Los confines de la ciudad sin confines

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Fuente: Artículos e información tomada de www.cccb.es
Este seminario "La ciudad dispersa. Suburbanización y nuevas periferias" se celebró en el aula 2 del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona entre los meses de
febrero y abril de 1996.
Los confines de la ciudad sin confines. Estructura urbana y límites administrativos en la
ciudad difusa.
Por: Oriol Nel.lo*
I. Ciudad y límite
«La llanura está triste y cansada y ya no se defiende. La llanura está triste y muerta, y la ciudad la
devora.» Émile Verhaeren, poeta belga próximo al movimiento obrero y socialista, abría con estos versos
su poemario más conocido. La obra, significativamente titulada Les villes tentaculaires, apareció en 1895;
en sus páginas el autor retrataba —inquieto y fascinado a un tiempo— la progresiva disolución de la
separación tradicional entre ciudad y campo. Hoy, un siglo más tarde, este proceso ha llegado en los
países de la Europa Occidental a su estadio final.
En efecto, si la separación formal y jurídica entre ciudad y campo se rompió a partir de la Revolución
francesa, las transformaciones económicas y tecnológicas subsiguientes han integrado física y
funcionalmente el espacio hasta tal punto que las actividades económicas y las formas de vida urbanas
se han esparcido sobre la totalidad del territorio. Así, «ciudad» y «límite» son hoy conceptos inconciliables
y el territorio se ha convertido en la «città sconfinata» de la que nos han hablado algunos autores
italianos.3 Una ciudad sin confines que, precisamente por carecer de ellos, no puede ser considerada
ciudad en el sentido tradicional.
Ahora bien, este espacio ilimitado desde el punto de vista físico y funcional está lleno de límites desde el
punto de vista social y administrativo. En efecto, por una parte, la extensión de la ciudad sobre el territorio
no ha hecho desaparecer las viejas divisiones sociales del espacio, sino que más bien ha transformado
su carácter y expresión. Por otra parte, al difundirse sobre el territorio, la realidad urbana ha saltado sobre
los antiguos límites administrativos que, sin embargo, suelen perdurar; asimismo, las nuevas necesidades
y problemas que la misma difusión comporta, han forzado la creación de nuevos entes de gestión, con
delimitaciones propias, que difieren muchas veces de las preexistentes. Así pues, la ciudad difusa, la
ciudad ilimitada, es también una ciudad fragmentada social y administrativamente hasta extremos que
resultan, a menudo, inverosímiles. La paradoja se plantea así: la ciudad sin confines es, al mismo tiempo,
la ciudad de los confines.
Explorar las razones y las consecuencias de esta paradoja es el objetivo de las páginas que siguen. El
trabajo consta de la presente introducción y de cuatro apartados. En el primero se describe brevemente el
proceso a través del cual se han venido a configurar las realidades urbanas contemporáneas. A
continuación se exponen las dificultades para delimitar territorialmente, hoy y desde una perspectiva
científica, estas realidades urbanas. Establecido este marco, se pasa en la tercera parte a analizar las
causas y las implicaciones de la proliferación de divisorias y fronteras en los nuevos espacios urbanos.
Finalmente, en el cuarto apartado se trata de argumentar cómo, para controlar los problemas que el
crecimiento difuso de la ciudad comporta, es necesario dotarse de un proyecto colectivo —político y
urbanístico— que ordene su desarrollo; un proyecto que tendrá como requisito necesario (aunque no
suficiente) la delimitación normativa de las realidades territoriales que resulte más ajustada a los intereses
de la mayoría de la población.
II. La ciudad difusa: la ciudad sin confines
Decíamos que, en tiempos modernos, la diferenciación formal entre la ciudad y el campo se disuelve
jurídicamente en Europa Occidental a raíz de la Revolución francesa y las convulsiones sociales y
políticas subsiguientes. En vísperas de aquel gran estallido, la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert
todavía definía la ciudad de la manera siguiente: «Ciudad, s. f. (arquit. civil) conjunto de muchas casas
dispuestas en calles y cerradas por una cerca común, hecha ordinariamente de muros y fosos. Pero para
definir una ciudad más exactamente, es un recinto cerrado por murallas que contiene diversos barrios,
calles, plazas públicas y otros edificios».4 «Cerca común», «muros y fosos», «recinto»… todo en esta
definición subraya el carácter cerrado de la ciudad. No es cierto, sin embargo, que ciudad y campo fueran
en aquel momento compartimientos estancos y yuxtapuestos; al contrario, ya desde tiempos
altomedievales mantenían, como explicó Henri Pirenne, un diálogo permanente y mutuamente
transformador.5 Por otra parte, la definición, tan morfológica, de la Encyclopédie, podría ser enriquecida,
sin duda, por muchas otras consideraciones sobre la estructura social, las funciones, la cultura e incluso
la práctica urbanística de aquel período.6
Sin embargo, es a fines del siglo xviii cuando la relación entre ambas realidades empieza a experimentar
una transformación radical y acelerada. La caída del Antiguo Régimen, con la abolición de las
jurisdicciones señoriales y el establecimiento del principio de igualdad de los ciudadanos ante los poderes
públicos, acabó con la diferenciación entre población urbana y población rural desde el punto de vista
legal. Se facilitaba, de esta manera, la progresiva difusión de las relaciones de producción capitalistas
sobre el conjunto del territorio. Así, en 1848, en el Manifiesto Comunista se podía ya dictaminar: «La
burguesía ha sometido el campo a la dominación de la ciudad».7 Al mismo tiempo, el crecimiento
concentrado de la población —fruto de la transición demográfica y de la revolución industrial— comportó
una densificación extrema del espacio construido en el interior de las viejas murallas. Y éstas, empujadas,
por una parte, por las necesidades higiénicas y la realidad social, y perdida, por otra, en gran medida su
utilidad defensiva, pasaron a ser cuestionadas y finalmente —no sin dudas ni conflictos— derribadas.
