La muerte en la Hispania Romana. Ideología y prácticas

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LA MUERTE EN LA HISPANIA ROMANA. IDEOLOGÍA Y PRÁCTICASl
Desiderio VAQUERIZO GIL
A modo de preámbulo2
La muerte es siempre un hecho traumático, que según las culturas provoca mayor o menor miedo, y
se enfrenta con mayor o menor serenidad, confianza o libertad de espíritu. No obstante, en todos los casos
es causa de una ruptura que supone un desgarramiento farniliar, y en ocasiones también social, según el
grado de popularidad o de implicación con el grupo del individuo que fallece. En estos momentos, su
trascendencia social en vida se mide en función del trauma que provoca su muerte; de ahí que pueda ser
prevista incluso por él mismo, quien mediante deterrninadas disposiciones puede dejar indicados todos y
cada uno de los extremos que habrán de acompafiar a su sepelio, o que, en cualquier caso, la familia se sirva
del óbito para dejar clara muestra de su posición social, capacidad adquisitiva o prestigio, además de
valores un tanto más intangibles y que varían según las épocas como el respeto y veneración a los
antepasados, la ostentación o la hwnildad, o simplemente su "pureza de sangre" y, consiguientemente, su
alto grado de enraizamiento en el grupo.
Son aspectos que, con ligeras variaciones segtm la cultura, han acompallado siempre al acto de
morir, haciendo dellniedo a la muerte, el dolor por la pérdida y todos aquellos gestos, ritos o ceremonias
más o menos estandal"izadas que la acompallan valores universales en sí lnismos, aWl cuando diferenciados
por el momento, el lugar o el matiz cultural. De alú que a la hora de abordar el tema de la muerte estemos,
en el fondo, enfrentándonos a nuestros propios temores, aunque en la experiencia ya vivida por oh"os
podamos enconh"ar el mejor modo de abordar con dignidad nuestro propio acabalniento.
La actitud ante la muerte
En Roma, como en otras muchas culturas que le precedieron o que le habríall de suceder en el
tiempo, anidaron toda serie de posicionamientos, filosóficos o menos, ante lo que la finitud de la vida
representa para el que la pierde, muchos de ellos cal"acterizados por el escepticismo o el más absoluto
nihilismo y otros de tanta trascendencia como el CristiaIÚsmo, pero que, en general, malltuvieron ante la
muerte misma, y ante sus difwltos, una posición de respeto, tradicionalismo y talllbién, en buena medida,
de fe y espera.I1Za que frecuentemente alCallZall a las propias malmestaciones arqueológicas, llegadas hasta
nosotros de forma más o menos casual.
Pal"a el romano de cualquier época fue siempre importante morir con dignidad; aspecto evidenciado
a través de numerosos ejemplos, en particular tardorrepublicall0s, de los cuales nos hall quedado reflejos
literarios. De acuerdo con ello, suele adoptar Wla postura positiva allte la muerte y, aWl cUalldo por razones
que pueden ser muy variadas, lo normal es que crea en alguna forma de inmortalidad: bien terrestre (en la
1
2
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación, que yo mismo dirijo, "Espncio y usos funernrios en In
ciudnd IlÍstóricn. El ejelllplo cordobés {siglos 11 n.c. -XV d.C.)", financiado por el Plan Nacional de Investigación Científica,
Desarrollo e Innovación Tecnológica 2000-2003 del Ministerio español de Ciencia y Tecnología, con apoyo de FEDER (Ref.
BHA 2003-08677). También se inscribe en el Convenio de Colaboración que el Grupo de Investigación del Plan Andaluz de
Investigación HUM 236, integrado por todos los miembros del Seminario de Arqueología de la Universidad de Córdoba,
mantiene con la Gerencia Municipal de Urbanismo del Ayuntamiento de Córdoba para el estudio de Córdoba, ciudad
histórica, entendida como yacinüento único.
Gracias a Javier Barca por su invitación a pmticipar en el VIII Congreso Nacional de Paleopatología, y en estas Actas.
Muchos de los aspectos que desanollaré a continuación los he tratado ya con mayor proÍLmdidad en otros h'abajos, cuya
lectma recomiendo para su correcta contextualización (Vid., por ejemplo, Vaquerizo, 2001, a y b; 2002, a-c; 2004, y 2005, a y
b)
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LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
propia tumba), bien ash-al (en el cielo, la luna, el solo las estrellas), bien incluso infernal. Cómo se pueda
conseguir -o evitar, en el tercero de los casos- es un concepto al que se dará diferentes respuestas desde las
diferentes posiciones filosóficas desarrolladas a lo largo del tiempo, convirtiéndose en algo casi instintivo,
básico, en el caso de las clases sociales más bajas.
Para los romanos de la edad arcaica los muertos seguían viviendo en la tumba, donde el alma, en
forma de sombra, se mantenía en relación directa con el cuerpo, habitando para siempre la morada de la
tumba misma. De alú la importancia de ésta, del ajuar fW1erario y por supuesto de las ofrendas periódicas
(Prieur, 1991: 143). A lo largo de los primeros siglos republicanos -para los que casi la única fuente de que
disponemos son los Fasti de Ovidio-los difuntos eran considerados como una colectividad de seres divinos
-sin individualidades- que, si eran convocados adecuadamente, podían acudir en ayuda de sus descendientes, transformándose en caso contrario en seres enojosos o nocivos con el aspecto de Lemures o de Larvae
(Ciceron, De lego TI, 9, 22; Plauto, Cap t., 598). Sin embargo, la información de que disponemos para este
periodo acaba prácticamente aquí y hay que esperar al siglo I a. C. para docwnentar las primeras referencias
literarias a los Manes como almas individuales 3, que mantienen no obstante su propia identidad corporal
(Ciceron, Pis, 7, 16; Livio III, 58, 11; Virgilio, Aen. VI, 743) Y las primeras asociaciones enh-e ellos y los
difuntos en los epígrafes funerarios.
precisamen~e de estos mismos autores observamos concepciones filosóficas o literarias de la
A través
,
muerte, el alma y el Más Allá que se muestran sumamente diversas. Así, los pitagóricos creían en la
transmigración de las almas, considerando que éstas forman parte del espacio, al que volverían tras la
muerte, alcanzando la luna, el solo las estrellas según el grado de virtud que hubieran practicado en vida y
reencarnándose periódicamente en personas diversas; mientras los estoicos, como Catón, pensaban en W1
alma cósmica, que tras la muerte del cuerpo -destinado a desaparecer en la tierra, de la que procede-,
acabará desintegrándose como él, pero en el aire o el fuego cósmico, en un periodo de tiempo que
dependería también de las virtudes que el difunto hubiera acumulado en vida. El resto, oscila entre visiones
que pueden ir desde la concepción griega de la tripartición del hombre (sóma -cuerpo-, psyche -alma-, efdolon
-sombra-), a la más pura indiferencia, no tanta como para prescindir de los ritos fW1erarios y conmemorativos debidos a todo difunto, pero sí la suficiente como para moverse en un claro escepticismo, que
considera obra de poetas las diferentes visiones de muerte y Más Allá, y que se manifiesta incluso en la
propia epigrafía funeraria, donde por regla general ni se afirma ni se niega la inmortalidad del alma (Prieur,
1991: 117 ss.).
Para Séneca el Viejo, la muerte es simplemente «un azar más, el último, de aquí que de la forma de
afrontarla dependa la gloria o el demérito último» (León, 1982: 58. También: 79 ss.). Con ser importante, no e? la
conservación del cuerpo lo que asegurará la memoria del difw1to, sino las acciones desarrolladas en vida
(Suas. VI, 5 ss.), y en este sentido conviene haberse conducido alejado del mal, que lógicamente atrae y con
el que la muerte rompe de forma definitiva, propiciando el descanso como W1 desenlace pUTamente natural.
Por su parte, Séneca el Joven, hijo del anterior y autor de mucha más popularidad, en su tiempo
como en nuestros días, parece unas veces (Consolación a Marcia, 25, 2) creer en la inmortalidad, mientras
otras duda seriamente de ella o incluso la niega (Cartas a Lucilio, 104), pero tiene claro que sólo se podía
alcanzar a través de la perfección y la sabiduría.
Virgilio, siempre optimista, es el primero que teoriza sobre la concepción propiamente romana del
mundo de ultratumba en el Libro VI de La Eneida, distinguiendo entre Limbo, Infierno y Paraíso, a la manera
griega. Sin embargo, el pueblo llano nW1ca hizo suya esta visión, considerada puramente poética, y, hasta
donde sabemos, más bien parece que imaginaba a los difuntos conforme a la imagen arcaica, viviendo en la
3
Esta alusión a los Mnnes del difw1to supone en cierta manera la divinización del mismo, que tras la muerte del cuerpo y su
correspondiente desaparición, queda limitado al alma, cuya supervivencia dependerá de la mayor o menor bondad que el
individuo fallecido hubiera practicado en vida. Tal cirClU1stancia explica además el que muchos monumentos Ílmerarios evoquen
la forma de templo (Prieur, 1991: 158 ss.).
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tumba o en sus proxim.idades -de ahí la forma de casa de muchos monumentos funerarios-, donde su
"vitalidad" debía ser convenientemente renovada mediante ofrendas de comida y bebida, olivo e incluso
sangre, o invocándoles a participar en los banquetes funerarios que telúan lugar en su honor. Todo ello alU1
en el caso de considerar como residencia de los difmltos el cielo, el aire -el alma cósmica o alma divina de
los estoicos (Martín Sánchez, 1981: 284)-, la lm1a o las Islas Felices, al otro lado del Océano -creencia que
explica las frecuentes representaciones relacionadas con el mar- (Toynbee, 1993: 21-23). O los InfiernoS'!.
La muerte: una cuestión privada con implicaciones de carácter público
Con anterioridad a que fuera promulgada la Ley de las Doce Tablas 5, los romanos enterraban en el
interior de sus propias casas, realizando en ellas todos los ritos subsiguientes. Una costumbre que
quedaría reflejada en la posibilidad de seguir sepultando intramuros a aquellos adultos que hubieran
conseguido tal privilegio antes de la mencionada regulación 1egal 6, y en el interior de las casas a los
niños fallecidos con menos de 40 días, concretamente en subgrundaria: cavidades situadas en los aleros
de los tejados, o en los muros, evitando seguramente ponerlos en contacto con la tierra, que de esta
manera podría convertirse en locus religiosus; cuando tales infantes aún no podían ser considerados
individuos sociales regidos por el ius pontificium (López Melero, 1997: 113).
Tal vez un recuerdo de esta costumbre -que tiene precedentes entre los pueblos ibéricos, por lo
que resulta difícil establecer su filiación cultural exacta- puede rastrearse en las deposiciones de niños
documentadas en algunas domus de territorio hispano, particularmente de la Tarraconensis. Así ocurre en
Celsa (Velilla del Ebro, Zaragoza), con más de 30 ejemplos, !lerda (Lérida), con doce enterramientos
perinatales conocidos, o Uxama (Valladolid) (Carcía Merino y Sánchez, 1996). En esta última han podido
ser excavados los restos de un bebé de entre 6 y 9 meses (aunque entre ellos había huesos de al menos
otro cadáver infantil), enterrado en m1a pequeña fosa bajo el pavimento de una habitación, con un ajuar
apenas relevante fechado entre inicios del siglo 1 y mediados del II d.C., y huellas de m1a trepanación en
el frontal. En todos los casos conocidos aparecen en la m.isma fosa -o bien en otras estancias de las casas,
también al exterior-, huesos de aves y cáscaras de huevos habitualmente depositados en jarras u ollas de
cocina, de forma similar a como se constata en numerosas villae del territorio emporitano, bajo cuyos aleros
han podido ser recuperados recipientes -casi siempre jarras; a veces, hasta quince- con restos similares,
interpretados como" ofrendas lustrales de carácter fúnebre" a los Manes familiares, ya en el siglo III d.C. (Casas
y Ruiz De Arbulo, 1997).
