Diario de una doncella

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DIARIO DE UNA DONCELLA
(LEYENDA DE LA QUEMADA)
Febrero 8, 1551
Mi padre es un testarudo; ¿qué no hay poder en este mundo capaz de hacerlo cambiar de
opinión?, ¿habéis visto su expresión ante mi berrinche?, ni siquiera eso me ha funcionado.
¿Qué voy a hacer?, ¿qué voy a hacer?; me niego a mudarme a ese lugar que todos llamáis “La
Nueva España”, seguro que se trata de tierras salvajes llenas de aborígenes harapientos y sabrá
mi Dios cuántas cosas más. No puedo soportarlo. ¿Por su iluso espíritu de aventura tenemos
que pagar todos el precio?, ¿qué no se ha dado cuenta cómo me ha mirado Don Blasco Núñez
de Vela en la fiesta de la pesada de Isabel?. Seguro está pensando en pedir mi mano; estoy
segura pues no me ha quitado la vista de encima; es un recio mocetón de buen talante,
conveniente es considerarlo un buen partido. Yo no quiero quedarme para vestir santos, pero
allá, ¿qué voy a encontrar? Desde que mi madre murió, mis chantajes habían funcionado; nada
se me había negado, pero no he podido con esto. Presiento que la charla con ese extraño
hombre que se ha presentado como don Francisco de Toledo es la causa de toda esta necedad.
Pero si es necesario, me ataré al madero que sostiene a Santa Lucía; de ahí no me llevarán, ¡no
señor!, hagáis lo que hagáis, yo me quedo. Mi padre no tendrá entonces más remedio que
claudicar en tan horrendo pensamiento. No voy, he dicho.
I
- Mi excelentísimo señor don Gonzalo Espinosa de Guevara, bienvenido sea pues a su nuevo
hogar. Estoy seguro que le encantarán vuestros aposentos, la capital tiene tanto que ofrecer;
sus negocios florecerán en estas nuevas tierras, ávidas de la presencia de distinguidos
caballeros- .
-Señorita Beatriz, hemos dispuesto servidumbre personal a su servicio; su equipaje ya está en la
habitación que vuestro padre ha designado, la del ala norte. El sol hace gala con su naranjísima
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presencia, tocando primeramente en su ventana antes que otro lado de la casa. Estoy seguro
que le encantará-.
Mayo 20, 1551
¡Soy tan desdichada! No he parado de llorar; estoy a punto de morir a causa de tanto
desconsuelo. Cada que salgo no hago más que encontrarme con pordioseros, leprosos,
mendigos; estoy segura que si no le hubiera dado a ese hombre mi camafeo tallado en colmillos
de narval y jade, habría sacado su descomunal cuchillo, y yo, indefensa, no habría llegado ni a la
esquina de la plaza. El otro día tuve que darle mi chal, mi amado chal, el que mi padre me
compró con ese mercader filipino a esa anciana sin dientes, no quería que se me acercara más.
¡Santa Lucía!, apiádate de mí, de mi sufrimiento; mándame un apuesto caballero, europeo si es
posible, noble y de buena posición, que en su apellido lleve honor y renombre, que me lleve en
ancas en su dorado corcel, que me saque de aquí, que me lleve con él a recorrer… cualquier
otra parte del mundo, menos ésta.
Te prometo que si me concedes el milagro, cada año encontrareis el más hermoso descanso
floral que nadie pueda imaginar; haré traer rosas de ese lugar que llaman Cuernavaca, dicen que
ahí se dan las mejores, tendré que comprobarlo. ¡Ay! Qué duro es vivir.
II
Para su padre, los negocios eran prósperos. Él era todo un caballero español, elegante y
educado. Por otro lado, debía mucho su bonanza a la buena relación con el virrey don Luis de
Velasco y Ruiz de Alarcón, destacado por ser un gobernante prudente, quien tendió a su
llegada la mano a los nativos, incluso liberando esclavos ilegales.
Don Gonzalo no podía sentirse más feliz, se sentía nuevamente vigoroso. Desde que la madre
de su Beatriz fue abatida por la viruela, él vivía en un perpetuo estado melancólico. Pero ahora
las cosas eran diferentes, si los negocios salían bien, pronto compraría la propiedad colindante;
por primera vez en tanto tiempo tenía sueños, pero… siempre hay un pero.
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Se sentía preocupado por el intencional encierro de su hija que, a pesar de estar rodeada de
pretendientes, nadie lograba que sus ojos brillaran. Para la época, ella ya era considerada en
edad casadera y el español no quería que la gente hablara, no ahora que tan bien le iba.
Mayo 31, 1551
¡Estoy furiosa!, no me casaré con ningún don nadie cualquiera, mi padre y sus ideas….
III
A la capital de la Nueva España llegó un noble y apuesto caballero italiano de nombre Martín
de Scópolli Marqués de Piamonte y Franteschelo, atraído como muchos otros por las historias
de riquezas y abundancia del nuevo mundo. Se conocieron en la iglesia de San Antonio de
Padua después de anunciada la última campanada para la misa de doce. Él quedo prendado con
urgencia de su encantadora belleza y turgentes formas. La forma de amar de los italianos es
con visible pasión y abierta locura, y él no tenía intenciones de ocultarlo. Comenzó entonces el
ritual de la pretensión. Ella quedo encantada, todos sus anhelos se veían cumplidos. Así que, de
inmediato, los pies de Santa Lucía quedaron cubiertos de tan bello perfume. Así huele el amor;
así le parecía a la hermosa Beatriz.
