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Las señoras de Avinyó, por Arturo Almandoz Marte
Arturo Almandoz Marte · Monday, October 24th, 2011
1. Las dos amigas casi siempre iban
juntas a la Boquería, tres o cuatro veces
por semana, para hacer sus compras de
víveres y, sobre todo, de los frutos del
mar que despliega la urbe mediterránea
en su mercado principal. Encontrándose
primero en algún café de las ramblas
cercano al Liceo, adonde Nuria bajaba en
metro desde el Ensanche, pasaban por el
teatro en renovación a finales de los años
ochenta, antes del incendio que, como en
ensañamiento histórico, lo consumiera de
nuevo en 1994; con frecuencia
recordaban la única vez que habían ido
juntas a un recital de Monserrat Caballé,
obsequio de sus esposos en el décimo
aniversario que ambas parejas
cumplieran en fechas cercanas, en el 77,
por los días en que Barcelona devino
capital de la autonomía catalana con la
nueva constitución española.
Ya realizada la compra ritual que tomaba cerca de dos horas, con las bolsas repletas
de las consabidas carnes y hortalizas, aromatizadas con chipirones y calamares, con
butifarras y longanizas, con habichuelas y garbanzos, según la estación, Nuria y Lidia
se detenían en algún bar circundante de la plaza Real, donde esta última vivía desde
siempre; tomaban allí un par de cañas con tapas, mientras miraban parte de las
noticias catalanas o la primera edición del telediario nacional. Con frecuencia elegían
un local de la calle Avinyó donde disfrutaba yo también una cerveza algunos
mediodías, mientras viví en el barrio Gótico entre verano e invierno del 88; allí me
seguía deleitando, como me ocurría desde que hube llegado a España el año anterior,
con la colorida concurrencia de esos bares que, aunque menos poblados por hombres
de negocios e intelectuales bohemios, me recordaban las caraqueñas tascas de La
Candelaria, Sabana Grande y Chacao.
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Poblada a comienzos del siglo XX por locales de señoritas de mala vida, era esa la
calle que había dado nombre a la archiconocida pintura de Picasso, cuando el pintor
malagueño viviera en la urbe catalana, con su familia, antes de emigrar a París en
1905. No recuerdo si en el bar estaba montada una pequeña reproducción de la
composición que, con mucho de africano en los enmascarados rostros de dos
demoiselles y en el rojizo ocre de los cuerpos, inició el cubismo de aquel artista novel
caracterizado hasta entonces por el período azul. Asociándola más bien con la Aviñón
francesa, tal como ocurriera desde que la pintura burdelesca fuera presentada en los
salones parisinos diez años después de terminada, pocos visitantes del bar conocían,
como me ocurría hasta entonces, la génesis de la obra maestra en la calle
barcelonesa, cercana al museo Picasso que atrae ahora peregrinos de todo el mundo.
Y fueron precisamente las señoras de Avinyó las que me contaron la historia, cuando
un mediodía de otoño no pude resistir la tentación de entablar mi primera
conversación con ellas.
2. Al igual que sus famosas contrapartes que hoy se exhiben en el MOMA de Nueva
York, las señoras de Avinyó solían ser cinco, pero entre las que fallecieron y las que se
habían mudado, sólo Lidia y Nuria conservaban el hábito de comprar juntas en la
Boquería y solazarse después en los bares de la Ciudad Vieja y el barrio Gótico.
Casada con un alto ejecutivo de una compañía regional de las que se
internacionalizaron cuando España ingresó a la Comunidad Europea, a mediados de
los años ochenta, Nuria pudo mudarse por entonces a un confortable apartamento del
paseo de Gracia, desde donde se daba el lujo de contemplar a diario La Pedrera, entre
otras maravillas del modernismo catalán, según me dijo al saber que era yo urbanista.
Quizás por no haber migrado al aburguesado manzanero del Ensanche, Lidia, con
llaneza y desparpajo muy andaluces, como la prosapia de su familia, comentó algo no
sólo sorprendente por su falta de chovinismo, sino también herético para muchos
arquitectos: por contraste con su beatífica austeridad personal, el recargado estilo de
Gaudí le resultaba a ella más propio para la decoración de interiores que para la
construcción de estructuras. Se me quedó grabado ese afilado aserto del ama de casa
con más fijeza que muchas de las sesudas pláticas de especialistas que, dos
anocheceres por semanas, constituían la así llamada cátedra Gaudí, a la que asistí los
meses de mi estadía en la ciudad condal.
Lo de tomarse una cerveza o un vino después de la compra era una costumbre que
habían adoptado desde finales de los años setenta, porque durante el franquismo no
era bien visto que las señoras solas concurrieran a los bares; pero toda esa
mojigatería cambió desde la muerte del Generalísimo, tal como la omnisapiente
televisión había ido mostrando y narrando a los españoles que modernizaban su
apariencia al par que incrementaban su estatura. Como alegoría de la mudanza
nacional transmitida cotidianamente en la tele, recuerdo que un día de noviembre en
que coincidí con las señoras en el local de Avinyó, se reportaba sobre el paro cardíaco
sufrido por Dalí en su museo de Figueras, adonde se había retirado después de que un
incendio consumiera su castillo de Púbol en 1984; al ver el rostro demacrado del gurú
surrealista, Nuria esta vez, en otro arranque penetrante, fustigó que “el que con fuego
juega, quemado sale”. Me explicó a continuación que, no obstante reconocerle su
dominio técnico del oficio pictórico, lamentaba la iconografía conservadora que el
maestro catalán adoptara desde que hubo retornado a España, después de sus avaros
años neoyorquinos, oscura etapa que asociaba ella con el orden franquista con el que
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Dalí había coqueteado.