La nueva ley establece para la deposición fm1eraria del resto de la población áreas cementeriales
situadas siempre al exterior del pomerium -vid. infm, el caso de Urso-, dando lugar con ello a verdaderas
"ciudades de los muertos", que se disponen siguiendo las vías principales de entrada y salida a la ciudad, en
De acuerdo con esta última visión, tras la muerte, las almas -inmortales- de los condenados descenderían a los Infiernos: W1 lugar
en las antípodas de la tierra, en el p Lmto más remoto del mundo habitado, incluso en las proflU1didades telúricas, slmúdo en
titúeblas permanentes y destinado a todo tipo de suplicios pma aquéllos que no hubieran sido sLtficientemente bondadosos en
vida. Así lo expresa por ejemplo Catón en su discurso de contestación a César ante el Senado, con motivo de la conjuración de
Catilina (Salustio, Ln conjum de Cntilinn, LU, 13), si bien la descripción más detallada del mundo subterráneo de los muertos es
desarrollada como ya antes indiqué por Vit'gílio (Eneidn, VI, 236 ss.).
5 Esta legislación, que remonta a la Roma del siglo V a.c., estableció por primera vez la severa prolúbición de realizar sepelios al
interior de los mmos: HOll7inen IIlOrhlUlll [. ..} in urbe ne sepelito lleve urito (Lex Xl1 tnbulnrum, X,I); de lo que se deduce que ambos
ritos coexistían desde los mismos inicios de Roma, aLU1que algtmos autores atribuyan la cautela al riesgo de incendio, aludiendo
sólo al seglmdo de ellos (Cic, De leg., 23,58) -vid. inlm-.
6 En Roma, detennit1ados personajes podían, por su importancia social o su cmácter de símbolos, ser enterrados al interior del
pOllleriull1 (Toynbee, 1993: 34 ss.); sin embmgo, la h'ascendencia de éste en la concepción de la ciudad como núcleo urbano era tal
que realmente venía a representar la frontera entre el mlUldo de los vivos y el de los muertos. De alú que las prescripciones que
exigían la práctica de enterramientos al exterior del pOlllerium, no siempre visible, se cumplieran a rajatabla en todas las ciudades
del Imperio, pudiéndose considerar derogadas sólo a pmtir del emperador León (457-474 d.C.) (Prieur, 1991: 61-62).
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los suburbios inmediatos a la muralla, compartiendo a veces espacio con asentamientos de uso agrícola,
alfares, vertederos o instalaciones metalúrgicas; aunque la repetida alusión en leyes posteriores a la
prohibición de enterrar intramuros permita suponer que esta costumbre seguía practicándose (De Filippis,
1997: 14). De esta manera, el pom.erium se convierte en el espacio profiláctico de separación entre los vivos y
el reino de la muerte, poblado de tumbas, quemaderos y puticuli (fosas comunes), y frecuentado por gentes
de mal vivir; a veces, por animales semi-salvajes, que hurgaban en los basureros y más de una vez se
alimentaban de cadáveres mal enterrados, delincuentes, mendigos o desconocidos 7, arrojados sin
demasiados miramientos a una fosa superficial, o abandonados a su suerte8. Por esta misma razón, tenían
obligación de instalarse al exterior del pomerium las empresas de pompas fúnebres, cuyos operarios eran
vistos por el resto de la sociedad como gente funesta, los gladiadores -en contacto permanente con la muertey la soldadesca, y también fuera debían realizarse las cremaciones y concentrarse todas las actividades
nocivas, buscando con ello preservar a la ciudad de la contarninación.
Los loci más disputados eran los inmediatos a las puertas de la ciudad, los cruces de las vías más
frecuentadas, o los próximos a centros de espectáculos, que aseguraban a sus propietarios el acceso a la
tumba, la visita continuada de los conciudadanos -garantía de supervivencia- y, por qué no, la satisfacción
de la propia vanidad, al convertirse el sepulcro en Ul10 de los más destacados elementos de representación
social entre los romanos ya desde la etapa republicana. Lo que no evitaba que, con más frecuencia de la
deseada, los propios monunlentos fueran utilizados como base de pintadas de propaganda electoral,
anuncios de espectáculos o graffitti amorosos del más variado tono, muy adecuados en Ul1 espacio donde
solían producirse citas eróticas más o menos clandestinas o se exponían con libertad las prostitutas; sin
olvidar su derivación como letrinas con más asiduidad de la deseada, a tenor de los testimonios de la época
que condenan tal práctica (Rosetti, 1999: 235-236). Voces decididamente mUl1danas, mezcladas a diario con
cientos de otras ya desaparecidas que, a través de sus epígrafes fUl1erarios -en piedra o pintados, sobre todo
tipo de soportes, algunos de ellos orgánicos-, de sus retratos o de sus tumbas, pedían a gritos no ser
olvidados, reclamando su derecho a no ser violentados y el privilegio impagable de la mem.oria.
Las vías de salida no eran, sin embargo, las únicas a condicionar la disposición de los enterramientos, pues con frecuencia se consh-uían oh-as vías secundarias, de trazado paJ:alelo o formaJ1do «vicoli ciecl1i»
(Hesberg, 1994: 52), cuya única finalidad era servir a efectos funerarios. Esta cirClU1stancia favorecía el
acceso a los monumentos y acotados -a veces de muy considerable extensión, ya que no era extraño el hecho
de que contaran con horti anexos (Rodríguez Neila, 1992: 438, Nota 3)-, a la vez que contribuían a la creación
de una verdadera topografía funeraria, heredada en su concepción y disposición urbaIústica de los etruscos
(Toynbee, 1993: 54) y con magIúficas expresiones en muy diversas ciudades del Imperio, caso de la propia
Roma, Pompeya, Isola Sacra, Aosta o Aquileia, en la propia Italia; ArIes o Lyon, en la Calia, o Tipasa y
Cherchell, en el Norte de Africa (Hesberg y Zm1ker, 1987; Prieur, 1991: 63 ss.; Hesberg, 1994). Quizá también
la propia Colonia Patricia, de monumentalidad y romanidad crecientes, al tiempo que aVaI1Za nuestra
investigación.
Conviene no olvidar que las tumbas inmediatas a las vías no son siempre las más antiguas; por el
contrario, los enterramientos que abren directaInente a las vías principales suelen responder a cronologías
muy diversas, dado que las tumbas más tardías VaI1 ocupando progresivamente los huecos dejados por las
anteriores, levaI1tadas en origen de forma aislada. Se documenta así Ul1 proceso de crecimiento no sujeto a
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Uno de los mayores castigos que se podían infligir a critninales o proscritos era la negación de la sepuJtma; pues "... jallllÍs los
muertos debían quedar a la luz del día; no importa que fueran inhumados o incinerados, pero era condición indispensable que sus restos se
sustrajeran al contacto de la luz. Se fundaba esta norma en uno de los aspectos IIllÍS universales de la psicología primitiva: el cadlÍver es algo
impuro, dotado de una poderosa capacidad de contaminación; los parientes del muerto estlÍn inevitablemente afectados por el/a jamilia
funesta- y sólo quedaban pu rificados tras el cumplimiento de los fu nerales" (Bendala, 1976: 81-82).
A este respecto, resulta muy ilustrativa la anécdota recogida por Suetonio del perro que apareció ante Vespasiano con una
mano humana en la boca, cuando el emperador estaba comiendo (Vesp. 5, 4).
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LA MUERTE EN LA HISPANJA ROMANA. IDEOLOGÍA Y PRÁCTICAS
reglas o normas específicas, que resulta bien comprobable en necrópolis como la Vaticana, en Roma, o la de
Isola Sacra, en Ostia, ambas con una cronología centrada aproximadamente entre los años 100 y 250 d.C. y
atribuibles a W1 tipo de ciudadano medio en el que priman mercaderes, comerciantes y profesionales libres,
no siempre de origen romano, pero sí bien romanizados (Toynbee, 1993: 64-73). Pese a todo, lo normal fue
que las necrópolis crecieran de acuerdo a W1a estratigrafía horizontal, alejándose en manera progresiva del
pomerium y de las propias vías; hecho que suele implicar -si bien en realidad tampoco existió norma o regla
legal al respecto, ni tiene por qué ser una verdad absoluta (Toynbee, 1993: 54 ss.)- una mayor antigüedad
para los enterramientos más cercanos a las puertas de la ciudad. Conviene tener en cuenta, además, que los
enterramientos podían realizarse en cualquier punto de W1 fundus privado, donde podían servir incluso
como mojones indicativos de propiedad en caso de disputa (Sículo Flaco, De cond. agr., 161.25 L. Y 139-140
L.).
Ya he avanzado antes que la violatia sepulchri, o viola tia funebris, era el tipo de atentado funerario más
temido por el romano, y que más se castigaba (Toynbee, 1993: 56 ss.). A tal efecto, además de las frecuentes
consignaciones epigráficas destinadas a evitar la venta, reutilización o traspaso de la tumba por parte de los
herederos del difunto o de cualquier otro individuo (Toynbee, 1993: 55) -no siempre respetadas-, existía una
legislación de hecho y de derecho cuyo fin último era garantizar el valor sagrado del espacio funerario, el
respeto del sepulcro y la memoria de los Manes, íntimamente ligada a los orígenes de la familia y también a
la tierra. Y, como complemento de esa misma legislación -lo que confirma su incumplimiento más o menos
habitual-, se solían instituir multas funerarias, muchas veces cuantificadas por el mismo difw1to en sus
disposiciones testamentarias. Por regla general superaban el importe de la construcción y debían ser
pagadas a la ciudad, o bien destinadas a ciertos fines que se detallaban claramente (Toynbee, 1993: 55 ss.)9.
La localización inmediatamente extramuros de las necrópolis las convertía en el principal objeto del
deseo inmobiliario y zona de expansión lógica de la ciudad a nivel urbanístico, lo que solía inutilizarlas en
caso de que tal posibilidad se cumpliera -como ocurrió en Roma con las áreas funerarias que quedaron al
interior de los Muros Aurelianos (Hesberg, 1994: 13)-. Aun así, y por cuanto sabemos, las ciudades debieron
poner siempre especial cuidado en conservar los enterramientos precedentes, convertidos desde su primera
utilización en loei religiosi y por tanto sagrados e inviolables. De hecho, son muchos los casos conocidos en el
Imperio10 de tumbas conservadas con particular cuidado en el subsuelo o las cimentaciones de nuevos
edificios.
En el municipio hispano-bético de Imi -ciudad de localización indeterminada, en la actual provincia
de Sevilla- el estatuto municipal (cap. 79) reservaba una partida del presupuesto a la vigilancia pública de la
necrópolis (López Melero y Sfylow, 1995). Por su parte, la Lex Ursonensis (LXXIII-LXXIV), recogiendo las
Estas multas, que se movían esh'ictamente en el terreno del derecho privado, sin fundamento en norma jurídica algw1a, solían ser
simplemente conminatorias y se difw1den por el Imperio a partir del siglo ti d.C. A esta fecha remonta el único testimonio de
pena sepulcral conocido hasta el momento en Hispania -y uno de los pocos de todo el occidente romano-, documentado a
mediados de los aii.os 90 en W1a inscripción procedente del entorno de Alcaudete (Jaén). En ella, Fabia Albana, Aiungitana,
establece W1a multa de 20.000 sestercios para aquéllos que pudieran violar su sepulcro: emjenándolo, permitiendo la deposición
de nuevos enterramientos, quitando o cambiando su titulus sepulchralis, etc. Al indicarlo expresamente, Fabia Albana se aseguraba
que, de producirse alguna de tales posibilidades, serían perseguidas por sepulchri violatio. Estas multas se pagaban con cargo a
determinados collegia o a la caja municipal; de alú que quepa deducir cierta vigilancia por parte de los interesados (López Melero
y Stylow, 1995: 233 ss.).
La cifra establecida por Fabia Albana se puede considerar normal para este tipo de prácticas; no obstante, si bien la mayor
parte de ellas suele oscilar enh'e 20.000 y 50.000 sestercios, no faltan los casos de multas que pueden llegar a los 100.000, tal
como se refleja en las Leyes Ursonense (130) e Irnitana (96) (López Melero y Stylow, 1995: 241 ss., notas 90 y 92). Las cuantías
asignadas a estas multas se consideran un buen indicador económico en relación a las dimensiones y al coste del
monumento funerario, el recinto o la tumba; de acuerdo con ello, los valores indicados parecen corresponderse bien con los
tamaños medios de los acotados funerarios documentados en Hispania (Vaquerizo, 2002a).
10 Sobre todo en Roma y su territorio (Hesberg, 1994: 25 ss.), caso de las antiguas necrópolis del Quirinal, del Viminal y del Esquili.no,
que en época de Augusto fueron abandonadas y transformadas en jardines (Prieur, 1991: 61).
