paraguay y del Tucum án. Ello tendrá funestas consecuencias para las fu­ turas relaciones entre los encomenderos paraguayos y la C om pa­ ñía. Estos dos hechos son menos contradictorios de lo que pare­ cen. Cuando Hernandarias apoya calurosamente el accionar re­ duccional de los jesuítas, piensa evidentemente en los buenos re­ sultados que están dando las fundaciones franciscanas, que ya tenían más de veinte años de vida (buen resultado en el sentido de un éxito creciente en el control de la aldea indígena y en la in135 scrción productiva de la m ano de obra, encomienda mediante). Y por lo tanto, no tiene porque suponer un corolario diverso por parte de la actividad de la Com pañía. Ahora bien, nos anim a­ mos a insinuar que la oposición jesuítica a las encomiendas, es también ella una consecuencia del accionar misional de los sacer­ dotes, que entienden rápidam ente el efecto disruptor de lo que hemos llamado la fuerza centrifuga. Y no creemos traicionar el pensamiento de los primeros misioneros, si pensamos que esta oposición fue naciendo al calor de las dificultades que sufrían los sacerdotes en su tarea reduccional por efectos de los reitera­ dos ataques con que el español procura hacerse de algunas piezas... Entonces y recapitulando. Si queremos encontrar uno de los componentes más im portantes del modelo jesuítico, debemos hacer hincapié en las condiciones extremadamente difíciles que enfrentaba la aldea indígena para sobrevivir — manteniendo sus dimensiones y su dispersión geográfica— en ese medio que se ha­ bía vuelto rápidamente hostil. En realidad de aquí surgirá un doble componente del modelo: por un lado, entenderemos una de las razones de la rápida aceptación por parte de los indígenas de las nuevas reducciones y por el otro, resultará evidente para los teatinos que, sin una autonomización relativa de la vida re­ duccional respecto del m undo de relaciones socio-económicas híspanas, la experiencia estaba destinada al fracaso o al semifracaso (ante sus propios ojos se desarrollaba otra experiencia, la del resto de los pueblos de indios de la región, y era fácil cxlra•er conclusiones). Cuando los jesuítas afirm an en sus pedidos a la corona, una y otra vez, que los indios aceptaron ser reducidos a cambio de no ser encomendados —si bien tenemos fuertes dudas sobre la form a en que participan los propios indígenas en esta “ negociación” — es evidente que están presentando un argu­ m ento que debería tener un peso superlativo a ojos del arrinco­ nado guaraní. Agregemos a esa actividad de ruptura de la comunidad reali­ zada por los colonos españoles, el accionar de los bandeirantes paulistas. No es este el lugar adecuado para extenderse sobre el tema, pero recordemos que sucesivas oleadas, cuyas raíces se 136 hunden en las conflictivas relaciones que existieron en la época pre-colombina entre tupíes y guaraníes, conmovieron la estabili­ dad y la supervivencia misma de las comunidades guaraníes de las regiones de los Itatines, Guayraes y Tapes. Si bien algunos autores han exagerado numéricamente los efectos de estas bandeiras, es evidente que sus resultados fueron desastrosos para las tribus concernidas.25 Y frente a estos ataques, la reacción del es­ pañol fue más que sospechosa, cuando no de directa conniven­ cia.26 La defensa que los jesuítas hicieron de las miles de almas que el bandeirante pretendía vender como simple ganado para que acabara sus días en los engenhos bahianos, debió haber aum entado sensible y concretamente el respeto de que gozaban los sacerdotes entre algunas comunidades. En cambio, pocas du­ das hay que los encomenderos no estuvieron a la altura de lascircunstancias y hay más de un ejemplo de tribus o indígenas ya encomendados, como los de los pueblos villenos de 1676, que voluntariamente — como no dejara de señalar, con poco disimu­ lado regocijo, alguna fuente jesuítica— se van con las bandeiras, cansados de la explotación y el mal trato de que eran víctimas entre sus encomenderos.27 b. lil problema religioso guaraní Es necesario hacer una rápida mención a un aspecto de la cuestión que en general es pasado por alto en los análisis realiza­ dos por los historiadores de las misiones guaraníes. Gracias a la etnografía conocemos una dimensión de la cultura guaraní que resulta de capital importancia para entender ciertos elementos del modelo jesuítico. Nos referimos obviamente al aspecto reli­ gioso que tuvo la lucha por el control político y religioso (¿cómo separarlos?) de la aldea entre los sacerdotes europeos y los pajes y karaís guaraníes. Los trabajos de Alfred Métraux ya hace tiempo que venían insistiendo en la importancia capital de la vida religiosa para comprender los enfrentamientos tempranos entre los blancos y los indígenas en la región 28 y a partir de esos trabajos, otros 137 autores han presentado a la experiencia jesuítica — y la francis­ cana— com o el resultado del enfrentamiento entre “ dos mesíanísm os” , es decir el de la Compañía y el guaraní.29 Sin em­ bargo, un estudio posterior de Hélene Clastres trae algunas pre­ cisiones que nos parece importante hacer resallar aquí.-1*1 Según esta autora, existe una gran diferencia entre el profe­ tismo y no mesianismo— tupi y el guaraní. En el primero de ellos — gracias al análisis de las fuentes francesas y portuguesas del siglo XVI, que no tienen paralelo con las contemporáneas hispanas— Hélene Clastres afirma que asistiríamos a un fenóme­ no profètico originado en la contestación de un cierto orden so­ cial y que daría com o respuesta o solución a ese orden contesta­ do, la búsqueda material de un paraíso terrestre (se trata del co­ nocido mito de la “ Tierra sin M al” ). En cambio, en el caso de los ejemplos guaraníes tem pranos —especialmente Oberá y G uariverá— estaríamos frente a un profetismo m ucho más “ po­ litizado” : “ Podríam os confundir (así) dos fenómenos diferentes que se producen, al mismo tiempo, entre los Tupi y los Guaraní; la búsqueda de la Tierra sin Mal y la lucha por el poder político...” , afirm a la autora, criticando la visión, a su juicio errónea, de Métraux que asimilaba los dos tipos de expresión profètica.31 En todo caso y dado que no es nuestra intención extendernos sobre el tema, no podemos dejar de subrayar la importancia de la cuestión religiosa en la constitución del modelo', la promesa de un paraíso — aun cuando el paraíso cristiano fuera accesible so­ lamente después de m uerto— no era para los guaraníes algo des­ conocido, sino que form aba parte de sus más antiguas creencias religiosas. Y no solamente ello es así, sino que, en su cultura ori­ ginal, esta búsqueda del paraíso afectaba fuertemente el orden social anterior (las fuentes nos muestran como los migrantes en búsqueda de la Tierra sin Mal abandonan los cultivos, rompen con aspectos claves de su organización social — como las reglas de parentesco— es decir, vemos como estas migraciones tienden a alterar la estructura socio-económica de los grupos concerni­ dos). No debe asom brarnos, entonces, que la experiencia jesuíti­ ca — que altera y a la vez retom a muchos aspectos de la organi138 /.ación social anterior— pueda ser vivida como el precio indis­ pensable para acceder a esa Tierra sin Mal de nuevo cuño que prometían esos poderosos hechiceros (más adelante veremos cuál es la visión que los mismos indígenas tienen de las “ poten­ cias” de los sacerdotes). Por supuesto que no pensamos que sea útil darle a este aspeelo un rol de explicación única, pero creemos que — intentando, en form a saludable, rechazar muchas de las tonterías escritas aquí y allá acerca del papel omniexplicativo de la religión cris­ tiana en el hecho de la conquista— hemos pasado muchas veces por alto la complejidad de la vida religiosa de los pueblos preco­ lombinos y el rol de la religión en una formación social tan dis­ tinta a la nuestra, como es la que surge con la conquista. En los pueblos precolombinos la vida religiosa no se hallaba separada del .conjunto de su actividad como grupo hum ano —como tam ­ poco estaba separada la red de normas de parentesco— y el inten­ tar una explicación que fraccione excesivamente los diversos as­ pectos de la cultura indígena, conduce a una visión harto parcial y peligrosamente esquemática del fenómeno. En especial cuando la relación entre esos diversos elementos (en este caso: religión y poder político) constituye una tram a totalmente distinta a la nuestra y paradójicamente, m ucho más comprensible para un español del siglo XVI... Y si quisiéramos subrayar la importancia de este aspecto la cuestión y la persistencia del fenómeno, bastaría recordar la sublevación ocurrida en el pueblo de indios de Arccayá en 1660.32 Estp levantamiento que enfrenta a los jefes indígenas con las exigencias de los encomenderos españoles y que ocurre en el marco de una situación generalizada de inquietud indígena 33, estará dirigido por el corregidor don Rodrigo quien ...se hasia adorar de los yndios por Dios padre, a su muger por santa maria la grande y a su hija por santa maria la chiquita...” .3“* Una vez derrotado y sangrientamente reprimido el levantamiento, una india del pueblo, entregada como pieza a un español, no dudará en afirm ar que don Rodrigo resucitaría al tercer día para salvar a lodos los indios de la servidumbre impuesta por los españoles... Obviamente no es lácil descubrir la verdadera voz indígena 139 , i j de detrás de estos testimonios españoles, pero estos datos muestran la evidente imbricación del poder religioso y político en la vida guaraní — Arecayá era un pueblo muy tardíamente constituido, es decir no tenia más de treinta años en la época del primer le­ vantam iento, ocurrido en 1650— ¿Deberá extrañarnos entonces que cuando el padre Sepp, a fines del siglo XVII, nos cuente los progresos de la conversión entre los tobatines, los indígenas que dirigen la resistencia a la penetración blanca estén encabezados por un tal Pedro Pucu, a quien Sepp llama invariablemente fa ­ moso cacique, mago y tirano cruel o nigromante y tirano...! ¿Y que aún en 1726, al realizar una visita al pueblo de Los Altos, el cuestionario incluya una pregunta acerca de los hechiceros, o encamadores ?35 Surge así otro aspecto del modelo: desde los trajes resplande­ cientes de los cabildantes en las fiestas religiosas hasta las gran­ des construcciones de templos, pasando por la música y las dan­ zas, la com ponente religiosa, vital para el m undo cultural guara­ ní, pero totalmente transform ada en sus fines, tendrá lugar pre­ ponderante en las reducciones. c. El proceso de autonomización de las reducciones. Decíamos antes