Aspectos metodológicos y evaluación de los aprendizajes

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Aspectos metodológicos y evaluación de los
aprendizajes1
Este breve documento no pretende dar respuesta a una pregunta en
sí misma inabarcable, ¿Cómo debemos enseñar y evaluar para ayudar
a que los alumnos y las alumnas aprendan lo mejor posible? El
objetivo es mucho menos ambicioso. En el texto se exponen algunos
de los criterios o ejes de análisis que, desde un determinado marco
teórico, podrían ser útiles para revisar las prácticas docentes de los
centros de la FUHEM.
De este objetivo se deriva la necesidad de hacer explícito,
aunque sea de forma muy sucinta, el marco teórico que justifica los
ejes metodológicos. Este no es otro que la concepción constructivista
de la enseñanza y el aprendizaje que propone César Coll (2001,
2011).
En ella se asume que el conocimiento de la realidad que
tenemos los humanos no es una copia de ésta, sino una construcción
y reconstrucción de la misma, posibilitada, pero también restringida,
por nuestras estructuras de conocimiento. Por otra parte, estas
estructuras son a su vez el resultado de una construcción y
reconstrucción permanente y se desarrollan precisamente en los
procesos de aprendizaje que nos permiten ir conociendo el mundo. La
actividad mental del alumno y la ayuda del docente para promoverla
son por tanto la clave del aprendizaje. Enseñar es ayudar a aprender,
ejerciendo una influencia educativa imprescindible pero que no supla
la actividad del alumno.
1 Este Documento ha sido elaborado por Elena Martín Ortega, Catedrática de Psicología de la
Educación en la Universidad Autónoma de Madrid, por encargo de la Dirección de FUHEM,
para contribuir a promover el debate en torno a los distintos aspectos englobados en
el Libro Blanco de la Educación en FUHEM
Este enfoque ha estado presente, de forma más o menos
explícita, en todos los documentos que hemos debatido este año, por
lo que confío en que el lector pueda establecer relaciones entre estos
textos que han ido abordando un mismo y complejo objeto de
reflexión desde perspectivas diversas pero también complementarias.
A nuestro juicio no tiene mucho sentido pensar que hay unos
métodos concretos que son los únicos que permiten ayudar al
alumnado a aprender. Más bien creemos que hay determinados
principios metodológicos que permiten discernir en qué medida una
determinada forma de enseñar o evaluar puede contribuir a que todos
los alumnos y las alumnas vayan adquiriendo unos conocimientos que
les hagan progresivamente más competentes, en los términos
planteados
por
Nacho
Pozo
(2013).
De
entre
ellos,
hemos
seleccionado los tres que consideramos nucleares: el ajuste, la
autorregulación y la cooperación.
En estos tres ejes hay a su vez una doble dimensión que no
podemos perder de vista: la cognitiva y la emocional. En puridad no
deberíamos hablar de dos perspectivas, ya que con ello colaboramos
a consolidar un falso dualismo. Los seres humanos sentimos influidos
por lo que pensamos y aprendemos a concebir el mundo a partir de
experiencias impregnadas de emociones y sentimientos. Separar
ambos elementos ha acarreado muchas dificultades a la escuela.
Optamos no obstante por hablar en estos términos para que lo
emocional no siga siendo invisible, como por desgracia sucede en
ocasiones en los centros escolares.
El ajuste en la ayuda pedagógica
Si tuviéramos que limitarnos a señalar una característica esencial
para la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje, sería la
capacidad
de
ajuste
de
la
intervención
del
docente
a
las
características de cada alumno o alumna y a la forma en que se van
desarrollando sus procesos de aprendizaje en torno a contenidos y
tareas concretas.
Todos los alumnos son diversos. Difieren en lo que saben, en
cómo aprenden mejor (solos o en grupo; escuchando o leyendo; con
capacidades diversas de mantener la atención…), en sus intereses y
motivaciones, en el grado de seguridad con el que se enfrentan al
aprendizaje, en sus experiencias de aprendizaje fuera de la escuela,
en el compromiso y ayudas que reciben de sus familias. La lista sería
mucho
más
amplia,
pero
los
factores
señalados
resultan
suficientemente elocuentes. ¿Puede enseñarse igual a quienes
necesitan ayudas distintas?
