El muerto no estaba tan sano.

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El muerto no estaba tan sano.
La desafección respecto al sistema político actual en el Estado
español, algunas aportaciones.
Marina Montoto Ugarte
Ángela Vázquez Peñas
Abstract
En este trabajo se pretende analizar la posible relación entre la crisis política actual en
nuestro país, que se plasma en ciertos síntomas sociales -como la pérdida de confianza,
el malestar o la desafección hacia las diferentes instituciones del Estado-, y un
determinado régimen político, en este caso, el surgido del proceso transicional español.
Para ello, se estudiará hasta qué punto ciertas demandas, discursos y prácticas de los
diferentes colectivos políticos que emergen tras las protestas de lo que se ha llamado
15M rompen con lo que podemos denominar el marco de las reglas del juego político
establecido desde el fin de la dictadura franquista, también conocido en muchos ámbitos
como el modelo de consenso. En este sentido, partiremos del cuestionamiento de lo que
consideramos una concepción hegemónica del periodo político de la Transición
española dentro de los principales análisis en las ciencias sociales de nuestro país. Esto
nos permitirá poder salirnos de los marcos de enunciación dominantes y realizar, por un
lado, un análisis crítico de aquellos discursos que han ido forjando el sentido común de
lo que es política o no en nuestro país, y por otro, localizar los ejes de ruptura respecto a
este sentido común, que están ahora emergiendo.
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1. ¿A QUÉ NOS REFERIMOS CUANDO HABLAMOS DEL REGIMEN DEL
78?
Introducción: periodización histórica
En primer lugar, con la intención posterior de analizar porqué consideramos que el
estamos viviendo una crisis política que ha derivado en el cuestionamiento de lo que
hemos denominado régimen del 78, consideramos esencial definir y delimitar qué es eso
del régimen del 78 y cuáles son las patas sobre las que se asienta. Para ello, es
igualmente importante hacer una breve periodización histórica que nos permita
comprender el origen de las diferentes instituciones nacientes del proceso transicional
así como el desarrollo del mismo.
Antes de que Franco muriese, éste ya había decidido que Juan Carlos de Borbón fuese
su sucesor, sin embargo, la monarquía a la muerte del dictador no tenía fuerza suficiente
ni capacidad para conseguir el paso a la democracia (Tusell, 2007). Son por tanto, la
transición y su discurso elaborado posteriormente quien legitima a la monarquía como
institución. Tras el fracaso del proyecto de Arias Navarro, el rey decide que Adolfo
Suárez se ponga al frente del gobierno. Consideraba que Suárez era una persona no muy
conocida pero que, el hecho de haber desempeñado cargos durante el régimen de
Franco, no crearía suspicacias entre los más reacios a cualquier tipo de apertura
democrática.
Suárez abordó, al poco de ser elegido presidente, una de las reformas más importantes
de la transición y sobre la que se asienta nuestro actual sistema electoral: la Ley para la
Reforma Política. La ley planteaba la convocatoria de elecciones y un marco
institucional bajo el que llevarlas a cabo; éste consistía en la configuración de dos
Cámaras, Congreso y Senado, cuyos representantes se elegirían por sufragio universal
con la excepción de cuarenta senadores que serían nombrados por el Rey. La tarea que
deberían llevar a cabo en el corto plazo sería la redacción de la futura Constitución. La
principal discusión se centró sobre qué tipo de sistema electoral adoptar, si proporcional
(por el que se decantaba la oposición) o mayoritario (opción que defendía la derecha).
Finalmente, se optó por lo que algunos han denominado “sistema proporcional
corregido” y que se materializaba en “un número igual de escaños por cada provincia
para el Senado y distritos provinciales con un mínimo de diputados para el Congreso, lo
que corregía la proporcionalidad reforzando la presencia de diputados de las provincias
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más conservadoras que eran también las más despobladas” (Juliá, 1999: 223). La ley fue
aprobada por las Cortes y sometida a referéndum. Es importante tener en cuenta las
condiciones en las que se realizó el mismo. En primer lugar, es imprescindible señalar
que a pesar de las demandas de la izquierda para la celebración de elecciones
municipales, ésta no se llevó a cabo hasta 1979. Como señala Gregorio Doval “las
ciudades y los pueblos continuaban todavía gobernados por los mismos alcaldes
franquistas que lo habían venido haciendo bajo la dictadura, muchos de ellos con
actuaciones claramente caciquiles” (Doval, 2007: 451). Además, “existió una presión de
propaganda oficial a favor del voto afirmativo” (Tusell: 73). Participó en la votación
más de un 77%, con claras diferencias en ese porcentaje dependiendo de la región, y el
sí logró el 94’2% de los votos.
Una vez aprobada, y tras la legalización del PCE, se celebraron las primeras elecciones
generales desde el golpe de Estado de 1936. El peso en votos que obtuvieron los
partidos de toda la izquierda fue mayor que los de la derecha, lo que determinó, en gran
parte, el resto de la estrategia que llevaría el presidente del gobierno, Adolfo Suárez.
Asimismo el contexto de crisis económica como la situación internacional marcada por
la Guerra Fría fueron factores fundamentales.
Poco antes de la elaboración de la Constitución de 1978, tiene lugar la firma del
Acuerdo sobre el Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía, conocido
popularmente como Los Pactos de la Moncloa. Dada la grave situación de crisis
económica que atravesaba el país y, como consecuencia, el alto nivel de conflictividad
laboral que se plasmaba en un gran número de huelgas y protestas, dicho pacto
pretendía, por un lado, implantar reformas para afrontar dicha crisis y apaciguar las
numerosas manifestaciones que se tornaban cada vez más combativas con el fin de
llevar a cabo las diferentes reformas bajo un clima de aparente aprobación. Suárez, en
un primer momento intentó negociar con los sindicatos el contenido de dicho pacto,
pero tras varias discusiones éstos se negaron (en concreto la dirección de UGT y CNT y
algunas secciones sindicales de CCOO).
