Elites, burguesía y clases medias

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Lectura 7. Elites, burguesÃ−a y clases medias.
1. Las grandes transformaciones sociales del siglo XIX.
La sociedad occidental del siglo XIX (especialmente en Europa) experimentó fuertes transformaciones,
paralelas al proceso de industrialización, urbanización y cambios en las relaciones sociales. Las lÃ−neas
maestras de la evolución social son varias. La primera es la rápida sustitución de la división estamental
por la de clases, que permite lograr una mayor movilidad social, aspiración central de la burguesÃ−a
revolucionaria de la primera mitad del siglo. La segunda es la progresiva sustitución de la hegemonÃ−a
social y cultural de las aristocracias terratenientes a favor de las burguesÃ−as o de los grupos entonces
definidos como “clases medias”. Este proceso fue lento y, de hecho, no se concluyó hasta la 1ª G.M.,
cuando son derrotados definitivamente los rentistas agrarios europeos. Un tercer aspecto es el ascenso al
primer plano de las clases trabajadoras, industriales y artesanas, pero también agrarias.
A. La movilidad social: de estamentos a clases.
Lo que define el universo social de la Europa del siglo XIX es su constante mutación, su capacidad para
modificar grupos y clases, su permanente diversificación interna. Las diferencias de riqueza entre las clases
eran muy grandes, pero su percepción social era todavÃ−a mayor debido a los hábitos culturales heredados
del Antiguo Régimen, que privilegiaban la distinción aristocrática y la separación social. Alexis de
Tocqueville, en su descripción de la democracia americana, ya habÃ−a observado cuán distinto era el
comportamiento de los ricos en América respecto de Europa, pues allÃ− “incluso los ciudadanos más
ricos prestan mucha atención a no diferenciarse del pueblo”, hablan con él e incluso comparten mesa y
mantel en oficinas y fábricas. Pero en Europa, la distancia entre las clases sociales tardó en desaparecer.
Esta divergencia de comportamiento social se mantuvo durante todo el siglo XIX. Se podrÃ−a sintetizar,
según Harmut Kaelbe, de esta forma: la sociedad europea es más igualitaria en la distribución de la
riqueza, pero en cambio es mucho mayor su discriminación social, debido a su configuración menos
democrática y, sobre todo, al peso que ejerce una tradición aristocrática forjadora de una cultura de la
distinción. Por ello, conviene decir que la primera mutación de la sociedad europea del XIX es la
superación de su organización estamental.
La organización social del Antiguo Régimen se caracterizaba por la existencia de estamentos. Los
miembros de cada estamento se definÃ−an en razón de su origen familiar, su riqueza o su pertenencia a una
institución determinada. AsÃ− estaban los tres estamentos clásicos de la nobleza, el clero y el estado llano,
cuyas diferencias radicaban, entre otras razones, en la desigualdad jurÃ−dica de las personas, lo que
suponÃ−a de hecho una desigualdad económica. En el siglo XVIII, esta división comenzó a fracturarse,
con la emergencia de la burguesÃ−a en el seno del tercer estado. A partir de la industrialización y la
revolución liberal se proclama la igualdad jurÃ−dica de las personas (Declaración de los derechos del
hombre) y las relaciones entre personas y grupos se establecen cada vez más en torno al concepto de clase
social, aunque esto no supone la igualdad económica. La quiebra del modelo estamental vino favorecida,
además, por la creación del Estado nacional y todo su aparato administrativo, que ejerció una gran
movilización de la población y una fuerte integración cultural de la misma, a través de mecanismos
como la escuela, el ejército o el sistema tributario.
La definición de clase social admite varias alternativas. Por una parte, los individuos pertenecientes a una
clase se definen por su relación con los medios de producción, lo que determina una posición económica
común. Esto permite diferenciar a los propietarios de bienes (capitalistas) y los que sólo poseen su fuerza
de trabajo (proletarios). Pero también se deben tener en cuenta otros factores: las experiencias comunes, los
lugares de sociabilidad y su capacidad de actuación de forma colectiva. La pertenencia a una clase será,
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pues, el fruto de un proceso histórico y no de la atribución estática a la misma. No se “nace” en una clase,
sino que se “deviene” miembro de la misma. Como ha observado E. P. Thompson, “no veo la clase como una
estructura y menos aún como una categorÃ−a, sino como algo que acontece de hecho en las relaciones
humanas”. Algunas denominaciones sociológicas, como nobleza, son herencia del pasado, mientras que
otras, como proletariado o burguesÃ−a, se forjan durante el XIX, aunque su contenido y su amplitud
experimenten notables cambios durante la centuria.
Esta situación ha dado lugar a muchos debates sobre la estructura social de Europa en el siglo XIX. Para
unos, como Arno Mayer, la hegemonÃ−a de los grupos sociales procedentes del periodo feudal, en especial
de la nobleza, aconsejarÃ−a definir el siglo XIX como de “persistencia del Antiguo Régimen”, dado que no
sólo en la atribución de la riqueza, sino en los gustos culturales y en el control de la vida polÃ−tica, la
permanencia de las aristocracias habrÃ−a sido más determinante que el ascenso de la burguesÃ−a y de las
clases trabajadoras. En cambio, para autores de tradición socialista (empezando por Marx y Engels), la
división social fundamental en la Europa del siglo XIX se establece entre burgueses y proletarios.
Cabe decir que la sociedad del siglo XIX se caracteriza por una serie de cambios, pero también de
pervivencias, cuando no de resistencias a estas transformaciones. Se desmantelan los corsés heredados del
Antiguo Régimen hasta llegar a la propia abolición de la servidumbre en Europa oriental y Rusia, pero
también permanecen muchos obstáculos para hacer efectiva una movilidad social basada en la capacidad,
el trabajo y el talento. La sociedad del siglo XIX se halla, pues, en proceso de transición desde las estructuras
feudales hasta las propiamente burguesas y capitalistas, en una dinámica que se consolida definitivamente
durante la 1ª G.M.
Pero más allá de las definiciones cabrÃ−a preguntarse por la distribución de la riqueza y si su
atribución social evolucionó durante el siglo XIX hacia una mayor convergencia social o una mayor
disparidad. Los efectos del crecimiento económico propiciado por el proceso industrializador no supusieron
una amortiguación de las desigualdades económicas. El reparto de la riqueza en la Inglaterra de 1885-1889
revela que un 87% de personas se podÃ−a catalogar como pobres. En Francia, en vÃ−speras de la Gran
Guerra, el 53,2% de la población no dispone de más que un 2,5% de la riqueza total. Estas constataciones
han planteado un largo debate sobre los niveles de vida de la población, como consecuencia de la
industrialización. Las interpretaciones han sido contrapuestas, dividiéndose entre “optimistas” y
“pesimistas”, a la hora de valorar si mejoraron o no las condiciones de trabajo y la remuneración salarial de
los trabajadores. Tanto informes coetáneos, como los de Engels sobre Inglaterra o Villermé sobre Francia,
o los de muchos historiadores recientes (Thompson, Hobsbawm), han insistido en los efectos negativos de la
industrialización sobre las clases trabajadoras. Pero también está admitido que a partir de mediados de
siglo mejoraron notablemente las condiciones de vida y la capacidad adquisitiva de los obreros europeos. La
cuestión sigue abierta, aunque resulte claro que no fue hasta el siglo XX, en especial en su segunda mitad,
cuando tuvo lugar una significativa convergencia social en la distribución de la riqueza.
B. Las elites dominantes: de la aristocracia a la burguesÃ−a.
La hegemonÃ−a social en la Europa del siglo XIX la detentaban dos grandes grupos sociales. Por una parte,
la nobleza titulada procedente del Antiguo Régimen y que tiene en la propiedad de la tierra su principal
fuente de riqueza. Por otra parte, la burguesÃ−a ascendente, que combina su preeminencia en el mundo de
los negocios y la industria con su participación en la tenencia de la tierra. Entre la vieja nobleza terrateniente
y las grandes fortunas burguesas tuvo lugar, con frecuencia, un proceso de simbiosis, de tal modo que la
nobleza acabó penetrando en el ámbito de los negocios y la burguesÃ−a luchó por su ennoblecimiento.
De hecho, multitud de tÃ−tulos nobiliarios fueron concedidos por los monarcas europeos durante todo el siglo
XIX: unos nueve mil en el Imperio austro-húngaro y más de mil en el alemán guillermino desde 1871.
Entre nobleza y alta burguesÃ−a ocuparon los principales cargos polÃ−ticos, administrativos o
parlamentarios de casi todos los paÃ−ses europeos. Además de esta confluencia, ambos grupos sociales
presentan otras caracterÃ−sticas comunes. La más evidente es, sin duda, la de su heterogeneidad, tanto
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social como territorial.
a. La aristocracia y su pervivencia.