El fundamento de la escuela inclusiva se basa en esta premisa
de atención a la diversidad del conjunto del alumnado, y no
únicamente de aquellos cuyas peculiaridades destacan más y
requieren recursos y esfuerzos suplementarios (Echeita, 2013). A
mayor
heterogeneidad
del
alumnado,
mayor
riqueza
en
las
experiencias educativas, mayor cohesión social, pero también sin
duda mayor dificultad de atender a la diversidad, de ajustar la ayuda
pedagógica. Cómo muchas cosas en la vida, esto puede verse como
un problema o como una oportunidad. De lo que no cabe duda es que
implica un gran esfuerzo.
Promover metodologías que permitan un mayor ajuste requiere
prestar atención a los siguientes factores, entre otros:

Revisar nuestras concepciones (como docentes, como padres y
madres, y como estudiantes) acerca de a qué atribuimos el
aprendizaje y el desarrollo y qué papel concedemos a la escuela
en estos procesos. ¿Qué es ser capaz? ¿Las capacidades son
transformables?

Tomar conciencia de que la peculiar forma de aprender de cada
alumna o alumno tiene elementos emocionales y cognitivos y



ambos deben tenerse en cuenta en el ajuste
Trabajar con organizaciones flexibles de grupos-clase
Orientar hacia esta meta la acción tutorial
Aliarse con las familias tanto para poder conocer mejor a sus
hijos e hijas como para coordinar la intervención en ambos
contextos.
La autorregulación
La finalidad última de la educación escolar, como la de todo proceso
educativo, es ir realizando una progresiva cesión del control que
permita pasar de la heterorregulación a la autorregulación. Es decir
que ayude a que los alumnos vayan desarrollando competencias que
cada vez les hagan más capaces de planificar, controlar y evaluar sus
propios procesos de aprendizaje.
Cuando se enfatiza que el alumno debe ser activo, se quiere
destacar que aprender implica movilizar procesos cognitivos y
emocionales
que
permiten
construir
y
reconstruir
sus
representaciones acerca de la realidad, y de sí mismo como aprendiz.
Uno de los mayores compromisos de la educación escolar es que los
alumnos no abandonen la educación obligatoria sin haber aprendido
cómo pueden seguir adquiriendo los recursos que las demandas de la
vida personal y laboral les planteen.
El punto clave en la enseñanza de la autorregulación es que el
alumno no sólo está realizando las actividades con un alto grado de
compromiso e implicación, sino que entiende para qué lo está
haciendo, por qué lo hace de una determinada manera, si va
consiguiendo lo que se ha propuesto o tiene que variar su forma de
actuar y, finalmente, puede hacer una valoración de lo que ha
aprendido en el proceso que le puede ayudar a enfrentarse a nuevas
situaciones. Se trata por tanto de una actividad de naturaleza
metacognitiva. Implica planificar, supervisar la actividad mientras se
está realizando, y evaluarla una vez se ha finalizado.
La emoción tiene un papel esencial en la autorregulación. Si un
alumno se considera incompetente, no es fácil que se ponga a la
tarea. ¿Cómo se construye la percepción de competencia?
¿El
autoconcepto, la autoestima –en último término, la identidad de
aprendiz- constituye parte de nuestras intenciones como docentes?
Los alumnos van construyendo una identidad de aprendiz segura en
la medida en que van teniendo éxito y este se les va reconociendo.
Las percepciones de los alumnos que se expresan con afirmaciones
como “es que a mí esto no se me da bien”, “con esta asignatura no
puedo, jamás la aprobaré”, o las más generales como “yo no valgo
para los estudios”, son representaciones paralizantes; “bolas” que se
han ido formando en una historia continuada de fracaso que expresan
sobre todo emociones de baja autoestima, de rechazo y de huida de
nuevas situaciones de fracaso que revivan el sufrimiento que esto
genera. No se trata de percepciones injustificadas, carentes de un
principio de realidad. Están ancladas en experiencias reales, pero la
clave radica en cómo se han interpretado, teniendo en cuenta que la
interpretación proviene en un primer momento sobre todo de los
adultos que rodean al alumno.
