XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

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XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Lo que has acumulado, ¿de quién será?
(Lc 12, 13-21)
ANTÍFONA DE ENTRADA (Sal 69,2-6)
Dios mío, dígnate librarme; Señor, date prisa en socorrerme. Que tú eres mi auxilio y mi liberación:
Señor, no tardes.
ORACIÓN COLECTA
Ven Señor, en ayuda de tus hijos, derrama tu bondad inagotable sobre los que te suplican, y renueva
y protege tu creación en favor de los que te alaban como creador y como guía.
PRIMERA LECTURA (Qo 1,2; 2,21-23)
¿Qué saca el hombre de todo su trabajo?
Lectura del Libro de Eclesiastés
¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad! Hay quien trabaja con
sabiduría, ciencia y acierto; y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto
es vanidad y grave desgracia. Entonces, ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y predicaciones
que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.
También esto es vanidad.
SALMO RESPONSORIAL (Sal 89)
R/. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación
Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán.»
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna. R/.
Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca. R/.
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuando?
Ten compasión de tus siervos. R/.
Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos. R/.
SEGUNDA LECTURA (Col 3,1-5. 9-11)
Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo
Lectura de la Carta del Apóstol San Pablo a los Colosenses
Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo,
sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis
muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra,
entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria. En consecuencia, dad muerte a
todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia,
que es una idolatría. No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos del hombre viejo, con sus
obras, y revestíos del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a
conocerlo. En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e
incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Cristo es la síntesis de todo y está en
todos.
ACLAMACIÓN AL EVANGELIO (Mt 5,3)
R/. Aleluya, aleluya
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
R/. Aleluya, aleluya
EVANGELIO (Lc 12, 13-21)
Lo que has acumulado, ¿de quién será?
† Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la
herencia.» Él le contestó: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o arbitro entre vosotros?» Y dijo a
la gente: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no
depende de sus bienes.» Y les propuso una parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y
empezó a echar cálculos: "¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha." Y se dijo: "Haré lo
siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el
resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para
muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida." Pero Dios le dijo: "Necio, esta noche te van
a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?" Así será el que amasa riquezas para sí y no
es rico ante Dios.» Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Santifica, Señor, con tu bondad estos dones; acepta la ofrenda de este sacrificio espiritual y
transfórmanos a nosotros en oblación perenne.
ANTÍFONA DE COMUNIÓN (Sal 16,20)
Nos has dado pan del cielo, que brinda toda delicia y sacia todos los gustos.
o bien (Jn 6,35)
Yo soy el pan de vida. El que viene a mi no pasará hambre, y el que cree en mi no pasará sed —dice
el Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
A quienes has renovado con el pan del cielo, protégelos siempre con tu auxilio, Señor, y ya que no
cesas de reconfortarlos, haz que sean dignos de la redención eterna.
Lectio
En el Evangelio escuchamos cómo al Señor «se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó:
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”» Mateo y Lucas especifican que era un
joven. De él dicen que «tenía muchos bienes», es decir, era rico. Pero a pesar de tenerlo todo,
experimenta que algo le falta: «¿qué haré para heredar la vida eterna?». Experimenta en sí un
hambre de infinito, quiere alcanzar la vida eterna, y con esta inquietud profunda se acerca al Señor
Jesús. Busca la respuesta que sacie su anhelo de eternidad, busca el camino que tiene que seguir.
Aquel joven no se da por satisfecho ante la respuesta del Señor. Cuando le señala los mandamientos
como camino para alcanzar la vida eterna, él responde como suplicante: «Maestro, todo eso lo he
cumplido desde pequeño». Experimenta que tampoco eso le basta, tiene necesidad de algo más:
«¿Qué más me falta?» (Mt 19,20).
Entonces la mirada del Señor penetra hasta lo más profundo de aquel inquieto corazón. Él, que ve lo
profundo, conoce la respuesta, sabe que ese joven ha nacido para seguirlo. El Señor ha conducido a
aquel joven a hacer explícita toda su inquietud, a que tome conciencia y exprese que necesita más,
que nada de lo que tiene o ha hecho lo satisface: su corazón sigue reclamándole ese “qué más”. Es
entonces cuando la mirada del Señor se carga de un amor intenso, un amor de predilección, un amor
que sólo puede venir de Dios: «mirándolo lo amó», dice literalmente el texto griego. Es mucho más
que mirarlo «con cariño». El Señor le permite experimentar en ese instante, a través de su mirada,
todo el amor con que Él lo ama: «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti»
(Jer 31,3). Aquel joven debió experimentar cómo el amor del Señor lo inundaba, buscando
despertar en él una respuesta de amor. Sólo ese amor sería capaz de saciar el hambre de infinito que
experimentaba su corazón con tanta vehemencia, lanzándolo a la búsqueda.
La historia de toda vocación es una historia de amor, del encuentro con la mirada del Señor que
penetra hasta lo más profundo, que inunda, que enciende el amor en uno, un amor tan fuerte e
intenso que no se puede apagar, que queda prendido en los huesos: «Yo decía: “No volveré a
recordarlo…”. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y
aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía» (Jer 20,9). Sólo al experimentar ese amor del Señor y
al experimentar encenderse el amor en su corazón, el elegido será capaz de dejarlo todo para
ganarlo a Él y junto con Él la vida eterna.
