Sobre la necesaria actitud para aprender o conocer

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Ensayo
Sobre la necesaria actitud para aprender o conocer
La actitud refiere a la “postura” o manifestación del cuerpo en función de una
“disposición” particular de la persona. Suponemos esta disposición como un
amalgamiento (unidad y cohesión) entre el sentir y el pensar en relación a lo
que se hace.
Desde el punto de vista fenomenológico, el conocimiento implica la
correlación entre un sujeto que conoce y un objeto conocido. A partir de
dicha correlación el sujeto aprehende las características del objeto.
“Todo conocimiento constituye al mismo tiempo una traducción y una
reconstrucción a partir de señales, signos, símbolos, en forma de
representaciones, ideas, teorías discursos. La organización de los
conocimientos (...) implica al mismo tiempo separación y unión, análisis y
síntesis.” (E. Morin, La cabeza bien puesta, Nueva Visión, Bs. As, 2001)
Utilizamos los términos de “conocimiento” y “aprendizaje”, o, “conocer” y
“aprender”, como sinónimos.
No entraremos aquí en el análisis de los conceptos destacados, nos
detendremos sí en el sujeto y en la actitud que a éste le exige esta relación
especial que puede darse con lo otro, con el otro y consigo mismo. Relación
especial en tanto es una entre otros modos de relacionarse con el mundo, y
aunque podríamos afirmar que siempre está presente, no siempre se traduce
en conocimiento. Toda relación exige una “predisposición especial”, pero, en
relación al conocimiento ¿en qué consiste dicha “predisposición especial”?
¿Por qué es necesario detenernos en este punto, aparentemente menor y no
“propio” del conocimiento? ¿Acaso el niño no “aprehende” casi naturalmente?
¿Por qué esto encierra un problema?
Veámoslo desde otro lugar.
¿Por qué la capacidad para aprender disminuye al tiempo que se desarrolla en
nosotros el conocimiento, (más allá de los límites propios de la biología)? ¿Qué
es lo que inhibe tal capacidad para aprender? ¿Depende de la voluntad y la
atención, al decir de Rancière? ¿Somos nosotros los que decidimos qué
aprender y qué no? y/o ¿Quién determina lo que aprendemos? ¿Está en el
sujeto la decisión de “favorecer” u “obstaculizar” el conocimiento? O,
siguiendo a Freud, ¿el “inconsciente” decide sobre lo que aprendemos? A este
respecto, por ejemplo Pichón Rivière sostiene que ante cada nueva situación
que se le presenta al ser humano, se desencadenan dos “miedos básicos”: “el
miedo a la pérdida” y “el miedo al ataque”. ¿En qué medida, estos miedos
básicos, inhiben o potencian el desarrollo del conocimiento?
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No vamos a responder cada una de las preguntas, pero en términos generales,
podríamos convenir en que dadas ciertas “capacidades” es que es posible
desarrollar la aptitud cognitiva en el ser humano, sabemos que no alcanza con
“la voluntad de aprender y relacionar” (Ranciere); aunque sin ella tampoco es
posible; que la acción es esencial al proceso cognitivo (Piaget) y que también
es necesaria una “interacción personalizada con el otro” para desarrollar las
capacidades y potencialidades “humanas”, y particularmente las cognitivas
(Vygotski).
Entendemos que el desarrollo del conocimiento exige una aptitud para
aprender y que ésta a su vez es posible a partir de una “actitud de
aprendizaje” sin la cual la acción, el tiempo, la voluntad y la atención
dedicados no generan “más y mejor” conocimiento.
Por tanto, nos introduciremos en el problema de las relaciones del
conocimiento y la subjetividad, o mejor dicho, un aspecto de la subjetividad,
“la actitud para aprender”.