Sabemos que hay personas que han desarrollado más estas
capacidades y seguramente conocemos docentes que han contribuido
a ello estableciendo una forma de realizar las actividades en el aula
en la que se ayuda a los alumnos y alumnas a que se pregunten de
forma explícita: qué tengo que hacer, qué sé ya de este tema, me
apetece hacerlo, cuál es la mejor manera de abordarlo, qué ayudas
necesito, voy bien encaminado, he planificado bien el tiempo,…. Estas
preguntas al principio tiene que hacerlas el docente, pero poco a poco
deben planteárselas los alumnos sin necesidad de ayuda de externa.
Se trata de ir estableciendo en el aula un hábito, un saber hacer, un
protocolo de pensamiento y de acción. En suma un formateo de la
mente que “se acostumbra” a actuar de esta manera.
Como en otros ámbitos, aprender a autorregular el aprendizaje
implica usar recursos de regulación externa que tendrán que ir
retirándose progresivamente a medida que se comprueba que el
alumno se apropia de ellos. Las verbalizaciones del profesor a las que
se ha hecho referencia, su comportamiento como modelo, la
presencia recurrente de una estructura de actividad organizada en
torno a la planificación, supervisión y evaluación, son algunas de
estas ayudas. Resultan también muy útiles las guías escritas, en las
que se va recordando al alumno estas formas de pensamiento y de
acción para favorecer que las convierta en rutinas. Cuando las
preguntas o las instrucciones de la guía van estando “dentro de la
cabeza” del alumno, se puede ir retirando este apoyo. Utilizar a otro
compañero como guía-modelo es igualmente valioso. El alumno va
realizando la tarea explicando por qué hace lo que hace (Monereo y
otros, 1999). Como veremos en el siguiente apartado, los alumnos
aprenden a menudo más de sus propios compañeros que del docente.
Cooperación
Dos mentes conectadas aprenden mejor que una sola. Cuando
se está de acuerdo con esta afirmación, se comparte el tercero de los
pilares de la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje que
proponemos: la cooperación. Jesús Menes aborda este tema en
profundidad por lo que yo me limitaré a señalar los mecanismos
psicológicos que explican las ventajas de la cooperación para el
aprendizaje.
Desde el punto de vista cognitivo, realizar una tarea con otro
hace más probable tener en cuenta la existencia de perspectivas
diferentes a la propia. Aprender significa entender que nuestro
conocimiento es necesariamente una perspectiva sobre la realidad,
no la realidad misma; una construcción, un mapa del territorio, no el
territorio (Pozo, 2008, 20013). Trabajar en cooperación favorece una
mente perspectivista.
Por otra parte, cuando se quiere exponer el
punto de vista propio, dentro de un grupo, es preciso explicitarlo.
Como se ha señalado anteriormente, expresar una idea no es
meramente volcar algo que ya estaba anteriormente construido. Al
formularlo lo reelaboramos.
Asimismo, es frecuente comprobar que a veces los alumnos
entienden mejor la explicación de un compañero que la del docente.
Es fácil entender que las representaciones de un alumno que acaba
de entender un conocimiento estén más próximas a las de sus
compañeros y compañeras que las del profesor. Por eso a veces un
estudiante explica algo que el profesor lleva varias veces intentando
hacer comprender sin conseguirlo y - ante el asombro del docente
que cree que el alumno ha dicho lo mismo que él- ahora el resto de la
clase lo entiende. Un último mecanismo al que queremos hacer
mención es la ausencia del criterio de autoridad. Lo que un docente
dice tiende a considerarse lo correcto. Ello hace difícil desarrollar en
los alumnos la actitud crítica, tan presente como objetivo de la
educación en los documentos curriculares y tan ausente en las aulas.
La probabilidad de que una alumna ponga en duda lo que otro
compañero dice y argumente para ello sus motivos es mucho mayor
cuando la interacción se produce entre iguales.
Desde la perspectiva emocional, sentirse parte de un grupo,
desarrollar las habilidades sociales que ello implica, entender las
actitudes de los demás y las propias son aprendizajes sumamente
valiosos. Por otra parte, la probabilidad de tener éxito en la tarea
cuando se trabaja en grupo es mayor y con ello se pone en marcha el
circuito de la percepción de competencia y la identidad segura de
aprendiz a la que ya hemos hecho referencia.