El peso de la nobleza era diferente en Inglaterra y en el continente y, dentro de éste, muy distinto en los
paÃ−ses occidentales y los orientales. Cuanto más se desplaza hacia el este, mayor fortaleza tiene la
nobleza, tanto económica como polÃ−ticamente. Diversidad territorial que también es patente en el caso
de la burguesÃ−a, cuya hegemonÃ−a es evidente en Francia, pero menos en Alemania y en los paÃ−ses
mediterráneos. Por eso resulta más adecuado hablar de “noblezas” y “bur−guesÃ−as”. Sin embargo,
conviene advertir que la permanencia de la nobleza no es sinónimo de atraso económico. Al contrario, en
las dos eco−nomÃ−as más evolucionadas en el siglo XIX (el Reino Unido y Alemania) la nobleza logró
mantener una gran influencia económica, social y polÃ−tica.
A pesar de las reformas agrarias realizadas en la primera mitad del siglo XIX, las capas nobiliarias
consiguieron retener gran parte de sus ingresos y rentas de origen territorial a cambio de perder sus
privilegios sobre las personas (señorÃ−os y jurisdicciones). Además, fue la nobleza el principal vivero
para el reclutamiento de los cuadros dirigentes de la administración pública civil (especialmente, la
diplomacia) y la oficialidad del ejército y, sobre todo, la marina. Su prestigio les facilitó asimismo la
participación activa en el control de la vida polÃ−tica, a través de las cámaras altas, generalmente no
electivas, que registra la mayorÃ−a de los sistemas constitucionales europeos.
La heterogeneidad de las noblezas europeas es muy fuerte. En Inglaterra, los lores eran propietarios de los
dos tercios del territorio, del que obtenÃ−an no sólo elevadas rentas agrarias, sino beneficios derivados de la
explotación de minas o del ensanche de las ciudades. Unas trescientas de estas familias aristócratas inglesas
tenÃ−an, cada una, posesiones de más de 4.000 hectáreas. En Francia, en cambio, la nobleza habÃ−a sido
fuertemente afectada por las medidas revolucionarias, de modo que su posición como terrateniente era
menos sólida que en Inglaterra. Junto con sectores burgueses, formaba el grupo de los notables rurales, que
dominó la vida económica y polÃ−tica de la Francia rural hasta, al menos, la III República.
En la Europa oriental, el peso de la nobleza es enorme, tanto en la Prusia de los grandes terratenientes
(junkers) como en el Imperio austrohúngaro o en el ruso. Algunas familias nobles centroeuropeas, como los
Esterhazy húngaros, disponÃ−an de posesiones dc más de 400.000 hectáreas. Algo parecido sucede en la
Europa donde la alta nobleza latifundista del Mezzogiorno italiano o del sur ibé−rico habÃ−a logrado
mantener sus posiciones heredadas del Antiguo Régimen, aunque para ello tuviera que acabar
endeudándose o haciendo algunos pactos con las nuevas clases emergentes, como tan bien refleja la novela
de Lampedusa El Gatopardo, a través de su pro−tagonista el prÃ−ncipe Salina y su familia.
Esta heterogeneidad de la nobleza no es sólo territo−rial, sino también interna. Además de la alta
nobleza, habÃ−a otros sectores no−biliarios, poblados a menudo por los nuevos tÃ−tulos concedidos en el
siglo XIX por las monarquÃ−as europeas. Pertenecen a estos peldaños más bajos de la aristocracia la
gentry inglesa o una extensa nobleza local muy arraigada en el Imperio de los Habsburgo, en los paÃ−ses
mediterráneos y entre los propios notables rurales franceses (los coqs de village). Unos y otros tenÃ−an en
común la condi−ción de terratenientes, y también una cierta homogeneidad cul−tural. Pues era en sus
gustos refinados, propios de una “sociedad de corte” en sus comportamientos sociales y en su educación
donde la nobleza europea presentaba una cierta uniformidad. Era este substra−to cultural, más que sus
diferencias internas, lo que mejor la definÃ−a y lo que más perduró en el tiempo.
b. La burguesÃ−a ascendente.
La heterogeneidad de la burguesÃ−a es aún mayor. Su condición de grupo en ascenso dentro de las
socieda−des industrializadas le conferÃ−a una gran capacidad de adaptación a situaciones distintas; pero la
diversidad de campos en los que actuó impide una definición tan homogénea como la que tenÃ−a la
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nobleza en virtud de sus tÃ−tulos, su prestigio social y los honores que se le atribuÃ−an. De la burguesÃ−a
forman parte los empresarios, comerciantes y banqueros, y también los profesionales liberales o los altos
cargos de la incipiente burocracia estatal. Bajo el −nombre de burguesÃ−a se esconden, pues, realidades bien
distintas.
Por otra parte, para el siglo XIX tampoco es ya útil la remisión del concepto de burgués a su sentido
etimológico (habitante de la ciudad o burgo). La burguesÃ−a decimonónica se halla muy aleja−da del
patriciado urbano forjado en la Europa medieval y moderna, donde la unión entre ciudad y su entorno
territorial era muy fuerte, de modo que este patriciado ocupaba en la ciudad una posición análoga a la de la
nobleza. La modernización económica y los cambios polÃ−ticos que trajo la “doble revolución” de fines
del siglo XVIII propiciaron una transformación del papel de la burguesÃ−a y, sobre todo, la configuración
de diferentes grupos sociales, que pueden englobarse bajo la denominación de burguesÃ−a, pero que
presentan caracterÃ−sticas internas bastante diferentes. Como sucede con otros grupos o clases sociales,
también la burguesÃ−a se define mejor por los rasgos que la separan de la nobleza, del campesinado o de
los artesanos urbanos que por sus elementos comunes. Sin embargo, éstos son claramente per−ceptibles.
Pues actitudes comunes de la burguesÃ−a fueron tanto su tendencia a fusionarse con las elites nobiliarias
como su obsesión por distinguirse de las clases trabajadoras, rurales o urbanas. Además, a través de
cÃ−rculos especÃ−ficos de sociabilidad y de la elaboración de una cul−tura basada en el papel de la familia
y en la fuerza de la vida privada, la burguesÃ−a logró forjar una cierta identidad, análoga a la nobiliar, pero
más urbana.
En suma, lo que mejor define la burguesÃ−a europea del siglo XIX es su pluralidad interna, una cierta cultura
común y la existencia de antagonismos sociales precisos tanto hacia arriba como hacia abajo. Las
burguesÃ−as europeas del siglo XIX, su época histórica de mayor esplendor y hegemonÃ−a, forman,
más que una clase social precisa, una suerte de pequeño universo social, en el que podemos distinguir
varios gru−pos o categorÃ−as.
En primer lugar, la alta burguesÃ−a de los negocios industriales, financieros o comerciales. Las principales
familias de la ban−ca, la industria pesada o las comunicaciones forman parte de este núcleo. Algunos
nombres, como los Krupp, Thyssen, Rothschild, Pereire o Lafitte, son indicativos de esta alta burguesÃ−a de
dimensión europea. A ella se debe agregar la burguesÃ−a agraria que, desde principios del siglo XIX, se
asienta con fuerza en la sociedad rural europea. La difusión de la propiedad agraria en manos de la
burguesÃ−a fue importante incluso en Prusia, donde a finales del siglo XIX poseÃ−a una porción de tierras
se−mejante al de la nobleza (48% de las explotaciones superiores a 100 hectáreas, frente al 44% de la
nobleza).
En segundo lugar, la clase media (classe moyenne o middle class), lugar de encuentro de comerciantes,
artesanos y notables ru−rales. La expresión se empleó durante la primera mitad de siglo con un sentido
polÃ−tico para designar a quienes estaban en el “jus−to medio”, entre el despotismo aristocrático y el
li−bertinaje del pueblo “menudo” (era la interpretación preferida de los liberales doctrinarios franceses,
como Guizot). Las clases medias, que se confunden también con la pequeña burguesÃ−a, constituyen
asÃ− la columna vertebral del sistema polÃ−tico liberal censitario. En cambio, en Inglaterra la middle class
designaba a la burguesÃ−a in−dustrial que se hallaba desplazada del ámbito aristocrático de los lo−res y de
la gentry.
