Cuando Aníbal cruzó los Alpes

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Cuando Aníbal cruzó los Alpes
Ante el altar sagrado de la diosa Astarté, el caudillo cartaginés Amílcar Barca,
en presencia de todos sus ejércitos, tomó por tres veces el juramento ritual de
los púnicos a su hijo Aníbal.
Para pertenecer al ejército cartaginés, todos los soldados debían jurar odio
eterno a los romanos, adversario temible en la lucha por el poderío de toda la
cuenca mediterránea. Aníbal tenía entonces nueve años.
Veinte años más tarde, erigido en jefe de los ejércitos cartagineses,
contemplaba desde un promontorio el desfile de las tropas que salían de
Cartago Nova (la actual Cartagena española). Los generales permanecían a su
lado, pendientes de su más mínimo gesto para ejecutar las órdenes. Unos años
antes había sido aclamado por el pueblo como jefe supremo y Aníbal había
organizado un ejército de rígida disciplina.
Era la primavera del año 218 antes de J.C. cuando aquellos cincuenta mil
infantes, bajo un sol intenso, se preparaban a realizar una de las hazañas
militares más arriesgadas de la historia: cruzar los Pirineos, el macizo de los
Alpes y caer sobre Roma.
En vano los consejeros de Aníbal habían aducido multitud de razones para
abandonar el ataque sobre Roma. Las legiones romanas eran poderosas; se
extendían por el continente europeo, por Asia, y la flota surcaba todos los
mares conocidos. Los sacerdotes cartagineses intercedieron cerca de su
caudillo para hacerle desistir de su propósito: los augurios de los dioses eran
nefastos. Largas columnas de nubes negras se alargaban por el horizonte del
mar hacía días y un viento racheado y pertinaz había barrido repetidas veces
las cenizas de los sacrificios ofrecidos al dios Baal. Todos los indicios
aconsejaban no emprender la ambiciosa y temeraria empresa.
Pero Aníbal rechazó enérgicamente a consejeros y sacerdotes. No le
convencían estas razones. Había estado combatiendo desde temprana edad y
unía a su audacia una portentosa inteligencia. La guerra contra Roma era
inevitable desde el momento en que Aníbal había decidido la conquista de
Sagunto.
Resuelto a combatir a Roma sobre el propio suelo de Italia, preparó un ejército
poderoso, reclutado entre los más veteranos de otras campañas, y dispuso el
ataque por el punto más difícil e inverosímil: los Alpes. No podía caber ni la
menor sospecha de que Roma esperase un ataque por este lugar. La flota
romana en el Mediterráneo, sabiéndose superior en fuerza y número a la
cartaginesa, vigilaba las aguas con la certeza de que sería por mar, el camino
más corto, por donde Aníbal podría atacar Roma en el caso de que se atreviera
a intentarlo.
¡Poco sospechaban los romanos lo que en ese momento ocurría en Cartago
Nova! Tras las largas columnas de soldados de a pie, desfiló un batallón de
arqueros encaramados en treinta y cinco elefantes africanos, animales en los
que Aníbal había puesto especial atención, ya que servirían como bestias de
carga durante la gran marcha y, a la vez, cuando llegara la hora del combate,
como poderosas y terroríficas armas de guerra. Por último, desfilaron los nueve
mil jinetes de la caballería númida, aguerrida, salvaje, capaz de aniquilar a las
falanges romanas.
Subido en el promontorio, Aníbal asentía con la cabeza. Parecía satisfecho de
sus guerreros; hizo unas señas a sus generales para que se incorporaran a la
columna. La gran hazaña había comenzado.
El ejército se internó en la región del Ebro desviándose siempre hacia Oriente
con el fin de ganar la costa y realizar toda la marcha bordeando el litoral. Varias
tribus celtas le hostigaron incesantemente en las cercanías de los Pirineos.
Aníbal no quería detener su marcha, por lo que no intentó pacificar los valles
abruptos de las laderas pirenaicas; sin gran esfuerzo cruzó la barrera
montañosa por el paso natural del Perthus, encaminándose de nuevo hacia la
costa para ganar Perpignan y forzar la marcha hasta las márgenes del Ródano,
cerca de Marsella, donde sabía por sus emisarios que se hallaba el cónsul
Escipión con un aguerrido ejército preparado para embarcar con destino a
España.