Acababa así el diálogo secular entre la ciudad y su muralla y desaparecía el principal elemento
delimitador de ciudad y campo como dos realidades físicamente diferenciadas.8
Sin embargo, como ha explicado Lucio Gambi, de Napoleón a mediados de nuestro siglo la ciudad era
todavía un espacio claramente diferenciable: un coágulo de actividades secundarias y terciarias en un
mar de ruralidad. Pero con la generalización de los medios de comunicación modernos, la plena
mecanización de la agricultura y la difusión de la industria y los servicios sobre el territorio, aquellos
coágulos (aquellos escollos, dice Gambi) se han conectado entre sí para formar espacios vastísimos en
los que predominan actividades y formas de vida urbanas. Se ha dado lugar así a los sistemas
territoriales que han sido descritos con los conceptos de ciudad-región, ciudad-territorio, ciudad difusa.9
Ahora bien, estas nuevas realidades no son en modo alguno el resultado de una simple ampliación de los
límites de la ciudad, sino más bien una consecuencia de la disolución misma de los conceptos
tradicionales de ciudad y campo: «[…] No es que la ciudad, arracimándose con las vecinas haya venido a
extenderse sobre un ámbito regional y haya ampliado a éste sus límites. El continuo del caserío, la
dilatación de los módulos edificatorios de tipo urbano, el hecho de que la movilidad pendular haya
ampliado extraordinariamente el diámetro en el que habitan aquellos que ejercen profesiones definidas
como ur- banas, señalan la disolución, el desvanecimiento del concepto de ciudad que habíamos
heredado de los siglos anteriores».10
Físicamente este proceso ha conocido, en los últimos cuarenta años, diversas fases que han sido bien
estudiadas y descritas: del crecimiento de la ciudad «en mancha de aceite» (por simple agregación o
ensanche sin solución de continuidad con el espacio construido preexistente) a la suburbanización (la
aparición de periferias metropolitanas más o menos densas, a menudo sin solución de continuidad, como
la ciudad central); de la suburbanización a la periurbanización (la integración en las dinámicas
metropolitanas de los antiguos núcleos rurales); de la periurbanización a la rururbanización (la difusión de
las dinámicas metropolitanas hasta los antiguos espacios rurales más alejados de los núcleos
primigenios).11
El resultado de estas transformaciones ha sido: «[…] no solamente la creación de una suburbanización
infinita, las así llamadas ‘edge cities’, y de megálopolis difusas, sino también convertir cada pueblo y cada
rincón rural del mundo capitalista avanzado en parte de una compleja telaraña de urbanización que
desafía toda categorización simple de la población entre ‘urbana’ y ‘rural’ en el sentido que antaño podía
darse razonablemente a estos términos».12
En efecto, esta evolución ha dejado inservibles las viejas definiciones basadas en los umbrales de
población y en las densidades relativas que ha sido, tradicionalmente, la forma más simple de
identificación de la ciudad. La determinación de umbrales y densidades —aparte de su carácter
necesariamente normativo—13 choca, en primer lugar, con la dificultad insuperable de la delimitación de
las unidades territoriales de referencia. Por otra parte, la creciente movilidad de la población resta cada
vez mayor sentido a los cálculos de densidades basados en la población censada: llevando la lógica de
estos métodos hasta el límite, algunos centros urbanos terciarios casi desprovistos de población residente
no podrían, paradójicamente, ser considerados ciudad; asimismo, estos cálculos esconden que muchas
áreas «vacías» durante unos días a la semana —o unos meses al año— se encuentran «llenas» en otros.
Como consecuencia del proceso de urbanización al que nos referimos, el territorio, en países como el
nuestro, se organiza en redes de relación. Redes espaciotemporales que lo articulan, lo integran y lo
conectan con flujos de alcance continental y mundial. Se configuran así los actuales territorios en los
cuales la distinción tradicional entre ciudad y campo, basada no ya en la densidad sino —como veremos
a continuación— en la estructura económica, en el nivel de renta, en las formas de vida o en el acceso a
los servicios ha dejado de ser operativa desde el punto de vista científico. La vieja dualidad ciudad-campo
queda así relegada al ámbito interesante, pero poco mensurable, de las «construcciones del espíritu»: la
percepción de los paisajes, el espacio vivido o las representaciones sociales. Nociones que, como se dirá,
pueden sin embargo resultar importantes a la hora de diseñar un proyecto colectivo para la ordenación
del territorio.
III. Los intentos de delimitación basados en criterios objetivos: poner puertas a la ciudad
Enfrentados a estas nuevas realidades, estudiosos y estadísticos han recurrido a diversos expedientes
para tratar de definir aquello que puede ser llamado ciudad. Para ello han adoptado diversos criterios,
cada uno de los cuales da lugar a una definición y una delimitación diferente del objeto de estudio. Según
las variables utilizadas por los autores, las definiciones responden a cinco tipos de parámetros: el estatuto
jurídico, las definiciones morfológicas, los espacios funcionales, la estructura económica y la jerarquía de
los servicios.14
III.A. El estatuto jurídico
Partiendo de las delimitaciones administrativas existentes (municipio, commune, district…) se identifica
una localidad y, en caso de superar un determinado umbral de población (10.000, 20.000 habitantes…),
se la considera ciudad.15 A pesar de que resulta claro que las nociones de ciudad y municipio se han
disociado definitivamente, este tipo de definición puede ser todavía útil, en algunos casos, para identificar
la ciudad central de los sistemas metropolitanos: el núcleo donde tradicionalmente se han concentrado las
funciones de jerarquía más alta, donde se encuentran los principales monumentos simbólicos y donde se
genera, en buena parte, la imagen de toda la metrópolis.
