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Presentación
PRESENTACIÓN
Ignacio Fernández Sarasola
Joaquín Varela Suanzes-Carpegna
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Ignacio Fernández Sarasola y Joaquín Varela Suanzes-Carpegna
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La Historia Constitucional estudia tanto el constitucionalismo (movimiento filosófico-político dirigido a limitar el ejercicio del poder estatal) como su
principal producto normativo: las Constituciones. El concepto de Constitución debe al constitucionalismo que lo alumbró la idea de límite y ordenación
del poder público. Sin embargo, esa idea seminal no siempre estuvo dotada de
un mismo contenido. Así como puede hablarse de un constitucionalismo liberal, democrático o social, que concibió de forma muy distinta la organización
estatal y los derechos fundamentales, también los conceptos de Constitución,
sin perder su noción de límite, se fueron amoldando a teorías y realidades
muy diversas. La Constitución, por tanto, es un producto histórico, y por ello
la Historia Constitucional permite esclarecer sus muy distintos significados.
A pesar de que esta sexta entrega de Fundamentos se ocupa de los diversos conceptos de Constitución que se sostuvieron a lo largo de un proceso
histórico que abarca casi tres siglos, no se ha querido agrupar esos conceptos
desde una perspectiva cronológica, sino a partir de un sustrato doctrinal y
dogmático común. Para ello resulta muy útil la fecunda división tripartita
(concepto racional-normativo, concepto histórico y concepto sociológico),
que expuso Manuel García-Pelayo (1909-1991) en su influyente libro Derecho Constitucional Comparado, publicado por vez primera en 1950 y reeditado varias veces con posterioridad. Al adoptar y reivindicar esta tipología
quisiéramos sumarnos a los numerosos homenajes académicos que se han
tributado al insigne publicista español, primer Presidente de nuestro Tribunal
Constitucional, con motivo del reciente centenario de su nacimiento.
La clasificación del profesor García Pelayo, aunque menos objetiva que
un tratamiento cronológico, se caracteriza por una extraordinaria capacidad
de abstracción y síntesis, que permite aglutinar experiencias constitucionales diversas dotadas de un basamento doctrinal común. Queda al margen de
ella, es cierto, la noción de «constitucionalismo antiguo» (según la ya clásica
definición de McIlwain), aunque bien podría encuadrarse en el concepto sociológico de Constitución. Si no se le ha dedicado un estudio particular, se
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debe a que hemos preferido centrarnos en los conceptos modernos de Constitución, es decir, aquellos que toman como punto de partida la existencia de
un Estado que monopoliza el poder público y al que la propia Constitución
trata de limitar.
. . .
De acuerdo con el concepto racional-normativo de Constitución, ésta se
concibe como un sistema de normas derivado de un acto de voluntad que se
dirige a configurar los órganos estatales, sus competencias y relaciones recíprocas. La decisión constituyente representa, por tanto, el origen del sistema
constitucional, desligado de ataduras históricas y sociológicas, que no resultan vinculantes, aunque puedan tomarse como referente. De ahí que el concepto racional-normativo se ligue a procesos revolucionarios que pretendieron
poner fin a las estructuras sociales y a las instituciones del Antiguo Régimen.