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antiguas prescripciones de la lex XlI tabularu111, establece la prohibición de quemar o enterrar difunto alguno
al interior de la ciudad, intra pomeriu111, y de construir nuevos ustrina -aunque se respetaI'l los ya existentes,
probablemente de carácter privado- a menos de 500 pasos de las murallas, así como las consecuencias
legales -consistentes en multas, o incluso el derribo de la construcción- y religiosas -necesidad de expiaciónde las infracciones (López Melero, 1997: 106).
Elfunus
El conjunto de los ritos funerarios que culminaban con el sepelio, por cremaClOn (símbolo de
purificación por el fuego) o inhumación (retorno a la tierra, origen último de todo), revestían para el romano
la máxima importaI'lcia, por cuanto sólo de esta maI'lera quedaba asegurado su correcto tránsito al Más
Allá11 • Estas razones explican que toda familia, por miedo o por piedad, entendiera como un deber
incuestionable dotar a sus difw'ltos del funeral y de la sepultura más decorosos posibles. Pero, por encima
de todo, el funus suponía W'la auténtica celebración de la muerte (Arce, 2000: 19; a partir de HWltington;
Metcalf, 1979).
Estos ritos funerarios -que podían alcanzar expresiones de enorme lujo-, eran regulados por el ius
pontificiurrf, destinado en último ténnino a purificar personas y cosas h"as el contacto con el muerto,
restableciendo la pax deoru111 (López Melero, 1997: 105), y variabaI'l considerablemente de acuerdo a la
condición social del fallecido, a los méritos que hubiera acumulado en favor de la ciudad donde se le daba
finalmente sepultura, y a los medios económicos que los herederos o comitentes estuviesen dispuestos a
dedicaI" a las exequias. TaIltO el cuidado puesto en la sepultura, como los ritos, y ceremonias del funus, así
como las conmemoraciones periódicas -en las que ofrendas, libaciones (profusiones) y baI'lquetes fWlerarios
(cenae, silicemia), "compartidos" siempre por el difwltO, desempeñaban un papel muy importante-, buscabaIl
por W'la parte maI'ltener la memoria del fallecido y, por otra, asegurarle la inmortalidad, nutriéndolo. De allí
su h"ascendencia, y que con mucha frecuencia se previeraI'l en los testamentos legados específicos para
atender a tales ritos y cuidados.
Agonía, muerte y exposición del cadáver
A pW'lto de expirar, el moribundo era en Roma depositado desnudo sobre la propia tierra, cerraI'ldo
así el ciclo que se había iniciado en el momento de su nacimiento, cUaI'ldo tras ver la luz se le sometió al
mismo rito aI'ltes de ser alzado en brazos -o no- por su progenitor (Prieur, 1991: 18 ss.). Sin embmgo, no
existe wlanimidad entre los investigadores a la hora de señalar si esta ceremonia telúa lugar
inmediatamente antes o después de la muerte; así, Toynbee, con base en un texto de Ovidio (Pont., II, 2, 45),
se deCaIlta por la idea de que el cuerpo era depuesto sobre el suelo ya cadáver, aWl cUaIldo es consciente de
la dispmidad de opiniones al respecto (Toynbee, 1993: 29, nota 120).
La tradición maI'ldaba que, en el momento mismo de la muerte, W'l familiar acogiera con un beso el
último suspiro del agonizante, iniciándose a continuación la lamentación fúnebre (concla111atio), duraIlte la
cual el difunto era llamado por su nombre y en alta voz por tres veces. Un rito que podía repetirse otras
muchas veces hasta el momento del sepelio y que incluso es demandado en numerosas inscripciones
funerarias, que solicitan del viaI'ldante decir en voz alta el nombre del allí enterrado, garantizaI'ldo así su
presencia enh"e los vivos (Prieur, 1991: 18). A pmtir de este momento, y duraI'lte todo el funus,
11
"Cuando un cuerpo no es sepultado o incinerado según los ritos, los espíritus, o los Manes, se niegan a acogerlo entre ellos, riada que el difunto
no ha sido purificado mediante las exequias religiosas; su alllla es condenada a vagar sobre la tierra, tOl1lnndo laforllla de un fantasma I1lnligno"
(PrieLll~
1991: 13).
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LA MUERTE EN LA IIISPANIA ROMANI\. IDEOLOCil\ y PRÁCTICAS
desernpeñarán. LUl. papel importante las plai'iideras o praeficne, que, contratadas al efecto, se lamentaban
gritando y llorando, al tiempo que se llevaban las manos a la cabeza mesándose los cabellos enmaraf'iados.
A contu1.uación se lavaba y perfwl1.aba el cadáver, añadiendo siempre que los medios familiares lo
perrnitieran cierta abw1.dancia de ungüentos cuya finalidad última era contribuir a su mejor conservación o, sencillamente, a disimular el hedor de la putrefacción-, sLlpuesto que el velatorio debía dmar cuando
menos un día -los más pobres solían ser enterrados en apenas unas horas (Prieur, 1991: 20)-, y con cierta
frecuencia incluso más, bien por necesidades del ritual, bien ante el n1Íedo de que se hubiera producido una
"muerte aparente".
Tras el aseo ritual, se colocaba LUl.a corona sobre la cabeza del fallecido -en particular, si se
consideraba que había llevado una vida virtuosa- y se le introducía una moneda en la boca para,
supuestamente, pagar su viaje en la barca de Caronte, al tiempo que se le vestía con los atributos de su
cargo, la toga o Wl simple pedazo de tela en el caso de los más pobres, y era expuesto con los pies mirando
hacia la puerta en un lec!lo (lectus funebris) sobre LUl. catafalco en torno al cual se disponían adornos florales,
antorchas y velas encendidas -destuladas a alejar los malos espíritus-, conformando así la capilla ardiente
(prátl7esis) y el velatorio propiamente dicho. Finalizado éste, el fallecido era h'asladado al lugar de su última
deposición, ya fuera cremado, ya inhumado.
La pOJllpn funebris
Hasta tiempos republicanos, el cortejo que conducía al finado a la necrópolis, colocado sobre unas
simples angarillas, un féretro o LUl. lecho abierto, a brazo o sobre un carro de parada, solía celebrarse de
noche, con objeto de evitar a los magistrados y sacerdotes la vista del cadáver y evitar así su contanlÍnación;
modalidad que se mantendría sólo para los indigentes, los proscritos, y los entierros infantiles -en particular
de los hijos de rnagistrados (López Melero, 1997: 111)-, pasando el resto a desarrollarse de día. Portaban el
feretrulIJ familiares cercanos del fallecido, algw1.os de sus antigos más íntimos o esclavos manumitidos por
aq uél con ocasión de su muerte, todos ellos hombres, enfundados en vestidos negros que recibían el
nombre de /ugubrin. En ocasiones, se sumaba ala pompa un desfile de actores o personajes que encarnaban
o mosh-aban las máscaras de los antepasados (Arce 2000: 25 ss.), todo ello enh'e cánticos y salmodias (de
nuevo destaca el protagonismo de las plailideras, que entonaban IIclline adaptadas para la ocasión) y música
(flautas, tubas, cuernos), tal como aparece admirablemente representado en LUl. bajorrelieve de Amiterno
que remonta al siglo 1 d.C. Estos cortejos podían alcanzar tales expresiones de lujo que, como ya ha sido
sellalado, hubieron de ser promulgadas diversas leyes, destinadas a ponerles límite (Ciceron, Dc /cgg. 11,59;
Ovidio, FnstiVI, 663-664; Eengels, 1997).
En el caso de las clases sociales más elevadas, la preparación del cuerpo para su exposición y los
preparativos para el frmeral eran generalmente confiados a empresas profesionales de pompas fúnebres
(1 ibitillnriJ) y a sus dependientes (poli i IIctores), mienh'as los más pobres eran cond LLCidos por los vespi/liolles 12 a
la cremación o a la inhumación sobre un féretro de poco coste (snlldapi/n). La cremación propiamente dicha
era por regla efectuada por los ustores, mienh'as la excavación de la fosa correspondía a los fossores.
Finalmente, los dessignntores eran probablemente maestros de ceremonias para las exequias de los ricos,
tanto hombres como mujeres.
A su vuelta del funeral, los parientes {mili/in fllllestn- debían someterse a LUl.a suffitia: rito de
purificación mediante fuego yagua, iniciándose el mismo días las celebraciones y ceremonias destinadas a
asegurar la memoria del difunto 13.
12
1:1
Los libililll7rii, y es de suponer que, con ellos, sus ayudantes, tenían su sede al exterior de la ciudad. Sólo podían entrar en ella
péll'a recoger los cadáveres o ejecutar condenas, y siempre perfectamente identificados (Patterson, 2000: 92).
Esta era una necesidad tan élI'raigada en la mentalidad rOlllana que, cuando el cadáver no había podido ser recuperado, se le
solía construir un cenotafio: en definitiva, un punto de referencia en el que celebrar las ceremonias en honor del fallecido.
I~
1
LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
El rito funerario
El uso simultáneo en Roma de inhumación e incineración durante los últimos siglos republicanos, el
posterior predominio más o menos generalizado de la segunda durante los siglos iniciales del Imperio -sin
que ello implique en ningún caso la desaparición de la humatio K , y su sustitución definitiva y total por esta
última a partir del siglo III d.C., han motivado todo tipo de hipótesis, las más variadas discusiones y una
abundantísima bibliografía, que no es el momento de reseñar 15 . Tanto Cicerón (De lego ll, 22, 56), como
Plinio (Nat. Hist. VII, 187) afirman que la práctica funeraria más antigua en Roma fue la inhumación probablemente por influencia sabina y etrusca- , pero lo cierto es que ya en la necrópolis del Foro -cuya
cronología abarca en lÚleas generales enh"e los siglos VIII a VI a.C- se documentan ambos ritos (De Filippis,
1997: 9 ss.), también contemplados en la Ley de las Doce Tablas para el siglo V a.c. (Cic., De leg., 23,58). Esta
dualidad se hace extensiva a la vez que avanza la conquista, pasando a predominar en las nuevas
fundaciones romanas una u oh"a práctica en función de la tradición fWleraria predominante en las ciudades
o comarcas de procedencia de los nuevos colonos (al respecto, Ortalli, 2001: 217, y 223 SS.)16.
Incluso en Roma, donde entre los siglos II a.c. y II d.C. es mayoritario el uso de la cremación,
tampoco .J;esulta rara la inhUmación en tiempos republicanos -vid infra-. Son ejemplos conspicuos los Cornelii
Scipiones, que utilizan la humatio como rito úniC017, o los Quinctii de vía Celimontana, en Villa Wolkonsky
(Roma), que la simultanean con la crematio (Taglietti, 1991: 166; Toynbee, 1993: 86 ss. y 92 ss.,
respectivamente) .
La inhumación está presente, pues, a lo largo de toda la historia romana, alcanzando una
considerable difusión ya en el siglo I d.C., ligada a los grupos sociales y económicos más diversos, que se
definen no por la elección del rito, sino por el tipo de monumento funerario o el modelo de tumba; los
mismos por otra parte para ambas prácticas. Esta continuidad, cada día mejor comprobada, permite
rechazar la búsqueda de una causa traumática única para la imposición definitiva de la inhumación
como rito funerario, que comienza a dejarse notar desde la primera mitad del siglo II d.C. (Taglietti, 1991
y 2001: 150).
Hispania
La inhumación coruonne a rituales propiamente romanos está presente en Hispania desde al menos
el siglo II a.c., mientras las cremaciones -recogidas al principio, con cierta frecuencia, en ollae ossuariae de
Así lo comprobamos en Córdoba (Vaquerizo, 2002c: 166), y también en oh'as necrópolis hispanorromanas. Tal es el caso de
Baela Claudia, cuyas áreas funerarias constatan de forma repetida enterramientos de cremación -en todo similares al resto-, en los
que se deposita una urna vacía, frecuentemente acompai'iada de ajuar (REMESAL, 1979, 22, Tumba VI y VII, por ejemplo), o de la
necrópolis valenciana de La Boatella, donde excavaciones recientes han puesto al descubierto algw1as fosas similares a las de
inhumación -al parecer, de cronología tardorromana- que sólo conte¡úan el ajuar, sin rastro de restos fW1erarios (Carcía Prósper y
Sáez, 1999: 308 ss.)