Un ejemplo de compilación de estadísticas urbanas basada en este criterio es el estudio Giant Cities of
the World, realizado en el Instituto de Estudios Metropolitanos de Barcelona por encargo del Fondo de las
Naciones Unidas para Actividades de la Población a finales de los años ochenta.16 Se trata de un
repertorio estadístico que ofrece información referida a los municipios centrales de las 108 mayores
conurbaciones del planeta, y —cuando tienen realidad como ámbito administrativo o estadístico—
también de las respectivas áreas metropolitanas.
Los defectos de este tipo de definición son, sin embargo, evidentes: no se trata ya de que las formas de
vida urbana o las relaciones funcionales crucen claramente los límites administrativos, sino que en
muchos casos incluso es el mismo espacio construido lo que se extiende sobre diversas unidades
administrativas, evidenciando de forma palmaria la continuidad del fenómeno urbano por encima de las
demarcaciones jurídicas.17
III.B. La continuidad del espacio construido
Los fundamentos del segundo grupo de ejercicios de delimitación son, precisamente, las consideraciones
morfológicas. Así, se trata de determinar —a partir de la interpretación de la cartografía, la fotografía
aérea o la imagen satélite— la extensión sobre la cual el espacio construido se sucede sin solución de
continuidad. Es este un criterio cuya principal virtud reside en la sencillez y en su fácil generalización en
contextos diversos, que posibilita su aplicación por encima de las peculiaridades del ordenamiento
administrativo y la especificidad de los sistemas estadísticos. Un intento reciente de delimitación de las
ciudades europeas a partir de criterios morfológicos es el Atlas of European Agglomerations, compilado
por NUREC.18 En él se delimitan cerca de 300 aglomeraciones urbanas de los países de la Unión
Europea, aplicando los criterios morfológicos con las concreciones siguientes:
a) Para quedar integrado en una misma aglomeración de espacio construido no debe presentar
soluciones de continuidad superiores a los 200 metros de suelo no urbano; b) Cuando el 50% de la
población de un municipio se encuentra en el interior de un continuo se engloba en este el municipio
entero; c) Es preciso un umbral mínimo de 100.000 habitantes para tomar la aglomeración en
consideración.
Diversos centros de estudio y servicios estadísticos europeos se proponen avanzar en proyectos
similares.19 Ahora bien, resulta clara de nuevo la incapacidad de este tipo de ejercicios para abrazar la
complejidad del fenómeno urbano contemporáneo: hoy las dinámicas urbanas integran funcionalmente
espacios construidos que no tienen continuidad física entre ellos y, a menudo, se encuentran incluso a
muchos kilómetros de distancia. Por otra parte, la creciente reivindicación de los espacios abiertos (los
parques naturales, los espacios fluviales, las reservas de suelo) como elementos estructurales y
estructurantes de la ciudad casa mal con este tipo de definición, basada, sobre todo, en el espacio
construido.
III.C. Las áreas funcionales
La delimitación de las realidades urbanas atendiendo a criterios funcionales de movilidad parte, en
cambio, de la definición del espacio urbano como una red de relaciones. En efecto, la movilidad de las
personas, el movimiento de las mercancías y los flujos de información tejen redes sobre el territorio,
integrando espacios que, como decíamos, no tienen a menudo continuidad física. Estas redes presentan
distintas intensidades de flujo en cada una de las partes de su malla. Así, si se toma el grado de
interrelación entre dos áreas como indicador de pertenencia a una misma realidad urbana (y se hacen
coincidir los puntos más bajos de interrelación con los puntos de ruptura) se pueden delimitar espacios
urbanos a partir del estudio de las redes de relación.20
Sin embargo, esta delimitación es también necesariamente problemática, ya que cada función urbana (la
movilidad laboral, los desplazamientos por compras, los intercambios de mercancías) tiene un espacio (o
espacios) propio que, además, varía en el tiempo. La ciudad, pues, más que una red, es una red de redes
de geometría variable. Las delimitaciones funcionales han de ser por lo tanto necesariamente restrictivas
y suelen tomar en consideración una sola función. Las más habituales son las referidas a la movilidad
laboral, la cual es utilizada en los Estados Unidos como uno de los criterios estadísticos de delimitación
de las áreas metropolitanas desde los años cincuenta.
En Europa, los trabajos más conocidos son los dirigidos, respectivamente, por Paul Cheshire y Leo van
den Berg, que han llevado a la definición de las Functional Urban Regions, utilizadas a menudo en los
estudios comparativos sobre la red urbana europea.21
III.D. La estructura económica y las formas de vida
Existe aún la posibilidad de delimitar áreas urbanas en función de la estructura económica y/o los hábitos
y condiciones de vida de la población. Por lo que se refiere a la estructura económica, se suele asociar la
presencia de un alto porcentaje de población activa en el sector primario a ruralidad. Asimismo, se ha
afirmado que la existencia de bajas rentas medias per cápita, la dificultad de acceder a determinados
servicios y la persistencia de ciertos hábitos y estructuras familiares serían indicadores de ruralidad.
Sin embargo, la mecanización de la agricultura y la integración del territorio han comportado que, en el
conjunto de Europa Occidental, muchas áreas consideradas tradicionalmente como rurales se hayan
convertido en vastas áreas de servicios, con un porcentaje bajísimo de población activa agraria y una
preponderancia absoluta de la ocupación terciaria.
