Jorge Schvarzer

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De la Universidad pública a la sociedad argentina
El PLAN FÉNIX en vísperas del Segundo Centenario
Una estrategia nacional de desarrollo con equidad
2 al 5 de agosto de 2005
Acto de apertura
Jorge Schvarzer*
Como ustedes saben el Plan Fénix propone básicamente una política de desarrollo
con equidad social y propone una política de desarrollo porque, si no crece la
economía argentina, si no aumenta la torta, si no aumenta la riqueza generada en este
país, los problemas de la Argentina van a seguir siendo muy graves y muy difíciles de
resolver. Pero además, porque cree que el desarrollo no puede darse por sí solo
propone una política a tal efecto y, al mismo tiempo, una dirigida a lograr la equidad
social; este segundo objetivo resulta esencial porque deben repartirse los frutos de
desarrollo, y una política de desarrollo no es tal si al mismo tiempo no logra incorporar
a toda la sociedad a los frutos de ese progreso técnico. En este programa la idea de
desarrollo como una idea fuerza y la idea de la equidad como una segunda idea
fuerza, son dos elementos inseparables que forman parte fundamental del Plan Fénix.
Al mismo tiempo, cuando el Plan Fénix propone estos objetivos, propone un cambio en
la economía argentina, propone un cambio de orientación; se trata, en definitiva, de
construir una Argentina distinta a la que de alguna manera se estuvo construyendo,
perfilando o definiendo en estos últimos años. El Plan propone hacerlo de manera
conciente, propone hacerlo como una política clara de parte de las autoridades, y
apoyada por la sociedad, y esto es, me parece, el gran debate que nos debemos.
Debemos señalar que hay voces que dicen lo contrario en la Argentina, que hay
políticas que han hecho lo contrario en la Argentina de lo que se propone en el Plan y
que hay ciertas experiencias nacionales, o una relectura de las experiencias
nacionales de la Argentina, que plantean o dicen cosas diferentes de las que se
proponen desde el Plan Fénix. Por esa causa, se podría comenzar a plantear muy
sintéticamente, de manera muy rápida dado el tiempo que tenemos, que en la
Argentina hubo experiencias y modelos económicos (yo no me atrevería a llamarlos
modelos de desarrollo), en el país que tuvieron mucha fuerza y mucha duración, que
marcaron las características de la economía argentina -que siguen teniendo
importancia en la actualidad- que tendríamos que mirar y recordar, aunque sea muy
brevemente, para poder pensar qué significa lo que estamos proponiendo con el Plan
Fénix.
Básicamente, se puede decir que en la historia argentina aparecen tres modelos de
funcionamiento que se sucedieron históricamente con elementos muy claros de cómo
actuaban en la economía nacional. El primero, que nació prácticamente desde antes
de que naciera la propia sociedad argentina que duró todo el siglo XIX, y en realidad
llegó hasta 1930, es ese que hemos llamado y conocemos tradicionalmente como la
economía primaria exportadora. Se trataba de una economía basada
fundamentalmente sobre la riqueza natural argentina y la riqueza natural de la pampa,
una región donde los ganados se reproducían solos, donde las cosechas de trigo que
vinieron después tenían rendimientos espectaculares respecto de los rendimientos que
había en Europa o aun respecto de los rendimientos que había en países nuevos
como Estados Unidos o Canadá. Esa fertilidad natural contribuyó a crear una
economía extractiva y una economía de cosecha en la que los hombres recolectaban
los frutos de la riqueza natural que ofrecía la tierra aprovechando las enormes ventajas
de precios que tenían esos productos cuando se colocaban en Europa. Conviene
insistir en que durante la primera parte del siglo XIX, las vacas no se criaban, se
*
Secretario de Investigación y Doctorado, Facultad de Ciencias Económicas, UBA
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cazaban, y además eran animales tan conservadores y tan poco agresivos que era
muy fácil cazar ese ganado que se reproducía por sí solo.
El esfuerzo humano se dirigió después a cambiar esas razas silvestres por otras
traídas de Gran Bretaña, que bastaba con desembarcar en la pampa para que se
asentaran casi naturalmente; como se dijo alguna vez, si las vacas hubieran tenido las
nociones religiosas de los seres humanos al llegar a la pampa hubieran dicho:
“llegamos al paraíso, a la tierra ideal, acá podemos reproducirnos solas con muy poco
esfuerzo humano”.
