LA PARTIDOCRACIA Y LA LÓGICA DE LA NEGOCIACIÓN: LOS RIESGOS DE LA REFORMA ELECTORAL Pedro Javier González G* Hemos sido insistentes en estas páginas de Seminario político en la necesidad de nuevas reglas del juego político, de reglas acordes a la nueva realidad del país, favorecedoras de la construcción de acuerdos y de la conformación de mayorías estables. La presidencia imperial ha muerto y, ante la falta de nuevas reglas, el vacío que dejó ha sido ocupado por nuevas constelaciones de poder. El fenómeno de la partidocracia es uno de los ejemplos más conspicuos de esta problemática. En el marco de una división de poderes efectiva, de un mayor margen de acción para los poderes locales, de los gobiernos divididos y de una lucha electoral cada vez más competida, los partidos políticos y, en especial, sus dirigencias han emergido como actores centrales de la vida política nacional. En sí mismo, este hecho no es reprobable en tanto es indicativo de la mayor autonomía de los partidos respecto al poder gubernamental y en tanto da cuenta de la incipiente configuración de un sistema partidario competitivo. El problema surge cuando, ante la falta de nuevas reglas garantes de la gobernabilidad democrática, los partidos imponen su lógica al resto de la actividad política, de tal suerte que toda decisión y todo actos de negociación aparece atravesado por consideraciones partidarias y aun electorales. La imposibilidad de pactar las reformas clave para el desarrollo nacional son la muestra más elocuente de los efectos perversos de la llamada partidocracia. La reforma del Estado deviene, en consecuencia, un imperativo para la funcionalidad del sistema político y, por tanto, para la consolidación de una democracia con la suficiente capacidad de gobierno. La paradoja del caso consiste en que el rediseño del andamiaje institucional del Estado mexicano, que en teoría debería apuntar al desplazamiento de los intereses partidarios del centro gravitacional de los procesos de decisión política, se halla atrapada por esa misma racionalidad partidocrática. La manera en que se han vinculado las negociaciones de las reformas fiscal y electoral, así como el contenido y el sentido que está adquiriendo esta última, ilustra con claridad este punto y da cuenta de los riesgos de una eventual reforma del Estado a la medida de los intereses partidarios. La dinámica de la negociación Hace unos días, la Comisión Ejecutiva de Negociación y Construcción de Acuerdos para la Reforma del Estado presentó los primeros resultados de su trabajo, consistentes en un paquete de propuestas de reformas constitucionales en materia electoral. En virtud del conflicto postelectoral que padeció el país y de que, sin lugar a dudas, de los distintos ejes de la reforma del Estado es el electoral el que, de modo más claro y directo, responde a las preocupaciones de la ciudadanía, resulta entendible que el primer paso hacia la renovación del entramado legal e institucional del Estado mexicano haya sido precisamente el de la reforma electoral. * Director General de Diseño Estratégico y Análisis Prospectivo, S.C., servicios de consultoría política. Resulta, sin embargo, preocupante la dinámica adquirida por la negociación. De entrada, si algo se antoja evidente es que en la negociación de la reforma electoral no parece prevalecer el criterio de que ésta es una parte de la reforma del Estado y que, por tanto, su negociación se debe inscribir en el horizonte más amplio de la construcción de las reglas e instituciones necesarias para la nueva gobernabilidad democrática. Por el contrario, observamos que la negociación se halla atrapada en la lógica de los intereses partidarios y contaminada por la coyuntura política. La manera en que se pretende utilizar a la reforma electoral como mecanismo de presión para la negociación de la reforma fiscal, así como el condicionamiento de reformas en verdad importantes a la satisfacción de demandas partidarias específicas, como la remoción de los miembros del Consejo General del IFE, es indicativa de que, más que una visión de Estado, en la negociación y en el procesamiento de la reforma están pesando más los intereses de los partidos. A este respecto, es oportuno recordar que, en su diseño original, la Ley para la Reforma del Estado consideraba seis ejes: los cinco que actualmente se discuten (electoral, federalismo, Poder Judicial, garantías sociales y régimen de gobierno) y el de la reforma hacendaria. Desde un punto de vista conceptual, tenía sentido la inclusión del tema hacendario en el marco de la reforma del Estado, pues, para efectos de gobernabilidad, dotar de recursos fiscales al Estado es tan importante como proveerlo de reglas adecuadas para operar. No obstante, desde la perspectiva de la viabilidad de la negociación política, el propio senador Beltrones, principal promotor de la Ley y entonces presidente de la Comisión Ejecutiva para la Negociación y Construcción de Acuerdos, tuvo que reconocer la