Consecuencias derivadas de la supresión del principio de mayor

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Consecuencias derivadas de la supresión del principio de mayor proximidad
Lorenzo MELLADO RUIZ
Profesor Titular de Derecho Administrativo. Subdirector del Instituto de Derecho Local de la Universidad de
Almería
El Consultor de los Ayuntamientos y de los Juzgados, Nº 5, Sección Colaboraciones, Quincena del 15 al
29 Mar. 2014, Ref. 500/2014, pág. 500, tomo 1, Editorial LA LEY
LA LEY 1148/2014
Una de las grandes cuestiones subyacentes a la LRSAL (LA LEY 21274/2013) es, sin lugar a dudas, la
determinación del nivel territorial de gobierno más adecuado para la gestión de los intereses locales. En este
estudio, se analiza la supresión del principio de mayor proximidad en la gestión, y su matizada subsunción dentro
del conjunto de principios generales informadores de la acción pública local. Por encima de apriorismos, se plantea
la necesidad de una verdadera «racionalización» sobre las nuevas fórmulas —si bien amortiguadas en el texto
definitivo— de satisfacción de las necesidades locales, desde la posible afección al principio de autonomía local y
capacidad de autogobierno derivada de alguna de las actuales previsiones legales.
I. DE LA «SUPRESIÓN» DEL PRINCIPIO A SU «DILUCIÓN» FUNCIONAL
La nueva redacción del art. 2.1 LRBRL (LA LEY 847/1985) (primer artículo que viene a modificar el art. 1 de la
LRSAL (LA LEY 21274/2013)), a pesar de no cambiar sustancialmente en relación a su versión originaria, ha sufrido
también, como gran parte de los preceptos, las consecuencias de una tramitación accidentada y oscilante. El
objeto de este sucinto comentario es la modificación del clásico principio de «mayor proximidad» de la
Administración local, y sus posibles consecuencias desde la perspectiva de la organización y funcionamiento de la
misma. Modificación, porque aunque inicialmente había sido sencillamente suprimido de la redacción del precepto,
en la versión definitiva de la LRSAL (LA LEY 21274/2013) aparece de nuevo, aunque modificado, e incrustado en el
conjunto de principios generales inspiradores de la Ley (y de la reforma).
El art. 2.1 LRBRL (LA LEY 847/1985) completa, como se sabe, el reconocimiento genérico constitucional del
principio de autonomía local, enlazando su garantía y efectividad con el mandato al legislador ordinario (estatal o
autonómico), en función de la distribución sectorial de competencias, de asegurar a los municipios, provincias e
islas su derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten directamente al círculo de sus intereses, y para ello se
les deberán atribuir las competencias que proceda en atención a las características de la actividad pública de que
se trate y a la capacidad de gestión de la propia entidad local. Ante la ausencia de una atribución directa
constitucional, la LRBRL (LA LEY 847/1985) no solo se limita a explicitar la necesaria intervención legislativa, sino a
condicionarla a la satisfacción de un auténtico derecho de las entidades locales a intervenir en los asuntos que
afecten, como mínimo directamente, a su círculo de intereses, con el límite de la recognoscibilidad nuclear de la
institución. A pesar de la indeterminación de los conceptos, es notorio que el precepto sigue partiendo de una
concepción amplia y genérica de la garantía de la autonomía local, y, sobre todo, desde un enfoque positivo o
funcional (y no solo negativo o de reacción), de la, aún derivada, reserva de intervención competencial (para la
configuración institucional concreta y la propia determinación del ámbito local de intereses), que no obstante se
sujeta también a los principios de diferenciación y adecuación a la hora de definir dichas competencias.
Me interesa, no obstante, centrarme en la segunda parte del precepto, que, aún a través de una funcionalidad
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principal, viene a modular lógicamente la viabilidad del mandato reseñado —si no de auténtica «optimización» de
resultados, sí de evidente orientación funcional hacia la integración del derecho a la autonomía local—.
