En el violento e inquietante oscilar de la pintura francesa

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En el violento e inquietante oscilar de la pintura francesa del
ochocientos, prolongada en el novecientos, aparece el fauvismo
como uno de los movimientos más insólitos, de un modo especial
para quienes no van siguiendo día a día las variaciones del pensamiento y de la técnica en el campo de las artes plásticas. Cuarenta y dos años le separan de la eclosión del arte impresionista;
cincuenta y cinco años le separan de nosotros. Todo prosigue, sin
embargo, entre impresionismo y fauvismo, con fuerte tensión de
espíritu en búsqueda de lo más esencial de la pintura.
Cuando el arte de Renoir y de Monet hablase por fin impuesto,
un paso más hacia la sistematización técnica se presenta ya en
Pissarro, un paso gigantesco hacia la ordenación, más o menos
desdeñada de los grandes impresionistas, se manifiesta en Cézanne,
como también en Seurat. Aprovéchase Seurat de la yuxtaposición
de colores de los impresionistas, no de sus vaguedades; lo que
hace para situar las distancias sin la mlnima ambientación turbia
es simplemente formidable. «El arte es la armonía» escribe a Maurice Beaubourg; y, entre sus papeles, guardaba, subrayado con
lápiz rojo, un recorte con la frase de Sutter: «Es necesario hallar
la fórmula clara y precisa de las reglas de la armonía de la Ifnea,
de la luz y de los colores y dar la razón científica de estas reglas».
En su corta existencia, el extraordinario Seurat cumplió con creces su programa: todo su cienticismo no logró apartarle de la más
pura e intensa emoción. N o podríamos afirmar lo mismo de sus
amigos, salvando la buena fe, respetable, de su seguidor ortodoxo
Signac, y aun acaso la de aquellos que, como Le Sidaner, sacan
del quicio pictórico las enseñanzas del maestro para echarlas en
el clima de los poemas de Samain.
En lo pictórico corresponde al primer quinquenio del presente
siglo la fase de sustitución de la mancha diminuta de color puro,
cara a los puntillistas, por la mancha franca y amplia de las tonalidades de Gauguin y de sus epígonos Denis y Verkade. S i los
nabis hubieron salido de la Academia Julian, fue del taller de Gustave Moreau, en la Escuela de Bellas Artes, de donde procederán
los fauves (Matisse, Rouault, Marquet...) o del taller de Bonnat en
la misma escuela (Dufy, Friesz), o del taller de Carrihre, también
en la institución pedagógica estatal (Derain).
Cuando Henri Matisse, el abogado que se trocó en pintor,
entabló tratos con André Derain, en Colliure, incúbase el agrupamiento de telas en el Salón de Otoño de 1905, que al ser visto
por el periodista Vauxelles en torno de un niño de bronce a la
manera de Donatello -obra del escultor Marque -, hiciéronle
exclamar: «Donatello en medio de las fieras». «Es con las bestias
feroces con quienes compararon a nuestros amigos -comenta
André Salmon -, a causa de los colores que dejaban de cantar
(alusión a una frase de Monet); rugían, literalmente». El abogado
y los que apenas habían ido a la escuela (Derain, el corredor
ciclista Vlaminck ...) juntáronse en plan de aprovechar el multicolor centelleo de los joyeles mitológicos o hebraizantes de Gustave
Moreau, para transcribir fúlgidamente el esmalte polícromo de la
Naturaleza; a ellos se une un aprendiz de vidriero pasado al taller
de Moreau. Georges Rouault; los jóvenes pintores del Havre,
Friesz, Dufy y Braque; Marquet, Van Dongen, Puy, Manguin,
Camoin. .. Son mal acogidos por la crítica. L'lllusfration, a modo de
simple anécdota, reproduce en una de sus páginas seis o siete
telas de las «fieras»; los comentarios, ya malévolos ya displicen-
tes, repftense al exponer nuevamente los artistas el año 1906, en
el Salón de los Independientes. Rouault, que figura entre los fauves
en la manifestación inicial del grupo, es desde abril del año anterior visitante de León Bloy. El «Mendigo ingrato», tan fiel para
con sus admiradores sinceros, se deja llevar por el pintor al Salón
de Otoño. N o obstante, escribe en su diario: «Salón de Otoño.
