fuerza salvífica de la liturgia

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BERNHARD HÄRING
FUERZA SALVÍFICA DE LA LITURGIA
A raíz del Sínodo de la Iglesia de África, voces de teólogos africanos se levantaron
alertando del peligro de una inculturación superficial que, so pretexto de africanizar la
fe cristiana y bajo unas apariencias folklóricas, intentase perpetuar la realidad hiriente
de unas estructuras sociales injustas, que quedarían así encubiertas (véase ST n° 129
[1994]65-69). La preocupación por el Sínodo africano, especialmente por la
problemática sacramental, que se preveía iba a estar en el centro del debate, está
también en el origen del presente artículo. En línea con los mencionados teólogos
africanos, el famoso teólogo alemán Bernhard Häring, a quien nuestros lectores
conocen sobre todo por sus artículos sobre temas morales (véase ST n° 113 [199]0 3744), insiste sobre la necesidad de no quedarse en la envoltura simbólica del
sacramento, sino de ir al fondo de su significado, que implica una nueva comprensión y
una realización más auténtica de las relaciones interhumanas. Sólo así los sacramentos
resultarán un reflejo del sacramento de salvación que ha de ser la Iglesia y remitirán a
Jesucristo como sacramento original.
Die Heilkraft der Liturgie, Theologie der Gegenwart 36 (1993) 301-310.
Con el saludo Shalom Jesús encomendó a su Iglesia la misión de difundir la paz, o sea,
las relaciones humanas fundadas en la solidaridad. Justamente en la preparación del
Sínodo panafricano cunde la preocupación por alcanzar una síntesis convincente entre
lo que es el mensaje de Jesús y su realización histórica. Ya en el discurso de misión de
Jesús a los apóstoles y discípulos (Lc 9,1-6;10,1-20 y par.) el mensaje de salvación y su
realización van tan estrechamente ligados que forman una única fuerza salvífica.
Actualmente la medicina psicosomática y la psicoterapia nos hablan de cómo pueden
contribuir y de hecho contribuyen las relaciones interhumanas a que una persona
enferme o se cure. La experiencia de fe y la revelación son mucho más elocuentes
todavía a este respecto. Precisamente todo el interés de este artículo, como el del Sínodo
panafricano, se centra en la dimensión y dinámica salvífica de la liturgia.
Voy a comenzar por un texto de san Agustín que puede aclarar mi enfoque de los
sacramentos. Agustín se pregunta por qué la Iglesia oculta los sacramentos de la
iniciación -bautismo y eucaristía- a los no cristianos. Y responde: "Aunque esos
sacramentos les quedan ocultos, sus frutos los tienen a la vista. De lo que está oculto
brota lo que se va a anunciar, de la misma manera que la parte soterrada en el suelo
aguanta la parte visible del leño de la cruz". Los sacramentos no sólo comunican una
gracia invisible, sino también alegría, paz, expresión de nuevas relaciones de confianza,
gratitud y amor de Dios, como reflejo del amor del Padre. Los sacramentos no sólo
crean un nuevo comportamiento, sino que forjan también el carácter, los sentimientos
más íntimos, una nueva calidad de relaciones con Dios y entre los hombres. Estamos
llamados a ser signo de salvación para muchos.
Cristo dijo: "El que me ve, ve al Padre". Puestos los ojos en él, en la celebración de los
sacramentos ha de preguntarse la Iglesia si se acerca a ese ideal y puede decir también:
el que a mí me ve, vislumbra a Cristo. En la renovación de la liturgia importa -y no en
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último lugar- evitar toda solución de continuidad entre cultura y religión. Cada creatura
es potencialmente un símbolo que manifiesta al Creador.