El pacto, finalmente, salió adelante como consecuencia de la alianza entre Suárez y
Santiago Carrillo, que convenció a su vez a Felipe González para que el PSOE también
firmase. Era la materialización de una “reiterada política de desmovilización en la que
se compensaba la institucionalización de los partidos políticos con una política de
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pactos que separó cada vez más la reforma exclusivamente política de cualquier
demanda social que significará alguna transformación profunda, tanto económica como
social” (Del Campo, 1995: 88). El objetivo final era dirigir el modelo económico
español hacia una economía de mercado y entre las medidas principales estaban la
reducción del gasto público, la flexibilización del mercado laboral y adecuación de los
salarios a la inflación prevista, una reforma fiscal y, por otro lado, derechos sindicales y
mejoras en la educación. A pesar de que lo firmaron todos los partidos que conformaban
el Parlamento hubo un amplio rechazo popular. El problema de este rechazo popular,
siguiendo lo expuesto por Gregorio Doval, es la escasa fuerza legal y la falta de
coordinación que tuvo para mostrar su desacuerdo, lo que acabaría desembocando en el
abandono de esta misma movilización.
“Al carecer de fuerza legal y al adolecer de coordinación, iría perdiendo pujanza
y, luego de chocar una y otra vez contra el muro del pacto sin conseguir apenas
resultados, terminaría por transformarse en apatía y abstencionismo que darían
lugar a lo que se llamó desencanto” (Doval, 2007: 460)
El broche final de reformas que cerraría la primera etapa del proceso transicional sería
la Constitución de 1978 en la que todas las medidas avanzadas anteriormente y el
diseño de modelo político y económico de país pasarían a formar parte de la norma
suprema. El proceso de elaboración de la Constitución fue largo y no exento de
discrepancias. La pregunta es: ¿se afrontaron las discrepancias y se debatió en torno a
éstas o se asumió la imposición de ciertas líneas rojas?, ¿fue el proceso de elaboración
de la Constitución un proceso transparente a la ciudadanía? UCD planteaba, en un
primer momento, que no se cuestionase la institución monárquica como forma de
Estado, que fuese un texto corto elaborado por expertos y que el proceso fuera breve. La
oposición se negó a la forma en la que se quería llevar a cabo el proceso y cedió ante la
monarquía parlamentaria como forma de Estado. Así, en julio de 1977 el congreso
nombró una comisión constitucional que quedó encargada de la redacción de la
Constitución. Ésta estaría conformada por tres miembros de UCD, uno del PSOE, un
miembro Convergència Democràtica de Catalunya –partido nacionalista catalán de
ideología liberal-, un miembro del PCE y un representante de Alianza Popular. No
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parece necesario, por tanto, a la vista del número de representantes y de dónde
procedían, profundizar más en el peso que tuvo cada corriente política en el debate.
En la primera reunión de esta Comisión se decidió mantener una absoluta
confidencialidad sobre los debates y acuerdos, emitiendo únicamente un comunicado de
prensa después de cada jornada. En un principio, los primeros artículos se aprobaron
debido a la suma de votos de Alianza Popular y UCD. Tras la queja del PSOE, “las
cuestiones más espinosas empezaron a ser resueltas en discretos pactos bilaterales
discutidos principalmente por Fernando Abril (UCD) –ayudado por Oscar Alzaga y José
Luis Melian- y Alfonso Guerra (PSOE) […] por lo que el entendimiento sería conocido
como ‘el Pacto del Mantel’ ” (Ibid. 490) Tras varios debates y una reformulación como
consecuencia de la discrepancia en el primer borrador, la Constitución fue aprobada por
las Cortes con el apoyo de todos los partidos, exceptuando el PNV (única fuerza
representante del nacionalismo vasco) que se abstuvo, el 31 de octubre de 1978.
Posteriormente fue sometida a referendum el 6 de diciembre en el que votaron el 68% y
un 88’54% voto que sí. Es importante subrayar los desequilibrios territoriales en torno a
la abstención, que en lugares como Euskadi alcanzó el 55’3%.
A continuación, detallaremos de forma breve los pilares sobre los que consideramos se
asienta el régimen del 78 y que se relacionan con estos conflictos históricos
mencionados.
