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Otra democracia
para otra Europa
La idea de Europa como futura institución
política les dice muy poco a sus potenciales
ciudadanos, mientras que la Europa real
provoca sentimientos de hostilidad.
paolo flores d’arcais
Europa no suscita entusiasmo, es lo mínimo que se puede decir. A
estas alturas, la idea de Europa como futura institución política (los
“Estados Unidos de Europa”) les dice muy poco, o nada, a sus potenciales ciudadanos, mientras que la Europa que existe en la realidad
provoca sentimientos de hostilidad. Se la percibe como la Europa de
los poderes financieros y de los Gobiernos sumisos, desde luego no
como la Europa de la soberanía popular. Si la Europa política va a
seguir siendo esta, la desafección está abocada a ir en aumento, las
tentaciones nacionalistas tenderán a multiplicarse (hasta el chovinismo
y al siguiente paso lógico, el racismo), y la fascinación autoritaria y
el populismo reaccionario irán ganando terreno.
En este panorama, predicar “más Europa”, como hace Habermas
para exorcizar los fantasmas de las cerrazones locales e identitarias
que ya están infestando incluso a la izquierda equivale a recitar una
jaculatoria. A menos que no aprovechemos la “cuestión Europa” como
una ocasión para un proyecto de auténtica soberanía popular europea,
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que transforme radicalmente el paradigma de las democracias realmente existentes. Que vuelva a poner en entredicho la democracia
liberal, la concepción procedimental y no sustantiva de la democracia.
Precisamente todo aquello que, hasta ahora, nadie, ni siquiera “entre
la izquierda”, ha asumido como el problema.
Dice Habermas en su última homilía sobre el tema europeo1: “Sin el
empuje de una vital formación de la voluntad por parte de una sociedad de ciudadanos movilizable más allá de las fronteras nacionales,
al Ejecutivo de Bruselas, que a estas alturas se ha convertido en un
organismo autorreferente (versebständigt) le faltan las fuerzas y el
interés necesarios para regular de formas socialmente sostenibles a
unos mercados que ya están entregados a sus espíritus animales”.
Muy cierto. Pero, ¿cómo suscitar ese “empuje vital” de protagonismo cívico republicano? ¿Y en qué sentido sería “autorreferente”
(verselbständigt) el Ejecutivo de Bruselas, teniendo en cuenta que
goza del apoyo de casi todos los Gobiernos nacionales?
Habermas propone “dos innovaciones”: “En primer lugar, un proyecto político común de fondo, con transferencias económicas relativas
y responsabilidad solidaria entre los Estados miembros. [...] En segundo
lugar, una participación paritaria del Parlamento y del Consejo en la
legislación, y una Comisión que responda ante ambas instituciones”.
Lamento decirlo, pero eso es como vender humo. Lo que se adelanta
como panacea es tan solo un modesto y progresivo acercamiento de las
instituciones europeas a las de las democracias liberales vigentes en cada
uno de los Estados. Pero si el próximo Parlamento tuviera los mismos
poderes que tienen hoy el Bundestag o la Asamblea Nacional francesa, o la
Cámara de los Comunes, y el Gobierno de Bruselas tuviera que conseguir
su confianza, la cuestión del “empuje vital” de una ciudadanía activa para
“ regular de formas socialmente sostenibles a unos mercados que ya están
entregados a sus espíritus animales” no habría avanzado ni un milímetro.
El archipoder de los mercados financieros y de sus jefes, respecto a los
ciudadanos “soberanos”, podría incluso verse incrementado.