Todos los cristianos estamos llamados a ser "sacramento de salvación" en el sentido
más amplio de la expresión. Esto se muestra ante todo en las relaciones con Cristo y en
Cristo con el Padre y con nosotros. Si los símbolos de nuestra liturgia no logran ser de
nuevo, siempre y en todas partes, signos atractivos de nuestra misión, de la acción de
Dios en el mundo y en la historia, nos hacemos responsables de que el mundo no
experimente la presencia de Dios. La simbolización correspondiente brota del corazón
mismo de nuestra fe, que ha de hacer un gran esfuerzo por captar la longitud de onda de
la cultura actual. La unicidad de la liturgia latina, tan celosamente custodiada durante
siglos, resultó catastrófica á este respecto, tanto en China, en África y entre los nativos
del continente americano, como entre nosotros: lo opuesto al misterio de la encarnación
y a la historicidad de la salvación.
Sacramentos y relaciones humanas
En su ser más profundo, la salvación va estrechamente ligada a las relaciones
interhumanas y a sus presupuestos. No hay que olvidar que el mensaje y la acción
salvífica de Jesús tiene mucho que ver con la manera amorosa y alentadora que tenía de
tratar con las personas. El Evangelio lucano, en el que el tema de la salvación es central,
nos lo indica claramente cuando afirma: "Muchos se arremolinaban en torno a él. Todos
querían escucharle y ser curados de sus enfermedades (...). La gente quería tocarle, pues
de él salía una fuerza que les curaba a todos" (Lc 6,17-19). Todo refleja aquí su singular
relación con el Padre.
Pertenece al núcleo de la fe y de la teología el presentarnos el misterio de la Trinidad de
Dios como expresión de las relaciones esenciales: el Padre es totalmente él mismo al
engendrar al Hijo en el hálito del Espíritu. Y el Hijo es totalmente él mismo al darse al
Padre en el mismo impulso de amor. Y el Santo Aliento (Espíritu) de Dios es totalmente
él mismo, persona, como eterno acontecer originario del amor mutuo. Jesús -Dios hecho
hombre- es totalmente asumido en esas relaciones divinas. Y es él quien nos introduce
en esas relaciones. Así lo expresa magníficamente el propio Jesús en la ple garia antes de
su partida (Jn 17). El personalismo cristiano y nuestra aproximación al misterio del
amor salvífico de Dios nos manifiestan la importancia de las relaciones personales
interhumanas y nos plantean la pregunta: ¿son éstas realmente salvíficas?
De ahí que en el planteamiento de lo que es normativo, la teología moral renovada, se
desvincule de una concepción estática del derecho natural y se concentre en la cuestión
de las relaciones humanas. Aquellas normas que, por más que se prescriban o se insista
en ellas, dificultan las relaciones humanas o las intoxican, por esta misma razón hay que
rechazarlas de entrada. En positivo: las cuestiones relativas a la concepción de la
Iglesia, a los ministerios eclesiales, a la liturgia y a la ética hay que resolverlas
preponderantemente en función de unas relaciones humanas sanas y salvíficas y de las
relaciones originales de fe, confianza y amor "en Cristo" para con Dios. Desde esta
óptica, vamos a tratar ahora de cada sacramento.
1. Celebración del bautismo y vida bautismal. Resultaba tristemente alienante el hecho
de que en la Iglesia preconciliar se considerase el bautismo como la ablación de una
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mancha (del pecado original) del alma del niño. El bautismo, además de ser otra cosa, es
infinitamente más que todo eso: incorporación amorosa y liberadora en la comunidad
salvífica y liberación de la opresión de la injusticia que amenaza a todos. El bautismo
nos introduce en la comunión que procede del amor del Dios trinitario y nos consagra al
amor. Esto hace posible y a la vez exige una opción fundamental por la solidaridad
liberadora y al propio tiempo por la calidad de las relaciones humanas que le
corresponde. Somos bautizados en el nombre de Jesús, fuente primigenia de todas las
relaciones sanas y liberadoras. Por esto en todos los símbolos y ritos ha de brillar Cristo,
el sacramento original.