Así sucedió en los Estados Unidos de América, en donde el proceso de
gestación del concepto de Constitución fue el resultado de la ruptura con las
tradiciones e instituciones británicas. Es allí en donde el término «Constitución» empieza a adquirir un significado jurídico-político, conviviendo en
un primer momento con otros términos tales como Fundamentals, Orders, o
Frames of Government. A ello dedica su estudio el profesor Horst Dippel, basándose principalmente en los panfletos y periódicos publicados entre 1774 y
1776, momento en el que encuentra el germen del concepto de Constitución
que se plasmaría en las colonias británicas a partir de su emancipación respecto de la metrópoli. El profesor Dippel muestra hasta qué punto el concepto racional-normativo de Constitución que emergió en Estados Unidos se encontraba en su origen fuertemente ligado a la idea de Constitución inglesa y a
la definición que de ésta había realizado Bolingbroke. El constitucionalismo
norteamericano no surgió, por tanto, en oposición frontal a la idea de Constitución inglesa (histórica y no escrita), sino que fue deudora de esta última. En
un primer momento, las colonias trataron de erigirse como restauradoras de
dicha Constitución británica, hollada por el Parlamento y el Rey ingleses, en
un proceso que recordardaba a la Revolución Gloriosa de 1688. Pero, quebrada sin remedio la Constitución inglesa, empieza también a considerarse que
los territorios norteamericanos han regresado a un estado de naturaleza que
obligaba a formular un nuevo pacto social en el que se recogiese la sustancia de los benéficos principios políticos de aquélla. De este modo, y a partir
de las teorías lockeanas de la soberanía popular, se daba forma a un texto
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normativo derivado del pueblo y que, por su esencia, debía ser superior a la
legislación. Como pacto social, la Constitución aparece como pieza fundante
del Estado, que organiza y limita los poderes públicos a la par que garantiza
los derechos de los miembros del pueblo soberano.
La experiencia francesa es en parte deudora de estas teorías, que cruzarán el Atlántico, aunque mezcladas con las propias doctrinas contractualistas
que, a su vez, habían influido de modo determinante en el constitucionalismo
norteamericano. Como demuestra el estudio del profesor Roberto L. Blanco
Valdés, en Francia, al igual que en Estados Unidos, la Constitución aparece
como un acto normativo, emanado de la soberanía de la colectividad y producto de un nuevo poder prejurídico, el poder constituyente, cuya teorización
alcanza en Francia las cumbres más altas merced a la universal construcción
del abate Sieyès. Pero, a diferencia de lo sucedido en el constitucionalismo
norteamericano, el valor político conferido a la Constitución, como superior
a la ley, no se traslada al plano jurídico, debido a los distintos condicionantes
que acompañaron a los procesos constituyentes de una y otra orilla del Atlántico. La diferenciación entre Constitución y ley no se asentará, por tanto, en
una particular posición jurídico-formal de aquélla, sino en su mayor rigidez,
que habría de convertirla en indisponible por el legislador ordinario. Pero, en
realidad, para los revolucionarios franceses la ley aparece como la fuente superior del derecho, a partir del dogma de la soberanía nacional y la lógica de
considerar todo acto emanado del Parlamento como voluntad general soberana. De ahí que, como muestra el profesor Blanco Valdés, no llegase a cuajar un proceso de control de constitucionalidad semejante al judicial review
norteamericano, a pesar de la existencia de algunas relevantes teorizaciones
como la elaborada por Sieyès en torno al jury constitutionnel.
Si los modelos norteamericano y francés se han considerado habitualmente como los puntos de referencia de posteriores ideas de Constitución
racional-normativa, el profesor José María Portillo Valdés intenta cambiar
este planteamiento en lo que se refiere al constitucionalismo del mundo hispánico. A su parecer, allí se habría ido abriendo camino un constitucionalismo que traería causa en la economía política y en un derecho de gentes adaptados a una cultura católica. Así, la declaración de «libertad e independencia»
sobre cuya base germinó tanto la Constitución de Cádiz como las primeras
Constituciones iberoamericanas, retrotraía sus raíces a los postulados teóricos del ius gentium. Por otra parte, el proceso particular de defensa del Reino,
en el caso de la metrópoli, y de los procesos emancipadores, en el caso de
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América, debe tenerse en cuenta para comprender la particularidad de que los
congresos constituyentes fueran emanación más o menos directa de previos
movimientos juntistas. Las Constituciones resultantes, fruto de una idea de
soberanía que convertía a la nación en epicentro político, eran, por tanto,
textos escritos que respondían a un modelo racional-normativo, pero con la
particularidad de que estaban formulados para combatir tanto al enemigo exterior (respuesta basada en el derecho de gentes) como al interior (respuesta
específicamente constitucional).