Sistema político:
 Una monarquía parlamentaria con un marcado carácter personalista, al punto de
que una parte de la población se ha autodenominado más juancarlista que
monárquica. Dicho modelo, como ya se ha explicado anteriormente, no se
decidió después de ser debatido por las diferentes fuerzas políticas durante la
elaboración de la Constitución, sino que se impuso como precondición por parte
del Gobierno y Alianza Popular. Además, autores como Vincenç Navarro han
señalado la existencia de un importante blindaje mediático hacia la Corona que
si bien no aparece de manera explícita si se ha mantenido durante años. Según
este autor, pese a que “una de las grandes victorias de la democracia y del
documento constitucional es la de la libertad de expresión con pleno derecho a la
crítica de a la monarquía y al monarca, derecho que los medios de información,
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reproduciendo un actitud acrítica hacia la monarquía, no ejercen, con el
consiguiente empobrecimiento de nuestra democracia” (Navarro, 2009: 189)
 El sistema de partidos español está claramente marcado por un sistema electoral
que calificado de proporcional se basa en una fórmula, sin embargo,
escasamente representativa. Quien fuera diputado de UCD, Oscar Alzaga,
retrató de la siguiente manera nuestro sistema electoral:
El sistema electoral español es absolutamente original, (…) y es bastante
maquiavélico. (…) Lo es porque el procedimiento se basa en la Ley de 1908, y
es bastante maquiavélico porque la ley actual es esencialmente una reproducción
del Decreto- ley del 77, y tal Decreto, formalmente pactado por el Gobierno
predemocrático con las fuerzas de la oposición, fue elaborado por expertos,
entre los cuales tuve la fortuna de encontrarme, y el encargo político real
consistía en formular una ley a través de la cual el Gobierno pudiese obtener
mayoría absoluta. Puesto que los sondeos preelectorales concedían a la futura
Unión de Centro Democrático un 36-37% de los votos, se buscó hacer una ley
en la que la mayoría absoluta pudiese conseguirse con alrededor del 36-37%. Y
con un mecanismo que en parte favorecía a las zonas rurales, donde en las
proyecciones preelectorales UCD era predominante frente a las zonas
industriales, en las que era mayor la incidencia del voto favorable al Partido
Socialista. (citado en Lago y Montero, 2005: 6-7)
Se mantiene intacta la unidad básica del sistema electoral que instauró la Ley para la
Reforma Política, la circunscripción provincial, a la que se le asigna de partida dos
escaños, junto con la ley D’hont para la asignación del resto de escaños; esto provoca
que las provincias más pequeñas y, tradicionalmente las más conservadoras, estén
sobrerepresentadas. Por ende, dicho sistema favorece la aparición de un sesgo
conservador en el Parlamento. La consecuente correlación de fuerzas dentro del
Parlamento tiene sus consecuencias, por tanto, en todos los debates y las políticas que se
proclaman.
 Un modelo territorial basado en la descentralización de las competencias del
Estado en niveles sub-estatales. El modelo territorial fue uno de los puntos de
fricción más importantes a los que se tuvo que hacer frente puesto que una de las
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demandas de la oposición era reconocer el carácter plurinacional existente en el
país. La formula adoptada, sin embargo, no reconoció totalmente dicho carácter
dado que la Constitución reconoce la indisoluble unidad de la Nación española,
patria común e indivisible de todos los españoles. Se puso en práctica el Estado
de las Autonomías fundamentado en el famoso café para todos “que fomentó el
sentido político particularista en áreas donde no existía previamente –y– nunca
llegó a satisfacer a una parte de los ciudadanos de las nacionalidades históricas
que sí tenían un sentido identitario propio” (Franco, 2013:74).
Sistema económico
El artículo primero de la Constitución define al Estado español como un Estado social y
democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento
jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. En ella está
recogido, también, el derecho a la propiedad privada, el derecho al trabajo y a una
remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia. En
definitiva, se propugna un modelo socioeconómico basado en una economía de
mercado, pero donde los poderes públicos deben intervenir para regular y asegurar el
bienestar social de sus ciudadanas y ciudadanos. A diferencia del resto de países
democráticos europeos, donde a mediados de los años setenta el Estado de bienestar ya
estaba desarrollado, “en el año 1975 el gasto público social de España era el más bajo
de Europa” (Navarro, 2009) Esta posición se ha mantenido con respecto a la UE de los
15 desde entonces. Por tanto nos encontramos con que, en comparación con otros países
vecinos, el Estado español siempre ha tenido un déficit en su desarrollo social como
consecuencia de la tardía incorporación a dicho modelo pero, también, al peso de las
fuerzas conservadoras -como ya hemos comentado- sobrerepresentadas. En este punto,
es muy importante, valorar qué fuerza tuvieron y qué papel jugaron y han jugado los
sindicatos y las luchas de las clases trabajadoras, dado que han sido las que
tradicionalmente en el resto de países han impulsado a los gobiernos a tomar las
medidas propias de un estado social europeo. Anteriormente, ya se ha comentado la
importancia y magnitud que tuvieron las protestas y huelgas a comienzo de la
Transición, siendo el movimiento obrero un referente contra la dictadura de Franco, al
igual que el papel que jugaron los Pactos de la Moncloa como la materialización del
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propósito de desmovilización de las luchas por la ruptura. En ese sentido, la profesora
Esther del Campo ha señalado que se resucitó, acomodándolo al contexto democrático,
el modelo corporatista donde los intereses y demandas sindicales más radicales se
postergaban por el supuesto interés compartido por todas las fuerzas sociales y políticas
de democratización del país. Dicho modelo configuró un marco institucional en el que
se sustituye el sindicalismo de oposición por uno de gestión y control en el que el modo
de expresar los conflictos laborales se haría a través de las instituciones “sin poner en
cuestión el ámbito institucional, económico, político o social en el que se desarrollaba
su acción colectiva” (Del Campo, 1995: 88).
Además, a partir de entonces la lucha de clases fundamental que van a defender los
sindicatos irá orientada a los derechos recogidos en la Constitución.
“A partir de aquí la ‘lucha de clases’ se expresará como lucha por hacer efectivos
los derechos proclamados en la Constitución y por su defensa contra los
ininterrumpidos ataques que desde su promulgación le dirigieron la patronal y los
gobiernos que se han sucedido. Las luchas obreras se convierten así en una
invocación y constante reclamación por el cumplimiento de la Constitución”
(Errejón, 2013: 3)
Finalmente hay que analizar, en todo este proceso, otro de los principales problemas que
deben enfrentarse las sociedades en transición y que no es otra cosa que su propio
pasado. El principal desafío es abordar las violaciones de derechos humanos y las
conocidas como practicas aberrantes con el fin de que se haga justicia y sin que
funcione como elemento desestabilizador de la débil cohesión social que caracteriza
dichos procesos de cambio. La apelación constante a la guerra civil y no a los cuarenta
años de dictadura que vinieron después, no se hizo con intención de restituir, reparar y
depurar responsabilidades por las violaciones de derechos humanos. Sino que, bajo el
paraguas de la reconciliación nacional, se firmó una ley de amnistía por la que, a
cambio de la liberación de todos los presos políticos y la legalización del PCE, se
postergó la reparación y restitución al igual que la investigación sobre las violaciones de
los derechos humanos y se institucionalizó la impunidad de quienes habían llevado a
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cabo desde el aparato estatal dichas violaciones. Además, se construyó un relato sobre
la historia reciente por el que
“La elite de la transición optó por hacer borrón y cuenta nueva de las
responsabilidades de unos y otros vinculadas al pasado, al franquismo y a
la Guerra Civil incluidos. En definitva, nadie era culpable, ni realmente ni
del todo, ni tampoco inocente. O mejor, todos eran igualmente culpables o
igualmente inocentes. Como si el crimen de uno pudiese borrar el de otro.