En la versión originaria, la encomienda competencial a la legislación ordinaria debía hacerse «de conformidad con
los principios de descentralización y de máxima proximidad de la gestión administrativa a los ciudadanos». La LRSAL
(LA LEY 21274/2013) mantiene el principio —reconocido constitucionalmente— de descentralización y añade, de
acuerdo con su filosofía central, los de eficacia y eficiencia, también reconocidos y de exigibilidad lógica en
cualquier proceso de reconocimiento o atribución de competencias, y todo ello, además, con «estricta sujeción a la
normativa de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera» (art. 2.1 in fine).
Es evidente que tal sujeción era ya obligatoria, aunque no se dijera. Su mención no hace sino confirmar el espíritu
de la reforma, lo que además plantea la duda sobre la diferente vinculatoriedad —a mi juicio errónea— del conjunto
de principios condicionalizadores, en el fondo, de la consagración ordinaria del principio/garantía de autonomía
local. ¿Es diferente actuar «de acuerdo con» unos principios que hacerlo «con estricta sujeción» a otros? No
parece adecuada dicha diferenciación de exigibilidad o firmeza; en tanto que unos y otros son mandatos
funcionales recogidos al máximo nivel ordinamental ya, y en cualquier caso, principios —que no agotan ni mucho
menos los que deben inspirar, a partir de ahora, la organización y funcionamiento de los entes locales— de
inspiración conjunta e integrada del conjunto normativo correspondiente.
En cualquier caso, el art. 2.1 sigue condensando el marco de principios que han de orientar la integración
legislativa ordinaria del grueso competencial de los entes locales (y en definitiva, su capacidad efectiva de decisión
y acción). Pero, y en esto nos centraremos, sustituyendo el criterio de la «máxima proximidad en la gestión» por el
de la simple «proximidad», como uno más de estos principios orientativos.
Es evidente que, partiendo del acierto de su contenido, es mejor que esté, aún diluido entre otros, a que
simplemente hubiera desaparecido en los primeros proyectos de la Ley. Pero a mi juicio esto supone, en primer
lugar, una aparente devaluación (formal y material) de su funcionalidad, y, en segundo plano, atendiendo a las
posibles consecuencias de esta «reconversión» positiva, una afección —aún indiciaria y provisional— a la propia
configuración constitucional necesaria de las entidades locales, como el nivel territorial de gobierno más cercano a
las necesidades de la ciudadanía.
II. PROXIMIDAD Y EFICIENCIA: ¿CUÁL ES EL MEJOR NIVEL DE GOBIERNO DE LOS INTERESES
LOCALES?
El criterio o principio de proximidad es, pues, uno de los que han de tenerse en cuenta para la integración derivada
de la efectividad de la autonomía local constitucionalmente garantizada. Pero ya no se exige velar, en dicha
operación, porque las competencias locales obedezcan a la premisa/principio de la máxima proximidad de la
gestión administrativa a los ciudadanos. La búsqueda de la eficiencia y el ahorro —en definitiva, la racionalización
de los procesos de decisión y gestión administrativas— permite, ahora, excepcionar el criterio de la proximidad o
cercanía máxima, siendo posible que si otro nivel de gobierno es más eficiente (o rentable, aún desde la
ambigüedad del término) sea éste el que preste dichas competencias, aunque no sea el más cercano a las
necesidades, problemas o intereses tutelados/satisfechos. Bien es verdad que: i) se trata de una interpretación a
priori de la futura asunción por la legislación material ordinaria de la viabilidad y graduación de los principios
concurrentes (que podría conceder mayor o menor importancia a unos o a otros); ii) no hay una supresión total del
principio, como se preveía en el Anteproyecto de Ley, lo que obligará al menos a tenerlo en cuenta, en su relación
dialéctica con los demás; y iii) no dejan de ser principios generales del Derecho, ahora sin embargo más difusos en
su integración —por su mayor vaguedad conceptual— y en su articulación —por ser más, aunque en verdad
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pudieran inducirse ya de la normativa existente y, aparentemente, con diferente graduación—.
Pero, ¿de verdad los principios de eficiencia y sostenibilidad financiera pueden predeterminar —o condicionar, al
menos— el «mejor» nivel de gobierno de las necesidades e intereses locales? ¿Es factible compensar el posible
ahorro económico derivado de una «recentralización» —regional o estatal— de competencias, con la pérdida o
deterioro de la intensidad democrática de la primera instancia representativa en nuestro Estado, al menos desde la
óptica territorial? ¿Tiene sentido que intereses que no desbordan el ámbito o esfera local sean satisfechos por
«otra» Administración, desde una perspectiva preferente de simple avocación «económica» de las competencias?