3. Con muchos tintes del nacionalismo impulsado por Jordi Pujols desde la Generalitat
y Pascual Maragall en la alcaldía, también se comentaba por entonces en la televisión
regional sobre los frenéticos avances en las obras públicas, después de la designación
de Barcelona en tanto sede de las olimpiadas de 1992. Con la exposición de Sevilla el
mismo año, ambos eventos marcarían la “puesta de largo de España”, como
acertadamente la llamó un periodista a la sazón, haciendo referencia a la triunfal
entrada de la nación europeísta y comunitaria en el baile de los países ricos y
desarrollados, tal como lo había hecho Corea del Sur con los juegos olímpicos de aquel
verano del 88.
Por entroncarse en la estirpe de las “segundas” ciudades que, desde aquella Cartago
sojuzgada – a una de cuyas familias atribuye la leyenda la fundación del Barcinum
celtíbero, romanizado después – hasta Chicago y São Paulo en sempiterna rivalidad
con las capitales y metrópolis de Estados Unidos y Brasil, las venideras olimpíadas
escribirían otro episodio en la conflictiva historia de afirmación regional de Barcelona
con respecto a Madrid y el resto de España. Porque el floreciente puerto burgués
nunca aceptó su sujeción al unificado reino que crearon los Reyes Católicos, sobre
todo después de que las rutas y mercancías americanas pusieran en desventaja el
comercio mediterráneo sobre el que la urbe había prosperado en la Edad Media. Fue
más tarde humillante con los Austrias y los Borbones, mientras Cataluña era expoliada
de Nápoles y Sicilia, soportar el férreo control manifiesto en las fortificaciones de la
Ciutadella y Montjuïc, aunque después se transformaran en iconos de la ciudad
condal.
Por eso, cuando se viviera la segunda Renaixença en el XIX con la industrialización, el
comercio y las finanzas, mientras Cataluña afianzaba su presencia económica en Cuba
y Filipinas, a pesar del derrumbe del imperio español, Barcelona acrecentó su imagen
progresista, junto al Bilbao astillero, por contraste con el chato Madrid cortesano y
burocrático. Sobre las higiénicos bloques octogonales del Ensanche de Cerdá – cuyo
plan fue, curiosamente, aprobado gracias al centralismo madrileño – Barcelona realzó
su industria y progresismo con la Exposición de 1888, actualizados después con la más
vanguardista de 1929, describiendo así un arco de transformaciones que recreara
Eduardo Mendoza en La ciudad de los prodigios. A pesar de la anarquía social sufrida
durante la Guerra Civil, de la que Barcelona fue bastión republicano; seguida de la
represión cultural y desatención de infraestructura durante el franquismo, sobrevivió
el mito de la urbe prodigiosa de las exposiciones de entre siglos, suerte de fénix que
se reinventaría de nuevo con las olimpiadas del 92, en medio de la bonanza europea,
hasta convertirse en esa ciudad modelo del mundo posindustrial que es hoy. Un
estatus de top model urbana que algunos incluso han criticado, por trocar la ciudad en
una gran fachada de arquitecturas y fórmulas esteticistas y políticamente correctas,
como lo pude constatar en mi visita al deslucido Foro de las Culturas de 2004;
mientras tanto, son escamoteados los escasos pero verdaderos problemas
metropolitanos, como los de asimilación y ubicación de inmigrantes por parte del
inveterado nacionalismo catalán.
4. Como muestra de esas cuestiones que se acentuarían en los años por venir,
recuerdo que, una vez estando yo en el bar con las señoras de Avinyó, entró un turista
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estadounidense preguntando por una dirección, en un castellano ronco y endeble; el
responsable de la barra, algo disgustado al oír aquel idioma peninsular que se ha
tornado lengua franca, respondió escuetamente en un catalán cerrado a propósito;
notándose cuán atónito y desorientado quedara el pobre gringo, Lidia terció y detalló
las indicaciones en su castellano andaluz y musical. No obstante su acendrado
catalanismo, Nuria comentó entonces, haciendo tácita referencia a la displicente
actitud del barman, que los atropellos cometidos contra su idioma y su cultura durante
el franquismo no justificaban las actitudes miopes, como pretender que los turistas,
sobre todo los no hispanohablantes, conocieran por igual el catalán y el castellano,
que se había convertido, indefectiblemente, en una de las lenguas principales del
mundo.
Sabiendo cuán polémico era este tema en la vida diaria catalana, sólo entonces, al ver
la apertura de las amigas, me permití señalarles que coincidía con ellas, sobre todo
por provenir yo de Venezuela, donde al igual que en el resto de las Américas, cabe
más denominar español al castellano, por connotar la primera la lengua internacional
que de hecho el turista gringo había tratado de usar. Hija de inmigrantes malagueños,
Lidia reforzó la argumentación añadiendo que cerrarse ante ese hecho hacía que el
nacionalismo comprensible, a veces se tornara provinciano; al igual que cuando se
quiere hacer ver que Barcelona es ciudad modélica y centro del mundo, lo que
representaba para ella ser parroquiano de campanario, por contraste al verdadero
cosmopolitismo catalán. Y volvió al ejemplo que ilustraba su razonamiento penetrante:
Picasso, por cierto, había desarrollado su primera modernidad azul en Barcelona, pero
hubo de mudarse a París para crecer y ser reconocido, aunque sus señoritas cubistas
hubiesen sido pintadas en la urbe condal, muy cerca de donde conversaba yo con las
señoras de Avinyó.
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on Monday, October 24th, 2011 at 2:34 pm and is filed under Actualidad
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