Luto y Respeto

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Luto y Respeto
Andrés Terlinques disfrutó de la alborada apoyado en el alfeizar de la ventana. Quiso
despedirse del sol, astro que le había acompañado en muchas de sus andanzas y cuyo ocaso ya
no contemplarían sus ojos. Al poco le rilaron las piernas y tuvo que regresar al lecho, donde
tomó el bacín con las dos manos y escupió en su interior una flema sanguinolenta. Al esputo le
siguió una bronca tos que convulsionó su diminuto cuerpo. Con sus medidas de niño, la tez
pálida y la piel pegada a los huesos, ahora más que nuca parecía un hombre en agraz. El hedor
a miasmas anunciaba la cercanía de la hora suprema, mas pocas dudas tenía Andrés al respecto
pues sabía que en breve presentaría sus respetos al mismísimo diablo. De pronto los agrietados
ojos del enfermo se impregnaron de nostalgia, en su pecho sintió la tenaza de ese parásito que
se alimenta de recuerdos. Antes de subir a la barca de Caronte la mente se torna viajera, quizá
por eso en las lacónicas pupilas de Andrés Terlinques se bosquejó la ciudad de San Quintín,
localidad situada a orillas del río Somne, justo el día que la población se tiñó de sangre bajo un
cielo ramplón cubierto de nubes de carroña.
El joven hidalgo, recién alistado en los Tercios, aparentaba ser un joven corajudo que ponía
su bizarría al servicio de Felipe II. Consciente de que a pocos hombres se les concedía el honor
de luchar por la grandeza de España, Andrés era uno de los piqueros que engrosaba el centro de
la formación comandada por Julián Romero. Blandir la espada y entregar la sangre como
moneda de cambio; no podía imaginar mayor distinción. A lo largo de su adolescencia había
escuchado recitar las gestas de los bravos soldados que habían combatido en la batalla de
Mühlberg, donde las tropas imperiales de Carlos V vencieron en Alemania a una liga de
príncipes protestantes. Los bardos magnificaban la leyenda de dichos guerreros entre acordes
de laúd y versos henchidos de respeto. Y Andrés Terlinques, después de soñar cientos de
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noches con emular a tan estimados próceres, por fin amaneció el 10 de agosto de 1557,
festividad de San Lorenzo, dispuesto a dar alcance a sus sueños.
Con su pica de cinco metros, y su espada atada al cinto, el caballero español iba protegido
con morrión, peto, espaldar y escarcelas, que le cubrían prudentemente los muslos. A un gesto
del capellán del Tercio, siete mil hombres de infantería hincaron las rodillas en tierra y
rindieron sus almas al Altísimo. Una vez puestos en paz con Dios, los tambores anunciaron la
orden de marchar contra las tropas del duque de Montmorency. Justo entonces en Andrés
Terlinques se produjo un cambio insospechado. Enfrentarse a la muerte conlleva una profunda
reflexión que allana el camino al otro lado. Es como situarse ante un espejo carente de doblez.
Uno se ve a sí mismo desnudo, sin disfraces, y el hidalgo percibió en su reflejo la figura de un
cobarde. De repente un miedo visceral lo invadió de los pies a la cabeza. Lanzó la pica al suelo
y retrocedió sintiendo el peso marmóreo de cuantiosas miradas de repudio. La deserción se
castigaba con la muerte, de modo que sorteó el fuego de algunos arcabuceros que intentaron
abatirlo y alcanzó la retaguardia de la formación, cerrada por la caballería flamenca al mando
del conde de Egmont, por donde huyó a la carrera.
Aquel día las tropas españolas devastaron al ejército francés consiguiendo una victoria
homérica que pasaría a los anales de la Historia. El laurel coronó a los valientes, la vergüenza
estigmatizó a los cobardes. Nada hiere tanto a un hombre como su propio desprecio, y Andrés
Terlinques, con la saeta del desdén clavada en el pecho, partió en busca de un lugar donde
nadie conociera su nombre ni supiera de su blandura. Su desarraigo lo condujo a Glasgow,
donde se enroló en un barco que faenaba en el río Clyde y trabajó en el bajel con el sustento
como único estipendio. Al cabo de diez meses por todo Glasgow corrió el rumor de que
Enrique II de Francia, tras la humillante derrota sufrida en la batalla de San Quintín, preparaba
su desquite, para lo cual había puesto en manos de Louis Gonzaga, duque de Nevers, un
ejército compuesto por doce mil infantes y dos mil jinetes. Andrés Terlinques, porfiando en
demostrar de una vez por todas su arrojo, emprendió un largo viaje que lo llevó a alistarse de
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nuevo en los Tercios, esta vez bajo el nombre falso de Alonso Quijano. De este modo, el 13 de
julio de 1558 se encontraba en Gravelinas, dispuesto a satisfacer su deuda con el pasado; mas
el engaño a sí mismo duró menos de lo esperado. El fragor de los cañones franceses manchó de
cobardía los asustadizos ojos del soldado, quien volvió a soltar la pica de las manos y huyó a
matacaballo con semblante descompuesto. Horas más tarde el campo de batalla quedó
emporcado de cadáveres. La derrota del duque de Thermes, a la sazón mariscal de Francia,
obligó a Enrique II a firmar la paz con Felipe II.
A partir de entonces aislamiento y expiación marcarían el calendario del hidalgo español.
La tierra de España es pobre y avarienta, se dijo, pero no deja de ser santa por eso, así que
regresó a Ossa de Montiel, a su Mancha natal, donde se ganó la vida pastoreando ganado ajeno.
Durante años la indolencia presidió cada uno de sus fútiles días aunque a temporadas sufriera
profundos desvaríos obrados por la insidiosa lectura de libros de caballería. Y justo entonces,
cuando la luz de sus cansados ojos estaba próxima a extinguirse, ni siquiera la muerte le
parecía suficiente pago por su redención.
Andrés Terlinques se acercó a la ventana y contempló la tierra esmeralda que en breve
acogería sus debilitados huesos. Marceaba abril después de un mes de marzo pródigo en
lluvias. Arrinconado definitivamente el invierno, la primavera estimulaba con su savia el
renacer de cuanto bullía alrededor. Sugestionado por el prodigio que representa el pertinaz
ciclo de la vida, los temblorosos labios del anciano elevaron una plegaria que tenía mucho que
ver con la magia y poco de sensato: regresar a San Quintín, luchar con bravura y yacer
finalmente junto a sus camaradas en un ocaso teñido de luto y respeto.
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