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http://www.reset.it, 3 de septiembre de 2013
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En efecto, si el Ejecutivo de Bruselas hoy en día es obediente a
las imposiciones de los poderes financieros, también es cierto que
todos y cada uno de los Gobiernos nacionales, es decir de las mayorías parlamentarias elegidas por los ciudadanos “soberanos”, están
igual de subordinados a la canalla financiera, que ha transformado
el sistema de las Bolsas en un gigantesco Las Vegas de los juegos de
azar. Es más, resulta harto probable que el Parlamento de Estrasburgo, que elegiremos la próxima primavera, vea cómo se reducen aún
más las resistencias por parte de la “izquierda” (unas resistencias
etéreas y poco concluyentes, ya que son de un keynesianismo en
dosis homeopáticas) respecto a los triunfantes adeptos al liberalismo
económico salvaje y al cuento chino de la “austeridad expansiva”, el
chispeante envoltorio ideológico de la omertà político-especulativocorruptora (con un incremento de las “generosidades” mafiosas) y de
sus crupieres financieros. Y es fácil pronosticar que la única oposición
“cool” frente a los guardianes de la desigualdad liberal la plantearán
los desechos chovinistas y racistas de los lepenismos aderezados en
sus distintas salsas nacionales. “Cool” hasta el extremo que en los
sondeos figuran, en un número cada vez mayor de países, como la
primera o la segunda fuerza política.
Alguien dirá: si la mayoría de los ciudadanos vota a la derecha del
liberalismo económico, y como oposición de moda a una derecha explícitamente antidemocrática, toda jeremiada resulta inútil, esos son
los riesgos que entraña la soberanía popular. Pero precisamente esa es
la Gorgona que no se quiere afrontar, la soberanía expropiada: a estas
alturas, ¿cuánto tienen que ver con la soberanía de los ciudadanos las
formas tradicionales de la legitimación democrática a través del voto
por sufragio universal?
Es una extraña reticencia, o, para ser exactos, una angustiosa soberbia
de represión psicológica, el hecho de identificar el ejercicio de la soberanía democrática con el poder de las mayorías surgidas de las urnas.
¿Es posible que, al cabo de tan solo ochenta años desde la Tragedia de
Europa por antonomasia, la gente ya haya olvidado que Hitler llegó al
poder a través de las urnas, respetando las formas constitucionales? ¿Y
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que por consiguiente el hecho de votar, incluso con corrección formal,
no constituye la esencia de la democracia, el sanctasanctórum de la
soberanía, sino tan solo su instrumento? Ineludible, no cabe duda, pero
tan solo su instrumento, mejor dicho uno de los instrumentos.
¿Es posible que se ponga sordina a lo que la presunta “ciencia” de la
política, que demasiado a menudo ha estado al servicio de lo existente,
ha dejado claro infinitas veces, a saber que las condiciones de la democracia, sus presupuestos jurídicos, socioeconómicos y culturales van
antes, lógica e históricamente, que el funcionamiento de la democracia,
y que la prejuzgan? ¿Y que sin el arraigo de dichas condiciones, y en
última instancia de una ética republicana generalizada, las votaciones
por mayoría pueden ser el instrumento de una ciudadanía hurtada, del
despotismo, de la tiranía, y no de la soberanía popular, es decir una
soberanía de todos y cada uno?
De acuerdo, partamos del voto como fuente última de legitimidad
para el ejercicio del poder. Ha de ser un voto libre e igual. Ahora bien,
tan solo es posible hacer honor al principio mínimo de la democracia
liberal, “una cabeza, un voto”, con el voto emitido con nuestra propia
cabeza, conforme a las convicciones de cada cual. Un voto autónomo, y no
sojuzgado y sometido. Los conservadores ingleses, que un siglo después
de la toma de la Bastilla todavía seguían especulando sobre el derecho
al voto en función de los ingresos (sufragio censitario), argumentaban
que no puede ser autónoma la elección de alguien que no disfrute de
unas comodidades y de una cultura que le liberen a todos los efectos de
las servidumbres materiales y psicológicas. Tenían toda la razón. Solo
que, con ese argumento, ellos justificaban el sufragio censitario, una
consecuencia de la clase social, mientras que la consecuencia lógica
entraña más bien una transformación social tan profunda como para
asegurarle a todo el mundo (¡hombres y mujeres!) el bienestar individual
y los instrumentos críticos necesarios para votar en libertad.