Todo el mundo a la par. Igualdad en la represión, igualdad en la violencia”
(Andre-Bazanna, 2006: 166)
2. EL DISCURSO DEL RÉGIMEN POLÍTICO DEL 78: DE LAS PRIMERAS
LECTURAS TRANSICIONALES A LA CULTURA DE LA TRANSICIÓN
Introducción
Este régimen polítio resultado del proceso transicional ha tenido, a lo largo de estas tres
décadas, un discurso legitimador detrás, un discurso hegemónico, entendido como una
narración estratégica, que ha producido y consolidado un consenso y una aceptación en
el sentido común de las españolas y los españoles sobre estas cuestiones.
Para analizar este discurso debemos dar cuenta del contexto, del marco de producción
del mismo, como fue justamente el proceso histórico-político transicional. En este
sentido, como ya hemos apuntado anteriormente, la transición del régimen dictatorial de
Franco al de la democracia liberal se dio en el Estado español en unas condiciones
históricas y sociales bien determinadas, permeadas todas por cierto chantaje simbólico.
Esta dominación simbólica estaba constituida por lo que se llamó “la amenaza de la
involución”, por una determinada lectura de la Guerra Civil desde las élites, y por una
cultura política desactivada durante cuarenta años de dictadura. Desde este punto de
vista, “esta sombra de amenaza o póquer golpista redundará en beneficio de las
posiciones gubernamentales del franquismo reformista, ya que por lo pronto llevó a la
oposición antifranquista a moderar considerablemente sus posturas” (Oñate:1998,238239).
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Esta dinámica por la cual ciertas exigencias no pueden ser interpeladas o aceptadas en
ciertos procesos transicionales es, por otro lado, un hecho recurrente en estos procesos
(ibid). Pero en el caso español esta necesidad fue un paso más allá, ya que ésta se acabó
definiendo como la voluntad real y libre de todas las partes de participar de esa manera
en el proceso, negando la propia coacción que la había causado. Siguiendo a Oñate este
uso ideológico del consenso no se dejó de utilizar al estabilizarse la democracia, sino
que siguió y generó la ficción, entonces, de que en el proceso constituyente pudo
discutirse acerca de todo y de cualquier cuestión, y que fue un debate libre, cuando el
análisis histórico demuestra lo contrario.
La historia oficial de la Transición española
“Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un
efectivo consenso de concordia nacional”
Rey Juan Carlos, 1978
Como ya apuntábamos anteriormente, el contexto de coacción simbólica durante la
Transición hizo que desde las élites políticas se mantuviese una ficción entorno al uso
del consenso, del diálogo y de la libertad durante esos años. Esta necesidad impuso una
lectura del proceso transicional fuertemente positiva, que se fue consolidando, sin
embargo, a lo largo de los años, sin criticarse o reflexionarse a posteriori. Es por eso
que, dentro del discurso asumido de la Transición española –y consolidado en gran
parte en la bibliografía académica, en las élites políticas y en los medios de
comunicación-, encontramos un relato de la misma que define el proceso como
“modélico” y “pacífico”, en torno a cuatro significantes o anclajes importantes: la idea
de consenso, la figura de la monarquía, el papel de la Constitución, y la figura de las
élites políticas o de la propia sociedad civil española.
En relación a la idea de consenso, éste fue entendido positivamente a través de su
concepto inverso, el de ruptura, entendido este último como la manera de hacer política
que llevó a aquel conflicto fraticida y autodestructivo, como se definió en ese momento
la Guerra Civil. Por este motivo se consideraba que se había hecho bien en abandonar
las posiciones abiertamente rupturistas que habrían llevado en el pasado a esa sin razón
que es una guerra, y abrazar la llamada del consenso que permitía introducir finalmente
la democracia y el desarrollo al país (Pérez Díaz:1993, Cotarelo:1989). Es así, entonces,
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que el consenso es entendido, según el contexto, como reconciliación, como tolerancia,
como convivencia, como pacto racional, o como orden (Del Águila,1982). Respecto a la
figura de la monarquía, ésta es asumida primero con cierto recelo y después del 23F
como sujeto garante del Estado de derecho, como parte de la elite política moderada y
responsable, como ahora veremos. En el caso de la Constitución, por otro lado, ésta es
entendida como la ruptura legal, tanto formal como también sustancial, con la dictadura
franquista, ya que sería garante de los nuevos derechos civiles, sociales y políticos
conseguidos. Finalmente, respecto al papel de las élites políticas, la Transición se
interpreta como un éxito en gran parte gracias al papel de consenso y concertación que
tuvieron las élites entre ellas a la hora de realizar la tarea de pasar de un régimen
político a otro. La propia serie de RTVE “La transición española” -serie documental que
cristaliza en gran parte este discurso dominante- resume o narra la transición como una
concertación y unos pactos hechos por una clase política que supo mantener la calma y
la templanza en momentos duros de la historia española reciente. Otra imagen del
proceso transicional, desarrollada posteriormente, cambió este papel modélico de las
élites por el rol ejemplar que mantuvo la sociedad civil en esos años, la cual ya habría
realizado el paso a la democracia en su vida privada en décadas anteriores, por lo que
supo dejar muy claro qué esperaba de la Transición a unas las élites políticas que sólo
tuvieron que ponerse a su altura (Castro, 2010).