Lipovetsky nos muestra una cara de la actitud de los jóvenes en relación con
la educación formal, particularmente, y con “el mundo”:
“La falta de atención de los alumnos, de la que todos los profesores se quejan
hoy, no es más que una de las formas de esa nueva conciencia ‘cool’ y
desenvuelta, muy parecida a la conciencia telespectadora, captada por todo y
nada excitada e indiferente a la vez, sobresaturada de informaciones,
conciencia diseminada, en las antípodas de la conciencia voluntaria ‘infradeterminada’. El fin de la voluntad coincide con la era de la indiferencia,
pura, con la desaparición de los grandes objetivos y grandes empresas por las
que la vida merece sacrificarse: ‘todo y ahora’ y ya no ‘más allá de los
obstáculos hacia las estrellas’”
(Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo
contemporáneo”, citado por Berttolini, Langon, D’Elía, Quintela, 1994)
Este es un problema que afrontamos como docentes, pero que a su vez,
experimentamos nosotros mismos muchas veces, al oficiar como estudiantes.
Cierto desgano, cierta desmotivación, cierta resistencia a aprender, a
conocer nuevas cosas. Nos sentimos cómodos “en lo conocido” y preferimos
“más de lo mismo” que “lo otro”.
Entonces, ¿qué hace falta para que asumamos, en relación a los saberes, una
actitud abierta y activa? O ¿qué posibilita el movimiento de la conciencia
hacia el conocimiento? Más simple, ¿qué actitud exige el ingreso del sujeto en
el camino del conocimiento?
Platón, haciendo referencia a quiénes son los que filosofan, sostiene:
“… He aquí, pues, lo que sucede. Ninguno de los dioses se ocupa de filosofar
ni desea hacerse sabio, pues ya lo es, ni filosofa nadie que sea sabio, Pero,
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por otro lado, tampoco los ignorantes se ocupan en filosofar ni desean hacerse
sabios, pues el mal de la ignorancia estriba en que el que la padece no es ni
noble, ni bello, ni sabio y, sin embargo, cree serlo en grado suficiente. Quien
no cree estar falto de nada, no siente deseo de lo que no cree necesitar.
-Entonces, ¿quiénes son los que filosofan, Diotima –le dije yo- si no son los
sabios ni los ignorantes?
-Es algo tan claro que hasta un niño lo vería –respondió ella-. Los que filosofan
son los que están a medio camino de unos y otros.” (Platón, Banquete, 203e 6
– 204a 15; citado por Berttolini, Langon, D’Elía, Quintela, 1994)
Sintéticamente, podemos decir que el conocimiento es el resultado de las
tensiones entre el saber y la ignorancia.
Consideramos que este conocimiento básico para filosofar también debe estar
presente en aquellos que se proponen conocer y conocerse. En la base debe
haber una conciencia de la necesidad, de “estar a medio camino”, además del
propósito de satisfacer dicha necesidad, para asumir una actitud de búsqueda.
Sócrates, en palabras de Platón, afirma la necesidad de no creerse sabio como
actitud básica para conocer, al tiempo que exige un conocimiento de sí
mismo. Al respecto es interesante pensar en la dialéctica que habilitaría la
acción de conocer, no hay conocimiento del mundo sin conocimiento de sí y
viceversa. Y este aspecto, del conocimiento de sí necesario para un
conocimiento del mundo, no es menor; redescubierto por la ciencia actual
luego de años de positivismo y neopositivismo “objetivista” que desconoció y
redujo al sujeto a mero “portador” de la representación del objeto,
obligándose a ser ajeno al mismo.
Habla Sócrates:
“Me parece ver una especie más grande y peligrosa y bien definida de la
ignorancia, que tiene (por sí sola) un peso igual al de todas las otras partes de
ella.
-¿Cuál?
-Aquella que no sabe y cree saber, pues a causa de ésta, corremos el riesgo de
que nos sucedan a todos nosotros los despropósitos que cometemos con la
inteligencia.” (Platón, Sofista, 229, en R. Mondolfo, 1942)
El creer que se sabe (y la soberbia que acarrea), no es actitud propia de un
aprendiz. El aprendiz es como el filósofo, quiere saber.
Y en relación a la necesidad del conocimiento de sí mismo, sostiene:
“No (podría) consentir nunca que un hombre, que no tiene conocimiento de sí
mismo, pudiera ser sabio. Pues hasta llegaría a afirmar que precisamente en
esto consiste la sabiduría, en el conocerse a sí mismo, y estoy conforme con
aquel que en Delfos escribió la famosa frase.” (Platón, Cármides, 164, en R.