En los últimos años, la historiografÃ−a, sobre todo alemana (Kocka), ha insistido mucho en el papel
central que juega, den−tro de las burguesÃ−as europeas del siglo XIX, la denominada burguesÃ−a cul−ta o de
los profesionales, con especial arraigo en la Europa central, pero también mediterránea. En esta
categorÃ−a social se inte−gran altos funcionarios, intelectuales y miembros de las profesiones li−berales. La
burguesÃ−a culta es una expresión aplicable plenamente al caso de la Alemania guillermina, donde una de
las vÃ−as más sólidas para alcanzar la movilidad social fue lograr una formación especializada en
universidades o centros de investigación para luego incorporarse al ámbito de la administración o la
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actividad empresarial. También en el mundo anglosajón, especialmente en EEUU, floreció con fuerza
esta modalidad de ascenso social. Una parte de este grupo social acabarÃ−a confundido con los trabajadores
white collar surgidos de la aristocracia obrera desde fines del siglo XIX.
2. El mundo burgués en las décadas centrales del siglo XIX.
A. Rasgos generales de la burguesÃ−a como clase.
¿Qué es lo que define a la “burguesÃ−a” como clase a mediados del siglo XIX? En el plano económico,
el burgués era, sobre todo, el capitalista, es decir, el propietario del capital, el perceptor de ingresos
derivados del mismo, el empresario productor de beneficios o todo ello junto. En 1848, por ejemplo, las 150
familias principales de Burdeos incluÃ−an 90 hombres de negocios (comerciantes, banqueros, industriales,
propietarios de tiendas, etc), 45 propietarios agrarios y rentistas y 15 profesionales liberales. Socialmente, la
definición no era tan clara. Las clases medias incluÃ−an, sin duda, a los hombres de negocios, propietarios,
profesionales liberales y altos funcionarios; en conjunto, un grupo bastante reducido. Pero no era fácil
definir sus lÃ−mites superior e inferior dentro de la jerarquÃ−a social, sin olvidar la notable heterogeneidad
de sus miembros dentro de tales lÃ−mites.
Uno de sus principales rasgos era que se trataba de un grupo de personas con poder e influencia al margen
del nacimiento y del estatus tradicional. Para pertenecer a ella habÃ−a que ser “alguien”, es decir, una persona
que contase como individuo gracias a su fortuna, su capacidad para mandar a otros o, al menos, influirles. El
recurso clásico del burgués en apuros o con motivos de queja era el “tráfico de influencias”: con el
alcalde, el diputado, el ministro, el antiguo compañero de colegio, el pariente, o el colega de negocios. El
burgués que escribÃ−a una carta al periódico dando su opinión sobre los asuntos públicos sabÃ−a que
se publicarÃ−a (dada la fuerza de su reputación como individuo), y que llegarÃ−a a quienes tenÃ−an poder
de decisión. La burguesÃ−a como clase no organizaba movimientos de masas (como el cartismo), sino
grupos de presión (como la Liga contra la Ley Cerealista en Inglaterra).
La burguesÃ−a era básicamente “liberal”, no tanto en un sentido partidista (aunque los partidos liberales
fueron los dominantes), sino ideológico. CreÃ−an en el capitalismo, la empresa privada, la tecnologÃ−a, la
ciencia y la razón. CreÃ−an en el progreso, un cierto grado de gobierno representativo, de derechos y de
libertades, siempre que fueran compatibles con el imperio de la ley y con un tipo de orden que mantuviera a
los pobres en su sitio. CreÃ−an más en la cultura que en la religión (podÃ−an sustituir la asistencia a la
iglesia por la asistencia a la ópera, al teatro o al concierto). CreÃ−an en las profesiones abiertas a los
emprendedores y al talento y que su propia vida acreditaba sus méritos. Este sentido de lucha por la vida,
una verdadera selección natural en la que la victoria e incluso la supervivencia demostraban tanto la aptitud
como las cualidades morales necesarias para alcanzarla, reflejaba la adaptación de la antigua ética
burguesa de la abstinencia y moderación a la nueva situación. El darwinismo no era simplemente una
ciencia, sino una ideologÃ−a. Ser burgués no sólo era ser superior, sino también demostrar cualidades
morales equivalentes a las viejas cualidades puritanas.
El burgués era independiente, alguien a quien nadie daba órdenes (excepto él mismo, el Estado y Dios).
No era sólo un empresario o un capitalista, sino un amo, un señor, un patrón, un jefe. El monopolio del
mando (en su casa, su oficina, su fábrica) era esencial para definirse a sÃ− mismo y frente a los
subordinados. Incluso entre los profesionales liberales o los artistas e intelectuales que no tenÃ−an
subordinados, el “principio de autoridad” estaba presente, como se podÃ−a apreciar en el comportamiento del
profesor universitario tradicional, del médico autócrata, del director de orquesta (Wagner, por ejemplo) o
del pintor caprichoso.
Como el éxito era consecuencia del mérito personal, el fracaso se debÃ−a a la falta de méritos. La
ética burguesa tradicional lo achacaba a la debilidad moral o espiritual de las clases bajas más que a la
falta de talento (era obvio que no se necesitaba mucha cabeza para triunfar en los negocios y, a la inversa, que
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la sola inteligen−cia no garantizaba la fortuna). Pero, conforme las antiguas virtudes de moderación y
esfuerzo dejaban de poderse aplicar claramente a la adinerada burguesÃ−a, surgieron teorÃ−as alternativas
sobre la superioridad “biológica” de clase, resultado de la selección natural, transmitida genéticamente.
El burgués era, si no una especie diferente, miembro al menos de una raza superior, un estadio superior de
la evolución humana, distinto de los órdenes inferiores, que histórica o culturalmente permanecÃ−an en la
infancia o, como mucho, en la adolescencia.
La incuestionable superioridad del burgués implicaba una inferioridad aceptada y deseada, como la de las
mujeres. Como éstas, los obreros estaban “obligados” a ser leales y a estar satisfechos. Si no era asÃ−, se
debÃ−a a esa figura clave del lenguaje de la burguesÃ−a: “el agitador del exterior”. El mito del agitador que
explotaba a los necios y atontaba a los obreros era persistente. El militante activo o el lÃ−der obrero, como no
se adaptaba al estereotipo de obediencia, inercia y estupidez, era, por definición, un “agitador”. Dicha actitud
reflejaba la determinación de decapitar a las clases inferiores, si fallaba el mecanismo de la integración de
sus lÃ−deres. Pero también reflejaba un grado notable de confianza. Cuando los dueños de las fábricas
hablaban del peligro “comunista” que estaba detrás de cualquier cortapisa a los derechos absolutos de los
empresarios, no se referÃ−an a la revolución social, sino simplemente a que el derecho de propiedad y el de
dominio eran idénticos y a que la sociedad burguesa quedaba arruinada si se permitÃ−a cualquier
interferencia en los derechos de la propiedad.
La burguesÃ−a no era una clase gobernante en el sentido en que lo habÃ−a sido el terrateniente tradicional,
cuya posición le conferÃ−a, de iure o de facto, el poder sobre la gente de su territorio. Pero, si los puestos
superiores del poder los detentaban aún las viejas elites tradicionales, la burguesÃ−a, a partir de 1830 en
Francia y de 1848 en Alemania, ocupó los niveles inferiores, como alcaldÃ−as, consejos municipales o de
distrito, etc. y los mantuvo bajo su control hasta la irrupción de las masas en la polÃ−tica a finales del siglo.
También en Gran Bretaña las ciudades grandes estaban en manos de la oligarquÃ−a empresarial. En la
mayorÃ−a de los paÃ−ses, por tanto, la burguesÃ−a no controlaba ni ejercÃ−a directamente el poder
polÃ−tico, pero sÃ− ejercÃ−a su hegemonÃ−a y determinaba cada vez más la polÃ−tica.
Incluso para los socialistas el triunfo pasaba por el desarrollo del capitalismo. Tanto Marx (que vio bien la
conquista de la India por los británicos y la de México por EEUU) como los progresistas de paÃ−ses
europeos con gobiernos conservado−res (Alemania, Austria-HungrÃ−a, Rusia) reconocÃ−an que, de no
producirse un desarrollo capitalista, sólo habrÃ−a atraso económico y debilidad progresista; su problema
consistÃ−a en cómo alentar el capitalismo (y con él a la burguesÃ−a), sin aceptar los regÃ−menes
polÃ−ticos liberal-burgueses. El mero rechazo de la sociedad burguesa y de sus ideas ya no era viable. La
única organización que lo hizo, la Iglesia católica (mediante el Syllabus de los errores de 1864 y el
Concilio Vaticano I de 1869-1870, bajo el largo papado de PÃ−o IX), demostraba estar a la defensiva y se
aisló sin más.
