fe existencial y fe doctrinal

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LÉOPOLD MALEVEZ, S.I.
FE EXISTENCIAL Y FE DOCTRINAL
La fe que, según los Sinópticos, pide Jesús a enfermos y discípulos ofrece un doble
carácter existencial y persona muy acusado. Existencial, porque es raro que se
pretenda una profesión de fe nocional y doctrinal sobre la venida del Reino de Dios en
Jesús. Personal, ya que los enfermos no parecen reconocer explícitamente la
universalidad del ministerio de Jesús, más bien creen en el poder y ternura de Dios que
se ejerce en su provecho por medio de Jesús. Pero con Pablo aparece en la historia de
la teología cristiana una concepción de la fe de carácter universal y doctrinal muy
subrayado. Frente a este progreso, ¿puede darnos alguna lección la concepción
existencial y personal de la fe de los Sinópticos?
Foi existentielle et foi doctrinale, Nouvelle Revue Théologique 90 (1968) 137-154 1
LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS
La fe en los relatos de milagros de curación
1) Jesús cura a un paralítico (Mt 9,1-8; Mc 2,1-12; Le 5,17-26)
Aunque existan algunas diferencias entre las tres narraciones, éstas son mínimas cuando
se trata de narrar lo que hizo y dijo Jesús; lo cual es una prueba del gran valor que
concedía la tradición oral a las palabras y gestos de Jesús. Jesús ve su fe: esta expresión
describe los esfuerzos extraordinarios para llegar a Jesús de los que llevan al paralítico:
bajan al enfermo por una abertura practicada en el tejado. Su fe: la del enfermo y la de
quienes lo llevan; fe que no es una abertura estrictamente individual a la acción de
Jesús, sino más bien un clima social, la espera común de un auxilio. Se trata de la
esperanza en un auxilio absolutamente preciso que se deriva de la presencia de Jesús
entre ellos; se trata de su situación concreta. Esta fe tan claramente determinada en su
objeto es la que anima a Jesús disponiéndole a recompensarla con la curación y
previamente con el perdón. Comunicando primero el perdón sobrepasa la expectación
de su fe. Jesús da el primer lugar a lo que es esencial y asiste al enfermo en su miseria
más profunda, ya que los judíos veían en la enfermedad al menos el signo, si no ya la
prueba, del pecado individual. Lo que importa subrayar es que, tanto bajo la forma del
perdón como de la curación, Jesús da al paralítico un auxilio personal y actual en razón
de una fe que confesaba esencialmente la posibilidad de esa curación.
2) Jesús cura a la hemorroísa (Mt 9, 20-22; Mc 5, 25-34; Lc 8, 42-49)
Aunque a partir del gesto de la enferma se pueda pensar en una especie de magia
popular, esto no impide que su manera de expresar la fe sea auténtica y le lleve
verdaderamente a Jesús, quien ve a la criatura torturada que ha renunciado a toda
pretensión, y la cura. Aunque los tres Sinópticos no coincidan en la sucesión
cronológica entre las palabras de Jesús y la curación efectiva, la fórmula "tu fe te ha
salvado" tiene en los tres el mismo sentido. No se puede aceptar la interpretación
psicológica: es tu fe, por su propia virtud, lo que te ha salvado; sino: tu fe, como
confesión de tu impotencia y mi poder, me ha agradado y te concedo la curación. La
hemorroísa no ha sido curada ni por sólo su fe, ni por haber tocado el vestido de Jesús,
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sino que ha sido sanada y salvada por la palabra de Jesús. Pero ha sido necesario que su
fe se concretase hasta ser la fe en el ejercicio del poder de Jesús en provecho de su
pobreza. No se trata, por tanto, de una adhesión intelectual a la bondad y al poder de
Dios en general, sino la certeza de que este poder obra en Jesús y que puede serle
aplicado concretamente a ella, que vive en tan profunda miseria personal.
3) La resurrección de la hija de Jairo (Mt 9, 18-26; Mc 5, 2143. Lc 8, 40-56)
En la invitación de Jesús a Jairo "no temas, ten fe solamente", lo que se le pide a Jairo
es creer firmemente que Jesús puede y quiere actualizar, en su favor, su omnipotencia.