La cuestión, evidentemente, constituye el nódulo transversal de la LRSAL (LA LEY 21274/2013), pero no parece
descabellado pensar que, al menos en el análisis de este principio, tal reducción analítica supone desconocer una
realidad plural y compleja, la propia naturaleza del mundo local, donde muchas veces es más importante —y no
necesariamente insostenible— la proximidad, cercanía y rapidez en las respuestas (en la gestión administrativa)
que un análisis heterónomo de beneficios y costes. A mi juicio, el principio de máxima proximidad, que enlaza, como
ahora veremos, con el de subsidiariedad y el de capacidad autónoma de gestión de los entes locales (y que no
parece una «redundancia», por su diferente funcionalidad, con el principio también necesario de descentralización,
como se sugería en la Propuesta de modificación de la LRBRL (LA LEY 847/1985) elaborada por el Grupo de
colaboración interadministrativa del INAP), no choca, por sí mismo, con ninguno de los tres grandes objetivos de la
reforma: la evitación de duplicidades competenciales (pues será la Administración más cercana, y lógicamente más
capaz y sostenible, la que actuará, desde la propia irrealidad del encaje del mitificado principio de «una
Administración, una competencia» en un orden constitucional caracterizado precisamente por lo contrario, por la
concurrencia y complementaridad de los títulos competenciales); la racionalización organizativa de las estructuras
locales (porque supondría aprovechar, de forma efectiva, los servicios locales para la satisfacción del grueso de las
necesidades de la comunidad, en vez de establecer cauces y fórmulas de organización desconcentrada, más lejana
y costosa en principio, de una Administración superior); y la imperatividad de controles efectivos de carácter
financiero y presupuestario (lo cercano no tiene porque ser más costoso, ni el control más eficiente por el mero
hecho de ejercerlo entes territoriales supralocales).
Es verdad que, frente a estos argumentos, cabe aducir, sin problemas, lo contrario: ¿por qué la prestación más
próxima y cercana al ciudadano va a ser más sostenible y eficiente? No se trata, pues, de optar, de forma
definitiva, por un modelo u otro de gobierno local (con mayores o menores competencias y, sobre todo, capacidad
de decisión autónoma, en tanto entes con auténtica «autonomía política»), sino de «ponderar» en cada caso (a
través de la legislación ordinaria atributiva de competencias) cuál es el nivel territorial de gobierno más
«adecuado», lo que exige tener en cuenta todos los criterios, principios y condicionantes en concurrencia, sin
privilegiar únicamente los de contenido económico o presupuestario. Por ello, aunque la LRSAL (LA LEY
21274/2013), anticipando juicios, pueda ser constitucional al no haber —en este punto al menos— un
desconocimiento genérico de la institución local a través de la posible laminación de sus funciones y cometidos, sí
puede conllevar una afección a los principios de adecuación y proporcionalidad de la gestión pública local.
Y este es el riesgo de la reforma: priorizar la eficiencia, el control del gasto y la estabilidad presupuestaria por
encima del resto de criterios o principios informadores, en su conjunto, de la conformación competencial de las
entidades locales.
Frente a los procesos de globalización, fragmentación —interna y externa— del poder soberano, invisibilización de
los poderes públicos, la cercanía, la proximidad y la atención «en primera instancia» de determinadas necesidades
sociales suponen un posible contrapeso a la (creciente) pérdida de legitimación y credibilidad en la autoridad.
Porque no estamos ante una cuestión de «economías de escala», sino de prestación efectiva y adecuada de
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determinadas (no todas, lógicamente) competencias locales —que es evidente que no son las más costosas—.
Desde una óptica de racionalización del sistema, precisamente el reconocimiento de competencias a los entes
locales (tasadas o no o con mayor o menor margen de subsidiariedad o residualidad) no tiene porque conllevar la
atomización —o insostenibilidad económica— del sistema, pues lo «local» también
es «estratégico», por el
incremento de la productividad y competitividad económicas, por la integración sociocultural en su prestación y por
la factible mayor representación y gestión políticas (Borja y Castells, 1997).
