La entrada en la galería cristaliza la pena y hace evidente la

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SO PENA DE MUERTE
Primavera de 2005. La entrada en la galería de estos Fichados evidencia la pena y cristaliza la
fatalidad del nuevo destino. El avance se hace insoportable. Sobre la nuca, la mirada arrogante
de cincuenta presos, cincuenta historias truncadas, cincuenta desafíos. La sensación de
claustrofobia no se hace esperar. Aquí imperan otras normas, y aunque los uniformes intentan
disimular las diferencias entre unos y otros hombres, se impone el color, el acento, la
envergadura, las leyendas que sobre cada uno corren por los pasillos de la prisión, las cicatrices...
Los tatuajes.
Germán Gómez (Gijón, 1972) se propuso que este universo represivo le sirviera para
seguir descubriéndose a sí mismo, sin darse cuenta de que avanzar en este sentido significaba
firmar su propia condena. Cincuenta hombres –¿delincuentes comunes?, ¿asesinos a sueldo?,
¿violadores?, ¿especuladores de terreno?– y cincuenta fichas policiales: en ellas se recogen, junto
a las huellas dactilares y las consabidas fotografías de frente, espalda y perfil, sus características
físicas, sus pesos y alturas; sus niveles culturales y costumbres; el color de sus ojos; la forma de
sus orejas, sus mentones o sus labios; su indumentaria; el tipo de droga que pudieran consumir y
su frecuencia; sus signos externos más evidentes. Es a partir de estos últimos resquicios que
Germán Gómez aprovechó para contar su historia. Un gran retrato fotográfico acompaña a cada
una de estas descriptivas y clasificatorias fichas que, como si de insectos disecados y prendidos
con alfileres se trataran, categorizan y distinguen a unos presos de otros. Lo que sobre el papel
es un simple conjunto de referencias, en la imagen asume otro sentido y da forma a una doble
“biografía” entremezclada: la del “delincuente” que sirve de “modelo” y la del joven artista que lo
acecha como presa. El conjunto de rasgos físicos toma cuerpo, y, sobre el cuerpo como
instrumento, Germán Gómez aísla los tatuajes que impone a los modelos para contar, a base de
retazos, la que es la historia que de verdad le interesa. Fotografías inquisitoriales, llenas de
misterios, de historias veladas y desveladas; lienzos de carne que también exhalan una
importante carga física y erótica. El aspecto más inasible, más sentimental, más humano de cada
uno de estos individuos se eleva por encima de todos los demás, justo ése que le es arrebatado,
anulado o arrancado de cuajo entre rejas. Su intimidad. Y sobre ella se proyecta Germán Gómez,
que capitaliza la tensión que se crea y la transforma en algo propio.
Michael Scofield, el protagonista de la televisiva serie Prison Break, emplea como
superficie la totalidad de su cuerpo para tatuarse los planos completos del centro penitenciario en
el que ha sido recluido para poder fugarse. Germán Gómez no usa su piel como soporte; utiliza la
de otros, y al hacerlo no marca el que debe ser su camino de salida, sino un atajo de regreso
hacia sí mismo. Esos son, tal vez sin saberlo, su delito y su condena.
Antecedentes penales
1998. Como en muchos otros casos, un entorno familiar proclive a ello marca la conducta
irregular del afectado. Una sombra desconocida del pasado que cae como una losa sobre el
individuo. Diplomado en Magisterio, en la rama de Educación Especial, y licenciado en Bellas
Artes, cuando Germán Gómez se decantó por la fotografía como técnica recordó un consejo
recibido años antes: “Fotografía aquello que conozcas bien, lo que de verdad sientas como tuyo
propio”1. Como en una obsesión, Germán Gómez se dedicó durante años a retratar al otro, al
diferente, a aquél que más se parecía a aquella voz interior que le obligaba a cuestionarse su
propia realidad. El proyecto Yo, tú, él, ella, nosotros, nosotras, vosotros, vosotras, ellos y ellas
comenzó ingenuamente a desarrollándose como un sendero de búsqueda con la supuesta
objetividad que marcan el reportaje como género y el blanco y negro como técnica, pero acabó
convirtiéndose en un callejón sin salida que exigía llegar al verdadero origen. Las manos se llenan
por primera vez de sangre. Su sangre. Los primeros modelos de Germán Gómez son sus alumnos
de educación especial, con los que tiene en común mucho más que una identificación profesional
(“una proximidad espiritual”, escribió Manuel Sonseca2). El trabajo se desarrolla en cinco fases
consecutivas en las que la implicación obligará a recurrir al color, a los formatos panorámicos; a
pedirle al interlocutor que se sitúe de frente, solo o en grupo; a introducir pequeñas historias; a
recaer –como si de una enfermedad se tratara–, en la indeterminación del desenfoque para poner
el acento no en el individuo, sino en la universalidad y plasticidad de los contenidos; a teatralizar
las puestas en escena y recurrir al barroquismo caravaggesco; y a terminar acudiendo a los
pilares de la ayuda, a la familia... El esfuerzo dio algunos frutos3, pero, a pesar de todo, el delito
ya estaba cometido.