conveniencia de que el tema hacendario y el relativo a las reglas del juego del sistema político marcharan por caminos paralelos y no se contaminaran mutuamente. La pregunta obligada entonces es por qué quienes en su momento reconocieron la necesidad de mantener separadas ambas negociaciones son quienes ahora condicionan la aprobación de la reforma fiscal a la aceptación de los aspectos más polémicos y aun riesgosos de la reforma electoral. Como se sabe, en sus aspectos básicos, la reforma fiscal ya está “cocinada”; de hecho, tanto el gobierno como el PAN en principio han aceptado pagar el costo político del impuesto adicional a las gasolinas, aun a costa de sacrificar un aspecto de gran trascendencia en materia de federalismo fiscal: el reconocimiento de las facultades y de las responsabilidades recaudatorias de los gobiernos estatales. Más aún, el presidente de la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados, el priista Jorge Estefan, ha declarado que la Comisión ya tiene listos los dictámenes pero que éstos permanecerán detenidos hasta que se destrabe la reforma electoral en el Senado. Estamos frente a una negociación compleja en virtud de que, ante la actitud asumida por el PRD, el PRI, pese a ser la tercera fuerza política a nivel nacional, se ha convertido en el fiel de la balanza de toda negociación. La apuesta priista, como es lógico suponer, ha sido a la elevación del costo de los acuerdos. Ello es perfectamente entendible, sin embargo, lo que sí resulta cuestionable es la estrategia de escalar cada vez más los precios del acuerdo a cambio de prácticamente nada. Ciertamente, el gobierno federal obtiene una reforma fiscal que ampliará sus márgenes de maniobra y a cambio paga, junto con Acción Nacional, los costos políticos de la misma. Por su parte, los gobernadores (y principalmente los 18 mandatarios locales del PRI) se encuentran entre los principales beneficiarios del nuevo arreglo fiscal sin pagar el costo del mismo. Adicionalmente, se presiona y se condiciona toda la reforma fiscal y aun los aspectos de mayor sustancia de la reforma electoral a la satisfacción de otro objetivo político crucial para los intereses del PRI: la remoción de la totalidad del Consejo General del IFE. ¿A cambio de qué? De una reforma fiscal que reportará grandes beneficios económicos y político-electorales a los gobernadores. La negociación parece encaminarse al terreno de la extorsión. Y, como señalábamos, en la instrumentación de esta estrategia de presión el PRI ha contado con un aliado cómodo. Para el PRD, la remoción de los miembros del Consejo General del IFE es vital para seguir alimentando el discurso del fraude. Por un lado, echa tierra a cualquier planteamiento crítico acerca de los errores que condujeron a la derrota y culpa a los consejeros del estallido de un conflicto postelectoral conscientemente urdido por su caudillo; por otro lado, asesta un nuevo golpe a la legitimidad de un gobierno que, poco a poco, ha venido teniendo éxito en su estrategia de legitimación vía rendimiento. Todo ello le facilita las cosas para impulsar una estrategia encaminada, más allá de las venganzas contra Elba Esther Gordillo, a restaurar el control sobre los procesos electorales. En otros términos, el PRI se ha montado en la demanda perredista para golpear a una institución que le ha sido particularmente disfuncional. Ante este panorama, es preciso que el gobierno y su partido, en el caso de que realmente les interese la salvaguarda de los avances democráticos, adopten una estrategia fuerte de negociación. La apuesta podría consistir en estirar la cuerda de la reforma fiscal, poner en riesgo la posibilidad de que los gobernadores cuenten con más recursos y amenazar con vetar el presupuesto si la Cámara introduce cambios sustanciales en este terreno. A fin de cuentas, como lo ilustran los resultados electorales de los años recientes, la fortaleza del PRI se manifiesta en los comicios locales, sobre todo cuando a los diferentes grados de injerencia de los gobernadores sobre las autoridades electorales locales se les suma el ingrediente estratégico de los recursos fiscales aportados por la federación. Y, en relación con la reforma electoral, el PAN, si no cae en la tentación de controlar a un árbitro que le ha impuesto fuertes castigos económicos, está en condiciones de hacer valer su capacidad de bloqueo de cualquier reforma constitucional. Los riesgos de contrarreforma En relación con el contenido de las propuestas de reforma constitucional recientemente dadas a conocer, es preciso reconocer, de entrada, algunos avances significativos, muchos de los cuales recogen algunas de las demandas más sentidas de la ciudadanía. Entre los más importantes vale la pena citar los siguientes: La reducción de los tiempos de las campañas y la consecuente reducción del financiamiento público que, para este efecto, reciben los partidos políticos. La inclusión en el texto constitucional del concepto de precampaña y la