El envilecimiento de las almas y de las inteligencias está ahí manifiesto, resplandeciente como el fósforo de las tumbas»; y, despues
de haber entrado de nuevo en dicho Salón, refiriéndose al propio
Rouault, dice: «La infancia burguesa opera en él una tan violenta
repercusión de horror, que su arte semeja recibir por ello mortal
herida. Ha querido representar mis Poulof (personajes de la
Femme pauvre). De ningún modo quiero yo esta ilustración. Se trataba de hacer lo que haya de más trágico: dos burgueses, macho
y hembra, completos; cándidos, pacíficos, misericordiosos y cuerdos que metieran la espuma del miedo en la boca de los caballos
de las constelaciones. Y ha hecho dos asesinos de arrabal». Bloy
se lanza de nuevo contra su joven visitante en carta que le escribe
a propósito de la segunda manifestación fauve, la de mayo de 1906:
«Querido amigo: Ayer vi los Independientes. ¿Independientesde
qué pueden ser, estos esclavos de la torpeza y de la ignorancia
absolutas?» Salvo rara excepción, Bloy ataca tenazmente la pintura de Rouault; en 1909, por fin, le da la enhorabuena, pero no
por sus cuadros, sino por su hija recién nacida: «Os felicito. Os
faltaba ser padre. Como artista, habíais procreado monstruos.
Dios, que os ama, vio que eran excesivos. Para deteneros y confundiros, pone en vuestros brazos esta inocencia, vuestra Genovevan.
Acogen a los fauves los marchantes Ambroise Vollard y Berthe
Weil; Roger Marx no desdeña de recibir en su casa los antiguos
discípulos de Gustave Moreau.
El fauvismo, en su impulso de primitivismo, fue a la conquista
de las tierras vírgenes del arte. Los fauves despojáronse de toda
literatura descriptiva para escalar hasta la fuente misma del ritmo
y del color. Parten de Gauguin de distinta manera como de Gauguin hubo partido Denis: éste gusta de un premeditado juego de
amplias masas coloreadas; los fauves, en cambio, son afectos a
las rutilantes manchas de color, que se conservan fieles a una
rica y acaso estridente orquestación. Mezcla de objetivismo y de
franca ingenuidad es el nuevo movimiento. El canto pajaril de la
pintura de Monet queda destronado por el rugido de fiera a que
alude Salmon; todas las tapicerías persas, todos los mosaicos
antiguos, y, por encima de los precedentes históricos, el jocundo
bordado policromo de la Naturaleza radiante. El revuelo que
enfrente al arte impresionista provocan los fauves resulta en provecho de un espíritu decorativo, llamado por ellos la expresidn.
El uso de una misma paleta en la mayor parte de los agrupados, el apoyo en análogos principios, no ocultaba, naturalmente, importantes diferencias ya desde un principio: diferencias
temperamentales, de talento y de ambición. Aunque para todos
ellos el color es el problema dominante, unos son casi estrictamente
coloristas, con Matisse por jefe; tal otro, a pesar de ser innovador,
no puede ocultar que siente la nostalgia del clasicismo: caso de
Derain; algunos, por fin, presentan una marcada tendencia a l o
patético: Wlaminck, Rouault. Rodin decía que con los fauves había
una fauveffe, Marie Laurencin; más propio hubiera sido considerar
ooiogico la colorísticamente excelsa sencomo fierec~iiaaei rea
sitiva Jacqueline Mari-..
Con la relativa unidad indicada prosiguen los fawes hasta
hacia 1908; después cada uno de ellos acentúa su personalidad.
podríamos decir con independencia de sus compañeros; varios de
los fauves tienen contactos con el cubismo; Rouault se puede enla'zar con la tendencia internacional llamada expresionismo.