que otra de las componentes del modelo je­ suítico en el Paraguay, es la relativa autonom ización de que go­ zarán las reducciones respecto del m undo de relaciones socio­ económicas hispanas. La llamamos “ relativa” autonom ización, pues si bien a los ojos de los contem poráneos — en especial, los encomenderos criollos— y de muchos historiadores, el así llama­ do Imperio jesuítico aparece como un ente separado y autónom o en relación, al conjunto regional, una m irada menos naive nos m uestra que ese aislamiento es sólo aparente y que, mediante los mecanismos establecidos por la Com pañía y sólo por ellos, las reducciones participarán activamente en la vida del espacio re­ gional, tanto con sus productos como con sus hombres. A hora bien, esta autonomización se basaba en un elemento 140 esencial: los indígenas no serían encomendados a particulares y a cambio de ese privilegio —pues es un verdadero privilegio en comparación a la situación del resto de las comunidades indíge­ nas del imperio— pagarían un tributo a la Corona, dado que se los considera tributarios directos del rey; este tributo será el que dará ocasión para la actividad comercial de los oficios de la Compañía, pues estos son los encargados de traficar con los di­ versos productos a los efectos teóricos de oblar la paga. Como vemos, un círculo perfecto. Pero esta argumentación tan excepcional, fue afirmándose sólo lentamente y gracias a una larga batalla legal. Recién en las últimas décadas del siglo XVII — de 1660 a 1680— los jesuítas consiguen su propósito final: pagar un peso de tributo por cada indígena de 18 a 50 años y obtener a la vez el permiso para trafi­ car la yerba — y otros productos de las reducciones— con el ob­ jeto de poder pagar lo adeudado en concepto de tributos.36 ¿Cómo se realizaba en la realidad este pago? Una inform a­ ción efectuada por Vázquez de Agüero, posterior a una denun­ cia del gobernador paraguayo Martín de Barúa 37, en ocasión de una visita al Río de la Plata en la década del 30 del siglo XVIII, nos muestra la situación siguiente: la Com pañía había pagado desde 1667 — año de la visita del fiscal de Guatem ala, Ibañez de Faría— el tributo correspondiente a 10.700 indígenas según el padrón confeccionado por el citado funcionario. Pero de estos 10.700 pesos era necesario descontar el sínodo de los curas de las reducciones, con lo cual Vázquez de Agüero se encuentra con la desagradable sorpresa que desde 1667 sólo se pagaban 653 pesos 2 reales anuales y ello sin tener en cuenta además el posterior cre­ cimiento demográfico de las reducciones.38 En fin, dejemos esto de lado que nos muestra el desorden financiero de la administra­ ción colonial y...la habilidad de la Com pañía de Jesús. Sin embargo, pese a lo dicho, hubo casos aislados de persis­ tencia de la encomienda. En Guayrá y hasta la caída de las re­ ducciones del Paranapanem a por efectos de la gran invasión bandeirante de los años 1628-1632, las reducciones de San Igna­ cio de Ypaunbucú y Loreto del Pírapó se vieron obligadas a entregar la mita, si bien los jesuítas hicieron lo posible para difi141 cuitar esa entrega.-w Y 110 es en absoluto inverosímil suponer que la gigantesca ancibasis dirigida por Rui/, de Monloya en 1632 para retirar a los indígenas y llevarlos Paraná abajo, estuviera en rela­ ción tanto con la invasión paulista como con el proyecto de arrancarlos definitivamente de las manos de sus encomenderos, com o efectivamente ocurrió.40 En todo caso, los efectos de esta retirada se hicieron sentir durante muchos años, durante los cuales los encomenderos y sus herederos pidieron, en vano, la paga de la (asa por parte de los indios que habían estado en las antiguas reducciones del G uayrá.41 Además de este caso, es evidente que, en los Itatines, los indí­ genas pagaban su (asa a los encomenderos y ello explicará des­ pués lodos los conflictos posteriores cuando también, en 1666, estos pueblos sean m udados río Paraguay abajo.42 Y finalmen­ te, para m ostrar como este modelo se construye necesariamente en form a progresiva, es indudable que en pleno siglo XV11I, los indígenas de San Ignacio del Paraguay seguían encomendados a vecinos de Asunción.43 Pero en términos generales, se puede afirmar que la norma vá­ lida para el conjunto de las reducciones jesuíticas es el de estar exentas de servicio personal. Ahora bien, dado que las reducciones y sus indígenas no vi­ ven dentro de una cam pana de cristal, sino en la realidad colo­ nial de un área bien concreta, para comprendei los efectos de es­ ta autonomización sobre la comunidad indígena, es indispen­ sable hacer una rápida referencia a la situación del resto de los pueblos de indios y reducciones en la región. Ya desde fines del siglo XVI y a medida que los productos paraguayos — vino, azúcar y más tarde, yerba y tabaco— hacen su irrupción en el mercado dom inado por el eje Lim a/Potosí, la presión sobre la comunidad indígena de los pueblos se irá acen­ tuando. Dos serán los sistemas mediante los cuales los empresa­ rios privados accederán a la m ano de obra indígena: la enco­ mienda, es decir el servicio por turnos de los indios a su “ señor” y el mandamiento, o sea la asignación de trabajo por parte del Es­ tado a encomenderos y a no encomenderos. Estos dos tipos de prestaciones presionarán sobre la aldea, agregándose a la cxplo142 tación encubierta de que era objeto por parle del cura doctrinero y de la élite dominante india. No podemos aquí detenernos exce­ sivamente en este aspecto de la historia de las relaciones de pro­ ducción en el área y remitirnos al lector a otros estudios nuestros sobre el tem a.44 Volviendo a los jesuítas y sus reducciones, esta aulonomiz.ación — que se extiende también a los m andamientos estatales4-“'— si bien es real y debió haber sido a los ojos de los leatinos de una importancia superlativa para asegurar el éxito de la experiencia, debe ser matizada. En efecto, una de las condiciones (implícitas) de negociación entre la Compañía de Jesús y la corona respecto a la situación de excepción de los pueblos (bajo m onto del tribu­ to, edad de los indígenas tributarios, exención de todo servicio personal, 110 pago de ningún impuesto de circulación, situación muy peculiar en el pago de los diezmos, etc.) sería que los indios deberían estar listos para acudir al real servicio. Es asi como los indígenas intervendrían en la construcción de obras públicas y de fortificación y acudirán a la guerra, pero lo harán conducidos por sus sacerdotes y justamente como conditio siite qua non pa­ ra la salvaguarda de su autonom ía. Es decir que esta era en reali­ dad una forma de m andamiento, pero siempre destinada “ al re­ al servicio” y controlada en sus ritmos y amplitud, por la propia Compañía. Decíamos arriba que esta autonomización era relati­ va, pues es indudable que al participar, por ejemplo en la cons­ trucción de un fuerte —dado el carácter devastador que la guerra contra el indígena 110 reducido tenía para la economía re­ gional— la Com pañía, les guste o no a sus propios enemigos, contribuye junto con el resto de los indios obligados a m anda­ mientos, a un acrecentamiento del nivel de las fuerzas producti­ vas. Y es por ello que, estructuralmente, las reducciones están mucho más presentes en la vida cotidiana de la región que lo que toda una literatura “ separatista” nos lo lia hecho creer.46 d. El poder de la Compama de Jesús y el rol militar de las misiones Finalmente nos quedan dos aspectos importantes del modelo 143 que suelen dejarse de lado habitualmente. La Com pañía de Je­ sús, como es evidente para los que conocen la historia europea de la orden, no es una orden más entre otras. Nacida al calor de la oleada de la C ontrarreform a, plenamente embuida de su pa­ pel central para la recreación de un cristianismo militante, forma a sus miembros en una concepción nueva de las relaciones entre el poder secular y el religioso. En América, es extraordinario com probar la rapidez con que la Com pañía coloca a sus, hombres cerca de las claves del poder político: de la misma for­ ma que los jesuítas son confesores de algunos reyes poderosos de Europa, no pocos virreyes tendrán su padre confesor salido de las filas de la Com pañía. Además, asom bra la tem prana voca­ ción “ política” — en cuanto a relaciones con las cabezas del po­ der— que tiene la orden: en Paraguay, ya en 1623, se dictan ajustadas reglas internas sobre el com portam iento que deben se­ guir los jesuítas frente a los gobernadores y demás autoridades.47 De esta form a comprendemos porque la Com pañía consigue muchas cosas que eran totalmente inaccesibles para los francis­ canos o los capuchinos.48 Se explica así la solidez con que se va afirm ando el modelo en cuanto a sus relaciones con los enco­ menderos y el poder político local. Esta verdadera estructura multiregional (y que se extendía rápidamente por casi todo el or­ be) es harto poderosa como para que los encomenderos para­ guayos, dejados verdaderamente de la m ano de dios en esa leja­ na provincia fronteriza, pudieran hacerle frente. Y es así como entenderemos el otro aspecto del problema: el rol militar de las reducciones. Este papel militar debe ser consi­ derado en relación a dos variables que se complementan: la si­ tuación fronteriza de las misiones en este área periférica del im­ perio español y las tirantísimas relaciones que, a consecuencia del especial status de las reducciones, sostienen los jesuítas con los colonos hispanos y criollos. Y los jesuítas dem ostraron en muchísimas ocasiones — ya sea frente a los enemigos de España, como frente a los colonos49— que sus tropas indígenas eran de cuidado. Cuatro expulsiones del Colegio jesuíta de la ciudad de Asunción, más uno de los levantamientos más complejos que so­ 144 portó la corona en el siglo XVIII (siglo harto rico en levanta­ mientos y movimientos de diverso carácter, pese a que nuestros historiadores vernáculos han decretado que la historia política comienza en 1810...), son algunas de las consecuencias de esta si­ tuación. Pero, lodo esto, en lugar de las críticas habituales que nos hablan de los pobres (?) encomenderos atacados militarmente por los teatinos, nos debería hacer reflexionar sobre la forma en que esta manifestación militar de las reducciones permitía dar rienda suelta a dos aspectos vitales sea para los jesuítas —su cris­ tianismo militante — sea para los guaraníes— el papel central de la guerra en la que había sido hasta ayer su propia cultura. Cre­ emos que este es verdaderamente, al igual que en el apecto reli­ gioso, un elemento que nos muestra como los