De la misma forma, los niveles de renta de las áreas consideradas rurales se han diversificado y los
hábitos, valores y condiciones de vida tienden claramente a homogeneizarse con los del resto del
territorio.22 Estos indicadores han perdido así buena parte de su utilidad y si se utilizan es, en todo caso,
como complemento de otras variables de tipo físico o funcional.
Hay, sin embargo, una aproximación más rica y sutil que la estructura sectorial a la hora de tratar de
definir la ciudad desde una perspectiva económica: su consideración como artefacto productivo complejo
que gracias a la acumulación de actividades permite aumentar la eficiencia y reducir los costes.
Estas externalidades positivas generadas por la ciudad se derivarían no sólo de la proximidad física —
que permitiría ahorrar costes de transporte e intermediación— sino que procederían sobre todo de la
difusión entre individuos y empresas de un determinado know-how colectivo, de un conjunto de técnicas y
de ideas que se transmiten y mejoran continuamente. Es el «aire de la ciudad» de que habló Alfred
Marshall: «Cuando una industria ha escogido una localidad para asentarse, es probable que se quede en
ella largo tiempo: así de importantes son las ventajas que los que practican el mismo oficio calificado
derivan de su mutua vecindad. Los misterios del oficio dejan de ser misterio. Es como si flotaran en el aire
y los niños aprenden inconscientemente muchos de ellos».23
Y es a partir de aquí que Andreu Mas Colell afirma: «El fondo de comercio de una ciudad bien formada
yace en la urdimbre interactiva de su capital humano, en el aire de la ciudad. Los portadores de
habilidades específicas se atraen entre sí y se apoyan mutuamente de tal forma que hace difícil que la
estructura global se tambalee por el flujo y reflujo de las decisiones individuales. Estas serían en definitiva
las razones de la solidez inherente de las ciudades. Es una concepción económica del hecho ciudad que,
me atrevo a pensar, mantiene cien años después su validez básica».24
Ahora bien, la ciudad compacta ha ido perdiendo progresivamente la exclusividad en la generación de
este tipo de dinámicas económicas. Más aún, los estudios que sobre la base de estos conceptos se han
realizado en Europa (a partir sobre todo del trabajo seminal de Arnaldo Bagnasco para la Terza Italia)25
muestran, precisamente, que hoy en muchos casos estas dinámicas se desarrollan mejor en ámbitos de
poblamiento relativamente difuso, con una alta presencia de pequeñas y medianas empresas, que en los
grandes centros metropolitanos surgidos de la producción fordista y la gran empresa. Hoy, la ciudad del
«distrito industrial» tiende a ser también un espacio urbano extendido sobre el territorio y de límites
flexibles.26
III.E. Los servicios y su jerarquía
Finalmente, desde la perspectiva no ya de la producción sino del consumo se ha querido definir e
identificar la ciudad en relación a los equipamientos y servicios. Así, la jerarquía de las funciones que
radican en un territorio (por ejemplo, el nivel de especialización y diversificación de los servicios) ha sido a
menudo empleada, a partir de los trabajos de Walter Christaller y sus seguidores, como criterio para fijar
el umbral a partir del cual una localidad puede ser considerada ciudad y cuál es su ámbito de
influencia.27
La relación de este tipo de definición con el de áreas funcionales de movilidad es evidente y su crítica ha
de responder necesariamente a las cuestiones planteadas más arriba. En efecto, por un lado —como ya
se ha dicho— cada función se asocia a un ámbito diverso, de manera que habría, en principio, tantas
delimitaciones posibles como funciones presentes. Y, por otro lado, el desarrollo de las comunicaciones y
las telecomunicaciones ha debilitado los vínculos unívocos de jerarquía, en el sentido que un mismo
territorio depende hoy de una multiplicidad de centros.
Así, como ha explicado Giuseppe Dematteis, las nuevas tendencias localizativas de equipamientos y
servicios implican que, a escala local, los centros de un sistema urbano «tienden a sustituir las relaciones
de dependencia jerárquico-funcional por relaciones de complementariedad».28 Se habría pasado así de
las redes christallerianas jerárquicas, basadas en localidades centrales de carácter puntiforme, a sistemas
urbanos reticulares, los cuales, si son considerados «en su conjunto, permiten encontrar la composición
funcional completa que el modelo christalleriano atribuye al centro de orden más elevado comprendido en
la red».29 Estas redes podrían ser, al menos teóricamente, delimitables atendiendo a su nivel de
autocontención. Pero el estudio de la realidad nos devuelve al punto de partida: «…En los hechos, una
delimitación tal [la de los sistemas urbanos reticulares] es mucho más problemática. En las realidades
territoriales más evolucionadas, como en la franja media de la Lombardía, las «retículas» tienden a
fundirse entre ellas en una trama continua que hace casi imposible su delimitación territorial».30
Vemos pues que los cinco grupos de criterios analizados (jurídicos, morfológicos, funcionales, económicoproductivos y de servicios) presentan —a pesar de las virtudes inherentes a cada uno de ellos—
importantes problemas en su utilización como instrumentos taxativos para la delimitación urbana. No hace
falta decir que estos grupos de criterios pueden aún combinarse entre ellos dando lugar a definiciones
más complejas del espacio urbano. Entre éstas la más conocida es la definición de las Standard
Metropolitan Statistical Areas en los Estados Unidos de América, definición que combina elementos de
orden jurídico-administrativo, demográfico, morfológico y funcional.31 Pero por más que aumentemos la
complejidad técnica de la definición,32 un hecho se mantiene inmutable: la discusión sobre los límites
urbanos es hoy una cuestión irresoluble de forma unívoca desde una perspectiva científica.