Entender los mecanismos que potencian
las
estructuras
cooperativas nos ayuda a tomar conciencia de dos consecuencias
didácticas. La primera es que no siempre hay que organizar el aula de
esta manera. El trabajo individual o en gran grupo son necesarios
dependiendo de la meta de aprendizaje que persigamos en cada
momento. La segunda, que el papel del profesor en la estructuración
de los grupos y en el apoyo a estos durante la tarea es esencial. Un
inadecuado reparto de las funciones o una dinámica en la que uno de
los alumnos se convierte en el “profesor en pequeño” impiden la
puesta en marcha de los mecanismos analizados.
Finalmente la cooperación contribuye al desarrollo social: para
convivir es necesario aprender a cooperar. No es probable que las
familias, los docentes o los administradores de la educación nieguen
esta función de la escuela. Sin embargo, sí es más infrecuente que en
la planificación de los proyectos educativos y en su puesta en práctica
esta intención se traduzca realmente en decisiones precisas de cómo
se va a ejercer la influencia educativa en este ámbito.
¿En cuántos proyectos curriculares se puede encontrar una
secuencia vertebrada a lo largo de los distintos ciclos o cursos de la
etapa de cómo se va a enseñar la capacidad de ser empático, es decir
de
entender
el
punto
de
vista
del
otro,
pero
también
de
compadecerse (padecer-con) su situación emocional? ¿Cómo se
construye una forma de situarse en las relaciones que lleve a un
alumno a intervenir cuando ve que otro compañero está siendo
acosado aunque ello le pueda suponer ser tachado de chivato o
convertirse él mismo en víctima? ¿Cómo hay que organizar un aula
para que un estudiante no anteponga hacer sólo su trabajo para sacar
mejor nota que el resto y disfrute realizándolo con otros, por más que
ello pueda suponerle más tiempo y el esfuerzo de coordinarse con
personas cuyas formas de trabajar puedan no ser las que él
preferiría?
Como señalábamos en el apartado anterior, los sentimientos y
las emociones deben ser objeto de enseñanza y aprendizaje y los que
se experimentan hacia uno mismo y hacia los demás en las relaciones
interpersonales constituyen uno de los ámbitos esenciales de lo que
últimamente
viene
denominándose
inteligencia
emocional.
Sin
embargo educar esta inteligencia trasciende con mucho algunas
propuestas didácticas recientes en las que, una vez más, se busca un
espacio separado del resto de las experiencias escolares para enseñar
estos contenidos. Afortunadamente el día a día de las aulas, de los
recreos, de los comedores ofrecen suficientes momentos de relación
que pueden y deben ser utilizados para hacer pensar a los alumnos
sobre lo que sienten
y lo que hacen sentir. Oportunidades que no
pueden dejarse pasar, porque al hacerlo se está de hecho educando
en una forma de relacionarse.
La relación entre cooperación y convivencia no se discute en
este momento. Por citar únicamente una de las prácticas que
ejemplifica este vínculo nos referiremos a los espacios de reflexión
sobre las propias experiencias escolares – o relativas a otros
contextos. Estos espacios no pueden perderse en ninguna etapa
educativa. Si se quiere enseñar a convivir es imprescindible que haya
momentos reservados para revisar cómo ha ido la semana, qué metas
de las que nos habíamos propuesto hemos logrado, cuáles no; qué
problemas hemos tenido y cómo los hemos solucionado. Cualquier
comportamiento debe poder ser objeto de análisis; sin duda los de los
alumnos, pero también las conductas de los docentes. ¿Puede haber
algo más formativo que ser la alumna que ese día dirige la asamblea
en la que el profesor está presente como un par más y tener que
regular lo que se dice, cómo se dice, y conseguir acuerdos y
compromisos? Cuando algún compañero o el propio docente reconoce
un error y explica las razones de ello y cómo cree que puede evitar
repetirlo ¿no es probable que toda la clase vaya aprendiendo que los
errores son parte inevitable de la vida y que saber pedir ayuda no es
una debilidad sino por el contrario una de las capacidades más
valiosas del ser humano?