jesuítas pudieron reconvertir un área de la cultura indígena y reorientarla para fi­ nes propios: “ ...esta tarea no nos costó mucho trabajo, pues de­ bíamos solamente transformar la crueldad, que sus antepasados les habían transmitido por herencia, en virtud del Santo Evange­ lio, en fuerza e ingenio cristiano...” .50 Además, hay que recono­ cer que los indígenas deberían ser los primeros entusiasmados cuando eran conducidos a enfrentarse con los bandeirantes — que llevaban como aliados a los tupíes, enemigos irreconci­ liables de los guaraníes— o con los encomenderos paraguayos, cuyos fines respecto al destino que querían dar a las reducciones no les serían desconocidos. Creemos que una nueva frase del padre Sepp nos indica el profundo sentido que tiene para los je­ suítas esta variable del modelo : “ Su Santidad el P apa no vaciló en elogiarlos diciendo estas palabras inolvidables: Vere filii Societatis Jesu sunt isti, verdaderamente, estos indios son auténti­ cos hijos de la Compañía de Jesús. Et Societas est genuina filia ecclesiae militantis, y la compañía es genuina hija de la iglesa mi­ litante” .51 Este aspecto de la cuestión es doblemente importante: por un lado, los guaraníes de las reducciones pueden escapar, aun dentro de la contradictoria situación de estar dirigidos por un sa­ cerdote europeo, al monopolio de ¡a violencia por parte de los blancos. El hecho de tener su propia estructura militar indepen­ 145 diente del poder colonial local, debe haber conducido a valorizar enorm em ente su propia existencia, aun cuando esa estructura bélica este, repetimos, conducida por un misionero. Y ello es más im portante si los indígenas de las reducciones com paraban su situación con la del resto de los indios reducidos, quienes, una vez pasado el momento de las “ entradas” épicas de la conquista, pocas veces servían como tropa independiente. Esto nos lleva a otra faz del problema: el peso extraordinario que tendrán las reducciones en la resolución de los graves enfrentamientos sociales y políticos de la región. Ya sea contra el obispo Cárdenas y los encomenderos o contra los sublevados de 1721-1735, en sus diversas variantes, los indios tienen la oportu­ nidad de jugar frente a los blancos un rol relevante c inusitado en el desarrollo de las luchas sociales de la colonia. Aun cuando este rol no sea el resultado de la libre elección del indígena, ello no obsta para que esa milicia tenga un peso absolutamente inédi­ to en los enfrentamientos locales y que los mismos indígenas se­ an; conscientes de este hecho. 2. El m odelo por dentro Dejemos por un m om ento las grandes líneas de análisis y entremos a considerar de cerca la realidad de la vida reduccional. De esta form a, el modelo mostrará una vez más sus dife­ rencias y semejanzas con el resto de las formas de encuadranliento de la vida indígena en el m undo colonial hispano. a. El indio y el sacerdote ¿Cuál es la visión que tiene el sacerdote de la vida indígena? ¿Es ésta una visión radicalmente diversa de la de los colonizado­ res españoles? ¿Y las consecuencias de ésa visión son distintas para las comunidades indígenas? C uando leemos las memorias y escritos de los sacerdotes je­ suítas, un primer hecho salta a la vista: la adjetivación, obligato­ riamente maniqueista, al referirse a indígenas reducidos y no rc146 ducidos. Mientras los primeros son “ mansas ovejas” , los indios no reducidos son invariablemente “ lobos feroces” . F.l papel del misionero es, entonces, convertir al lobo en oveja. La conversión se apoya en dos sistemas que se usan alternati­ vamente o en forma conjunta de acuerdo a las circunstancias. Uno de ellos, que podríamos llamar “ convencimiento” , está ba­ sado en la fuerza de convicción del sacerdote y en sus dotes para utilizar un inagotable arsenal de argumentos, que se extiende desde los “ regalitos” repartidos cual espejos de Colón, hasta el ceremonial religioso, aparatosamente exhibido y que tiene en la palabra uno de sus elementos clave. De la misma forma que la palabra es un componente básico y central del poder de los jefes indígenas, el sacerdote debe hacer uso de ella, a veces durante largas horas, como medio fundamental para llegar a los nuevos conversos. Pero muchas veces, imposible decir con qué frecuencia, estos argumentos no bastan y se acude entonces a la fuerza, lisa y lla­ na, como sistema de conversión. Es así como vemos que, aun en el curso de las primeras fundaciones, se acude a la ayuda de la fuerza arm ada hispana y más tarde, de indígenas ya reducidos, para convencer a los remisos. Xarque y Sepp, entre otros, rela­ tan con lujo de detalles este tipo de “ fraudes piadosos” , según las palabras de este último: un cacique demasiado remiso a los argumentos divinos, es tom ado por la fuerza, en medio de una espléndida ceremonia preparada para recibirlo y unos buenos meses de cadenas lo hacen entrar rápidamente en razones.52 Pcro no debemos equivocarnos y achacar esta actitud a una carac­ terística específica de la Compañía; tanto en las reducciones franciscanas y de clérigos de fines del XVI 53, Como en lo que podríamos llamar una concepción religiosa heredada de la re­ conquista, la fuerza es siempre un elemento necesario de la con­ versión del infiel. Un canónigo de la catedral de Buenos Aires lo dirá, en 1673, con palabras de una claridad meridiana: “ ...tiene mostrada la experiencia que este gentío más se sujeta al temor que al amor, primero al arcabuz que a la cruz. Pues sólo perseve­ ran xpianos aquellos Pueblos que fueron primero atemorizados de las arm as...” .54 147 Y es así como las dos variables que componen el meollo de la dominación blanca sobre el indígena, el control ideológico y la fuerza desnuda, hacen su aparición en la experiencia de las mi­ siones jesuíticas desde el comienzo mismo de las relaciones entre el sacerdote y el indio. Otro aspecto que impresiona por su reiteración, refiriéndo­ nos ahora a los indígenas reducidos, es la constante apelación a figuras del tipo padre/hijo en la relación entre el sacerdote y los indígenas de las reducciones. Una buena cantidad de citas, que no pretende ser exhaustiva, cosa que sería absurda, nos muestra la profundidad de este concepto en la mitología misionera: los indios son niños grandes y tienen en realidad una hum anidad a medias — son “ ...algo superiores a los anim ales...” — , hum ani­ dad que se mantiene estacionaría.55 lista característica de infantilidad (eterna , dado que la niñez de los indígenas es algo cons­ tante y no sufre variaciones, sea con el paso de las generaciones, sea en los diferentes individuos) es la que posibilita la existencia de la figura que es su contrapartida, es decir el padre. T odo niño necesita un padre y toda niñez eterna exige una presencia pater­ nal constante que vigile, oriente y corrija esa niñez. De esta form a pasamos al segundo aspecto de ese mito: el sa­ cerdote/padre, ante la incapacidad manifiesta de sus pupilos/hi­ jos se ve en la obligación de organizar la vida de la reducción. Esta función totalizadora de organización es descripta con lujo de detalles por muchísimas fuentes y es la que demuestra, en for­ ma de perfecto silogismo, la necesidad de la existencia de la re­ ducción.5í>No sólo el sacerdote está plenamente convencido de que sus hijos se m orirán de ham bre, sed y enfermedades si no fuera por sus cuidados, sino que, mediante una hermosa pirueta de la argum entación, 110 pocas fuentes que exaltan el accionar de los sacerdotes jesuítas, como Xarque y M uratori, no dudan en acre­ ditar a los padres incluso el hecho de haber introducido la agri­ cultura o el hilado entre sus neófitos.57 Y no im porta aquí seña­ lar si esto es un lapsus o una “ m aniobra” , sino m ostrar la pro­ fundidad de la identificación del rol del sacerdote con el de un verdadero héroe fundador. No debe extrañarnos, entonces, que 148 los propios indígenas atribuyan muchas veces los más inusitados poderes a los sacerdotes de su reducción.5X Y es así como nos enfrentamos con otro problema, estrecha­ mente ligado a lo que venimos analizando: la dificultad que tiene el sacerdote para entender la “ racionalidad” del accionar indí­ gena. Aun los más inteligentes de entre ellos, que elogian sin embages la habilidad del indio para algunas tareas (como él rastreo de huellas, el desempeño de “ artes mecánicas” o la acti­ vidad musical), se muestran totalmente miopes cuando se trata de comprender qué relación puede haber entre el m undo cultural propio del indígena y la red de capacidades desarrolladas en fun­ ción de ese m undo. Incluso algunos ejemplos, transcriptos por los propios sacerdotes, donde se puede com probar la clara ade­ cuación entre tecnología indígena, esfuerzo puesto en práctica y recursos naturales disponibles, suelen suscitar acerbas críticas en el observador cuando este accionar escapa a una concepción europea de la cuestión.59 De este modo llegamos a un punto clave, que recorta uno de los aspectos del caracter de las reducciones como fenómeno co­ lonial: la negativa a considerar al m undo indígena como otro mundo y su inclusión en un submundo, un m undo subalterno, lleno de irracionalidad, donde sólo la presencia del padre/sacer­ dote permite la llegada de un poco de luz y de razón. La represión y sus formas Más arriba hemos marcado la diferencia existente entre las reducciones jesuíticas y el resto de los pueblos de indios de la re­ gión, pero no debemos suponer que ello convierte a las reduc­ ciones de la Compañía de Jesús en un paraíso; no, en realidad, si los pueblos de indios, en especial desde la ampliación del merca­ do regional —con las consecuencias negativas sobre la reproduc­ ción de la comunidad y con los efectos desastrosos de la caída de la segunda Villa Rica en 1676— , se habían ido convirtiendo en verdaderos infiernos, las reducciones jesuíticas — pese al opti­ mismo que Muraiori y algunos publicistas del siglo XVIII 149 impregnaron a la tradición occidental sobre el tem a— , están Ic­ ios del paraíso. I.a verdad es que desde el “ Paraíso de M ahom a” hasta “ El cristianismo feliz” , la región abunda en campos discos... al menos en la hisloiiogialia... La represión tiene dos variables que se complementan m u­ tuamente. Una, la menos visible — “ cadenas invisibles” diría un cronista ilustrado al referirse a ella— tiene la habilidad de arraigarse en aspectos muy profundos de la cultura indígena. Es así como aparecen lodos los matices de esa reconversión que han operado los jesuítas y la religión, la música y las danzas forman un todo que acom paña cada tarea cotidiana de la vida reduccional- no hay actividad colectiva, por nimia que sea, que no tenga una determinada carga religiosa o que no esté acom paña­ da por una manifestación musical. Desde pequeños, los indíge­ nas aprenden a medir el paso de las horas por el tañer de las cam­ panas de su iglesia. Desde pequeños saben que la música acom ­ paña y ritma cada ocupación cotidiana. También la magnifiecncia de las iglesias es un fenómeno cuidadosamente estudiado. No pocos testimonios nos inform an de la avidez de tos indígenas por emular en riquezas y ornam entos a un pueblo vecino. Y en este caso, también las fuentes de la Compañía no.dudan en otorgar a este despliegue su verdadero papel en la sujeción del indígena.