La conclusión decisiva, y no siempre consensuada, es que la Argentina era rica más
que por el trabajo de sus hijos, más que por el esfuerzo de nuestros antecesores, por
las ventajas ofrecidas por su riqueza natural. El resultado era muy parecido a lo que
son hoy los países petroleros; a nadie se le ocurre decir que Arabia Saudita es rica por
el efecto de una democracia constitucional o una política institucional real, puesto que
más bien es una monarquía con enormes problemas institucionales; a nadie se le
ocurre que Quatar o Kuwait o alguno de los países de esa zona del Golfo Pérsico son
ricos porque tienen instituciones fuertes, mercados elaborados, instrumentos de
justicia. Ellos son ricos porque tienen mucho petróleo y muy poca gente viviendo arriba
de su suelo, de manera tal que la distribución de la riqueza generada por esas masas
de petróleo que extraen, dividida entre muy poca gente, arroja altísimos ingresos per
cápita, más allá de las lógicas del mercado, las lógicas políticas y las lógicas
institucionales, y esto ocurrió en la Argentina, sobre todo en ese enorme período de
auge.
Eso es lo que pasó en nuestra Argentina, durante la consolidación del modelo de
1880 a 1930; tenía poca población junto con una enorme producción agrícola que
requería muy poca gente para explotar esa riqueza de modo que daba ingresos per
cápita que eran altísimos, en términos del panorama internacional. La Argentina era el
cuarto o quinto país en el mundo (según el año que se tome y cómo se mire), en
términos de ingreso per cápita.
En los años ‘20, la Argentina era más rica en términos de ingreso per cápita, no sólo
que Italia y España -a quienes superamos ampliamente- sino que era más rica que
Francia y Alemania, y estaba apenas debajo de Gran Bretaña o de Estados Unidos.
Esa fertilidad de la pampa generó una conciencia social que, como dijo alguna vez
José Hernández, el autor del Martín Fierro, podemos demostrarle al mundo que no
hace falta tener fábricas para ser rico, porque con nuestra industria ganadera (nótese
que llamaba industria a una actividad extractiva y natural), podemos ser tan ricos como
los más ricos que están en el mundo, y gracias a ello podemos importar todos los
bienes que se ofrecen en la tierra porque generamos riquezas y divisas suficientes
para comprarlos. La idea de que teníamos una sociedad rica, que en realidad está
basada, aunque fuera de modo inconsciente, sobre la riqueza de un recurso natural,
bastaba para distorsionar la conciencia nacional. En definitiva, esa situación generó
primero una imagen de país rico que todavía sigue recordándose melancólicamente en
el país, todavía algunos sectores sociales argentinos dicen: si volviéramos a hacer lo
que hacíamos en los años veinte, seríamos tan ricos como entonces.
¿Acaso, ellos ignoran que se acabó la riqueza comparativa de la pampa, porque la
tecnología aplicada en otros países permite ahora rendimientos agrícolas muy
superiores a los que había antes y ha disminuido la ventaja comparativa de la
Argentina?. Ignoran, además, que los precios internacionales de principios del siglo XX
eran mucho más altos que los actuales y permitían generar riquezas que hoy ya no se
consiguen con las cotizaciones de comienzos del siglo XXI; ignoran que la Argentina
tenía 10 millones de habitantes a principio de siglo y hoy tiene 40 de modo que el
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reparto de la misma riqueza entre 40 millones arroja valores muy inferiores a los que
arrojaría la distribución de esa misma riqueza entre 10 millones.
Lo esencial consiste en que esa sensación de riqueza hizo que los sectores dirigentes
en la Argentina no pensaran en un relevo productivo para el futuro, en el desarrollo
industrial, porque eso era para otros países que podían hacerlo y no para la Argentina;
no pensaran en inversiones productivas que fueran modificando el carácter de la
economía del país. Esas falencias no se debían a que no hubiera dinero para llevar a
cabo otra política; había mucha riqueza, se podían construir los palacios que tenemos
todavía en exhibición en Buenos Aires, se podía construir el palacio del Correo, el
teatro Colón y los palacios privados, porque había muchos recursos locales que se
gastaban en lujo y en ostentación pero no en inversiones productivas.