Luego de mostrarle ese amor, luego de buscar seducirlo por esa mirada plena del amor de Dios, el
Señor le dice: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás
un tesoro en el Cielo, y luego sígueme». El llamado es claro, explícito. Ante las palabras del Señor
aquel joven deberá tomar una decisión y realizar una opción: dejarlo todo, renunciar a las propias
riquezas para ir en pos de Aquel que trae la Vida eterna, de Aquel con quien vienen al ser humano
todos los bienes anhelados, o aferrarse a sus seguridades humanas, a las riquezas que posee,
riquezas que jamás podrán comprarle la vida eterna.
El llamado del Señor, que sale al encuentro de los anhelos de aquel joven, ha penetrado hasta las
coyundas de su alma. Al joven le toca responder desde su libertad. Más en aquel joven pudo más el
amor por la riqueza que el amor al Señor, que el amor a Dios. La riqueza se ha convertido para él en
la fuente de una seguridad sicológica de la que no está dispuesto a desprenderse para encontrar en el
Señor su única seguridad y felicidad.
El resultado de la negativa al llamado del Señor, que es asimismo una negativa a los reclamos
vehementes de su propio corazón, es la frustración profunda que se expresa en la tristeza.
Riqueza es aquello a lo que le damos valor, aquello que es lo más importante para uno, aquello que
creemos que nos hace valiosos e importantes ante los demás. El corazón se apega a lo que uno
considera su riqueza, por ello dice el Señor: «donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón»
(Mt 6,21). Cuando uno considera el dinero su riqueza, apegándose su corazón al dinero, mal puede
amar a Dios: «nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se
entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24).
Se suele considerar la riqueza sólo en su sentido material, pero hay riquezas que no son materiales.
Hay también riquezas de otro orden. El que considera que sus riquezas son sus bienes materiales,
quedará pobre y vacío interiormente. Si la riqueza en cambio la encuentra en los valores morales y
espirituales, quedará enriquecido interiormente. Así pues, mientras hay riquezas que empobrecen y
degradan al ser humano, hay otras riquezas que lo enriquecen y elevan inmensamente en su
humanidad, o incluso “más allá” de su humanidad, lanzándolo al infinito. Cada cual quedará
finalmente enriquecido o empobrecido por lo que considere sus riquezas.
Quien en Cristo encuentra su riqueza, considera todo lo demás como “basura”. No que lo desprecie,
sino que aprende a darle a cada cosa su justo valor. Y la riqueza que Cristo ofrece, la riqueza que Él
mismo es para todo ser humano que anhela alcanzar la vida eterna y la plenitud humana, con nada
se compara, nada ni nadie más puede ofrecerla. Quien lo posee a Él, quien por Él es poseído, se
hace partícipe de una riqueza incalculable, que deviene en un «pesado caudal de gloria eterna»
(2Cor 4,17). ¿Quién sino Él puede ofrecernos la vida eterna? Las “riquezas” de este mundo no sólo
no pueden comprar esa vida eterna, sino que pueden llevarnos a perderla.
Ser sensato es dar a cada cosa su valor real en vistas a la realización del ser humano, en vistas a su
plenitud y felicidad eterna. Mientras vamos de peregrinos en este mundo tan lleno de ilusiones, es
necesario aprender a estimar el valor real de cada cosa, con la misma sagacidad con que un
negociante de joyas sabe distinguir entre una joya verdadera y una falsa, entre una joya de gran
valor y otra de menor valor. A él no se le puede engañar. En cambio, ¡pobre de aquel tonto que
toma por un diamante fino un pedazo de vidrio!
La realización de la persona humana pasa por la valoración objetiva que haga de los bienes que se
presentan ante él y de la opción correcta que haga a partir de esta luz objetiva. La Palabra divina es
criterio objetivo para tal discernimiento, nos da la sabiduría necesaria para hacer opciones acertadas
en la vida. Prescindir de las enseñanzas divinas lleva a despreciar lo verdaderamente valioso y
considerar como riqueza lo que no es sino vanidad de vanidades.
Junto con la sabiduría divina que nos ayude a discernir en el caminar debemos implorar
incesantemente el coraje necesario para abandonar todo aquello que constituya un obstáculo para
nuestra propia realización, a fin de alcanzar en Cristo, cuando acabe nuestra peregrinación en este
mundo, la vida resucitada que no tendrá fin.
Apéndice
CATECISMO DE LA IGLESIA
«Maestro, ¿qué he de hacer...?»
2052: «Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?» Al joven que le
hace esta pregunta, Jesús responde primero invocando la necesidad de reconocer a Dios como «el
único Bueno», como el Bien por excelencia y como la fuente de todo bien. Luego Jesús le declara:
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». Y cita a su interlocutor los preceptos que
se refieren al amor del prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás
testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre». Finalmente, Jesús resume estos mandamientos de
una manera positiva: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,16-19).
2053: A esta primera respuesta se añade una segunda: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que
tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21).
Esta respuesta no anula la primera. El seguimiento de Jesucristo implica cumplir los mandamientos.
La Ley no es abolida, sino que el hombre es invitado a encontrarla en la Persona de su Maestro, que
es quien le da la plenitud perfecta. En los tres evangelios sinópticos la llamada de Jesús, dirigida al
joven rico, de seguirle en la obediencia del discípulo, y en la observancia de los preceptos, es
relacionada con el llamamiento a la pobreza y a la castidad. Los consejos evangélicos son
inseparables de los mandamientos.
2054: Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su
letra. Predicó la «justicia que sobrepasa la de los escribas y fariseos» (Mt 5,20), así como la de los
paganos. Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: «habéis oído que se dijo a los
antepasados: No matarás... Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será
reo ante el tribunal» (Mt 5,21-22).
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