Hoy, con la necesaria distancia que siempre imprime el paso del

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Otra vez mi cabeza corre más que mis palabras... Intentaré centrarme
en mi labor en la Real Fábrica de Santa Bárbara sin que otros
pensamientos interrumpan la coherencia de mi discurso.
H
oy, con la necesaria distancia que siempre imprime el paso del
tiempo, me parece que el día 3 de enero de 1775 supuso un quiebro
en mi vida. Obviando el desagradable capítulo de las pinturas de la
Basílica de Nuestra Señora de El Pilar que tendría lugar, como ya he
relatado, cinco años más tarde, ahora veo claramente que hay un antes
y un después de ese mes de enero. Unos meses antes, el mismísimo pintor
de cámara del monarca Carlos III visitó Zaragoza. Durante una de
las jornadas que permaneció en nuestra ciudad, Antón Rafael Mengs
pudo contemplar el ciclo que sobre la Vida de Nuestra Señora había yo
terminado en la cartuja de Aula Dei. A juzgar por los acontecimientos
posteriores, aquel trabajo debió de resultar de su agrado ya que,
respondiendo a su requerimiento, a principios del año de 1775 partimos
mi querida Josefa y yo rumbo a Madrid, a la corte. Hoy sé que aún
pasarían años hasta que pudiese poner mi arte al servicio de los reyes
y codearme con los mejores pero, aquel día, conforme veía alejarse
Zaragoza, sentí que daba el primer paso para cumplir el que era por
aquella época mi gran sueño: convertirme en pintor del rey.
Viendo lo que llegué a ser, los grandes personajes a los que con el paso
del tiempo llegaría a retratar, parece mentira que en aquel momento
empezara desde ocupación tan humilde. Y es que comencé mi andadura
en Madrid desde el más bajo de los escalones, pintando cartones para
los tapices que más tarde decorarían las estancias reales. Doce largos
años de mi vida pasé pintando bocetos en la Real Fábrica de Tapices de
Santa Bárbara; desde aquel enero de 1775 hasta el invierno de 1792,
aquel maldito invierno en que la enfermedad me tuvo postrado meses en
cama, además de arrebatarme la audición para siempre.
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Si mi memoria y mis conocimientos no me fallan, creo recordar
que, cuando yo me incorporé, la Real Fábrica de Tapices llevaba ya
funcionando más de cincuenta años. Sus tapices estaban destinados a
decorar los palacios y sitios reales madrileños que, en aquel momento
y bajo el reinado de mi añorado Carlos III, estaban reformándose o
construyéndose. Fueron muchos, muchísimos los cartones que esbocé en
aquellos años, más de sesenta. Desde el primer momento se me insistió
en que el deseo de nuestro Rey era que sus alcobas y salas estuvieran
engalanadas con lo propio, con lo castizo, con lo español; los tipos
populares, los majos y majas, la vida cotidiana, debían centrar mis
creaciones. Elegir los motivos, pues, no fue muy complicado, ya que me
venían impuestos por expreso deseo real. Lo que sí resultó más complejo,
una vez más, fue encontrar un estilo, una manera de pintar, que
satisficiera el gusto más bien clásico de Mengs pero que me permitiera,
al mismo tiempo, ser fiel a mi propia manera de pintar, a todo aquello
que había aprendido en Italia. Además, en ningún momento podía
olvidar que el objetivo último de mi cartón era convertirse en un tapiz
cuya finalidad era la de entretener y despertar la curiosidad de aquel que
lo contemplase.
Sin embargo, como recién llegado, en un principio no se me permitió
trabajar solo y, así, el primero de mis encargos lo tuve que hacer en
colaboración con mi cuñado Ramón y siempre bajo la atenta supervisión
de mi también cuñado, y mentor, Francisco. En aquella época nuestro
Rey, gran amante de la caza, solía abandonar la capital y establecer la
corte durante los meses otoñales en el real sitio de San Lorenzo de El
Escorial, que disponía de un gran coto; hubo que renovar gran parte de
los aposentos de aquel palacio, que hasta ese momento habían estado
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reservados para la servidumbre, y nuevas estancias suponían nuevos
tapices. Como no podía ser de otra forma, el motivo principal elegido
fue la caza. Creo recordar que el destino de estos primeros tapices fue
el comedor escurialense de los Príncipes de Asturias y, a juzgar por el
permiso que se me concedió desde aquel momento para crear cartones
de mi invención, ya libre de la supervisión de mi cuñado, el trabajo
complació a los monarcas en gran manera.
Mis siguientes encargos tuvieron como destino los aposentos y salas
del palacio de El Pardo. Allí se instalaba la corte desde el día posterior
a la festividad de los Reyes Magos hasta el Domingo de Ramos. Eran
muchos meses, y la corte era extensa, por lo que hubo que ampliar el
palacio original y cubrir las nuevas paredes con nuevos tapices. En este
caso, y como corresponde a un palacio de tal ubicación y finalidad, todas
las escenas debían tener como pilar principal las diversiones populares
y el ocio campestre que servía de eje a la vida palaciega. Los primeros
bocetos estaban destinados nuevamente al comedor de los Príncipes
de Asturias, y para ellos elegí personajes locales, majos y majas, todos
inspirados en estampas que pude observar. Procuré reflejar no sólo tipos
castizos, de la corte, sino personajes procedentes de toda la geografía del
reino. Reconozco que en estos primeros cartones todavía no me sentía
con la libertad suficiente para pintar a mi manera, para crear sin sentir
el yugo de la supervisión de mi cuñado, tal vez por temor a que mi
pintura no fuera entendida. Es por ello por lo que estas primeras escenas
denotan todavía tanta rigidez y presentan los personajes contorneados
con una pincelada cerrada, neta, todo tan alejado de mi gusto...
interactuaban, y la gama cromática era más extensa, más colorista,
más variada. Comencé a ampliar las escenas, buscando más de un
centro de atención, elaborando varios focos, confiriendo dinamismo y
calidades a los objetos. Admito que en alguna ocasión me propasé en
la permisividad, incluso olvidaba que mis cartones no eran obras en sí
mismas sino modelos, esbozos que debían servir a otros para elaborar el
resultado final. Supongo que ese fue el motivo por el que se me devolvió
en primera instancia El ciego de la guitarra, pidiéndome más claridad en
los contornos para facilitar el trabajo de los tejedores.