™ Pero hay un aspecto de la represión ideológica que tiene una manifestación específica en las misiones de la Compañía: la ne­ gativa a que los in díg enas aprendan el castellano. Parecería contradictorio lom ar este elemento com o fo r m a n d o parte de a represión ideológica y se podría suponer que nos hallamos ante un intento de “ preservar” la cultura indígena. Pero nada mas alejado de las intenciones, por otra parte manifiestas, de la Compañía. La negativa al uso del castellano es uno de los ele­ mentos que obliga al indio a la mediación del sacerdote. Pero co­ mo es imposible suponer que ningún indígena aprendería cas­ tellano y dado que en las reducciones mismas existen escue as (“ ...no para que lleguen a hablar o entender el castellano o el la­ tín, sino para que sepan cantar en coro... y para que los niños nue nos sirven puedan leernos lecturas españolas o latinas... du­ rante la comida en el refectorio” las instrucciones de los su150 pci iorcs ilc la orden son estrictas acerca de estas lecturas: “ No se permita que los Indios lean m as. Reglas en romance qdo. se leen en el Refilorio.síno en latín, ni que vean uros, ordenes, ínstruciones o cartas de los Supes... para que se escuse que anden uros, libros en manos de indios... y pacen las noticias a los demas In­ dios... ” 6No se trata aquí de “ preservar” la cultura indígena, sino de aislar al indio del entorno, colonizándolo en una cultura pre­ fabricada y hablada en su propia lengua. Los resultados son me­ nos contradictorios de lo que parecen: el indígena será un coloni­ zado y participará vicariamente —a través de la inserción de las reducciones en la vida regional— en ese m undo colonial, pero estará mucho más desprovisto que otros indígenas de armas pro­ pias para convertirse, aunque sea subalternamente, en un ser “ integrado” a ese m undo. Mas lodo eslo 110 es suficiente para mantener al indígena en policía. Los palos son el agregado indispensable de la vida reduccional. Ya desde las primeras fundaciones/’* hasta la reite­ rada mención al problema en las órdenes de los Provinciales, re­ sulta obvio que en este paraíso hay ovejas descarriadas/’4 Y he aquí tino de los resultados del “ éxito” jesuíta: no hay en las re­ ducciones, hasta donde podamos saber, situaciones de rebelión como tas de Arecayá u otras; en cambio y ante la imposibilidad de soldadura de una resistencia “ política” , la resistencia loma un carador individual en el com portam iento “ delictivo” y en las huidas. Y para estas ovejas descarriadas no hay otra alternativa que recurrir, al igual que el resto de los pueblos indígenas de la región, a la m ano dura: castigos corporales —aplicados siempre por otro indígena de la reducción y nunca por el propio sacerdo­ te— , cepos, cadenas, cárceles, etc., forman parte del pan coti­ diano de los insumisos. Y muchas veces esta insumición resulta de hechos banales: “ Y porqe. los mas de los rigores qe.estos pobres experimentan, juzgo no son por lo qe.deben a Dios y a su Iglesia en sus mandamientos y Presepio sino porqe.fallan a m as. propias tradiciones; a nras. ideas y caprichos y muchas veces a nras. conveniencias y regalos...” Estas palabras adquieren m a­ 151 yor fuerza de testimonio si recordamos que son del padre Jayme Agilitar, visitador de la Compañía en el arto 1735.í>s En una palabra y para retener aquí lo fundam ental de esta vi­ sión que se nos da del indígena: el indio es un ser niñu/irracional, cuyos patrones de com portam iento no son todavía — un “ todavía” que es en realidad un “ nunca” — civilizados y por lo tanto sólo la presencia del sacerdote/padre/organizador asegu- , ra la racionalización de la vida y de la producción en el marco de las reducciones. Es este silogismo el que explica la necesidad mis­ m a de la existencia de la reducción como institución para huma­ nizar al indígena y asegurar, en un plazo indeterminado, su paso a un m undo donde las concepciones de Dios, tiempo, trabajo y vida sean racionales. b. La vida económica de la reducción Veamos ahora la form a en que se expresa, en la realidad concreta de la vida reduccional, esta práctica misionera que, sin saberlo, realiza una activa mezcla entre lo “ viejo” y lo “ nuevo” a los efectos de “ integrar” al indígena en un m undo regido por la razón. Recordemos en unas líneas la organización económica inter­ na de la reducción jesuítica. Es sabido que el productor directo trabaja una parle de su tiempo en la parcela nuclear que se le ha asignado a su casamiento. Este trabajo — llamado abambaé, al igual que la parcela física— está destinado a suplir la subsisten­ cia del productor y su familia; su producto — maíz, legumbres y m andioca— integra la dieta cotidiana del indígena de las reduc­ ciones. El reslo del tiempo el productor trabaja en el tupainbaé, cu­ yo producto estará destinado por un lado, a la redistribución, tanto en caso de sequía o epidemia, como para el consumo de aquellos que por diversas razones — viudez, enfermedad, etc.— no integran una unidad doméstica. Por otro lado, quedará un res­ to a disposición de la Com pañía que se encarga de su comerciali­ zación. Es decir que este sector no sería otro que el fondo de re­ 152 distribución controlado anteriormente por los jefes indígenas y que ha sido “ inflado” por los jesuítas a los efectos de que las re­ ducciones puedan autoabastecerse y contribuyan además, como el resto de las casas y Colegios de la Compañía, al mantenimien­ to de la Orden. O sea que esta “ inflación” del tupambaé lleva al máximo y subvierte la figura de redistribución que la etnología contem poránea ha dibujado para las sociedades “ primitivas” . A nuestro entender, ha sido Louis Necker, en su trabajo sobre las reducciones franciscanas en la región, quien ha señalado por vez primera y claramente el íntimo parentesco de estas institu­ ciones supuestamente jesuíticas y las figuras de reciprocidad y redistribución.66 Veremos ahora a través de algunos problemas planteados en el funcionamiento cotidiano de la economía reduccional, la for­ m a en que se complejiza este modelo, m ostrando por un lado, las raíces indígenas que continúan perviviendo en ciertos aspec­ tos de esta economía y por el otro, la dificultosa aparición de patrones “ racionales” en el com portam iento económico indíge­ na. Ambas vertientes de esa misma realidad, nos m ostrarán más claramente la simbiosis de falacias y semiverdades encerrada en las aserciones de los misioneros acerca del indígena. El rol económico de los jefes ¿Cuál era el rol de los jefes guaraníes? El jefe es fundam en­ talmente un árbitro — un “ hacedor de paz” — en el interior del grupo; su poder crece con toda actividad ligada a la guerra hasta convertirse en absoluta durante las expediciones punitivas. Su generosidad y su capacidad oratoria lo distinguen, al igual que la poligamia, del resto del grupo.67 Evidentemente, esta tipología que vale para la mayor parle de las tribus de la selva tropical, es excesivamente general y debió haber internamente en los dis­ tintos grupos guaraníes muchas diferencias que desconocemos. Veremos qué queda de este antiguo rol de los caciques en las re­ ducciones. Ya hemos visto que uno de los aspectos que explicaba el tno153 délo jesuítico era su triunfo sobre los jefcs/hcchiccros; este triunfo debe haber quitado considerable poder al cacique, pero es evidente que la institución sigue en pie. Y no nos referimos aquí a los aspectos establecidos por las leyes hispanas —el inten­ to de reforzar el poder de los caciques sobre sus “ vasallos a los efectos de convertir a los jefes en intermediarios de la relación colonial—f,K sino a la existencia de otra realidad, que va más allá del papel de comparsa de la autoridad española. El padre Scpp nos cuenta cómo, al intentar fundar un nuevo pueblo dado el crecimiento demográfico de la reducción de San Miguel de la cual el era el sacerdote, convoca a los caciques para tratar el problema de la m udanza. Una vez. convencidos éstos de la necesidad de la nueva fundación, Scpp alirm a que resolvio “ ...asignar a cada cacique los campos y pastos que correspon­ den al número de sus familiares y vasallos... y que J cique que tenía sesenta a setenta indios en su poder le adjudiqué unas tierras fértiles atravesadas por un arroyo alegre...” .69 Si bien la fuente no lo afirm a categóricamente, es evidente que las tierras en cuestión son las pertenecientes al abambaé y que en­ tonces el jefe era el encargado de poner en posesión de su parce­ la a cada “ vasallo” ; éste recibirá de sus manos la tierra redistri­ buida y no de manos del sacerdote. Otro testimonio, de una época cercana al anterior, nos muestra a algunos caciques quejándose a un padre visitador y pi­ diendo “ que...se les restituyan algunos de sus vasallos que m o­ ran en otros Pueblos...” ; ello da lugar a una seiie de medidas para efectuar esa restitución.70 Por supuesto que la palabra va­ sallo.v que las fuentes usan una y otra vez —Scpp dice que el cacique “ ... es un señor feudal que dispone de muchos va­ sallos...” —71 no debe hacernos sacar conclusiones equívo­ cas. Pero este último testimonio nos dice algo más sobre el rol de los jefes: si éstos piden que se les restituyan sus hombres y los padres aceptan esa restitución, es que no solamente la institución sigue muy viva, sino que el cacique continúa obteniendo positi­ vas ventajas con la presencia — y posiblemente el trabajo de sus subordinados. Y no nos referimos solamente al hecho de que el cacique, probablemente, reciba como parte de las obligaciones 154 debidas a su autoridad, el trabajo de sus “ vasallos” en la parcela de su unidad doméstica, sino también a lodo un mundo de piesligio que sigue funcionando aun dentro del marco de la reduc­ ción. Pero veamos otro aspecto del papel de los jefes. Una cita nos ilustrará acerca de la persistencia de algunas huellas de la re­ ciprocidad tribal “ Para que en tiempo de chacarería no