VIVAN LAS DIFERENCIAS. LECTURA PARA DAMAS (Y PARA

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VIVAN LAS DIFERENCIAS.
LECTURA PARA DAMAS (Y PARA CABALLEROS TAMBIEN)
Ana María Cetto*
Emma Noether, brillante matemática alemana de principios de siglo fue autora, entre otros, de
un par de teoremas que además de tener una gran transcendencia para la física son
sumamente bellos y elegantes. Esta parte de su trabajo la realizó en la Universidad de
Erlangen –en aquel entonces uno de los más prestigiados centros de investigación en
matemáticas-, donde generosamente se le prestó un cubículo y se le permitió sustituir a su
padre en la cátedra (¡gratis!), pues por ser mujer, no era posible que accediera a un puesto de
profesor.1
Anécdotas como ésta, de científicas heroínas o mártires de épocas pasadas, abunda, y no
pasan de ser eso: anécdotas, o sea relatos de sucesos extraordinarios, individuales,
casuísticos. Porque esa ha sido, a grandes rasgos, la historia de la participación femenina en
las ciencias, particularmente en las ciencias exactas (a las que me referiré en lo que sigue).
Los tiempos han cambiado. Ya no hay, en general, impedimento legal para la inscripción de
señoritas en las escuelas de ciencias, ni para la contratación, en los centros académicos, de
damas con buena formación científica. El esfuerzo de nuestras heroínas y pioneras ha dado su
fruto, se han abierto las puertas a la participación de la mujer en la ciencia. Pero ¿están
abiertas?
En épocas recientes se ha dado un impresionante proceso de acumulación de datos
estadísticos y de estudios sobre la mujer en la ciencia, clasificados por país, actividad,
disciplina, edad estado civil, etc., que naturalmente muestran muchas especificidades y ponen
en evidencia la diversidad de situaciones existentes; pero una cosa es clara: la presencia de la
mujer en la ciencia sigue siendo muy baja, cualquiera que sea el parámetro con que se le mida.
Y no se trata de una cuestión meramente numérica o porcentual –que ya de por sí es harto
indicativa–, hay aspectos cualitativos que son también de relevancia. Las causas de esta
situación también han sido objeto de múltiples análisis.
En una revisión de los estudios que buscan explicar por qué menos mujeres que hombres se
inclinan por una carrera científica,2 ha quedado claro que la existencia de estereotipos por
géneros, que tiene sus primeras consecuencias en la cuna, permea todas nuestras vidas, el
efecto de desalentar sistemáticamente a las mujeres de involucrarse en el tipo de pensamiento
y actividad ‘necesarios’ o ‘recomendables’ para el trabajo científico. Estas formas
estereotipadas de pensar y actuar se presentan como las adecuadas para el hombre adulto –
más o menos independientemente de su ocupación-, mientras que para las mujeres no sólo
son consideradas inútiles en su vida adulta, sino quizás hasta contrarias a la ‘feminidad’. En
otras palabras, los estereotipos culturales de ‘ciencia’ y de ‘masculino’, al poseer características
en común, como las de dureza, rigor, racionalidad, se refuerzan. En este esquema, una mujer
científica resulta punto menos que una contradicción. O peor aún: la incursión femenina en la
* Investigadora en el Instituto de Física, UNAM. Profesora y ex directora de la Facultad de Ciencias, UNAM.
ciencia puede convertirse en una verdadera amenaza, ya sea a las virtudes de la ciencia, o a
las de feminidad.
No parece, sin embargo, que una u otra corran riesgo de perder sus virtudes: hasta ahora el
sistema se las ha arreglado para que esta amenaza no se torne realidad. Las relativamente
pocas mujeres que han logrado satisfacer los criterios de admisión a la comunidad científica, al
ser ésta predominantemente masculina, no alcanzan un status dentro de ella con la misma
facilidad como sus colegas hombres. El sistema se retroalimenta:3 un hombre puede tener éxito
en reinvertir su educación prestigiada, su récord de publicaciones, sus nombramientos y
distinciones, etc., para crearse un prestigio y ampliar su capacidad de acción en el ámbito de
su profesión; las credenciales de una mujer no son fondo de inversión, sus méritos no son
acumulables.