Son ocho, a nuestro entender, los principales fauves: Henri
Matisse, André Derain, Albert Marquet, Othon Friesz, Georges
Braque, Raoul Dufy, Maurice de Vlaminck y Georges Rouault.
Matisse, en unas declaraciones que hizo en 1908 (fecha, como
antes indicábamos, considerada como terminal del fauvismo).
insiste en afirmar: «Lo que perseguíamos por encima de todo, en
el movimiento fauve, era la expresión». Y aiiade: «La expresión,
a mi modo de ver, no reside en el apasionamiento que puede traslucirse en un rostro o que se manifiesta por gesticulación acusada,
sino que se halla en la totalidad dispositiva de un cuadro; el lugar
que ocupan los cuerpos, los vacíos que alrededor de ellos se presentan, las proporciones: todo esto tiene en ella su parte. La composición prosigue es el arte de ordenar de manera decorativa
los diversos elementos de que el pintor dispone para expresar sus
sentimientos; una cabal obra de arte comporta una armonía de
conjunto: todo detalle superfluo tomará, en el espíritu del expectador, el lugar de otro detalle necesario.» Matisse, que en la duda
provisional de sus tiempos juveniles adoptó el impresionismo, seducido por el importante papel que en el impresionismo toma el
color, proclama en su etapa fauve el alto valor de la expresión.
«Mas ¿qué quiere expresar?-se pregunta '~enéHuyghe
El
gozo de vivir en plena calma, la delectación perfecta, posesora de
intensidad sin que provoque cansancio.» Compruébalo el propio
pintor cuando confiesa: «Lo que yo sueño es un arte de equilibrio
y de pureza, de tranquilidad, sin asunto inquietante o preocupador un lenitivo, un calmante ; algo parecido a un buen sillón».
en sentir tamDesemboca ~atissecon la doctrina y con la obra
bién de Huyghe -, en «la perfecta vacuidad emotiva».
S i de Matisse, en su simplificación y en su personal color, puede
decirse que trabaja sin moverse de sí mismo, Derain es más forzado por diversas influencias que, bien equilibradas en su corazón
y en su cerebro, originan la sorpresa de sus más importantes pinturas. Derain, en determinadas telas, concentra y deja plantado
como una estaca un ramo de flores; a menudo mineraliza, en las
naturalezas muertas, manzanas y peras; con todo, no olvida que,
por muy estructurales que sean los árboles en los paisajes, precisa
que revelen jugosidad, ni que siempre deben palpitar de vida los
recios cuellos de las mujeres que pinta. En gran parte, las cualidades aludidas responden a un secreto que las figuras de Derain
nos revelan, si atendemos que aquella serena perfección de los
mejores dibujos de Signorelli o de Rafael no es lo que en los de
~ e r a i n ni en los de Matisse iremos a buscar. Pero si el fauvismo y sus derivaciones significan algo serio, es en tales dibujos
de Derain y de Matisse donde nos toca desentrañarlo, pues en
ellos se ha concentrado el máximo esfuerzo- no un esfuerzo
mínimo a fin de dar, de un modo simple, la expresión máxima.
Refiere Elie Faure que cuando Derain fue a la guerra 1914-1918,
dolíase profundamente al surcarle la imaginación la duda de si
volvería a pintar. Y este apasionamiento de Derain por la pintura
se manifiesta más a6n que en las mismas telas suyas en dibujos de
figura y de paisaje, hechos sin premeditación, realizados con espontaneidad inteligente. En ellos Derain pone los cinco sentidos,
-
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...,
...
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sin sujetarse a determinada tbcnka, sino a la thcnica que el tema
y la disposición del propio espíritu impensadamente le sugieren.