Podríamos, claro está, circunscribir normativamente el problema y delimitar el espacio a través de
criterios parciales como los que se han descrito. Con ello tendremos ámbitos operativos y útiles, quizás,
para el tratamiento de determinadas cuestiones (el planeamiento urbanístico, la gestión de los
transportes, la recaudación de tributos…). Pero, como hemos escrito en alguna otra ocasión, estos
ámbitos no responderán a lo que la ciudad es, sino a aquello que, de acuerdo con nuestros intereses y
objetivos, queremos que la ciudad sea.33
A nuestro entender, pues, más que tratar de definir la ciudad en abstracto, lo importante es entender el
proceso de urbanización. David Harvey lo plantea en estos términos: «Pienso que es importante
reconceptualizar la cuestión urbana no como el problema de estudiar unas entidades casi naturales,
llámense ciudades, suburbios, zonas rurales o lo que sea, sino como algo de esencial importancia en el
estudio de procesos sociales que producen y reproducen espaciotemporalidades que son a menudo de
tipo radicalmente nuevo y distinto».34 Así, «…El proceso de urbanización ha de ser entendido no en
términos de una entidad socio-organizativa llamada «la ciudad» (el objeto teórico que tantos geógrafos,
demógrafos y sociólogos erróneamente suponen), sino como la producción de formaciones
espaciotemporales específicas y muy heterogéneas imbricadas dentro de distintos tipos de acción
social».35
Enfocar el tema desde este punto de vista permite subrayar el carácter histórico de las formaciones
espaciales y superar el debate sobre la relevancia de la cuestión urbana que ha ocupado por más de
veinte años a buena parte de la sociología crítica contemporánea.36 Podremos así concluir que la
dualidad campo/ciudad estaba asociada, como toda formación espacial, a determinadas estructuras
sociales y a coyunturas históricas concretas. Aquellas coyunturas han desaparecido y continuar utilizando
esta dualidad como categoría de descripción y análisis es un anacronismo: sería como obstinarse en
mantener la vieja división sectorial de Colin Clark para analizar la estructura económica de la sociedades
contemporáneas.
En el tiempo de la ciudad difusa, ¿qué utilidad puede tener, pues, el concepto de ciudad? Puede ser útil
ciertamente como instrumento para el análisis histórico, es decir, para el estudio de las formaciones
sociales preexistentes cuyo legado condiciona y mediatiza las transformaciones hoy en curso. Más
adelante trataremos de demostrar también el interés del concepto para el diseño de proyectos sociales y
políticos de futuro. Pero, como se ha tratado de explicar, en el análisis de la sociedad contemporánea
aquello que resulta fundamental no es la definición de la ciudad en abstracto sino la comprensión del
proceso de urbanización en una doble vertiente: por un lado, a partir del examen de los procesos sociales
que impulsan —y son impulsados por— el proceso de urbanización; y, por otro lado, con el estudio de las
repercusiones de este proceso sobre el conjunto del territorio. Como hemos visto, una de las principales
de estas repercusiones es, en la actualidad, la integración del espacio a través de redes de relación (de
producción, de intercambio, de consumo) cada vez más complejas. La utilidad del concepto «ciudad
difusa» es, precisamente, la de definir un momento en este proceso histórico: aquel en el que las redes
de relación abarcan ya la totalidad del territorio y hacen, de todo el territorio, ciudad.
IV. la ciudad difusa: la ciudad de los confines
Ahora bien —«fair is foul, and foul is fair»— esta ciudad difusa, esta ciudad indelimitable y sin confines, es
también la ciudad de los confines. Confines y divisorias que son, en primer lugar, sociales y funcionales y,
en segundo lugar, políticas y administrativas.
En efecto, contra aquello que alguna vez se ha afirmado, el paso del crecimiento intensivo al desarrollo
extensivo del espacio urbano no se traduce necesariamente en una mayor igualdad de oportunidades
para los ciudadanos a la hora de acceder a la renta, los equipamientos y los servicios. Es cierto que el
proceso de difusión de la ciudad sobre el territorio puede tener en este campo efectos que resultan sin
duda positivos. Los principales de entre ellos son la disminución de las densidades en las áreas urbanas
centrales y la progresiva homogeneización relativa en la dotación de lugares de trabajo, equipamientos,
infraestructuras y servicios sobre el territorio.37 Ahora bien, diversos autores han creído ver detrás de
este proceso no una desaparición de las tendencias hacia la especialización funcional y la segregación
social en los espacios urbanos sino el mantenimiento de éstas bajo nuevas formas.38
Tomemos, por ejemplo, el caso del poblamiento. Como es sabido, uno de los rasgos característicos de la
difusión de la ciudad sobre el territorio es la salida de contingentes significativos de población desde las
áreas más densas y pobladas de los sistemas urbanos hacia áreas vecinas de poblamiento más difuso.
