Sarmiento en el aula hoy

Anuncio
1
Para Clarín Educación (5/9/12)
Sarmiento
No es fácil explicar hoy a los niños y jóvenes cuáles son los valores de Sarmiento. Hay
una larga tradición de desprestigio, denostación y burla, desde que trajo los gorriones
hasta que quiso “regar el país con sangre de gauchos”. No es difícil encontrar esas
perlas en las infinitas cartas y artículos que escribió. Pero hay algo más: a muchos le
molesta lo sustantivo; lo que Sarmiento pensó, proyectó y construyó. Los combates
que dio en vida y que siguen vigentes hoy.
El pensador aparece en Facundo. Es una obra maestra de interpretación profunda,
como lo son los pequeños artículos de tipo costumbrista que escribió previamente en
Chile. Partía de una idea, y guiado por ella observaba el mundo cercano y concreto.
De una plaza, una fiesta popular, un gaucho cantor extraía un rasgo esencial de una
realidad que sabía multiforme pero coherente. Con cada elemento, la idea original
crecía y ganaba en densidad. Así llegó a explicar el drama argentino de las guerras
civiles, que sintetizó en su gran antinomia: campo y ciudad, barbarie y civilización.
Una construcción admirable, que nos desafía a contradecirla o desarrollarla. Son poco
los que conservan esa capacidad después de su muerte.
Sarmiento fue un proyectista. La mayor incitación de Facundo, reside en el programa
para la construcción de un país nuevo. Hecha con algo de utopía -allí reside su
capacidad movilizadora- y mucho de mirar al mundo. Sus ideas originarias se
renovaron con el análisis y la experiencia. En Facundo todavía creía que la civilización
residía en Francia. Dos años después conoció Estados Unidos y encontró allí el
prospecto del futuro. Amplias extensiones de tierra, capaces de recibir a los
migrantes que se agolpaban en los puertos europeos. Un capitalismo potente y una
sociedad igualitaria. Ciudadanos, opinión y república. Y la educación como
herramienta privilegiada.
Sarmiento perteneció a una generación de proyectistas, que se proponían construir
un país nuevo, y lo hicieron. Coincidió en general con todos ellos, y discutió con
cada uno, con pasión y encarnizamiento. Dentro del gran proyecto común, su gran
aporte personal fue el impulso a la educación. Trabajó en eso toda su vida; maestro o
presidente; en San Juan, en Buenos Aires y en el gobierno nacional. Hizo muchas
cosas y proyectó otras tantas, que confluyeron, al final de su vida, en la Ley de
Educación Común, gratuita, laica y obligatoria, la célebre ley 1420 de 1884.
La ley definió un rumbo, una política del Estado, que se sostuvo casi un siglo. Con
ella se construyó el sistema educativo: se formaron los maestros y profesores, se
hicieron escuelas y colegios, se elaboraron los programas y se convenció a padres e
2
hijos -la sola obligación no habría bastado- de los valores tangibles de la educación.
Todo eso conformó una propuesta escolar excelente, que superó en calidad y cantidad
a las otras ofertas existentes: la de la Iglesia, débil por entonces, y la de algunas
colectividades, como la italiana, que se proponía educar “italianamente” a los hijos de
los inmigrantes. Las superó ofreciendo la mejor educación, igual para todos. Efectiva
igualdad de oportunidades, para que cada uno llegara hasta donde su talento se lo
permitiera.
Mirado en perspectiva, fue un proyecto exitoso. Le dio al progreso argentino -que se
mantuvo hasta la década de 1970- una dimensión integrativa, democrática y
ciudadana. Fue, en un sentido amplio, la educación pública de la república.
Este carácter democrático y público es lo que irritó a los anti sarmientinos. Desde
comienzos del siglo XX se advierte en las elites una preocupación por los efectos del
cambio desencadenado: muchos extranjeros, muchos advenedizos que prosperan,
mucha competencia con las familias tradicionales. Por entonces comenzó a apelarse a
lo “nacional”. También se sugirió que una educación de ese tipo, que borraba las
diferencias de origen, alteraba el orden social. La Iglesia sumó su voz contra lo que
llamó una “escuela sin Dios”. Era una tergiversación, pues solo se trataba de
asegurar, en una sociedad plural, que nadie se sintiera marginado por sus creencias.
Muchos otros se sumaron, agregando distintas perspectivas pero coincidiendo en
hacer de Sarmiento y la escuela el chivo expiatorio. Lamentablemente, tuvieron
éxito, y la escuela de Sarmiento fue demolida, como muchas otras cosas.
Además del prócer ritualmente venerado, hay un Sarmiento vivo, que debe ser
recuperado en las aulas. No en lo accidental y contingente, sino en lo medular: su
propuesta de una escuela pública. Hoy no se discute si ha de ser de gestión estatal o
privada; el espíritu sarmientino muchas veces se conserva mejor en éstas que en
aquellas. Pero sigue tratándose de una escuela que, además de incluir, instruya a
través del esfuerzo, la exigencia y el premio al mérito. Que forme ciudadanos
conscientes, algo cada vez más escaso en el país.
Sarmiento también está vivo en su personalidad. No aquella congelada del Himno en
su loor, sino la del luchador. Se resume en una frase maravillosa: “las contradicciones
se vencen a fuerza de contradecirlas”. Hoy sobran contradicciones. Hacen falta más
voluntades.
Luis Alberto Romero
Historiador
Descargar