Mondolfo, 1942)
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En otro tiempo y espacio, más cercanos al nuestro, Vaz Ferreira asevera en
relación a la enseñanza de la filosofía:
“El efecto principal de la filosofía es suscitar el espíritu filosófico, la crítica,
la sinceridad de la posición mental: la completa sinceridad: saber qué es lo
que se ignora, saberlo y sentirlo, y hasta aprender a ignorar que es más difícil
que aprender a saber.” (Vaz Ferreira, en Jornadas de Pensamiento Complejo,
citado por Marisa Berttolini)
Ahora, este “saber qué es lo que se ignora, saberlo y sentirlo” es producto de
un conocimiento y se asocia a lo que se denomina “docta ignorancia”.
Pero, ¿cómo “el conocimiento”, o el saber, puede ser la respuesta a la
pregunta por la actitud básica para conocer? Y, por otra parte, ¿cómo se llega
a esta “docta ignorancia”, paradójicamente necesaria, para entrar en el
camino del conocimiento?
Ensayemos otra respuesta que, aunque ligada a esta, puede aflojar en parte
este nudo.
Freire sostiene que la conciencia del “inacabamiento o incompletud” del ser
humano, es lo que lo mueve hacia el conocimiento. Creemos que profundizar
en esta tesis del pedagogo brasileño puede ayudarnos a superar los obstáculos
que bloquean la puerta hacia nuevos conocimientos y al mismo tiempo,
generar la disposición para “aprender a ignorar”. Para ello, partiendo del
texto de Freire, nos detendremos sobre otros textos a fin de descifrar lo que
se podría entender por “inacabamiento”.
“El inacabamiento del ser humano o su inconclusión, es propio de la
experiencia vital. Donde hay vida hay inacabamiento. Pero solo entre hombres
y mujeres el inacabamiento se tornó conciente. (...)
La conciencia del inacabamiento nos pone en una permanente búsqueda para
completarnos.
Para nosotros que queremos apropiarnos concientemente de nuestra vida y
orientarla en un sentido deseado, que queremos ser sujetos de la historia, que
queremos participar e incidir en ella dejando nuestra huella, la conciencia del
inacabamiento convierte en una necesidad el dar razón a nuestra vida.
Sentimos que nuestra vida vale en virtud del significado que surge de su
comprensión en un contexto natural, cultural, social, familiar y de las
opciones que voy realizando y que la orientan en un sentido ético, político y
social...” (Pablo Freire, Pedagogía de la Autonomía, Ed. s. XXI)
Aparentemente, sin dicha conciencia, no sería posible no sólo el
conocimiento, sino la vida misma en términos “humanos”, puesto que
“convierte en una necesidad el dar razón a nuestra vida” y a tal “experiencia
vital”, que nos llevó a crear un mundo sobre el mundo. Visto desde otro
ángulo, la necesidad de dar sentido a nuestra vida, ante “la muerte de Dios” y
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el vacío de respuestas a la pregunta: ¿por qué la vida y no más bien, la nada?,
patentiza dicha inconclusión.
Desde la perspectiva existencial de Freire, se podría leer dicha incompletud
como parte del “estar siendo” y haciéndose permanentemente del ser
humano, en su condición biológica, social, histórica y política. “La invención
de la existencia a partir de los materiales que la vida ofrecía llevó a hombres
y mujeres a promover el soporte en que los otros animales continúan, en
mundo”.
Ahora, en acuerdo de que así sea, ¿qué significa que el animal humano es un
ser inacabado o inconcluso?
Las exigencias y potencialidades de la inmadurez biológica
Le proponemos la lectura de los siguientes textos a fin de recrear una
respuesta a la pregunta formulada previamente e, indirectamente, pensar en
la conciencia del “inacabamiento” como “un saber” necesario de una actitud
propia del conocer.
“Biológicamente, la constitución anatomofisiológica del Homo Sapiens se
distingue de las de sus parientes más cercanos –los monos antropoides- porque
en su desarrollo se puede verificar una retardación (Bolk, 1926), incluso una
fetalización que ha llevado a decir a A. Portmann (1951) que el hombre es un
‘nidífugo privado de medios y en consecuencia dependiente’, un
‘nacimiento fisiológicamente prematuro’.
En efecto, el hombre no alcanza el grado de madurez senso-motriz que tiene
un mamífero superior en el momento de su nacimiento hasta por lo menos un
año después de vida intrauterina.