Como lo «local» no es, por tanto, «insostenible por naturaleza», se tratará de calibrar la escala de prestación más
adecuada al conjunto de las variables en presencia (porque es evidente que tampoco hay «intereses locales por
naturaleza»). Pero frente a la dimensión que destaca —y prácticamente monopoliza— la LRSAL (LA LEY
21274/2013), hay otras muchas a tener en cuenta, que pueden llevar a «cuestionar» la «degradación» de este
principio:
las «relaciones horizontales de poder» (Ceja Martínez, 2004) permiten una mayor y más efectiva
información y participación ciudadanas (la lejanía en la gestión sí puede dar más objetividad o imparcialidad, por el
contrario, aunque no necesariamente mayor eficiencia, precisamente por el desconocimiento de las circunstancias
«locales»); incrementan la legitimidad política «directa» de los representantes populares; permiten una mayor
involucración
de
los
ciudadanos
en
la
gestión
diaria
de
sus
problemas
(y
por
tanto
incrementan
la
corresponsabilización y el posible ahorro de costes, que depende muchas veces más de la concertación y de la
simplificación de los procedimientos que del estricto equilibrio presupuestario); acrecientan —si no las vías y los
resultados, como tristemente es noticia cotidiana— sí las demandas de transparencia, responsabilidad y rendición
de cuentas de los responsables públicos; posibilitan un mayor consenso e integración de la sociedad civil;
permiten, aparentemente, una respuesta más rápida y ágil, una mejor innovación de las prestaciones y una mayor
adaptabilidad a las demandas sociales; etc.
La «gestión local», en fin, no tiene porqué ser más eficiente (ni menos objetiva) que la llevada a cabo por una
entidad superior, pero seguramente será más simple y ágil (por la mayor información de los responsables
municipales, por la reducción de trámites de instrucción, por la colaboración/participación de los ciudadanos, por el
acortamiento de los plazos de atención o respuesta, etc.), y posiblemente más participada y legítima, al menos en
teoría: los ciudadanos no viven, en definitiva, en Comunidades Autónomas (ni en un Estado), viven en ciudades y
pueblos —independientemente de la organización territorial/abstracta del poder y de la necesaria distribución de
funciones públicas entre sus diferentes escalas— (Lago Núñez, 2014). Y, por ello, aproximar el ejercicio del poder
al ciudadano (al menos en el nivel estricto de gestión o administración) supone intensificar el propio principio
democrático y sus derivados de la exigencia de transparencia y responsabilidad públicas, servicio objetivo a los
intereses generales y participación pluralista y activa de la sociedad civil en los asuntos públicos. Como se ha
dicho, «los gobiernos se legitiman en la medida en que asumen efectivamente un compromiso creciente con los
problemas reales de la gente» (Rodríguez-Arana, 2001), y es que, en definitiva, el art. 137 CE (LA LEY 2500/1978)
define la autonomía local (y por tanto las competencias locales) por referencia a la existencia de intereses
propios, no en función de la mayor o menor eficiencia en la gestión de cada concreto municipio (Velasco Caballero,
2013: 27).
