El hombre del sillón

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El hombre del sillón. Microteatro tomado de http://personal.us.es/vmanzano
El hombre del sillón
– No lo entiendo. ¡No lo entiendo! Sinceramente, amigo mío, eres feo.
Terriblemente feo. Siento decirlo, pero tengo que ser sincero. Mírate. Tu nariz
es afilada y puntiaguda. Nace de una frente que se desliza hasta la nuca sin
estorbos. Y termina en unos labios que parecen una herida, un corte horizontal
hecho sin ganas, doloroso, lento.
•
Sigue.
– No hace falta. Tú ya lo sabes. Eres feo, pero no estúpido. Sabes que eres
rematadamente feo. Salvaría, si acaso, tus ojos. Demasiado intensos para estar
donde se encuentran. Es injusto que seas tú quien los lleve. Tal vez tus ojos
sean la respuesta, porque si no, no lo entiendo. No lo entiendo, sinceramente.
•
¡Oh! ¡Dilo de una vez! ¡Suéltalo ya!
– ¡Feo! ¡Feeeeeeeeeo!
•
¡No! ¡Eso no! ¡Dilo!
– ¿Qué quieres que te diga? ¿No me he desahogado ya? ¿No hemos quedado en
eso? Anda, dame otra copa. No sé ya qué más decirte.
•
El vino ha hecho solo la mitad del trabajo. Comenzaste, pero has quedado en el
camino. Termina de una vez. ¡Arranca!
– De verdad que no sé qué quieres.
•
De verdad que sí lo sabes.
– ¡Oh! ¡Venga ya! ¡Otra copa!
•
Aquí la tengo. Mírala bien. La lleno. Y con ella se acabó esta botella. Pero no te
la doy. Se queda en mi mano. Habla.
– ¡Venga ya! ¿A que juegas? ¡No soy un chiquillo! Dame el vino y cambiemos ya
de tema.
•
Soy feo. Es cierto. Pero mi rostro no ha echado jamás a nadie. Nadie cambió su
camino para evitar cruzarse conmigo. Mi infancia no fue peor que la tuya. Los
niños no se ensañaron más conmigo que con cualquier otro. ¿Olvidaste tu
niñez? ¿Ya no recuerdas la cantidad de veces que tuve que socorrerte a cuento
de tus gafas? Mi fealdad es discutible, como cualquier otro juicio. No
caracteriza nada de cuanto me ocurre. Tuve pareja en la adolescencia, amigos
toda mi vida, una ocupación digna en la madurez... Sin embargo, algo te
inquieta. Cuando me gritas que soy feo, estás diciéndome realmente algo
diferente. Y sé qué es.
– ¡Maldita sea! Dejemos las cosas como están.
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•
Las cosas, tal y como están, no están bien. Algo falla amigo. Algo falla.
– Así es, falla que eres feo. Punto. Y ya no quiero esa copa. Para ti.
•
Sigamos un momento más. Solo un poco. Dame el placer de escucharte. Dices
que eres mi amigo. Los amigos son sinceros. Me decías hace un momento que
hay algo que no entiendes. Y no es mi nariz ni mis ojos. Ayúdame. Verás por qué
te lo pido. Sigue, amigo. Dime qué no entiendes. Soy feo ¿y qué?
– Si, lo eres. Lo eres y... sin embargo...
•
¿Sí?
– Siendo tan feo, o al menos, feo y punto...
•
Vas bien, vas bien.
– … no entiendo cómo …
•
¡Sigue!
– … no sé explicarme, de hecho no nos explicamos nadie, no sé cómo, no
entiendo cómo una persona tan fea como tú, tan fea...
•
Sí, tan fea...
– … puede estar … no entendemos como alguien como tú puede estar … ¡con una
mujer tan hermosa!
•
¡Sí! ¡Sí! ¡Bravo! ¡Lo dijiste! ¡Toma el vino! ¡Brindemos amigo! Brindemos por la
amistad, por la sinceridad, por la transparencia, por nosotros ¡brindemos!
– ¡Ay! Que no hay quién te entienda. Estás loco.
•
Feo y loco.
– Sí, pero cambiemos ya de tema.
•
No amigo. Deja que el vino haga su efecto. Descorcharé otra botella. Yo
también lo necesito. El feo afortunado vive hundido. Gracias por haber venido,
amigo mío.
– ¡Venga ya! ¿Hundido? ¡Cualquiera mataría por estar en tu lugar!
•
Muchas personas estarían dispuestas a matar por auténticas tonterías.
Mayoritariamente a otras. A veces incluso a sí mismas.
– No exageres.