B. El hogar y la familia burguesa.
Algunos fenómenos aparentemente superficiales permiten, a veces, analizar con más profundidad la
sociedad burguesa, que alcanzó su apogeo a lo largo del siglo XIX.
El hogar era la quintaesencia del mundo burgués, pues en él podÃ−an olvidarse los problemas y
contradicciones de la sociedad burguesa. Sólo aquÃ− la burguesÃ−a podÃ−a mantener la ilusión de una
felicidad armoniosa y jerárquica, rodeada por los objetos que demostraban y posibilitaban tal ilusión, la
vida soñada que encontraba una tÃ−pica expresión en el ritual de la celebración navideña, desarrollado
sistemáticamente con este fin. La cena (descrita por Dickens), el árbol (inventado en Alemania, pero
aclimatado pronto en Inglaterra gracias al patronazgo real) y los villancicos (como el Noche de paz alemán)
simbolizaban al mismo tiempo el contraste entre la frialdad del mundo exterior y el calor del cÃ−rculo
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familiar interno.
La impresión más inmediata que produce el interior burgués es la de apiñamiento y ocultación: una
masa de objetos cubiertos por colgaduras, manteles, cojines o empapelados, y siempre manufacturados.
Ninguna pintura sin su marco dorado, calado, e incluso cubierto de terciopelo, ninguna silla sin tapizar,
ninguna pieza de tela sin borlas, ninguna madera sin toque de torno, ninguna superficie sin cubrir por algún
mantel o sin algún adorno encima. Los objetos expresaban su precio y éste también significaba
bienestar. Los objetos eran algo más que simples útiles, eran los sÃ−mbolos del status y de los logros
obtenidos. PoseÃ−an valor en sÃ− mismos como expresión de la personalidad, como programa y realidad de
la vida burguesa. En el hogar se concentraban todos ellos, de ahÃ− su hacinamiento interior.
Sus objetos, como las casas que los albergaban, eran sólidos, el mayor elogio que se podÃ−a hacer de la
empresa que los fabricaba. Estaban hechos para perdurar y asÃ− fue. Al mismo tiempo, debÃ−an expresar, a
través de su belleza, aspiraciones más espirituales. La belleza debÃ−a reflejarse en la decoración, ya que
la mera construcción de las casas burguesas o de los objetos que las adornaban era pocas veces lo
suficientemente grandiosa como para ofrecer sustento espiritual por sÃ− misma, como ocurrÃ−a con los
grandes ferrocarriles y barcos de vapor. Sus exteriores siguieron siendo funcionales y sólo debÃ−an
decorarse sus interiores, en la medida en que pertenecÃ−an al mundo de la burguesÃ−a, como los nuevos
coches-cama Pullman (1865) o los salones y camarotes de primera clase de los barcos de vapor. La belleza
era, asÃ− pues, sinónimo de decoración aplicada a la superficie de los objetos.
La dualidad entre solidez y belleza expresaba la clara división existente entre lo material y lo ideal, lo
corporal y lo espiritual, muy tÃ−pica del mundo burgués. Ahora bien, el espÃ−ritu y el ideal dependÃ−an
de la materia y sólo podÃ−an expresarse a través de ella y, en última instancia, a través del dinero que
podÃ−a comprarla. Nada era más espiritual que la música, por ejemplo, pero la forma tÃ−pica en que
entró en los hogares burgueses fue el piano, un aparato excesivamente grande y caro, si bien se redujo a las
dimensiones más manejables del piano vertical en beneficio de un estrato más modesto que aspiraba a
alcanzar los valores de la burguesÃ−a. Ningún interior burgués estaba completo sin él; como tampoco
lo estaban las hijas burguesas, que debÃ−an saber tocarlo para ser bien consideradas.
Reforzada por sus ropas, su hogar y sus objetos, la familia burguesa parece una institución misteriosa, dado
su aparente conflicto con la sociedad burguesa. ¿Cómo es posible que esa sociedad que afirmaba dedicarse
a una economÃ−a de empresa competitiva y lucrativa, y que propugnaba el esfuerzo individual, la igualdad de
derechos y oportunidades y la libertad, se basara en una institución que negaba tan absolutamente esos
valores?
Su unidad básica, el hogar unifamiliar, era una autocracia patriarcal caracterizada por una jerarquÃ−a
de dependencia personal, es decir, un tipo de sociedad que los portavoces de la burguesÃ−a denunciaban y
pretendÃ−an destruir. El filósofo Martin Tupper hablaba asÃ−, en 1876, del hogar burgués: “allÃ− con
firme juicio gobierna con acierto el padre, marido y señor, colmándolo de prosperidad como guardián,
guÃ−a o juez” y tras él revolotea “el ángel bueno del hogar, la madre, esposa y señora”, cuya tarea,
según el escritor John Ruskin, consistÃ−a en “complacer a su gente, alimentarla con ricos manjares, vestirla,
mantenerla en orden y enseñarla”. Para desempeñar esta tarea no necesitaba tener inteligencia ni
conocimientos (como decÃ−a Charles Kingsley, “Sé buena, dulce sierva, y deja que él sea inteligente”).
Esto no se debÃ−a sólo a que la nueva función de la esposa burguesa era demostrar la capacidad de su
esposo ocultando la suya en el ocio y el lujo, cosa que chocaba con las viejas funciones de dirigir una casa,
sino también a que su inferioridad respecto al hombre debÃ−a ser demostrable: “¿Tiene acaso juicio?
à ste es un gran valor, pero hay que cuidar que no exceda al tuyo. Pues la mujer debe estar sometida, y el
verdadero dominio es el de la inteligencia” (Tupper).
A esta preciosa e ignorante esclava que era la esposa también se le pedÃ−a que mandara, no tanto sobre los
hijos, cuyo señor era el paterfami−lias, como sobre los criados, cuya presencia distinguÃ−a a la
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burguesÃ−a de las clases inferiores (éstas eran precisamente la cantera de criados−. à stos eran cada vez
más y, sobre todo, mujeres (en Gran Bretaña la proporción de hombres respecto al total de criados
domésticos o personales bajó del 20 al 12% entre 1841 y 1881). El criado o criada, aunque percibÃ−a un
salario, se diferenciaba radicalmente del obrero, ya que su principal nexo con el patrón no era monetario,
sino personal y, en la práctica, de total dependencia. Cada acto de su vida estaba estrictamente fijado y,
como vivÃ−a en la casa de sus señores, estaba muy controlado. Desde el uniforme que llevaba, hasta las
referencias sobre su comportamiento, sin las que no podÃ−a encontrar empleo, todo simbolizaba una
relación de poder y sumisión. Ello no excluÃ−a la existencia de estrechas, aunque desiguales, relaciones
personales. Por cada niñera o jardinero que dedicaba toda su vida al servicio de una sola familia, habÃ−a
cientos de muchachas campesinas que duraban poco en la casa y salÃ−an de ella embarazadas, casadas o para
buscar otro trabajo, hechos considerados simplemente como “problemas del servicio” en las conversaciones
de sus señoras.
La estructura de la familia burguesa contradecÃ−a de plano la de la sociedad burguesa, al no contar en
ella la libertad, la oportunidad, el nexo monetario ni la búsqueda del beneficio individual. Esto se debÃ−a
quizá a que el anarquismo hobbesiano que impregnaba la teorÃ−a económica burguesa no podÃ−a servir
de base a ningún tipo de organización social, incluida la familia. De ahÃ− la búsqueda de un deliberado
contraste con el mundo exterior, un oasis de paz en un mundo de guerra: “el reposo del guerrero”. Metáforas
bélicas surgÃ−an de los varones que participaban en la “lucha por la vida” o la “supervivencia del más
apto”, al tiempo que metáforas de la paz eran utilizadas al describir el hogar: la “morada de la alegrÃ−a”, el
lugar donde “se regocijan las satisfechas ambiciones del corazón”.
Es posible también que la desigualdad en la que se basa el capitalismo encontrase una expresión adecuada
en la familia. Como la dependencia no se basaba en una desigualdad institucionali−zada y tradicional, como
en el antiguo régimen, debÃ−a basarse en una relación individual. Dado que la superioridad burguesa era
discutible y dudosa para el individuo, debÃ−a haber alguna forma de que fuese permanente y segura. Como
su principal expresión era el dinero y éste mostraba sólo las relaciones de intercambio, debÃ−a
completarse con algo que demostrase el dominio de unas personas sobre otras. La estructura familiar
patriarcal basada en la subordinación de las mujeres y los niños no era nueva, por supuesto, pero en vez de
destruirla o modificarla, resultó que en esta época la sociedad burguesa la reforzó y exageró.