Promover la convivencia en el aula implica que el docente es
modelo del comportamiento que pretende ayudar a construir. No se
burla de los alumnos y por tanto no admite que ellos lo hagan con
ningún compañero. No se muestra despreciativo ni colérico. No es
injusto ni desproporcionado en sus juicios y actuaciones. Muestra
comprensión ante las debilidades y presta la ayuda necesaria para
superarlas. La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace
permite al docente ejercer autoridad - que no mero poder- y le
legitima para pedir a los alumnos y alumnas que cooperen con él en
la tarea de cuidar el bienestar de todos.
¿Hay metodologías de enseñanza y de evaluación más
coherentes con estos principios?
Prácticamente cualquier metodología puede vertebrarse en
torno al ajuste en la ayuda pedagógica, la autorregulación y la
cooperación si el docente que la planifica y desarrolla tiene estas
metas en sus intenciones educativas. Hay no obstante formas de
enseñar que difícilmente pueden conseguirlo, como es el caso de la
enseñanza frontal, esencialmente transmisiva, en la que un busto
parlante vuelca conocimiento en unas cabezas cuya papel se limita a
escuchar un discurso igual para todos, dirigido a un “alumno medio”
que por definición no existe.
Por
el
contrario,
ciertas
metodologías
se
fundamentan
precisamente en estos principios y promueven un tipo de actividad en
el
aula
que
implica
a
todo
el
alumnado
y
tiene
mayores
probabilidades de promover una actitud motivada y activa por su
parte. Ejemplos de ello serían el estudio de casos, el aprendizaje por
problemas y el aprendizaje por proyectos.2
Estas
metodologías
tienen
la
virtualidad
de
partir
de
situaciones auténticas, es decir, que presentan problemas complejos
bastante próximos a las situaciones reales. Con ello se consigue en
mayor medida superar la artificialidad que habitualmente caracteriza
a las actividades escolares, que tienen sentido porque en la escuela
se decide que es así, pero que de hecho resultan menos motivadoras.
Se trata de actividades con un “para qué” explícito que tiene sentido
para el alumnado. Conviene diferenciar entre los objetivos que guían
la enseñanza del docente y la razón que lleva a los alumnos y
alumnas a asumir la tarea como suya.
Junto a la autenticidad, la complejidad del caso, problema o
proyecto, es decir, la confluencia que en él se produce de múltiples
factores
o
variables
interesantes
que
es
oportunidades
preciso
de
tener
aprendizaje.
en
cuenta
Se
ofrece
favorece
la
comprensión de la multicausalidad, la capacidad de desentrañar
analíticamente los elementos y de establecer a su vez la síntesis a la
que lleva su interrelación. Se desarrollan los procesos implicados en la
solución de problemas. Los procedimientos y las destrezas se trabajan
estratégica y no técnicamente, ya que no se trata de un mero
ejercicio repetitivo. Es por tanto una situación abierta que exige al
alumno tomar la iniciativa de la actividad y regular el proceso
supervisando
y
reajustando
las
tareas.
Por
otra
parte,
2 No incluimos el análisis de las TIC ya que se ha elaborado un documento
específico sobre este tema.
son
metodologías que favorecen la interdisciplinariedad y permiten
trabajar aprendizajes de distintas áreas de forma interrelacionada.
Las citadas metodologías suelen realizarse en trabajo en grupo
mediante estructuras cooperativas. En sí misma esta organización
social del aula permite ya un mayor ajuste a las necesidades de la
diversidad del alumnado por las razones comentadas anteriormente.
Pero la posibilidad del docente de ayudar diferencialmente a los
miembros de los distintos grupos es también mucho mayor que en
una clase meramente expositiva.
Estas metodologías son coherentes y a su vez se potencian
cuando el aula se organiza en ámbitos o en lo que se conoce como
aulas cooperativas multitarea. El avance se asienta en dos pilares
básicos: el primero, la integración de varias áreas en unidades de
organización
sociolingüístico
didáctica
y
más
ámbito
amplias
–habitualmente
científico-tecnológico-
que
ámbito
rescata
la
interdisciplinariedad y facilita al autenticidad de las tareas; el
segundo, el menor número de profesores que trabajan con un mismo
grupo, que comparten por tanto más horas con él, lo que facilita un
mayor conocimiento de cada alumno y el ajuste a sus características
de aprendizaje.
