1 Tim 3,8 De la misma manera, los diáconos deben ser hombres

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“Donde yo esté, estará también mi servidor”
(Jn 12,26)
Homilía en la ordenación de los diáconos
Santiago Arriola, Christian Caballero, Tomás de la Riva
Maximiliano Frías Narváez, Juan Andrés Rosso, Andrés Seguy,
Catedral de Mar del Plata, 26 de mayo de 2012
Muy queridos Santiago, Christian, Maximiliano, Juan Andrés, Tomás y Andrés:
“Donde yo esté, estará también mi servidor” (Jn 12,26). Estas palabras de nuestro
Salvador contenidas en el Evangelio de San Juan que hemos escuchado, nos dan la
ocasión para meditar junto con ustedes y ante la comunidad diocesana de Mar del Plata,
acerca del significado de esta celebración.
Lo que aquí sucede en esta ceremonia de ordenación de seis diáconos, contiene a la
vez un mensaje que se dirige no sólo a ustedes, que serán marcados con el sello del
Espíritu Santo y constituidos en el tercer grado del sacramento del Orden Sagrado, sino
que interesa a todos los bautizados y a la Iglesia diocesana en su conjunto.
En el lenguaje del Nuevo Testamento, la palabra diaconado o diakonía, que
traducimos como “servicio”, tiene distintos significados, que a su vez se relacionan
entre sí.
La diakonía como distintivo del cristiano
En un primer sentido, la diakonía es un comportamiento que caracteriza a todo
bautizado. Quien ha recibido la gracia inmerecida del Bautismo, pasa a ser discípulo de
Jesucristo y miembro de la Iglesia. En cuanto tal, se dispone a vivir como servidor de
Cristo y también del prójimo que la Providencia de Dios pone en su camino. Se trata de
una exigencia del amor al Señor y a los demás, que surge espontánea desde el momento
en que queremos ser reconocidos con el nombre de cristianos.
El discípulo sirve a Cristo: “El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté,
estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre” (Jn
12,26). Y el mismo Cristo es el modelo perfecto del servicio a los demás: “Los reyes de
las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen
llamar bienhechores. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más
grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna como un servidor. Porque
¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la
mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,27).
A estas palabras de Jesús, podríamos añadir muchas otras, donde se repite la misma
enseñanza. Para el cristiano, el servicio no es un abajamiento ni una humillación, sino
un honor y una fortaleza, un camino para compartir con Cristo su gloria y señorío.
Desde sus primeras intervenciones, el Papa Francisco nos ha recordado que el poder
debe entenderse como servicio y que el servicio es el verdadero poder.
La diakonía como servicio genérico para edificar la Iglesia
La palabra diácono, así como el término diakonía, en varios textos del Nuevo
Testamento, tiene también un sentido genérico donde se entiende con ella cualquier
servicio brindado a la Iglesia. En la carta a los Romanos, San Pablo llama diácono a
Cristo, en cuanto que “se hizo servidor de los judíos para confirmar la fidelidad de Dios,
cumpliendo las promesas que él había hecho” (Rom 15,8). El mismo Apóstol se
autodenomina diácono (cf. 2Cor 11,23) y entiende como diakonía su obra al servicio de
la justificación obrada por Cristo (cf. 2 Cor 5,18; 4,1; 11,8; Rom 11,13). Los dones o
carismas que distribuye el Espíritu, se ordenan a la función diaconal de edificar la
Iglesia y hacerla crecer. En este sentido afirma de Cristo, en la Carta a los Efesios, que
“organizó a los santos para la obra del ministerio (o diaconado), en orden a la
edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4,12).
En estos ejemplos y en otros, diakonía o diaconado es una palabra que abarca toda
la obra de Cristo a favor nuestro, obra que se prolonga en todo servicio que la Iglesia
presta para hacer presente su salvación, y en la actividad evangelizadora del Apóstol o
en el ejercicio de los diversos carismas para el crecimiento de la Iglesia.