Por consiguiente, un voto libre e igual implica una sociedad que
combate constantemente y que va reduciendo paulatinamente las
desigualdades materiales y espirituales de antes y de ahora, enquistadas
en la tradición o liberadas por los espíritus animales del mercado. En
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suma, la precondición de una democracia liberal es un bienestar social
radical y en expansión, cada vez más pronunciado. Así pues, un prerrequisito de la democracia, y una vacuna contra su crisis, es una constante
redistribución de los ingresos y de la riqueza. Un país del corazón de
Europa, pero ajeno a las instituciones europeas, como la Confederación
Helvética, ha sometido a referéndum el establecimiento de una horquilla
máxima de 12:1 en materia de retribuciones. Aunque la propuesta haya
sido derrotada (también gracias a una campaña intimidatoria repleta de
desinformación y manipulación), precisamente ese es el horizonte de
igualdad que ya es posible hoy en día, porque está maduro en amplios
sectores de la opinión pública, y que debería constituir el caldo de cultivo
de una democracia europea que funcione.
Y, naturalmente, un voto autónomo excluye la existencia de un voto
aterrorizado, o comprado, o manipulado. Por consiguiente, entre sus prerrequisitos exige: una constante política de la legalidad que haga realidad
un respeto escrupuloso del principio de que la ley es igual para todos,
empezando por los amos de las instituciones y del dinero. Un control
de la legalidad que esté en manos de los magistrados y que, en tanto
que poder autónomo, limite el poder de los políticos y de los patronos,
y luche contra cualquier forma de crimen organizado (que en lugar de
“una cabeza un voto” impone “una bala, un voto”) y de corrupción (que
impone “un soborno, un voto”). Pero para el principio de “un voto emitido
con la cabeza de cada cual”, son igual de necesarias unas políticas que
contrarresten, hasta su anulación, toda forma de influencia religiosa en
la esfera pública (que contamina “una cabeza, un voto” hasta convertirla
en “una oración, un voto”), todo monopolio mediático (“un anuncio, un
voto”) y por último – pero no menos importante – cualquier traición a
las verdades objetivas (“una mentira, un voto”): para Hannah Arendt, el
desprecio por esas modestas verdades objetivas ya suponía un anuncio
inequívoco y un claro síntoma de totalitarismo.
Una precondición todavía más evidente, pero ferozmente reprimida y
eliminada de la conciencia, es la neutralización del dinero en la esfera
pública. Para que la igualdad jurídico-política del ciudadano sea verdaderamente formal y abstracta, es imprescindible borrar y aniquilar
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en la dimensión pública las diferencias de patrimonio, renta, estatus,
sexo, religión, raza, etcétera, que sí caracterizan al individuo concreto
de la sociedad civil. Así pues, ninguna de esas peculiaridades puede
desempeñar papel alguno en la competición electoral. Eso implica una
política sustancial que está en las antípodas de lo que, por ejemplo, ocurre en Estados Unidos, donde la capacidad para recaudar fondos ya se
ha convertido en la dote fundamental de un candidato a la presidencia.
Todas las fuerzas políticas deben gozar de los mismos recursos públicos
en especie (es decir, en comunicación: espacios radiotelevisivos, teatros
y plazas, etcétera) y no contar con ningún tipo de financiación privada
(salvo las pequeñas aportaciones individuales de los militantes).
Todo lo que sumariamente hemos enunciado hasta aquí son las precondiciones de la democracia, ineludibles, taxativas, cuyo incumplimiento,
aunque sea singular y parcial (y en una medida infinitamente mayor si es
múltiple y en sinergia) desmantela el fundamento mínimo de la democracia –una cabeza, un voto – y desvirtúa la soberanía popular, sea cual
sea la regularidad con la que se desarrollan las elecciones. Ahora bien,
la paradoja es de una obviedad deslumbrante: las precondiciones de las
instituciones (¡los procedimientos!) de la democracia liberal consisten en
unas políticas sustantivas que en las “democracias” que existen en la realidad tan solo las plantean las fuerzas políticas consideradas extremistas,
de una izquierda que ya casi no se puede encontrar en ninguna parte,
mientras que todas las demás fuerzas políticas, ya sean de derechas o de
“izquierdas”, se muestran unánimes a la hora de rechazarlas. Negando
con ello las precondiciones de una democracia capaz de hacer realidad
de verdad la promesa mínima de “una cabeza, un voto”.