obligación de reglamentarlas en cuanto a su duración, los recursos económicos involucrados, la fiscalización de los mismos y la difusión de mensajes a través de los medios de comunicación. La adopción de criterios objetivos y verificables para la eventual anulación de una elección, hecho que disminuye las posibilidades de interpretaciones subjetivas por parte de los magistrados y que, en todo caso, plantea la necesidad de precisar y ampliar las causales objetivas de anulación. La eliminación de la posibilidad de que el secreto bancario, fiduciario y fiscal obstaculice las actividades de fiscalización e investigación de la autoridad electoral. El establecimiento de reglas más precisas y explícitas que limiten la propaganda gubernamental durante los procesos electorales. La prohibición para que los partidos contraten de manera directa tiempos y espacios para la difusión de propaganda y que, por tanto, ésta se realice en los tiempos del Estado y sea administrada por el IFE. La adopción del principio de renovación escalonada de los miembros del Consejo General del Instituto Federal Electoral y, eventualmente, de los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Con todo, estos avances parecen más una concesión a la ciudadanía dirigida a legitimar una reforma concebida desde y para los intereses de los partidos. Hay en las propuestas de reforma constitucional algunos riesgos importantes que, incluso, podrían anular los avances alcanzados. En lo esencial, estos riesgos se refieren a la posibilidad de que el IFE, el órgano regulador, quede controlado por los entes regulados, en cuyo caso de poco serviría contar con mejores reglas del juego. En efecto, si bien debe reconocerse como un avance el principio de renovación escalonada del Consejo General del IFE, la sustitución de los actuales miembros del Consejo debe ceñirse estrictamente a procedimientos institucionales y ser el fruto de una reforma profunda y no ser convertida en moneda de cambio de la reforma fiscal o en condición de posibilidad de la propia reforma electoral; de otro modo, se atentaría en contra del principio de inamovilidad, principal sustento de la autonomía del IFE. Frente a este argumento, tanto el PRI como el PRD aducen que los consejeros ya no resultan confiables y que ello entraña graves riesgos para los comicios de 2009. Y si bien este alegato es en parte correcto, conviene matizarlo a la luz de los resultados de la encuesta publicada por BCG Ulises Beltrán y Asociados, de acuerdo con los cuales sólo 31% de los entrevistados apuntó que existen motivos para sustituir a los consejeros. En otros términos, la falta de confianza en el Consejo del IFE es, en realidad, un asunto partidario y no ciudadano; son las dirigencias de estos partidos y no los ciudadanos las que, en función de sus intereses, argumentan la falta de confianza en la autoridad electoral. Lo paradójico del caso es que los partidos esgrimen la necesidad de apuntalar la credibilidad del árbitro cuando, según las encuestas, el nivel de credibilidad del IFE (55%) duplica al de los partidos (27%). También se ha apuntado que, como consecuencia de la reforma de 1996, los entonces consejeros electorales (con la excepción de José Woldenberg, quien se convirtió en el Consejero Presidente del nuevo IFE) renunciaron. La diferencia entre lo ocurrido en aquel entonces y el momento actual es que la renuncia en 1996 tuvo lugar como consecuencia de un reforma en cuyo diseño participaron algunos de los consejeros (Santiago Creel, José Agustín Ortiz Pinchetti y Jaime González Graf, entonces suplente) y que de modo claro apuntaba hacia el avance de la democracia electoral; en cambio, la remoción que hoy en día se plantea conlleva el riesgo de una verdadera contrarreforma. A este respecto, cabe mencionar los siguientes riegos: Las propuestas de reformas constitucionales apuntan a quitarle al Consejo General facultades de fiscalización, al tiempo que se le impone un órgano de contraloría designado por los partidos en la Cámara de Diputados, cuando ya existen los mecanismos idóneos para tal efecto. La tentación de hacer valer los intereses partidarios en la designación del Consejo General se refleja en la ausencia de medidas dirigidas a fortalecer la autonomía y el carácter ciudadano de la institución, tales como la pertinencia de una convocatoria pública para postular a los candidatos al Consejo que posteriormente deba nombrar el Congreso, así como la no inclusión del IFE y otros órganos autónomos del Estado como sujetos con capacidad para entablar controversias constitucionales. El peso de los intereses partidarios también se evidencia en la constitucionalización del monopolio detentado por los partidos para la postulación de candidatos. Como antecedente de esta propuesta, cabe recordar dos cosas: los señalamientos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el sentido de que la prohibición a las candidaturas independientes o ciudadanas viola los tratados internacionales