14 Considerada por algw10s, en el siglo I d.C., gmeca more (Peh'onio, Sato 111,2), reflejando quizá la división del Imperio entre una
mitad occidental que prefería la inhumación, frente a otra oriental, mayoritariamente inhwnatoria (De Filippis, 1997: 16). Es
ésta W1a apreciación que tal vez nos pueda ayudar a la hora de valorar la coexistencia de ambos ritos en ciudades
hispanorromanas como COI'duba -vid. infm-.
15 Vid. por ejemplo González Villaescusa, 2001: 75 ss,
16 En la misma línea ya expresada por oh'os autores (Rebecchi, 1991: 149 ss.), J. Ortalli relaciona directamente la implantación
progresiva de la cremación en la Cispadana con su propio proceso de urbanización, de forma que urbanitas y ciudadanía
romana se habrían visto acompañadas a lo largo del siglo I a.c. de una creciente homogeneización funeraria; a pesar de la
diversa procedencia geográfica y social de los nuevos pobladores (Ortalli, 2001: 217-218).
17" ... sia per tradizionalismo, sia per una forma di ostentazione deL propio status (paiche L'inhumazione in sepoLcri gmndiosi rappresentava
La sceLta gentiLicia preferita)" (De Filippis, 1997: 14).
142
Li\ MUERTE EN LA HISI'ANI/\ ROMAN/\. IDEOLOcíA y PRÁCTICAS
carácter 10caJl8-, perduran habitualmente hasta bien entrado el siglo III d. Dmante mucho tiem.po ha venido
siendo normal documentar alguna inhlU11ación en áreas, o incluso tumbas, con claro predominio de la
cremación, pero es rara la ocasión en que se aporta información suficiente como para sostener de forma
categórica su carácter coetáneo. Por fortuna, hoy contamos ya con nuevos hallazgos que, conh'arianlente a la
que ha venido siendo la visión tradicional, aportan datos concluyentes sobre el uso cOYlmtural de la
inhlU11ación COIno rito coexistente desde el primer momento con la cremación, tanto en ámbito rural como
urbano.
En Elllerita Augusta, aunque sigue pendiente de sistematización el mundo funerario de época
romana, comienza a detectarse una excesiva rigidez en las categorizaciones tipológicas y ternporales de los
enterramientos realizadas hasta ahora, y se ha señalado por primera vez la presencia esporádica de la
inhumación desde momentos cercanos a la fundación de la colonia (Nogales y Márquez, 2002: 115).
En Tarraco, sabernos del uso simultáneo de cremación e inhumación en algunos de sus sectores
funerarios (caso por ejemplo deIs Cossis) desde cuando menos el siglo 1 d.C (Gurt y Macías, 2002: 90 0108).
Algo similar a como ocurre en otros puntos de la provincia. Así, la necrópolis rural de Can Bel (Pineda del
Mar, Barcelona), asociada a una villa, en la que han sido excavadas once inhumaciones en fosa con
cubiertas de teguIae, cuya asignación cronológica a finales del siglo 1 a.C/comienzos del siglo 1 d.C parece
fuera de toda duda (Cela et al. 1999: Tumbas 1 a 9). Todas, con excepción de la nO 8, estaban orientadas con
la cabeza hacia el oeste. Sólo la Tumba 1 incluía un ajuar de cierta riqueza, con tres vasos de vidrio y una
fíbula de bronce (CELA et al. 1999: Fig. 8, 12-14). En varias de ellas -al interior, como al exterior de la fosase encontraron restos significativos de ofrendas florales y alimenticias (fundamentalmente carne, de
ovicápridos y suidos), que rerniten a las ceremonias y banquetes celebrados en honor del difunto durante
su sepelio. También, un gran espacio cuadrangular, de 1,80 x 1,40 m, con huellas de varios silicernia
colectivos (ánioras, cerámica y falma), relacionados posiblemente con las celebraciones conmemorativas de
carácter periódico. Todo ello documenta lln complejo, y normativo, ritual fLmerario qlle en este caso
concreto se atribuye a un grupo de esclavos o campesinos -de origen indeterminado- al servicio del
dOlllil1us de la villa.
En Valelltia, que es flmdada en 138 a. C, cremación e inhumación se documentan de forma
simultánea desde los orígenes de la cilldad hasta conlienzos del Bajo Imperio, con oscilaciones temporales
en cuanto al predominio de una II otra: en favor de la inhumación dmante las etapas primera (siglo II a.C)
y última (siglos I-III d.C), y de la cremación en la segunda (siglo 1 a.C); aun cuando las circunstancias
varían de unos sectores funerarios a otros. Parece, en cualquier caso, como si los inmigrantes itálicos se
hubieran mantenido fieles a la inhumación durante bastante tiempo (García Prósper, Guérin y Martí,
1999). Por Sll parte, la cremación no sobrepasa los años finales del siglo UI d.C (Polo y García Prósper,
2002: 138).
Esta compleja realidad ha podido ser bien comprobada en el suburbi~1l1l occidental, en torno a la vía
que prolonga el decUll1al1us lllaxilllus.Recientes excavaciones han puesto al descubierto un importante sector
funerario en uso entremediados del siglo II a.C y el siglo 11 d.C, con un predominio considerable de la
inhumación 19. Los excavadores la atribuyen a individuos itálicos -por los ritos en honor de Ceres que
I~
19
Me refiero a la relativamente frecuente aparición en diversas áreas funerarias hispanas -entre ellas la propia Corrlllbn- de
enterramientos de cremación en urnas cerámicas, pintadas o no, enlToncadas por su forma y su decoración con tradiciones
anteriores, de clara raíz autóctona (García Matamala, 2002). Destacan los seis ejemplos de la primera mitad del siglo I a. C.
documentados hace sólo unos ai'íos en un sector bien delilnitado de la necrópolis occidental de Vn/clllin (CI Quart; virl. illfrn). Se
a tri buyen a indígenas que habitaría n ya en la nueva ciudad, donde util iZélJ'ían las mismas áreas fu nerélJ'ias que los colonos, y el
mismo ritual que una parte de ellos, aunque sus deposiciones y ajuares presenten alguna diferencia (Carcía Prósper, Polo y
Cuérin, 2002-2003: 300). Sobre el valor de este tipo de enterramientos como supuesto símbolo de "etnicidad", vid. Jiménez Diez,
2005).
En fosas simples (a veces, de grandes dimensiones), fosas simples con cubiertas de adobe dispuestos a doble vertiente, y
tumbas de cámara o hipogeos, de considerable tamaí'ío (polo y GélJ'cía Prósper, 2002: 138; Carcía Prósper y Guérin, 2002: 209
I-D
LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
testimonian las cabezas de cerdo y jabalí cortadas a la mitad incorporadas a la twnba- 20, procedentes de
zonas helenizadas periféricas a Roma, como Etruria o Magna Grecia, a tenor de las tumbas de cámara
empleadas, y los estrígiles broncíneos y las ánforas de importación incluidos en los ajuares (Alapont et al.
1998: 36 ss.; García Prósper et al. 1999: 296 ss.)21. Además de los ritos relacionados con la Porca Praesentanea,
buena parte de las tumbas docwnentan la celebración de banquetes funerarios previos a su cierre.
Varios de estas inhwnaciones corresponden a individuos de entre 20 y 40 afias que fueron
enterrados en decúbito prono (Polo y García Prósper, 2002: 139 ss., Esqueletos 2306, 3086 Y 3163)22. Son
hombres robustos, con frecuentes huellas osteológicas de violencia23, que han permitido además comprobar
la presencia de la tuberculosis en Valentía -más tarde, también de la lepra- desde los momentos
fundacionales. Podría, quizá, tratarse de ajusticiados24, suicidas, accidentados o enfermos contagiosos,
enterrados de esta manera por la singularidad de su muerte o como una forma de conjurar la enfermedad;
aWlque no se descarta Wla posible irreverencia, o descuido, por parte de los fossores (García Prósper y
Guérin, 2002: 206). En mi opinión, hay Wla razón que se impone sobre todas ellas: son individuos a los que
la sociedad teme; de alú su extral'1a colocación, orientados hacia el interior de la tierra.
Baetíca
En Carmo, entre las 50 twnbas excavadas con motivo de Wla intervención en la zona del alÚiteatro Necrópolis Occidental-, fueron recuperadas hace Wl0S años cuatro inhwnaciones de tipología muy similar a
las valencianas 25 y, como ellas, remontables cronológicamente al siglo TI a.e, con base en los ungüentarios
piriformes de cuello alargado -siempre rotos por la base de éste26- que les sirven como ajuar. Estas twnbas
se disponían al interior de recintos fWlerarios -cuya estructura última no se especifica- que abrirían a
alllplias calles de carácter prioritariamente fWlerario (Belén et al. 1986: 53 ss.; Bendala, 1991: 81 y 1995: 282).
En la misma necrópolis -conformada, en su mayor parte, por enterralnientos de cremación en
tumbas familiares de cámara- se COnOcíall ya algwlas inhumaciones (Bendala, 1976: 37), fechadas de forma
global entre finales del siglo 1 a.e. y cOlnienzos del siglo TI d.e. Es el caso de la Twnba de Postumius, en la
que, bajo Wla serie de loculi destinados a acoger los restos de las cremaciones, fue excavada directamente en
el terreno una fosa para inhumación, por desgracia expoliada de alltiguo (Bendala, 1976b: 82-83, lám.
XXIII). A ella se suman varios enterramientos infantiles -siempre de cronología indeterminada-, que suelen
aparecer en subgrundaría dispuestos ex profeso en algunas de las cámaras funerarias -Tumba del Ustrinum, o
ss.).
También las tumbas de cremación pertenecerían a gentes llegadas de fuera, aunque con h'adiciones culturales diferentes, lo
que vendría a incidir en el carácter heterogéneo de los individuos que protagonizaron la conquista (Abad, 2003: 90).
21 Esta misma interpretación se aplica al hallazgo de enterramientos similal'es (de inhumación y cronología alta, también con
eSh'ígiles en sus ajuares) recuperados en la CispadaJla romana (Ortalli, 2001: 216-217), o en las necrópolis de AltinulIl, donde
no se descarta que deban ser relacionados con un sustrato poblacional ya helenizado (Tu'e1i, 2001: 244-245).
22 Una peculiaridad que no es privativa de este momento, ya que hasta la fecha responden a dicha tipología once de las ciento
ochenta inhumaciones documentadas en la necrópolis occidental de Vnlentin; tres de ellos en la fase republicana, y los ocho
restantes de época imperial, abal'cando cronológicamente hasta el siglo IV d.C.
23 El Esqueleto 3163 presenta ambos brazos amputados, val'ias fractul'as óseas y algunas huellas de instrumentos punzantes;
segUl'amente armas blancas (Polo y Cru'CÍa Prósper, 2002: 139-140, Figs. 4 Y 5).
24 Uno de ellos (Individuo 3261), ya de época imperial, mUl'ió con Wla argolla de hierro en torno a la tibia de su pierna izquierda
(Carda Prósper y Cuérin 2002: 212, Fig. 6).
25 Son fosas de Wl0S dos meh'os que se esh'echan en el fondo, dejando una especie de rebanco en uno de los lados sobre el que
apoyrul, apuntaladas con piedras, una o dos filas de teglllne colocadas oblicurunente pal'a tapar el cadáver, dispuesto en la
parte más esh'echa de aquélla en decúbito supino y con la cabeza al Este (Belén et ni. 1986: 53).
26 Esta cU'nlllstancia es interpretada con cal'ácter ritual, supuesto que en algún caso las dos partes de un mismo ungüentario
fueron colocadas denh'o y fuera, respectivamente, de la fosa última que acoge el cadáver. Uno de ellos contenía siete
cristales de roca" esplel7didnl11el7t tnllnts", de los que no se aporta más información (Belén et ni. 1986: 53 ss.).
20
144
1.1\ MUI:RTE EN LI\ 1115PI\NII\ ROMi\NA. IDEOLOciA y PRÁCTICAS
Tumba de las Cuatro Columnas-, o como enterramientos individuales, en grandes recipientes en forma de
ladrillo y en fosas, algunas muy cuidadas (Bendala, 1976: 37) 27.
A diferencia de Vn/elltin, en CnrlllO la práctica de la inhmnación en fechas tal'1 altas ha sido
interpretada como una perduración de trad iciones pCUlicas (Bendala, 1976: 37). Sin embargo, algunos
investigadores se han pronunciado ya en contra de esta interpretación, a la que consideran "pum
fnlltnsín" (AJfoldy, 2001: 38'1 y 395)28.