No obstante, yo estaba decidido a terminar con esta tendencia arcaica
de pintar y confiar más en mi propio criterio, así que en mi siguiente
encargo, la decoración del dormitorio y antedormitorio de los Príncipes
de Asturias, aposté definitivamente por un estilo más personal, menos
hierático, en el que las figuras que plagaban las escenas se comunicaban,
Quizá fuese este giro que di a mi manera de pintar, además de mi
buen hacer a gusto del monarca, lo que me permitió por fin alcanzar el
objetivo con el que me había trasladado a Madrid: ser nombrado pintor
de rey. Esto sucedió en 1786, fecha que recuerdo sin duda por ser de
cosa tan anhelada, y mi primer encargo tras el nombramiento fueron
varios cartones para la sala de conversación del palacio de El Pardo.
“Pinturas de asuntos jocosos y agradables que se necesitan para aquel
Sitio” fueron las palabras exactas que lo definieron, las recuerdo como
si se me estuvieran diciendo ahora mismo. ¿No es increíble que recuerde
estas palabras con tanta nitidez, aun habiendo sido dichas hace casi
treinta años, y, sin embargo, me cueste acordarme de lo acontecido
ayer? Es incomprensible la mente humana... Por ser, como he dicho,
mi primer encargo como pintor del rey me esforcé especialmente en su
ejecución. Creo que fueron trece los cartones que realicé para esta serie,
entre ellos cuatro alegorías, cuatro escenas simbólicas que representaban
las estaciones del año. Dos de ellas tenían como protagonistas a la
aristocracia y, las otras dos, retrataban a los aldeanos en sus quehaceres.
Sin embargo, en la correspondiente al invierno, quise ir un poco más
allá y no representar únicamente las características de esa época del año
sino también la dureza con la que la sufren los campesinos y la gente
de a pie. Si tomé esta decisión fue porque mi reciente nombramiento
me dio no sólo confianza en mi arte, sino también una cierta seguridad
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para tomar riesgos y tratar de utilizar mi pintura para algo más que
decorar estancias. Quise dotar a mi obra, en la medida de lo posible, de
un significado social, de un mensaje sutil pero presente a través del cual
dejar patente mi visión del mundo, casi siempre crítica. Esta voluntad
la reflejé también en algún otro de los cartones del encargo, incluso
con alguna triquiñuela como hice con el de los albañiles, y, a partir de
entonces, en gran parte de mi obra. La necesidad de narrar, de dejar
constancia y de denunciar lo que veían mis ojos y sufría mi entendimiento
se convirtió en mí en una necesidad inherente a la de pintar.
Tiempo más tarde se me confió la creación de escenas representativas
de la feria de San Isidro con destino al dormitorio de las hijas de los
Príncipes de Asturias. Intenté idear una escena grandiosa, cuyas
figuras y paisajes pinté prácticamente del natural. Recuerdo aquella
época con mucha confusión ya que mientras esbozaba aquella serie
los acontecimientos políticos se precipitaron; tristemente, y tras una
breve e inesperada enfermedad, pocos días antes de la Navidad del año
1788, de madrugada, Su Majestad Carlos III abandonaba este mundo.
Los Príncipes de Asturias volvieron precipitadamente a Madrid y
entonces, toda mi vida cambió. En el mes de abril fui nombrado pintor
de cámara de Su Majestad, el rey Carlos IV, y confié, ahora lo puedo
decir, en que nunca más tendría que esbozar un cartón. Pero la vida es
caprichosa, y cuando creía cerrado aquel capítulo, se me encargó una
serie de doce cartones para la decoración del despacho real en el palacio
de El Escorial. “Escenas campestres y jocosas” debían cubrir las paredes
de aquella sala. En un principio osé rechazar el encargo, no en vano
consideraba que había cumplido con creces con aquella labor impropia de
un pintor de cámara, pero el mismo Rey me amenazó con suspenderme
de mi sueldo si no colaboraba en él. Acepté, pero ese invierno, el de
1792, caí enfermo y nunca pude terminar aquella serie. La enfermedad
me excusó de seguir con los cartones, pero mil cartones más habría
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pintado a cambio de no sufrir aquel dolor ni la sordera que me provocó,
que me hace vivir encerrado en mí mismo desde entonces.
¿Por dónde iba? Ah, sí. Cartones. Cartones para tapices. Los
nombres de aquellos cartones y esbozos se mezclan en mi cabeza; fueron
tantos que mi mente se siente incapaz de ordenarlos: La nevada, El
quitasol, Caza con mochuelo y red, El pelele, Paseo por Andalucía, La
Pradera de San Isidro, La boda, La caza de la codorniz, La merienda
a orillas del Manzanares, La novillada, La vendimia, La feria de
Madrid... Ha pasado tanto tiempo... Sólo queda la tristeza que todo lo
empaña y confunde.