III. ALGUNOS REFLEJOS NORMATIVOS DE LA SUPRESIÓN DEL PRINCIPIO DE MAYOR
PROXIMIDAD EN LA GESTIÓN
El criterio de la prestación competencial por la Administración más cercana al ciudadano, lógicamente la
Administración local, enlaza visiblemente con los ya clásicos principios de subsidiariedad y proporcionalidad en la
configuración del modelo de intervención pública. En virtud del principio de subsidiariedad, la prestación de los
servicios y funciones públicas debería ser llevada a cabo por la organización administrativa más adecuada para ello,
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en principio la más cercana y adaptable, interviniendo el nivel político-administrativo superior solo cuando la acción
del inferior resulte insatisfactoria, ineficaz o deficitaria (debería por tanto justificarse, en cada caso, la atribución
de las competencias decisorias a otros entes públicos en los asuntos en que confluyan intereses de las entidades
locales). Por su parte, el principio de proporcionalidad haría referencia, igualmente, a la necesidad de que las
competencias se desarrollen por el nivel de gobierno más adecuado y congruente en atención al conjunto de
factores e intereses concurrentes (art. 4.3 de la Carta Europea de Autonomía Local: atribución de competencias
en función de «la amplitud o naturaleza de las tareas»), limitándose, de forma correlativa, las fórmulas de
intervención de las Administraciones superiores en los supuestos de existencia —no necesariamente exclusiva— de
asuntos de interés local (Alonso Mas: 2005, 130). El centro de atención no son, pues, los costes del servicio, sino
los fines públicos a satisfacer; y no parece descabellado exigir que las competencias se ejerzan por una entidad
supralocal solo cuando esta opción sea la más idónea, necesaria y justificada, por su adecuación precisamente a la
naturaleza supramunicipal de los intereses. Pero ambos principios se omiten ahora en la LRSAL (LA LEY
21274/2013), lo que, junto con la degradación de rango —o intensidad— del principio de proximidad, hace que se
invierta la lógica sostenida hasta ahora, al menos por una parte de la doctrina, de la capacidad de prestación
autónoma por parte de los entes locales de cuantos asuntos afecten al ámbito de los intereses locales —aún
dentro de los márgenes competenciales específicos establecidos por el Estado y la Comunidad Autónoma
correspondiente—, en relación al principio, también reconocido por la jurisprudencia constitucional, de la
«suficiencia financiera local y de autonomía de gasto». Y conviene recordar, en este sentido, que la propia Carta
Europea de la Autonomía Local, que integra el ordenamiento jurídico español, menciona expresamente tanto el
principio de subsidiariedad como el de proximidad y cercanía como criterio este último de atribución competencial.
Estos condicionantes, aún en mera sede de principios, legitiman el cuestionamiento de la reforma desde la
perspectiva de la mejora real de la gobernabilidad del mundo local, aunque también es verdad que esta
condicionalización del principio dispositivo competencial local obedece a un principio básico de la economía de los
gobiernos multinivel, como el español, de que cada gobierno ni puede ni debe hacerlo todo, sino que las
«funciones» materiales han de desempeñarse por el nivel territorial —más o menos cercano al ciudadano— que
pueda actuar con mayor eficiencia y, en segunda instancia, responsabilidad. El art. 2.1 LRBRL (LA LEY 847/1985)
mantiene, ahora, el principio de proximidad (aún no máxima), que debe interpretarse en armonía con el resto, en
aras de dilucidar el complejo debate siempre de fondo: ¿eficiencia en la gestión, con independencia de la entidad
responsable, o garantía de un autogobierno local suficiente, aún a riesgo de posibles disfunciones presupuestarias?
En cualquier caso, sí parece palpable la desconfianza de la LRSAL (LA LEY 21274/2013) hacia el nivel local de
gobierno (entre otros, Boix Palop), enlazando con esta aparente devaluación de los principios de proximidad,
subsidiaridad y descentralización de las competencias. Veamos algunos ejemplos.
El nuevo art. 7.4 LRBRL (LA LEY 847/1985), aunque no lo impide finalmente, restringe enormemente la posibilidad de
asunción de las denominadas «competencias impropias» (las diferentes de las «propias» y «delegadas»), pues hace
falta que no se ponga en riesgo la sostenibilidad financiera del conjunto de la Hacienda municipal y no se incurra en
un supuesto de duplicidad prestacional. Se constriñe indirectamente, así, la propia libertad/capacidad municipal
para el diseño y gestión de «políticas propias», en definitiva, la esencia del autogobierno o de la autonomía política.
El art. 24 bis supone una «mutación» legal de la naturaleza jurídica de las futuras entidades inframunicipales —con
el matiz no obstante importante de que su regulación efectiva habrá de realizarse a nivel autonómico—, que dejan
de ser entidades con personalidad jurídica propia para convertirse en organizaciones desconcentradas del municipio
de adscripción, y, por tanto, de posible creación solo cuando esta opción resulte más eficiente que la
administración concentrada de los núcleos separados de población (para las existentes, y una vez desechada la
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opción radical de supresión del Anteproyecto, la D. T. 4.ª establece un régimen transitorio de pervivencia
manteniendo su personalidad jurídica y su condición de entidad local territorial, aunque condicionada a la
presentación en plazo de sus presupuestos, para no incurrir en causa de disolución, en la que se podría acordar no
obstante su mantenimiento como forma de organización desconcentrada).