Tal y como se analiza en el artículo elaborado por el profesor Juan Luis
Requejo, el concepto racional-normativo de Constitución se reformulará en
el siglo xx merced al genio jurídico de Hans Kelsen, que desprenderá los
textos constitucionales de su ligamen iusracionalista, acentuando el elemento
lógico-formal. La construcción kelseniana se enmarca precisamente en una
reacción contra el iusracionalismo imperante, que había impregnado toda la
teoría de la Constitución en la centuria anterior. El positivismo que, por el
contrario, irá arraigando en el mundo germánico, reaccionará contra estos
presupuestos de la mano de Laband, Merkl y Jellinek, entre otros. Pero Kelsen lleva a su extremo la posición nomocrática, al buscar la fuente de validez constitucional no ya en presuntas teorías político-fácticas —léase poder
constituyente— sino en referentes exclusivamente normativos. Kelsen llegará al máximo nivel de abstracción, alcanzando los límites a los que conduce
la idea racional-normativa de Constitución: si el Estado se reduce a un ordenamiento jurídico soberano, la Constitución, como estructuradora de ese
Estado, ha de ser la fuente jurídica lógicamente superior que determina los
procesos de creación normativa. Así vista, la Constitución no es, en sí misma, garantía de libertades más allá de la seguridad jurídica y del principio de
jerarquía. Con Kelsen, la Constitución se formaliza hasta el punto de perder
cualquier conexión axiológica y función garantista.
. . .
La Constitución también se concibió como producto histórico, al considerar que la antigüedad, y no la decisión, conformaba el auténtico canon
de validez jurídica. El concepto de Constitución histórica rechaza la idea
racional-normativa de un acto constituyente que produzca de una sola vez el
entramado constitucional. Antes bien, la Constitución sería el resultado de un
proceso histórico que a lo largo de los siglos iría moldeando una norma que
en su esencia acaba por convertirse en intangible.
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Gran Bretaña fue el principal artífice del concepto histórico de Constitución. A pesar de los intentos de establecer un texto racional-normativo durante el mandato de Cromwell y por influencia de los levellers, la opción
triunfante en Inglaterra fue la de la Constitución histórica. Las libertades de
los ingleses, y la forma de gobierno de Albión, hallarían su fundamento no ya
a través de un único texto escrito en un solo acto, sino en el antiguo Statute
Law que se retrotraía hasta la Magna Carta de 1214, y en el common law
que había ido constituyendo el Gobierno británico y afirmando los derechos
de los ciudadanos británicos. De todo ello se ocupa en este volumen Clara Álvarez Alonso, que presta una especial atención al concepto de Antigua
Constitución inglesa defendido por Bolingbroke en A Dissertation upon the
parties (1735), en donde, con muchas referencias a otros contextos espaciales y temporales, muy en particular a la vieja «Constitución castellana»,
reelabora lo dicho por Coke y por otros autores sobre la Old Constitution. La
profesora Álvarez Alonso muestra la extraordinaria eficacia legitimadora de
este concepto, ejemplo paradigmático de la construcción de un mito jurídico
y de la utilización política de la historia.
La idea de una Constitución antigua o histórica fue acogida con entusiasmo
en la Europa continental por el pensamiento conservador e incluso reaccionario durante el siglo xix, a pesar de que en Inglaterra no había tenido precisamente ese significado. Cuando whigs y tories encabezaron la Revolución
Gloriosa de 1688, acudieron a la autoridad de las antiguas leyes inglesas para
derrocar a Jacobo II y establecer la dinastía Orange. Muy al contrario, en la
Europa continental el recurso a la Constitución histórica sirvió para reaccionar
contra el pensamiento revolucionario de cuño francés. Así sucedió en la propia
Francia de la Restauración, a partir de la Carta de 1814, pero también en diversos Estados alemanes de la primera mitad del ochocientos y en la Italia del
Estatuto Albertino, como pone de relieve aquí el profesor Luigi Lacché. Las
Constituciones hallaron entonces una nueva fuente de legitimidad histórica,
la dinástica (el principio monárquico, según la dogmática germana), que las
convirtió en productos de la voluntad regia (Cartas Otorgadas) que tomaría el
relevo del poder constituyente del pueblo. Así vista, la Constitución no era ya
un límite externo al poder del Rey, procedente de la nación, es decir de la sociedad al Estado, sino que era una autolimitación regia. En tanto los detractores
de las Cartas Otorgadas les negaban valor constitucional por no proceder del
pueblo soberano, sus partidarios entendían que la naturaleza constitucional no
podía cuestionarse, porque en ellas concurría la idea de límite del poder estatal.