Para decirlo sin rodeos, me parece que hoy en día, en toda Europa,
solo existe una fuerza electoral que se aproxima con su programa a
semejante coherencia democrática ineludible: la coalición griega de
Syriza y su líder Alexis Tsipras. Se “aproxima” porque en ese cartel
electoral subiste todavía demasiado “comunismo” al antiguo estilo, en
vez de “justicia y libertad”2 igualitaria política, radicalmente críticas
hacia todos los viejos totalitarismos del Este.
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Sin las precondiciones que he resumido rápidamente3, la soberanía de
todos y cada uno ya nos ha sido hurtada, lobotomizada, y el parlamento
no representa a los ciudadanos, sino como mucho a su desesperada y
resignada marginalidad. No es casualidad que los “reacios a votar” que
se quedan en casa, o votan en blanco y por nadie (un auténtico “exilio
interior”), estén aumentado a ojos vistas. O que voten por partidos explícitamente antidemocráticos. La desafección hacia la clase política en su
conjunto, hacia los que hacen de la política una profesión y una carrera,
ya sean de derechas o de “izquierdas”, va aumentado constantemente.
Y si en Alemania o en el Reino Unido esa desafección todavía no ha
alcanzado el nivel de desprecio y de asco con el que los ciudadanos de
Italia, de España o de Grecia miran a los “políticos”, sería pura ceguera no comprender que la insatisfacción con las actuales instituciones
representativas ya es el problema que Occidente en su conjunto, y en
primer lugar Europa, debe afrontar, si no quiere precipitarse en una
Weimar de dimensiones continentales o incluso globales.
Por consiguiente: para que nazcan instituciones europeas de tipo
realmente democrático es necesario que antes se consoliden y se
impongan unas políticas europeas que “implementen” en la vida
cotidiana los antiguos ideales de “liberté, égalité, fraternité”, donde
cada valor especifica el sentido del anterior. Justo lo contrario de la
Europa del liberalismo económico.
En algunos países se está discutiendo la introducción de un salario
mínimo por hora. Una precondición de las reformas institucionales que
propone Habermas es una legislación social europea que establezca para
todos los países el mismo salario mínimo por hora, los mismos derechos
sindicales, las mismas obligaciones medioambientales, de forma que
ya resulte imposible el chantaje de los empresarios en el sentido de
trasladar la producción a los países donde el coste de la mano de obra
es más bajo, es decir donde la explotación del trabajador es mayor. No
“Giustizia e libertà” en el original, el lema de la resistencia antifascista de la izquierda no comunista (N. del T.)
Las he analizado en profundidad en El soberano y el disidente, Vilassar de Dalt, Ediciones de Intervención cultural, 2006 y
en ¡Democracia!, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013
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puede haber Europa mientra las diferencias en materia de derechos,
de bienestar, de salarios entre los trabajadores, sigan haciendo de
algunos países y/o regiones un vivero inagotable del famoso “ejército
proletario de reserva”, que permite rebajar las retribuciones hasta el
mínimo de subsistencia.
En los años setenta todas esas categorías marxistas parecían definitivamente obsoletas, gracias al arraigo de las conquistas socialdemócratas,
que ni siquiera los Gobiernos de derechas ponían el tela de juicio (y
que de hecho el gaullismo incorporaba parcialmente en su programa), y
que permitían contemplar el modelo escandinavo de igualdad/eficiencia
como el futuro cercano de todo el continente. La glaciación thatcheriana
y reaganiana y la globalización del liberalismo salvaje han vuelto a poner
prepotentemente de actualidad los análisis de Marx sobre el mercado de
trabajo. Sin un estatuto europeo de los trabajadores, la condición salarial
tenderá inevitablemente a converger con la de China (y a diversificarse
cada vez más dentro del continente, entre Alemania y el resto).