Cerebralmente considerado, su inmadurez es aún mayor: mientras que el
cerebro de un chimpancé, por ejemplo, al nacer alcanza el 70 % de su tamaño
adulto y definitivo, y el 30 % restante lo alcanza rápidamente (en un año); el
recién nacido humano tiene apenas un 23 % de su tamaño cerebral adulto no
llegando a su pleno desarrollo hasta los 23 años aproximadamente.
La retardación marca un verdadero límite entre el hombre y el antropoide:
nos reproducimos inmaduros y de esta forma trasmitimos a la descendencia
lo que los biólogos llaman neotenia: conservación de los rasgos infantiles y
juveniles que se prolongan en la vida adulta.
Esta inmadurez biológica tiene una consecuencia cultural incalculable: el
acortamiento de la existencia embrional del hombre provoca el
funcionamiento de un “útero social”, que le imprime el sello de ser que
conserva la curiosidad juvenil y busca compensar la desnudez.”
(Filosofía, Módulo 2, Curso a distancia, Berttolini, D’Elía, Quintela, ANEP,
1991)
Alberto Merani, en Estructura y dialéctica de la personalidad, nos habla de
“la peculiaridad de la naturaleza humana”:
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“… En lugar de un ‘estado de naturaleza’ en el cual el Homo Sapiens
rudimentario se dejaría vislumbrar, en el Homo únicamente nos es dado
observar una simple condición aberrante en relación con el resto de los
mamíferos superiores, su incapacidad inclusive para sobrevivir si la vida en
sociedad no viene a agregarse, con sus estímulos e interacciones, a la vida
biológica. La verdad es que la actividad humana no pertenece a la herencia
específica de lo que en él es animal. El sistema de necesidades y de funciones
biológicas genéticamente unido con el genotipo, es tan aparente para el
hombre como para cualquier ser organizado sin caracterizarlos: son propias
del viviente.
Para que lo caractericen como parte de la especie humana es preciso que
sobre esos sistemas se desarrollen funciones nuevas y propias de la vida en
sociedad. Esta situación de indefinición, que no encontramos en ningún otro
viviente, razón de nuestra debilidad e incapacidad originarias, es al mismo
tiempo el signo de indefinidas posibilidades futuras, de las capacidades
posibles que el hombre puede desarrollar. El sistema de vida cerrada,
dominada y regulada por una ‘naturaleza dada’, hace del animal, un
determinado animal en cualquier circunstancia y momento, está suplantada
en es ser humanizado por una existencia abierta, creadora y facilitadora de
una ‘naturaleza adquirida’”.
(Obra citada, en Berttolini, D’Elía, Quintela, ANEP, 1991)
Por su parte, Edgar Morín, sostiene:
“El estado incompleto que entraña la hominización se nos muestra, no tanto
en lo referente a los caracteres anatómicos o fisiológicos secundarios, sino en
lo que respecta a la potencialidad virtual del cerebro. El adulto está
cerebralmente inconcluso en el sentido de que el cerebro puede continuar
aprendiendo, adaptarse a nuevas situaciones, adoptar nuevas estrategias o
nuevas técnicas una vez que ya ha transcurrido su infancia y juventud. La
juvenilización de la especie es una juvenilización cerebral o, lo que es lo
mismo, la potencialidad de una inteligencia y una sensibilidad juveniles en el
adulto o, incluso, en el viejo. (…)
Así pues, la juvenilización es un proceso a la vez general y múltiple,
estrechamente asociado a la cerebralización en todos y cada uno de sus
aspectos, que afecta a la naturaleza genética de la especie, la naturaleza
social de la cultura y la naturaleza afectiva e intelectual del individuo,
asegurando unas mejores condiciones de autorreproducción y autodesarrollo
socioculturales facilitando el desenvolvimiento a nivel individual, afectivo,
intelectual y de invención, desde la cuna hasta, en algunos casos, la misma
senectud.”
(El paradigma perdido, Ed. Kairós, 6º Ed. España, 2000, pág. 97 - 101
Los textos presentados muestran cómo, desde una perspectiva “bio-antroposocial”, puede entenderse esta afirmación sobre la incompletud del ser
humano. Darnos cuenta de esta “condición humana” de existencia puede
ayudar a romper con la idea “determinista y fatalista” de un mundo humano
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ya hecho y sabido en el que sólo cabe al ser humano, de aquí en más,
repetirse y, por tanto, negar que hay algo “nuevo” para conocer.