Sólo así puede hablarse del bautismo como liberación del "pecado original", como un sí,
lleno de fe, a la solidaridad universal de todos en Cristo. La correcta celebración del
bautismo ha de establecer unas relaciones liberadas y liberadoras. La familia cristiana
celebra agradecida el niño como don del amor de Dios, como miembro de la comunidad
salvífica y como templo del Espíritu Santo. Leónidas, padre de Orígenes, no pasaba por
junto a la cuna de su hijo sin inclinarse, porque - le decía a su sorprendida esposa- "en
Orígenes honramos al templo del Espíritu Santo".
Hace unos veinticinco años bauticé en USA a un nieto de una colaboradora mía. El
momento de mayor emoción fue cuando dimos personalmente gracias a Dios por ese
gran don. Algún tiempo más tarde, una familia judía, que había asistido a la celebración
por razones de amistad, me escribió que aquella acción de gracias fue la ocasión de que
deseasen otro hijo y que Dios había colmado su deseo.
Si la liturgia es lo que debe ser, la acogida de un nuevo "hijo de Dios" se convierte en
proyecto de relaciones liberadoras en la familia y más allá de ella.
2. La confirmación. En este sacramento celebramos la incorporación del bautizado en el
bautismo de Jesús en el Espíritu y también en el bautismo en el Espíritu que recibieron
los discípulos en Pentecostés. Con esto recibimos la llamada a ser testimonios de una fe
madura. El cristiano confirmado ha de comprender y ha de aprender a amar cada vez
más esa llamada a la madurez y a la responsabilidad dentro de la Iglesia.
A esa llamada le corresponde una ética y una pedagogía moral cristiana que capacita
para una corresponsabilidad madura y deja tras sí todas las formas indignas de una ética
pasiva centrada en la pura obediencia. La fe del que vive su confirmación se opone a
toda forma de triste moralismo, a la multiplicación de preceptos y de normas mal
fundadas. La Iglesia ha de celebrar la confirmación y ha de permanecer fiel a su misión,
de forma que la fe cristiana pueda contagiar su alegría y su entrega valiente a la
corresponsabilidad. Si celebramos correctamente la confirmación y seguimos su
consigna, entenderemos aquello de "servid al Señor con alegría".
3. La eucaristía. La celebración eucarística ha de depararnos siempre de nuevo la
experiencia de fe de la última cena: la nueva familia de Dios con Jesús se reúne en torno
a la mesa de la gracia, de manera que todos los que concelebran el amor de Jesús se
sienten comunidad de discípulos y aprenden día a día qué significa amarse con el amor
de Jesús.
Por la eucaristía participamos en el diálogo entre Jesús y el Padre y en la ardiente
plegaria de Jesús para que todos seamos uno. El nuevo "Catecismo de la Iglesia
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Católica" subraya con razón que la eucaristía constituye el corazón de la vida cristiana.
Pero de ahí sólo saca como consecuencia que cada uno ha de cumplir con el precepto
dominical, y no la exigencia más fundamental respecto a los pastores de la Iglesia de
hacer posible normalmente la celebración eucarística en todas las comunidades, en todas
las razas y culturas. Esto no puede estar pendiente de una tradición que asigna la
presidencia de la eucaristía sólo a célibes.
Del Vaticano II se deducen una serie de exigencias pastorales que no se han cumplido.
Ante todo la activa participación de todos. Hemos de considerar al sacerdote como "uno
de nosotros". En este sentido, una misa doméstica con enfermos o con el vecindario se
acerca más al modelo originario de la cena del Señor con sus discípulos que una misa
papal en un gigantesco estadio. También esto último puede tener su significado, si la
liturgia es celebrada normalmente en todas las comunidades más o menos grandes y se
hace de una forma inculturada.