se pierda la (?) gente se juntaran con cada Casiquc sus vasallos y juntos todos haran un dia la chacra de uno hasta acabarla y sí fuere ne­ cesario más días también; y después ju n to s todos la chacra de otro y assi las de los demas vasallos de cada casiquc” .72 La cita es transparente. Nos muestra como, pese a la imagen que quieren dar reiteradamente de sí mismos como únicos or^unizii' clores cJe la producción , los jesuítas siguen haciendo descansar una parte importante de ésta cu los viejos modelos de reciproci­ dad aldeana. Y este ejemplo está lejos de ser el único.7-1 Y no es casual que se señale esta supervivencia con mayor fuerza en el abambaé : para el indígena del común no era difícil comprender la necesidad de ayuda m utua en el laboreo de la par­ cela doméstica de cada unidad; era por el contrario, mucho más compleja la situación del tupambaé, que si bien oficia en los m o­ mentos de carencias como redistribuidor, resulta claro para el indio que él no controla en absoluto el destino final de los produc­ tos de su trabajo en ese sector. Un corregidor indígena de un pueblo no jesuítico, don Tliomás Ysogobá, nos da una ¡dea d e ' cuál podía ser la visión del indio de su trabajo para la “ comuni­ d a d '’: “ ... los cilios, cura propietario e ynleiinario no les comunicavan ni hacia saver los tratos y contratos que tenia y que desde sus antepasados los curas hacían travajar a los yndios y aplicava a la comunidad lo que gastaban...y que en quanto a la paga de su travajo personal 110 les pagavan por que se suponía ser lo pro­ ducido para el Pueblo y también por ser Padre espiritual de ellos... , este testimonio podiia ser suscripto sin duda por un indígena de las reducciones jesuíticas.74 155 ¿Existe un sector (le propiedad individual? ¿El modelo descripto, con su división entre tiempo de traba­ jo dedicado a la reproducción del productor y su familia y tiem­ po de trabajo orientado hacia la com unidad, excluye la posibili­ dad de apropiación individual de algunos recursos? La respuesta debe ser muy matizada. Obviamente, cada unidad domestica es propietaria de los medios de trabajo indispensables que, excepto algunos instru­ mentos de hierro, es casi siempre el resultado del trabajo del pro­ pio productor, continuando de esta form a toda una tradición anterior. El resto de los utensilios, confeccionado por los artesa­ nos del pueblo, es recibido de la comunidad y poseído por el pro­ ductor en su calidad de cabeza de una unidad doméstica. H asta aquí no hay problemas. Estos comienzan a surgir cuando recordamos que algunos artesanos — por ejemplo, los te­ jedores— reciben una porción del producto de su trabajo (en es­ te caso mínima, pues alcanza a 4 varas cada 200 varas tejidas), lo que los coloca objetivamente en una cierta situación de diferen­ ciación social frente al resto de los indígenas de la com unidad. Pero, el asunto se complica cuando nos referimos a la produc­ ción yerbatera. Una serie de rúenles, basianie extendidas en el tiempo y harto claras en su significado, no dejan lugar a dudas: en los primeros tiempos, el indio tenía derecho a apropiarse dircctamcnte de una cierta cantidad de yerba — lodo lo que exce­ día su “ tributo” , com o dicen las fuentes— y esa yerba podía te­ ner cualquier destino, incluso podía ser vendida. En una inform ación de 1655, uno de los testigos es bastante explícito: “ ...dixo que la dha. yerba es de los yndios particulares de dlias. reduciones. La qual este leslígo vio estando en dluts. Re­ ducciones la benden y truecan como cosa suya a diferentes per­ sonas a xeñeros y este testigo lo esperimenlo con dhos. yndios por haverles trocado muchos xeneros por dha. yerba y ansi mesmo le consta como en las ciudades donde llegan hazen lo propio canviandola y trocándola como cosa suya...” .75 O sea, el indíge­ na es propietario de la porción de yerba que ha contribuido a producir — no se olvide que estamos aún en la época de los yer­ 156 bales silvestres— y debe entregar al sacerdote sólo la llamada li­ mosna. En la primera época de esta limosna, que las órdenes de los visitadores de la Compañía prohíben repelida e inútilmente que se exija en forma compulsiva,7(1 surgirá el esbozo primitivo del tuparnbaé, como parece insinuarlo otro testigo de la inform a­ ción de 1655, el padre Thomas de Ureña, procurador de la pro­ vincia platense de la orden.77 Pero a medida que transcurre el tiempo, se observa una inflexión progresiva en esa antigua costumbre de que los indíge­ nas conservaran la propiedad de una parte de la yerba por ellos producida. En la carta del provincial Tomas de Baeza de 1682, se advierte que “ ...a los Indios que vienen del yerbal no se les re­ gistre los sacos o cestos...ni menos se les obliguen que lo lleven a la casa del Pe. sino que voluntariamente los llevan quando quieren comprar algunas cosas de que necessitan, exeptuase la yerba tocante al tributo o lupambae, como esta en uso” .78 Es decir, hay aquí un cambio evidente: el indígena entrega la parte correspondiente al tuparnbaé r-las fuentes insisten en llamarlo tributo— y esto lo hacen sin contrapartida. Pero, la yerba res­ tante, ya no puede ser vendida “ ...com o cosa suya a diferenles personas...” , como afirm aba el testimonio de 1655, ahora, debe ser trocada con el sacerdote, quien de esta forma, funciona co­ mo lo hacían los curas (y más tarde, los administradores laicos) de los restantes pueblos indígenas de la región. De todas m ane­ ras, hay aquí todavía una considerable libertad en la disposición que tienen los indios de su yerba. A fines de este siglo el cambio que se percibe ya es radical. Una información de 1707, nos dice que “ ...a los indios benefi­ ciadores [de la yerba] se les paga 2 baras de lienzo por cada arro­ ba de yerba que traen para el co m ú n ...” . Y la carta del visitador Jayme Aguilar de 1735 confirm a esta tendencia: “ Y advierto qe. el Indio qe. va al yerbal no se les puede con rigor obligar a qe. entregue mas yerba qe. la qe. buenamente basta para pagar su tributo si fuese tributario y no se Ies debe sacar nada por el avio... lo llanas pagándoselo en forma ordenada...” 7y; el subra­ yado nos da el sentido de esta instrucción: la yerba perteneciente 157 al irilnito /tnpambaé es entregada por el indígena sin contraparlida (recordemos que, en los primeros tiempos, esto se daba co­ m o limosna...), pero el resto se entrega mediante el pago tic las 2 varas de lienzo preestablecidas. Resumiendo. Parecería que hay una clara tendencia a dejar de lado la práctica de permitir que el indígena poseyese una por­ ción de yerba propia — la última fuente no hace la más mínima mención a la posibilidad de venta en otra parte e incluso, parece indicar que toda la yerba debe ser entregada, aun cuando será pagada por el misionero— y podríamos aventurar una explica­ ción. Ante todo, estamos ya en la época de los yerbales cultiva­ dos en la mayor parte de los pueblos y ello, pensamos, acentuó el dominio del misionero sobre todo el proceso de producción de la yerba, lin las antiguas expediciones a los yerbales silvestres, los indios gozaban de una m ayor autonom ía y podían controlar me­ jor un proceso del que conocían todos los secretos y vericuetos. Pero, además, existe otro hecho importante: la yerba se sigue utilizando en determinados contextos de la cultura indígena con un claro sentido ritual y no sería arriesgado suponer que la posi­ bilidad de repartir un poco de yerba haya seguido siendo una fuente de respeto para algunos miembros de la com unidad. Al li­ mitar la posesión de partidas individuales, la Compañía de Jesús limita las fuentes de poder y de prestigio autónom as de algunos indios. Una vez más, com probam os que el tal “ m odelo” jesuíta no existe a priori y se va construyendo lenta y trabajosam ente... ICI ritm o til* trabajo Sí bien hace rclalivam^rríífpoco que la etnología ha comenza­ do a realizar estudios apilados sobre el ritmo y el tiempo de tra­ bajo en las sociedades “ primitivas” , los trabajos de Carneiro para los indígenas kuikuru de la selva tropical amazónica*0 y la síntesis de Marshall Sahlíns, realizada a partir de los dalos de una serie de grupos c o m p a ra b le s /1 permiten arriesgar una conclusión provisoria: la cantidad de trabajo que los primiti­ vos” dedican a su reproducción y a la del grupo es sensiblemente 158 menoi que la de las sociedades occidentales y se extiende en un espacio de tiempo y con un ritmo liarlo distinto al nuestro. Por mas provisoria que sea esta conclusión, nos permite analizar un elemento de capital importancia en la relación entre el fenó­ meno de la reducción y el m undo colonial. Dejemos que un misionero hable por nosotros y por todos —esta visión se repite, con algunas variantes, hasta el cansancio en la literatura misional: “ El trabajo que tenemos en que culti­ ven la tierra que se les señala... es uno de los mayores. l os más capaces como Cabildantes, músicos, mecánicos... que en cada pueblo llegarán a ser la cuarta parte, sin reprensión ni castigo, labran, siembran y recogen abundantemente; pero lo restante, es menester azotarlos una y mas veces para que siembren v reco­ jan lo necesario... I.os mas no labran sino una semen lera corla, para pocos meses de sustento y algunos pata pocas semanas..."*He aquí, entonces, un lenómeno conocido por cualquiera que se haya enfrentado con fuentes coloniales —desde Amé­ rica en el siglo XVI hasta Nueva Guinea en el XIX— y que nos describen un com portam iento “ típico” : el indígena tra­ baja poco, a desgano, con un lempo muy Ienlo, abandona una tarea sin terminarla, intercala el juego, la distracción o una sies­ ta en medio del trabajo...Y , obviamente, este com portam iento, fundado en un específico tipo de relaciones entre el hombre y la naturaleza, parece altamente reprobable en cuanto 110 facilita la posibilidad de una utilización mercantil de la fuerza de trabajo. Pasemos ahora a una reducción y veamos cual es el ritmo de trabajo. Si bien las fuentes que poseemos varían bástanle —esta viariación quizas traduzca restos de diferencias muy concretas entre los diversos grupos y anteriores a la constitución de cada reducción— el panoram a general que se nos presenta es el si­ guiente: el hombre adulto —es decir, cabeza de una unidad d o ­ méstica— debe trabajar dos días en el tupambaé y (res días en su parcela, en tiempos de s e m e n te r a .lis to s días se entienden co­ mo jornadas completas, contando una interrupción para alm or­ zar. Cada una de estas tarcas está estrechamente vigilada y hay “ celadores” y cuidadores que velan por la continuidad de la la­ bor. H'1 En el caso de los artesanos —tejedores, carpinteros, 159 herreros, plateros, etc.