La sociedad del buen tono

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La sociedad del buen tono
Jorge Alberto Trujillo Bretón∗
En el siglo xix, el discurso de las clases dominantes mexicanas vinculó la pobreza y al pueblo con el delito, la inmoralidad y el escándalo, e identificó a ciertos
tipos nacionales que se relacionaban con ello, no faltando los nombres despectivos de “ceros sociales”, “léperos”, “pelados” y “gentes de trueno” que, con
una menor o mayor carga de comportamientos considerados negativos, bien
pueden ser agrupados y representados como parte de lo que los historiadores
contemporáneos han rescatado como “clases peligrosas” o clases criminales. En
el caso de Guadalajara, los extranjeros que la visitaban en los primeros decenios del siglo xix, lograban distinguir a dos clases de grupos sociales: la “gente
bien” y los “léperos”. La “gente bien” o “clases superiores” que incluían clases
altas, medias y “aristócratas”, eran, conforme a su mentalidad, aquellas personas que vestían correcta y elegantemente o a la moda, se expresaban de una
manera clara y educada, con los mejores modales, además de comportarse “decentemente” y mostrar una adecuada conducta religiosa, mientras que al resto
de la población o léperos, les endilgaban otros adjetivos como: “indiada”, “turba harapienta” o “pobres” y resultaban ser todo lo contrario a la primera: inculta, analfabeta, semidesnuda, hambrienta, alcohólica, fanática, traidora y en
extremo violenta (Trujillo passim capítulo II).
Este discurso que construyó la alta sociedad jalisciense sobre la inmoralidad de los otros, entrañaba el temor y el rechazo a lo diferente y se manifestaba, no sólo por una cuestión de carácter clasista, sino incluso racista; su objetivo
principal era lo indio, aunque lo mestizo también entrara en una importante
escala de degeneración física y moral. Sin embargo, a pesar de ese discurso, no
sólo eran las clases populares las que ocasionaban escándalos y delitos en el siglo xix. Ciertos grupos de las clases dominantes también tuvieron su actuación
en cuanto al relajamiento de las costumbres, pero encubierto su libertinaje bajo
un espectro de hipocresía y moralidad social, aunque no lograron escapar de
la crítica de algunos escritores y artistas (por ejemplo, José Joaquín Fernández de
Lizardi, Manuel Payno, Rafael Delgado, José T. de Cuéllar, José Guadalupe Posada) y aparecer esporádicamente en la nota roja de los diarios citadinos y, además,
paradójicamente, eran objeto de desprecio y de burla del propio pueblo. Entre estos grupos también se encontraban los jóvenes, sobre todo aquellos cuyos comportamientos no eran aceptados por la generación adulta, y más, si habían roto
con los moldes establecidos por ésta.
En ese sentido, este pequeño ensayo rescata el discurso y el imaginario social que se construyó en ese siglo para relacionar a ciertos grupos, principalmente de jóvenes de Guadalajara, con la inmoralidad y el escándalo, ensayo
que orienté teórica y metodológicamente por la historia sociocultural desde la
∗
Profesor-investigador de la Universidad de Guadalajara.
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que intenté realizar una deconstrucción social, empleando para ello como fuentes principales la novela, la hemerografía y las imágenes.
Lámina 1
El pueblo, sus hábitos y costumbres eran el principal objetivo del discurso moralista
y del control social de las llamadas “clases superiores”.
Fuente: José Guadalupe Posada. Gran fandango y francachela de todas las calaveras, en Agustín Sánchez González. José Guadalupe Posada un artista en blanco y negro. México: Círculo de
Arte, 1996, s.p.
La juventud pervertida: catrines y pollos
Galantes jóvenes, pájaros de primer vuelo,
ávidas mariposas de las gracias femeniles, a
vosotros, a quienes la sociedad moderna ha
bautizado con el nombre de pollos, a vosotros
es a quienes dirijo mi pluma en este instante.
Manuel Ibo Alfaro. Malditas sean las mujeres
El discurso moral de los grupos dominantes en México en el siglo xix vio en
los niños y jóvenes a aquellos futuros adultos que se encontraban en una etapa de formación y que por tal razón tendrían con el tiempo responsabilidades
mayores. Con este discurso se intentó alertar a la sociedad para que protegiera a sus jóvenes de cualquier tipo de contaminación que los pudiera alejar del
modelo tradicional, que veía en estos muchachos el porvenir de la propia familia y de la nación.