Por su parte Freud, partiendo de la condición de inacabamiento biológica del
ser humano, explica “la necesidad de ser amado” como forma de afrontar “los
peligros del mundo exterior” y de “sustituir la perdida vida intrauterina”.
“El factor biológico es la larga invalidez y dependencia de la criatura humana.
La existencia intrauterina del hombre es más breve que la de los animales,
siendo, así, echado al mundo menos acabado que éstos.
Con ello queda intensificada la influencia del mundo exterior real, impulsada
muy tempranamente la diferenciación del Yo y el Ello, elevada la significación
de los peligros del mundo exterior y enormemente incrementado el valor del
objeto único que puede servir de protección, contra tales peligros, y sustituir
la perdida vida intrauterina. Este factor biológico establece, pues, las
primeras situaciones peligrosas y crea la necesidad de ser amado, que ya no
abandonará jamás al hombre.”
(El malestar de la cultura, citado por Berttolini, D’Elía, Quintela, 1991)
Es necesario asimilar estas ideas sobre la “condición humana” para darnos
cuenta que somos seres “necesitados” también cognitivamente, además de
física y afectivamente.
En este sentido, afirmamos que “la inmadurez cerebral, condición del
aprendizaje humano, y el consiguiente lento proceso de maduración permite
una internalización de las condiciones de la acción cultural. Una
internalización de lo aprendido-enseñado mediante la cual el individuo
incorpora al grupo social en que se desarrolla y a su peculiar estilo de vida
(cultura). Incorpora el lenguaje, los procedimientos técnicos y artísticos, las
creencias e ideas.
Esta incorporación se ha desarrollado tanto en el individuo como en la
especia, y de ello es testimonio el cerebro mismo.”
(Obra citada, en Berttolini, D’Elía, Quintela, ANEP, 1991)
Este proceso de “endoculturación”, necesario para una “adaptación” y una
“humanización” del animal humano, es un proceso que no tiene fin, y
depende también de nuestra actitud y aptitud para su incorporación; o, lo que
es lo mismo, para ser portavoz de un modo cultural de ser humano.
En conclusión, estimamos que la conciencia del inacabamiento puede
coadyuvar al conocimiento de “la docta ignorancia”, y continuar en el camino
del aprendizaje. Pero a su vez, observamos que no alcanza con “estar
concientes del inacabamiento” para que se vaya más allá del impulso hacia el
mundo y su conocimiento, y llegar a conocer o aprender. Por ello creemos que
la conciencia de la incompletud debe estar acompañada de una “tensión”
hacia la completud, una búsqueda de aquello que llene ese vacío, que cure
esa herida abierta, que satisfaga tal necesidad, además de percibirla como
tal. Hay que vivenciar el problema y buscar su solución. El “saber que estoy
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enfermo no necesariamente me lleva al médico”, porque hay otras soluciones,
pero también porque no visualizo el problema como problema, sino como un
mero inconveniente que no merece mi atención ni mi dedicación y, de última,
no me obliga a actuar y a cambiar mi actitud pasiva ante la conciencia de la
situación.
Pero este último aspecto, es harina para otro costal.
Juan Cáceres García
Marzo – Abril de 2012
Bibliografía
Berttolini, D’Elía, Quintela, Filosofía, Módulo 2, Curso a distancia, ANEP,
Montevideo, 1991.
Berttolini, Langon, D’Elía, Quintela, Materiales para la construcción de cursos
de filosofía, Ed. AZ, Bs. As.,1994.
Freire, Paulo, Pedagogía de la Autonomía, Ed. s. XXI, Bs. As.
Mondolfo, R., El pensamiento antiguo, Tomo 1, Ed. Losada, Argentina, 1942.
Morin, Edgar, El paradigma perdido, Ed. Kairós, 6º Ed. España, 2000.
Morin, Edgar, La cabeza bien puesta, Nueva Visión, Bs. As, 2001.
Ranciére, J., El maestro ignorante, Edición digital.
Página 8
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