Que la realidad de las familias burguesas respondiera a este “ideal” patriarcal es otra cuestión. El gran
número de obras que en todos los idiomas aparecieron para educar a las mujeres y explicarles lo que
suponÃ−a ser esposa, madre y el cuidado del hogar, parece más bien poner en duda que la vida familiar y
doméstica se considerara “el ámbito natural” de las mujeres. Aun asÃ−, es significativo que en este
perÃ−odo se reforzara ese tipo ideal de familia. Esto basta para explicar los comienzos de un movimiento
feminista sistemático entre las mujeres de la clase media de estas décadas en los paÃ−ses anglosajones y
protestantes.
En teorÃ−a nada impedÃ−a el ascenso social, pero en la práctica esta ascensión alcanzó cotas poco
importantes El 89% de los empresarios británicos del acero en 1865 provenÃ−an de familias de clase media
y sólo un 4% de la clase obrera. En esos mismos años la mayorÃ−a de los fabricantes textiles del norte de
Francia eran hijos de familias que pertenecÃ−an ya a las clases medias. Los “padres fundadores” de las
empresas del sudoeste alemán no siempre fueron ricos, pero muchos tenÃ−an una larga experiencia familiar
en los negocios y, a menudo, en las industrias que iban a desarrollar. Las carreras del mundo burgués
estaban abiertas al talento, pero la familia de clase media que contase con una cierta educación, con
propiedades y con relaciones sociales, empezaba con una gran ventaja, no siendo menos importante la
posibilidad de casarse con otras personas del mismo estatus, que se moviesen en el mismo tipo de negocios o
contasen con recursos combinables con los propios.
El hogar burgués era, en todo caso, el núcleo de una relación familiar más amplia. Los Rotschild, los
Krupp, los Forsytes, convirtieron la historia social y económica del siglo XIX en un asunto básicamente
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dinástico. Las ventajas que suponÃ−a una familia extensa o una unión de familias eran notables. En los
negocios aportaba garantÃ−as al capital, útiles contactos empresariales y, sobre todo, administradores dignos
de confianza. La historia empresarial del siglo XIX está llena de alianzas e interconexiones familiares. Ello
requerÃ−a un gran número de hijos e hijas, de ahÃ− que no existiera ningún incentivo fuerte para el control
de la natalidad.
3. La burguesÃ−a en el periodo 1875-1914.
A. La difÃ−cil delimitación de la “burguesÃ−a”.
No era fácil en 1875-1914 definir la “burguesÃ−a” ni establecer quién pertenecÃ−a a uno u otro estrato
de las “clases medias”. Esta tarea se vio aún más dificultada cuando la democracia y la aparición del
movimiento obrero condujeron a los miembros de la burguesÃ−a (término que adquirió connotacio−nes
cada vez más negativas) a negar en público su existencia como clase. Además, con la movilidad social y
el declive de las jerarquÃ−as tradicionales, los lÃ−mites de la “clase media” se hicieron borrosos. La
sociologÃ−a, que como disciplina académica nació en esos años, se ve inmersa todavÃ−a en
interminables debates sobre la clase y el status social, y sobre las categorÃ−as, cambiantes e indecisas, de la
burguesÃ−a y las clases medias.
El perfil de la vieja nobleza terrateniente era ahora menos claro que antes. PerdÃ−a fuerza incluso en Gran
Bretaña, donde a mediados de siglo habÃ−a tenido una presencia polÃ−tica destacada y detentado la
máxima riqueza. De los millonarios británicos muertos en 1858-79, un 80% eran terratenientes, en 1880-99
eran el 35% y en 1900-1914 aún menos. La nobleza perdió en 1895 la mayorÃ−a que habÃ−an tenido hasta
entonces en todos los gobiernos británicos. No obstante, los tÃ−tulos de nobleza no eran desdeñados, ni
siquiera en paÃ−ses donde no tenÃ−an cabida oficial: los millonarios de EEUU, que no podÃ−an adquirirlos
para sÃ−, los compraban en Europa para sus hijas mediante el matrimonio (la de Singer, de las máquinas de
coser, se convirtió en la princesa de Polignac). De todos modos, incluso las monarquÃ−as antiguas y bien
arraigadas admitÃ−an ahora que el dinero era un criterio de nobleza tan útil como la sangre. De los 159
tÃ−tulos de par creados en el Reino Unido entre 1901 y 1920 (excluidos los concedidos a militares), 66 se
dieron a hombres de negocios (la mitad, industriales), 34 a profesionales liberales (en su mayorÃ−a,
abogados) y sólo 20 a miembros de familias terratenien−tes.
No estaban más claras las fronteras entre la burguesÃ−a y las clases que quedaban por debajo. SÃ− lo
estaban en el caso de las “viejas” clases medias-bajas o pequeña burguesÃ−a de artesanos
independien−tes, pequeños tenderos y similares. El tamaño de sus actividades les situaba claramente en
un nivel inferior y, de hecho, les enfrentaba a la burguesÃ−a. Su reflejo polÃ−tico era, por ejemplo, el Partido
Radical francés, cuyo programa apoyaba a los “pequeños” contra los “grandes”: el gran capital, la gran
industria, las grandes finanzas, los grandes comerciantes. La misma actitud, aunque con un sesgo nacionalista
de derechas y antisemita en lugar de una tendencia republicana y de izquierdas, se observa en sus equivalentes
alemanes, más presionados por una industrialización irresistible y rápida a partir de 1870. Sus propias
actividades económicas, y no sólo su “pequeñez”, les excluÃ−a− de los estratos superiores, a no ser que
la magnitud de su riqueza permitiera borrar el recuerdo de su origen. AsÃ−, por ejemplo, sir Thomas Lipton
(que se enriqueció vendiendo paquetes de té), lord Leverhulme (que la consiguió con el jabón) o lord
Vestey (que la amasó con la carne congelada) obtuvieron en la Inglaterra de esta época tÃ−tulos
nobiliarios.
Otra dificultad la produjo la gran expansión del sector terciario: los empleados en las oficinas de la
administración pública o de las empresas privadas, un trabajo claramente subalterno y asalariado, pero que
al mismo tiempo no era manual, exigÃ−a cierta cualificación educativa, aunque fuera modesta, y, sobre
todo, era realizado por hombres (incluso algunas mujeres) que en su mayorÃ−a se negaban a considerar−se
parte de la clase obrera y aspiraban, a menudo a costa de un gran sacrificio material, al estilo de vida y a la
respetabilidad de la clase media. La lÃ−nea de separación entre esta nueva “clase media baja” de
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“empleados” y el nivel más elevado de las profesiones liberales o incluso de los ejecutivos y
administradores asalariados de las grandes empresas, planteó también nuevos problemas.
Los criterios de mediados del siglo XIX eran aún bastante explÃ−citos: los miembros de la burguesÃ−a
debÃ−an poseer capital o unas rentas procedentes de inversiones, o actuar como empresarios independientes
generadores de beneficios y con mano de obra a su servicio o como miembros de una profesión “libre”. Pero
a finales de siglo esos criterios habÃ−an perdido gran parte de su utilidad para diferenciar a la “auténtica”
burguesÃ−a de las crecientes “clases medias” y no digamos de la masa todavÃ−a mayor de quienes aspiraban
a alcanzar ese status. No todos poseÃ−an capital, pero tampoco lo tenÃ−an, al menos inicialmente, mucha
gente de claro status burgués, como los médicos o arquitectos, cuyo capital inicial era la educación
superior, y cuyo número crecÃ−a notablemente. En Francia, por ejemplo, el número de médicos pasó
de 12.000 en 1866-1886 a 20.000 en 1911; en el Reino Unido, se incrementó de 15.000 a 22.000 entre 1881
y 1901, y el de arquitectos de 7.000 a 11.000; no todos eran empresarios o patronos (excepto de criados). Por
su parte, ¿quién podÃ−a negar el status burgués a los cargos directivos asalariados de alto nivel, cada
vez más importantes en las grandes empresas?
A la burguesÃ−a de hombres de negocios y profesionales “libres” el capitalismo de la gran empresa añadió
la nueva clase media de directivos, ejecutivos y técnicos: la burocracia pública y privada, cuya aparición
señaló Max Weber. Al lado de la pequeña burguesÃ−a de artesanos independientes y pequeños
tenderos surgió la nueva clase pequeño-burguesa de las oficinas, comercios y escalones inferiores de la
administración. Era un sector muy amplio y en continuo crecimiento por el trasvase gradual de las
actividades económicas primarias y secundarias a las terciarias (en 1900 en EEUU eran ya más numerosos
que los obreros).