Hay una razón de peso para esta diferencia: tradicionalmente ha sido de hombres considerar
como inferior o menos valioso de hombres considerar como inferior o menos valioso lo que
hacen las mujeres, y esperar que otros hombres y mujeres compartan esta evaluación. Si,
socialmente hablando, la mujer ha sido personal de servicio en todos los ámbitos de actividad,4
¿por qué la ciencia ha de ser una excepción? Así, el trabajo científico realizado por mujeres
resulta a menudo invisible a los hombres –y a muchas mujeres- aun cuando objetivamente sea
indistinguible del que ellos realizan. Hay numerosos estudios que aportan elementos para
confirmar esto;5 sin embargo, no tenemos que ir tan lejos: muchas compañeras estarían
* Investigadora en el Instituto de Física, UNAM. Profesora y exdirectora de la Facultad de
Ciencias, UNAM.
dispuestas a dar vivo testimonio de los más variados efectos del androcentrismo en la ciencia,
ilustrado con múltiples anécdotas.
Cualquier colega despistado que aún no haya distinguido de la lectura, ha de comenzar a
sentirse algo incómodo por el sabor feminista que este texto empieza a adquirir. Nos e
angustie, que procuraré evitar todo exceso. Pero pongamos las cosas en sus justos términos:
las expresiones y reinvocaciones feministas en la ciencia, que quizá últimamente han hecho un
poco más de ruido que de costumbre, sólo representan una de cal por las que van de arena: la
ciencia y todo lo que la rodea, ha sido esencial y tradicionalmente masculinista –y lo sigue
siendo. Quizá parezca que las pocas que participamos en esta noble empresas quisiéramos,
como trazas de impurezas en un (casi) perfecto cristal semi-conductor, cambiara radicalmente
las propiedades y características del (casi) perfecto sistema científico que los hombres (con
ayuda de algunas mujeres) han construido. Pero no nos hacemos ilusiones, porque está claro
que la ciencia no es un sistema tan simple como un cristal, sino que, como producto social por
excelencia, está condicionado por las características históricas y estructurales de nuestra
sociedad.
La división del trabajo por géneros está profundamente arraigada en la sociedad, y el esfuerzo
de la mujer por ejercer su derecho de hacer ciencia es sólo un grano de arena en su lucha por
romper con esta división. Ya ésta sería una razón suficiente para fomentar la participación
cabal de la mujer en la ciencia; pero hay otras, naturalmente. La ciencia es una actividad
esencialmente constructiva y progresista, que en general coadyuva al bienestar de la
humanidad –o al menos tiene ese propósito-, y al no ser ‘agenérica’, podemos tener la
esperanza de que la incursión femenina en ella no sea sólo para seguir haciendo lo que han
hecho los hombres. Aun la más paradigmática y ‘pura’ de las ciencias, que para muchos es la
física, más allá de un conjunto de leyes sobre la naturaleza, establecido mediante un riguroso
método racional y objetivo, es también la lectura de ellas, su ropaje interpretativo, su conjunto
de motivaciones y objetivos, su lenguaje y patrones de comunicación,6 su propio sistema de
valores. Quizá –estadísticamente hablando- la mujer emplee el mismo raciocinio que el hombre
al seguir una cierta metodología científica; pero esto no la confunde con un hombre, asegura
que su sensibilidad, sus motivaciones, las metas o los productos de su trabajo sean los
mismos. ¿O deberán serlo?
Quizás convenga abrir aquí un paréntesis anecdótico –otro más de carácter histórico- para
ilustrar el punto. Es sabido que muchos científicos, en particular físicos, se involucraron de una
u otra forma en la Guerra de 1914.7 Algunos de ellos (como mando Röntgen, Lenard, Ostwald,
Wien, Nernst, etc.), firmando el tristemente célebre Manifiesto al mundo de la cultura, en el que
se exculpa a Alemania de su participación en la Guerra; otros (como F. Haber, Nernst, J.