— , a los cfcclos de evitar una interrupción del trabajo en el oficio, el ubumbaé se intercala semana de por medio, o sea que trabajan una sem ana en su taller y otra en la chacra.85 Fuera de la época de sementeras —seis meses aproxim ada­ mente, de julio a noviembre/diciem bre— la ocupación principal se divide entre las expediciones a los yerbales (o en la tarca mis­ ma de producción de la yerba, si el pueblo cuenta con yerbales no silvestres) y los viajes a los oficios para llevar y traer las mer­ cancías necesarias. Obviamente, estas tareas ocupan solamente a una parte de la fuerza de trabajo disponible, el resto está dedica­ do a “ ...hacer barcos, fabricar canoas, componer puentes, ade^ rezar caminos, abrir zanjas en los pastoreos que suelen ser de muchas leguas... hacer tejas, ladrillos, adobes y en fabricar de nuevo o renovar casas, iglesias y capillas...” HÍ1 También todas es­ tas tareas cuentan con sus celadores. No escapan al trabajo aquellos que purgan una pena: “ A los que están presos, o en grillos no se les tenga ociosos, sino es se aplicaran alguno oficio.” 87 La ocupación fundam ental de la mujer, amén de la guarda y crianza de los hijos menores y el trabajo de la casa de la unidad doméstica, es la de la hilanza, verdadera maldición que se abatió sobre la mujer guaraní al día siguiente de la llegada de los espa­ rtóles. Cada semana — los sábados y miércoles— se le entrega media libra de algodón o de lana que ella traerá hilada la vez si­ guiente. Cada ovillo llevará un cartelito con el nombre de la in­ dia que ha realizado la tarea para evitar fraudes... 88 Los muchachos y las m uchachas tienen la tarea principal de desherbar y carpir las malezas de los algodonales, maizales y ta­ bacales durante la época de sem enteras.89 Además, un sinnúme­ ro de pequeñas tareas les están reservadas.90 Incluso los niños tienen un lugar en este m undo que bulle como un horm igue­ ro... Y por supuesto, cada una de estas tareas cuenta con sus infaltablcs “ celadores” . ¿Qué nos deja esta rápida visión del trabajo cotidiano en las reducciones? Una conclusión evidente: esta ruptura del ritmo de trabajo indígena — que ataca sus “ destiempos” , sus alternan­ 160 cias, sus olvidos y sus siestas— es una de las tareas centrales del esfuerzo misional y es otro de los puntos más evidentes de confluencia entre el m undo reduccional y el m undo colonial lout courl. Será gracias a este esfuerzo realizado por los misioneros que el indio, lentamente convertido en campesino, podrá “ in­ tegrarse” algún día en el mercado de trabajo. No olvidemos que, pese a lo que quiere una tradición historiográfica apenas despe­ gada de la hagiografía, el indígena huido no se “ refugia en los bosques” , ni se “ interna en la selva” , sino que se convierte en hábil marinero, arriero o peón de campo; es decir, continúa en otro marco, un estilo de vida duram ente aprendido en la reduc­ ción. III. Las reducciones y la economía de Paracuaria 1. La producción de las reducciones en el mercado regional Pasemos ahora a otro aspecto del problema. Ya desde el siglo XVIII, toda una literatura antijesuítica ha venido haciendo hincapié en las cantidades fabulosas que la Com pañía com er­ cializaría en el mercado regional gracias al trabajo de los indíge­ nas de las reducciones.91 En realidad, esta concepción mitológi­ ca de la riqueza de las misiones, que se acom paña generalmente con una detallada descripción de las "m inas de o ro ” de la Com ­ pañía, está basada en la incapacidad que poseen los colonos para comprender el tipo de organización del trabajo que reina en las reducciones y para entender que el trabajo es la única fuente po­ sible de riquezas. Si analizamos las cifras que se acom pañan, ve­ remos que la situación de las reducciones es verdaderamente flo­ reciente. En especial, si com param os los datos con la producción de otros sectores de la economía local, comprendem os realmente el peso que tienen los oficios de Santa Fe y de Buenos Aires (en­ cargados de traficar con la m ayor parte de la producción no re­ distribuida del tupambaé) en sus respectivos mercados. 161 Cuadro 1 P rom edio anual de envíos a los oficios desde las reducciones: 1731-1745 j yerba lienzos ( tabaco azúcar cueros pabilo algodón 11.745 arrobas 14.873 varas 811 arrobas 194 arrobas 282 unidades 104 arrobas 28 arrobas l-ucnic: véase nota V2. Cuadro 2 P rom edio anual de envíos a los oficios desde las reducciones: 1751-1756 ¡ yerba i lienzos cueros i tabaco . pabilo azúcar miel 1 1.363 arrobas 31.171 varas 4.584 unidades 566 arrobas 166 arrobas 160 arrobas 132 arrobas I ucnto: virase noia ‘>3. La yerba mate De todos los productos que integran el sector c o m e rc ia liza d o mediante los oficios, éste es, indudablemente, el de m ayor peso Y el que ocupa! en valor monetario, el primer lugar en form a in­ discutible. Ya desde la década del veinte del siglo XVII, tenemos noticias de los comienzos de la actividad en este rubro en las re­ ducciones (habría que decir continuación y no comienzos, pues esta actividad prolonga, considerablemente a m p lia d a , la que ya realizaban las comunidades indígenas antes de la presencia h.s162 pana), si bien no existen datos cuantitativos sobre envíos al m er­ cado regional.*w En 1645 se dicta la primera Cédula Real que per­ mite a los jesuítas operar regularmente en el este tráfico 95 y en la década del sesenta, varias disposiciones reales y de la Audien­ cia que entonces estaba en Buenos Aires, confirman esla presen­ cia de la Com pañía en el comercio yerbatero, limitando a 12.000 arrobas anuales la cantidad máxima que deberá enviar a los ofi­ cios.96 En los años considerados por los cuadros 1 y 2, com o se puede com probar, los jesuítas no sobrepasan esa cifra (no olvi­ demos que estos datos están tom ados de una fuente interno de la Compañía). Obviamente, no es lo mismo enviar 10.(XX) arrobas cuando los asunceños envían 20.000, que hacerlo cuando éstos comercian alrededor de unas 40.000 arrobas anuales. Pero no debemos olvidar que la yerba traficada por los je­ suítas y cuyo destino fundam ental era el Alto Perú y el mercado del Pacífico, es del tipo conocido como caaminí (en realidad, de­ bería decirse kaamiri : kaá = planta y mirí-pequeña), de elabo­ ración mucho más refinada y cuidadosa, frente a la producida por los asunceños y villenos, conocida com o yerba de palos. Existe una sensible diferencia de precios entre los dos tipos de yerba, que favorece evidentemente a la caaminí. C uando la m a­ yor parte de los productos locales y regionales ven caer sus pre­ cios — comenzando una lenta pendiente que se prolongará du­ rante todo el siglo siguiente— por efectos combinados de la cri­ sis potosina y de las sacudidas locales de la gran crisis del siglo XVII, todo hace suponer que la yerba caaminí no sóio conserva su preeminencia frente a la de palos, sino que parece sufrir m e­ nos los efectos de la caída de los precios (no olvidemos que los jesuítas tienen cuasi el m onopolio de la venta de yerba caaminí y que operan únicamente en grandes partidas). De todos modos, paraguayos y jesuítas se acusarán m utuam ente de ser los causan­ tes de la caída de los precios de la yerba. Los datos que tenemos a la vista — que confirm an por otra parte, los que poseemos para el siglo XVII— demuestran que la Com pañía controla entre el 15 y el 25% del total de la yerba comercializada en los mercados de Santa Fe y de Buenos Aires. Obviamente, gracias al m ayor pre­ cio de la caaminí, si convertimos estas cifras en valores m oneta­ 163 rios, los porcentajes aum entan y se sitúan, aproximadamente, entre un 20 y un 30% de ese total.97 Subrayemos que las cifras presentadas en el cuadro 1 corresponden a una época de cri­ sis local, tanto para las reducciones (fuerte inflexión de la curva demográfica) como para los productores paraguayos, que lenta­ mente van emergiendo de la confusa situación ocasionada por los levantamientos de la década del 20.98 Un hecho es indudable: la yerba mate es el producto clave en la relación entre las reducciones y la economía mercantil re­ gional. Los lienzos de algodón Este artículo, que ocupa el segundo lugar en la jerarquía de la producción comercializada, tiene también orígenes lejanos; ya desde 1632 se nos habla de la posibilidad de enviar lienzos de al­ godón para “ pagar el tributo” .99 Es sabido que en todos los pueblos y reducciones indígenas las actividades de hilado y teji­ do ocupan un lugar de destacada importancia en esta zona. En el resto de los pueblos de la región asistimos a un tipo de opera­ ciones conocidas como “ tejido a medias” o “ hilado a medias” — participación de la com unidad y de empresarios ajenos al pueblo— , que no es más que una forma de compatibilizar la acti­ vidad de otras unidades productivas — la estancia, la pequeña propiedad cam pesina— con el trabajo de los pueblos de indios. En cam bio, en las reducciones jesuíticas, la producción se desti­ na exclusivamente — o casi— al tupambaé y se comercializa el resto una vez realizado el reparto de redistribución. Las cantidades comercializadas por las reducciones son muy importantes y podem os calcular grosso modo que éstas oscilan entre un 60% y un 90% del total de los lienzos de algodón que se trafican en el mercado litoral. Y esta actividad tendrá un rol cre­ ciente a medida que la dem ografía pujante de Buenos Aires —es­ pecialmente en su sector mestizo y esclavo— así lo exija. 