En la necrópolis oriental de Bnelo Clnlldin han sido excavados hasta la fecha más de mil
enterramientos, que conforman un paisaje funerario extraordinariamente denso en el que priman las
cremaciones, depositadas en una amplísima tipología de tumbas (una síntesis en Sillieres, 1995: 192 ss.).
No falta la inhumación, que al menos en algunos casos parece anterior, o convive con la cremación, y
que como fecha más alta remonta a mediados del siglo T d.C. (París et n/. 1926: 16 y 105; Sillieres, 1995:
201). No parece, por tanto, que la fuerte tradición pClllica de la ciudad ejerciera influencia alguna en la
elección del rito funerario. De hecho, ni una sola de lasinbumaciones recuperadas en el yacimiento -con
independencia de su cronología- apareció marcada por los singulares "mufíecos", que, en cambio, sí que
suelen acompaiiar a la mayor parte de los enterramientos de cremación; a veces varios ejemplares 29 .
Cremación e inhumación coinciden también, y cuando menos 3U, en el interior de un mismo
monumento en la ciudad de Cnrissn Aure/in (Espera-Bornos, Cádiz): un edificio de tipología
indeterminable -tal vez u n recinto a cielo abierto-, ubicado en el entorno de la Necrópolis Norte de la
ciudad, cerca de LUla vía de acceso a la misma. Sus muros fueron construidos en opus illcertUlII sobre
cimientos de qllndmhllll, y su fecha, a tenor del mal estado de conservación de las sepulturas recuperadas
en su interior (5 cremaciones y 3 inhumaciones), perrnanece bastante imprecisa. Los excavadores la han
fijado entre los siglos 1 Y 11 d. c., por extensión de la cronología predom.inante en el resto de la
necrópolis, pero realmente no cuentan con datos al respecto. Todo el entorno del monumento está
ocupado por enterramientos que, según parece, alternan también los dos ritos (Lozano, 1998: 99 ss.,
Mausoleo 1).
Un caso similar encontramos en la Necrópolis Este de Munigun (Villanueva del Río y Minas, Sevilla),
ubicada sorprendentemente intramuros, donde en un mismo edificio conviven enterramientos de
cremación y de inhumación q11e utilizan la lnisnla tipología formal, y que según todos los indicios
remiten a una fecha bastante alta (Schaltner, 2003: 101 ss., Láms. 53-59). El edificio funerario, construido
como el anterior en OpllS illcertlllll y cubierto en origen con bóveda interior de medio cañón en /nf'ericilllll y
tejado a dos aguas, se sitCla al interior de 11no de los recintos funerarios de obra que con una disposición
ortogonal ocupan la zona, y acogía cinco tumbas (3 de cremación y 2 de inhumación) directamente
excavadas en la roca, después conformadas o no mediante ladrillo, pero siempre rematadas por bóvedas
de este mismo material.
Orientadas nordeste-suodeste y situadas a diferente cota, las sepulturas habían sido saqueadas de
antig1LO (siglos IV-V d.C.): dos de ellas conservaban en su interior los sarcófagos de mármol, uno
decorado y el otro no, probablemente iniantiles. Las otras tres se corresponden con cremaciones en bustn,
27 Es de resefí,u, además, la tumba "d'lIl1 illllll/llé ellfollré de coli'e~ de pierre I/lli prolm/Jle/llelll cOlllellniellf le~ celldres de ses esclnues
li/Jéré~" (París rt ni. 1926 : 15). Por fin, en 1<1 denomin<1da Tumba del Elefante fue documentada una inhumación bajo cubierta
de trglllne dispuestas nl/n cnp}l/Iccilln (Bendala, 1976: 50, Lám. L1V, 2), seguramente tardía, con una problemática distinta.
2~ I:>ara AIWldy, "In uidn socinl rle
armo 110 reucln Ilndn I/lle plldiese dnr IIlOfi1>0 pnm sllpoller IIlln cOlltillllidnd de fmdiciolles socinles
pre/TOllll1llnS o In creacióll de .lál'llla~ particlllares del ordell social". En este sentido, recuerda, el (lIlico nombre indígena
documentado por la epigra fía carmonense es el del }Jcreg rillll~ A tti fa, de b<1se turdeta na, y el trad iciona Imen te in terpretado
como UrlJt1llil'al, de supuesta filiación norteafricana, corresponde en re<1Jid<1d a Ur/¡nlli IInl(eriol'lllll) (~ervi) (Alfoldy, 200"1: 381
ss. y 394-395).
2~ Una reinterpretación de los mismos en Vaquerizo, 2005.
1(\ Las áreas funerarias de esta ciudad han sido objeto de varias intervenciones arqueológicas en los últimos años, pero hasta el
mamen to permanecen práctica mente idén ticas.
1~5
LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
y SUS escasas dimensiones tampoco excluyen que pudieran corresponder a individuos de escasa edad.
Unas y otras habrían quedado ocultas bajo el pavimento del "mausoleo", con excepción de la Tumba A.
Su construcción -siempre según los autores- remontaría a la primera mitad del siglo II d.C., que marcaría
el terminus ante quem para el resto de los enterramientos (Schattner, 2003: 112 ss.). Sin embargo, el
sarcófago infantil decorado con Erotes en escenas de cacería, y recuperado en la Tumba B -una de las
inferiores-, se fecha ente 150 y 180 d.C. (Schattner, 2003: 192, N° 9), por lo que a mi entender es necesario
ajustar las cronologías, que estarían más bien entre la segunda mitad del siglo II y la primera del III;
como por otra parte es habitual para esta tipología de enterramientos.
Las tumbas no proporcionaron epigrafía que pudiera aportar luz sobre los individuos allí
enterrados. Con todo, las características especiales del monumento, así como la riqueza del ajuar de un
bustum localizado al interior del mismo recinto -que conservaba en buen estado los restos de la kliné
utilizada para el traslado del cadáver y quemada con él, así como de tejidos bordados en oro (Schattner,
2003: 101, Láms. 56b y 59)-, permite suponer su pertenencia a una familia de cierto poder adquisitivo que
utilizó cremación e inhumación simultáneamente, aun cuando la segunda parezca algo posterior a la
primera. Diferente es la cuestión de que las cinco tumbas se puedan corresponder con enterramientos
infantiles. Una hipótesis en la que abundaría la recuperación de abundantes terracotas figuradas entre
sus ajuaref? (Vaquerizo, 2004).
La coincidencia de incineración e inhumación en una misma tumba ha podido ser comprobada
también en la necrópolis de Las Maravillas (La Bobadilla, Málaga), ubicada en el territorium de la antigua
Singilia Barba. Hablo de un monumento familiar de 10'5 x 8'64 m, y una altura de 1'83 m, construido en
opus quadratum, con cubierta abovedada y cierre de piedra en su lado occidental, concebido con carácter
colectivo. Cuenta con seis loculi para urnas cinerarias, distribuidos tres a tres en los muros sur y norte,
que aparecieron vacíos, sin que exista la certeza de que fueran utilizados alguna vez. Sólo fue exhumada
en su interior una inhumación en sarcófago de mármol, así como el fragmento de un ara funeraria en el
mismo material -no necesariamente relacionada con aquél-, perteneciente a Acilia Plaecusa, Singiliensis
Barbensis, miembro de una familia bien conocida en la zona que vivió a finales del siglo II o comienzos
del siglo III d.C.; momento en el que probablemente habría sido clausurada la tumba, coincidiendo, pues,
con la aceptación del rito de la inhumación por parte de la familia (Romero Pérez, 1993 y 1993-1994).
Corduba
Cuando los romanos desembarcan en la Península Ibérica, la ciudad de COl'duba, que había sido
una de las más importantes del hinterland tartésico, estaba poblada por turdetanos cuyos ritos funerarios
nos son en esencia desconocidos31 , supuesta la ausencia total de necrópolis contemporáneas. Tal
circunstancia se atribuye al uso de prácticas funerarias que no habrían dejado huella arqueológica, cuyo
origen se remontaría hasta los inicios del I milenio a.c., y de filiación fundamentalmente atlántica
(Escacena, 2000: 213 ss.). Las primeras necrópolis que conocemos en COl'duba son ya plenamente
romanas, en directa relación con la nueva ciudad creada unos 800 m. al nordeste del viejo núcleo
31
Sólo conocemos W1 ajuar procedente del mercado clandestino, compuesto por una urna pintada de h'adición indígena, W1
plato como tapadera, el h'agmento de un "cuchillo" de hierro y W1a pieza de cerámica campaniense (M5422, antigua
Lamboglia 59), que permite fechar el enterramiento -al parecer de cremación en hoyo, cubierto por W1a laja de piedra calizaenh'e 210 y 190 a.c., docw11entando así de forma evidente el in tercambio comercial enh'e indígenas y romanos unos 50 afias
antes de la fW1dación de Claudia Mm'celo (Murillo y Jiménez, 2002: 186 ss.). Algunos de estos indígenas fueron cremados y
enterrados ya a la romana, hacia finales del siglo 1 a.c. o comienzos del siglo 1 d.C., en urnas de piedra que especifican sus
nombres latinizados en la cara frontal, depositadas finalmente en W1 monumento fW1erario de sillería descubierto en 1833 en
la ciudad romm1a de Torreparedones (Castro del Río-Baena) (Rodríguez Oliva, 1999: X1X ss. y 2002, 270 ss.; Belh'án, 2000: 116
ss.). Varios de ellos especifican su relación con una indeterminada gens Pornpein.
146
LA MUERTE EN LA HlSPANIA ROMANA. IDEOLOGÍA Y PRÁCTrCAS
prerromano, y nunca anteriores a su refundación por Augusto como colonia civium Romanorum. Hasta la
fecha ignoramos la ubicación y características de las áreas funerarias de época republicana32, que sólo se
nos ocurre situar -a modo de hipótesis no comprobada- bajo la ampliación urbana posterior a las
Guerras Civiles, que prolonga el recinto amurallado por el sur, haciéndolo llegar hasta el río.
Desde el mismo momento en que comenzamos a disponer de información, en la ya Colonia
Patricia prima claramente el rito de la cremación, pero casi también desde primera hora documentamos
esporádicamente inhumaciones -cada vez más numerosas, conforme avanzan las excavaciones
practicadas con una metodología arqueológica adecuada; por lo menos en algunos sectores- que alternan
sin una explicación clara con otros enterramientos de cremación, incluso superponiéndoseles 33 • A veces
comparten el mismo monumento -vid infra34 . En este sentido, supuesto el uso generalizado de la
cremación como rito funerario entre los pueblos prerromanos hispanos -con excepciones sólo en el área
púnica-, parece lógico atribuir estas primeras inhumaciones a gentes itálicas -colonos, militares,
comerciantes-, o quizá orientales -libertos y esclavos-, que, como en la Cispadana -vid. supra, Ortalli,
2001: 217-218-, utilizarían este rito como un elemento definitorio de cultura o tradición familiar.
En "La Constancia" -Necrópolis Septentrional-, junto a cincuenta enterramientos de cremación que
arrancan de los primeros años del siglo 1 d.C., prolongándose hasta mediados del II, contamos también con
tres de inhumación35, todos ellos en fosa simple, cubiertos con fragmentos de ánforas, tegulae dispuestas en
horizontal, o sin cubierta, respectivamente, que aparecen dispersos por todo el solar, muy próximos a las
otras tumbas de cremación y siempre a las mismas cotas. Uno de ellos (N° 37) proporcionó al parecer un
ajuar de "piezas de tradición indígena y algunos fragmentos de campaniense" (Ruiz Nieto, 1995a: 23; 1995b: 135136) que permitiría atribuirle una cronología bastante alta, tal vez de inicios, o centrada en el siglo 1 d.C.,
como buena parte de la necrópolis36 . Las otras dos no podemos hacer otra cosa que remitirlas al marco
cronológico general.