Por su parte, las aulas cooperativas multitarea reúnen la
mayoría de las potencialidades que hemos venido señalando hasta
aquí y añaden un factor esencial de innovación: la incorporación de
dos o tres docentes al aula. La presencia de varios
profesores o
profesoras en la clase redefine la dinámica de los procesos de
enseñanza y aprendizaje. El papel de los docentes ya no puede
limitarse a una transmisión unidireccional de los contenidos. Sin que
se excluyan momentos exposición o síntesis por parte del profesor,
estos responden a una estructura más dialogante e interactiva y
desempeñan su función dentro de un proceso basado esencialmente
en el trabajo cooperativo de los alumnos y alumnas. Los docentes
pueden atender de forma más individualizada y ajustada a las
necesidades de cada grupo y de los distintos alumnos que lo
componen y, si fuera preciso, uno de ellos puede quedarse a cargo
del grupo grande, mientras el otro se centra en el apoyo a algún
alumnos o alumnos que lo requieran. El espacio y el horario, recursos
determinantes en la metodología, rompen también la habitual rigidez
de la estructura escolar. El aula tiene zonas diferenciadas por los
grandes ámbitos de conocimiento en los que se localizan los recursos
propios de ese ámbito. Los alumnos rotan por estás zonas realizando
el conjunto de las tareas previstas para cada unidad didáctica. Los
tiempos se acompasan con las necesidades de las actividades
rompiendo con ello el rígido corsé de las sesiones de una hora.
Por lo que respecta a la evaluación, desde el punto de vista del
ajuste a la diversidad del alumnado, debemos recordar dos ideas
fundamentales.
La primera, que es imprescindible utilizar procedimientos que
permitan acceder al proceso aprendizaje, es decir que dejen “rastros”
externos, observables y accesibles al docente, de los avances o
estancamientos que se están produciendo en el estudiante. El
tradicional cuaderno, el portafolio, o los sofisticados procedimientos
que ahora permiten las TIC deberían ponerse al servicio de una tarea
de seguimiento continuado que ayude a desentrañar la situación en la
que se encuentra cada alumno y permita ofrecer una ayuda ajustada.
La segunda idea se refiere a algunas características que deberían
tener las tareas de evaluación para ser coherentes con la meta de
atender a la diversidad.
Si se comparte el supuesto de que una actividad escolar no es
esencialmente de enseñanza y aprendizaje o de evaluación, sino que
eso depende de para qué la usa el profesor, es innecesario insistir en
que las tareas cuya meta sea evaluativa deberían tener las mismas
características que ya se han señalado anteriormente: autenticidad,
relevancia, funcionalidad. Pero además de esto, es importante cuidar
que las actividades puedan ser resueltas en diferentes grados de
aprendizaje. Las tareas muy cerradas permiten al docente saber
quién las resuelve y quién no, pero dicen muy poco con respecto a lo
que sí saben quienes no las han solucionado adecuadamente. No es
lógico plantear el conocimiento de forma dicotómica, se sabe o no se
sabe. En realidad se tienen conocimientos con diferentes grados de
significatividad o elaboración. Regular la enseñanza supone conocer
en cuál de esos puntos se encuentra cada alumno y no únicamente
quiénes ya han sobrepasado un determinado nivel. Por otra parte, las
tareas más abiertas remiten a varias dimensiones del aprendizaje y
admiten formas diversas de abordarse. Todo ello facilita el ajuste de la
ayuda del docente.
La autorregulación encuentra en las actividades de evaluación
uno de los pilares fundamentales. Es necesario que realice la
evaluación de tal manera que a su vez vaya enseñando a los alumnos
a autorregular sus propios procesos de aprendizaje. Esta función de la
evaluación, conocida como formadora, tiene actualmente una escasa
presencia en las aulas a pesar de su claro potencial (Sanmartí, 2007).
La autoevaluación y la co-evaluación son experiencias muy valiosas
para enseñar esta competencia (Martín y Moreno, 2007). El portafolio
y las rúbricas constituyen recursos valiosos para la evaluación
formadora.