1
2003. Huir, en ocasiones, suele dar resultado, pero éste no es el caso. Abandonar lo que había
sido una referencia biográfica tan evidente facilitó que el artista siguiera escribiendo su propio
diario fotográfico agazapado en el otro, pero mirando ahora más hacia lo que realmente es uno
mismo y no lo que los demás determinan que puede ser. Los dos dípticos de la serie Docena
nacen tras una estancia de su autor en el extranjero. A la vuelta, algunos rasgos de su estilo, el
modus operandi de Germán Gómez, se depuran, y otros se fijan con rotundidad: el modelo pasa
a ser el individuo masculino, cuya verdad se ofrece desnuda a la cámara y sobre un fondo neutro.
Desde su silencio lleno de trampas, los doce hombres de este conjunto nos ofrecen desafiantes
un estudio pormenorizado de su anatomía, de sus semejanzas y sus diferencias, solemnes, como
si de un friso humano clásico se tratara. Germán Gómez enseña sus cartas, pero se guarda el
mejor as en la manga. Poco tiempo queda para que se produzca el gran golpe de efecto.
2003. Germán Gómez deja pocas pistas en sus declaraciones. Eso sería desnudarse demasiado.
Sin embargo, concluida la serie Yo, tú, él..., el artista admitió con solemnidad: “Su hilo conductor
eran las miradas de los personajes. A través de ellas intento reflejar los sentimientos más íntimos
de unas personas cuya única esperanza es ser queridas, acogidas y aceptadas en una sociedad
que viaja a la velocidad de la luz, sin tener en cuenta muchas veces que no todos podemos ser
tan veloces”4. O, simplemente, que no quieren bailar al mismo son. Igualito que su madre es toda
una declaración de intenciones, un “hasta aquí hemos llegado” sin aspavientos. Roland Barthes
afirmaba reconocer lo que para él significaba su madre justamente en una fotografía de ésta con
cuatro años. Los sujetos que se travisten en mujeres en este otro ataque frontal de Germán
Gómez al espectador muestran una imagen, una identidad que no se corresponde a su nombre de
bautismo, a lo que dice su carnet de identidad, y que se da de bruces contra la rudeza de sus
facciones, el vello de su pecho, la musculatura de sus brazos... ¿Y qué? El resultado es un retrato
duro, atemporal, indeterminado, condenado a ser solamente leída correctamente por autor y
modelo. Pero autentico: “Una es más autentica cuanto más se parece a lo que ha soñado ser”,
decía la Agrado, el personaje transexual de Todo sobre mi madre en la oscarizada película de
Pedro Almodóvar. Todo depende de los ojos del que miran; todo depende de la sinceridad de la
mirada.
2004-2006. Esconderse tras una máscara no cambia los sentimientos de aquél que, portándola,
sigue hurgando en la llaga. Compuestos se basa en un conjunto de retratos fotográficos de
rostros cuyas partes (ojos, narices, bocas, orejas...) provienen de diferentes individuos –trece en
total– que se intercambian e intercalan sus rasgos y sus fisonomías. El resultado, proporcionado y
elegante en la distancia, se muestra distorsionado y tosco de cerca, sensación que se acentúa al
comprobar que las partes han sido cosidas, remachadas, sobrepuestas, ofreciendo sus límites y
sus diferencias. Los títulos son también un reflejo de esta hibridación de personalidades y
recogen los nombres de aquellos que “generosamente” cedieron su ser para conformar uno nuevo
e imposible. En definitiva, esta identificación de Germán Gómez con el Prometeo clásico o el
clásico moderno reinventado por Mary Shelley es una constatación de los mecanismos que rigen
la conformación de nuestra identidad: somos lo que parecemos, lo que aparentamos, lo que
queremos ser y lo que los demás ven en nosotros. Alquimia que se nutre de prejuicios, mentiras,
deseos y aspiraciones. Y, en el centro, lo que no se puede cambiar: la mirada, la entrada a ese
espejo del alma que es el rostro: “No puedo concebir la fotografía sin que sea autobiográfica.