4. El sacramento del orden. Este sacramento está al servicio de la misión salvífica de la
Iglesia. Cuanto más el que lo recibe se asemeje a Cristo que no vino a ser servido, sino a
servir, tanto más Cristo podrá actuar por su medio. El diaconado no es un escalón para
"subir más alto", sino un paso adelante para afianzarse en la actitud de servicio. No
hemos sido llamados y consagrados para asumir dignidades y títulos honoríficos.
Cuando el obispo impone al sacerdote la casulla, le dice: "El auténtico vestido
sacerdotal es el amor". Toda actitud de imposición triunfalista, tanto en la liturgia como
en el trato con los demás, le resta, a la existencia y actividad sacerdotal, participación en
la fuerza salvífica de Cristo.
Me entran escalofríos cuando pienso en las ceremonias papales de hace cincuenta años.
¡Y qué oposición se levantó cuando Pío XII se propuso simplificar el ceremonial! En la
armonía y en la amistad entre obispos, sacerdotes y diáconos, y quedando libres de todo
clericalismo, nos juntamos en torno a Cristo, que nos enseña la adoración de Dios en
espíritu y en verdad.
5. El sacramento del matrimonio. La comprensión más profunda, por parte del Vaticano
II, del matrimonio como alianza de amor contiene una fuerza salvífica que no posee la
acentuación unilateral dé la índole contractual. Cuanto más conscientes son las parejas
cristianas de ser asumidas en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, tanto más
capaces se sienten de dar testimonio de Cristo. Saben que son llamados a ser imagen del
amor de Dios el uno para el otro, para los hijos y para los demás. Cuanto más se
complementen en su diversidad, tanto más se acercarán ellos y acercarán a sus hijos a
Dios en su amor paternal- maternal. El esfuerzo constante por ser espejo de la nueva
alianza de amor uno para el otro hará que se estrechen y profundicen las relaciones
mutuas, con los hijos, con la familia y con los amigos. El matrimonio cristiano es la
escuela de aquel amor que vence al mal con el bien, que glorifica a Dios, padre de
benignidad, y a Jesús, sacramento de la misericordia, con el amor que perdura y que
siempre sabe perdonar.
Ningún moralismo arbitrario o estrecho de miras puede amargarles a las parejas el gozo
en el ejercicio de la intimidad de su amor. Pues ese amor gozoso, tierno, fiel, afianza
tanto su fidelidad como su capacidad de irradiación. La celebración litúrgica del
matrimonio no es punto de llegada, sino un punto de partida de una vida en la que el
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amor ha de ir creciendo y ha de convertirse en "sacramento" de la felicidad de la pareja
y de la familia.
6. La unción de los enfermos. Partiendo del testimonio de la carta de Santiago (St 5,1416), la tradición ha subrayado la dimensión salvífica de este sacramento. Con otros
muchos soy de la opinión de que este texto no se refiere directamente al ministerio
sacerdotal, como hoy se da, sino a los ancianos como representantes del pueblo
sacerdotal de Dios.
Una experiencia ayudará a aclarar esto. Cuando, a partir de 1963, comencé a difundir la
idea de las casas-escuela de oración, las religiosas del Inmaculado Corazón de María de
Monroe/Michigan levantaron una casa- modelo. Muy pronto las hermanas de esa
comunidad comenzaron a visitar a los enfermos del barrio para rezar con ellos y
levantarles el ánimo. El Card. Dearden, obispo de la diócesis, les permitió llevar la
comunión a los enfermos. El ejemplo cundió y el resultado fue que el cardenal recibió
gran cantidad de cartas de los enfermos, en las que le pedían que las hermanas pudiesen
también administrarles el sacramento de la unción. Razón: el sacerdote viene y se va
con prisas; en cambio, las hermanas tienen tiempo para escucharnos, entender mejor el
sentido de la enfermedad, consolarnos y animarnos. La Iglesia tiene plenos poderes para
acercar la liturgia a la vida y para inculturarla. Esto pertenece a su doble misión:
anunciar la salvación y realizarla.