Y aunque se pueda pensar que en ese creer está implicada la fe en el poder universal de
Jesús, esta amplitud de la fe no está expresamente formulada por Jesús, que parece no
contentarse con una fe que permanezca indeterminada: la fe de Jairo debe llegar a
confesar explícitamente la certeza del poder de Jesús en su caso particular.
4) La curación de los dos ciegos (Mt 9, 27-31)
"Y al llegar a casa se le acercaron dos ciegos, y Jesús les dice: ¿creéis que puedo hacer
eso? Le dicen: sí, Señor. Entonces les tocó los ojos diciendo: hágase en vosotros según
vuestra fe. Y se abrieron sus ojos." Aparece claro que la curación es la respuesta de
Jesús a su fe. Jesús no les pide que confiesen su mesianidad, ni su trascendencia divina,
ni su poder general sobre el pecado y la enfermedad, sino que les pregunta "¿creéis que
yo os puedo ayudar en vuestra enfermedad actual?". Y por haber dado al objeto de su fe
este carácter concreto los ciegos merecen la eficaz compasión de Jesús.
5) La curación del niño epiléptico (Mt 17, 14-21; Mc 9, 14-29; Lc 9, 37-43)
Pasando por alto las diferencias redaccionales del relato en cada uno de los Sinópticos,
es claro que Jesús se lamenta, con una violencia y un lirismo extraordinarios, de la falta
de fe en los hombres en general, en el padre del niño y en los discípulos. Jesús reprocha
a esta generación incrédula y perversa su rechazo o su incapacidad de creer en Aquel
que salva por medio de Jesús. Pero hay que ver claramente sobre qué cae el reproche:
Jesús no les imputa una duda respecto a la existencia de Dios, ni respecto a su bondad
en general, sino sobre el ejercicio actual de esa bondad en la persona de Jesús. Lo que
les falta a todos - hombres, discípulos, padre- es una fe vivida, concreta, cuya traducción
inmediata sería: tú, Jesús, has recibido de Dios el poder de ayudamos y curar a este
niño. Sin duda que en esta fe concreta está contenida la confianza en el poder de Jesús
sobre todas las circunstancias difíciles, así como en el poder universal de Dios cuya
manifestación es todo el ministerio de Cristo; pero Jesús no pide la expresión de esta fe
general, aunque por otra parte espera que su fe llegue hasta confesar el ejercicio del
poder de Dios, a través de su acción histórica, en favor de los que se dirigen ahora a Él.
6) Otras curaciones
Los Sinópticos relatan otras muchas curaciones de Jesús en los diversos sumarios de su
actividad pública. Por ejemplo, en Mt 14, 3536: "y los hombres de aquel lugar, apenas
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le reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella comarca y trajeron donde Él
estaba a todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera la orla de su manto; y cuantos la
tocaban quedaban curados". Estos breves resúmenes nos hablan también de la fe. Se da
un diálogo de Jesús con los enfermos o con los que los llevan: ale pedían tocar siquiera
la orla de su manto". Debemos pensar que en esta petición se expresaba una fe
concreta en cuanto a su objeto: la aplicación del poder de Jesús a su caso personal.
¿Creían acaso estos enfermos en una misión universal de Jesús más allá de las
fronteras de Israel? Sin suda que su fe tan sólo veía en Él a un profeta resucitado por
Dios en favor de su pueblo elegido. Fe, por tanto, muy imperfecta respecto a la fe
cristiana universal que consideramos hoy como normativa. Y, con todo, es a esta fe a la
que responde el poder de Jesús, como si el carácter concreto de la fe - con tal que fuese
firme- importase más a sus ojos que su carácter universal.
La fe en los relatos de milagros de la naturaleza
Este tipo de milagros tiene la misma intención que los anteriormente estudiados: por
una parte se trata de manifestar la autoridad soberana de Jesús, por otra, el efecto
buscado por Jesús es del mismo orden escatológico y forma parte -al menos
simbólicamente- de las realizaciones de la salvación.