164 Los cueros al pelo Al menos de 1670 sabemos que los jesuítas realizan sus va­ querías en la región que se extiende al sur de la pequeña villa de Corrientes 100 y en la llamada Vaquería del M ar, en las estriba­ ciones de la Sierra do Mar. Esta última comienza a agotarse y en la década del treinta del siglo XVIII ya es una som bra de lo que había sido un inmenso hato de ganado salvaje, especialmente de­ bido a la explotación incansable de la época de los asientos ingle­ ses y franceses.101 Pero, como se puede apreciar viendo los da­ tos de los años 1751-1756, la producción pecuaria de las reduc­ ciones (fundamentalmente, gracias a esa actividad en el pueblo de Yapeyú) vuelve a tom ar impulso en form a continuada. A fi­ nes de esa década, las reducciones envían alrededor de un 10% del total de los cueros embarcados para Europa. Otros productos Del resto de la producción comercializada en los oficios, re­ tendremos los dos artículos más destacados: el tabaco y el azú­ car. Estos dos rubros, producidos fundam entalm ente en los cuatro “ pueblos de abajo” — los cercanos a Asunción— y en los situados sobre el río Uruguay, hacen oscilar la participación de las reducciones en el m onto total de lo comercializado en Santa Fe y Buenos Aires, de un 30 a un 60% para el azúcar y de un 15 a un 30% para el tabaco. Com o podemos com probar, si bien estamos lejos de las can­ tidades fabulosas manejadas por algunas fuentes, las reduc­ ciones, indudablemente, tienen una participación importantísi­ ma en el tráfico de los principales productos regionales. Es decir que esta dominancia total en los lienzos de algodón y en la yerba caaminí y ese segundo plano para el tabaco y el azúcar, dejando los cueros para un último lugar — en este período— se hace mucho más sobresaliente si recordamos que los oficios fun­ cionan en forma monopólica, lo que les otorga una fuerza muy grande frente a la dispersión de sus competidores, los comer165 ciantes y productores del Paraguay. Si bien no interesa a este tra­ bajo los variados aspectos de la orden como empresa, es eviden­ te que este caracter altamente competitivo de los oficios frente a la producción de otros sectores de la vida económica regional en todos sus rubros, sum ado a la lucha — perdida por los encom en­ deros paraguayos— por el control de la fuerza de trabajo que produce esos mismos artículos, es el que funda los 150 años de desencuentros y enfrentamientos entre los colonos y las reducciones. (irál'ico l RESUMEN TOTAL IU Yerl* • “ Lienzo I ataco [\! Cueros ¡L2 flzúcjr 167 2. Las diversas subregiones dentro del mundo misionero guaran! Ya hemos visto que los productos que comercializan los ofi­ cios tienen un'peso particular en la economía del mercado re­ gional y en el entero mercado interno colonial. Pero no debe­ mos suponer que todos los pueblos jesuíticos poseen la misma especialización productiva. A fuerza de considerarlos como for­ m ando parte de un “ Im perio” , se han pasado por alto las gran­ des diferencias internas que hacen de estas reducciones un m un­ do bastante complejo. Algunas de esas diferencias surgen de especializaciones anteriores a la conquista (tal el caso de los pueblos del Paraná, que tendrán un rol importante en el trans­ porte lluvial) y otras son el resultado de una evolución producti­ va posterior a la llegada del blanco. Fundamentalmente, son cuatro las grandes subregiones productivas. Gráfico 2 Composición en pesos de los envíos a Buenos Aires (1731-67) y Sania Fe (1730-45) REGION I El Verba É3 Lienzo §§ Tabaco H Cueros 17. Región I: predominancia del algodón Si observamos el m apa adjunto, vemos que esta región, que abarca los pueblos de Mártires, Santa María, San Javier, Após­ toles, Concepción, San Nicolás, San Luis, Santo Angel, San Lo­ renzo y San Miguel, va desde el límite sur del macizo de Brasilia sobre el río Aguapey, hasta las estribaciones de la Cuchilla Grande, actualmente en territorio brasileño. En esta subregión el dom inio del algodón — es decir, el dominio de la producción de lienzos de algodón para el tupambaé — es claro, al menos pa­ ra los datos del largo período (1731-1767) con que hemos con­ feccionado los gráficos. Este dominio se acom paña por un se­ gundo plano para la yerba mate y un tercer lugar, muy lejos de am bos, para el tabaco. Los cueros ocupan una posición total­ mente despreciable por efectos de la desaparición de la famosa Vaquería del M ar a la que hacíamos mención más arriba. En el período analizado, el 34% del valor total de lo enviado a los ofi­ cios pertenece a esta región. 168 l ucillo: véase nota 102. Región II: dominio total de la yerba mate Esta subregión que com prende los pueblos de San Cosme, Jesús, Trinidad, Candelaria, Corpus, Loreto, Itapua, San Igna­ cio Mini y Santa Ana, se extiende a ambas márgenes del Paraná, entre las grandes islas de Apipé y Yacyretá y la garganta que pre­ cede a la desembocadura del Iguazú. En estos pueblos el dominio de la yerba es total (al decir de Lozano, la yerba del pueblo de Loreto será de gran celebridad en todo el Perú, durante el 169 lui-nlc: véase ñola 102. siglo XV11I). Este dominio se acom paña con envíos de lienzos y de cueros en form a casi igualitaria, pero en m ucho m enor im­ portancia que la yerba. No pocos de estos cueros, se originan en el pueblo de Itapua, paso obligado de las tropas de vacunos que van h a d a los cuatro pueblos “ del Paraguay” y que serán inter­ cam biados por yerba de palos con los paraguayos; esos cueros son el producto de la ayuda de los itapuanos el difícil paso de los hatos río a través. En el período considerado, el 32% del m onto total de lo enviado a los oficios, proviene de esta subregión. 170 Región III: (riuisición entre la yerba y el algodón Esta subregión que com prende los pueblos de Santo Tom é, San Borja, La Cruz, San José y San Carlos, constituye una si-, tuación de transición entre la dom inancia de la yerba y la del al­ godón, si bien, como podem os ver en el Gráfico 4, la primera dom ina sobre éste. Es la región con menos “ personalidad” de las cuatro y sus pueblos envían el 12 % del total del m onto co­ mercializado en los oficios. Región IV: los cuatro pueblos “ del Paraguay” Esta zona com prende exclusivamente los cuatro pueblos cercanos a Asunción y a Villarica del Espíritu Santo: San Igna­ cio Guazú, Santiago, Santa Rosa y Nuestra Señora de Fe. La ca­ racterística más im portante de estos pueblos es el estrecho con­ tacto que m antienen con las villas españolas antes m encionadas. Es evidente que siendo estos pueblos los más cercanos geográfi­ camente a Asunción y sobre los cuales los encomenderos encen­ dieron 1111 largo conflicto desde su m udanza de los Italines en 1666,103 ios provinciales de la Com pañía deben aceptar una práctica que rechazan casi enteram ente para el resto de las re­ ducciones,104 es decir, la presencia en lugares preestablecidos y bajo estrecha vigilancia, de comerciantes españoles. La activi­ dad fundam ental de estos intercambios es trocar yerba de palos — que entregan los paraguayos— por lienzos y vacas de las re­ ducciones. Esta sed de lienzos de las misiones se acrecentará con los efectos de la caída dem ográfica que afecta a los pueblos de indios paraguayos desde mediados del siglo XVII. Lisios cuatro pueblos tienen por lo lanío, debido a su ubica­ ción geográfica y a las especiales relaciones que los unen con los comerciantes y colonos, el perfil productivo más similar al de la región paraguaya. Este tráfico además, liene un peso superlativo para la supervivencia de la desgraciada Villarica, recién estable­ cida a orillas del Ibitirizú. En efecto, gracias a esle comercio, los víllenos pueden escapar al m onopolio de los comerciantes asun­ ceños y de sus paniaguados en el gobierno provincial. Tal es así 172 que más de un gobernador intentó impedirlo, en tanto desbara­ taba el monopolio de los asunceños sobre toda la yerba mate producida en la villa.105 Pero hay otras razones que explican esta situación. Una de ellas es que, gracias a esta captación de una parle de la producción paraguaya de yerba de palos, los jesuítas pueden también estar presentes en el mercado litoral, donde — al menos esta es la situación de Buenos Aires hasta fines del X V II— se prefería este tipo de yerba a la caaminí. Mas, existe otra explicación menos evidente: al aceptar la continuación de este tráfico, los superiores de las misiones permiten la existencia de una válvula de seguridad que posibilita, al menos en forma parcial, una comunicación entre los productos de las reduc­ ciones y la economía paraguaya. Amén de ello, gracias a la im­ portancia creciente que lendrá para Villarica, los jesuítas se ase­ guran un posible aliado en sus conflictos, siempre latentes, con los asunceños (no será nada casual que los villenos participen de muy mala gana en los levantamientos de 1721-1735...) Com o se puede ver, la composición de lo enviado a los ofi­ cios es bastante peculiar: dominio de la yerba — casi exclusiva­ mente yerba de palos, pues es el resultado de las transacciones con los paraguayos— con un segundo plano repartido entre ta­ baco, azúcar y lienzos (recordemos que la m ayor parte de la pro­ ducción de este último rubro es intercambiada con los colonos). Durante este período, los pueblos contribuyen con el 14% del m onto total de lo comercializado en los oficios. Un caso particular: el pueblo de Yapeyú ! Esta reducción no forma parte de ninguna de las cuatro subregiones que hemos delineado. Si observamos el gráfico 6 descubriremos rápidamente las razones: un predominio total —el 65% del valor— para los cueros al pelo, con un segundo lu­ gar para la yerba y pequeños agregados de lienzos y tabaco. O b­ viamente este gráfico no muestra toda la potencia ganadera de la reducción, pues es indudable que existe un activo tráfico interno con el resto de los pueblos. Yapeyú, que seguirá gozando des173 pues de la expulsión de un inmenso halo de ganados, entre do­ mestico y salvaje,106 es quizás un buen ejemplo de lo que de-i ben haber sido los pueblos que tenían acceso a la Vaquería del M ar — com o el de San Miguel— en su buena época. Todos los años, un rodeo de proporciones gigantescas (de 20.000 a 40.000 animales) se organizaba. En todo caso, la importancia de esta re­ ducción y su peso en el m undo misionero nos lo da el hecho de que ella sola envía un 8% del total del m onto comercializado, siempre durante el período que estamos estudiando. 3. Las reducciones guaraníes y las finanzas de la Compañía de Jesús ¿Cuál es el destino de los fondos que quedan a disposición de cada pueblo en los oficios de Santa Fe y de Buenos Aires? No se negará que esta es una cuestión clave para com prender el carác­ ter de las reducciones como fenómeno colonial. Sin em bargo, no debemos caer en la tentación economicísta de suponer que la do­ minación del indígena se limita a su explotación económica. Muchos de los aspectos de lo que hemos definido como modelo jesuíta, son tan importantes para dibujar el hecho colonial como la extracción de trabajo excedente en beneficio de la orden. Es decir que esta variable, es sólo una de las que conform an el haz constitutivo de este aparato de dominación y no creemos que estructuralmente sea la más im portante. Decíamos antes que una parte de lo producido en la venta de las mercancías misioneras en los oficios, volvía a los pueblos en distintos productos originarios de la esfera mercantil controlada por el capital comercial colonial. Tres son los tipos de artículos que compran con más asiduidad las reducciones: materias pri­ mas para la fabricación de herramientas —hierro, acero, etc.