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Como se examina en el estudio del profesor Joaquín Varela, la idea de
una «Constitución tradicional o histórica», anterior y superior al documento constitucional escrito, la defendió Jovellanos durante la Guerra de la Independencia al igual que los diputados realistas en las Cortes de Cádiz, en
contra del concepto racional-normativo de Constitución que sustentaron los
liberales doceañistas y que se plasmó en la Constitución de 1812, sin perjuicio de la apelación que en este texto se hacía a las leyes fundamentales
de la monarquía. Durante la primera década del reinado de Isabel II se fue
afianzando la doctrina de la Constitución histórica de España, plasmada en
los preámbulos del Estatuto Real y de la Constitución de 1845, a tenor de la
cual se consideraba que antes y por encima del texto constitucional, ahora
elaborado de consuno por el rey y las Cortes y no por los representantes de la
nación soberana reunidos en Asamblea Constituyente, existía una Constitución histórica, identificada con las leyes fundamentales de la monarquía. Una
Constitución cuya «esencia» (monarquía limitada, soberanía compartida entre el rey y las Cortes, confesionalidad católica del Estado) suponía un límite
infranqueable para el legislador a la hora de elaborar el texto constitucional.
En el último tercio del siglo xix Cánovas dará los últimos retoques a esta
doctrina (él prefiere hablar de «Constitución interna»), que cristaliza en la
longeva Constitución de 1876 y cuya impronta se percibe en el anteproyecto
constitucional de 1929 así como en el pensamiento político y en el ordenamiento jurídico de la dictadura franquista.
. . .
El tercer gran concepto de Constitución en la historia es el «sociológico»,
que se caracteriza por difuminar el ser y el deber ser, al incorporar a la idea
de Constitución la realidad sociopolítica existente en cada momento. De esta
forma, esta versión constitucional diluye el elemento decisionista propio del
concepto racional-normativo, pero también el elemento ancestral de la noción histórica: la Constitución se integra por las estructuras fácticas presentes
en cada momento, lo que explica el carácter dinámico inherente a esta forma
de entender las Constituciones.
El condicionamiento de la política sobre la normatividad se empieza a
atisbar en fechas tempranas en Inglaterra, a la que dedica su estudio el profesor Ignacio Fernández Sarasola. Mientras muchos tratadistas seguían anclados en la antigua idea de la balanced constitution que expresaba el statute
law, a partir sobre todo de 1832, por obra de John James Park, empiezan a
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alzarse voces que ponen de relieve la distancia existente entre las prescripciones del Derecho escrito, y las verdaderas fuentes de obligaciones constitucionales. La Constitución «teórica», en palabras de Park, habría dejado de
aplicarse desde finales del xviii, reemplazada por una «Constitución real»,
derivada del funcionamiento efectivo de las instituciones. Elementos como
la monarquía parlamentaria, los partidos políticos, la responsabilidad política
o la existencia de un Gabinete, formarían parte de la Constitución británica, por más que no los mencionasen las normas escritas. La antigua tensión
entre statute law y common law se reemplazaría entonces por la disyuntiva
entre la «Constitución teórica» y la «Constitución real». La doctrina posterior
empezaría a tomar en consideración lo que empezaron a denominarse como
«convenciones constitucionales», sustanciándose una rica controversia sobre
su valor normativo o político desde Dicey hasta Jennings y Marshall.