1) El relato de la tempestad calmada (Mt 8, 23-27; Mc 4, 3541; Lc 8, 22-25)
Mateo habla de la tempestad como de un terremoto (seismós) para subrayar el carácter
catastrófico de la situación. Se da aquí una analogía con los relatos de curación donde
los enfermos se encuentran en una situación humanamente desesperada, como la
hemorroísa "que había sufrido mucho, con muchos médicos, y había gastado todos sus
bienes sin provecho alguno, yendo de mal en peor" (Mc 5, 26). En la tempestad los
discípulos se consideran también humanamente perdidos: "¡Señor, sálvanos, que
perecemos!" En este recurrir a Jesús podemos ver la expresión de cierta fe en Él, pero
demasiado débil como para suprimir toda la angustia de la situación, y que es
considerada por Jesús como insuficiente: "¿par qué tenéis tanto miedo, hombres de poca
fe?". La censura de Jesús no se refiere, ni expresa ni directamente, a la ausencia de una
fe general y abstracta en la autoridad del Maestro -fe que, en razón de su
indeterminación, no los comprometería existenc ialmente - sino en la falta de confianza
en Él en esta circunstancia concreta del naufragio que les amenaza. Como si Jesús
pensara: es relativamente fácil confesar, en abstracto, mi soberana autoridad, es más
difícil admitir que os asiste aquí y ahora en esta situación humanamente desesperada.
2) Jesús y Pedro caminan sobre las aguas del lago de Genesaret (Mt 14, 22-33; Mc 6,
45-52; Jn 6, 15-21)
La idea dominante de esta perícopa no es el peligro en que se encuentran los discípulos.
Mateo, al menos, centra el relato sobre la persona de Cristo, en la que los discípulos
deben descubrir y reconocer, de nuevo, su autoridad soberana. Reconocimiento que se
lleva a cabo en el esfuerzo y la duda. Mateo ilustra la condición del discípulo de Cristo
dividido entre el temor o el terror y la fe, una fe que permanece amenazada por las
aguas de la duda. Sus versículos propios (vv 28-31) describen en Pedro al discípulo-tipo
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tanto en su amor por Jesús como en la insuficiencia de su fe; la fe desfallece tan pronto
como se confía abstractamente en el poder de Jesús en lugar de hacerlo en el momento
del peligro concreto que amenaza.
3) La maldición de la higuera (Mt 21, 18-22; Mc 11, 20-25)
En las narraciones anteriores hemos visto que Jesús pone su poder al servicio de la
situación concreta de unas personas; en sus obras de vida se puede ver la expresión
simbólica de la fe de la comunidad cristiana en la resurrección a través de la muerte. Por
eso nuestra sorpresa es grande cuando leemos el relato de la maldición de la higuera, en
la que el poder de Jesús lleva a cabo una obra de muerte. Pero quizá desaparezca
nuestro asombro si centramos la atención en el simbolismo particular de este episodio:
la condenación de la higuera está íntimamente ligada al conflicto mortal que enfrenta a
Jesús con los jefes del pueblo en el templo. La condenación de la higuera es una imagen
de la condenación traída por el Mesías contra el pueblo en la persona de sus jefes; este
pueblo, a distancia -como cuando se ve el templo viniendo de Betania-, parece tan sano
como una higuera cuyas hojas brillan al sol; pero, de hecho, no lleva el fruto que su
propietario tiene derecho a esperar. La intención de los evangelistas sería, por tanto,
expresar aquí simbólicamente la esterilidad espiritual de aquellos a quienes Dios ha
elegido. Dicho esto, lo que nos interesa son las palabras de Jesús sobre la fe y su poder
en la oración: "todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis" (Mt 21, 22). ¿De
qué fe se puede tratar en estas palabras?, ¿de una fe que confiese en general la
mesianidad de Jesús e incluso su omnipotencia? No parece que sea así. Hace falta que el
que pide tenga fe en la obtención del objeto determinado de su oración "...quítate y
arrójate al mar...". Con esta condición es como lo obtendrá: no se trata de que la oración
de la fe origine automáticamente el ser escuchada, sino que merecerá, por la firmeza de
su creencia, la intervención soberana de Dios.