•
O por confusiones, o por cegueras, o por ficciones, o por suposiciones... Matar
es tan fácil. Pero, mírame, estoy vivo.
– Por suerte.
•
O por desgracia.
– ¡No te me pongas ahora con esa cara! ¡Ni me digas eso! A quien ha hecho
efecto el vino es a ti... ¡Eh! ¡No! ¡No se te ocurra llorar!
•
¿Llorar yo? Se terminaron las lágrimas. Me has recordado un episodio de
Cyrano de Bergerac. Cuando su amigo le dice “¿Lloras?”, él le responde “¿Llorar
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yo? Sería demasiado feo que una lágrima mía hiciera tan largo paseo” Cyrano sí
que tenía una nariz desorbitante. Y, a pesar de ello, amaba. En secreto, por
temor tal vez al ridículo, pero locamente enamorado.
– Me estas desconcertando... ¿Quieres decir que no amas a tu mujer? Puedo
asegurarte que un ejército estaría dispuesto a ocupar tu lugar ahora mismo.
•
¡Ja! No me extraña, amigo. Así somos las personas. Un juicio fácil y una entrega
intensa. Cuán poco recapacitamos a veces... Pero relájate. No es eso. Amo a mi
mujer. Y mucho.
– Mira, suéltalo ya. No sé qué pensar. Hace un momento te decía que no era
capaz de entender... Pero ahora sí que estoy perdido. Eres un hombre
afortunado. Todos te envidiamos y nunca te había visto tan … raro. ¿Qué
ocurre? ... ¡Oh! ¡No! ¡Ya sé! ... ¡Te es infiel! ¡Ella es quien ya no te ama! ¡Vives
desolado junto a una diosa que te ignora! ¡Dios santo! ¿Cómo no fui capaz de
darme cuenta? ¡Perdona amigo!
•
Que no. Que no. Gracias por hacerme sonreír. Pero no aciertas. Y no te culpo.
Me ama. La amo. Ahí no está el asunto. O tal vez sí. Las cosas serían más fáciles
para mí si no nos amáramos. ¡Cuán simples son los juicios muchas veces!
– Mira, o lo sueltas o tendremos un problema. Llevamos ya un rato con esto.
Estoy aquí. Me has invitado y he venido. Hemos comido. Me has dado vino para
beber. Muy bueno, por cierto. Y he bebido. Tal vez mucho, si es que se puede
beber mucho alguna vez. Me he sincerado contigo. Ya sabes que te envidiamos.
Todos. ¡En fin! Ya lo sabías. Es evidente. Repito que no tienes nada de estúpido.
Pero aquí estoy, sin tener ni idea de qué ocurre. Eres un hombre afortunado,
que a pesar de no ser muy agraciado físicamente, vives con una mujer
impresionante. Y, para más datos, os amáis. ¿Dónde está el problema? Ahora
soy yo quien te pide que lo sueltes. ¡Habla, por Dios!
•
El martes pasado, en la cafetería, surgió el asunto ese de la novela de... Ahora
no lo recuerdo. Iba sobre un hombre leyendo el periódico. ¿Lo recuerdas?
– Sí, claro. Pasamos un buen rato.
•
Esa conversación fue el detonante. Me di cuenta de cuán lejos nos encontramos
vosotros y yo. No tenéis ni idea. La forma de interpretar la escena de la novela
era tan... tan simple.
– ¿A qué te refieres?
•
Describo la escena y me explico.
– Sí, por favor.
•
Se trata de un matrimonio acomodado. El hombre está sentado en un sillón,
leyendo el periódico. A un lado se encuentra su esposa. Es joven y muy bella. Al
otro, la criada está fregando el suelo, agachada. Su mujer se cambia de ropa. Se
desnuda y se viste. Y todo ello ocurre sin que su marido la mire. Teniendo en
cuenta lo hermosa que es, la notable indiferencia resulta extraña. Es más, lo
que sí hace el hombre es echar un vistazo disimulado a la criada, buscando un
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descuido. Ella no es especialmente llamativa, ni tampoco desfavorecida. A juicio
del común, pueden encontrarse muchas mujeres en esa categoría. No es como
la esposa, deslumbrante. Sin embargo, la criada está agachada, con la falda muy
subida. Se le ven los muslos y, aunque lo más íntimo se encuentra
perfectamente oculto, la mirada del hombre parece fácil de interpretar: desea
llegar a esa oscuridad, descubrirla.
– Muy detallista, amigo. La escena no es literalmente así, pero en sustancia no
veo motivo para corregirte. En efecto, hablamos sobre ello. Nos reímos un rato.
¿Y bien?
•
¿Recuerdas las interpretaciones?