Este discurso se aplicó en todo el momento transicional, pero de una manera mucho más
enérgica después del golpe de Estado del 23F. Así pues, el mito de la Transición se
pudo instaurar en el sentido común de las y los españoles, por el que “España logró,
contra pronóstico y por una suerte de batallitas, hazañas, y heroicidades, pasar de la
dictadura a la democracia por consenso y sin violencia” (Escolar,2013:5). Nos
encontramos, entonces, con un proceso transicional en la que la necesidad acaba
convirtiéndose en virtud, en el que ese medio (ese uso ideológico del consenso que tiene
como objetivo, en un primer momento, poder superar ese miedo, esa amenaza de un
golpe involucionista) acabó convirtiéndose en fin en sí mismo. De este modo, las reglas
de un proceso transicional se pasan, se cristalizan, se osifican, en el propio régimen
político resultante. Por otro lado este relato hegemónico y mítico de la Transición es una
parte fundamental del discurso más amplio de aceptación del régimen del 78. Cuando
decimos discurso, lo decimos en sentido amplio, como una manera de poder definir la
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realidad que se plasma en prácticas concretas, por lo que aquí recuperaremos el término
de CT o Cultura de la Transición (Martínez, 2012).
La CT o Cultura de la Transición
Hace años, la televisión emitió un anuncio de un juego de mesa que consistía en nombrar
palabras con una inicial determinada. En el anuncio, el propietario del juego amenazaba con no
dejar jugar a nadie si no le aceptaban “pulpo” como animal de compañía que empieza por “p”.
En la Transición se aceptó pulpo como animal de compañía. De hecho, esa aceptación es el
mayor hito de la Cultura de la Transición, canonizado bajo la fórmula “sin vencedores ni
vencidos”.
Pep Campadabal, 2012.
Como acabamos de apuntar, existe una entera cultura que legitima el régimen político
del 78, que le da forma, que permite traducir ese régimen en prácticas cotidianas,
colectivas pero inconscientes, que se han ido reproduciendo. La CT o Cultura de la
Transición es “toda una organización de lo visible, lo decible, y lo pensable”
(Savater,2013:37); es una narrativa general pero tremendamente consistente sobre qué
es democracia, qué es política, pero también qué es cultura, o qué es ser ciudadano o
ciudadana, entre otras muchas cosas. Tres de los agentes productores más importantes
de esta cultura - o este relato en sentido amplio-, han sido los medios de comunicación,
las élites políticas y la academia. Una de las razones por la que estos agentes han podido
desarrollar y poner en práctica una fuerte eficacia simbólica en torno al discurso del CT
se debe, justamente, a que encuentran gran complicidad en la sociedad civil. Ésta recibe
como válido o verdadero ese discurso porque lo percibe como un relato producido en
lugares de enunciación de expertos, de prestigio o de autoridad, convirtiéndose
justamente en discurso de sentido común (Bourdieu, 2008), y, por ende, en un discurso
incuestionable.
La CT pone en práctica una idea de democracia determinada (que debe ser
representativa, liberal, moderada), la cual sería el único antídoto posible contra la
polarización ideológica y social que devastó España durante el siglo XX. En esta idea
de democracia volvemos a toparnos con muchos de los anclajes o significantes de la
imagen oficial de la Transición. En primer lugar, encontramos de nuevo ese uso del
consenso y su fuerte valoración positiva, que repercutirá tanto en la imagen y el papel
de las élites políticas como el de la sociedad civil. Respecto a las primeras, las élites
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políticas, éstas se definirán en nuestro régimen democrático como los canales
exclusivos y excluyentes de participación y juego político (Oñate,1998), por lo que los
lugares privilegiados y únicos para poder tomar la palabra como actor político en
nuestro país serán, siempre, las instancias de representación -institucionalizadas y
jerarquizadas-, como partidos o sindicatos (Savater,2013). Por otro lado, estas élites son
definidas también como unos representantes que gobiernan responsablemente, con
concertación, utilizando posturas de moderación y diálogo con sus adversarios políticos.
Todo ello se traduce en la Cultura de la Transición en el uso privilegiado de lo que se
ha llamado en nuestro país el Pacto Social como herramienta por antonomasia de juego
político y de concreción del llamado consenso. Finalmente, esta visión de las élites
políticas, que prima la estabilidad del régimen democrático, se traduce en la práctica
política en un sistema electoral que produce un bipartidismo casi intocable, que contiene
dos opciones básicas: la progresista, ilustrada, la izquierda del PSOE y su correlato
mediatico complementario (El País, La SER); o la reaccionaria, la conservadora, la
derecha del PP y su también correlato (El Mundo, La Cope). La Cultura de la
Transición no es una de las opciones, sino el mismo tablero de ajedrez, la posibilidad de
que sólo se den éstas dos visiones en alternancia. En segundo lugar, toda esta definición
de democracia repercute, a su vez, en la imagen y el papel que la sociedad civil debe
desempeñar en este tipo de democracia. Para que las élites puedan gobernar con
tranquilidad, con estabilidad, la sociedad civil debe ser, por consiguiente, una sociedad
civil desmovilizada, desactivada en el terreno de lo político, que deja hacer, que se
vuelca en su vida privada.