Los diversos servicios que prestan a favor de la edificación de la Iglesia, tanto los
miembros de la jerarquía, obispos, presbíteros y diáconos, así como el servicio eclesial
de los fieles laicos, como el que brindan los catequistas y miembros de las diversas
instituciones de apostolado, los variados testimonios de caridad y de compromiso
evangelizador, son en este sentido una diakonía.
Es oportuno en este Año de la Fe escuchar el magisterio del Concilio Vaticano II, en
la constitución Lumen gentium: “El mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el
Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y le adorna con virtudes,
sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición,
distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace
aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la
renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno...
se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos
carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser
recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades
de la Iglesia” (LG 12).
La diakonía como ministerio específico
Pero la palabra diakonía, así como el término diákonos, tienen un tercer significado,
vinculado con los dos anteriores. Desde la concepción de la vida cristiana como servicio
inspirado en el ejemplo de Cristo, el Servidor por excelencia, y a partir de los diversos
servicios que enriquecen y dilatan a la Iglesia, surgió por determinación de los
Apóstoles el ministerio específico del diaconado. Los “diáconos”, así designados al
comienzo de la Carta a los Filipenses (cf. Flp 1,1) y en la Primera Carta de San Pablo a
Timoteo (cf. 1Tim 3,8-13), son ministros de la Iglesia en un sentido específico.
Con claridad y sobriedad, los textos del Nuevo Testamento destacan la existencia de
los diáconos, su especial vinculación con los Apóstoles y presbíteros, y las cualidades
morales que deben poseer aquellos que reciben este ministerio.
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Lo que en los escritos apostólicos está en germen y apenas esbozado, será
explicitado por los Padres de la Iglesia y aparece resumido en la constitución Lumen
gentium. Los diáconos son siempre colocados en cercanía del Obispo, de quien dicen
que son su oído, su boca, su corazón y su alma (cf. Didaskalía Apostolorum II, 44). Se
les asigna principalmente el servicio de la caridad y de los pobres y tareas
administrativas (cf. LG 29; SAN POLICARPO, Filip. 5,2); el servicio del altar y de los ritos
sacramentales, teniendo una función propia en la liturgia, distinta de aquella de los
sacerdotes (cf. HIPÓLITO DE ROMA, Tradic. Apost. 8); y el servicio de la palabra divina.
El Catecismo de la Iglesia Católica (1569-1570) presenta de este modo sus
funciones: “Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los
presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la
distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar
el Evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la
caridad (cf LG 29; cf. SC 35,4; AG 16)”.
En el Año de la Fe
Queridos hermanos, conocer mejor la fe, adherir a ella con mayor intensidad, a fin
de transmitirla con certeza a los demás, son los objetivos principales de este Año de la
Fe. He pretendido en esta homilía que tanto los fieles como los ministros de la Iglesia
aprendan a distinguir y a vincular los diversos significados del servicio o diakonía.
También he querido referirme a los textos del Concilio Vaticano II y del Catecismo de
la Iglesia Católica como bases doctrinales seguras donde fundar nuestra misión.
Y a ustedes, queridos hijos, a quienes conozco por haber estado tan cerca en la tarea
formativa durante años, junto con la imposición de manos y las palabras sacramentales,
deseo asegurarles que los rodeo con mi afecto, los encomiendo en mi oración, y los
felicito por este don del Espíritu Santo para el servicio de nuestra Iglesia. Más allá de
sus méritos personales, ustedes son desde hoy en la Iglesia diocesana un signo
sacramental de Cristo Servidor.
Mediten con frecuencia las palabras que sobre los diáconos, dirige San Pablo a su
discípulo Timoteo: “Los diáconos deben ser hombres respetables, de una sola palabra,
moderados en el uso del vino y enemigos de ganancias deshonestas. Que conserven el
misterio de la fe con una conciencia pura” (1Tim 3,8-9).
El modelo de la Iglesia servidora del Señor y de los hombres lo tenemos en la
Santísima Virgen María, a quien los encomiendo de todo corazón. A lo largo de su vida
supo pronunciar su consentimiento de fiel y humilde servidora: “Yo soy la servidora del
Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). Ella sigue diciéndonos a todos
nosotros: “Hagan todo lo que él les diga” (Jn 2,5).
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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