Hay algo de una densidad hercúlea en las obras de Derain, hombre formado por la guerra y el deporte; en sus telas y dibujos
toman las figuras una concreción, una dureza y una corporeidad
pétreas. Pero al propio tiempo Derain supo descubrir las palpitaciones y las tensiones del cuerpo humano y con amor grafiarlas; supo
expresar magistralmente, por ejemplo, el carnoso curveamiento
garbosísimo que en una joven sentada en el suelo presentan los
tobillos. Como en las figuras, hay también en los paisajes de Derain
una sorprendente corporeidad expresada en forma muy concisa;
sus árboles son acusados y movidos, correctamente contorneados, tronco y ramas envueltos a menudo por el globo tenue del
follaje.
Albert Marquet desde 1898 trabaja con Matisse en la gestación
del fauvismo. Van Gogh, las estampas japonesas, Cézanne y Gauguin son sus fervientes admiraciones. Su estilo, brutal en la época
pre-fauve, rugirá ferozmente en 1905, en 1906 y en 1907; después,
a la gran simplicidad descriptiva de sus paisajes cuadrarán admirablemente los finos tonos agrisados.
Othon Friesz. llegado a París en 1898, celebra su primera
exposición en 1900. Conoce a Marquet y, como éste, busca una
manera propia. Huye del impresionismo, la «mediocridad de la
expresión directa», según él, y dase a la orquestación coloreada
que en su arte deriva en gran parte de Seurat. Los mejores momentos de su juventud pictórica están inmergidos en el fauvismo.
Braque, más joven, llegado del Havre a París en 1909, conoce
a Matisse; aporta al grupo su temperamento exuberante; rompe
despuCs con el fauvismo.
Raoul Dufy, costrumbista de trazo seguro en sus inicios, derivando de los impresionistas y acaso de Bonnard, entra en el fauvismo y a esta tendencia es constantemente fiel. Raoul Dufy es el
ágil decorador, dotado como pocos para la originalidad tonal,
para el enlace sutilísimo de las formas; es el hombre del dia largamente, por su espíritu de sagacidad y de ornamentación. Su campo
es vasto; va desde el dibujo y el pequeiio cuadro de caballete a la
tapicería y a la extensa decoración mural. Su arte clarísimamente
propio no diverge de la buena tradición gala; la policromía de
Épinal en su mejor época parece haber marcado una impronta en
la sensibilidad de Raoul Dufy.
Maurice de Vlaminck adquirió renombre como uno de los primeros entusiastas conocedores de la escultura negra. Sin embargo, sus paisajes, patéticamente grises de la época de madurez,
quizá reflejen, más que la simplicidad de los bojes pintados o que
el expresionismo de los ídolos africanos, el turbio ambiente de la
fauna montmartrense descrita por su amigo Mac Orlan.
Y nos queda para el párrafo final el arte y la pintura de Rouault.
Ésta así nos la describe Maritain. «Pálida tez, ojo claro muy despierto, pero con mirada más bien interior que fija en el objeto,
boca violenta, frente abombada, vasto cráneo, antaño poblado de
abundante cabellera, algo hay de un payaso lunar, sorprendente
mezcla de malicia y de candor, en la fisonomía de este artista enemigo de peñas y de convencionalismos y, en general, de todas las
costumbres contemporáneas.» Discípulo de Gustave Moreau (como
hemos dicho), comienza con potente realismo, de abundante pasta
pictórica, y dase a la obra de composición, casi sin tratos con el
paisaje, aparte algunas lontananzas de ciertas evocaciones evangélicas.
J. F.
RAFOLS
1.
Henri Matisse: «La servilleta a cuadros))
2.
André Derain: «Chatou» 1901
3.
Derain: «Mujer joven descansando))
4.
Georges B r a q u e : ~ ~ L o s o l i v o s ~ ~ ( 1 9 0 7 )
5.
Georges Rouault; «Paisaje»
6.
Dufy: «Paseo en el puerto del Havre))
7.
Vlarnink: «Paisaje»
8.
((Retrato de l a pintora M a r i e Laurencin));
obra del escultor Herrnann Haller. (Rodin
decía que con los fauves había una fauvette:
M a r i e Laurencin)
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