También a la Necrópolis Septentrional se adscribe el hipogeo monwnental de cl La Bodega, donde
además de un enterramiento de cremación con un ajuar bastante significativo dispuesto sobre un banco a la
derecha de la entrada (Garda Matamala 2002: 289 ss., Fig. 11, Lám. VIII), se reservó un espacio al fondo de
la cámara -delimitado a la manera de sarcófago por un muro de 62 cm. de altura- para una inhumación que
probablemente se encuentra todavía in situ, al no haber sido excavada con motivo de la Intervención
Arqueológica de Urgencia que sacó a la luz el edificio en 1991 (Vaquerizo, 2002c: 182 ss., Figs. 16 Y17). Su
cronología venimos situándola en torno al cambio de Era37 .
Así ocurre también en otras ciudades hispanas, como Tnrraco (Ted' a, 1987: 183 ss.; al respecto vid. también Vaquerizo, 2002c
150 ss. o Abad, 2003: 78 ss.).
33 Destaca en este sentido W1a inhumación recientemente recuperada en la Glorieta de Ibn Zaydun (Necrópolis Noroccidental),
que fue seccionada por un silicernium de la segunda mitad del siglo I d.C. (González, Sánchez y Cánovas, 2004. Gracias a los
autores por la información, aún inédita).
34 Esto es algo docwnentado en oh'os muchos lugares del Imperio, confirmando así la subjetividad y la variedad a la hora de
elegir el rito funerario. Otros ejemplos en Ortalli, 2001: 226-227).
35 Números 4, 16 Y37.
36 Esta excavación constituye un ejemplo paradigmático de las limitaciones que vienen afectando a la arqueología cordobesa
hasta el mismo día de hoy. Digo esto porque en la revisión que S. Vargas ha realizado de los materiales depositados por su
Director en el Museo Arqueológico de Córdoba no aparecen los indicados en el Informe, y sí h'es piezas de sigillata hispánica
precoz -dos tipos Celti 13 (Martínez IIc y lIb) Y uno más nuevo-, una lucerna derivada de la Dressel 13, tres piezas de
paredes finas (Mayet XXXVII y XLII, Yuna base con decoración a ruedecilla), y un cuenco de cerámica común; todo ello con
una cronología cenh'ada en el principado de Claudia. Se h'ataría, por tanto, de un ajuar similar -en cantidad y calidad- a los
que incluyen los enterramientos de cremación contemporáneos de la misma necrópolis (Vaquerizo, Garriguet y Vargas,
2004), prueba en sí misma de que tales ajuares obedecían a una opción personal, nW1ca privativos de W10 u otro ritual, o de
un nivel socioeconómico determinado (Ortalli,2001: 234 ss.).
37 Un paralelo muy cercano es la Twnba de Postumio, en la necrópolis de Carmona, que señalé ya más arriba, con una cronología de
la primera mitad del siglo I d.C., tal vez de época augustea (Bendala, 1976: pp. 82-83, Lám. XXIII).
32
147
LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
Sin embargo, desde el punto de vista de este trabajo destaca muy en particular la Avda. del
Corregidor (Necrópolis suroccidental): un sector funerario dispuesto en tomo a una vía que discurriría en
dirección oeste, paralela al Baetis, seguramente al servicio de las numerosas explotaciones agrícolas de la
zona (Vargas y Gutiérrez, 2004a)38. Los enterramientos, muy nwnerosos y marcados por sillares a modo de
hitos, se disponen al interior de recintos de obra -en opus quadratum-, sucesivamente anegados por las
inundaciones. Algo que ha permitido establecer una clara secuencia cronológica y de ocupación de la
necrópolis, en la que se distinguen siete momentos, marcados desde el principio por la utilización pareja de
ambos ritos 39 y acompañados en algún caso por restos externos de silicernia:
Época primoaugustea: 1 cremación (t. 15) Y1 inhwnación (t. 4340).
Época augustea plena: 6 cremaciones (t. 6, 19, 40, 65, 67 Y 70) Y8 inhumaciones (t. 20, 33, 34, 61, 62,
63,64 Y68).
Época tiberiana: 3 cremaciones (t. 21,38 Y39) Y4 inhumaciones (t. 31, 32, 41 Y42).
Segw1da mitad del siglo 1 d.C.: 8 cremaciones (t. 5, lO, 12,28,29,60, 71 Y74) Y5 inhumaciones (t. 13,
14,35,3641 Y73).
Primera mitad del siglo U d.C.: 8 cremaciones (t. 4, 16, 18, 27, 44, 45, 46 Y53) Y 6 inhumaciones (t. 3,
47,48,49,50
Y52).
,
Segunda mitad del siglo U d.C.: 12 cremaciones (t. 1, 9, 11, 17, 22, 25, 30, 54, 55, 56, 58 Y 66) Y 7
inhwnaciones (t. 2, 7, 23, 37, 57, 69 Y75).
Fines del siglo U/primer tercio del siglo III d.C.: sólo 5 inhwnaciones (t. 8, 24, 26, 59 Y72). En W1a de
ellas (59), el cadáver porta en su mano una moneda, lo que parece descartar cualquier posibilidad de
cristianización (Lám. 8).
Se trata, pues, de un área funeraria activa al menos desde el cambio de Era a finales del siglo U d.C. o
comienzos del III; aunque las condiciones de la excavación, organizada mediante zanjas que en nwnerosos
casos sólo permitieron documentar una parte del individuo, o incluso dejaTlo sin excavar42, relativizan algo
los datos. Que deben, por tanto, ser tomados sólo como indicativos.
Las inhumaciones -todas ellas en decúbito supino, con excepción de la Tumba 37, en la que el
individuo fue colocado en decúbito prono- fueron realizadas en fosas simples, excavadas directamente en
los limos, a veces conformadas al interior mediante sillares o revocadas de mortero de cal, cuatro de ellas
cubiertas con tegulae dispuestas en horizontal y once con tegulae alla capuccina. Muchas fueron simplemente
rellenadas de tierra, y después señalizadas mediante un sillar o un túmulo, de tierra, grava o piedras (a
veces todo mezclado). Todas son individuales, con excepción de la Tumba 36, en la que aparecieron dos
Gracias a S. Vargas y M.1. Gutiérrez, directoras de la intervención, por poner a mi disposición sus resultados, a pesal' de
enconh'arse aún completamente inéditos.
39 Es frecuente, por tanto, y está perfectamente documentada, la superposición de enterramientos de inhumación a otros de
cremación previos (sobre el reparto proporcional -muy val'iado- de cremaciones e inhumaciones en las más importantes
necrópolis de la Cispadana a lo largo del Imperio, así como la tipología de ritos y sepulturas, y la escasa trascendencia de su
orientación, relacionada siempre con costumbres locales, Ortalli, 2001: 226 y 227 ss.).
40 Fosa simple con cubierta de tegulne dispuestas horizontalmente, que acoge a un individuo de sexo indetenninado, en decúbito
supino. Como único ajuar incluye a sus pies una concha de venera.
41 Fosa simple con cubierta de tegulne dispuestas en horizontal, con dos individuos superpuestos. El primero de ellos
incorporaba a los pies un ajuar con piezas de sigillntn gálica, paredes finas y "cáscara de huevo", además de l1l1a lucerna de
venera, que permiten fechar el enterramiento a finales de la dinastía julioclaudia o comienzos de la flavia.
42 Conviene no olvidar la enorme complejidad de la labor arqueológica en ámbito urbano. En este sentido, puede aceptarse que
las intervenciones sean parciales; nunca, que sus resultados acaben siendo inútiles por la no aplicación del exigible rigor
metodológico; como de hecho viene oClU'riendo aún en nuestros días.
38
148
LA MUERTE EN LA HJSPANIA ROMANA. IDEOLOGÍA Y PRÁCTICAS
individuos -vid. supra-, y carecen de pretensiones monumentales, por lo que podrían estar obedeciendo a
una simple opción personal, matizada quizá por la capacidad econórnica 43 .
Entre las deposiciones -dispuestas con los brazos sobre el pecho, el vientre, o a lo largo del cuerpo- han
podido ser reconocidos 8 individuos infantiles (que representan algo menos del 20% de las 36 inhumaciones
totales)44, y al menos tres más de sexo femenino, con uno o dos acus crinales como único ajuar. Hasta el
momento, no hemos podido detectar matiz alguno de carácter cultural, socioeconómico o quizá incluso
etnográfico en el uso tan difundido de la inhumación en este sector funerario.
Aunque el porcentaje de immaturi está por debajo de las tasas de mortalidad habituales, fue normal
en todo el Imperio inhwnar a los niños que morían antes de la dentición (Plinio, Nat. Hist. VII, 15)45. Así
se observa por ejemplo, para el caso bético, en Baelo Claudia, donde desde mediados del siglo I d.C.
fueron enterrados en simples hoyos practicados en el terreno cubiertos con una tegula dispuesta
horizontalmente, o en ánforas cortadas de manera longitudinal, próximos siempre a las tumbas de sus
familiares (París et al. 1926: 87 ss.). Inhumaciones infantiles en ánfora, que remontan al siglo I a.c., las
conocemos igualmente en las necrópolis valencianas (Carcía Prósper, Polo y Cuérin, 2002-2003: 282;
Abad, 2003: 91)46. No así en Carmo, donde se cita en cambio "un caveau creusé dans le roc, al'intérieur de la
chambre funéraire ...réservé aux enfants; il était rempli de ten'e et recouvert de grandes dalles: c'était le
suggrw1darium familial» (París et al. 1926: 87). En el Tolmo de Minateda (Albacete), han sido
recuperadas dos inhumaciones infantiles bajo" sendos platos de barniz negro recubiertos por una capa de
yeso", en relación al parecer con uno de los monumentos funerarios en forma de túmulo escalonado de
sillería de finales del siglo I a.c. que marcan el tránsito al mundo fW1erario propiamente romano (Abad,
2003: 88).
Por su parte, en C01'duba contamos con niños inhumados, pero también cremados. Ejemplo
significativo de la primera práctica es el documentado en el Avellano 12-13 (Necrópolis Septentrional):
W1 recinto funerario utilizado de manera más o menos exclusiva por esclavos y libertos de cognom.ina y
presw1to origen griego (Penco, 1998: 70-71; Vaquerizo, 2001: 191 ss.), que usaron de ritos bastante
uniformes, entre los cuales la inhumación de niños en urnas cerámicas o ánforas 47, manteniendo el uso
43
44
45
46
47
Esta es una hipótesis defendida recientemente por F. Taglietti (2001) en relación con la necrópolis de Isola Sacra. Cremaciones
e inhumaciones coinciden de forma ocasional en las tumbas monumentales, mientras los más pobres usan la inhumación de
forma casi exclusiva; algo que ella ah'ibuye a la posibilidad de elección por parte de la familia o el difunto, al tratarse de
enterramientos individuales, y al ahorro que suponía prescindir del complejo ritual asociado a la cremación. " Ancora una
volta, phi che il trattalllento del corpo, e /'insiell'le dei riti funerari al centro dell'interesse, riti ni quali e affidato i/ cornpito sia di
esorcizzare la paura che incute iI morto, impedendone il ritomo, che di riconquistare I'equilibrio sociale interrotto dalla morte"
(Taglietti, 2001: 158). Una idea similar, que prima el componente económico sobre el ritual o religioso, ha sido señalada para
otras necrópolis del norte de Italia, como Sarsina, Aqui/eia o Altinulll; al menos por lo que se refiere al siglo I d.C. (Rebecchi,
1991: 151). Tampoco debemos olvidar el calificativo de graeco /llore que algunos autores antiguos aplican al uso de la
inhumación en el siglo I d.C. (Peh'onio, Sato 111,2), y la creciente expansión -particularmente a lo largo del siglo Ir- de las
religiones histéricas (De Filippis, 1997: 16 ss.).
Uno de ellos (Tumba 64), de época augustea, fue enterrado con un collar conformado por cuentas de pasta vítrea, bronce,
hueso trabajado, malacofauna y un pequei'lo falo de pasta vítrea.
Con excepciones bien documentadas a la norma, caso de ALtirwll'l, donde los nii'los son cremados y sus huesos recogidos en
urnas vítreas, con ajuares de gran contenido simbólico en los que abundan las figmillas de terracota (TireUi, 2001: 247;
Vaquerizo, 2004).
Esta práctica se mantiene a lo largo de todo el Imperio (González Villaescusa, 105-106). No obstante, es bien sabido que los
enterramientos infantiles en ánforas -también de adultos, en ocasiones utilizando contenedores mucho más antiguos- se
harán especialmente frecuentes en los últimos siglos del Imperio. Así ha sido, por ejemplo, bien docwnentado en las
necrópolis tardías de Tarraco (Ted'a, 1987: 114 ss.).