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ero si muchos fueron los cartones para tapices que pinté a lo largo
de mi vida, nada puede compararse en número con los innumerables
retratos que, a lo largo de mi dilatada trayectoria como pintor, he tenido
la suerte de ejecutar. Si tuviera que enumerar todos aquellos que han
sido inmortalizados con mi paleta, jamás acabaríamos esta conversación.
Y cuando digo suerte, no me refiero sólo a la importancia política,
social o sentimental que tenían aquellos que para mí posaron; me refiero
también a que todos estos retratos me permitieron emular a mi admirado
Velázquez, el más grande pintor cuya obra yo haya contemplado.
Ahora veo que, para mí, retratar significó mucho más que el simple
hecho de pintar; en aquel momento significó y me permitió, tras muchos
años, liberarme del lazo que tan estrechamente me unía con mi cuñado
Francisco. También con ese objetivo solicité el día 5 de mayo de 1780
mi ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando,
honor que se me concedió sólo dos meses después y que me confería la
capacidad de recibir encargos directamente.
Una vez conseguida mi independencia como pintor, uno de mis más
importantes valedores como retratista en Madrid fue Gaspar Melchor
de Jovellanos, a quien me unía, además de la mutua admiración por el
maestro sevillano, una grandísima y sincera amistad. Gracias a él y a
su entonces secretario, Juan Agustín Ceán, conseguí diversos encargos
que me hicieron bien conocido en los círculos de la nobleza madrileña,
llegando a convertirme en un retratista bastante requerido y, por qué no
decirlo, cotizado. A ambos retraté en su momento, siguiendo mi costumbre
de retratar a mis más preciados amigos, como también hice con mi amigo
de siempre y confidente Martín Zapater, a éste en dos ocasiones.
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De esta primera época he de agradecer también el apoyo y la
confianza que en mí y en mi pintura depositaron los duques de Osuna,
en especial la duquesa María Josefa, mujer culta y avanzada para su
época, gracias a quien obtuve multitud de encargos no sólo para su
familia sino para demás conocidos. No por nada el retrato que realicé de
ella y su familia es uno de mis más preciados.
Sin embargo, y a pesar de mi éxito como retratista de la nobleza,
algo impedía que estuviese satisfecho: mis aspiraciones a convertirme
en primer pintor de cámara del rey, máximo reconocimiento al que
puede aspirar un artista, parecían esfumarse con el paso del tiempo,
provocándome una desalentadora sensación de impotencia al ver como
mi carrera se estancaba.
Sabía que no era suficiente con retratar a la nobleza. Si algún día
quería llegar a ser retratista de Su Majestad, mi pintura debía llegar
hasta el monarca a través de sus más allegados o, al menos, a través de
aquellos con los que yo tenía ocasión de relacionarme. Fue entonces, en
1783, cuando, casi providencialmente, recibí el encargo de retratar al
conde de Floridablanca, por entonces primer ministro del rey Carlos III.
Era un retrato al uso en el que, además de requerir destreza técnica,
debía mostrar la grandeza del retratado y de lo que representaba, y en él
vi una buena oportunidad para ganarme la confianza del monarca y ser,
por fin, nombrado pintor del rey.
Parecía que la suerte empezaba a sonreírme y, al año siguiente,
además de ser bendecido con el nacimiento de mi hijo Javier, obtuve el
encargo de retratar a la familia del infante don Luis, hermano menor del
monarca. Conocido es mi aprecio por esta familia, no sólo por el infante
y su esposa María Teresa, aragonesa como yo, sino también por sus dos
hijas. De hecho, el retrato que años después realicé de la menor de ellas,
que ostentaba entonces el título de condesa de Chinchón, ha estado
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siempre entre mis preferidos. La imagen de esa muchacha, esposa de
Manuel Godoy y por entonces embarazada, no pudo sino despertar en
mí una profunda ternura, más aún sabiendo el tipo de personaje que era
su marido a quien, por cierto, también retraté.
Pero, en fin, eso sería mucho más tarde... El caso es que ambos
retratos tuvieron la repercusión esperada y conseguí ser nombrado pintor
del rey un par de años después. Sin embargo, aún habría de esperar otro
par de años más para tener el honor de retratar a Su Majestad Carlos
III, a quien inmortalicé cazando en varias ocasiones, la última en 1788,
pocos meses antes de su inesperado fallecimiento.
La sucesión supuso para mí un ascenso en el escalafón de pintor
palaciego, ya que sólo cuatro meses después de la subida al trono
de Carlos IV se me concedió el título de pintor de cámara. Este
nombramiento me situaba a un paso de alcanzar la gloria como artista,
ser nombrado primer pintor de cámara, hecho que sucedió el 31 de
octubre de 1799. Quién me iba a decir en aquel momento que veinticinco
años más tarde mi único deseo sería jubilarme y poder así desligarme
completamente de la corte.
Durante los casi cuarenta años que he puesto mi arte al servicio de la
monarquía, he tenido la ocasión de retratar a tres de nuestros soberanos:
Carlos III, Carlos IV y a nuestro actual rey, Fernando VII. La pronta
muerte de Carlos III y el poco aprecio que a mi pintura y a mí, sospecho,
tiene el rey Fernando, centran mis retratos reales en la familia del
difunto Carlos IV y su esposa, María Luisa de Parma.
Ya en los albores del nuevo siglo, realicé un retrato colectivo de
inmensas dimensiones teniendo como escenario los salones del Real
Palacio de Aranjuez. Al tratarse de un grupo numeroso no quise
importunar a los protagonistas con largas y tediosas sesiones, de ahí
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que decidiera realizar en un primer momento retratos individuales,
para luego, ya en mi taller, reunirlos todos en un mismo lienzo. Confío
en haber logrado la meta que me propuse al comenzar este importante
encargo: mostrar una monarquía solemne y poderosa pero a la vez afable
y cercana con su pueblo.