— , telas de lujo y semilujo y ornam entos eclesiásticos (en realidad, se trata en general de materias primas para la construcción de esos ornam entos, como plata y oro). La presencia de estas telas nos dice mucho acerca del rol capital que ocupa en la vida coti­ diana de cada pueblo el arsenal festivo, pues ellas están destina­ 174 G ráfico 5 Composición en pesos de los envíos a Buenos Aires (1731-07) y Santa l e (1730-45) Si m otzm rnoo C_l m ■omi r-o —i F-i <l* r ° 5? Si OLI . rH ni N (tí i» 3 H lili e—i en M M => das a la confección de trajes para los miembros destacados de la elite burocrática indígena (cabildantes, músicos, danzantes, etc.). No dudam os, además, que el boato y la estudiada pom pa con que se rodean las grandes ceremonias, deben haber conferido una im portancia excepcional al hecho de la redistribución de es­ tas telas. En cuanto a la ornam entación de las iglesias, recorde­ mos que el excedente acum ulado debió ser im portante. El inven­ tario, realizado en 1761 por un puntilloso obispo paraguayo, nos mustra un volumen nada despreciable en joyas y adornos precio­ sos.107 Volumen que, por otra parte, fue criticado como excesivo por el propio provincial de la Compañía unos años más tarde.108 A hora bien, asimismo, las reducciones deben contribuir al sostenimiento de la orden. En este caso, las fuentes obviamente son bastante parcas. Algunos datos aislados nos darán sin em­ bargo una idea del problem a. Los pueblos envían sus productos a los oficios y éstos los venden a los precios de mercado (e'sta es una política habitual de la Com pañía de Jesús como sabemos por testimonios de diverso origen) 109 en cuanto a las mercade­ rías europeas, la cosa es similar, pero bastante más compleja. En este caso, los precios de mercado son más difíciles de determinar (varias consideraciones es necesario tener en cuenta: si hay o no m oneda metálica en juego; si se trata de un comerciante fac­ tor de una casa peruana o ligado al contrabando porteño-lusitano si hay trueque —en este caso, son importantes las cantida­ des que entran en cada operación, etc.). En fin, se trata ni más ni menos, que el conjunto de variables que operan en un mercado colonial de este tipo en donde dom ina un sector del capital co­ mercial que, a su vez, es emisario de polos de atracción de m ayor peso. Algunas fuentes de la orden determinan porcentajes fijos para los operaciones entre los oficios y los pueblos;110 en los po­ cos casos conocidos, estos porcentajes si bien son altos, están muy lejos de ser los que prevalecen en la plaza, que suelen ser astronómicamente elevados. Pero no hay dudas, todo lo hace suponer — no olvidemos el caracter cuasi monopólico de la venta de algunos productos, como la yerba caaminí y los lienzos, en es­ ta época— que los oficios podían derivar hacia la orden un buen porcentaje sobre el m onto total negociado. ¿Y cuál era ese mon177 to? Un m iem bro de la Com pañía habla de 100.000 pesos anuales a comienzos de la década del treinta del siglo XV111, 111 pero en la época que hemos considerado en los cuadros estadísticos, éste ha bajado considerablemente (se sitúa alrededor de los 70.(KK) pesos para el período 1731-1745)1 y ya hemos explicado que se trata de un m om ento bastante crítico en la historia de las reduc­ ciones. En lodo caso, no se trata de una cifra menospreciable en el m arco de la economía regional. El destino de este excedente es, generalmente, la financiación de las actividades de la orden. Si bien los ejemplos docum enta­ dos son pocos (el acceso a este tipo de material es harto difícil), hay casos concretos en que conocemos, por ejemplo, el total de plata que transportan algunos padres procuradores en sus viajes a E uropa y tam poco en este caso las cantidades son insignifican­ tes.113 Es evidente que estos fondos no pueden surgir solamente del excedente extraído de las reducciones, también otros estable­ cimientos de la orden tienen que haber contribuido a ello; pensa­ mos en especial en el riquísimo Colegio cordobés que, en 1687, paga en veintenas de diezmos más del doble del m onto total del resto de los Colegios de la orden en la épo ca.114 Y un hecho que dem uestra, ya a fines del período jesuíta, el estado floreciente de las finanzas de la Com pañía, es la creciente im portancia de las actividades de préstamo. Algunos pueblos, por intermedio de los oficios, también intervienen en estas operaciones.*15 En este sen­ tido, las cantidades que determinadps y poderosos personajes suelen depositar en las cajas de los oficios son francamente impresionantes (el gobernador Ceballos deposita entre 1763 y 1764, la suma de 203.668 pesos fuertes) 116 más lodo eslo corres­ ponde ya a una historia de la orden como empresa y no entra en el marco de este trabajo. Volviendo a las reducciones, es evidente que esta utilización del excedente, tanto en remesas enviadas fuera del espacio colo­ nial en función de los intereses de la Com pañía, como en su orientación hacia las actividades de préstam o, es otro de los as­ pectos que m arca el carácter típicamente colonial de esta singu­ lar experiencia misional. 178 Finalmente, algunas conclusiones. ¿Podem os decir que las reducciones fueron un fenómeno colonial? ¿O sea que acom pa­ ñaron la destrucción de la cultura indígena y contribuyeron a la formación de la situación de dependencia colonial? Es evidente que, por más m atizada que sea la respuesta, ésta debe ser afirmativa. El lento camino de desestructuración del m undo cultural indígena y su inmersión en el universo de valores occidentales; la conversión de ese mismo indio en un trabajador apto para form ar parte en un m añana no lejano del mercado libre de trabajo; la impresionante tarea de control y represión ideológica, son todos elementos que conform an esta experiencia misional y que dieron finalmente su fruto: el indígena, lejos de ser un hombre virtuoso, como lo suponían los filósofos de las lu­ ces impresionados por la experiencia jesuíta, era un ser temeroso y dom inado. Un ser que a fuerza de ser considerado y tratado como un niño, terminó desempeñando, en form a admirable, el rol que se le había asignado. Pero este experimento reduccional se distingue, tal com o ya hemos vislo, de las otras formas de dominación y extracción de trabajo excedente que existían en la región. Y quizá se podría decir en beneficio de aquél que, relacionándolo con esas otras formas de control, “ aho rraba” trabajo. O sea que es posible afirm ar, al igual que aquellos campesinos de los que hablaba Labrousse, que los indígenas de las reducciones jesuíticas “ ha­ yan ganado la vida” . Y evidentemente, ello no es poco. Pero tam poco obsla para una clara definición de este experimento co­ mo form ando parte, en forma prístina y definida, del m undo co­ lonial. Pensamos que el más claro ejemplo del tipo de hom bres que los jesuítas habían aculturado está dado por el punto final de la experiencia misionera: cuando los miembros de la orden fueron expulsados en 1767, y los indígenas cayeron en m anos de los vo­ races comerciantes y burócratas locales, ante la avidez de estos supuestos curadores de los bienes de la com unidad, no quedó a los indios otro reflejo que el que habían aprendido en su vida an­ terior — la huida o el com portam iento “ delictivo” — . Pero en ningún m omento tuvieron la posibilidad de una resistencia orga­ 179 nizada ante el asalto de que eran objeto. La experiencia fue lan­ guideciendo durante más de cincuenta años, sin que ningún indí­ gena se levantara para defenderla. Y ello no distingue a las ex­ reducciones jesuítas del resto de los pueblos indígenas de la re­ gión. E ra evidente que los indígenas no tenían armas para defen­ der algo que no podían considerar com o propio. Era obvio que hacía mucho tiempo que eran unos derrotados y unos vencidos. No lus 1 Sobre la relación entre la concepción ¡lum inista y la>expericncia misionera de los jesuítas en el Paraguay, véase el estudio de J. Decobert, "L e s missions jé­ suites du Paraguay devant la philosophie des lumières” , Revue des Sciences H u­ maines, l.ille , 149, enero-m ar/o, 1973. 2 Gramsci, A'., Quaderni (Ivicarcere, Einaudi, T o rin o , v o l.l p. 673; voi. I l, 920; voi. I li, p. 2.177. Es interesante subrayar que Gramsci (cuyas fuentes son un co­ mentario sobre el libro de Ludovico A nto nio M ura to ri y una lectura de Croce), se preocupa especialmente por un supuesto "capitalism o de Lsta do" que habría en la experiencia de los jesuítas y deja de lado el agudo com entario de Croce quien, retomando una opinión de Kaynal, ve en las reducciones una marcada influencia de las " . . . abitudine comunistiche delle tribu selvagge dei G u a ra n i..." y recha/a toda relación entre este experimento y la utopia de Campanella: cf. Croce, IL , M aterialism o storico ed economia m arxistica, Sandron Editore, M ilano-Palerm o, 1900, pp. 269-271. •’ Sobre la encomienda paraguaya sé puede consultar Service, E. K., "T h e enco­ mienda in P araguay", Hìspanic Am ericun llis to ric a l Re view, X X X I, 1951, pp. 230-252. 4 Ver las ordenanzas de M artine* de Irala en De la Fuente Machain, R., L ì go­ bernador Dom ingo Martínez de Irala, Libreria " L a F a cu lta d ", Buenos Aires, 1939, apéndice. 5 Los levantamientos indígenas, que no cran una novedad desde el momento mismo en que se instalan los españoles en Asunción (ver, al respecto: A guirrc, J. F. de, Discurso histórico que comprende el descubrimiento, conquista y estable­ cim iento de los Españoles en las provincias de la Nueva Vizcuya, generalmente conocidas p o r el nombre de Rio de la lJlata, Espasa Calpe, Unenos Aíres, 1947 y Díaz, de G u/m án, R., H isto ria argentina del descubrimiento, población .»■ con­ quista de las provincias del Rio de tu Rlata, editado en C P E D E A , Plus U ltra, Buenos Aires, tom o I, 1969), reciben un nuevo impulso desde 1555 como resulta­ do de la organización de las encomiendas; ver el trabajo de Louis Necker “.La ré­ action des indiens Guarani á la conquête espagnole du Paraguay, un des facteurs de la colonizador! de l ’ Argentine à la fin de X V Ie. siècle". Uulletin de la Société Suisse (les Américanistes, 38, 1974. 6 Acerca de las reducciones franciscanas se puede consultar el lib ro de Louis Necker Indiens G uarani el chamanes franciscains. Les premières réductions du Paraguay ( ISHU-IHOÜJ, Editions Anthropos, Paris, 1979. Y los franciscanos tienen bastante claro cl papel que juegan respecto a la sumisión del indigena: vé­ anse, en este sentido, algunos de los puntos del impreso Apuntam ientos y man­ datos en que se renuevan algunas constituciones Uenerales..., Toledo, 1645, en especial, fjs. 42 y 42 vía. 180 181