Imre Kertész - civitasginer

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Imre Kertész
(Budapest, 1929) Escritor húngaro de origen judío, superviviente de los campos de
exterminio nazis. Imre Kertész nació en Budapest en 1929, en el seno de una modesta
familia judía asimilada (esto es, no practicante). Por razones cronológicas y geopolíticas, le
tocaba vivir un destino judío, con todas las consecuencias que a la sazón esto conllevaba.
Él no había elegido nada de lo que luego inapelablemente se convirtió en su destino.
«Yo había vivido un destino determinado; no era mi destino pero lo había vivido (medita el
álter ego del autor en su novela Sin destino, cuando al volver del campo de concentración
intenta entenderse con algunos supervivientes de su familia y de su vecindad). No
comprendía cómo no les entraba en la cabeza que ahora tendría que vivir con ese destino,
tendría que relacionarlo con algo, conectarlo con algo, al fin y al cabo ya no bastaba con
decir que había sido un error, una equivocación, un caso fortuito o que simplemente no había
ocurrido.» Por increíble que parezca, al futuro autor de estas meditaciones no le costó mucho
conectar su infame experiencia con la realidad cotidiana de su nueva vida.
Su libro Sin destino, con cierto contenido autobiográfico, es para muchos la mejor
novela sobre el Holocausto y una de las grandes obras de la literatura contemporánea. En el
verano de 1944 el húngaro llegó a ser la lengua más hablada en Auschwitz. Casi medio
millón de judíos magiares deportados de un mes a otro contribuyeron a esa mutación
lingüística en el campo de exterminio más grande de la historia. Entre ellos se encontraba el
adolescente Imre Kertész, un muchacho de apenas quince años. Exactamente como el
protagonista de Sin destino, la primera novela que treinta años después escribiera el nuevo
inquilino de Auschwitz.
Imre Kertész
El adolescente héroe de esa novela -y tal vez el mismo Kertész- pretendía ver
siempre el lado positivo de la vida. Creía que llegaba a Alemania, y a trabajar. Lo tomaba
como una aventura, algo forzada, que le permitiría conocer mundo y practicar la lengua.
Porque hablaba un poco de alemán. Y eso le salvó la vida. Al menos, ese día.
En la estación de Auschwitz unos seres extraños en uniforme de preso y con la
cabeza rapada subieron al vagón de mercancías para recoger las pertenencias de los recién
llegados, y en un alemán estrafalario -que luego resultó ser yiddish, a la sazón la lengua
materna de muchos judíos de Europa del Este- insistieron en que, en lugar de quince años,
él tenía dieciséis. El joven no entendía nada y no les hacía caso. Pero cuando un poco más
tarde, en una cola interminable, le tocó pasar delante de un oficial médico, que, casi sin
mirarlos, les preguntaba la edad que tenían, por algún impulso misterioso él dijo que
dieciséis. Sus compañeros, que no tuvieron esa iluminación o cuyo aspecto no convenció,
fueron enviados directamente a las cámaras de gas.
Reclusión en libertad
Después de Auschwitz y Buchenwald, Kertész se encontró en medio de un nuevo
horror. Para el recién instaurado régimen estalinista de Hungría, él era hijo de un pequeño
burgués, un intelectual, un decadente. Volvió a ser un enemigo: del pueblo, del Estado, de la
redentora ideología oficial. Pero al menos no querían aniquilarlo físicamente.
Sobrevivió a trancas y barrancas: terminó la escuela secundaria, empezó a trabajar
como periodista, y cuando en 1950 lo despidieron, sólo encontró trabajo en una fábrica. El
año siguiente le tocó el servicio militar y, cuando en 1953 se reincorporó a la vida civil, se
dedicaba a escribir piezas cómicas para un cabaret, letras de canciones bailables, y, ya en
los años sesenta, algunas veces ejercía incluso como una especie de publicidad, inventando
guiones, eslóganes y gags para el tipo de anuncios que podía existir en un país comunista
que empezaba a coquetear con el consumismo.
Finalmente, a partir de los años setenta, se forjó cierta reputación como traductor,
entre otros, de Friedrich Nietzsche, Ludwig Wittgenstein, Sigmund Freud, Hugo von
Hofmannsthal, Elias Canetti y Joseph Roth. Pero el hecho de que fuese un traductor
apreciado por los redactores de algunas casas editoriales de Budapest no cambió su esencial
condición de marginado. Y eso que para esas fechas, a mediados de los años setenta, ya
había publicado su primera novela.
Trece años tardó en terminar Sin destino, que luego fue rechazada por una
importante editorial con fama de abierta y liberal. Su director, un judío, tachó a Kertész casi
de antisemita. Finalmente, Sin destino se editó en 1975, pero su publicación no causó ni el
más leve cambio en la vida de su autor: no se produjo revelación alguna, no atrajo la
atención de la crítica, ni tampoco tenía lectores. Sólo algunos años después, un pequeño
grupo de intelectuales se enteró de la existencia de esta obra capital de la narrativa
contemporánea.
Por lo demás, su vida seguía transcurriendo en el mismo restringido espacio social y
físico. Respecto a esta última circunstancia, cabe señalar que durante treinta y cinco años
Kertész vivió en un piso de 29 metros cuadrados. Allí escribió -por las noches y en la mesa
de la cocina- sus tres grandes novelas. La primera fue Sin destino. La siguiente, El fracaso
(1988), que reconstruye, en una estructura compleja y de manera no del todo realista, sus
vivencias durante la época estalinista. La tercera, Kaddish por el hijo no nacido, es de 1990 y
su título revierte el sentido de una oración judía que, en su variante más conocida, se reza
en homenaje de los padres muertos.
Sólo cabe añadir a este desolador repaso de la trayectoria de Kertész la etapa que
siguió a la caída del muro de Berlín. Se volvió más productivo: publicó el dietario Diario de
galera (1992), los relatos La bandera británica (1991) y Acta notarial (1993), los ensayos
incluidos en Un instante de silencio en el paredón (1998) y el híbrido Yo, otro. Crónica del
cambio (1997).
También es cierto que en esa década poscomunista, los años noventa, Kertész
estaba algo más presente en la vida cultural húngara y empezó a vivir, incluso, con cierta
holgura, gracias a su tardío descubrimiento en el extranjero, principalmente en Alemania.
Pero nada cambió en lo esencial: seguía siendo un autor desconocido para la mayoría de los
lectores, y no reconocido -o, incluso, rechazado- por las autoridades culturales húngaras,
que a menudo intentaron impedir su incipiente carrera internacional.
Por ejemplo, cuando los convocantes de un importante premio alemán decidieron
distinguir a un autor húngaro, barajando, entre otros, el nombre de Kertész, al consultar a
un responsable ministerial magiar, se encontraron con la respuesta de que Kertész no sería
el autor idóneo para ese premio, puesto que en realidad no es húngaro, sino judío.
El valor del Holocausto
Después de Sin destino, Kertész no ha vuelto a tratar el Holocausto en su narrativa,
al menos directamente. Será, en cambio, el tema recurrente de sus ensayos escritos en los
años noventa. Su tesis central es que, acaso, el único mito válido de nuestro tiempo sea
Auschwitz. Pocos han contribuido tanto y de manera tan radical a tener esta conciencia viva
del Holocausto como este húngaro al que un día se le impuso un terrible destino ajeno. La
concesión en 2002 del Premio Nobel de Literatura fue la compensación más esplendorosa por
una larga vida de marginación y también el reconocimiento de las letras de una pequeña
nación que no siempre pudo reconocer a su hijo, en este momento, más famoso.
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