Enterramientos V, VII, VIII YIX. Los h'es primeros, en mnas de h'adición ibérica, una de ellas invertida, y oh'a cubierta por Wl
"contenedor cerámico tipo bacín en posición invertida, a modo de tapadera"; el último en Wl ánfora, tipo Beltrán Ir B. Ningcmo de
ellos incluía ajuar -tampoco epigrafía-, pero en función de los contenedores cerámicos empleados se fechan en la primera
mitad del siglo 1 d.C. (Penco, 1998: 66 ss.).
'149
LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
conjunto de ambos ritos hasta los años finales del siglo II o los inicios del siglo III d.C. Una cronología a
la que se adscriben precisamente los 13 epígrafes o fragmentos de epígrafes marmóreos recuperados en
el nivel de abandono de la necrópolis, uno de ellas en griego (Ventura, 1998: 77, n. 14, Lám. 13). Pero los
niños también se creman, por lo general sobre lechos funerarios de cierta riqueza 48, y acompañados de
ajuares que a partir de la época flavia incluyen con frecuencia un buen número de terracotas figuradas
de pequeño tamaño (Vaquerizo, 2004). Así ocurre por ejemplo en la propia Avda. del Corregidor
(Vargas y Gutiérrez, 2004b).
En definitiva, humatio y crematio coexisten en Corduba desde los momentos iniciales de la
presencia romana en la ciudad; o al menos desde que comenzamos a disponer de información
arqueológica contrastable. Con un claro predominio de la segunda sobre la primera; aunque no siempre,
dependiendo inicialmente su uso de la tradición cultural y/o familiar, para más tarde añadir quizá en
ocasiones nuevos matices de carácter socioeconómic0 49 o incluso etnográfico50. Esta coexistencia se
mantiene durante los siglos centrales del Imperio (Baena, 1989; Penco et al. 1993)51, con un alto grado de
subjetividad en la elección; pero de forma progresiva la inhumación se va haciendo cada vez más
frecuente, hasta acabar imponiéndose de manera definitiva a lo largo del siglo III d.c. s2 • Sin embargo, no
es posible detectar grandes diferencias estructurales con relación a la morfología de las tumbas, que
adoptan lqs mismas formas~y los lnismos tipos de señalización externa para ambos ritos; y mucho menos
hablar de carácter traumático en la sustitución total de cremación por inhumación, aun cuando sea
posible reconocer en ella algunos factores de nuevo cuño como la implantación irreversible del
Cristianismo.
Quizá el aspecto más destacado es la progresiva reducción del ajuar entre los siglos I Y II d.C.,
detectada también en oh"as zonas del Imperio (Ortalli, 2001: 235 SS.)S3, y que ha sido bien estudiada para el
caso cordubense por S. Vargas (2002). Inicialmente se van incorporando -sustituyendo a las anteriores- las
nuevas producciones cerámicas de moda, entre las cuales las lucenlas pasan a ocupar un lugar de gran
trascendencia, así como lujosas urnas de cristal protegidas mediante recipientes de plomo y figurillas de
terracota que representan a divinidades, damas o personajes diversos de no fácil interpretación (Vaquerizo,
2004); para más tarde observarse una cierta disminución en el número y calidad de los componentes que se
hará mucho más apreciable con el triunfo de la inhumación. En los enterramientos más tardíos no desaparecen del todo los ungüentarios de vidrio, a los que se suman ocasionalmente objetos diversos de adorno
personal, jarritas rituales y algunas piezas de vajilla, también en vidrio; pero sobre todo destaca la frecuente
repetición como único elemento de ajuar de uno o varios acus erinales. A partir de este momento, y hasta la
Esta práctica ha sido perfectamente comprobada en enterramientos infantiles de Avda. de las Ollerías (Penco et al. 1993: 47 y
54; Estructma Funeraria 11), Polígono de Poniente (Morena, 1994: 160-161; Figs. 1-2 y 4; Láms. 1 y 2), Y quizás de nuevo CI
El Avellano 12-13 (Penco, 1998: Tumba VI, 68 ss.), con cronologías que parten de la primera mitad del siglo 1 d.e.
49 Por quedar reservada, preferentemente, a esclavos y libertos; además de a los niños.
50 Las inhumaciones cordubenses de época imperial bien documentadas hasta el momento no oh'ecen una distribución topográfica
uniforme,. sino que se localizan en áreas relativamente alejadas de las vías principales, asociadas con h'ecuencia a conjuntos que
podrían admitir una cierta singularización, caso de cl El Avellano, 12, o Avda. del Corregidor -vid. supra-o En otras zonas de
problemática similar las inhumaciones de los primeros siglos se atribuyen por regla general a gentes de procedencia no
estrictamente romana; ya itálicos, ya orientales en sentido amplio (sobre este mismo tema, Ortaili, 2001: 222ss.).
51 Así lo vienen a refrendar otros aspectos arqueológicos del mW1do funerario bético. Es el caso de la máxima proliferación de arae
funerarias, ligadas ritualmente a la cremación, precisamente a lo largo del siglo II d.e. (Belh'án, 1999: 15 ss. y 53 ss.); circunstancia
que explicaría además el tardío desarrollo por lo que se refiere a estas tierras de enterramientos sarcofágicos, así como el escaso
arraigo de talleres dedicados a la producción de W1 tipo de piezas que, con muy escasas excepciones, fueron importadas de la
Urbs (Vaquerizo, 2002c: 158-159).
52 Así ocmre en la mayor parte del Imperio, con pequeñas variaciones temporales, que elevan la fecha en algunas ciudades, caso
por ejemplo de Roma. Sobre las posibles razones, y la problemática aparejada a la sustitución de un rito por el otro, vid.
Taglietti, 2001, u Ortalli, 2001: 225 ss.).
53 y de Hispania, aunque no faltan excepciones (Carrasco et al. 2004: 142 ss., Fig. 9).
48
150
LA MUERTE EN LA HISPANIA ROMANA. IDEOLOGÍA Y PRÁCTICAS
etapa -o mejor, los enterramientos- propiamente visigodos, la singularización de las tumbas se hará
harto complicada y difícil en virtud de sus nuevas formas funerarias -muy simples y uniformes-, que en
la mayoría de los casos denotan además una absoluta ausencia de ajuar funerario.
La monumentalización del espacio funerario
La topografía funeraria de época romana suele reproducir la escala social de los vivos, en clara
ostentación de sus diferentes posiciones sociales, ideológicas o económicas, pues en general los diversos
grupos -aspecto que como es lógico alcanzó una mayor relevancia entre las clases dirigentes- hicieron de sus
tumbas lli1 elemento de prestigio y representación54 . De ahí, aparte razones puramente religiosas o de
creencias de ultratumba, la conveniencia de situar los más importantes enterramientos anejos a las vías, en
forma tal que todos los viandantes -de entrada o salida a la ciudad-, al tiempo que rezar o contribuir a la
memoria del difunto sencillamente leyendo su inscripción funeraria, pudieran percibir con claridad el nivel
adquisitivo y el grado de representatividad social de cada familia allí representada. Ayer, como hoy, los
monumentos funerarios deben ser considerados elementos de autorrepresentación social y de prestigio,
orientados tanto a la exaltación del fallecido como a la de su familia, al tiempo que a recordar a paseantes,
observadores o visitantes, algw.10s de sus valores fundamentales, como la virtus, la pietas e incluso el honor,
contribuyendo así de manera decisiva a la perpetuación social de su memoria (Hesberg, 1994).
La elección de uno u otro tipo de sepultura dependía, además de la tradición, básicamente de la
capacidad adquisitiva y de la moda o vanidad, así como de la oferta que los constructores, talleres y
artesanos locales pudieran ofrecer. Por lo que se refiere a los aspectos formales y edilicios de la construcción,
la representación y el prestigio sociales derivados de ésta podían conseguirse a través de la superficie y/o
posición del terreno ocupado, los materiales empleados en ella -por cantidad y calidad55-, la riqueza del
ajuar amortizado, o la magnificencia de las ceremonias y ritos celebrados, tanto con motivo del funeral en sí
mismo, como de las fechas conmemorativas. Tales factores eran perfectamente conocidos para cualquier
romano, quien no habría dudado en elegir los materiales más preciosos para su urna o en hacer destacar su
tumba en relación a las otras sobre todo en altura (Hesberg, 1994: 254 ss.). Algo que explica el uso para tal
fin de todo tipo de medios, entre los cuales el frecuente alzado de los monumentos funerarios sobre altos
podios que, sin duda, les permitían dominar en el conjunto, destacando a la vez sobre los sepulcros
cercanos, tal como sucedería por ejemplo en el caso del monllinento cordobés recientemente localizado en la
Avda. de La Victoria (Murillo et al. 2002).
Tal deseo de representación y de lujo -en principio orientado al exterior, y desde comienzos del siglo
II d. C. destinado más a la intimidad del círculo familiar y de allegados, por lo que comienza a limitarse al
interior de la tumba-llevó con cierta frecuencia a los más poderosos a realizar encargos en oficinas de la
propia Roma -o en las más reputadas de otras ciudades del Imperio, no necesariamente cercanas-,
encaminados a obtener piezas de especial calidad. Tal sería el caso de los sarcófagos. No obstante, las
tumbas de obra tenían que ser construidas in situ, por lo que su morfología se elegiría de entre los
repertorios ofrecidos por los constructores -recordemos la normalidad con que Trimalción planifica los
detalles de su monumentum con el constructor Habina, en el transcurso de tilla comida (Petronio, Satyricon
71,5 ss.) (Prieur, 1991: 44)-, o bien proponiendo a éstos un modelo conocido por el comitente en cualquier
54
55
Vid. al respecto, como trabajos recientes que de algrula manera reSWllen toda la problemática, además de incorporar bibliografía
actualizada, algtmos de los incluidos en Vaquerizo, 2üü2b.
En este sentido, destaca la utilización en algunas tWl1bas -bien comprobada en el caso de Córdoba- de litteme aureae, más bien
"propias de los monumentos imperiales o, cuando menos, comunitarios" (Ventw"a, 1999: 61, Nota 25), y sin duda Lmo de los elementos
que debieron conh"ibuir, en forma determinante, al papel de autorrepresentación y ostentación social que en último término
debía cumplir el monumento nmerario. Su uso se inicia con Augusto y sólo en la Bética aparece claramente documentado en
ámbito privado, no rebasando cronológicamente el siglo 1 d.C.
151
LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
otro lugar del Imperio, elegido por simple vanidad de mantenerse a la moda, o por razones culturales más
profundas, derivadas de su procedencia, raíces familiares o lazos de cualquier otro tipo con la zona de
origen del modelo de enterramiento.
En tales casos, los talleres locales habrían de hacerse con la planimetría adecuada por el medio que
fuese -parece poder aceptarse, sin mayores dificultades, la frecuente existencia de compendios de planos y
dibujos o de manuales compilados al servicio de constructores o talleres (Toynbee, 1993: 159 y 170; Hesberg,
1994: 17)-, pero tampoco sería raro el desplazamiento de arquitectos, maesh"os de obras, artesanos u obreros
especializados en la construcción de monumentos funerarios -o de diversos aspectos de los mismos- desde
unas ciudades a otras, contribuyendo así, una vez más, a la homogeneización cultural del Imperio. De
hecho, la construcción de los monumentos funerarios más complicados era encargada a determinados
arquitectos, que proponían al comitente varios proyectos sobre los que éste elegía el más adecuado a sus
deseos o necesidades, no siempre respetando el original, sino frecuentemente introduciendo él mismo
algunas modificaciones. Sin embargo, no debemos por ello pensar que la consh"ucción de la tWllba fuera
algo que se acometiera siempre en vida -vivus o vivus jecit-; por el contrario, muchos de estos monumentos
podían ser encargados para familiares cercanos ya fallecidos, cuya memoria se pretendía homar,
asegurándose así la propia twnba futura. AWlque, por lo general, sólo de jacto, dado que con gran frecuencia
éste era un1 aspecto perfectamente recogido en las cláusulas testamentarias que, al menos en teoría (pocas
veces eran cumplidas como la letra indicaba), obligaban alas herederos a construir el monumento funerario
de acuerdo ala última voluntad del testadar (Hesberg, 1994: 16 y 22 ss.).