– No sé si sería capaz de ponerlo todo en pie.
•
Déjame que te ayude. Se dijo que el hombre era víctima del aburrimiento.
Sencillamente, estaba aburrido de su esposa. Nos gusta la variedad. Siempre lo
mismo termina cansando. A todas luces, la criada no era más hermosa, sino
diferente. El atractivo se encontraba en la variación, en la tendencia a lo
desconocido, a lo que no se ha alcanzado porque tal vez sea inalcanzable, a lo
que no se posee pero quién sabe si podría ser mío. Dado que no ocurre, uno
puede imaginarse qué ocurrirá y construirlo sin barreras, como un guante
hecho a la medida de los propios deseos. La realidad, por el contrario, se
obstina es ser muy suya.
– Es evidente.
•
Espera. Aun hay más. También se dijo que el hombre es hombre y punto. Como
hombre, practicaba el gusto por lo erótico. Según esta versión, un hombre no
puede resistir la tentación de mirar e incluso recrearse en un motivo sensual.
Un cuerpo totalmente desnudo no ejerce el mismo atractivo. No hay nada que
descubrir. Todo está a la luz. Pero una desnudez insinuada es una tentación
irresistible. El hombre no deseaba realmente a la criada. No necesitaba cambiar
de pareja, probar algo nuevo o satisfacer sus instintos con algo diferente. Lo
que hacía era seguir su naturaleza, la impronta de Eros. Los hombres miramos
los pequeños deslices, como un detalle de ropa interior que asoma sin
apariencia de intención. Y no importa mucho si la mujer es más o menos bella,
sino que sea mujer. Si alguien levanta su falda porque algo le incomoda,
automáticamente miramos. Primero miramos. Solo después nos interesa a
quién estamos mirando.
– Sí. También es evidente.
•
Sigamos. Porque no fue eso todo lo que se dijo.
– ¿Hubo más? Ya no lo recuerdo.
•
Sí. Escucha. Se lanzó una hipótesis más atrevida. Nuestro protagonista no es
capaz de satisfacer a su mujer. Así fue como se planteó. Si bien es común que
un hecho así afecte la autoestima de un hombre común, la circunstancia de que
nos encontramos ante una mujer muy hermosa, hace que la incapacidad
adquiera un tinte más desesperante. Este hombre siente que las personas
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merecen una relación sexual acorde con su atractivo. La belleza de su esposa
pone el listón muy alto. Dado que no puede responder a esta exigencia, busca
una alternativa. La criada representa dos posibles salidas. Por un lado, al contar
con una hermosura de inferior categoría, plantea un nivel menor de exigencia y
es, por tanto, una promesa de capacidad, una oportunidad para responder ante
ello. Por otro lado, y esto representa una hipótesis más plausible, dado que la
relación sexual con la criada habita únicamente en el campo de la ficción,
puede descargar en ese campo su hombría, sugiriendo al subconsciente que en
una hipotética relación con ella no habría ningún problema, estando a la altura
de las circunstancias. Si él soñara con su mujer, el mismo sueño sería
demasiado increíble ya que chocaría con las vivencias, con una realidad chivata,
con la constancia del fracaso. Solo soñando con otra puede esquivar el cruel
criterio de la comparación con las experiencias reales. Así pues, no está cansado
de su esposa, sino abrumado ante la misión de encontrarse a su altura o, en el
caso de la segunda hipótesis, a la altura de cualquiera.
– Algo enrevesado, pero creativo. Ahora lo recuerdo, aunque no acierto a
encontrar quién lo propuso. Hay que reconocer unas dosis de psicoanálisis casi
dignas de un profesional. ¿No es cierto?
•
Posiblemente. Y también es posible que todos estuvieran equivocados. Tal vez
la explicación sea otra bien distinta.
– ¿Otra? ¿Aun hay más entonces? Sigo sin recordar. Voy a empezar a
preocuparme. Tal vez sea el vino. Creo que he bebido demasiado.
•
No. No es el vino. No hubo más interpretaciones porque nadie más añadió algo
relevante al asunto.
– ¿Entonces?
•
Entonces falta mi versión.
– Tampoco la recuerdo. Perdona.
•
No la recuerdas porque no tuvo lugar. Repito que no hubo más
interpretaciones. No abrí la boca en todo el tiempo. Pero ahora creo que hemos
avanzado lo suficiente como para remediar ese silencio.
– Viniendo de ti, confieso que me interesa mucho escuchar una nueva hipótesis.
Dime, amigo, ¿qué dices sobre la escena?