Franck, O. Hahn, G: Hertz, Rutherford, Millikan, Michelson, etc.), en proyectos armamentistas;
otros màs (como Geiger, Mariden, Schrödinger, Moseley, etc.), directamente en el frente –
incluso los dos últimos murieron en combate, en plena juventud-. Pues bien, al mismo tiempo,
las dos mujeres más valiosas y destacadas con que contaba la física: Marie Curie y Lise
Meitner, se dedicaron de lleno a organizar y participar en el trabajo de las unidades
radiológicas para diagnóstico y terapéutica en el frente, exponiendo con ello sus propias vidas
por salvar las de los soldados. Eran científicas, pero mujeres al fin y al cabo.
Es cierto que en muchas ocasiones, el racismo, el clasismo o la subordinación cultural,
restringen de manera más profunda las oportunidades de vida de los individuos y su
participación en la sociedad, que el sexismo. Podría uno preguntarse por qué, entonces, tanta
preocupación por la discriminación sexual, si políticamente no es tan relevante como otras
discriminaciones. Quizá la razón fundamental sea que la distinción sexual afecta nada menos
que a la mitad de la población y que se trata, además, de una distinción que permea
prácticamente la totalidad de las culturas y de las actividades humanas. En todos los grupos
sociales, la distinción de géneros es un eje en torno al cual giran las organizaciones, las
relaciones humanas, los eventos sociales, y la identificación de los individuos. La sociedad ha
hecho del género mucho más que un parámetro: una forma de ser. Pretender eliminar esta
distinción sería ilusorio, y hasta absurdo; las tensiones –como las atracciones- entre lo
masculino y lo femenino seguirán existiendo, y no es cuestión de barrerlas bajo la alfombra.
Pero por otra parte, está claro, al menos para la mujer, que ninguna diferencia debe jugar en su
contra ni debe ser convertida en una desventaja.
Quizá en el terreno de las ciencias lleguemos algún día a transformar nuestras aparentes
‘debilidades’ (o sea nuestra condición individual de mujeres) en ventajas, no a nivel personal
sino a través de nuestra participación solidaria como género; quizá algún día, cuando logremos
al fin constituir un conjunto estadísticamente significativo, pueda decirse que la ciencia ya no es
masculina, sino que está hecha por hombres y por mujeres, cada uno con su forma de buscar
el conocimiento y con sus razones para hacerlo. Antes de que la mujer se siga absorbiendo por
el sistema establecido y adopte acríticamente las normas de la cofradía masculina, conviene
detenerse por un instante y tratar de imaginar el cuado completo de lo que la ciencia puede ser
y hacer en el futuro, y de lo que la mujer puede contribuir para hacerla mejor. Esta no es sino
una invitación –que naturalmente se hace extensiva a los colegas, porque nosotras nunca
pretendemos excluirlos- a adoptar una actitud más crítica y racional, más propia de la ciencia,
frente a la ciencia misma.
Referencias
1
Agradezco a Luis de la Peña, mi esposo, el haberme recordado este pasaje, el cual no pierde
oportunidad de relatar a sus estudiantes.
2
Véase por ejemplo Michele Aldrich (1978), citado en The Science Question in Feminism
(1986), Sandra Harding, Cornell University Press, Ithaca, NY.
3
4
Jonathan R. Cole (1979), Fair Science: Women in the Scientific Community, Free Press, NY.
Por ejemplo, un panorama transparente de las características ocupacionales (remuneradas)
de la mujer en nuestro país puede encontrarse en El trabajo de la mujer en México, Ma. Del
carmen Elú, IMES, México, 1975.
5
Véanse p. ej. Cole (1979), Gaye Tuchman (1980), “Discriminating Science”, Social Policy, 11,
no. 1; Harding (1986) y bibliografía ahí citada.
6
Ya en el siglo XVII, el doctor Joseph Glanvill, miembro de la Real Sociedad Inglesa, consideró
adecuado poner en guardia a los científicos, recomendándoles que escribieran en un estilo ‘viril
y sin embargo llano… pulido como el mármol’ (citado en P. Medawar (1982), Consejos a un
joven científico, Fondo de Cultura Económica, México).
7
Abraham Pais (1986), Inward Bound, Clarendon Press, Oxford.
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