el café portugués , el pífano y manet halló en el prado la modernidad

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SEMANARIO VEGAS ALTAS Y LA SERENA - Periódico de Información Comarcal
EL CAFÉ PORTUGUÉS , EL PÍFANO Y MANET HALLÓ EN EL PRADO LA
MODERNIDAD
Antonio Reseco González
Enviado por :
Publicado el : 9/8/2011 11:15:15
En negritas, encabezando el artículo, la página 51 del diario ABC de 11 de octubre de 2003
anuncia uno de los acontecimientos culturales más importantes del otoño. Apenas media
página que nos remite a la crítica más amplia del suplemento cultural. En la fotografía, una
chica rubia, con pantalones y cazadora vaquera, y blusa clara, sostiene en su mano izquierda
una mochila. Mientras, observa un cuadro de Manet
Sólo ella puede precisar su impresión, el enunciado de conclusiones que recorre su cabeza durante
el segundo en que la instantánea la convierte en archivo numerado y, aun más, en objeto de
publicación. Imposible descifrar la crítica, si existe; tampoco la emoción de saberse ante esta
pintura. Pero sigue ahí, observando el cuadro, vigilando al Pífano.
El Museo del Prado inaugura una exposición donde convivirán las obras del parisino con las de sus
maestros, Velázquez y Goya, cuyos lienzos tanto le influyeron y que habitan permanentemente en
este espacio casi sagrado.
Ciento treinta y siete años atrás, el comandante Lejosne envió al pintor un enfant de troupe de la
Guardia Imperial para su retrato. Por entonces, Napoleón III, que planeaba con autoritarismo los
designios de Francia, desconocía que sólo le restaban tres primaveras a ese imperio del que se
autoproclamó emperador, y que la III República esperaba una excusa para cambiar el rumbo de los
tiempos. Probablemente Lejosne era amigo personal de Manet. Probablemente, no. Pero, a pesar
de la espartana educación de Lejosne y sus cortas miras de militar decimonónico, era capaz de ver
más allá que la mayoría de sus compatriotas franceses, críticos de arte. Era capaz de columbrar que
Manet, al igual que esa recua de pintores incendiarios entre los que también se encontraban Monet
y Renoir, y que habían hecho del Café de Guerbois de París su cuartel general, llegaría a
convertirse en una de las grandes figuras del impresionismo. En fin, puede incluso que augurase el
éxito de Manet quien, más de un siglo después, rondaría henchido de gloria por las grandes
pinacotecas del mundo. Y ya nadie se acordaría que fue él, el comandante Lejosne, el que aquel día
cualquiera de 1866 envió al pequeño pífano de la banda de la Guardia Imperial para que el autor
afianzara, a fuerza de gruesas pinceladas, una corriente artística que supuso un impulso para la
pintura de la época.
También probablemente, aquel muchacho, con el sentido del deber que imprime la vida castrense,
acudió al estudio de Manet cumpliendo una orden, como tantas otras, sin intuir siquiera que ese día
quedaría inmortalizado para siempre, y miles, millones de ojos, se posarían en sus ojos grandes e
inocentes. Su mirada parece desvalida, sorprendida quizá por el desorden del taller de aquel pintor,
por otra parte, tan poco aficionado a los interiores y que consideraba acceder a su estudio como
"entrar en una tumba". Pinceles untados con óleos, bocetos dispersos por la estancia, botes de
acrílicos sobre una mesa rectangular, la luz, tan anhelada, y apenas cedida por los cielos parisinos,
siempre encapotados. La mecedora empolvada, usada sólo durante los cortos descansos del artista,
apoyo ahora de varios lienzos aún frescos. Y el olor, ese fuerte olor a aceite de linaza y a esencia de
trementina que impregna las paredes y los objetos.
El muchacho sostiene un flautín que simula tocar. Su figura es firme, con el pie izquierdo
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ligeramente adelantado. Viste guerrera oscura de botonadura dorada, bandolera blanca caída bajo
la cintura, pantalones rojos y amplios -como si fueran de alguien mayor-, adornados con una banda
negra lateral que recorre las perneras; en el gorro, negro y rojo, se distinguen los áureos galones.
Calza zapatos, también negros, de reglamento. Colgada de su hombro derecho, y cayéndole sobre
el pecho, la vaina del flautín.
Y es fácil imaginar que de aquel pequeño instrumento sale una melodía dulce, melancólica, una
melodía que marida sus notas con los ojos cansados del pífano que, sin embargo, afrontan el
mundo con avidez y benevolencia. Es el tiempo de la industria y el comercio, el del futuro vacilante
de Alsacia y Lorena, a punto ya de ser perdidas. Una melodía que nada tiene que ver con las
canciones guerreras que elevan el espíritu de la tropa y que la conducen en rectas paradas militares
o que la guían entre la lóbrega visión del campo de batalla. Y es en ese momento cuando admitimos
que el fondo monocromo del cuadro de Manet resulta artificial, que la música se filtra -no por los
tonos ocres del mismo-, sino entre los árboles de un bosque de hayas y robles, un bosque antiguo y
mágico, alfombrado por las hojas caídas a comienzos del otoño, y por donde la compañía del
pequeño pífano corre en el ataque al son de la marcha viva que impulsa a los hombres hacia esa
boca desconocida e incierta con la que engulle la guerra, y que se va cobrando honor y almas como
una misma cosa. Lo hemos visto en muchas películas de Hollywood, en muchas de ésas que nos
relatan las batallas de la Guerra de la Independencia americana o, incluso más tarde, las
renombradas batallas de la Guerra de Secesión como Chattanooga, Fort Pillow o Gettysburg, a
miles de kilómetros de la ciudad de Manet, a miles de kilómetros del barracón de música donde el
pífano ensaya canciones de despedida. La bala, aún caliente, desviada entre el humo de la pólvora
quemada y el gentío de la huida, atravesando imprecisa el sonido de los cañones, la bala salida del
rifle amigo o de la puntería adiestrada de las huestes de su majestad; la bala injusta que termina por
alojarse en el cuerpo nuevo del muchacho. Y cae sin demoras, sobre la tierra húmeda y anónima,
mientras sus compañeros creen seguir escuchando las notas del flautín que no son ya sino
memoria, el silbido lejano que se difumina entre el desorden. El golpe seco del proyectil inicia la
milésima de segundo en que irrumpe la percepción de otra vida. La visión se emborrona y, quién
sabe, el túnel luminoso que se presupone la puerta de la muerte, se transforma en un silencio de
color, un ocre macizo, el fondo monocromo del cuadro.
Debajo de la fotografía del artículo de ABC, se puede leer: "El pífano", una de las grandes obras
maestras de Manet en el Prado
La muchacha -tal vez extranjera- que contempla el óleo, parece desvanecerse lentamente en la
fotografía, marcharse hacia otra sala de la pinacoteca. Otra chica, otro chico, la sustituye y atrapa
los ojos redondos del pífano. Quién sabe, quizá las chapetas rosadas de sus mejillas le salieron de
tanto olor a aguarrás, o del frío de aquella nave de cuartel donde practicaba escalas valientes junto
al resto de componentes de la banda de música. El turista, el hombre o la mujer, mantienen la
mirada sin saber que el pequeño flautista no llegó a crecer, que murió en algún campo de batalla, o
en una calle mojada de París, desconocido de todos, o en su casa, tras una larga vida y sin que
nada de lo relatado pasara o ni siquiera pudiera imaginar aquel día de 1866 cuando el comandante
Lejosne, sin darle explicaciones, le envió al estudio del pintor impresionista.
Del libro de relatos, "El café portugués".
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