En la nueva redacción del art. 25.1 LRBRL (LA LEY 847/1985), la Administración municipal (mejor que el
«Municipio»), para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus competencias, puede seguir promoviendo y
prestando las actividades y servicios públicos de satisfacción y aspiración vecinal; pero con el «leve» matiz de que
la fórmula no habilita ya a «todas» las posibles (luego, el art. 25.2 suprime algunas —salud, asistencia social y
educación—, pero sí viene a clarificar y sistematizar las «materias» de posible competencia propia, lo que sin
embargo no ha impedido las razonadas críticas —Flores Domínguez— acerca de la minusvaloración de la autonomía
local como, de nuevo, una simple «autonomía administrativa o de ejecución», limitando la efectiva participación
pública en la definición real de las políticas locales); restricción competencial genérica que se confirma con la
supresión directa de la competencia complementaria general o implícita de los municipios del anterior art. 28
LRBRL (LA LEY 847/1985). Esta opción legal puede, a mi juicio, reabrir el debate sobre el propio contenido de la
«autonomía local», como simple derecho de participación en los asuntos de interés local o como, adicionalmente,
garantía «material» de autogobierno local, aún en el caso de competencias concurrentes (Alonso Mas, 2005: 128),
desde la propia dialéctica de fondo en torno a la interpretación de la naturaleza «básica» de la LRBRL (LA LEY
847/1985): como norma competencial de mínimos, y por tanto mejorable, a través de la legislación autonómica, o
como techo uniforme de máxima atribución de competencias a los entes locales, sin que fuera de las materias
referidas puedan ya los municipios ostentar competencias (Castillo Blanco y Velasco Caballero). Y, en este sentido,
no podemos olvidar que del art. 4.2 de la Carta se puede deducir incluso una especie de cláusula residual a favor
de las entidades locales, puesto que las mismas deberían tener —lo que ahora aparentemente se pone en
cuestión—, dentro del ámbito de la Ley, libertad plena para ejercer su iniciativa en toda materia que no esté
excluida de su competencia o atribuida a otra autoridad.
En esta línea de cuestionamiento del principio de proximidad y subsidiariedad, es curioso observar cómo, a pesar de
que en el ya reseñado encabezamiento de la Ley sí siga apareciendo, en el nuevo art. 25.3 LRBRL (LA LEY
847/1985) se elimina directamente, al condicionarse la reserva de determinación legal de las competencias
municipales (en torno a las materias enunciadas en el apartado segundo) a una evaluación de su conveniencia
conforme a los principios de descentralización, eficiencia, estabilidad y sostenibilidad financiera. La interpretación
estricta de este apartado puede hacer inviable la ya mermada mención principal del art. 2.1 LRBRL (LA LEY
847/1985) (en la versión anterior del art. 25.3 LRBRL (LA LEY 847/1985), al menos se contenía una
condicionalización por reenvío íntegro al art. 2 LRBRL (LA LEY 847/1985)). Porque, como es sabido, la capacidad
competencial real de los municipios no depende de las materias de «posible» afección, sino de las «competencias»
sobre las mismas atribuidas por la Ley en cada caso (del Estado o de la Comunidad Autónoma). Y, aparentemente,
aquí no parece haber límites —más allá de la difusa llamada a la descentralización, que habrá que interpretar sin
efectos intersubjetivos— para la atribución final de competencias sobre materias de interés local a una
Administración superior. La autonomía local sigue vacía de un contenido preciso, pero es que ahora la norma legal
de integración ni siquiera parece que deba responder a las premisas de la efectividad, cercanía y capacidad de
gestión y autogobierno propios de los entes locales. Y aún más: ahora, la Ley de atribución debe ir acompañada de
una memoria económica que refleje el impacto sobre los recursos financieros de las Administraciones Públicas
afectadas y el cumplimiento, de nuevo, de los principios de estabilidad, sostenibilidad financiera y eficiencia del
servicio o la actividad, más un informe preceptivo del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas y la
acreditación de la ausencia de duplicidad competencial (nuevo art. 25.4 (LA LEY 847/1985) y 5 LRBRL). Las trabas
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son considerables, en atención a los objetivos «irrenunciables» de la LRSAL (LA LEY 21274/2013); lo que supone,
en el fondo, endurecer los propios márgenes competenciales en el ámbito local, más allá de la (didáctica)
sistematización de los «ámbitos materiales» del apartado primero de este artículo. Lo importante sigue sin ser las
«materias» sobre las que los municipios han de ejercer «competencias propias», sino cuáles sean realmente éstas;
tiñéndose ahora, además, este principio dispositivo de un exclusivo tono monocromático, el de la estabilidad
económica y el control financiero de los entes locales. Y, en el mismo sentido, es nuevamente cuestionable la
viabilidad de la reducción parcial de los servicios obligatorios mínimos del art. 26.1 LRBRL (LA LEY 847/1985), que
como
simples «obligaciones mínimas» (Velasco Caballero: 2013, 39) y no títulos competenciales específicos,
quedaría condicionada al posterior desarrollo legislativo ordinario.