Estas nuevas clases media y media baja eran numerosas y su ambiente social era a menudo demasiado
desestructurado y anónimo (sobre todo en las grandes ciudades); además, resultaba muy difÃ−cil que,
individual o familiarmente, pudieran influir en la economÃ−a y en la polÃ−tica de la misma forma que
podÃ−an hacerlo la “clase media alta” o la “alta burguesÃ−a”. Por eso, cada vez más, las clases medias se
podÃ−an identificar, no tanto por “contar” como personas cuanto por signos de reconoci−miento colectivo:
la educación recibida, los lugares donde vivÃ−an, su estilo de vida y sus prácticas sociales. Estos signos
implicaban normalmente una combinación de ingresos y educación, asÃ− como un ostensible
distancia−mien−to de sus orÃ−genes “populares” (reflejado, por ejemplo, en el uso habitual de la lengua
nacional y el acento que indicaba la clase en la relación social con los miembros de las clases superiores). Lo
que caracterizaba a la burguesÃ−a era, por tanto, la “distinción”.
B. Los criterios de distinción.
En el perÃ−odo 1875-1914 fueron cobrando cada vez mayor importancia tres criterios fundamentales para
determinar la pertenencia a la burguesÃ−a, al menos en aquellos paÃ−ses donde habÃ−a dudas sobre
“quién es quién”. Estos criterios tenÃ−an que cumplir dos condiciones: por un lado, distinguir
claramente los miembros de las clases medias de los de las clases obreras, campesinos u otros trabajadores
manuales, y, por otro, proporcionar una jerarquÃ−a de exclusividad, sin cerrar la posibilidad de ascender los
peldaños de esa escala social. Uno de esos criterios fue una determinada forma de vida y una cierta cultura
burguesa; otro, la actividad del tiempo de ocio y, especialmente, la nueva práctica del deporte; y el tercero,
que empezó a convertirse en el principal indicador de pertenencia social, la educación formal.
a. El estilo de vida burgués.
La triunfante burguesÃ−a se sentÃ−a segura de su civiliza−ción, confiada y sin dificultades económicas,
aunque sólo muy al final del siglo consiguió las comodidades suficientes. Hasta entonces habÃ−a vivido
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bien, rodeada de una profusión de objetos sólidos decorados, vestidos con gran cantidad de telas,
capacitada para conseguir lo que consideraba adecuado para personas de su condición e inadecuado para los
de posición inferior, y consumiendo abundante comida y bebida. La comida y la bebida eran excelentes en
algunos paÃ−ses (la cuisine bourgeoise en Francia) y abundantes en los demás. Un amplio conjunto de
criados compensaba la incomodidad de sus casas. Pese a que el número de estos se estancó e incluso
disminuyó a partir de 1880 y, por tanto, no mantuvo el ritmo del crecimiento de las clases medias, era casi
inconcebible, excepto en EEUU, aspirar a ingresar en la clase media sin poseer servicio doméstico. Desde
ese punto de vista, la clase media era todavÃ−a una clase de señores o, más bien, de señoras que
tenÃ−an a su cargo a alguna muchacha trabajadora.
A finales de siglo la sociedad burguesa desarrolló un estilo de vida y consiguió el equipamien−to adecuado,
dirigido a satisfacer, en especial, las necesidades de los hombres de negocios, las profesiones liberales y los
niveles más altos del funcionariado, que no aspiraban necesariamente a conseguir el status aristocrático ni
las recompensas materiales de los más ricos, pero cuya posición les situaba muy por encima de aquellos
para quienes comprar una cosa significaba tener que olvidarse de otras.
Ese nuevo estilo de vida se centraba en la casa y el jardÃ−n en un barrio residencial, siguiendo un modelo
originalmente británico. La casa ideal de la burguesÃ−a no se situaba ya en las calles de la ciudad, sino que
era una “villa”, una casa de campo urbanizada en un parque o jardÃ−n en miniatura y rodeada de espacio
verde. La “villa” diferÃ−a de su modelo original, la casa de campo de la nobleza, en un aspecto importante,
aparte de su escala y costo más modestos: estaba diseñada para la vida privada más que para el brillo
social y la lucha por el status. El hecho de que esos barrios fueran comunidades formadas por miembros de
una misma clase, aisladas espacialmente del resto de la sociedad, hacÃ−a más fácil concentrarse en las
comodidades de la vida. La tradicional casa de campo o el castillo aristocrático, e incluso su rival o imitador
burgués, la gran mansión capitalista, habÃ−an sido diseñados, por el contrario, para poner de relieve los
recursos y el prestigio de su propietario ante los demás miembros de la elite dirigente y ante las clases
inferiores, asÃ− como para organizar sus operaciones de influencia y dirección en los asuntos públicos.
A finales de siglo, se generalizó un estilo de vida menos formal y más privado entre la burguesÃ−a. En
parte, se debió a un cierto debilitamiento de los lazos entre la burguesÃ−a y los valores puritanos que tan
útiles habÃ−an sido para acumular capital en el pasado y con los que se habÃ−a identificado tan a menudo,
diferenciándose asÃ− del aristócrata holgazán y disoluto y del trabajador perezoso y borracho. De hecho,
la burguesÃ−a de finales de siglo era, en gran medida, una “clase ociosa” (T. Veblen), para la que gastar el
dinero (que procedÃ−a en muchos casos de herencias o rentas) se convirtió en una actividad tan importante
al menos como ganarlo, e incluso los que eran relativamente menos ricos aprendieron a gastar para conseguir
comodidades y diversión. También se debió quizás al debilitamiento de las estructuras de la familia
burguesa, que se reflejó en cierta emancipación de la mujer y en la aparición de los “jóvenes” como una
categorÃ−a diferenciada y más independiente. Estos dos hechos no sólo afectaron al turismo y las
vacaciones (con el predominio de las mujeres en los hoteles, por ejemplo), sino que intensificaron la
importancia del hogar burgués para sus mujeres.
b. El papel del sistema educativo.
La principal función de la educación no era su utilidad, a pesar de los beneficios que podÃ−an derivarse
de una inteligencia entrenada y de un conocimiento especializado en una época basada cada vez más en la
tecnologÃ−a cientÃ−fica, y a pesar de las perspectivas que se abrÃ−an para la gente con estudios,
especialmente en el propio sector de la educación. Lo importante era que demostraba que los adolescentes
podÃ−an retrasar el momento de ganar su sustento. El contenido de la educación era secundario: los
estudiantes no elegÃ−an por vocación el griego y el latÃ−n (que llenaban gran parte de su tiempo en los
colegios privados británi−cos), ni la filosofÃ−a, las letras, la historia o la geografÃ−a (¾ del horario en los
11
institutos franceses en 1890). Incluso en Prusia, con una mentalidad más pragmática, los institutos
“clásicos” tenÃ−an en 1885 casi tres veces más alumnos que los “modernos”, más técnicos. El coste de
esta educación era un indicador social (un oficial prusiano, que lo calculó con exactitud alemana, gastó el
31% de sus ingresos en la educación de sus tres hijos en un perÃ−odo de 31 años).
El sistema educativo servÃ−a, sobre todo, para franquear la entrada en las zonas media y alta de la
sociedad y era el medio de preparar a los que ingresaban en ellas en las costumbres que les habÃ−an de
distinguir de los estratos inferiores. La educación secundaria se generalizó entre las clases medias, seguida
normalmente por una enseñanza universitaria o una preparación profesional elevada. La cifra de
estudiantes siguió siendo pequeña, pero se incrementó bastante en la enseñanza secundaria y mucho
más aún en la superior. Entre 1875 y 1912 el número de estudiantes alemanes aumentó más del triple y
el de franceses más del cuádruplo. Sin embargo, en Francia menos del 3% de los jóvenes entre 13 y 19
años acudÃ−an al instituto (77.500 en total) y sólo el 2% continuaba hasta el examen final, que aprobaban
la mitad. Alemania, con 65 millones de habitantes, inició la 1ª G.M. con un cuerpo de 120.000 oficiales de
reserva, lo que suponÃ−a el 1% de los hombres entre 20 y 45 años. Aunque se trataba de cifras modestas,
eran muy superiores a las de las clases dirigentes anteriores.
Institutos y universidades realizaban un papel socializa−dor para quienes ascendÃ−an por la escala social. Se
cubrÃ−a asÃ− la demanda de numerosas personas que habÃ−an logrado riqueza, pero no status, de aquellos
cuyo estatus burgués dependÃ−a de la educación (las profesiones liberales) y de muchos padres menos
“respetables” con ambiciones para sus hijos. El número de alumnos de enseñanza secundaria se
multiplicó entre dos (Bélgica, Francia, Noruega y Holanda) y cinco veces (Italia). La enseñanza
universitaria, que garantizaba el ingreso en la clase media, triplicó sus estudiantes en la mayorÃ−a de los
paÃ−ses europeos entre 1880 y 1913.