Sin embargo, como ya hemos mencionado, la CT esconde un mecanismo de hegemonía,
de cierre consensual. Nos adentramos, pues, en análisis culturales que definen el poder
como posibilidad de enunciar la realidad. En este sentido, consideramos que es la
aceptación de la sociedad civil sobre aquellas cosas consideradas como apolíticas
(percibidas como algo no cuestionable, insertas en nuestra cultura...) lo que funciona
para el gobierno de una sociedad democrática-capitalista, como ha sido y es la española.
En otras palabras, ‘todo el terreno aparentemente apolítico de la sociedad civil es lo que
en realidad legitima y naturaliza el régimen existente, reproduciendo y ampliando los
consensos en los que se sostiene’ (Gramsci, 1975 (2001):106) en Errejón, 2012). De
este modo, la gran parte de la legitimación y el consenso del orden social en los Estados
europeos actuales no es el resultado de una acción deliberadamente de propaganda e
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imposición política de algún poder, sino del hecho de que ‘el orden social (…) impone
esquemas de percepción y clasificación que, al ajustarse a las clasificaciones objetivas,
producen una forma de reconocimiento de ese orden que implica el desconocimiento de
lo arbitrario de sus fundamentos’, y tienden, por eso mismo, a percibir la realidad como
evidente. (Bourdieu, 2004:138; 2008). Todo esto es, justamente, la Cultura de la
Transición, al convertirse en un relato hegemónico que define la realidad política, social
y cultural del Estado español solamente en sus términos y con sus reglas del juego.
Este proceso hegemónico o de violencia simbólica, tiene, en nuestro caso, múltiples
consecuencias en torno a los mecanismos y las prácticas reales de funcionamiento del
régimen político del 78, mecanismos negados o invisibilizados por la CT, todos ellos
interrelacionados entre sí. En primer lugar, el proceso de hegemonía del Discurso de la
CT repercute en el proceso identitario de la ciudadanía, ya que al plantear un nosotros
como los demócratas, ¿quién tiene la capacidad de legitimarse como interlocutor válido
dentro de los otros? “Fuera de los demócratas sólo queda el sujeto disidente, al margen
del consenso” (Imbert,1990:57), y por eso mismo, antidemocrático e imposible de
considerarse como sujeto político válido. De este modo, ya no es posible posicionarte
como crítico al tipo de democracia en este país (no al concepto de democracia en sí,
sino a la aplicación real que encontramos en España) sin parecer un radical, un
antisistema, un loco.
En segundo lugar, otra consecuencia fundamental de la Cultura de la Transición es lo
que hemos llamado aquí el envite de lo político (Imbert,1990:42), definida como una
desviación metonímica de la lucha hegemónica por los preceptos verdaderamente
democráticos -que no se pudieron cumplir porque no se permitió un debate para ello,
como ya hemos señalado al principio de este capítulo- por aquellos preceptos de la vida
“privada” (aspectos de la libertad de ciertas prácticas individuales) ya consagrados en
las sociedades tardocapitalistas occidentales de los años Setenta y Ochenta
(Imbert,1990, Del Águila,1982). En otras palabras: se podrá hablar de aborto, pero no
de República; se podrá hablar de conductas sexuales, pero no de la impunidad del
franquismo, étc. Esto implicará, a su vez, dos cuestiones principales, como son la
publicitación de la privacidad por un lado, y la privatización de los asuntos públicos por
otro. Con la publicitación de la privacidad entendemos la proliferación de fenómenos
que acompañan o muestran esos preceptos de la vida privada que ahora sí eran tratados
en libertad, como pudo ser el fenómeno cinematográfico del destape para la cuestión
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sexual, o el fenómeno de la movida para nuevas pautas culturales, musicales, o sociales.
Por otro lado, con la privatización de los asuntos públicos queremos referirnos al
fenómeno por el cual la política se convierte en un escenario y un juego para unos
pocos. Encontramos ejemplos de esta dinámica en la propias negociaciones del texto
constitucional, ya en la Transición, negociaciones discutidas en reuniones nocturnas y
más bien secretas (Oñate,1998), pero también más adelante en el propio mecanismo de
pacto social como herramienta para tratar cualquier asunto de Estado, entre muchos
otros. Esta privatización de los asuntos públicos, finalmente, ha desarrollado o
permitido dinámicas clientelares y de corrupción tanto dentro de los partidos como de
otros actores (sindicatos, patronal..etc). En tercer lugar, encontramos una necesaria
desactivación de cualquier sociedad civil movilizada. Muy ligado a ella, encontramos la
realidad de la autocensura. Decimos autocensura y no censura porque la consecuencia
vuelve a ser un proceso de dominación cultural. Un ejemplo claro será el
comportamiento de la prensa respecto a la Corona, como ya hemos mencionado.
Todas estas consecuencias determinan el tipo de democracia resultante: una democracia
desideologizada, fuertemente identificada con la mera prosperidad económica, donde la
sociedad civil está dispuesta a sacrificar su participación política a cambio de un
bienestar material y económico (Oñate,1998;Escolar,2013).