•
El sufrimiento de ese hombre es mayor. De hecho, se encuentra tan destrozado
que cada vez le resulta más atractiva la idea de morir. Anhela ver la sonrisa de la
muerte como la próxima esperanza, lo único que puede salvarle. Es la única
salida cuando la vida se ha convertido en un laberinto denso que amenaza con
no ofrecer escape alguno.
– ¡Por Dios! ¡Me estás dando miedo! ¡Cuenta de qué se trata!
•
Ama a su mujer. Y la desea con mucha fuerza. Es un hombre peculiar. Entiendo
que hay algo o mucho de cierto en que la familiaridad desgasta. Sentencias
populares como “nadie es profeta en su tierra” o “la confianza da asco” tienen
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que ver con esto. Frecuentemente son los otros, los desconocidos, quienes dan
más crédito a tus palabras, a tu propuesta, a tu teoría, que no los tuyos.
Imagino que en esto hay algo de exceso a la hora de poner condiciones al
origen de las propuestas. Realmente cualquier persona puede proponer algo. Y
todo el mundo es creativo. Más aun si no ha sido adoctrinado con éxito por la
educación, los grupos de iguales, etcétera. Solemos pensar, no obstante, que
solo la gente especial puede decir algo con valor. Por definición, quienes nos
rodean no tienen el calificativo de especiales. Nuestros conocidos son normales
precisamente porque les conocemos, creemos saberles tal y como son. Así que
al conocer a alguien, queda desposeído de su cualidad para hacer algo
realmente especial. Solo la gente extraña puede hacerlo. Nadie se imagina a su
actor preferido sentado en la taza del retrete, a un político de prestigio con el
dedo en la nariz o a un científico famoso cometiendo torpezas vergonzosas. La
distancia les protege.
– Muy bonito, amigo. Pero te pierdes por las ramas.
•
Es cierto. Creo que estoy eludiendo el asunto.
– Venga pues al grano.
•
Decía que este hombre ama a su mujer y la desea con fuerza. Es peculiar
porque la familiaridad no solo no ha desgastado ni su amor ni su deseo, sino
que la ha intensificado. Colecciona en su memoria imágenes de su esposa
desnuda, semidesnuda, sonriente, vistiéndose, mirándose al espejo consciente
de su belleza, caminando por la casa con naturalidad y despreocupación. Ella lo
trata con dulzura y cariño. Este hombre es el único del mundo a quien ella mira
y sonríe de ese modo. Es el único ser del planeta que puede ser testigo de esa
presencia en todo su esplendor.
– Perfecto. Digamos entonces que es más afortunado de lo que podríamos
pensar. Resulta que vive con una mujer que aun es más atractiva de lo que
somos capaces de ver. ¿Dónde está el problema?
•
Espera. Hay más, porque tampoco hay un asunto de incapacidad. Nuestro
protagonista se encuentra perfectamente habilitado para satisfacer la líbido de
la pareja. El deseo puede ser consumado en cualquier momento. Repito que la
ama y la desea, ambos sentimientos con una elevada intensidad.
– ¿Entonces?
•
Entonces, el problema comienza porque quien no desea es ella. Su esposa lo
ama, pero nada más que eso. Carece de líbido.
– Entiendo...
•
No, no entiendes. La cuestión no termina ahí, sino que comienza en ello. Él
sufre en silencio una agonía. La desea con mucha fuerza, pero su propio deseo
nace con una condena. Vive como el sediento que muere de sed a orillas de un
río de agua fresca y cristalina, sin que pueda tocar siquiera el líquido. La agonía
es indescriptible, porque no hay ningún impedimento físico. No existe un cristal
que impida a sus labios acercarse y beber. No hay un pelotón de fusilamiento
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esperando a un ademán suyo para dispararle. No se impone una ley que lo
prohíba y amenace con una pena atroz. El sediento no bebe por convicción, por
alguna razón que moralmente se lo impide. Es posible, por ejemplo, que
prometiera a su amada, antes del último suspiro, que jamás bebería de aquel
río aunque muriera de sed. Y precisamente eso es lo que le está ocurriendo.
Sabe que muere.
– ¡Dios mío! ¡Qué suplicio!
•
El hombre ama tanto a su esposa que se sabe protector por encima de todo. No
desea importunarla, molestarla, forzarla, llevarla a satisfacer unos deseos que
alcanzan ya tal envergadura que él incluso teme perder el control si se
presentara la ocasión. Se considera incluso sucio e impuro. Se siente culpable
de su propio deseo, como si solo desearla fuera ya una agresión inaceptable. Es,
al mismo tiempo, protector y peligro. Se consume luchando contra sí mismo,
defendiendo a su mujer de un instinto que le presiona con tanta fuerza como es
reprimido. Dos colosos luchan, y el cuerpo de este hombre es el campo de
batalla.