El problema de la gran burguesÃ−a era que la expansión de la enseñanza no aportaba distintivos de estatus
lo bastante exclusivos. Dado que el sistema de ingreso era abierto, habÃ−a que crear cÃ−rculos informales,
pero definidos, de exclusividad. Esto fue fácil en un paÃ−s como el Reino Unido, donde la enseñanza
pública primaria no se implantó hasta 1870 (y se hizo obligatoria en 1890), la secundaria hasta 1902 y
apenas habÃ−a enseñanza universita−ria fuera de las dos viejas universidades de Oxford y Cambridge. A
partir de 1840 se crearon para las clases medias muchas escuelas privadas (mal llamadas public schools),
llegando a ser, a principios del siglo XX, entre 64 y 100 centros, que educaban a sus alumnos como miembros
de la clase dirigente. En EEUU, otras escuelas similares, sobre todo en el nordeste, también preparaban a
los hijos de las familias ricas para recibir el lustre definitivo de las universida−des privadas de élite. En
estas se reclutaban grupos aún más exclusivos por parte de asociaciones privadas, como los Korps
alemanes o las fraternidades norteameri−canas (que adoptaron nombres del alfabeto griego), y cuyo lugar en
las viejas universidades inglesas lo ocuparon los colleges residenciales. Desde el punto de vista educativo, la
burguesÃ−a de finales del siglo XIX era, por tanto, un grupo a la vez abierto y cerrado: abierto, porque se
podÃ−a ingresar mediante el dinero o, incluso, los méritos (gracias a las becas para estudiantes pobres),
pero cerrado porque se entendÃ−a claramente que no todos los cÃ−rculos burgueses eran iguales.
La institución de los “antiguos alumnos”, desarrollada con gran rapidez a partir de 1870, puso de
manifiesto que el sistema educativo formaba una red que podÃ−a ser nacional y aun internacio−nal y que
vinculaba a las generaciones jóvenes con las anteriores. En resumen, daba cohesión social a unos elementos
de procedencia heterogénea. A través de este sistema, una public school, un college, un Korps o una
fraternidad constituÃ−an una especie de posible mafia para la ayuda mutua, sobre todo, en el mundo de los
negocios, y a su vez la red de esas “familias extensas” de personas con un status económico y social
equivalente aportaba la posibilidad de contactos más allá del ámbito de relaciones y negocios locales o
regionales. Un ejemplo del potencial de esas redes en el mundo de los negocios es el hecho de que una de esas
fraternidades de EEUU, la Delta Kappa Epsilon, pudiera jactarse en 1889 de contar con 6 senadores, 40
12
congresistas, Cabot Lodge, Th. Roosevelt, y en 1912 incluÃ−a también a 18 banqueros de Nueva York
(entre ellos, J. P. Morgan), 9 personajes importantes de Boston, 3 directores de la Standard Oil y personas de
importancia similar en el oeste medio.
Si el sistema educativo formal e informal resultaba útil para la elite económica y social ya establecida, era
fundamental para quienes pretendÃ−an integrarse en ella o conseguir que se sancionara su “llegada” mediante
la asimilación de sus hijos. La enseñanza era la escalera que permitÃ−a seguir ascendiendo a los hijos de
los miembros más modestos de las clases medias. Por el contrario, muy pocos hijos de campesinos, y menos
todavÃ−a de trabajadores, pudieron rebasar los peldaños más bajos, incluso en los sistemas educativos
más meritocráticos.
c. El deporte y su carácter de clase.
La segregación residencial era una forma de estructurar a las clases medias en un grupo social. La
educación era otro procedimiento. Ambos aspectos estaban vinculados por una práctica que se
institucionalizó en el último cuarto del siglo XIX: el deporte.
Formalizado en esos años en Gran Bretaña, que aportó el modelo y el léxico, se extendió como la
pólvora a otros paÃ−ses. Inicialmente se asoció con la clase media y no necesariamente con la clase alta.
En el Reino Unido los jóvenes aristócratas podÃ−an intentar a veces algún tipo de hazaña fÃ−sica, pero
su especialidad era el ejercicio relacionado con la monta, la muerte o, al menos, el ataque de animales y
personas: caza, pesca, tiro al blanco, carreras de caballos, esgrima, etc. De hecho, la palabra “deporte” (sport)
se reservaba para este tipo de actividades, mientras que los juegos y pruebas fÃ−sicas que ahora llamamos
deporte eran calificados como “pasatiempos” (pastimes). Como de costumbre, la burguesÃ−a adoptó y
transformó formas de vida aristocráticas. Los aristócratas también se dedicaron a actividades muy
costosas, como el recién inventado automóvil (descrito en la Europa de 1905 como “el juguete de los
millonarios y el medio de transporte de la clase adinerada”).
Los nuevos deportes llegaron también a la clase obrera y ya antes de 1914 algunos eran practicados con
entusiasmo por los trabajadores y contemplados y seguidos con pasión por grandes multitudes (en el Reino
Unido unos 500.000 jugaban al fútbol y las grandes finales de ese deporte concentraban hasta 120.000
espectadores). Este hecho otorgó al deporte un criterio de clase, el amateurismo, o más bien la
prohibición estricta del profesionalismo. Ningún amateur podÃ−a sobresalir realmente en el deporte a
menos que pudiera dedicarle mucho más tiempo del que disponÃ−an los trabajadores a no ser que recibieran
un salario por practicarlo. Los deportes que llegaron a ser más caracterÃ−sticos de la clase media, como el
tenis, el rugby, el fútbol norteamericano o los aún poco desarrollados deportes de invierno, rechazaban
tenazmente el profesionalismo. El ideal amateur, que tenÃ−a la ventaja adicional de unir a la clase media y a
la nobleza, se encarnó en la nueva institución de los Juegos OlÃ−mpicos (1896), creación del marqués
de Coubertin, un admirador francés del sistema británico de las public schools surgido en torno a sus
campos de deporte. Es indudable también que el deporte tenÃ−a una vena patriótica e incluso
militarista. Pero también sirvió para crear nuevos modelos de vida y cohesión en la clase media.
El tenis, que comenzó a practicarse en 1873, no tardó en convertirse en el juego por excelencia de las zonas
residenciales de clase media, en gran parte porque podÃ−an practicarlo ambos sexos y, por tanto, constituÃ−a
un medio para que los hijos e hijas de la clase media hicieran amigos que fueran con toda seguridad de la
misma posición social. En resumen, ampliaba el reducido cÃ−rculo familiar y social de la clase media y, a
través de la red de clubes de tenis, fue posible crear un universo social al margen de los núcleos
familiares autónomos. El triunfo del tenis resulta inconcebible sin la creación de zonas residenciales
tÃ−picas de clase media y de la creciente emancipación de la mujer de dicha clase social. El alpinismo, el
nuevo deporte del ciclismo (que se convirtió en el primer deporte de masas entre las clases trabajadoras
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europeas) y los más tardÃ−os deportes de invierno, precedidos por el patinaje, también se beneficiaron de
forma importante de la atracción de los sexos y por ello desempeñaron un papel importante en la
emancipación de la mujer.
También los clubes de golf desempeñaron un papel importante en el mundo masculino anglosajón entre
las profesiones liberales y los hombres de negocios. El potencial de este deporte, practicado en amplios
campos al aire libre, caros de construir y de mantener, y dirigido a excluir social y económica−mente a todo
tipo de extraños considerados inaceptables, fue una súbita revelación para la nueva clase media: si antes
de 1889, por ejemplo, sólo habÃ−a dos campos de golf en todo Yorkshire, entre 1890 y 1895 se inauguraron
29 más.
De hecho, la extraordinaria rapidez con que todas las formas de deporte organizado conquistaron la sociedad
burguesa entre 1870 y los inicios del siglo XX parece indicar que el deporte venÃ−a a satisfacer una
necesidad mucho más amplia que la del simple ejercicio al aire libre. El deporte, creación de la clase media
y transformado pronto en dos vertientes (amateur y profesional) claramente identificadas por la clase social,
fue una de las formas más importantes de conseguir una definición de la nueva burguesÃ−a o clase media y
del proletariado industrial, conscientes ambos de su identidad frente a la otra clase social.