A lo anterior cabe añadir unas políticas europeas que combatan frontalmente, con una energía y una intransigencia inauditas (y con el objetivo
de acabar con él), el contubernio canceroso formado por la evasión fiscal,
la corrupción, el blanqueo de capitales y la especulación financiera, que
paradójicamente celebra su triunfo en los mercados londinenses (con la
mutación antropológica de barrios enteros, a imitación de los emires y los
oligarcas, una bofetada continuada contra cualquier ideal democrático).
El crimen organizado ya no es una cuestión italiana: las mafias viejas y
nuevas, de Sicilia, de Calabria, de Campania, o de China, de Rusia, de
Albania o de la antigua Yugoslavia, están colonizando con sus variopintas
alianzas todo el continente, ampliando cada vez más el lado “legal” de
sus actividades. Empresarios entre los empresarios en la Europa de los
financieros. Por lo demás, poner fin a la libertad del sector financiero,
limitarlo con unas restricciones aún más rigurosas que las que levantó
insensatamente un presidente estadounidense “de izquierdas”, obligar
a los bancos a convertirse en lo único aceptable desde un punto de vista
democrático y ciudadano, en un instrumento al servicio de la economía
productiva real, y por consiguiente ilegalizando cualquier actividad que
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relacione a los bancos con los juegos de azar (eso es la especulación en
cualquiera de sus variantes) son también precondiciones para el nacimiento de unas instituciones europeas democráticas.
Por último, hoy en día el obstáculo más grande y aparentemente
insuperable para una representación democrática lo forman los partidos políticos tal y como han venido evolucionando y degenerando
estructuralmente. Dichos partidos, tanto los de derechas como los
de “izquierdas”, son máquinas de sustraer y derogar la soberanía de
los ciudadanos, de distorsionar totalmente, mejor dicho de alienar,
la voluntad popular. No es que yo sea partidario de la democracia
directa, pero creo que la decisión democrática se acerca tanto más
a su ideal cuanto más se alimenta de discusión, de “acción comunicativa” (a Habermas lo que es de Habermas). Pero, precisamente
porque defiendo la democracia representativa y delegada, me parece
necesario subrayar que hoy en día la “representación” es una ficción,
que los partidos son, cada día más, máquinas autorreferentes, que
la política como carrera obliga a los electores a contemplar a “sus”
representantes, ya desde el día siguiente a las elecciones, como un
“ellos” contrapuesto a un “nosotros”, una Casta o un Gremio, ajena
y a menudo “enemiga”, enrocada en sus privilegios.
Por todo ello hoy resulta impostergable una especie de “revolución
institucional” para darle a la democracia representativa una segunda vida, basada en unos parlamentarios que no puedan hacer de la
política una profesión y una carrera, sino que tengan que desarrollar
su tarea de delegados tan solo durante un número muy limitado de
años, para posteriormente volver a trabajar en la sociedad civil. Como
bricoleurs de la política. Una sola legislatura (como mucho, dos),
incompatibilidad entre los cargos (ministro, parlamentario nacional,
parlamentario europeo, alcalde, etcétera), prohibición de pasar de
una candidatura local (alcalde) a una nacional sin que transcurra
un largo periodo entre ambas, prohibición de ser candidato a quien
haya desempeñado cargos directivos de libre designación política (y
prohibición de desempeñarlos después de ser parlamentario)... En
suma, la política como servicio civil temporal.
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Si todo lo anterior son las precondiciones para la democratización de las
instituciones europeas, es evidente que las reformas institucionales de las
que habla Habermas son como pretender curar un tumor con aspirinas.
