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Pasión por la unidad
El hombre tiende hacia la unidad, la desea ardientemente, ve en ella un aspecto esencial de la
realización de sí mismo. No puede evitarlo, es algo como que estuviera inscrito en su código genético.
Unidad de los esposos, de los padres y los hijos, de los hermanos, de los amigos, de los
compañeros de trabajo. Unidad de los pueblos.
Los cínicos pueden burlarse y hacer muecas, y disertar lo que quieran sobre ese instinto gregario
como un rasgo de la especie humana en una fase inferior de su desarrollo, y pintar al hombre solo,
que se hace a sí mismo y "no debe nada a nadie", como el modelo del hombre adulto y desarrollado.
Todo ese mito no es más que una artimaña de ideólogos. El individualismo feroz de nuestra cultura
es un invento del poder para preservar al poder de lo único que teme: la existencia de un puñado
–aunque sólo sea un puñado– de hombres libres. Esto es, de hombres capaces de darse y de dar la
vida, capaces de amar y de perdonar, capaces de sacrificar su prestigio y su vida por el bien de otros.
También se puede decir que la historia humana es la historia de las rupturas, las guerras y las
soledades del hombre. Es verdad, hasta la Biblia da testimonio de ello. Ya en el origen hubo una
ruptura, la ruptura decisiva, la ruptura de la unidad con Dios, para la que había sido creado el hombre.
Y depués de esa ruptura, sólo podía suceder el asesinato de Abel, y la torre de Babel, y la división de
las lenguas. Nada testimonia tanto la paradoja humana, y a la vez, lo irrevocable del deseo de unidad
que hay en el hombre como el caer en la cuenta de que la falta de esa inalcanzable unidad es la
mayor causa de sufrimiento de la historia. De la historia personal, y de la historia de los pueblos.
Aunque en la historia ha habido un momento en que apareció algo nuevo. La mañana de Pentecostés
es el reverso del episodio de Babel. ¡Dios comunicaba a los hombres el Espíritu de su Hijo, que se
había entregado a la muerte para que ellos vivieran! Así nació un pueblo nuevo, hecho de todos los
hombres. Comenzaba una nueva historia, de santidad y de amor. Desde entonces, esa historia no se
ha detenido jamás. "La iglesia es en Cristo como un sacramento o señal de la vocación de los
hombres a la íntima unión con Dios y a la unidad de todo el género humano". Cuando los hombres
acogemos la vida que Dios da, podemos vivir de verdad como hombres.
Es verdad que hay en la Iglesia terribles pecados contra la unidad. Quizás no nos damos cuenta
aún del todo lo que la ruptura de la cristiandad europea al comienzo de la Edad Moderna, y, sobre
todo, la justificación teórica de esa ruptura, han supuesto para la tragedia de Europa. Cuando el Santo
Padre, en esa magnífica Encíclica que es Ut unum sint, "Para que todos sean uno", nos pone ante los
ojos el reto de la unidad de los cristianos, no está haciendo más que llamar a la Iglesia a vivir lo que
es la entraña misma de su vocación. A redescubrir de nuevo la esencia de su misterio, un misterio
que se manifiesta en Pentecostés. De que lo redescubramos depende, mucho más de lo que los
mismos cristianos creemos, el futuro de Europa. Y el futuro del mundo.
†Javier Martínez
Obispo auxiliar de Madrid
04/06/1995
Fecha creación PDF: 19/11/2016 14:28:23
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