Las bocas del Ródano, es decir, los numerosos deltas que forma el río en su
desembocadura en el mar Mediterráneo, son muy rápidas e impetuosas de
corriente. El caudal del agua es muy abundante y el cauce profundo, por lo que
es casi imposible vadear los canales.
Para Aníbal, el Ródano, defensa natural de Marsella, supuso un obstáculo más
serio que la cadena montañosa de los Pirineos. No tenía ninguna barca, ni
suficiente madera para hacer balsas a todo el ejército, y, además, el enemigo,
las tribus celtas aliadas de Roma, estaba apostado en la margen opuesta, a la
espera de que las tropas cartaginesas cruzaran el río.
Decidido a no detener su marcha, ordenó a la caballería que remontara el río
hasta que lograra encontrar un paso sin defensa, mientras él, con el grueso del
ejército, esperaría el ataque de la caballería en la otra orilla para cruzar el río.
Mientras tanto se habían construido balsas para transportar los elefantes y los
expedicionarios se habían incautado de algunas embarcaciones de los
indígenas. La infantería tendría que cruzar a nado o sobre sus escudos.
Una noticia había contrariado más todavía el ánimo de Aníbal: tropas romanas
llegaban a reforzar la margen opuesta del río, con lo cual la desventaja se
acentuaba en gran medida.
Sin embargo, la caballería, que había conseguido cruzar el Ródano varios
kilómetros río arriba, atacó por sorpresa a la retaguardia romana. Cuando
Aníbal se dio cuenta, mandó cruzar a su ejército y salió victorioso en el
encuentro. El camino quedaba despejado.
Pero un nuevo obstáculo, una muralla gigantesca se alzaba ante su
descomunal ejército: los Alpes. Alturas hostiles, frío, nieves, pasos tortuosos,
gargantas y quebradas por donde el ejército iba dejando un reguero de
soldados y animales de carga agotados y ateridos de frío.
Aníbal había estudiado dos posibilidades para cruzar la cordillera alpina. Una,
la más corta y fácil, bordeando el litoral y atravesando los Alpes en sus
estribaciones marítimas, de escasa altura. Pero las laderas del otro lado
desembocaban en valles pobres, sin campos cultivados, y su ejército
difícilmente podría resistir la falta de alimentación.
La segunda posibilidad, que fue la elegida, presentaba más dificultades.
Consistía en cruzar los Alpes por el paso que hoy se llama del Mont Genève,
de gran dificultad, y desde allí, siguiendo el curso del río Tesino, desembocar
en los fértiles campos de la Lombardía, al Norte de Milán.
Las penalidades del ejército se sucedían. A la calamidad de los inmensos
precipicios de las alturas alpinas y las nieves perpetuas se unía el peligro de
numerosas tribus salvajes que, agazapadas en las laderas resbaladizas,
acechantes en cornisas y desfiladeros, provocaban aludes de piedra y hielo
que sepultaban en los abismos a muchos hombres e incluso despeñaban a los
pesados elefantes.
La historia cuenta que en este paso alpino perdió Aníbal alrededor de treinta y
cinco mil hombres —cifra que, seguramente, será exagerada—, aparte de
quince elefantes y dos mil caballos que no pudieron sobrevivir al frío y a la
escasez de alimentación.
Sin embargo, pese a lo penoso de la marcha, el ejército cartaginés no se
detuvo nunca.
Los expedicionarios avanzaron, desde que salieron de España, a un ritmo de
treinta y cinco kilómetros diarios. Numerosas tribus galas enemigas de Roma
aclamaron a Aníbal como libertador y se unieron a sus fuerzas.
A mediados de septiembre del año 218 antes de Cristo, las tropas cartaginesas
estaban al otro lado de los Alpes, después de emplear treinta y tres días en
atravesar el imponente macizo.
La gesta del general cartaginés no podría olvidarse nunca. Serían precisos
veinte siglos para que otro estratega genial, Napoleón Bonaparte, cruzara los
Alpes de un modo semejante, rememorando la hazaña de Aníbal.
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