Pero tal era el enamoramiento de don Martin y tanta su pasión que, plantado en el frente de la
Villa de Illescas, hogar de doña Beatriz, evitaba siquiera el paso de cualquier caballero que
pensara transitar por esos lares. Tal impertinencia tuvo respuesta en más de una ocasión,
brillando las espadas como consecuencia, pero en todas ellas, resultando el enamorado el
ganador. No era extraño que al pasar la ronda, encontrara pues, cuerpos agonizantes o
caballeros que ya estaban en mejor vida, producto de la fusión del acero y la carne.
Agosto 7, 1551
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¡Ay Santa Lucía!, ¡ay Santo Cristo!, ¡gracias!; me habéis escuchado; habéis oído mis ruegos, os
prometo que las rosas no faltarán; ¡soy tan feliz! Si no fuera por los tormentosos celos de mi
amado; no he podido dormir de sólo pensar en esos infelices que han caído bajo su espada. Me
siento alagada por tanto amor destinado a mi persona, no puedo negarlo; siempre soñé con ser
amada con tal fulgor, pero jamás pensé vivir para sentirlo.
Sin embargo, las cosas no pueden seguir así; ya hay demasiado descontento entre los vecinos,
no resistiría abrir mi ventana y que sea Don Martín el que yace sin vida al pie de mi balcón.
¡Virgencita! Guíame, debo salvar a mi amor.
IV
Santa Lucía fue una mártir cristiana que entregó lo más preciado de su fisonomía -sus ojoscomo prueba absoluta de su virtud y amor a Jesucristo. La idea del sacrificio llevaba días
rondando la cabeza de doña Beatriz; no encontraba otra salida, segura estaba que el hombre
que le arrancaba suspiros no pararía en sus celos entercados, estaba loco por su belleza. Ella
sabía que era necesario que sus encantos físicos dejaran de esclavizar al Marqués; él tenía que
dejar de amarla, así que estaba resuelta, no habría otra forma.
Para que su amado apagara la llama de tal pasión, era necesario que el motivo dejara de existir.
Así que una noche, una vez hubo rezado a los pies de la imagen de Santa Lucía y,
aprovechando que su padre estaba en un viaje de negocios, despacho a toda la servidumbre
más temprano que de costumbre, antes de subir a su alcoba y con el brasero en manos, se puso
de hinojos ante la virgen mártir para que le diese valor y no renunciara en aquellos momentos.
Una vez dentro, se dispuso a avivar el fuego y, sin pensarlo más, hundió aquel fastuoso rostro
culpable de tantas penurias en el carbón encendido.
Cerca estaba el convento de Jesús María. Ahí moraba su confesor Fray Marcos de Jesús y
Gracia quien, al escuchar los aterradores gritos de dolor entró corriendo a la villa sólo para
encontrarse con tan espeluznante escenario. El olor a carne quemada inundaba el aire de la
habitación; la doncella yacía a un lado del instrumento de su tortura. El fraile la levantó con
sumo cuidado y mientras le preguntaba el porqué de los hechos, untaba vinagre y colocaba
hierbas sobre lo que había quedado de su idílica hermosura.
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Ella le confesó su pena y su decisión para tan horrible castigo. Esperaba que al verla Don
Martín, con el rostro ya desfigurado, dejara de amarla y celarla, y así terminarían los tormentos
para todos. Fray Marcos fue el encargado de explicar al Marqués lo sucedido. Contrario a lo
que su amada esperó, él, conmovido por tal sacrificio, acudió a sus aposentos, sólo para
encontrarla recostada, vestida de blanco y cubriendo su sufrimiento con un velo negro.
Don Martín, con la mayor de las delicadezas descubrió a su doncella, solo para enterarse que
donde una vez hubo tan destellante mirada, ahora se encontraban solo dos apagados agujeros,
de sus lozanas mejillas solo quedaba carne chamuscada, y de sus rosados y carnosos labios, una
desgarradora mueca. Había logrado su propósito, pero solo a medias.
El enamorado pidió la mano de la joven, dispuesto a corresponder aquel sacrificio; él, ante
todo, era un caballero y tenía palabra.
Su padre, aún apesadumbrado por los recientes hechos no tuvo oposición alguna. No le sería
eterno a su adorada hija y, cuando eso sucediera, necesitaría la tranquilidad del bien morir
sabiendo que la unigénita estaría bien procurada.
Doña Beatriz, a partir de entonces, vivió prácticamente recluida en la casona ubicada donde
hoy lleva por nombre 5ª calle de Jesús María, y que por todos fue conocida como la calle de la
Quemada. Las pocas veces que se le vio salir, siempre lo hizo cubierta por un frondoso velo,
vestida de negro y acompañada de su esposo.
-Nadie supo si llevó una vida aceptablemente feliz… Ella dejó de escribir-.
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