Pero si con alguna obra mi ego de pintor se ha visto colmado, esa
ha sido el retrato de una dama cuya identidad prefiero, por razones
obvias, llevarme a la tumba. Aunque no sea tanto esa identidad lo que
le confiere, a mi entender, tanta excelencia sino la posibilidad que se me
brindó de emular en él al más grande artista que este reino ha tenido.
Y es que, ¿no era esta mi meta, seguir la senda del gran retratista de
Felipe IV? Años después pintaría otro retrato que le haría pareja pero
que, aunque sea ir contra mi propio talento, en mucho tiene que envidiar
al original. También es verdad que ni el ánimo ni el objetivo eran
entonces los mismos, puesto que este segundo cuadro debía formar parte
de un artilugio creado para entretenimiento de su dueño. No obstante, y
a pesar de los problemas que en un futuro me ocasionaría este preciado
retrato, jamás me arrepentiré de haberlo ejecutado.
Aunque si ahora, ya con la muerte merodeando, tuviera que salvar
una de todas las efigies que he tenido el privilegio u obligación de
pintar, no sería ésa la que salvase sino otra, sin duda; y no tendría
que ir muy lejos tampoco, ya que jamás me he desprendido de ella.
Salvaría el retrato de Cayetana, duquesa de Alba, cuya presencia me ha
acompañado desde aquel año de 1797 en que lo pinté. Y ojalá no fuera
sólo el retrato lo que pudiera elegir, sino también la compañía real,
cercana, de mi adorada Cayetana. Cayetana... A la tumba he de irme en
silencio tras mencionar tu nombre porque, ni siquiera aquí, daré el gusto
a más de uno de saber la naturaleza de nuestra amistad. Eso será algo
que quede tan sólo entre nosotros dos y mi pintura.
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No querría terminar este capítulo de mi vida sin referirme a quien
ha sido, sin duda, el personaje al que más fielmente y más veces he
retratado a lo largo de mi ya demasiado dilatada carrera: yo mismo. Y
es que con quién mejor que conmigo mismo podía ensayar sin ofender,
con quién mejor podía reflejar mi convencimiento de que el pintar es la
más noble de las artes... Así, algunas veces he introducido mi rostro en
escenas que a mi vida eran totalmente ajenas, pero otras me he retratado
ejerciendo el nobilísimo arte del pintar. Y otras, innumerables otras
veces, simplemente he practicado, hasta la saciedad, conmigo mismo,
sólo con mi faz...
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CAPÍTULO 02
OBRA REPRESENTATIVA
El retrato individual
La capacidad y versatilidad del pintor aragonés a la hora de plasmar las cualidades y naturaleza de sus
retratados siempre fue una constante en toda su producción. En su afán por abrirse camino dentro de la
corte madrileña, Goya siempre trató de poner sus pinceles a disposición de los nobles mejor posicionados
dentro de los círculos de poder, pintando para ellos retratos cargados de solemnidad y magnificencia.
Junto a ellos, otros retratos en los que un Goya mucho más personal y próximo al espectador nos muestra
el talante y la singularidad de sus protagonistas, más allá del título o cargo que ostentaran los retratados.
Retrato del conde de Floridablanca
Fecha: 1783
Ubicación: colección particular
Técnica: óleo sobre lienzo
Dimensiones: 260 x 166 cm
El retrato representa a don José Moñino y Redondo,
I conde de Floridablanca y ministro de Carlos III, cargo que
ostentaba en el momento en que fue inmortalizado por
Goya. El protagonista es presentado en toda su dignidad,
de pie y dirigiendo su mirada hacia el espectador con cierto
aire de orgullo; a su lado, el propio Goya le muestra un
lienzo que sostiene entre sus manos —probablemente el
retrato que estaba ejecutando—. Sin embargo, más que
reflejar la personalidad del retratado, Goya busca en esta
obra destacar su elevada posición social. El conde aparece
ataviado con un elegante traje de terciopelo rojo y, sobre
él, la banda de la Orden de Carlos III cruzándole el pecho.1
El detallismo con el que han sido pintados los bordados
y encajes de la vestimenta refleja el empeño del maestro
aragonés por mostrar su excepcional destreza en el manejo
de la técnica pictórica. Esta habilidad queda también
patente en el especial uso que hace de la luz, creando un
foco central que resalta la figura del retratado y dejando el resto de los elementos que le rodean en
segundo plano.
Con el objetivo de ofrecer al espectador información sobre la destacada posición en asuntos de Estado
del protagonista, Goya utiliza también la escenografía que enmarca la escena, en la que incluye detalles
de especial relevancia y significación:
•
Tras el conde aparece otro personaje diseñando los planos del Canal Imperial de Aragón (aparecen
en la mesa y esparcidos por el suelo), del que Floridablanca fue uno de los principales impulsores.
1
Con la distinción de la Orden de Carlos III se condecoraba a aquellas personas que hubiesen destacado especialmente por sus buenas acciones en beneficio de España y la Corona.
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• En la pared, un retrato oval de Carlos III alude precisamente a su especial vínculo con el monarca
ilustrado, al ser uno de sus más allegados ministros.
• Finalmente, gruesos cortinajes cierran el espacio, recurso muy utilizado en los retratos oficiales de
la nobleza y realeza (ya que su simbología se relacionaba con el poder), dejando un espacio a la
izquierda donde parece abrirse una ventana.