Entre los escritores costumbristas que lograron interesarse por los tipos nacionales, el novelista José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador Mexicano, fue uno de los primeros en escribir sobre aquellos jóvenes (“catrines”) que
siendo de origen noble o aristócrata, se caracterizaron por un comportamiento
disoluto o libertino. El adjetivo y estereotipo de “catrín” nació con el siglo xix
y quizás antes, y aún se mantiene en el habla popular para señalar, sobre todo,
a aquella gente que viste de manera ostentosa.
En su obra Don Catrín de la Fachenda, el personaje principal que lleva ese mismo nombre, Fernández de Lizardi caracteriza a los catrines como “una paradoja
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indefinible, porque es caballero sin honor, rico sin renta, pobre sin hambre, enamorado sin dama, valiente sin enemigo, sabio sin libros, cristiano sin religión y
tuno a toda prueba” (Fernández de Lizardi 66). A ello, Fernández de Lizardi agregó el desapego al trabajo, el vicio por el juego de azar y la audacia en la seducción. En un párrafo de esta obra describe el “régimen de vida” del catrín:
El catrín se levanta de ocho a nueve; de esta hora hasta las doce va a los cafés a ver si
topa otro compañero que le costée el desayuno, almuerzo o comida. De doce a tres de
la tarde se va a los juegos a ingeniar del modo que puede, siquiera consiguiendo una
peseta. Si la consigue, se da de santos, y a las oraciones vuelve a los cafés. De aquí,
con la barriga llena o vacía, se va al juego a la misma diligencia. Si alguna peseta dada
“bueno; y si no, se atiende a su honestísimo trabajo para pasar el día siguiente. (66)
Fernández de Lizardi complementó su descripción con la manera en que
el catrín se ganaba la vida:
Como estos arbitrios no alcanzan sino cuando más para pasar el día, y el todo de
los catrines consiste en estar algo decentes, en bailar un valse, en ser aduladores,
facetas y necios, aprovechan estas habilidades para estafar a éste, engañar al otro y
pegársela al que pueden. (66)
Para llevar ese “régimen de vida”, el catrín debía conseguir una serie de artilugios que le debían servir para enmascararse como tal:
Inmediatamente me fui al Parián y compré dos camisas de coco, un frac muy razonable y todo lo necesario para el adorno de mi persona, sin olvidarme el reloj, la varita, el tocador, los peines, la pomada, el anteojo y los guantes, pues todo esto hace
gran falta a los caballeros de mi clase. (57-58)
Finalmente, después de una agitada vida que lo llevó desde el ejército a la
vagancia, Don Catrín de la Fachenda terminó su vida en la miseria y en el desprestigio total. Fernández de Lizardi vio a su personaje como parte, no sólo de
la sátira y la crítica moralista realizada contra la juventud de su tiempo, sino
también contra los tiempos turbulentos que le tocó vivir.
En Guadalajara, al nombre de “catrín” se le asoció con la juventud por su
origen aristócrata y su peculiar forma de vestir; mas tampoco dejó de involucrarse en escándalos y aun en delitos mayores que atrajeron, en 1882, la atención de la opinión pública:
Una gavilla de catrines.— Los vecinos de la Capilla de Jesús me escriben, diciéndome que nomás están con el Jesús en la boca; pues una ronda de catrines, perfectamente armados, merodean por ese rumbo intentando hacer de las suyas pelando al
prójimo. Mucho ojo Sr. Ibarra y León, mande algunos de sus achichincles y póngame en la cárcel a esos aristócratas bandidos. (bepj sfe 2)
Otra nota, de ese mismo año, reitera el desorden y la violencia en la que se
vieron inmiscuidos los catrines, al parecer en una casa de mala nota:
El sábado de la semana pasada hubo un bailecito en la casa de la famosa Emperatriz; esto pase, pero lo que no me parece bueno, es lo que hicieron los catrines que
a la chorchita concurrieron. En primer lugar, para tener de su parte a la policía, la
obsequiaron con algunas copas, y enseguida... la mar ¡Hicieron escándalos hasta
que se les hinchó, y para coronar la fiesta, le dieron una buena dosis de trompadas
a un peladito que entró a presenciar sus ebriedades.
La policía no le dijo a los catrines ni ojos negros, supuesto que se les había trabado la lengua con los traguitos que se embutió poco antes del desorden. (bepj sfe 3)
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¿Qué impulsó a estos catrines a participar en escándalos y delitos comunes? Las razones pudieron ser la atracción por el peligro, el aburrimiento y la
anomia, la rebeldía frente al ordenamiento de los adultos que reprimía sus pulsiones y, quizás, en última instancia, la necesidad de dinero cuando la fortuna se agotaba.