Recapitulemos los rasgos característicos de la teología de la fe en los Sinópticos: la
Palabra de Dios, última y definitiva, nos es dirigida por Dios en Jesús; se trata de una
palabra de salvación que quiere abarcar al hombre entero, en cuerpo y alma; pero Dios
no quiere salvarnos sin nuestro consentimiento, porque respeta en nosotros a la criatura
libre e inteligente; hace falta -por tanto- que acojamos su Palabra. Este "acoger" -que es
también un don de su libre gracia- es precisamente la fe: fe que sobrepasa las
pusilanimidades humanas, que confiesa la impotencia del hombre para salvarse por sí
mismo y que proclama la salvación únicamente en la autoridad de Jesús. Creer es no
fundarse ya más en sí mismo, para no apoyarse más que en Dios.
Así la fe es presentada, ante todo, como condición de salvación. Pero lo que hemos
intentado subrayar expresamente es que, en el llamamiento de Jesús a la fe, la Palabra
de Dios no es tan sólo una verdad abstracta y universal a la. que se nos exige responder,
sino que la fe es puesta en relación por Jesús mismo con la situación humana presente.
Y por más que esta fe que Jesús espera envuelve el reconocimiento general -aunque no
explícito- de su autoridad soberana y de la omnipotencia y benevolencia del Padre, con
todo, raramente pide Jesús la fe bajo la forma de una confesión doctrinal. Provoca más
bien una fe concretizada; quiere que la fe, como adhesión de la inteligencia al misterio
de la salvación y al Reino presente en él, pruebe de alguna manera su autenticidad por
una determinación rigurosa de su objeto: "¿crees que puedo hacer esto...?".
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LA TEOLOGÍA DE LA FE SEGÚN PABLO
La teología cristiana posterior ha explicitado el carácter doctrinal a la vez que universal
de la fe. Ya en Pablo aparece claramente este doble carácter.
Escribiendo a los Tesalonicenses se expresa así sobre el objeto de la fe: "ellos mismos
(los de Macedonia y Acaya) cuentan de nosotros cuál fue nuestra entrada a vosotros, y
cómo os convertisteis a Dios, tras haber abandonado los ídolos, para servir al Dios vivo
y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó
de entre los muertos y que nos salva de la cólera venidera" (1 Tes 1, 9-10). La
predicación de Pablo implicaba un doble objeto que debía regir la fe de los cristianos:
una afirmación de absoluto monoteísmo - heredado del judaísmo y en oposición al
monoteísmo pagano- y una cristología que insistía sobre la vuelta de Cristo resucitado.
Y esto de tal manera que en la confesión de la cristología se expresase también la fe en
la comunicación por Jesús de su gloria divina: "para esto os ha llamado (Dios) por
medio de nuestro evangelio, para que consigáis la gloria de nuestro Señor Jesucristo" (2
Tes 2, 14).
Aparece también en 1 Cor 15, 1-5; Rom 10, 9-10; Ef 1, 19-2, 6; Col 2, 12-13... que el
objeto de la fe, en Pablo, recibe explícitamente una expresión general distinta de la que
hemos encontrado en los Sinópticos. Con todo no podemos olvidar que Pablo apoya
también la fe en una cierta experiencia de profunda miseria personal. Ahí está para
probarlo la teología de la justificación por la sola fe sin las obras de la Ley (Gál 2, 16;
Rom 3, 2628). En esta teología se expresa muy claramente la voluntad de condenar al
que pretenda conseguir su destino sobrenatural con sus propias fuerzas: la justicia no se
conquista; se recibe como un don. El acto de fe excluye toda autosuficiencia, pues el
hombre afirma en él explícitamente su radical insuficiencia. No hay para Pablo fe
auténtica sin la confesión, al menos implícita, de nuestra total impotencia; así somos
llevados a la experiencia de nuestra miseria. Toda invocación dirigida a la riqueza de
Dios implica, por parte del creyente, una toma de conciencia de su pobreza.
Aunque así se acerque a la fe de los Sinópticos, queda claro que Pablo no refiere la fe a
un infortunio tan particularizado (enfermedad, muerte, maremoto...). Para él la profunda
miseria que la fe debe sobrepasar es la que alcanza a todos los hombres por igual: su
impotencia común para hallar en sí mismos el principio de su salvación.