La gama cromática, bastante fría, contribuye a destacar la presencia del conde, cuya indumentaria, en
rojo, se contrapone al colorido general de la obra.
Retrato de Gaspar Melchor de Jovellanos
Goya en directo
El Museo de Zaragoza (sito en la Plaza de los Sitios n.º 6) posee entre sus fondos varios retratos del
pintor aragonés, entre ellos un retrato de Carlos IV y otro de María Luisa de Parma, datados ambos en
1789, así como uno de su heredero, Fernando VII.
• Horario: de martes a sábado de 10 a 14 horas y de 17 a 20 horas; domingos y festivos únicamente
en horario de mañanas.
• Teléfonos: 976222181 y 976225282
• Entrada gratuita.
Fecha: 1798
Ubicación: Museo Nacional del Prado
Técnica: óleo sobre lienzo
Dimensiones: 205 x 123 cm
El protagonista de este retrato es Gaspar Melchor de
Jovellanos, protector y amigo personal de Goya y uno de los
personajes más influyentes dentro del panorama cultural y
político del momento.
Jovellanos aparece en su despacho, sentado en una silla
junto a su escritorio, repleto de documentos y sobre el que
se ubica una estatua de Minerva, diosa romana de las artes
y la sabiduría, en alusión directa a sus virtudes intelectuales.
El pintor lo presenta en una actitud melancólica y pensativa,
apoyando la mejilla en su mano izquierda mientras, con la
mano derecha, sostiene un papel en el que puede leerse
“Jovellanos por Goya”. Esta inscripción, recogida en un
elemento de la escena, hace las veces de firma del autor, algo
bastante frecuente en las obras de la época.
La sencilla vestimenta del retratado, exenta de cualquier condecoración, contrasta con el lujoso
mobiliario de la estancia en la que se encuentra, que alude al destacado cargo que ostentaba en ese
momento: ministro de Justicia. Todos los elementos descritos reflejan claramente el perfil humano del
retratado, que se enfatiza por encima de la importancia de su posición social, mostrando su lado más
sensible, lejos de los estereotipos oficiales, a diferencia de lo que sucede en el retrato del conde de
Floridablanca.
La gama cromática empleada muestra una sutil combinación de verdes, amarillos, grises y pardos,
dotando a la escena de una calidez muy acorde con la naturaleza del protagonista. Respecto a la técnica
pictórica, la obra muestra una factura suelta, vivaz y casi “improvisada”, como se observa en la mesa o en
el sillón, pero capaz a la vez de ofrecer una excepcional calidad de las telas.
En 1802, el lienzo fue regalado por el propio Jovellanos a su amigo Juan José Arias Saavedra,
permaneciendo en manos privadas hasta 1974, momento en que el Estado lo adquirió con destino al
Museo Nacional del Prado.
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CAPÍTULO 02
OBRA REPRESENTATIVA
El retrato colectivo
Dentro de la abundante producción artística de Goya, el retrato representa, sin duda, el género que
más fama y reconocimiento le ocasionó a lo largo de su trayectoria artística, convirtiéndose, además,
en su principal fuente de ingresos. Su incesante empeño por entrar en la corte como retratista le llevó
a relacionarse con las más altas capas de la sociedad española, poniendo a su disposición la maestría y
versatilidad de su pincel. Dicha versatilidad queda perfectamente plasmada en sus retratos de grupo a
través de la facilidad para adaptarse a la naturaleza de los protagonistas, creando, por un lado, obras de
gran solemnidad y distinción, como es el caso de los retratos oficiales de la monarquía, mientras que en
otras ocasiones su estilo es mucho más amable y cercano.
La familia de Carlos IV
Fecha de ejecución: 1800-1801
Ubicación: Museo Nacional del Prado
Técnica: óleo sobre lienzo
Dimensiones: 280 × 336 cm
Dentro de la serie de retratos colectivos que
Goya pintó para la realeza, La familia de Carlos
IV es, sin duda, uno de los más paradigmáticos;
a diferencia de los tradicionales retratos de
aparato, esta obra carece de un foco de atención
principal y presenta de manera ordenada a todos
los miembros de la familia real en un ambiente
austero, casi “doméstico”. Sin embargo, parece
que la intención del pintor es realzar la figura de la
reina María Luisa de Parma, a quien coloca en el centro de la escena. En una pose un tanto maternal, la
reina se sitúa entre dos de sus hijos: la infanta María Isabel, a la que pasa su brazo sobre sus hombros, y el
infante don Francisco de Paula, al que lleva de la mano.
A la izquierda de la infanta se sitúan el príncipe de Asturias, que será el futuro rey Fernando VII, sujetado
por la espalda por el infante don Carlos. A la derecha, la infanta María Luisa con su marido, el duque de
Parma, lleva en brazos al pequeño infante Carlos Luis. Al fondo se encuentran los hermanos del rey y, junto
al príncipe de Asturias, una joven elegantemente vestida cuyo rostro aparece oculto, recurso empleado
por Goya para poder, el día que el heredero contrajera matrimonio, incluir a su esposa en el cuadro familiar
sin tener que hacer grandes modificaciones.
El recuerdo de Las Meninas de Velázquez se hace patente en esta obra en varios aspectos, como en la
sobria atmósfera que envuelve la habitación, decorada con cuadros, o quizás el más llamativo de todos: la
inclusión del autorretrato del artista en el ángulo izquierdo de la escena, pintando sobre un gran lienzo y
dando la espalda a la familia real, al igual que lo hiciera Velázquez en su famoso cuadro.