Es preciso reconocer que no todo se gastó mal. Es cierto que los dirigentes de aquella
época cumplieron el legado sarmientino de forjar un sistema educativo que fue uno de
los mejores de América latina y uno de los mejores del mundo en su momento, que
permitió integrar a muchos de los inmigrantes que llegaron a este país, pero no
lograron encontrar una salida productiva para cuando en la Argentina se acabara el
éxito de la pampa fácil. Y esto último ocurrió a fines de la década de los ‘20 por dos
razones. La primera es que la Argentina había terminado de ocupar la pampa y la
producción pampeana ya no crecería mientras se siguiera con las rutinas tecnológicas
de la época; el país no hubiera crecido después de mediados de la década de los ‘20
porque ya su capacidad productiva pampeana estaba agotada, aunque el fenómeno
no era visible para los contemporáneos. La segunda consiste en que el mundo -Gran
Bretaña en particular- dejó de comprar los productos argentinos con la crisis de los ‘30.
En otras palabras, hubo un problema de oferta que fue poco visualizado, sumado a un
problema de demanda desde el mercado mundial que fue sentido como una enorme
crisis en la Argentina, un enorme sacudón en un país que esperaba que iba a seguir
siempre haciendo lo mismo, porque era exitoso, y que tenía ahora que encontrar un
nuevo camino para su supervivencia.
En esa ocasión comenzó a instalarse el segundo modelo de funcionamiento histórico
de la economía argentina, no se trató de un proyecto generado por una política
consciente, no fue avanzando por una vocación clara de los dirigentes argentinos, sino
que surgió como una respuesta casi espontánea frente a la necesidad que se
expresaba en el bloqueo de la economía argentina por la imposibilidad de importar.
Fue así que comenzaron a aparecer industrias, porque el mercado interno demandaba
esos bienes; porque no se podía importar mientras que empezaron a aparecer quienes
tenían el conocimiento, la capacidad o el deseo de ensayar la producción industrial, y
lentamente, quizás demasiado lentamente (porque no había políticas explícitas para
ese objetivo), durante casi medio siglo la Argentina fue siguiendo un desarrollo
industrial.
Ese mismo proceso fue creando una serie de estructuras políticas; hubo más o menos
certidumbre en algunas dirigencias y en algunas etapas, pero efectivamente desde
1930 hasta 1975, la Argentina tuvo un crecimiento importante, no desdeñable. El
crecimiento industrial comenzó a pasar de las etapas más simples a las etapas más
complicadas y a plantearse aventuras industriales que hoy nos parecen increíbles,
desde producir la mayor parte de nuestras centrales atómicas hasta fabricar aviones o
entrar en la industria electrónica, objetivos que hoy sentimos que quedan totalmente
afuera de nuestros márgenes y posibilidades.
La industria, sobre todo, comenzó a integrar a la sociedad argentina. Millones de
argentinos entraron a trabajar en las fábricas y los datos al respecto son muy
impresionantes: en la década de 1960, 40% de la gente que entraba al mercado de
trabajo en el país, trabajaba en la fábrica, con salarios que eran prácticamente el doble
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de los salarios actuales (no el doble del salario mínimo, sino el doble que los salarios
promedio que se cobran en la actualidad); hubo un proceso de urbanización, de
integración social, de mejora de los niveles de vida que fue realmente muy fuerte y
muy interesante. Sin duda alguna muchos de nosotros, o los que tenemos edad para
decir que hemos participado en algunos debates de esa época, reclamábamos más,
reclamábamos una política más activa, mayor energía en el desarrollo industrial,
mayor esfuerzo en la distribución y la equidad dentro de ese modelo, pero lo cierto es
que ese modelo funcionaba. Seguramente no funcionaba con la rapidez necesaria
como para resolver algunos de los problemas que tenía la Argentina; los desordenes
de sus políticas económicas, no alcanzaba para resolver el debate que había entre
quienes querían seguir en este modelo y quienes querían volver al viejo modelo
primario exportador.
En este conflicto social, en este atraso de la consolidación de la política industrial,
surgió el golpe de 1976, que marcó un quiebre definitivo en ese modelo, que no estaba
de ninguna manera agotado, que hubiera podido consolidarse y seguir hacia delante.
El golpe de 1976 marcó un golpe decisivo de ese modelo y el comienzo de un nuevo
modelo en la Argentina, que es el modelo de la apertura importadora con
endeudamiento externo. Y digo marcó un quiebre porque lo marcó a sangre y fuego;
no casualmente la implantación de un nuevo modelo diferente en la Argentina
coincidió con la dictadura más sangrienta que tuvo el país y con la represión más
brutal que se conoció aquí.