suscritos por México; y la mayor jerarquía que poseen los tratados internacionales frente a las leyes nacionales (por ejemplo, el Cofipe). De ahí que elevar esta prohibición a rango constitucional tenga como propósito principal eludir las resoluciones que a este respecto emitan las cortes internacionales. De igual manera, resulta preocupante que, en los hechos, las fórmulas para la determinación de las prerrogativas de los partidos para sus gastos ordinarios se traducen en reducciones marginales de los recursos que recibirán. De acuerdo con la fórmula propuesta, el monto total de las prerrogativas a repartir sería el resultado de multiplicar el número de ciudadanos inscrito en el padrón (poco más de 74 millones) por el 65.5% del salario mínimo vigente en Distrito Federal ($32.80). Así, para 2008 los partidos recibirían 2,435.8 millones de pesos para 2008, monto que equivale a una reducción de apenas el 8.7% (233.6 millones de pesos) respecto a los recursos otorgados para estos efectos durante el presente año. No menos peligroso es que, en lugar de aprovechar las nuevas reglas para la utilización de los tiempos del Estado para privilegiar la difusión de las plataformas y de programas de análisis y debate de las distintas ofertas políticas, se siga entendiendo la comunicación político-electoral en términos de spots y se opte por la imposición de controles a los mensajes. Bajo estos criterios, surge el riesgo de que toda crítica dura a los partidos, a los candidatos y a las ofertas político-electorales pueda ser entendida como ofensiva y denigrante. Fieles a su ADN controlador, los políticos apuestan a la regulación de contenidos, sin reparar en la presión y en el desgaste a que estarían sometidos los árbitros. Finalmente, vale la pena hacer mención a una omisión fundamental de las propuestas de reforma constitucional. La primera es indicativa de la absoluta renuencia partidaria para discutir los asuntos relacionados con la representatividad en el Congreso, la rendición de cuentas, la profesionalización y la continuidad del trabajo legislativo. Y aunque estos temas competen en realidad a la agenda de las reformas en materia de régimen de Estado y de gobierno, poseen una clara dimensión electoral, al menos en el sentido de que, en gran medida, transitan por la posibilidad de la reelección consecutiva de los legisladores y de los mecanismos de distribución de posiciones a través del mecanismo de representación proporcional (desaparición de los senadores plurinominales). En particular, el rechazo partidario a la reelección consecutiva de los legisladores tiene que ver con las resistencias a renunciar al poder derivado de la elaboración de las listas de candidatos, eficaz mecanismo garante de la disciplina. Perspectiva La presentación de las propuestas de reformas constitucionales ha sido el primer paso de la reforma electoral. A éstas deberá seguir el proceso de formulación de las propuestas de reforma legal que hagan operativas a las primeras. De cara a este punto, vale la pena subrayar el imperativo ético de que la reforma electoral y, en general, la reforma del Estado efectivamente contribuyan a la causa de la consolidación del cambio democrático. Y es válido expresar este deseo en tanto existe el riesgo de que una reforma electoral partidocrática sea el botón de muestra de una reforma del Estado a modo de los intereses partidarios e, incluso, guiada en función de expectativas restauradoras. Así las cosas, la eventual remoción del Consejo General del IFE se encuentra en el núcleo del problema. En principio, la sustitución de los consejeros debería ser escalonada y, en última instancia, fruto (no premisa) de una reforma de fondo. El problema es que no ceder a la presión de los dos principales partidos de oposición puede poner en entredicho la reforma fiscal y aun la propia reforma electoral. Pero lo más peligroso es que el mantenimiento de los consejeros crearía las condiciones de un conflicto postelectoral mayúsculo en 2009, pues en caso de no obtener los resultados esperados podría tener lugar la convergencia del PRI y del PRD en una estrategia común de impugnación. Y ello no como resultado objetivo de una mala gestión o de un fraude, sino de la voluntad expresa de estos dos partidos para cuestionar el proceso. El debilitamiento de la institución sería acaso irremediable y se consumaría un gran paso atrás. Una última reflexión. Conforme transcurren los días, se vuelve cada vez más necesaria la toma explícita de posición por parte del Presidente de la república. Durante su mensaje del 2 de septiembre, subrayó la necesidad de avanzar en la reforma del Estado. Se impone precisar qué tipo de reforma propone. Y si bien en un principio pareció atinado dejar el proceso en manos del Congreso y no poner en la mira una propuesta que concitara el rechazo de la oposición, ahora se requiere un planteamiento expreso que le permita disputar el liderazgo y la iniciativa de propuesta a la partidocracia.