Este fenómeno —como se ha dicho— comporta una disminución de las densidades en las áreas
centrales que, en principio, puede ser considerada un requisito para la mejora de las condiciones de vida
en muchas metrópolis europeas y, en particular, mediterráneas. Ahora bien, al ser reguladas en buena
parte por el filtro de los mercados del suelo y la vivienda, estas migraciones no afectan a todos los grupos
sociales por igual. Así, quienes se desplazan son, sobre todo, jóvenes con niveles de ingresos y
formación superiores a la media y con capacidad de satisfacer sus necesidades de vivienda fuera de las
áreas centrales. El efecto de esta salida de grupos medios es fácil de colegir: si las antiguas periferias
metropolitanas ven aumentar, en términos generales, su renta media per cápita, la ciudad central ha de
enfrentarse a los riesgos de la polarización social. Las viejas divisorias sociales en grandes unidades
(centro vs. periferia metropolitana) dan paso así a un calidoscopio mucho más complejo donde las
barreras no desaparecen sino que se multiplican, encerrando ahora unidades más pequeñas. Unidades
en las que, a menudo, la tradicional segregación por motivos de renta se ve reforzada por la estructura de
edades y la composición étnica de la población.39
De la misma manera, es evidente que actividades productivas y servicios se difunden hoy sobre el
territorio. Esto tiene también, sin duda, efectos positivos: la dispersión de la ocupación sobre el territorio y
la homogeneización relativa en la dotación de servicios. Ahora bien, estos movimientos no afectan por
igual a todas las actividades económicas y son distintos los comportamientos de la industria de alto y bajo
valor añadido, del terciario estratégico y de los servicios a las personas. Así, el territorio de la ciudad
difusa, además de conocer nuevas formas de segregación social, presenta nuevos tipos de
especialización funcional.40
No es este el lugar para analizar las consecuencias de estas tendencias (la aparición de nuevas
jerarquías urbanas, el consumo de suelo, la exacerbación de la movilidad...). Si las mencionamos es para
recordar, con Francesco Indovina, que al estudiar los problemas de la ciudad difusa «no es indiferente, en
modo alguno, analizar qué es lo que se difunde y qué es lo que se concentra». Y, sobre todo, para
mostrar cómo las viejas barreras (límites, confines...) perduran en la nueva realidad urbana bajo formas
diversas.41
En este contexto, la fragmentación de los espacios urbanos en un gran número de niveles y unidades
administrativas es, al mismo tiempo, causa y reflejo de las divisiones económicas y sociales. En efecto,
como se enunciaba al inicio, la difusión de las dinámicas urbanas sobre el territorio ha comportado la
incorporación en un mismo espacio urbano de una multitud de unidades administrativas, correspondientes
a entidades de poblamiento que habían tenido una vida relativamente autónoma. Por otra parte, la
creciente complejidad de la gestión de los servicios y equipamientos urbanos ha conllevado en muchos
lugares la creación de estructuras administrativas sectoriales ad-hoc. Finalmente, en diversos países se
ha favorecido conscientemente —por razones políticas: para aplicar determinadas políticas e imposibilitar
otras— la fragmentación administrativa de los ámbitos metropolitanos.42
Años atrás estudié la estructura administrativa de las grandes ciudades en los Estados Unidos de
América;43 me admiraba entonces al ver que en el interior de una misma SMSA se encontraban
centenares, y en ocasiones hasta algún millar, de unidades administrativas: 531 en Nueva York, 698 en
Pittsburgh, 1.172 en Chicago... Hoy la realidad de las regiones metropolitanas de París, Milán o Barcelona
(esta última con 204 entes locales pertenecientes a 5 niveles administrativos sobre un exiguo territorio de
3.200 km2) no se encuentra ya tan lejos del modelo norteamericano: en la mayoría de los casos, la
ciudad europea de hoy es, desde el punto de vista administrativo, un espacio triturado, opaco y
conflictivo.44
El impacto de la fragmentación administrativa de la ciudad sobre las dinámicas urbanas ha sido objeto,
como es bien sabido, de una abundantísima literatura. El mecanismo básico fue enunciado ya hace años
por Ronan Paddison: «A priori, cuanto mayor sea el número de límites jurisdiccionales en una
determinada área, más fácil será que las externalidades positivas y negativas se ‘escapen’ a través de las
unidades administrativas».45
En efecto, la proliferación de unidades administrativas se traduce a menudo en la existencia de diversas
presiones fiscales en espacios urbanos contiguos. Esto, en principio, posibilita que en el momento de
definir su lugar de residencia los ciudadanos (y las empresas) puedan escoger entre distintas «ofertas»
de impuestos y servicios locales.46 Ahora bien, es sabido que la posibilidad de escoger residencia está
condicionada por diversos factores, el primero de los cuales es, sin duda, la renta disponible. Así, las
familias con más capacidad económica podrán establecerse en municipios socialmente homogéneos
donde, a cambio de una presión fiscal relativamente baja, disfrutarán de buenos servicios y
equipamientos locales, sin perder, al mismo tiempo, la posibilidad de gozar de servicios de ámbito
metropolitano típicamente localizados en el municipio central del área urbana. Es el tema de los «free
riders», ampliamente estudiados sobre todo para las realidades anglosajonas.47
De la misma forma, empresas y corporaciones se pueden valer de la fragmentación administrativa para
conseguir de unas autoridades locales en competencia entre sí mejores servicios a cambio de impuestos
más bajos, sin que la capacidad de éstas para captar el retorno en favor de la comunidad local resulte
siempre evidente. Así, la configuración del mapa administrativo de la ciudad tiene repercusiones también
sobre la distribución de las rentas entre capital y trabajo. Tal como escribió Ann Markusen: «Si los
intereses capitalistas consiguen transferir diversos costes de producción hacia el presupuesto local y
escapan a los impuestos que hace falta pagar por ellos, pueden ampliar con éxito sus beneficios a
expensas de los asalariados. Esto tiene la apariencia de una pugna sobre los recursos para el consumo
colectivo y no sobre los retornos de la producción, pero es esencialmente el mismo conflicto. En vez de
acontecer en el interior de la empresa, el conflicto tiene lugar en la arena política local».48
Las muestras de cómo la fragmentación administrativa acompaña y favorece las divisorias sociales en la
ciudad difusa podrían alargarse más y más: con los problemas que ésta plantea para el planeamiento
urbanístico integrado, con las dificultades que pone para la práctica de políticas sociales redistributivas en
un mismo espacio urbano, con la dinámica que imprime a la política local, etc. La especialización
funcional, la segregación social y la fragmentación administrativa se alimentan mutuamente para levantar
y reforzar un laberinto de confines en la ciudad sin confines.
