funeral del p. lorenzo ferrer

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FUNERAL DEL P. LORENZO FERRER
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
22 de enero de 2011
Job 19, 1.23-27; Sal 26; Rom 8, 14-23; Jn 17, 24-26
Queridos sobrinos, familiares y amigos del P. Lorenzo. Queridos todos, hermanos y
hermanas en el Señor:
Jesús, en su oración de la última cena, poco antes de que comenzara su pasión, pedía
por los que el Padre le había dado. Decía: Padre, este es mi deseo: que los que me
has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria. En esta súplica, hay
dos cosas que llaman la atención. Por un lado, la voluntad de Jesús expresada con
una gran fuerza –este es mi deseo, dice-; con esa fuerza que le viene de la
compenetración con el Padre como Hijo que es desde siempre; incluso es una oración
expresada con autoridad, con la autoridad que le da la confianza. La otra cosa que
llama la atención, es el contenido de la petición misma: que estén conmigo donde yo
estoy. Jesús está en el cenáculo, rodeado de sus discípulos; no tendría sentido, pues,
que pidiera que estén físicamente allí donde él está, porque ya están allí. La petición
se sitúa, por tanto, a otro nivel. Poco antes, lo había dicho: tú, Padre, estás en mí y yo
en ti (Jn 17, 21). Jesús está íntimamente unido al Padre en una realidad sobrenatural
de vida, de compenetración, de alegría, de amor. Y es aquí donde quiere que estemos
sus discípulos, los de la primera hora que lo rodeaban en ese momento y quienes
después nos hemos convertido en discípulos suyos por la fe y el bautismo. Y estar allí
donde él está, a nivel espiritual, lleva al conocimiento y a la participación del amor
entre él y el Padre y a contemplar la gloria que tiene como Hijo.
Esta realidad comienza aquí en la tierra, pero no encuentra su pleno desarrollo
sobrenatural hasta que se ha traspasado el umbral de la muerte. Por eso los cristianos
tenemos una visión serena del momento supremo del tránsito, sobre todo cuando se
trata de una persona de fe, como es el caso del P. Lorenzo. Es una visión serena, que
no está exenta del dolor por la separación, del respeto que nos infunde el misterio de
la muerte, de la necesidad de la oración para que Dios acoja al difunto y lo purifique de
los pecados que haya podido cometer.
Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy.
Esta oración de Jesús también incluye nuestro querido P. Lorenzo, hombre de fe como
era. De una fe que había recibido en el seno de su familia -la familia Ferrer-Miquel del
Solà- y que fue desarrollando a lo largo de su vida con un proceso que la iba haciendo
más sólida y más centrada en el esencial. De esta manera procuraba vivir la filiación
divina y la incorporación a Jesucristo que le había otorgado el bautismo, y de las que
hablaba la segunda lectura. Lo desplegó en su vida de monje siguiendo el camino del
Evangelio.
El P. Lorenzo había nacido en Barcelona en 1919, con las aguas bautismales, recibió
el nombre de José M. A los 22 años ingresó en nuestro monasterio. Una vez hecha la
profesión monástica y recibida la ordenación presbiteral, fue enviado a hacer estudios
de arqueología y de arte en Lovaina. Vuelto a Montserrat, ejerció, entre otros, los
cargos de hospedero, prefecto de la Escolanía y subprior. En 1962, el P. Abad Gabriel
M. Brasó lo envió, junto con otros monjes de nuestra comunidad, a la fundación que
Montserrat había hecho en Medellín, Colombia. Fue Prior conventual de aquel
monasterio, hasta que, en los tiempos inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano
II, buscando una dimensión más contemplativa y un estilo de vida más simple, en
1968, con monjes del monasterio de Medellín, algunos procedentes de Montserrat
y otros colombianos, fundó el monasterio de Santa María de la Epifanía en Usme,
cerca de la ciudad de Bogotá. Fue su Prior hasta 1991, salvo dos breves períodos que
dejó el cargo por razones de salud. Después se dedicó al acompañamiento espiritual
de muchas personas y a dar conferencias de espiritualidad. Amaba sinceramente la
vida monástica y procuraba serle fiel, pero la concebía y la vivía de una manera muy
libre, nada anquilosada.
En 1998 la comunidad dejó Usme y se trasladó a Gautapé, en la Antioquia
colombiana. El P. Lorenzo continuó siendo un punto de referencia monástico y
espiritual para muchos. A ello contribuía el hecho de que era muy humano, abierto,
jovial, optimista. Decía con franqueza lo que pensaba, lo cual algunas veces le traía
problemas, aunque normalmente lo asumía sin resentimiento. Solía ser crítico con las
opciones que no compartía, también dentro de la comunidad, pero eso no le privaba
de mantener el diálogo y la comunión.
En la vejez, a pesar de la debilidad física que iba experimentando, se ha mantenido fiel
a la oración monástica; soy testigo de ello debido a mis visitas a Guatapé. Con una
fidelidad admirable asistía a la oración de la comunidad e iba haciendo vida la oración
de los salmos. Era consciente de que -por decirlo con el salmo responsorial que
hemos cantado- Dios protegía su vida y su obra, y con la fuerza que el Espíritu le
daba, esperaba llegar a la presencia de Dios. De modo similar a lo que decía Job en la
primera lectura, le motivaba la confianza que Jesucristo, su defensor, atestiguaría a su
favor. Por eso, a pesar de la debilidad física, los últimos tiempos han sido tan plácidos
para él y ha infundido tanta serenidad a su comunidad y a quienes lo visitaban. Así ha
ofrecido un testimonio de la validez de la vida monástica y de cómo una larga vida
puede ser coronada por la alegría y por la paz. Rodeado del abad y de los hermanos
del monasterio que él había fundado y ha visto crecer, entregó el alma a Dios, el 4 de
enero pasado, mientras aún resonaba en su celda el canto del Virolai que había
escuchado repetidamente. Al día siguiente de su tránsito, por la tarde, después de la
misa exequial, fue enterrado en el cementerio del monasterio de Guatapé. En ese
lugar, evocador del jardín del país de la vida, su sepultura podrá ser semilla de
fecundidad monástica y testimonio de seguimiento de Jesucristo por el camino del
Evangelio.
Ahora ofrecemos la Eucaristía para que la esperanza del P. Lorenzo -lo que deseó con
toda el alma a lo largo de su vida- no se vea defraudada. Que, liberado de sus
carencias, pueda ver que su defensor, Jesucristo, le apoya y le admita a disfrutar del
amor de Dios. De esta manera, la página evangélica que hemos leído se podrá hacer
realidad definitiva para él con la participación en la gloria de Jesucristo y el vivir para
siempre en la comunión íntima entre el Padre y el Hijo.
Que nuestro corazón no desfallezca, pues, por el dolor de la separación, ya que Jesús,
con el don de su vida en la cruz, ha convertido la tragedia de la muerte en la puerta de
entrada a la casa del Padre, en el lugar de la luz, la alegría, la paz y el amor de
caridad. Todo en una plenitud que durará para siempre.
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