Comenzó este proceso entre 1975 y 1981 de apertura importadora, que hacía parecer
que la Argentina podía tener acceso a los autos último modelo, a los quesitos
franceses y a los jamones italianos, por supuesto a costa de endeudarnos. Es decir,
que podíamos tener acceso a todo lo que no podíamos comprar porque no
producíamos lo suficiente para exportar, endeudándonos. Cuando se fue Martínez de
Hoz del cargo de ministro de Economía del gobierno dejó una deuda que era
gigantesca en términos de la economía argentina e impagable en las condiciones en
que estaba comprometida. En términos relativos era no menor que la deuda que
tenemos ahora; ya en 1981 las relaciones de la deuda con el producto bruto argentino
y con la capacidad de pagar de la Argentina eran totalmente contradictorias con las
posibilidades del país.
Esa herencia marcó toda la década de los ‘80, es decir, estuvo signada por la
negociación de la deuda y las enormes restricciones externas que ella creaba,
incluyendo la alta inflación que era otro reflejo del mismo problema. Ese proceso
infructuoso llevó, finalmente, a que en la década de 1990 se volviera a reciclar el
modelo de apertura externa, de apertura importadora con endeudamiento, que terminó
como terminó, y como no podía terminar de otra manera con la crisis de 2001, dejó a
la mitad de la sociedad argentina en la miseria y una deuda impagable que hoy se está
tratando de negociar.
Cuando uno mira este último modelo, observa que duró 30 años y, más aún, se puede
decir que dura hasta hoy porque las secuencias y los efectos de ese modelo los
seguimos sufriendo. Pero ocurre que en estos treinta años transcurridos desde 1976
hasta ahora, el producto bruto argentino, el producto per cápita que es la manera de
medir la riqueza, la cantidad de riqueza generada por habitante, en este país no
aumentó. Para decirlo de otra manera, todavía tenemos menor riqueza por habitante
que la que teníamos en 1974. Treinta años de política de este tipo provocaron el
deterioro más grande que se pueda haber conocido en la evolución económica de la
Argentina, deterioro que es difícil observar en algún otro ejemplo nacional de un país
de ingreso mediano (sin tomar el ejemplo, por supuesto, de alguno de los países
sometidos a las guerras civiles en el África o en otro lado), que haya tenido un nivel de
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estancamiento tan largo y tan severo como éste. Esto contribuye a explicar el hecho
de que 40% de la población viva en la pobreza, que se hayan roto las redes de
solidaridad social de la Argentina, que el salario actual sea menos de la mitad del
salario de la década de la década de los ‘60, la enorme disparidad de ingresos en la
Argentina y los grandes dramas que tenemos en el país.
Todo esos antecedentes importan porque, cuando en el Plan Fénix estamos
planteando un modelo de desarrollo con equidad, estamos diciendo que lo que
queremos es cambiar este último modelo. Tenemos que salir de este modelo
traicionero y doloroso para la Argentina, tenemos que cambiar el rumbo y evitar al
mismo tiempo caer en la melancolía de querer repetir el modelo de la economía
primaria agroexportadora (que no tenía conciencia ni voluntad para avanzar en la
estructura industrial), ni en la confianza idílica de que la industria sin una política firme
de desarrollo productivo, tecnológico, de competencia activa en el mercado mundial,
por sí sola va a generar el desarrollo argentino. Por eso, este modelo que planteamos
deber ser superador de lo que fueron los defectos de los anteriores y un modelo
absolutamente contradictorio y distinto al que hemos vivido y al que estamos sufriendo
en este momento.
Cuando insistimos con el Plan Fénix, insistimos en que tenemos que hacer un plan de
desarrollo en serio, superador de los problemas de la Argentina, de desarrollo con
equidad que nos ponga en el camino que estamos imaginando para la Argentina y que
ahora comienza a aparecer como meta casi a corto plazo. El sólo hecho de que a 5
años vista vamos a cumplir 200 años de existencia como nación nos hace decir que
deberíamos entonces, estar encarrilados en un camino de progreso y bienestar que va
a cumplirse en la medida en que decidamos dar este golpe de timón y comenzar
realmente con la decisión política y la energía social necesarias para trabajar en esto
que hemos denominado el Plan Fénix o, simplemente, un plan de desarrollo con
equidad.
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