También en el caso de la evaluación resulta útil contar con otra
mente para pensar. Así como se ha avanzado bastante en la
incorporación de las metodologías cooperativas para el aprendizaje,
es muy poco frecuente que los docentes usen la coevaluación en sus
aulas. Las resistencias vienen de nuevo asociadas a la idea de que un
compañero no sabe lo suficiente para corregir a otro. A esto se añade
en muchos casos la confusión entre coevaluación y co-calificación. No
se está proponiendo que los alumnos se califiquen entre sí. Lo que sí
resulta muy valioso en cambio es habituar a los alumnos a señalar a
un compañero lo que ha hecho bien, los errores que ha cometido, lo
que debe seguir aprendiendo y cómo hacerlo.
Llevar a cabo una
tarea de este tipo exige una toma de conciencia notable tanto acerca
del contenido concreto que se esté trabajando como sobre los
procesos de aprendizaje más adecuados.
Por lo que respecta a la dimensión emocional del aprendizaje,
los docentes deben ser conscientes de que a través de la evaluación
se ejerce una enorme influencia sobre el autoconcepto de los
alumnos.
Si
se
quiere
formar
personas
seguras,
capaces
de
enfrentarse a la incertidumbre que supone seguir aprendiendo, es
preciso evitar sentimientos de incompetencia. No se trata de ocultar
los problemas, ni de ejercitar un “buenismo” que en nada ayuda. Lo
que se busca es hacer entender a los alumnos y alumnas que con las
condiciones adecuadas, la ayuda necesaria y el trabajo continuado y
bien orientado aprenderán y, lo que es más importante, disfrutarán
de la vida escolar. Cuando la evaluación se produce a lo largo de todo
el proceso de aprendizaje y se cuida de hacer atribuciones de los
éxitos y fracasos que remitan a causas transformables sobre las que
el alumno puede ejercer control se está contribuyendo a construir una
identidad de aprendiz positiva.
La forma en que se comunican los resultados de la evaluación
es otro de los ámbitos de la práctica docente a los que conviene
prestar atención. La normativa obliga a calificar. Sin embargo, nada
impide que los informes de evaluación amplíen esta información con
otra más cualitativa que matice la nota y complemente y amplíe los
aprendizajes objeto de valoración.
Algunas consideraciones finales
Antes de finalizar este documento queremos destacar muy
brevemente cuatro ideas que podrían ayudar a un centro a llevar a
cabo una reflexión acerca de sus prácticas metodológicas.
La primera se refiere a que parte de la respuesta al cómo
enseñar trasciende las paredes del aula. Las alumnas y los alumnos
también aprenden las competencias que queremos ayudarles a
adquirir en los patios, en los pasillos, en los comedores, en las
actividades
extraescolares…etc.
Hay
que
analizar
desde
esta
perspectiva metodológica estos espacios y tiempos escolares porque
son tiempos y espacios educativos.
La segunda puede parecer un mantra, pero sigue siendo preciso
insistir en ello. La calidad de un centro depende de la coherencia del
equipo docente. Los cambios metodológicos cobran potencia en la
medida
en
que
configuran
“surcos”
por
los
que
recorrer
la
escolaridad. Caminos de aprendizaje que van “formateando” la forma
de situarse en el mundo.
La tercera se ha señalado en las primeras líneas del documento
y queremos recordarla en el cierre. No creemos que exista un método
mejor que el resto. Como en otros ámbitos de la vida, necesitamos
criterios
que
nos
permitan
analizar
la
realidad
y
actuar
en
consecuencia, pero lo importante es acordar estos criterios e impulsar
los cambios que de ello se deriven.
Esto nos lleva a la última consideración. Los principios
metodológicos que se han venido exponiendo, como cualesquiera
otros que pudieran plantearse, se concretarán de forma distinta
dependiendo de la etapa o el ámbito de conocimiento, por citar sólo
dos factores. Por otra parte, llevarlos a la práctica puede suponer un
cambio importante para algunos docentes, que necesitarán el apoyo
adecuado. Al igual que en otros ámbitos que se han abordado en este
rico proceso de elaboración del Libro Blanco de la FUHEM, deberíamos
conseguir ese difícil equilibrio entre lucidez en el análisis, firme
voluntad de favorecer el cambio y compromiso de ofrecer las
condiciones necesarias para llevarlo a cabo.
Referencias
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Pozo, J.I. (2013). Educar en tiempos revueltos ¿qué personas
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Sanmarti, N. (2007). Evaluar para aprender. Barcelona: Graó
Descargar