Las Diputaciones Provinciales iban a ser, en las versiones iniciales de la Ley, las grandes beneficiadas de este
proceso de cuestionamiento de la prestación inmediata y cercana de las competencias (no lo olvidemos, de
«interés local»); intervención que, en parte por los reparos aducidos por el Consejo de Estado, se ha reducido
finalmente a una función de «coordinación» de la prestación de determinados servicios públicos en los municipios
con población inferior a 20.000 habitantes (nuevo art. 26.2 LRBRL (LA LEY 847/1985)). Incluso puede decirse que
no hay ni siquiera ya una mera «avocación» supramunipal; puesto que la coordinación se condensa, básicamente,
en la determinación de la forma de prestación de dichos servicios (por la propia Diputación o mediante fórmulas de
gestión compartida), que propone la Diputación, con la conformidad de los municipios afectados, pero que
«decide», una vez más centralizadamente, el propio Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas (ausencia
de discriminación competencial «material» y clara afección a la potestad de autoorganización municipal en la
gestión de los servicios públicos que nuevamente ponen en tela de juicio la opción final de la LRSAL (LA LEY
21274/2013)). Solo cuando el municipio justifique ante la Diputación que puede prestar estos servicios con un
«coste efectivo menor» (en la formulación que ha sustituido finalmente a la controvertida y difusa propuesta del
«coste estándar», ex art. 116 ter) que el derivado de la fórmula propuesta por ella podrá asumir la prestación y
coordinación de estos servicios, siempre y cuando —se añade al final, como nuevo elemento de control— «la
Diputación lo considere acreditado.»
El art. 27 LRBRL (LA LEY 847/1985) sigue ocupándose de la delegación intersubjetiva del ejercicio de las
competencias a favor de los entes locales. Pero lo hace en términos mucho más estrictos que antes, y con
supresión expresa, por ejemplo, de alcanzar a través de dicho ejercicio de colaboración una «mayor participación
ciudadana». Dicho parámetro se sustituye, ahora, por los criterios de la mejora de la gestión pública, la eliminación
de duplicidades y el ajustamiento a la normativa de estabilidad presupuestaria (incorporación obligatoria de la
memoria económica); estableciéndose, además, un plazo mínimo de «seguridad» de la delegación de cinco años
(que lógicamente, aunque el precepto no parezca distinguir, solo será aplicable a la delegación de competencias
estatales). La proximidad y la mayor versatilidad de la acción pública local, en su ajustamiento constante a las
necesidades vecinales (que constituían realmente la razón de la delegación de competencias, sobre materias de
«interés local relevante», aunque no prevalente), se sustituye, pues, por la sostenibilidad presupuestaria y el
control del gasto (aún en sede de mera gestión de las competencias, sin traslado, pues, de la titularidad —y de la
financiación correspondiente, se supone, exart. 27.6 LRBRL (LA LEY 847/1985)—). Por ello, se ha dicho muy
críticamente que la delegación pasa, de ser una técnica de ampliación del poder local, a un instrumento de
reducción de costes en la gestión de competencias autonómicas y locales (Velasco Caballero: 2013, 45). Pero, y
aquí está la contradicción, ¿si se delega la competencia porque produce un ahorro, por qué no atribuirla
directamente, como propia, al municipio? (Flores Domínguez).