En un sentido semejante al de Fernández de Lizardi, el escritor José T. de
Cuéllar, en su novela Ensalada de pollos, observó a ciertos jóvenes “pervertidos”
y empleó el despectivo de “pollos” para señalarlos. De acuerdo con su descripción, los “pollos” eran aquellos muchachos que se encontraban entre los doce
y dieciocho años de edad, sumamente inmorales y con muy malas costumbres
que los llevaban a frecuentar los prostíbulos. Cuéllar dividía a los pollos en cuatros clases: pollo fino, pollo callejero, pollo ronco y pollo tempranero:
— ¿Qué es el “pollo fino”?
— El hijo de gallina “mocha” y rica, y gallo de pelea, ocioso, inútil y corrompido
por razón de su riqueza.
— ¿Qué es el “pollo callejero”?
— El bípedo bastardo o bien sin madre, hijo de reformistas, tribunos, héroes, matones y descreídos, que de puros liberales no les ha quedado cara de persignarse.
— ¿Qué es el “pollo ronco”? — El de la raza del callejero, que llega al auge de su preponderancia, que es el plagio.
— ¿Qué es el “pollo tempranero”?
... es más tempranero el que con menos edad tiene más vicios y el corazón más gastado. (32).
Esta descripción de los llamados “pollos” respondió a una clasificación
social de la que no estuvieron exentos ni los jóvenes procedentes de las familias opulentas ni tampoco los de los sectores populares. Para la corrección de
los “pollos” únicamente existía, al parecer de Cuéllar, un remedio: el ridículo.
El historiador Moisés González Navarro rescató, de una nota seguramente de tipo periodístico, las características que, al iniciar el siglo xx, hicieron inconfundibles a los “pollos”:
Sombrero de jipi de ala microscópica y piquitos limítrofes y cinta multicolor; peinado de castaña ... onditas melancólicas sobre la frente ... bigote retorcido en cola
de alacrán ... corbata tornasol ... zapatos amarillos con punta de alfiler ... pantalón
angosto ... saco rabón ...
Detalles: uñas largas, olor a almizcle corriente, clavel en el ojal ... pañuelo con
monograma pequeño ... bastoncillo de mimbre muy delgado, guantes de color ladrillo ... brillantina en el bigote, gliserina en las orejas, vaselina en el cabello, lanolina en las mejillas (408).
El microcosmos social o la sociedad del buen tono
Un autor que se nombró bajo el pseudónimo de “Erasmo” escribió en 1876 un
artículo en la revista tapatía La Alianza Literaria que tituló “El microcosmos social”, que no era más que un sarcasmo contra la sociedad del último cuarto del
siglo xix. Para él, tanto el hombre y la sociedad de la que formaba parte, resultaban malos por naturaleza y su maldad era contagiosa. La bondad y la sinceridad que se presentaban como excepciones en el hombre resultaban ridículas y
convertían al hombre que poseía estas cualidades como un ser torpe y un objeto de burlas para los otros. Agregó que el medio que utilizaba la sociedad para
evaluar y decidir quiénes de esos hombres debían ser merecedores de premios
o castigos era la opinión pública, la cual resultaba veleidosa, vana, controvertida y caprichosa. La opinión pública muchas veces era injusta y condenaba las
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acciones de los hombres buenos y exaltaba la de los perversos y colocaba entre
sus predilectos a aquellos que pudieran convertirse en “hombres a la moda”.
Para lograr ser un “hombre a la moda” se requería cumplir ciertos requisitos o cualidades:
1° Decir con soltura y desparpajo unas cuantas frivolidades de constitución y hablar de todo; aunque no nos entendamos ni a nosotros mismos.
2° Tener bastante habilidad para halagar la vanidad de los otros sin que conozcan
que nos está sirviendo de pedestal para levantar la nuestra.
3° Cuidado minucioso en el vestido, sin dejar comprender que nos ocupamos de
tales futilezas.
4° Poseer una buena renta, aunque tengamos más duros que ideas, y llevar el bolsillo siempre abierto o por lo menos hacer creer que lo llevamos,
5° Un talento desenvuelto y amable, conservando, no obstante, cierto fondo de
gravedad que es de muy buen gusto.
6° Afectar una franqueza y una sencillez, que sean bastante hipócritas para aparecer como naturales.