No debemos olvidar, por otra parte -dada la enorme cantidad de dinero que movía la especulación
fWleraria 56 - la frecuente actividad de empresarios privados que sobre un terreno previamente adquirido al
efecto construían tumbas más o menos estandarizadas, con las que al tiempo que especulaban podían
aportar alas ciudades de provincias los últimos modelos utilizados en la Metrópolis (Toynbee, 1993: 55 y 60
ss., Fig. 2, para el caso de la necrópolis de Aquileia, en el Norte de Italia, y 70, Fig. 4, para el de la Necrópolis
Vaticana).
56
El precio de los monumentos hmerarios ha sido h'atado, enh'e oh'os autores, por R. Duncan Jones (1962 y 1974), Y más
recientemente por N. Purcell (1987). El primero de ellos analiza los casos de Ah'ica o Italia, observando diversas peculiaridades.
En África, el precio de Wl altar -lógicamente cuando las ÍJlscripciones así lo indican- puede variar enh'e 400 y 1.000 sestercios; el
de lUla estela enh'e 96 y 5.000, Yel de un monumento funerario enh'e 1.000 y 80.000 (Duncan Jones, 1962: 226-227), oscilación que
por lo general aparece en directa relación con el njvel adqwsitivo y los emolumentos de los diversos comitentes, algunos de los
cuales llegan ÍJlduso a invertir más del sueldo de Wl afio en la consh'ucción de su monumento hmerario. Es el caso de un
centurión, que podía ganar enh'e 20.000 y 30.000 sestercios anuales, y se gastó en su tumba 26.000 sestercios (Duncan Jones, 1974:
79, Table 2, N° 217). Sin embargo, no es lo habitual, comprobándose Wla mtio que oscila enh'e un 0'03 00'05 -segú.n el sueldo- y el
1'3 o 0'78%, en ambos casos para dos centmiones -el seglmdo de ellos ya citado más arüba-.
Por lo que se refiere a Italia, este mismo autor recoge 10 casos que documentan Wl gasto enh'e 100.000 y 500.000 sestercios, 7 enh'e
50.000 y 99.000, 13 enh'e 20.000 y 49.000, 17 entre 10.000 y 19.000, 13 enh'e 5.000 y 9.000, Y 31 de 4.000 hacia abajo. En cuanto a la
mtio enh'e sueldo anual y gasto hmerario, aparece bastante superior a la observada en Aflica -¿quizá por 1m deseo de ostentación
más marcado?-, oscilando enh'e 0'20 para lUl tribunus lI1ilitull1 (nngusticlnvius), que ganando unos 50.000 sestercios habría invertido
en su tumba 10.000, y tul 1'66/1'25 para dos primipilnres, que con lUl sueldo de 60.000/80.000 sestercios habrían desembolsado
ambos 100.000 para su monumento, y Wl lI1iles (pmetorinnus), que invierte 5.000, con tUl estipendio de 3.000/4.000 (Duncan Iones,
1974: 128 ss.).
Siempre en Ttalja, otros testimonjos nos dan cuenta del precio en sí del propio terreno, muy variable, al que en ocasiones se suma
además el de la tumba: así, 20 sestercios por tm acotado de 5x4 pies (CIL VI, 23791); 120 sestercios por 1m espacio de 1'5 pies
cuadrados, pagados por un esclavo de Agrippa (CIL VI, 21866); 180 sestercios por un acotado de 6x3'5 pies, también comprado
por un esclavo, en este caso de Livia (CIL VI, 25260); 1.500 sestercios por Wla superficie de 12x18 pies y la propia tumba (CIL VI,
33846), o 16.000 sestercios por un lote de 12x12 pies y la tumba (CIL VI, 33846) (pURCELL, 1987, 38; Rodríguez Neila, 1991: 92).
SÍJl olvidar los 100.000 sestercios que Trimalción, el pretencioso liberto protagOl~sta de El Sntiricon de Peh'Ol~o -de cronología
neronjana o h'ajanea-, habría pagado por su recinto ftUlerario, de 100 pies in fronte por 200 in ngro, en una zona submbana de
segtUlda categoría (Pet:rOl~o, El Satiricon, 71).
A todos estos gastos se sumarían los derivados de legados testamentarios para ell11antel~mientode la tmnba, ritos COtUllemorativos u ofrendas periódicas (DtUlCanJones, 1974: 293 ss.).
'152
LA MUElnF I,N Lf\ HISI'ANIA l'OMAN". IDFOIDCiA y I'I!ÁCTICAS
En cuanto a la decoración, inmersos en las exigencias de las modas, y sobre todo teniendo en cuenta
el carácter estandarizado de gran cantidad de motivos, así como el deseo prevalen te de representación, es
muy posible que un buen número de turnbas fueran decoradas con criterios puramente convencionales,
más ornamentales y de prestigio que simbólicos. De tal forma, no es fácil precisar cuándo la elección de tales
lnotivos se habría realizado en plena consciencia de su significado, ni cuándo el comitente -o el propio
artista- reflejan un verdadero contenido ideológico. Por el contrario, y de manera muy especial en tiempos
plenamente imperiales, es tentador pensar que en muchos casos tanto unos como otros se limitaban a elegir
entre temas de repertorio, más o menos a la moda, de cuyo verdadero significado no siempre serían
plenamente conocedores (Pavolini, ] 986: 252-253).
La pietas: culto a los antepasados y ceremonias conmemorativas
Tras la suffitio de los familiares, a SLl vuelta del fLmeral, daba inicio un periodo de cerenlOnias
purificadoras (ferin denicnles) que se desarrollaban en casa del difunto (Ciceron, De leg. TI, 55); Y también en el
mismo día se celebraba junto a la tumba, en honor de aquél, un banquete fC!llebre (cena funeralis, si/icerniUlrt)
que se repetía otra vez a los nueve días (ceJln Jlovendinlis).
A partir de este momento, en la tumba se solía conmemorar el día del nacimiento y de la muerte del
difunto, determinadas solenmidades que podían ser recogidas específicamente en el testamento recordemos las disposiciones al respecto del Tes/mlleJllo del Lingón (CIL XIII, 5708; Remesal, 1995; Vaquerizo,
20OJ": 54-55)-, y fiestas de carácter comunitario; sin olvidar los numerosos juegos funerarios -atléticos,
escénicos, venatorios o gladiatorios- que, ofrecidos por los parientes de los fallecidos, o por propia donación
testamentaria de estos últimos, se comenzaron a celebrar en Roma desde al menos el 2° tercio del siglo III
a.e. Unos juegos de tradición remota griega, si bien en Ttalia se introducen a través de la Magna Grecia y
alcanzan grandísimo predicamento entre los Etruscos, manteniendo su carácter de homenaje a la memoria
de determinados difuntos casi hasta le época imperial (Prieur, 1991: 41 ss.).
Entre las celebraciones anuales de carácter periódico y colectivo destacaban los PnrcJltnlia57 , los
LelllU rin 5i\ y los Rosalin 59 . A tal efecto, [as tumbas podían ser dotadas de dispositivos especiales -básicamente,
para facilitar las prof/.lsioJlcs-, estancias diversas, pozos para asegw'ar su limpieza y el suministro de agua a
los ritos funerarios, y tric!iJlia para los banquetes6l1 dispuestos al interior, o, como en el caso de ls01a Sacra
(Calza, 1940; Pavolini, 1986: 248 ss.; Angelucci el ni. ] 990), a sendos lados de la entrada a la tLlmba, con lo
57
50
5'!
(,(1
Tenían lugar del B al 2'1 de febrero (Ovidio, ros/. 2,533 ss.). Eran fiestas dedicadas a los padres difuntos o a los amigos más
ín l'llll os.
Se celebraban del 9 al13 de mayo (Ovidio, Fool. 5,4'19 ss.). Incluían ritos destinados a aplacar a Lel/I/lreo y LOI1'oc, espíritus nocivos
en que se convertí,ln las almas solas o atormentadas, o aquellos difuntos que no habían sido sepultados conforme a los mínimos
ri tua les.
Ocupaban los meses de mayo y junio (Toynbee, 1993: 49 ss.), cuando en los países mediterráneos las rosas se encuentran en el
momento álgido de su floración. Eran fiestas no exclusivamente ligadas al ámbito funerario, pero que debían constituir una
ocasión particular para cubrir de rosas las tumbas y las estatuas-retrato de los difuntos.
En tumbas de muy diversos lugares del Imperio son frecuentes los hallazgos de restos animales -cerdos, carneros, cabritos,
corderos... -, en ocasiones reducidos a la mitad, simbolizando con ello su consumo compartido con los difuntos, ofrendas diversas
de líquidos o semilíquidos -fundamentalmente agua, leche, vino, aceite y miel-, o de frutos y semillas. Sin que falten caracoles,
ranas o S,lPOS, que eran introducidos en la tumba como símbolos de resurrección, por cuanto "esloo ol/illlolcs porecel/ I/lOrir el/ ololio
.ti resllrgirl.'ll prilllm 1em" (Prieur, 1991: 36 ss.).
En Córdoba, a pesar de las enormes limitaciones metodológicas que vienen caracterizando a las intervenciones arqueológicas en
terreno de necrópolis, conocemos los restos de uno o varios oilicel'llia recuperados junto a Jos recintos funerarios que anteceden a
Jos grandes monumentos circulares de la Puerta de Callegos (fragmen tos de ánforas, copas de cercímica call1paniense, huesos de
ovicápridos y suidos, cenizas y carbón vegetal), con una cronología remontable a la primera mitad del siglo 1 a.e. (Murillo y
Carrillo, '1999). En los demás ejemplos conocidos suelen repetirse los huesos de diversos animales domésticos, y, con cierta
frecuencia, nueces y aceitulléls; elementos todos que se repiten en ambiente funerario de otras ciudades de Hispania, como es el
caso de Valel/fio (Alapontef al. 1998: 38; Carcía F'rósper, Cuérin y Marl'í, 1999: 297).
153
LAS SOCIEDADES HISTÓRICAS PENINSULARES: EDAD ANTIGUA
que no sólo se estaba honrando al difunto, sino también haciendo ostentación de ello. Todo lo cual debía
originar un continuo trasiego que, unido a la alternancia de las tumbas con villae, ustrina, santuarios e
incluso tabernas o establecimientos de tipo similar, demuestra que por lo menos hasta los últimos siglos del
Imperio las necrópolis, y con ellas los monumentos funerarios que las componían se hallaban perfectamente
integrados en la vida pública de la ciudad; aun cuando pesara sobre ellos W1 cierto componente tabú que no
deja de resultar paradójico en una cultura que por lo general aceptó la muerte con serenidad y sin fatalismos
(Hesberg, 1994: 26 ss.).
En cuanto al luto, contamos con un texto de Lucio Anneo Séneca que señala un año para la mujer,
eximiendo del mismo al hombre (Seneca, Epist. 63,13; Cfr. Engels, 1998: Nota 6). No obstante, esta
manifestación pública del dolor por la pérdida de un ser querido varió en tiempo y forma en función del
momento histórico y la legislación imperante, así como del grado de parentesco o consanguinidad. Por lo
general, las familias nobles rendían culto a sus antepasados en la propia casa, dando cuenta de su pietas, en
forma de efigies o máscaras -imagines maiorum- que iban siendo incorporadas al larario familiar tras los
funerales de sus miembros más conspicuos, a cuyos Manes honraba el cabeza de familia en las celebraciones
privadas con ofrendas de vin0 61 , leche, mielo simplemente flores (Prieur, 1991: 35 ss.) (vid. al respecto lo
comentado más arriba sobre las ofrendas de huevos y gallináceas en domus y villae hispanas).
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A veces, lo que se oh-endaba no era el vino en sí, sino los racimos de uva. Es el caso de W1a tumba tardía (siglos IV-V) del área
de Los Bodegones, en ElI7erita Augusta, donde fueron inhumados sin ajuar una mujer y su hijo de algo más de un año. A sus
pies, directamente sobre el cuerpo o en algún recipiente que ha desaparecido, se depositaron antes de cerrar la fosa varios
racimos (de los que pudieron ser recuperadas 207 pepitas) que mezclan variedades cultivadas y silvestres (o en un estadio
muy primitivo de domesticación), casi con seguridad de forma intencionada. No hay que descartar que se h'ate ya de un
enterramiento cristiano, en el que la vid pudiera incorporar además un componente simbólico relacionado con la
resurrección y la comtmión de los Santos (Torres-Vila y Mosquera, 2004)
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