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Aunque en la escena los protagonistas aparecen todos juntos, en realidad Goya los retrató de manera
individual y los reunió posteriormente en el lienzo. A pesar de esto, la escena goza de una increíble
inmediatez, como si de una fotografía se tratara, consiguiendo centrar la atención del espectador en los
rostros, entre los que destaca el del monarca Carlos IV, que refleja un carácter bondadoso y sereno que
contrasta con la aguda mirada su mujer, cuya fuerte personalidad ejerció una gran influencia sobre él.
La pincelada suelta, como se aprecia en las borlas del cojín, contrasta con el detallismo de las
transparencias de los encajes en cuellos y puños. Asimismo, la suavidad de la gama cromática elegida
contribuye a remarcar la amabilidad y cotidianidad de la escena, sin por ello restar un ápice de dignidad
y distinción a los protagonistas.
Asimismo, esta sensación de cercanía se ve “equilibrada” gracias a los lujosos ropajes de seda y las
abundantes joyas y condecoraciones que portan los protagonistas ―los varones van ataviados con la
Orden de Carlos III y las mujeres posan con la banda de María Luisa— poniendo el pintor en estos detalles
todos los recursos de su maestría a fin de representar a la familia real en toda su dignidad.
La familia del duque de Osuna
Fecha de ejecución: 1788
Ubicación: Museo Nacional del Prado
Técnica: óleo sobre lienzo
Dimensiones: 225 × 174 cm
Se trata de uno de los retratos colectivos más
apreciados por el pintor aragonés al tratarse de una
familia con la que mantuvo una gran amistad. Los
duques de Osuna se convirtieron en sus mecenas y
protectores, brindándole una excepcional ayuda a
la hora de abrirse paso como artista en la capital del
reino, llegando a ser el retratista más solicitado de
la nobleza y la burguesía, algo que le facilitó en gran
manera su ascenso dentro de la corte madrileña.
El cuadro muestra al matrimonio de los duques de
Osuna, don Pedro Téllez Girón, IX duque de Osuna, y
doña Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de
Benavente, junto a sus cuatro hijos. El duque aparece
de pie vestido con uniforme mientras la duquesa
posa sentada, vestida a la moda francesa y abrazando
cariñosamente a su hija Joaquina, magníficamente retratada años después por Goya convertida ya en
marquesa de Santa Cruz. La primogénita de los duques, Josefa Manuela, de la mano de su padre, ocupa
el extremo derecho del cuadro; ésta, al igual que su hermana, sería también inmortalizada por el maestro
aragonés, ya como duquesa de Abrantes. En el ángulo izquierdo de la composición se encuentra el heredero
del título, Francisco de Borja, montado en un bastón a modo de caballo, y delante de él, sentado, Pedro de
Alcántara, quien años después sería nombrado director del Museo Nacional del Prado.
En lo que respecta al espacio en el que se ubican los personajes, Goya vuelve a utilizar un fondo
neutro sobre el que se recortan las figuras, siguiendo así la costumbre de centrar todos los recursos en
los retratados. Llama la atención la minuciosidad del pintor a la hora de retratar a los hijos de la pareja,
algo poco corriente en los retratos de la época, en los que los niños no solían tener protagonismo alguno;
en este caso, se puede observar no sólo el cuidado con el que tanto sus rostros como vestimentas son
representados, sino también el detalle a la hora de mostrar a los pequeños en actitud de juego.
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CAPÍTULO 02
FICHA TÉCNICA
El tapiz y los cartones
A su llegada a la corte, la primera labor que ejerció Goya al servicio de los monarcas fue
la elaboración de cartones que sirvieran de modelo a los tejedores de tapices de la Real
Fábrica de Santa Bárbara.
El tapiz es una obra realizada en tejido en la que se pueden reproducir figuras y escenas
como si de un cuadro se tratase utilizando hilos de colores. Ya desde la Antigüedad estos
paños eran utilizados para decorar las paredes de las estancias de las casas y así, a la vez
que enriquecían la estancia, la protegían del frío.
La elaboración de los tapices era muy costosa debido a que era un proceso totalmente
manual y al elevado precio de los materiales que se utilizaban. Por este motivo, los tapices
se convirtieron en piezas muy codiciadas y sólo al alcance de las clases más elevadas de
la sociedad.
Proceso de elaboración de un tapiz
Preparación de los modelos. Los cartones para tapiz
Antes de comenzar a tejer, era necesario que el pintor elaborara un modelo de la escena
sobre papel o lienzo para que el tejedor pudiera copiarlo y así confeccionar con precisión
el tapiz. Este modelo para la elaboración del tapiz recibe el nombre de cartón. Antes de
pintar el cartón, el artista debía preparar un pequeño boceto a escala para su aprobación
por el cliente; una vez dado el visto bueno, se tomaban las medidas de la pared que iba a
ser decorada para hacer el cartón al mismo tamaño que después debería tener el tapiz.
La elaboración del tapiz
Los tapices se elaboran en telares, unas estructuras de madera donde se coloca la
urdimbre, un conjunto de hilos paralelos dispuestos en sentido longitudinal. El tejedor utiliza
un instrumento llamado “lanzadera” para realizar las denominadas “pasadas”, es decir,
para introducir los hilos de colores que, cruzados y entrelazados con los de la urdimbre,
reproducirán la imagen del cartón que se utilice como modelo. Este cartón se coloca debajo
o detrás de la urdimbre, dependiendo del tipo de telar empleado (de alto o bajo lizo).