La Iglesia como sacramento de reconciliación
Sólo se puede entender la dimensión y la dinámica terapéutica del sacramento de la
penitencia, si se considera a la Iglesia, en su conjunto y en todas sus dimensiones, como
sacramento de la reconciliación y la salvación. En su vida, la Iglesia ha de ir haciéndose
el vivo retrato del siervo de Dios que no vino a juzgar, sino a salvar.
El sacramento fundamental de la reconciliación es el bautismo. El recién bautizado es
integrado en el reino de paz de Cristo. Pero además como hija/hijo de Dios es llamado a
ser constructor de la paz y reconciliador. Aquí voy a fijar mi atención en el sacramento
de la penitencia y en la eucaristía, en cuanto se celebra siempre "para el perdón de los
pecados".
1. El sacramento de la penitencia. Ningún otro sacramento ha experimentado tantos
cambios a través de la historia como el de la penitencia. Aquí se bifurcaron los caminos
de la Iglesia ortodoxa y de la Iglesia latina. Las Iglesias orientales han hecho siempre
hincapié en la dimensión terapéutica, mientras el Occidente latino ha acentuado, a veces
unilateralmente, la función de juez del confesor. En las Iglesias orientales perduró una
conciencia de la diferencia fundamental entre la disciplina penitencial en el caso de
pecados gravemente escandalosos y el sacramento de la reconciliación. En ellas, el
reconocimiento de los pecados con la plegaria implorando el perdón adoptó
generalmente la forma de confesión a seglares. Es una aplicación del texto de la carta de
Santiago. En cambio, la forma litúrgica de alabanza a la misericordia salvífica de Dios
quedó reservada a la celebración con el sacerdote. Y digo "con el sacerdote" a ciencia y
conciencia, pues se trata de una celebración en la que el que se confiesa y el sacerdote
alaban a Dios conjuntamente y se abren a su amor salvífico.
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Respecto a la disciplina penitencial en el caso de los delitos gravemente escandalosos
hubo siempre serias tensiones entre Iglesias. Así, en el siglo III, los obispos romanos se
enfrentaron a la Iglesia africana por una concepción laxa. Sin embargo, a grandes trazos
se puede afirmar que la disciplina rigurosa de la penitencia fracasó finalmente en
Occidente. El vacío que quedó fue cubierto, al final de la edad antigua, por la Iglesia
misionera de Irlanda.
La Iglesia irlandesa mitigó la disciplina de la penitencia, pero amplió mucho el catálogo
de pecados. La Iglesia romana se opuso sobre todo al principio irlandés de que el
sacramento de la penitencia podía recibirse muchas veces durante la vida. Sin embargo,
cuando, en el cuarto Concilio de Letrán, se abordaron las cuestiones de la confesión y
de la penitencia, aquella oposición pasó a la historia y se reglamentó la praxis de la
confesión anual para todos los que tuviesen conciencia de pecado mortal.
En los siglos siguientes, durante la cuaresma y en las témporas, obispos y abades daban
la absolución general, con la condición de confesar individualmente los pecados graves
(peccata gravia, et quidem criminalia). Aquí queda clara todavía la diferencia, que la
Iglesia oriental nunca ha dejado de lado, entre la disciplina penitencial en el caso de los
pecados gravemente escandalosos y los otros pecados. Tan pronto como se eliminó el et
quidem criminalia, surgió el conflicto nunca resuelto sobre cómo el pecador podía saber
si había cometido o no pecado mortal, pues se había puesto conceptualmente al mismo
nivel pecado mortal y pecado grave. Los "pecados graves" proliferaron hasta sofocar la
sana conciencia. Hoy distingue la teología entre pecados graves y pecados mortales, lo
cual es muy útil sobre todo en conexión con el tratado de la opción fundamental.