FE EXISTENCIAL Y FE GENERAL EN PRIORIDAD RELATIVA
No hay duda de que la fe general es superior, bajo más de un aspecto, a la simple fe
personal de aquellos en cuyo favor se obran los milagros en los Sinópticos. Para el
cristiano, la fe hoy es, esencialmente, la afirmación de la voluntad salvífica universal
revelada en Jesucristo: sólo Dios nos puede y quiere salvar efectivamente en la muerte y
resurrección de Jesús. Esta fe es universal por su término: la voluntad divina no excluye
a nadie de la salvación. Es también una fe doctrinal: la Revelación propone a nuestra
adhesión un acontecimiento: la muerte y resurrección del Salvador. Es fácil ver que la
fe, así comprendida, arranca de la fe de aquellos en cuyo favor se realizan los milagros
narrados en los Sinópticos.
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Por parte del sujeto: la fe de aquellos hombres, prescindiendo de su solidez, no procedía
exactamente del mismo principio que inspira nuestra fe hoy después de la resurrección
de Jesús y de la efusión plena del Espíritu: "porque aún no había Espíritu, pues todavía
Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39).
Por parte del objeto: el beneficiario del poder taumatúrgico de Jesús podía muy bien
confesar que, a través de Jesús, Dios llevaba a cabo una obra de vida; pero su fe no
llegaba a discernir el poder divino resucitarte, pues ignoraba que este poder obraría en
favor del mismo Jesús y que en la resurrección de Jesús se implicaba la promesa de su
propia resurrección.
Además, esta fe era todavía imperfecta por la excesiva limitación de su término: el
favorecido con el milagro podría, quizá, presentir confusamente el alcance universal del
ministerio de Jesús; pero parece cierto que no lo reconocía explícitamente.
Sin embargo, la voluntad salvífica de Dios sobre mí en el estado actual, me es revelada
sólo en la revelación de la voluntad salvífica universal: Dios quiere salvar a todos los
hombres; por tanto también me quiere salvar a mí. Confesando expresamente que Dios
quiere la salvación de todos los hombres reconozco en él un amor universal. En esta
confesión mi fe alcanza, en su objeto, un carácter que no alcanzaba la fe demasiado
singularizada de aquellos en cuyo beneficio se hacía el milagro. En la fe general y
solamente en ella profeso que mi salvación se inscribe en una salvación eclesial: Dios
me salva como miembro de un Todo, de un Todo que es la Iglesia, el Cuerpo místico de
Jesucristo. Y esta inserción de mi salvación, esperada en la gran salvación de los
hermanos de Cristo, le confiere una cualificación que no tendría sin ella. Sin embargo,
la fe particular, que exigen los milagros de los Sinópticos, o aquella en la cual yo me
limitase a invocar la bondad de Dios sobre mí, no aspira a esta grandeza específica.
únicamente la fe general, afirmando la salvación de todos los elegidos en la comunión
de un único Reino, logra designarla.
Fe y experiencia de nuestra impotencia
Si tales son las limitaciones de la fe personal en los Sinópticos, ¿merece, con todo,
atraer sobre sí la reflexión del cristiano?