3. LAS RUPTURAS Y LOS QUIEBRES DEL RÉGIMEN DEL 78 Y DE SU
DISCURSO
Ya habiendo descrito y analizado el contexto de producción y las características
principales tanto del régimen del 78 como de su propio discurso legitimador o CT,
pasaremos en este punto del artículo a dar cuenta de las causas y de los procesos por los
cuales consideramos que tanto el mismo régimen como el discurso se encuentran en la
actualidad deslegitimados, por lo que ya no pueden configurarse cómo el marco
fundamental de interpretación de la realidad social y política de este país (Escolar,
2013). Consideramos, entonces, que éstos han perdido su papel hegemónico dentro de la
sociedad española. En este sentido, hay que señalar que las rupturas o los quiebres de
este consenso relativo a un tipo de democracia, un tipo de política, o un tipo de
economía, han sido realizados tanto desde las propias instituciones del régimen como
desde la sociedad civil. En el primer caso, nos referimos, por un lado, al hecho de que
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las élites políticas han dejado de cumplir su tarea dentro del propio funcionamiento del
régimen en la gestión de la crisis; por otro lado, algunos cambios dentro de los agentes
productores del discurso del CT han hecho que éste también se tambalee. En el
segundo caso, nos referimos, por el contrario, al hecho de que la propia sociedad civil
ha puesto en jaque tanto los mecanismo de funcionamiento del propio régimen como del
discurso, al plantear nuevos repertorios políticos, nuevas demandas, nuevos roles dentro
de la sociedad y, finalmente, nuevos marcos de interpretación de la realidad política y
social en general. Estos niveles de análisis está interrelacionados de forma dialéctica y
su retroalimentación profundiza esta ruptura o quiebre.
Contexto del quiebre de la CT: principales cambios de la sociedad española en un
mundo globalizado
Como apuntan muchos análisis desde las ciencias sociales, los principales parámetros
socioeconómicos y culturales que fueron sirviendo de base a la sociedad industrial se
han visto fuertemente afectados por el llamado proceso de globalización, que ha tenido
como consecuencia fundamental la instauración de un nuevo orden político, económico,
social y cultural, que ha recibido numerosos apelativos: “Sociedad del conocimiento”
(Bell, 1973), “Sociedad Posindustrial” (Touraine,1969),
“Sociedad del riesgo”
(Beck,1986), entre otros. Han sido muchos los cambios y las transformaciones, en todos
los niveles de nuestra sociedad, pero aquí apuntaremos brevemente sobre aquellos que
nos permitirán contextualizar el espacio de quiebre del régimen del 78 y de la CT.
En primer lugar, hay que señalar la globalización y financiarización del sistema
económico y los llamados mercados, que han desbancado al Estado como árbitro de la
vida económica, social y política, haciendo de éste un mero actor político más en el
juego del mercado global (Subirats, 2011). En segundo lugar, el desarrollo tecnológico,
en particular de las Tecnologías de la Información y Comunicación (las llamadas TIC)
ha hecho estallar las relaciones fijas espacio-temporales de la sociedad industrial. Esta
tercera revolución tecnológica, unida al proceso de globalización económica, ha
catapultado nuevas formas de división y organización del trabajo, reforzando realidades
que ya se estaban desarrollando con llamado Posfordismo o la Sociedad del
Conocimiento. Así, la antigua estabilidad y cobertura social ligada al empleo como
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criterio de acceso a la ciudadanía, continuado en el tiempo, ha dado paso a biografías
laborales fragmentadas, discontinuas y, por ende, vulnerables.
Por otro lado, la revolución tecnológica ha configurado, también, nuevas maneras de
relacionarse que permiten nuevas formas de comunicación y de construcción identitaria,
que a su vez dan lugar una reconstrucción de la política desde parámetros
completamente distinto a los habituales en la sociedad industrial. Desde el análisis de
cómo las transformaciones tecnológicas generadas a nivel mundial han afectado a las
posibilidades de comunicación y acción de los conflictos políticos y de los movimientos
sociales, el sociólogo Manuel Castells ha desarrollado en concepto de sociedad-red, que
habría surgido por la interdependencia de tres elementos: la crisis del industrialismo
hacia un modo de producción basado en el conocimiento, los proyectos alternativos y
valores emergentes de los movimientos culturales y sociales surgidos a partir de 1968
en segundo lugar, y la propia revolución en las tecnologías de la informacióncomunicación que ya hemos mencionado.
Las fracturas desde las propias instituciones del régimen
En este contexto globalizado, las propias instituciones del Régimen del 78 han ido
cambiado, abriendo fracturas dentro del mismo.
En cuanto al modelo territorial, como ya comentamos al principio del artículo, en el
proceso transicional se produce una alianza entre las fuerzas conservadoras catalanas y
las fuerzas conservadoras españolas, no así con las vascas. En se sentido, se puede
observar una a fractura entre dichas fuerzas que comenzó a hacerse patente después de
la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el proyecto de Estatuto aprobado por el
parlamento catalán, como así lo señalan Vincenç Navarro y José Errejón.
Posteriormente la fuerza social y la magnitud de la manifestación de la Diada en
septiembre de 2012 en la que se reclamaba por un amplio sector de la población
catalana un referéndum de autodeterminación aceleraron y profundizaron fuertemente la
fractura ya existente. Las demandas de convocar un referéndum de autodeterminación entendiendo la autodeterminación como “la potestad de la población en una nación de
determinar su propio presente y futuro” (Navarro, 2013)- por un amplio sector de la
sociedad catalana y vasca está chocando una y otra vez con el establishment español,
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que mantiene una fuerte oposición a concederles dicho derecho. Este conflicto cada vez
más enquistado ha puesto sobre la mesa la cuestión nacional no resuelta aun en el
Estado español.
En lo concerniente a la dimensión del régimen, asistimos a una paulatina eliminación
de los derechos sociales. El contexto de grave crisis económica en el que se encuentra el
país hace años ha sido utilizado como fuente de explicación y, a la vez, legitimación
para reducir el gasto social y, consecuentemente, las prestaciones y servicios públicos
encargados de garantizar el modelo de estado social. Dicho modelo, es el que se recoge
en la Constitución de 1978. Estos recortes en el gasto público están afectando,
especialmente, a las clases populares que ven como les están arrebatando los derechos
que aparecían en la Constitución. Esto se cristaliza, además, “en la sensación creciente
entre las capas cada vez más amplias del pueblo de que los daños de la crisis en modo
alguno se reparten en la forma equitativa que proclama la Constitución” (Errejón,
2013:4).