7° Finalmente, hacer creer, que en nuestra historia contamos por lo menos una
docena de mujeres deshonradas, cuatro o cinco maridos burlados y, algunos
amigos muertos a duelo. (bpej sfe 12)
Además de dichas “cualidades”, estos “hombres de moda” debían lograr
“cierto prestigio romántico y misterioso” y un buen grado de extravagancia
o excentricidad. La élite jalisciense aceptaba las acciones de estos personajes,
pero siempre y cuando sus llamados “libertinajes” fueran de “buen tono”. Decir “buen tono” significaba pertenecer al grupo social que ocupaba un lugar
privilegiado en la sociedad, dado su fortuna y a cierto prestigio. A los excesos de los miembros de la sociedad de “buen tono” se les denominaba bajo ese
mismo adjetivo.
Para pertenecer al círculo del “buen tono” o “alta sociedad” debían valerse
los interesados de la hipocresía como vicio principal, secundados de otros que
fortalecían al primero: “los modales insinuantes, las frases almibaradas, el lujo
y las delicadas atenciones” (bpej. sfe 13).
Años antes de que “Erasmo” escribiera el artículo citado, Manuel Payno, en
la novela costumbrista El fistol del Diablo, caracterizó a un joven de nombre Arturo como perteneciente al “buen tono”, quien era asiduo visitante de las casas
de moda y de los cafés, gozaba en destrozar reputaciones femeninas, asistir a
todos los espectáculos públicos, ostentar trajes elegantes y a la moda, así como
joyas caras y despilfarrar el dinero con sus amigos (129).
A los miembros de la llamada “sociedad del buen tono” se agregaban grupos exclusivos que fueron identificados con diversos nombres: catrín, petrimetre, lechuguino, pisaverde, gomoso, roto, etcétera, los cuales se empleaban para
señalar de manera despectiva e injuriosa o bien para singularizar, a aquellos
individuos, hombres y mujeres (sobre todo jóvenes), que se caracterizaban por
su ociosidad y por andar vestidos a la moda (Santamaría 652), de forma contraria a la vida de trabajo, miseria y vestimenta del pueblo.
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Lámina 2
Las mujeres llegaban a formar parte de la sociedad
del buen tono (catrinas y oxigenadas)
Fuente: Colección personal de estampillas de las cajetillas
de cigarros “El buen tono” (sic).
Lámina 3
Los lagartijos eran otros de los integrantes
de la “fauna” de la “sociedad del buen tono”.
Fuente: Guadalupe Posada. Los Lagartijos, en Roberto Verdecio y Stanley Appelbaum.
Posada´s Popular Prints. Nueva York, Dover Publications, 1972, lámina núm. 179.
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De dandys y maricones
Otro nombre utilizado por la sociedad para nombrar a jóvenes ricos con identidades muy singulares fue el de “dandy”. A este término (de origen inglés),
o más bien al “dandismo”, de naturaleza aristocrática, se le significaba por su
rechazo de la vida burguesa. Su especial individualismo se caracterizó por el
cuidado de la ropa y de su imagen en general que la llevaba hasta el extremo
como un signo de distinción (Perrot 302). El dandy profesaba una ideología que
no tenía nada que ver con la igualdad, pues su apariencia era su mejor máscara; su vida, el ocio apoyado por las entradas económicas que obtenía de su familia, aunque desdeñaba el dinero; su gusto por lo caro y el juego eran otros
de sus intereses más preciados. Despreciaba el matrimonio, a los advenedizos
y se identificaba más con los jóvenes de su edad, además, eran proclives a mantener relaciones sexuales entre hombres (Perrot 302-303).
El dandy apareció en nuestro país a finales del siglo xix, pero pronto fue
objeto de la sátira popular, que llegó a encarnizarse con ellos, sobre todo por
su manera exagerada de vestir a la moda y a su comportamiento sexual que,
incluso, llegó a atraer la atención de la policía, como ocurrió con el famoso y
escandaloso caso de los llamados “cuarenta y un homosexuales”,1 quienes fueron detenidos en 1901 en un concurrido baile en la ciudad de México y en el
que no faltó la sátira y el escarnio popular que se hizo de ellos. En las llamativas y artísticas caricaturas de José Guadalupe Posada se llegó a dar cuenta de
este hecho con los siguientes versos:
Hace muy pocos días
que en la calle de la Paz,
los gendarmes atisbaron
un gran baile singular.
Cuarenta y un lagartijos
disfrazados la mitad
de simpáticas muchachas
bailaban como el que más.
La otra mitad con su traje,
es decir de masculinos,
gozaban al estrechar
a los famosos jotitos.