El deporte es una práctica y un espectáculo, y su combinación explica su rápida expansión. El ciclismo
conoce sus primeros grandes éxitos con el lanzamiento del Tour de Francia en 1903. La era del ciclismo
invadirá Europa, mezclará practicantes y espectadores y será el primer deporte de masas, mientras que las
carreras de automóviles quedan reservadas a los ricos. El deporte se convierte en un fenómeno en vÃ−as de
rápida democratización, tanto para los que lo practican como para los espectadores. Y, como la Europa de
entonces, es competición, participación y consumo, aristocrático y liberal.
C. La época dorada de las clases medias y sus incertidumbres.
En resumen, tres fenómenos importantes caracterizaron el desarrollo de las clases medias en las décadas
previas a 1914. En su extremo inferior aumentó el número de quienes aspiraban a pertenecer a la clase
media. Eran los trabajadores no manuales, que se distinguÃ−an de los obreros, cuyo salario podÃ−a ser tan
elevado como el suyo, por la supuesta formalidad de su vestimenta de trabajo (el “cuello duro” o la
“americana negra”) y por un estilo de vida que se pretendÃ−a de clase media. En su extremo superior se hizo
más borrosa la separación entre empresarios, profesionales de alto rango, ejecutivos asalariados y
funcionarios superiores. Al mismo tiempo, se incrementó el número de burgueses ociosos, hombres y
mujeres que vivÃ−an de rentas obtenidas por herencia; los burgueses generadores de riqueza eran
relativamente menos, pero la acumulación de beneficios para distribuir entre sus parientes era mucho mayor.
En el lugar más alto de la escala se hallaban los plutócratas (a comienzos de la década de 1890 habÃ−a
ya en EEUU más de 4.000 millonarios en dólares).
Para la mayorÃ−a de los miembros de esos grupos sociales esas décadas fueron positivas y para los más
favorecidos resultaron extraordinariamente generosas. La nueva clase media baja no alcanzó grandes
ventajas materiales, pues sus ingresos no eran muy superiores a los de los obreros especializados y, además,
tenÃ−an que gastar más que los obreros para “guardar las apariencias”. Con todo, su status les situaba, sin
duda alguna, por encima de las clases trabajadoras. La mayorÃ−a consideraba haber tenido mejor fortuna que
sus padres y veÃ−an perspectivas aún mejores para sus hijos, si bien ello no era suficiente para aplacar su
resentimiento, tÃ−pico de esta clase, contra las clases superiores e inferiores.
Los miembros de la auténtica clase media o burguesÃ−a tenÃ−an pocas quejas, ya que una vida muy
agradable estaba al alcance de quien dispusiera de unos cientos de libras al año. Un ejemplo: el padre del
economista J. M. Keynes, profesor de universidad, conseguÃ−a ahorrar 400 libras al año de unos ingresos
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de 1.000 libras (sueldo + capital heredado), lo que le permitÃ−a mantener una casa con tres criados y una
institutriz, disfrutar de dos perÃ−odos de vacación al año (un mes en Suiza le costaba al matrimonio 68
libras en 1891) y satisfacer sus aficiones de coleccionar sellos, cazar mariposas, estudiar lógica y jugar al
golf.
No es sorprendente que los años que precedieron a 1914 hayan perdurado en la imaginación de la
burguesÃ−a como una época dorada. Marchantes de arte convencÃ−an a los millonarios de que sólo una
colección de cuadros de los antiguos maestros podÃ−an sancionar su status, ningún comerciante de éxito
podÃ−a considerar−se satisfecho sin poseer un gran yate, ningún especulador minero podÃ−a carecer de
unos cuantos caballos de carrera y un palacio de campo y un coto de caza, la misma cantidad y variedad de
comida que se despilfarraba (incluso la que se comÃ−a) durante un fin de semana desbordaba por completo la
imaginación.
Tal vez las actividades de ocio más importantes financiadas por la burguesÃ−a eran las que realizaban las
esposas, hijos e hijas y, a veces, otros parientes, de las familias ricas. Toda clase de “buenas” causas, desde las
campañas en pro de la paz y la abstinencia alcohólica, la lucha contra la prostitución y el servicio social
en favor de los pobres, hasta el apoyo de las actividades artÃ−sticas, se beneficiaron de subsidios
económicos. La historia de las letras a los primeros años del siglo XX ofrece numerosos ejemplos: los
poetas Rilke o Stefan George, el crÃ−tico social Karl Kraus, el filósofo György Lukács, el novelista
Thomas Mann. Como dijo el novelista E. M. Forster, que también se benefició de generosas donaciones
familiares: “Mientras entraban los dividendos, podÃ−an elevarse los pensamientos sublimes”.
Pero ¿podÃ−a florecer la época de la burguesÃ−a conquistadora en un momento en que amplios sectores
de la burguesÃ−a apenas participaban en la generación de riqueza y se alejaban con gran rapidez de la
ética puritana, de los valores del trabajo, la acumulación mediante la sobriedad, el sentido del deber y la
seriedad moral que le habÃ−an dado su identidad, orgullo y extraordinaria energÃ−a? El temor o, mejor, la
vergüenza ante un futuro de parásitos les obsesionaba. Nada podÃ−a decirse en contra del ocio, la cultura
y el confort. Pero la clase que habÃ−a hecho a su medida el siglo XIX ¿no estaba apartándose de su
destino histórico? ¿Cómo podÃ−an conjugarse, después de todo, los valores de su pasado con los de su
presente?
Lo que hizo especialmente agudo el problema, al menos en Europa, fue la crisis de lo que habÃ−a sido su
ideologÃ−a identificadora. La burguesÃ−a no sólo habÃ−a expresado su fe en el individualismo, la
respetabili−dad y la propiedad, sino también en el progreso, la reforma y un liberalismo moderado. En la
constante lucha polÃ−tica dentro de las clases superiores entre los partidos del “movimiento” y los del
“orden”, las clases medias, en su gran mayorÃ−a, habÃ−an apoyado el “movimiento”, aunque ciertamente no
se habÃ−an mostrado insensibles al “orden”. Pero ahora todos esos valores estaban en crisis. El progreso
cientÃ−fico y técnico, por supuesto, no era cuestionado por nadie. El progreso económico parecÃ−a
todavÃ−a una apuesta segura, en todo caso después de las dudas y vacilaciones de la depresión
económica, aun cuando generaba movimientos obreros organizados dirigidos por peligrosos elementos
subversivos. Por su parte, el progreso polÃ−tico, a la luz de la democracia, era un concepto mucho más
problemático. Y la situación de la cultura y la moralidad parecÃ−a cada vez más confusa.
Además, la polÃ−tica burguesa se hizo más complicada y, tras el hundimiento de los partidos liberales, se
dividió. Hacia 1900 habÃ−a muchos paÃ−ses en los que los miembros tÃ−picos de la clase empresarial o
profesional se situaban claramente a la derecha polÃ−tica. Y por debajo de ellos estaban los abundantes
miembros de las nuevas clases media y media-baja con su resentimiento y su intrÃ−nseca afinidad con una
derecha francamente antiliberal.
Dos elementos subrayaban esa erosión de la vieja identidad colectiva: el nacionalismo e imperialismo y la
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guerra. La burguesÃ−a liberal no veÃ−a con mucho entusiasmo la conquista colonial pues no era fácil
conciliar la expansión imperialista con el liberalismo. Por otra parte, no se oponÃ−a en principio ni al
nacionalismo ni a la guerra. No obstante, consideraba la nación como una fase en la evolución hacia una
sociedad y una civilización globales y era escéptica respecto a las aspiraciones de independencia nacional
de pueblos que veÃ−an como inviables o pequeños. En cuanto a la guerra creÃ−an que, aunque necesaria a
veces, era algo que debÃ−a evitarse y que sólo despertaba el entusiasmo de la nobleza militarista y de los
salvajes. Es evidente que en la era del imperialismo, de la expansión del nacionalismo y de la proximidad de
la guerra, esos sentimientos ya no sintonizaban con la realidad polÃ−tica del mundo.
Conforme la Europa burguesa avanzaba hacia su catástrofe en medio de una situación material cada vez
más confortable, se observa el curioso fenómeno de una burguesÃ−a o, al menos, de una parte de su
juventud y de sus intelectua−les que se lanzaba hacia el abismo con entusiasmo. Muchos jóvenes saludaron
el estallido de la guerra como quien se siente enamorado, y también muchos intelectuales de más edad la
acogieron con expresiones de placer y orgullo que algunos lamentarÃ−an. En esos años se puede apreciar
una tendencia a rechazar un ideal de paz, razón y progreso, por otro de violencia, instinto y explosión. Las
clases medias europeas habÃ−an perdido su misión histórica. Los intelectuales, los jóvenes, los
polÃ−ticos de la burguesÃ−a no estaban convencidos en absoluto de que el futuro serÃ−a mejor.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 7
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