Dirijamos nuestra atención hacia una característica de la fe universal y doctrinal que
hasta ahora casi no hemos señalado. Esta fe no es tan exclusivamente doctrinal que no
se apoye -para sobrepasarla- sobre una experiencia: la impotencia del hombre. No se
puede negar que, antecedentemente a la fe o independientemente de ella, tenemos
experiencia de nuestra profunda miseria incalificable -nos conocemos en nuestros
desgarramientos interiores con nosotros mismos y con nuestros hermanos los hombrese incluso ignoramos una profunda enfermedad de nuestro corazón. Existe en cada uno
de nosotros el embargo vivido de una pobreza congénita. Hace falta que tomemos, por
nosotros mismos, una oscura y -a la vez- viva conciencia de esta pobreza tan inserta en
nuestra existencia hasta que veamos en ella, a la luz de la audición de la Palabra, un
existencial de nuestra condición humana concreta. Pues bien, esta pre-comprensión
anterior condiciona precisamente la posibilidad de nuestra fe doctrinal e incluso entra en
su constitución íntima. En realidad, ¿qué es creer, sino hacer esta profesión: a pesar de
nuestra profunda miseria, y a pesar de la desesperación que entraña, hay con todo
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posibilidad de salvación sólo en Dios, en su omnipotencia y en su ternura? Digamos
todavía más: creer es, esencialmente, triunfar sobre una miseria experimentada y una
desesperación inminente, la proclamació n del poder y de la bondad de Dios. Así, la fe
doctrinal no adquiere autenticidad sino sobre la base de una experiencia de profunda
miseria de la que salimos victoriosos. Sin la percepción, al menos confusa, de la
pobreza humana, el credo en los labios de un cristiano - incluso nocionalmente
comprendido- no le uniría verdaderamente a Dios: sería una recitación sólo verbal,
semejante a la lección de historia que repite, con toda indiferencia, un alumno.
Fe existencial
A la luz de esta indicación nos será posible discernir una superioridad apreciable de la
fe de los Sinópticos. La profunda miseria de que acabamos de hablar es un fenómeno
común y universal presente ya en el corazón del niño. Pero los personajes evangélicos
que se benefician de un milagro añaden una profunda miseria que les es propia: tienen
experiencia de la enfermedad, del dolor, y algunas veces son pecadores en el sentido
propio de la palabra. Se podría ver ahí tan sólo una acentuación contingente, una especie
de momento fuerte de la profunda miseria humana universal. Pero siempre permanece
algo que los distingue suficientemente, con una vivacidad absolutamente singular, de la
miseria de la condición humana. Algo que, en su particularidad, puede aparecer
humanamente sin salvación, como en el caso de la hemorroísa. Existe en ellos algo más
que la experiencia de una profunda miseria común a todos. Son los que por su larga
experiencia de la miseria económica y social han aprendido a contar sólo con la
salvación de Dios. Esta condición humana, material a la vez que espiritual, ya la
conocía el AT. Son los pobres, los anawim, los que no tienen nada que decir ni esperar
de la sociedad. Son pobres ante su espíritu, es decir, en lo más profundo y concreto de
su condición, ante los hombres y ante Dios: "Yahvé está cerca de los que tienen roto el
corazón; Él salva a los espíritus hundidos" (Sal 34, 19). Notémoslo bien este infortunio
que les es propio no les sirve, por sí mismo, de ningún auxilio espiritual; la situación o
la enfermedad de que son víctimas agrava todavía más la experiencia de profunda
miseria común que empuja al hombre a la desesperación. Lejos de encontrar en sí
mismos el impulso gozoso de la vida, estos desgraciados están tentados de sumergirse
en los abismos de la tristeza. Y con todo, ¡creen en Jesús y manifiestan a gritos su
confianza de ser curados por Él! Así la gracia de la fe, que les dispensa el Espíritu,
triunfa en ellos no solamente sobre la profunda miseria común, sino también sobre su
infortunio personal. Reconocemos en esta fe una mayor autenticidad, pues para triunfar
se apoya en una experiencia de miseria más dolorosa que la de los demás hombres;
proclama que Dios puede salvarles milagrosamente por Jesucristo incluso de sus males
personales; manifiesta en esta victoria una entrega más total de si mismos a Dios, y
lleva a cabo una adhesión más cierta a su poder y a su ternura. Se comprende que esta fe
haya suscitado, en algunas ocasiones, la admiración de Jesús.
Pero todavía hay que considerar otro punto: a veces son necesarias profundas miserias
individuales para que permanezca. en nosotros la conciencia de la profunda miseria
común. El hombre se inclina a disimular ante sí mismo su angustia existencial. Al
querer adormecer su "preocupación", tarde o temprano se expone a negar su impotencia;
buscará entonces salvarse por sí mismo y asegurar su felicidad apoyándose sobre los
medios tangibles que le ofrece el "mundo", confiando en su propia habilidad. Es en esta
suficiencia - la Escritura la llama kaújèsis- donde le parece que puede pasarse sin Dios.