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A cada pasada decorativa le sigue otra en hilo de algodón que forma la trama propiamente
dicha del tejido. Inmediatamente después, se da una nueva pasada de hilos de color seguida
de otra de hilo de algodón y así sucesivamente. El fondo del tapiz suele estar constituido
por una tela de seda que recibe el nombre de tafetán.
Cartones para tapices de Goya
La mayor parte de estos cartones se encuentra actualmente en el Museo Nacional del
Prado, aunque existen algunos bocetos en pinacotecas de otras naciones. Los tapices que
se tejieron sobre ellos son menos conocidos, ya que en muchos casos siguen decorando
estancias privadas en los palacios y residencias reales de España. Es irónico que la situación
se haya invertido ya que, hoy en día, la obra de Goya, esto es, el cartón-boceto, ha adquirido
mucho más valor que la obra final, el tapiz.
Francisco de Goya desempeñó su labor como pintor de cartones en la Real Fábrica de
Tapices de Santa Bárbara durante dos periodos distintos, desde su llegada a la capital en
1775 hasta 1780 y entre 1786 y 1792.
Puede consultarse más información sobre los cartones para tapices de Francisco de Goya
en la web del Museo Nacional del Prado: http://www.museodelprado.es/goya-en-el-prado/
Los cartones para tapices que realizó durante estos periodos están organizados, a grandes
rasgos, en cuatro series, cada una con diferente número de obras y temática pero todas
ellas con características comunes, como la presencia de asuntos campestres y relacionados
con la diversión popular.
GLOSARIO
• Primera serie (1775)
• Temas de caza para el comedor de los Príncipes de Asturias (futuros reyes Carlos IV
y M.ª Luisa de Parma) en El Escorial.
• Segunda serie (1776-1780)
• Diversiones en el campo y las afueras de Madrid para el comedor de los Príncipes
de Asturias en El Pardo.
• Escenas de la feria de Madrid para el dormitorio de los Príncipes de Asturias en El
Pardo.
• Diversiones aldeanas para la antecámara del dormitorio de los Príncipes de Asturias
en El Pardo.
• Tercera serie (1786-1787)
• Las estaciones del año y otras escenas de alcance social, destinadas a la sala de
conversación del palacio de El Pardo.
• Escenas relativas a la feria de San Isidro para el dormitorio de las infantas de España
en el Pardo. Algunos de estos cartones no llegaron a convertirse en tapices.
• Cuarta serie (1791-1792)
• Juegos y aspectos alegres de la sociedad española para el despacho del palacio de
El Escorial de Carlos IV.
Dentro de cada serie hay una clara jerarquía de tamaños y emplazamientos. El tema
principal de cada estancia se desarrollaba en los tapices destinados a las paredes de mayor
tamaño, mientras que en los espacios más pequeños de las sobrepuertas o los sobrebalcones
se solía introducir un tema secundario o subordinado.
Lanzadera: pieza en forma de barco, con un carrete dentro en el que se enrolla el hilo,
que usan los tejedores para tramar.
Pasada: puntada con la que la trama se entrelaza con la urdimbre.
Tafetán: tela delgada de seda, muy tupida.
Telar: máquina utilizada para fabricar tejidos con hilo u otras fibras. Un tejido fabricado con
un telar se produce entrelazando dos conjuntos de hilos dispuestos en ángulo recto.
Telar de alto lizo: aquel telar en el que la urdimbre se coloca de forma vertical, carece de
pedales y la labor se elabora por el reverso de la pieza, por lo que el tejedor suele colocar
delante un espejo para poder ir comprobando el resultado. El cartón se sitúa detrás y,
a modo de guía, se perfilan los contornos principales del dibujo en la urdimbre. Para
confeccionar el tapiz, el tejedor levanta con una mano los hilos de la urdimbre y con la
otra va pasando los de la trama (los hilos de colores y de algodón) entre ellos.
Telar de bajo lizo: aquel telar en el que la urdimbre se dispone en forma horizontal y en
este caso, al contrario que en el telar de alto lizo, sus hilos se separan en dos partes o
lizos manejadas por medio de pedales; de esta manera, el artesano tiene ambas manos
libres para poder trabajar con la trama. En este caso, el cartón que sirve de guía se coloca
debajo de la urdimbre, trabajando así directamente con el modelo, aunque visto por
debajo de los hilos.
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Cartón: dibujo sobre papel o lienzo, a veces colorido, de una composición o figura,
ejecutado en el mismo tamaño que ha de tener la obra de pintura, mosaico, tapicería o
vidriería para la que servirá de modelo.
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Boceto: proyecto o apunte general previo a la ejecución de una obra artística.
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Trama: conjunto de hilos que, cruzados y enlazados transversalmente con los de la
urdimbre, forman una tela.
Urdimbre: conjunto de hilos que se colocan en el telar paralelamente unos a otros en
disposición longitudinal.
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CAPÍTULO 02
ACTIVIDADES
Actividad 1. Los cartones y la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara
En el manuscrito, Goya dice que estuvo 12 años trabajando en la Real Fábrica de Tapices de Santa
Bárbara, pero menciona un intervalo temporal mucho mayor (1775-1792). ¿Se ha equivocado el pintor?
¿Le ha jugado una mala pasada su memoria? Verificad la información y argumentad la respuesta.
Una vez que hayáis resuelto esta pequeña contradicción, prestad atención a las palabras del pintor
sobre la serie de cartones que ejecutó en 1786, tras ser nombrado pintor del rey; Goya comenta su deseo
de incluir cierto aspecto crítico en sus obras y menciona, como ejemplo, el cartón “de los albañiles”, que
confiesa haber realizado, además, “con alguna triquiñuela”. Informaos sobre esta serie, averiguad a qué
cartón se refiere y explicad brevemente cuál fue la triquiñuela a la que se refiere el pintor.