v. la ciudad ilimitada y la ciudad futura
Las consecuencias de la paradoja que hemos explorado sobre la calidad de vida de la población no son,
en modo alguno, insignificantes. La indefinición de los límites de los espacios metropolitanos y la
proliferación de divisiones administrativas en su interior contribuyen poderosamente, como hemos visto, a
las tendencias espontáneas de diferenciación social de los espacios urbanos. De ello se derivan también
dificultades para la financiación, la coordinación administrativa y el diseño de un planeamiento urbanístico
efectivo. Estas dificultades comportan, a su vez, problemas para hacer frente a los desafíos funcionales y
a las dificultades para la sostenibilidad ecológica que las nuevas formas de desarrollo urbano plantean.
Otros costes son aún los que se derivan de la pérdida de eficiencia administrativa y legitimidad
democrática de unos entes locales que se corresponden cada vez menos con el espacio de vida de los
ciudadanos.
Así, administrativamente fragmentada, la ciudad difusa es no sólo la red relacional de la que hemos
hablado, sino también una malla apta para capturar a los más débiles mientras permite escapar a los
poderosos. Los versos de la obra en la que Bertolt Brecht representó —como en una parábola— el
ascenso y la caída de la ciudad capitalista vienen aquí a la memoria:
«¡Fundemos una ciudad, en este lugar,
y se llamará Mahagonny,
que significa «Ciudad-red»!
Será como una red
tendida a todos los pájaros comestibles.»
Para aprovechar las potencialidades y hacer frente a los problemas que el desarrollo difuso de la ciudad
plantea hay que superar esta situación. Y hay que superarla dotándose de un proyecto colectivo capaz de
ordenar el desarrollo urbano en beneficio de la mayoría de la población.49 En otros lugares, he tratado de
enunciar cuáles deberían ser, a mi entender, las principales líneas de un proyecto de este tipo.50 No nos
detendremos en ello ahora. Recalquemos sólo que de lo que se trata es de afirmar —frente a los
espacios urbanos ineficientes, segregados e insostenibles que se derivarían de una actuación irrestricta
de los agentes privados— la necesidad de un diseño, un planeamiento y una estrategia colectiva. Diseño,
planeamiento y estrategia que deben ser tanto sociales y económicos como ambientales y urbanísticos.
Faltos de este diseño colectivo, democráticamente definido y aplicado de acuerdo con los intereses
mayoritarios, nuestros espacios urbanos no serán ciudades. Serán, más bien, mosaicos de parcelas
social y funcionalmente especializadas, yuxtapuestas sin otro principio ordenador que el de la renta
urbana y el privilegio social. Conformarán así conjuntos inviables desde el punto de vista ecológico,
inmanejables desde el punto de vista funcional y conflictivos desde el punto de vista social. El desarrollo
reciente de algunas de las grandes áreas urbanas de los Estados Unidos de América provee indicios
respecto hacia dónde puede conducir, en una sociedad avanzada, un desarrollo urbano de este tipo,
sometido de forma abrumadora al dictado de los intereses privados:51 huérfanos de un proyecto colectivo
que los regule, los espacios urbanos devienen conjuntos en los cuales la vida en común, que ha sido el
legado más positivo de la ciudad, se hace imposible.
La ciudad ilimitada sólo será, pues, ciudad si incorpora un proyecto de ciudad futura. «Città futura» en un
sentido gramsciano, es decir, un proyecto de transformación social en beneficio de la mayoría de la
población. Este proyecto, como decíamos, no puede centrarse solamente en la transformación física de la
estructura urbana. Si hemos definido más arriba la ciudad como el resultado de un proceso —como la
expresión física de un momento histórico del proceso de urbanización—, resulta claro que para mejorarla
hay que actuar sobre los mecanismos que se encuentran en la base de este proceso. La transformación
física del espacio es un factor importante en este proyecto de mejora, ya que, como hemos visto, la
configuración del territorio es al mismo tiempo elemento resultante y elemento condicionante de los
procesos sociales que en él tienen lugar; es decir, que en el espacio, «las formas creadas […] se vuelven
creadoras».52 Pero además de actuar sobre la forma urbana se deberá intervenir también, y quizás en
primer lugar, en otros campos decisivos, y, en particular, sobre la organización de la producción y el
consumo.
Uno de los principales requisitos para dotarse de un proyecto de este tipo es adaptar las estructuras
políticas y administrativas a los requerimientos que las nuevas dinámicas territoriales y sociales plantean.
Esto debe hacerse —se está haciendo ya en algunos casos— a todas las escalas: de la planetaria a las
continentales, las regionales y las locales. A escala grande —sobre territorios pequeños, pues—, el reto
principal es dotar los espacios urbanos de mecanismos de gobierno democrático que, sin destruir las
identidades locales ni anular la riqueza que se deriva de las prácticas sociales, permitan planificar y
gestionar unidades significativas del territorio, regiones metropolitanas enteras.