Pero también resulta evidente que hoy en día el primer paso no puede
ser institucional, sino de luchas (también electorales) y de constitución
de una fuerza política idónea. Porque un gobierno europeo, elegido en las
condiciones de sustracción de la soberanía cada vez más generalizadas
en todo el continente, hoy se asemejaría trágicamente al “comité de los
negocios de la burguesía” tan denostado por Lenin. Casi parece que los
establishments de toda Europa estén compitiendo para volver a dar lustre
a las tesis del viejo jefe bolchevique. Así pues, el problema que está a la
orden del día es el de una fuerza política que presente a nivel europeo
un programa alternativo como el que hemos apuntado.
Esa fuerza hoy en día no existe. Todos los partidos socialdemócratas
forman ya parte integrante y orgánica, definitiva e irreversiblemente, del
complejo de poderes políticos y financieros. Es imposible reformarlos
desde dentro. Están abocados a defraudar siempre las esperanzas que
ocasionalmente (o por desesperación) alimentan de vez en cuando. Cuando ganan, es solo porque pierden sus adversarios, que evidentemente
son todavía más impresentables. Hollande no ganó, lo que pasó fue que
una marea de franceses ya no podía soportar a Sarkozy. La prueba es
que ahora existe el riesgo de que gane Marine Le Pen.
La respuesta a este harakiri de la “izquierda” (que en realidad viene
produciéndose desde hace por lo menos un cuarto de siglo) no puede
consistir en un revival del comunismo, por muy maquillado que esté,
y sean cuales sean las acrobacias dialécticas al estilo de Slavoj Zizek
de las que pueda nutrirse y revestirse (un pesado hándicap de Syriza
es precisamente que no se haya desligado de sus patéticos vínculos
con los grupúsculos neocomunistas europeos, una parodia de la Internacional de antaño).
Por el contrario, es preciso inventar una forma organizativa, inédita a
día de hoy, y de geometría variable. Que no sea un partido, que no tenga
funcionarios ni un aparato a sueldo, que se alimente solo del voluntariado,
que pueda dar vida a unas listas electorales en distintas ocasiones, pero no
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necesariamente siempre, que sepa renovarse constantemente en función
de los movimientos reales de lucha y de opinión que recorren la sociedad
civil, unos movimientos que a su vez dicha forma organizativa procurará
suscitar, en un círculo virtuoso de sinergias. Por ahora, las únicas novedades se producen “en la derecha”, en el crisol de los populismos (a menudo
plutocráticos), de los racismos y de las nostalgias de los fascismos y las
teocracias. Y sin embargo, las llamaradas de los movimientos radicales
son cada vez más frecuentes. Hasta ahora no han encontrado nunca un
catalizador que supiera darles continuidad organizativa y proyección
representativa y parlamentaria. Y eso se debe también a que hoy en día
cualquier fuerza política surge alrededor de un liderazgo con un prestigio
reconocible, lo que, para una fuerza democrático-igualitaria, podría sonar
como una contradicción en términos.
Sin embargo, esa es la única experimentación que puede “salvar a
Europa”. Un contagio, una hibridación, una coordinación, una estructuración organizativa de geometría variable (pero en absoluto “líquida”)
cada vez mayores entre todas las experiencias de compromiso de la
sociedad civil que recorren Europa (movimientos de lucha y de opinión,
incluso a través de Internet) bajo el estandarte de una radical “justicia
y libertad”. Unas experiencias y unos movimientos que hasta ahora han
estado fragmentados, dispersos, que a menudo se han mostrado refractarios a comprender que sin medir sus fuerzas también con las citas
electorales, la calle e Internet tan solo son un desahogo existencial, no
una acción política capaz de cambiar las cosas de verdad. Si ese magma
democrático que hoy se manifiesta como una esporádica indignación
no se convierte en una fuerza política (en formas NO de partido, sino
de bricolaje político organizado), Europa podrá elegir exclusivamente
entre el invierno de la dictadura financiera “democrática” o el tenebroso
abismo de los nuevos fascismos edulcorados.
Traducción de Alejandro Pradera
Paolo Flores D’Arcais es coeditor de Micromega. Autor de El desafío oscurantista.
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