Actividad 2. Los retratos colectivos
Tal y como habéis podido comprobar al leer el manuscrito, la importancia del retrato dentro de la
producción goyesca fue enorme. Según los especialistas, y tal como se desprende de las palabras del propio
Goya, si hubiera que destacar los retratos coletivos más sobresalientes del pintor estos serían La familia
de Carlos IV, La familia del duque de Osuna y La familia del Infante don Luis. Los dos primeros aparecen
estudiados en la ficha de obra titulada retrato colectivo, adjunta a este capítulo. Faltaría por catalogar y
analizar el tercero de ellos. Localizad la imagen, catalogad la obra y analizadla siguiendo los ejemplos de la
ficha de obra.
Actividad 3. El retrato de una dama
Goya dedica un párrafo de sus memorias a una obra de la que nos da algunos detalles pero poco
definidos: tan sólo nos dice que no desea revelar la identidad de la retratada y que en ella lo que buscaba
era emular al gran retratista de Felipe IV. Además, menciona una segunda obra, pareja de ésta, y los
problemas que la obra original le traería en un futuro. Podríais averiguar:
- ¿De qué famoso cuadro del pintor aragonés se trata?
- ¿Qué relación guarda con la obra de este otro pintor tan admirado?
- ¿Qué diferentes identidades han adjudicado la crítica y estudios posteriores a la misteriosa mujer?
- ¿Qué obra hace pareja con ésta y a qué “artilugio” puede referirse Goya?
- ¿Qué problemas le ocasionaría la obra en el futuro?
- ¿Quién es el gran retratista al que se refiere Goya y qué obra suya pudo inspirar este retrato misterioso?
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Una vez resueltas estas cuestiones, recordad incorporar esta obra y la pareja que de ella se menciona
al cuaderno-museo.
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Actividad 4. El retrato de “otra” dama
En el mes de julio del año 1776 “una dama” llegó al Palacio Real de Madrid procedente de Buenos Aires.
Como el rey Carlos III quedó “prendado” enseguida de dicha dama, no dudó en encargar su retrato; según
estudios recientes el autor de dicho retrato es Francisco de Goya. ¿De qué sorprendente retrato se trata?
¿En qué justifican los expertos la atribución a Goya?
Actividad 5. Autorretratos
Goya pintó muchos autorretratos a lo largo de su vida, algunos muy curiosos. Al hacer referencia a ellos
en su manuscrito autobiográfico, emplea las siguientes palabras:
“...algunas veces he introducido mi rostro en escenas que a mi vida eran totalmente ajenas, pero otras
me he retratado ejerciendo el nobilísimo arte de pintar. Y otras, innumerables otras veces, simplemente he
practicado, hasta la saciedad, conmigo mismo, sólo con mi faz...”
De este modo, menciona tres maneras diferentes de autorretratarse: “colándose” en sus cuadros,
ejerciendo el arte de la pintura y autorretratándose sin excusa alguna, esto es, reflejando su rostro. Buscad
un ejemplo de cada una de estas maneras de autorretratarse e incluidlas en vuestro álbum de retratos.
Actividad 6. Un álbum de retratos
Son muchos los personajes a los que Goya hace referencia en este capítulo, principalmente Grandes
de España y personajes ilustres, aunque también algún personaje más cercano. Incorporad sus retratos al
álbum:
-
Gaspar Melchor de Jovellanos
Juan Agustín Ceán Bermúdez
Martín Zapater
Conde de Floridablanca
Condesa de Chinchón
Manuel Godoy
Carlos III
Carlos IV
Fernando VII
María Luisa de Parma
La duquesa de Alba
La “dama misteriosa” (actividad 4)
Actividad 7. Un cuaderno-museo
Continuad incorporando las obras más relevantes de Francisco de Goya a vuestro cuaderno-museo.
Elegid un cartón de cada una de las cuatro series realizadas por el pintor y adjuntadlos al cuaderno.
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En lo que a los retratos se refiere, en este cuaderno sólo incorporaremos los cuadros que no constituyen
un retrato individual, ya que estos formarán parte del álbum de retratos. Buscad los siguientes retratos
grupales e incorporadlos al cuaderno-museo:
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La familia del Infante Don Luis de Borbón
Retrato de la familia del Duque de Osuna
Retrato de la familia de Carlos IV
Tanto al incorporar los cartones como los retratos, no olvidéis incluir junto a cada obra su título, la fecha
de ejecución y sus características técnicas más relevantes (medidas, técnica empleada y soporte).
Actividad práctico-artística
Lo único que necesitaréis para conseguir los 9 puntos de esta actividad es un poco de imaginación y
una cámara fotográfica: desde aquí os proponemos que os pongáis en la piel del pintor y nos enviéis una
fotografía en la que recreéis en grupo alguno de los retratos colectivos realizados por Goya (puede ser
alguno de los que se mencionan en el capítulo o cualquier otro). En la recreación pueden aparecer todos
los miembros del grupo o sólo algunos, todo dependerá del retrato colectivo que hayáis decidido recrear.
Cuanto más trabajada esté la recreación (vestuario, decorados, colorido, iluminación, posturas y gestos,
etc.), más fácil será que os sean otorgados todos los puntos, pero sólo por intentarlo y enviarnos la imagen
ya os corresponderán 3 puntos.
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A la hora de enviar la fotografía (a la dirección asignada por vuestros tutores), tened en cuenta que no
pese demasiado para que no haya problemas con el correo electrónico y adjuntad en todo caso el retrato
original en el que os habéis “inspirado”.
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