Fotografío como si escribiera un diario, y mi lenguaje ha sido siempre el del retrato. Y en éste me
interesa y me intimida especialmente lo profundo del ojo. Apropiarme de la mirada ha sido y es el
hilo que relaciona mi fotografía y mi vida”. El sentimiento del artista se va haciendo más
evidente, lo que lo hace más vulnerable. Su caída está cercana.
2004. Todo es cuestión de tiempo. Y el tiempo irrumpe con violencia en la serie Del susurro al
grito. Porque quizás es ésta la sustancia con la que uno se relame las heridas. La
tridimensionalidad intuida en el trabajo anterior estalla violentamente en este conjunto.
Fotografías que también asumen la identidad de la escultura. Tiempo y dolor, un binomio poco
recomendable. Germán Gómez se sirve de la impotencia del modelo, de su angustia, para
convertirlas en una imagen múltiple. El rostro del mismo sujeto va cambiando de gesto –del
susurro al grito del título– para materializar y dar forma en imagen a un dolor que va por dentro.
Las distintas partes de la obra vuelven a estar unidas entre sí mediante la costura. El trazo del
hilo evidencia aún más la sensación de cicatriz, de marca eterna. Enfermedades del alma,
secuelas físicas. Pero el artista comete otro error. Los buenos criminales son aquéllos que no
dejan pistas, los que llegan a conocer a la perfección a su víctima sin mantener el más mínimo
2
contacto con ella. Eso podría cambiarle los planes. Eso podría hacerle dudar. Germán Gómez no
sólo escuchó las inquietudes de estos nuevos retratados: se identificó con su dolor; y a ese diario
íntimo en imágenes se le añadieron algunas páginas de papel, escritas de su puño y letra, que, a
modo de cartas, fueron introducidas, escondidas, entre las diferentes partes de cada obra. En
ellas, el artista asumía plenamente la angustia de su víctima. La máscara caía. El retrato robot
del joven creador estaba más que perfilado.
2006. Un intento de fuga. Dibujados5, el proyecto más reciente de Germán Gómez
–en el que todavía está inmerso– marca las pautas para que la fotografía desaparezca y sea
asimilada por el dibujo. Ambas técnicas están estrechamente ligadas, según su autor: “El dibujo
funciona en el arte como la poesía en la literatura: de la cabeza y el corazón a la mano, vibrando.
La foto es el lenguaje de la inmediatez; el dibujo, el de la íntima reflexión”. Ahora es cuestión de
que los cuerpos de los retratados se diluyan entre los trazos marcados por el lápiz; que la línea se
abra camino devorando la imagen; que el dibujo se coma los fragmentos de carne; que se
impongan las violentas costuras, la traslucidez del papel, los remaches metálicos. Destruir más
que crear, porque la identidad también está ligada a cuestiones como la fragilidad y la caída, a la
dura confrontación entre realidad y deseo, a la sucesión de agresiones y caricias. Pero el reloj se
paró.
Demasiados errores. Demasiados remiendos. Demasiadas cartas boca arriba. El delito ya se
consumó. La decisión ya está tomada. Debemos condenar y condenamos a Germán Gómez. Él
mismo ha alegado en su defensa ser incapaz de dejar de hacer lo que hace –¿enajenación
mental?, ¿manía persecutoria?, ¿paranoia?– y que sus acciones van conformando un diario íntimo
con el que se define y se retrata en persona. Son las páginas de una autobiografía escritas a
partir de la asimilación de los demás. Ante tales evidencias, la pena de Germán Gómez no puede
ser otra: el joven artista está condenado a la cadena perpetua, a buscarse a sí mismo de por
vida, o lo que es peor, a que a su osadía sólo la ponga fin lo inevitable: su propia muerte. Pena
de muerte.
Javier Díaz-Guardiola
NOTAS
1.-Estas palabras le fueron dichas a Germán Gómez por Cristina García Rodero durante un curso de verano impartido por
la Universidad Complutense en El Escorial, tal y como él mismo recuerda en el texto para el catálogo de la muestra Los
géneros. El cuerpo. Conceptos y representaciones (2004). Celebrada en la Sala Alcalá 31 de la CAM.
2.-Texto del díptico de la exposición sobre el mencionado proyecto celebrada en la Sala Avenida de América, 13, de
Madrid, en 2001.
3.-Por este trabajo, Germán Gómez fue seleccionado en la muestra Generación 2001 de CajaMadrid y fue galardonado
con el Primer Premio Nacional de Fotografía INJUVE 2001.
4.-Cita recogida por José Marín-Medina en el texto del catálogo de la muestra Los géneros. El cuerpo. Conceptos y
representaciones (2004)
5.-Su presentación tuvo lugar en las páginas del suplemento cultural ABCD (número 769 del 28 de octubre de 2006).
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