La concepción sociológica de Constitución aparece también en un primer
momento, y en la Europa continental, como reacción al concepto racionalnormativo, procedente tanto de sectores conservadores como socialistas. Entre los primeros destaca la construcción del germano Lorenz von Stein, quien
veía a la Constitución como la forma a través de la cual la plural voluntad
del pueblo estructurado orgánicamente se transformaba en voluntad estatal.
La Constitución, por tanto, no haría sino traducir los intereses de la clase
dominante, de modo que la estructura social condicionaba el contenido del
texto normativo. Ferdinand Lasalle representa el contrapunto socialista a esta
idea sociológica, tal y como muestra el estudio del profesor Joaquín Abellán.
El concepto de Constitución forjado en sendas conferencias pronunciadas en
1862 por el jurista germano se desarrollaría a raíz del conflicto constitucional
en cuya esencia se trataba de vislumbrar si el Parlamento, a través de su poder
presupuestario, debía imponerse al principio monárquico. Lasalle definiría la
Constitución a partir de su contrapunto con la ley, al considerar a la primera
como fundamento de la segunda. Pero ese «fundamento» no se lo confería la
Constitución escrita o «de papel», sino lo que él denominaría «Constitución
real», integrada por los poderes sociales y políticos (rey, ejército, nobleza,
burguesía, clase obrera, opinión pública y banca) que determinaban la dinámica del gobierno y sin los que cualquier Constitución formal no sería más
que una entelequia. A esta concepción sociológica se acogería también Marx
y el posterior pensamiento comunista.
Como muestra Maurizio Fioravanti en el ensayo que cierra este volumen,
el reconocimiento de un orden jurídico básico, fundamentado históricamente
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(de una Constitución en sentido material, en definitiva), como requisito previo para la existencia misma del derecho positivo, está presente, en contra de
lo que suele afirmarse, en el concepto de Constitución que, en buena medida
por influjo de Savigny, sostuvo el positivismo jurídico alemán del siglo xix y
muy en particular Jellinek. Su introductor en Italia, Vittorio Emanuele Orlando, insistiría en este extremo. Este planteamiento lo criticará Kelsen, incluso
de forma despiadada, mientras su gran adversario, Carl Schmitt, ya durante la
República de Weimar, apelará a una «Constitución sustancial», pero no para
fundamentar el derecho positivo, como había hecho Jellinek, sino para contraponerla al documento constitucional aprobado por el Parlamento, con el
deliberado propósito de minar su legitimidad. La disyuntiva entre una Constitución parlamentaria sin fundamento histórico y axiológico previo (Kelsen) o
la apelación a una Constitución sustancial como ariete contra la Constitución
aprobada por el Parlamento (Schmitt) obligará a algunos autores a buscar
una solución mediadora, capaz de fundamentar y legitimar en un conjunto de
principios y valores el texto constitucional de una determinada comunidad
política. Así lo hará Smend y sobre todo Mortati en su obra clave: La Costituzione in senso materiale (1940).
. . .
Con este sexto volumen de Fundamentos esperamos proyectar algo de luz
sobre esta multiplicidad de significados que el concepto «Constitución» desplegó a lo largo de sus casi tres siglos de vida. Con él, además, nos gustaría
reafirmar el valor de la Historia Constitucional (a la que tanta atención vienen
prestando sus coordinadores desde hace muchos años), no sólo para desvelar
el pasado de las doctrinas e instituciones jurídico-políticas, sino también para
un cabal conocimiento de su presente e incluso de su más inmediato futuro.
Por otro lado, su publicación no puede ser más oportuna al coincidir con la
celebración del bicentenario de la Constitución de Cádiz y con la conmemoración de los procesos de independencia nacional en Iberoamérica, ligados a
la formación de sus primeros textos constitucionales.
Oviedo, octubre de 2010
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