Y para establecer estos mecanismos de gobierno se debe proceder necesariamente a delimitar espacios
urbanos. Esta delimitación no debe, a nuestro entender, tratar de recrear las desaparecidas barreras
entre ciudad y campo. Hemos visto cómo, a lo largo de la historia «[…] la ciudad existe en tanto que hay
una no ciudad que la rodea, creada por ella misma con tanta o más precisión que el espacio central, la
ciudad negada, periferia, borde, alfoz, suburbano, arrabal o extramuros. La línea que separa estos dos
espacios señalando el ‘hasta dónde’ y ‘desde dónde’ de sus normas, leyes y ordenanzas, resume mejor
que ningún otro elemento la idea de ciudad deseada, al excluir o rechazar de forma expresa lo que en
cada momento […] se considera como no ciudad».53 Pues bien, en tiempos de la ciudad difusa, es decir,
cuando las dinámicas urbanas integran todo el territorio, los límites administrativos no deben separar ya
«ciudad» y «no ciudad», sino espacios urbanos centrífugos (formados por espacios construidos y
espacios abiertos, por áreas centrales y áreas periféricas, por sistemas generales y sistemas locales) a
los que el sustrato histórico, las dinámicas sociales y la escala de las intervenciones aconsejan dotar de
distintos proyectos de «ciudad deseada». Una delimitación de este tipo, como resulta de aquello que se
exponía en los apartados anteriores, ha de ser forzosamente normativa, voluntaria. Es difícil expresarlo
mejor que José Manuel Naredo: «Recalquemos que la delimitación y la relación entre lo de ‘fuera’ y lo de
‘dentro’ de ese espacio pretendidamente ordenado que es la ciudad, no son el resultado de ninguna
evidencia geométrica o territorial concreta, sino de las propias ideas de los ciudadanos. Y siendo la
ideología el vehículo espontáneo de nuestro pensamiento y de buena parte de nuestras reacciones,
hemos de someterla a reflexión, si queremos modificar sus incidencias territoriales. Pues ya hemos
apuntado que no basta para ello con recurrir a ese pensamiento dirigido que es la ciencia, mientras
permanezca prisionero del statu quo mental e institucional que se trata de modificar».54 Es decir, para
hacer frente a los retos planteados por el desarrollo de la ciudad difusa hace falta un proyecto colectivo, y
este proyecto ha de incorporar necesariamente —como premisa, como medio y como resultado— una
delimitación del espacio urbano.
Ahora bien, como hemos visto, esta delimitación no se deriva hoy fácilmente de las dinámicas territoriales.
No importa: es bien sabido que ya los romanos diferenciaban entre urbs (el espacio construido de la
ciudad) y civitas (la organización social y política). Será necesario, pues, hacer un ejercicio de geografía
voluntaria. Un ejercicio de reflexión y acción colectiva en el que la mayoría de los ciudadanos, de acuerdo
con sus intereses y su espacio de vida, establez- can los límites dentro de los cuales quieren desarrollar
un proyecto de vida urbana en común.
La existencia de intereses sociales contrapuestos y, a menudo, contradictorios hará que esta definición —
como la de cualquier delimitación administrativa— sea problemática y, eventualmente, conflictiva. Toda
división administrativa del territorio —con su correspondiente ordenamiento de competencias y funciones
— implica una visión y un diseño de futuro, un proyecto político. Establecer pues un determinado
ordenamiento implica no sólo delimitar el territorio sino también delimitar las opciones de desarrollo futuro.
Para beneficiar a la mayoría de la población, esta doble delimitación —física y política— deberá hacer
posible, como mínimo, la vertebración del espacio urbano, la defensa del derecho de todos los
ciudadanos a disfrutarlo, su eficiencia funcional y su calidad ambiental. Y al mismo tiempo, esta definición
de límites no deberá implicar, en modo alguno, la imposición de barreras que quieran hacer de cada
espacio urbano un ámbito cerrado sobre sí mismo, un marco excluyente e insolidario; al contrario, en un
contexto planetario cada vez más integrado, todo nuevo proyecto urbano habrá de asegurar la apertura
del territorio que abarca, facilitando la convivencia de los ciudadanos en la diversidad y promoviendo la
integración y cooperación con otros territorios a todos los niveles de escala.
La difusión y aceptación —por lo menos teórica— de los principios de representatividad, solidaridad,
federalización y subsidiariedad como bases para el ordenamiento administrativo son elementos que
apuntan, en principio, en la buena dirección. Sin embargo, sería necesario un gran impulso colectivo para
imponerlos y concretarlos, y su implantación deberá producirse, para ser efectiva, en el contexto de una
transformación progresiva del conjunto de mecanismos en los que se ha basado, hasta ahora, el proceso
de urbanización. Sólo si existe este impulso colectivo podremos, en el futuro, hablar propiamente de
ciudades en un mundo de ciudades. Esta es la razón por la cual, a mi entender, hay que dar nuevos
confines a la ciudad sin confines.
*Oriol Nel·lo (Barcelona, 1957)
Licenciado en geografía (Universitat Autònoma de Barcelona, 1981). MA International Affairs (Johns Hopkins University, 1988).
Profesor del Institut de Ciències de l’Educació de la Universitat Autònoma de Barcelona (1981-1984). Research Fellow, Center for
Metropolitan Planning and Research, John Hopkins University, Baltimore (1984-1985). Postgraduate Student, School for Advanced
International Affairs, John Hopkins University, Bolonia. Desde 1988 es director del Institut d’Estudis Metropolitans de Barcelona y
profesor del Departamento de geografía de la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha publicado libros y artículos sobre organización
administrativa y planeamiento urbanístico, estratégico y territorial. Miembro del Consejo general del Plan Estratégico Barcelona 2000
(1988-1994). Secretario de Comisión en el proceso de revisión del Plan Estratégico Barcelona 2000 (1992-1994). Miembro de la
Comisión asesora técnico-jurídica para la Carta Municipal de Barcelona (1990-1994).
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