– ¡Dios mío!
•
Es más, la conciencia de su líbido es el anuncio de su propia condena. Sabe que
cuanto más la desea mayor es su insatisfacción. Sabe que no hay remedio.
Siente y sufre. Y con ello cierra un ciclo infernal. La conciencia de su destino
aumenta su líbido que a su vez incrementa la angustia. No encuentra una
salida. Se trata además de una persona intelectualmente muy bien dotada. Es
consciente de cada pequeña partícula de su propio sufrimiento. Nada que se
asemeje a la ignorancia o la inconsciencia puede aliviarle. Se sabe
profundamente arrinconado en la percepción constante de su estado. En su
padecimiento, repite los versos de Darío “¡Dichoso el árbol, que es apenas
sensitivo! ¡Y más aun la piedra, porque esa ya ni siente!” Es demasiado
consciente como para aspirar a una tregua.
– ¿Y la criada? ¿Cómo cuadra ella en todo esto?
•
Es un burdo intento. Su propia inteligencia se burla de él antes incluso de que
los ojos comiencen un tímido movimiento. Jamás tocaría a otra mujer más que
a la suya. Jamás se permitiría guiar su deseo hacia alguien que no fuera su
amada. Pero, al modo en que uno de nuestros amigos interpretó la escena,
juega a la imaginación, a un tal vez inviable. Juega a la ficción de insinuarse que
con esa otra mujer, por quien no siente amor conyugal, tendría a su alcance dos
esperanzas. Por un lado, tal vez la criada sí desee. Tal vez cuente con una líbido
al menos funcional u operativa, la suficiente como para establecer un equilibrio
sexual en la pareja. O, aunque ello no fuera cierto, la circunstancia de que no la
ama le permitiría romper la barrera del respeto abrumador que siente por su
esposa. Tal vez la forzaría, no me refiero físicamente. Se permitiría confesar su
situación y empujarla a comprometerse con él, a satisfacerle aun sin deseo. La
criada representa una esperanza que solo es posible en la ficción, pero una
ficción que incluso en si misma está condenada, ya que él siente con profunda
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convicción que jamás sería infiel, una convicción que hace del ejercicio de
ficción un juego inútil y deprimente.
– ¿Qué hará entonces?
•
No lo sé, amigo. Quienes le conocen también imaginan. Pero yerran. Imaginan,
desempeñando el tópico del hombre simple, lo que podrían disfrutar con una
mujer así en la cama. En su imaginación, ella es un mero objeto, una muñeca
viva que se adapta obedientemente a los deseos. Trasladan después esa
proyección a su amigo, a nuestro protagonista. Y le envidian. Sienten que es un
hombre terriblemente afortunado porque solo él vive con ella, solo él puede
hacer realidad lo que el resto debe arrinconar en el terreno de la imaginación. Y
él lo sabe. Esa conciencia todavía incrementa más su dolor. Sabe que sus
amigos, los conocidos y quienes se cruzan con ellos por la calle piensan de un
modo similar. En su interior vive el desgarro de sentirse desdichado y cubrir, no
obstante, el papel público de afortunado. Sufre la crueldad de su destino, una
existencia asfixiada dentro de la piel de un tipo con suerte. A veces esa
consciencia deriva en sentido de injusticia, y este en un atisbo de agresividad
hacia su esposa sin pasión, culpando a ese vacío de su desdicha. Nada más
apuntar esta emoción, se condena con dureza. Se avergüenza y aumenta su
flagelo … Pasa el tiempo y nuestro hombre envejece de forma prematura. Va
consumiéndose. Cada nuevo episodio le descubre, a sus ojos, menos
apetecible, menos digno del deseo de su bella esposa y, con ello, más turbado,
más hundido, más próximo al fin.
– ¡Dios! Por un momento me estaba empatizando con él. ¡Qué angustia! Por
suerte no ocurre, no es así. Tal y como interpretas esa escena de la novela,
haces que uno se sienta afortunado de no vivir con una mujer tan bella. No sé
qué haría si me encontrara en esa situación. ¿Y tú?
•
¿Yo? No sé. ¿Cómo encontrar la salida en un laberinto que se pliega en sí mismo
a cada paso? No sé qué haría. Tal vez compraría unas botellas de buen vino e
invitaría a un amigo. Tal vez usaría el alcohol para confesar todo. Tal vez echaría
veneno en mi copa y esperaría, bien acompañado, a ver la sonrisa de la única
que puede salvarme.
Vicente Manzano-Arrondo
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