Finalmente, a raíz de la reforma constitucional de verano de 2011 por la que el PP y el
PSOE, con el objetivo de procurar dar confianza a los inversores a través del control del
gasto público y la deuda pública, establecen que es prioritario el límite al “déficit
estructural” y, por tanto el pago de la deuda pública, frente a cualquier otro gasto que se
requiera hacer por parte del Estado. En ese sentido, el economista Juan Torres señaló
que la clave de la reforma estaba “en que si en algún momento faltaran ingresos se
dejarían de pagar los servicios más básicos del Estado para hacer frente antes que nada a
los compromisos de la deuda” (Torres, 2011). Todo esto topa, por ende, con los
postulados ya detallados del tipo de Estado social del régimen del 78.
Los quiebres dentro de la Cultura de la Transición: cambios en los agentes
productores del mismo.
Respecto a los quiebres en la CT, debemos de señalar en primer lugar un cambio en las
dinámicas de los agentes productores del mismo, que ha hecho que éstos ya no puedan
mantener o reproducir ese discurso.
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Respecto a los medios de comunicación, consideramos fundamental la aparición de
nuevos soportes mediáticos y de creación de la opinión pública, tanto de papel, en
especial el diario Publico, que contaba con una sección dedicada a informar sobre
cuestiones concernientes a la memoria histórica, como dentro de las nuevas tecnologías,
donde destaca Internet, que supone un inagotable canal de información a la opinión
crítica. Respecto a la transformación relacionada con el funcionamiento de las élites
políticas, debemos de constatar dos realidades que han mermado su capacidad de
reproducir el discurso de la CT: por un lado, la creación de la ley de la memoria
histórica en 2004, la cual reabre ciertos debates incuestionables desde la CT y, por otro
lado, las continuas prácticas de corrupción y crispación, que han deteriorado las imagen
de élites políticas moderadas y modélicas. En relación a la tercera transformación, la de
la academia, debemos señalar el hecho de que, desde la última década, haya aumentado
el número de obras de literatura crítica que analizan o los discursos dominantes sobre la
Transición española, que a su vez supone la ampliación de marcos de interpretación
sobre nuestra realidad social y política.
El 15M como relato contrahegemónico de la Cultura de la Transición
En el contexto de crisis económica ya mencionada surge, en mayo del 2011, uno de los
movimientos políticos y sociales más importantes de la historia democrática de este
país, como es el movimiento 15M. Esta experiencia colectiva, en nuestra opinión,
rompe en poco tiempo con las reglas del juego político del régimen del 78 y su discurso
legitimado. En primer lugar, el 15M consigue romper el principal consenso de la CT,
como es concebir esta misma no tanto como ese pacto de protección y bienestar de los
ciudadanos del que se hace cargo la élite política, sino cada vez más como fuente o
justificación de injusticias que se derivan de una gestión poco democrática de la actual
crisis (Savater,2013). Esto ha hecho que los ciudadanos puedan denunciar en público la
grave pérdida de legitimidad de las élites, convirtiéndolas en ilegítimas y cuestionable.
Esta lectura ha permitido, en segundo lugar, otra ruptura fundamental de la CT, que se
ha convertido en uno de los mayores réditos del movimiento 15M, como es la
politización de la vida cotidiana, recuperando en una nueva generación la función de
participación cívica y protagonismo político de una sociedad civil activa (Gil Calvo,
2011). Así, se rompe de nuevo otro consenso de la Cultura de la Transición, como era la
desactivación de la sociedad civil para el buen gobierno del país. Finalmente, el
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movimiento 15M consigue también romper los marcos de sentido o las categorías en las
que funcionaba el campo político en España, como era justamente el binomio
bipartidista que permitía sólo plantear la lucha política desde las posiciones legitimadas
de derecha (PP) e izquierda (PSOE), proponiendo otras categorías como la dicotomía
99% y 1% (Savater, 2013) para leer el contexto de crisis actual.
Conclusiones
En este artículo se ha pretendido analizar la manera en que las instituciones políticas y
sociales del proceso transicional se han ido constituyendo en un determinado régimen
político –el régimen del 78-, entendiendo éste no sólo como el conjunto de las mismas,
sino como un repertorio de prácticas, valores y discursos asociados a lo qué es política y
lo que no, a lo que es un sistema democrático y lo que no. Todo ello se ha traducido en
un imaginario colectivo y de sentido común, en un productor de “un determinado
conjunto de opiniones e ideas preconcebidas irreflexivamente, base de nuestra psique
sociopolítica y que utilizamos para estructurar nuestros pensamiento e incluso nuestro
sentir” (Márquez, 2011), que hemos llamado CT.
Entendemos que ese estar en el mundo, esas reglas del juego, esa Cultura de la
transición, han empezando a debilitarse y cuestionarse como consecuencia de un doble
proceso de quiebre, protagonizado tanto por las instituciones del mismo régimen
político como por las nuevas demandas y los nuevos repertorios de la sociedad civil.
Este quiebre se está dando desde una multiplicidad de actores y de espacios, reforzado
además por un serie de factores económicos vinculados al proceso de globalización y a
la crisis del sistema capitalista actual.
Este quiebre está abriendo un nuevo espacio social y político, un nuevo sentir y unas
nuevas reglas del juego que están reordenando las posiciones, las demandas y las
propias definiciones de todos los agentes dentro de la sociedad. Por tanto, y como en
todos los procesos de cambio social y político, se están abriendo nuevos caminos de
regeneración de la vida pública en los que sectores de la sociedad excluidos de la misma
reclama ser parte de ella y no un mero espectador en la gestión de la política.
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