Vestidos de razo y seda
Al último figurín,
con pelucas bien peinadas
y moviéndose con chic. (fragmento) (Mckee 7)
La homosexualidad en Guadalajara no sólo era propia de los llamados
“dandys” o “lagartijos”, sino también de otros sectores de la sociedad. Así se
afirma en una nota policiaca de 1907: los “barrios están infestados de canallas
de modales femeniles que dan muy triste muestra de la raza mestiza” (bpej sfe
316). Nombrados despectivamente como “ajembrados”, “sodomitas”, “maricas”
o “jotos”, su estigma iba de la mano con un estereotipo cruelmente exagerado,
ya que se identificó como un insulto al sexo, lo que le hacía correr el riesgo de
que, además de ser aprehendidos por el ejército o la policía, fueran rapados y
razurados de barba y cejas (bpej sfe 315-316), llegándose a criminalizar su llamada “perversión” (Buffington, passim 192-209).
1. El término de “homosexualidad” surgió en Europa occidental en el siglo
(Perrot 303).
xix,
específicamente en el año de 1891
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Por otro lado, para Pablo Tena, los términos de “cuturracos”, “flamantes”,
“chichisbeos”, “chisgarabís”, “renacuajos”, “mequetrefes”, “micomicones”, “petimetres”, “lechuguinos”, “elegantes fashionables”, “piris”, “paquetes” y “exquisitos” designaban en España a los dandys cuyo ideal se caracterizaba por
su indumentaria, que tuvo sus antecedentes en el romanticismo (107-108). El
vestuario de los dandys tenía un afán de autoconfirmación y era, a su vez, una
manera de imitar a otros jóvenes, pero también de distinguirse frente a la vestimenta clásica que usaba el común de la gente, especialmente los adultos (Tena
109).
Lámina 4
El “dandy” era señalado por su conducta escandalosa y por ser proclive a mantener
relaciones sexuales con otros hombres.
Fuente: Guadalupe Posada. Gran fandango y francachela de todas las calaveras, en Roberto Verdecio y Stanley Appelbaum. Posada´s Popular Prints. Nueva York,
Dover Publications, 1972, lamina núm. 227.
Sobre las jóvenes mujeres es muy poco lo que se menciona en el caso de México, sin embargo no faltaron de ser incluidas con los términos de “oxigenadas”
o “catrinas”, que en realidad ensalzaban más a aquellas que vestían de manera lujosa u ostentosa y, además, como se puede apreciar en la lámina 3, obra
del caricaturista José Guadalupe Posada, también pertenecían al grupo de los
llamados “lagartijos”. Para las catrinas, oxigenadas o lagartijas de Guadalajara
era válido también la exageración de su vestimenta, pues a principios del siglo
xx, el médico jalisciense Miguel Galindo la apreció como perniciosa, debido al
uso del “apretado” corsé y del “calzado estrecho y deforme”. Para Galindo, el
corsé atiende a una función de sexual que:
tiende a llamar la atención del hombre hacia ella, a provocar el amor físico, a excitar la sensualidad del macho. Ya se acentúa o exagera la prominencia o amplitud de
las caderas, ya se abultan los pechos, o se dejan ver éstos por un pronunciado escote, o se usan, con el choclo, medias caladas que dejen ver la blancura de la pierna
accidentalmente (Galindo, 1908, pp. 258-259).
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Conclusiones
Debido a su comportamiento relajado, sexualmente desenfadado, su extravagante
forma de vestir y los escándalos en los que participaban, contrarios al pudor, al
vestuario clásico y a los valores tradicionalistas, “catrines”, “pollos”, “dandys” y
demás atentaron con su rebeldía generacional a la moral del mundo de los adultos y en general a las llamadas “clases superiores”, aunque no escaparon de ser
criticados y ridiculizados por algunos escritores y periodistas, quienes los tachaban de inmorales y viciosos, y de ser despreciados por el propio pueblo.
Si bien era difícil que los “muchachos salerosos” (González 408) llegaran a
pisar la cárcel, no fue porque no se involucraran en algunos delitos (como así
lo llegaron a publicar algunos diarios citadinos), sino porque, dependiendo de
su posición social, debió de facilitárseles o dificultárseles su estancia en prisión,
además que la evitaban cuando el honor de las familias opulentas estaba de por
medio, por lo cual ponían sus recursos e influencias en movimento.
El comportamiento que manifestaron estos grupos sociales tuvo el propósito de crear su particular y moderna identidad, contraria a la del pelado, del lépero y de las gentes de trueno, aunque tal vez, como estos últimos, vieron en
lo festivo y en el relajo un medio de expresar sus singularidades e, incluso, de
formar su propia subcultura.
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