La modulación de la libertad de autoorganización y autogobierno, y la posible desnaturalización del contenido
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constitucional mínimo de la garantía de la autonomía local. se vuelven a poner de manifiesto en la nueva
configuración de la capacidad de iniciativa pública económica de los municipios. Aparentemente, no hay límites ya
a la prestación de servicios públicos de «autoridad» (cuando antes se impedía su gestión indirecta o en régimen
jurídico-privado, bien es verdad que, ahora, el criterio de restricción se deriva, aún con confusión, al ámbito
subjetivo de los empleados públicos habilitados para su prestación, sustituyendo la prohibición del art. 85.3 LRBRL
(LA LEY 847/1985) por la mención del nuevo 85.2 in fine), con lo que podrán generalizarse las fórmulas de
privatización y externalización de la gestión de servicios («contractualización» que —si bien no necesariamente—
puede conllevar un alejamiento, en virtud de la libre competencia para el acceso a los contratos, de la toma de
decisiones de gestión y una mayor difuminación de la responsabilidad), y la libertad local de configuración y
elección de las vías de gestión se sustituye, ahora, por la «forma más sostenible y eficiente» de entre las
enumeradas (nuevo art. 85.2 LRBRL (LA LEY 847/1985)). Es curioso, como se ha resaltado, que frente a la estricta
condicionalización «económica» y la priorización de las fórmulas de gestión directa —sobre todo de naturaleza
pública— en función de la correspondiente memoria justificativa de su sostenibilidad y eficiencia, la gestión
indirecta o contractual no se sujete a ningún límite … (Boix Palop).
Finalmente, y como correspondencia al desapoderamiento competencial en estas materias, las DT 1.ª (LA LEY
21274/2013), 2.ª (LA LEY 21274/2013) y 3.ª LRSAL (LA LEY 21274/2013) prevén la asunción por las Comunidades
Autónomas de las competencias relativas a la salud, los servicios sociales y los servicios de inspección sanitaria.
Pero es cuestionable que este traslado directo y coactivo de competencias, amen de su difícil encaje con el
principio dispositivo material y con la propia configuración constitucional de la autonomía local (a través del «test
de recognoscibilidad» consagrado por el TC), respete el sistema competencial (necesariamente compartido) sobre
estas materias.
Estas y otras manifestaciones parecen demostrar no el escaso interés por reforzar el municipalismo, sino una
abierta intención de «recentralización» (estatal o regional) de muchas de las parcelas y ámbitos de intervención y
gobierno locales. Como se ha dicho, parece producirse un «efectivo vaciamiento de contenido de la garantía
institucional de la autonomía local» (Boix Palop). Asistimos, parece, a un nuevo episodio de «captura» de los
intereses (locales) por la organización, en vez de la necesaria organización para la satisfacción eficiente de los
intereses (de los ciudadanos). Porque es innato a la Administración local su «vocación de configuración
social» (Parejo Alfonso: 2012, 17). Aunque finalmente amortiguada, la opción de la LRSAL (LA LEY 21274/2013) es
clara en la priorización de la rentabilidad, el equilibrio y la eficiencia, con independencia del ente prestador de los
servicios. A la propia condicionalización dispositiva de las competencias municipales (a través de las leyes
estatales y autonómicas) se unen, ahora, las estrictas modulaciones de control presupuestario y consolidación
financiera. El principio de subsidiariedad ni se menciona. Y la proximidad en la prestación de los servicios, condición
de ajustamiento, versatilidad y posible simplificación de las fórmulas de gestión, se difumina en un mar espeso de
principios y voluntarismo, más que de ordenación nítida del marco competencial (mínimo) de los entes locales. Y no
puede olvidarse, en definitiva, que el principio de mayor proximidad, el de proporcionalidad y congruencia en la
titularidad y formas de gestión de las prestaciones y el de subsidiariedad de los autogobiernos locales son trasunto
específico de otros principios constitucionales mucho más importantes, como el de legitimidad y control
democráticos, participación efectiva y responsabilidad públicas y cohesión del sistema multinivel de gobierno
territorial.
IV. BIBLIOGRAFÍA
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