LÉOPOLD MALEVEZ, S.I.
A menudo podremos ser providencialmente prevenidos contra este peligro por la
irrupción, o por la lenta aparición insidiosa, de una miseria propia y particular o de
aquellos que nos son queridos, que obrará como una especie de catalizador de la
profunda miseria común. Si nunca tenemos experiencia de la debilidad o de la
enfermedad, si siempre encontramos en nosotros o entre los que nos son familiares seres
humanamente llenos, es de temer que poco a poco vayamos perdiendo la conciencia de
la existencia desgraciada. Esas pruebas reavivan y salvaguardan la posibilidad de
nuestra fe y de su autenticidad mínima.
Afirmar absolutamente y sin distinción que debamos desear las desgracias personales
cuando no las tenemos, sería ciertamente erróneo, pero, por otra parte, ¿no ha librado
Jesús a aquellas personas precisamente de estos males, como respuesta a su fe en Él? En
la medida en que el cristiano permanece unido con Dios y se esfuerza por vivir en su
presencia, tiene menos necesidad de pruebas personales para proteger la conciencia de
su radical insuficiencia. Pero si se dispersa y se "divierte" -tomando la palabra en su
sentido pascaliano - en la inautenticidad del mundo, una adversidad eventual le podrá
ser positivamente saludable. Por otra parte, es cierto que el mal que nos hiere es
siempre, de por sí, ambiguo; y en lugar de encontrar en él una ayuda, el cristiano puede
ceder a la tentación de la desesperación. Pero eso significaría haber rechazado la gracia
divina, precisamente la gracia de la fe, ofrecida siempre en proporción a los males que
hemos de soportar.
En conclusión, por imperfecta que sea, bajo muchos aspectos, la fe de aquellos hombres
que han experimentado los milagros en el evangelio, es siempre rica en enseñanzas para
nosotros: nos ayuda a reconciliamos doblemente con nuestras eventuales pruebas
personales: por una parte se nos muestra que con ellas se nos da la posibilidad de una fe
más robusta, y por otra, queda resguardada la condición de la fe auténtica mínima.
La fe de María
Nos queda aún por descartar una objeción que se podría hacer a partir de la fe de María.
Es claro que Lucas ha querido presentarnos en María -por oposición a Zacarías- el
ejemplo mismo de la fe más fuerte y verdadera: "feliz la que ha creído..." (Lc 1, 45). En
esta fe parece que no entra bajo ningún aspecto ni la conciencia de la profunda miseria
personal, ni la de la profunda miseria común a todos los hombres.
Observemos, en primer lugar, que la fe de María se lleva a cabo en dos actos bien
distintos. Hay en ella una forma de fe idéntica a la nuestra: aquella por la cual cree en la
venida del Reino de Dios por Jesús. Pero también se da en ella otra fe que le es
absolutamente propia: aquella en la que acoge la revelación de este acontecimiento
"imposible": la conjunción de su misión de Madre del Salvador con su consagración
virginal. Sería un error pensar que en el doble ejercicio de su fe, María se veía libre de
toda experiencia de impotencia. Es cierto que no experimentó la enfermedad espiritual
que en nosotros procede del pecado. Pero esto no quiere decir que María no conociera la
incapacidad total de la humanidad para salvarse por sí misma; y palpa su impotencia
radical para hacer compatibles maternidad y consagración virginal. Sin duda en razón
de esta doble experiencia Lucas no duda en colocarla entre los "pobres" (Lc l, 48).
Además, por total que haya sido el abandono de su "hágase" inicial, hemos de pensar
que su fe permanecía abierta a un progreso. Una prueba personal inmensamente
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dolorosa iba a atravesar muy pronto a María con la pasión de su Hijo. Por remitirse a
Dios, al pie de la cruz, la fe de María se ha convertido en el tipo perfecto de la fe de
todos los cristianos.
Notas:
1
Este artículo ha sido incluido en el volumen del mismo autor de Museum Lessianum:
«Pour une théologie de la foi», Paris-Bruges (1969) 103-131.
Tradujo y condensó: CARLOS MARÍA SANCHO
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