La actual crisis, que se da en todas partes, del sacramento de la penitencia responde a
múltiples causas. Sin contar con la falta de sacerdotes que hace imposible la confesión
de todas las personas piadosas, está ante todo la reacción contra la comprensión de la
confesión como un juicio, que ha conducido a interrogar sobre "la especie y número" de
los pecados y ha desembocado muy a menudo en una escrupulosidad sin remedio. De
vez en cuando, sobre todo después de la Encíclica Casti connubii, se han producido
denegaciones de absolución en serie.
Precisamente la dilación y la negación de la absolución le proporcionó a san Alfonso Mi
de Ligorio la ocasión para propiciar un acercamiento a la tradición de la Iglesia
ortodoxa. Alfonso hacía hincapié en que el confesor ha de ser reflejo de la misericordia
de Dios. Sería "maestro de la ley" por lo que se refiere al gran precepto del amor y
"juez" en la causa del discernimiento espiritual. Con todo, perduró hasta nuestros días
en la Iglesia romano-católica un juridicismo a menudo repulsivo y una estrechez de
conciencia basada en la norma externa. Esto queda de manifiesto, por ej., en la actual
insistencia de las autoridades romanas en que los niños, antes de la primera comunión,
se confiesen necesariamente, a veces con el argumento de que podrían haber cometido
ya pecado mortal. La superación de la crisis va en la línea de aquella clara distinción
que siempre se ha hecho en la Iglesia oriental, y en el constante esfuerzo por alcanzar
una síntesis entre anuncio y realización de la salvación.
La liturgia penitencial, con o sin absolución, y el diálogo personal constituyen pasos
adela nte en esta línea y merecen la aprobación de los fieles. En la liturgia penitencial se
expresa cada vez mejor la dimensión solidaria y el significado social de la
reconciliación sacramental.
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El objetivo de todas las formas de reconciliación y perdón de los pecados en la Iglesia
debe ser que cada cristiano, cada comunidad y la Iglesia entera se convierta en un
sacramento de salvación cada vez más visible y eficaz. Más allá de la cuestión de la
obligación de confesarse, cada cristiano debería tener claro que recibirá a raudales la
gracia de la reconciliación, si en su plan de vida se propone asemejarse cada vez más al
Padre del cielo en el perdón y en el amor fraterno.
2. La celebración de la eucaristía "para el perdón de los pecados". Han pasado los
tiempos en que la mayor parte de las personas piadosas creía que, para comulgar, había
primero que confesarse. Pero no todos son conscientes de que la eucaristía misma
siempre se celebra para el perdón de los pecados, para una siempre más eficaz
solidaridad de la salvación. El rito penitencial del comienzo no es mero preludio, sino
más bien introducción en una dimensión esencial de toda la eucaristía. Toda ella es
alabanza de la misericordia de Dios y exigencia nueva de asemejarnos a él.
El anuncio de la Palabra de Dios posee también una fuerza purificadora y salvadora, si
todos se sienten animados por el espíritu de la alabanza a Dios e imbuidos de una
memoria agradecida. Toda la celebración despertará el amor agradecido a Dios y el
amor mutuo entre nosotros.
La pregunta del Catecismo posttridentino sobre el número de los sacramentos ha de
completarse con la siguiente pregunta existencial: ¿cuántos de nosotros se dejan
transformar en "sacramentos", o sea, en signos vivientes y eficaces del amor de Dios
salvífico y liberador? Y luego cada uno, en particular y en comunidad, ha de seguir
preguntando cómo, con la confianza puesta en la acción de Dios, puede primero vivir y
luego anunciar a los hombres la salvación, de suerte que ésta sea una realidad. Si lo
hiciésemos así, no dejaría de haber enfermedad y sufrimiento, pero no habría ya
personas enfermas por nuestra culpa o por culpa de la Iglesia. No habría desgraciados
que, por culpa nuestra permaneciesen sin salvación, atrapados en la insolidaridad.
Tradujo y condens ó: MARIO SALA
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