El siglo XVIII - IES Don Bosco

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Departamento de Lengua castellana y Literatura IES DON BOSCO
Curso 2015/2016
2º de Bachillerato
TEMA 3. EL SIGLO XVIII
1. El siglo XVIII: marco histórico y cultural. Características. La prosa
narrativa del siglo XVII: Torres Villarroel y el Padre Isla.
1.1 Marco histórico y social: la Ilustración
El siglo XVIII, también llamado “el siglo de las luces”, establece el límite entre el
Antiguo Régimen y la Edad Contemporánea. La burguesía disputa los lugares de acción y de
gobierno a la aristocracia. Se inicia la llamada “crisis de la conciencia europea”, que propicia
una revisión en profundidad de todos los valores sobre los que se asentaba el Antiguo
Régimen. A ese movimiento reformista se le denomina Ilustración. La Ilustración exalta la
razón como único medio de llevar a los pueblos hacia un auténtico progreso, oponiéndose así
al “principio de autoridad” vigente en el siglo anterior. Se inicia en Francia, basándose en las
ideas reformistas de Descartes (“Pienso, luego existo”), Locke, Voltaire, Montesquieu o
Rousseau, entre otros. Los rasgos principales de la Ilustración son los siguientes:
a. Exaltación de la razón: es la principal fuente de conocimiento, que se opone al
pensamiento escolástico.
b. Desarrollo del espíritu crítico: todo debe y puede ser sometido a análisis. Así nace la
figura del librepensador, persona que somete las conductas y los pensamientos propios y
ajenos al juicio de la razón.
c. Desarrollo y aprecio de las ciencias. En Francia se editan los treinta y siete volúmenes
de La Enciclopedia, que es el primer intento de compilar todo el saber humano basado
sólo en principios racionalistas.
d. Fe en el progreso. Se produce una auténtica pasión por los avances de la humanidad
(Manuel José de Quintana escribirá emocionados versos a la invención de la imprenta, o a
la propagación de la vacuna en América).
e. Búsqueda y aprecio del bienestar y la felicidad mundanos. El hedonismo llega a
convertirse en doctrina, alentado por una burguesía que desea, ante todo, ganarle el pulso
a la aristocracia.
f. Despotismo ilustrado: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Se considera que sólo
una minoría elitista y preparada puede conducir a los pueblos hacia el progreso y la
felicidad.
Todo este fermento ideológico culmina en la Revolución Francesa de 1789, que
provocará un cambio radical y profundo, antes o después, en toda Europa.
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1.2. El Siglo XVIII en España
Hay razones suficientes para considerar el siglo XVIII español como un período
desgraciado de nuestra historia. Comienza con el país dividido por una guerra en la que las
potencias extranjeras se disputan el trono del país, y acaba con José Bonaparte sentado en él y
con los españoles en armas contra el usurpador. No es extraño, por tanto, que la visión
histórica que se tenga de él sea la de un gran fracaso nacional, sentimiento que se extiende a
menudo a la valoración de su literatura. Tras la muerte de Carlos II sin herederos, se produce
una dura lucha por el trono entre Felipe de Anjou (dinastía borbónica francesa) y el
Archiduque Carlos de Austria. Los Borbones ganan la partida, y con ellos la influencia de
todo lo francés (tanto las ideas renovadoras, como las modas más superficiales). Con Felipe V
se inicia el despotismo ilustrado, que continuará con Fernando VI, Carlos III y Carlos IV. Las
reformas ilustradas que se llevaron a cabo en el país, especialmente durante el reinado de
Carlos III, son de dos clases:
a. Reformas políticas (fortalecimiento del poder central) y económicas (desarrollo
industrial y ascenso de la clase media).
b. Reformas culturales, que cristalizan en la creación de numerosas instituciones
esencialmente dedicadas a mejorar y extender la educación: Real Academia Española
(1713); Biblioteca Nacional (1712); Real Academia de la Historia (1735).
Pero todas estas reformas no se hicieron sin esfuerzo. Hubo que luchar contra
importantes e influyentes sectores reaccionarios. Así, por ejemplo, la universidad se mantuvo
fuera del control de la Ilustración: se siguió hablando en latín y manteniendo los valores más
medievales.
El siglo XVIII no es un siglo de esplendor en lo que a la literatura creativa o de ficción
se refiere. La literatura se convierte, en general, en un vehículo de transmisión de las ideas
ilustradas. Así, el didactismo se impone a la originalidad.
Podemos distinguir tres etapas en la literatura dieciochesca española:
1. Posbarroquismo. Se continúa imitando a Góngora, pero ya sin su genialidad. Se
denomina rococó a un barroco menor, refinado y elitista.
2. Neoclasicismo. Es el estilo que mejor se corresponde con el pensamiento ilustrado.
Supone una vuelta a los preceptos clásicos: regla de las tres unidades; equilibrio y
mesura en la expresión; cultivo del ensayo y del teatro en detrimento de la lírica,
donde se adoptan temas pastoriles, anacreónticos (exaltación de placeres elementales)
o filosóficos. Todo ello se recoge en poéticas que intentan regular la literatura
mediante preceptos (la Poética de Boileau será el modelo a seguir). En esta línea de
pensamiento, Ignacio Luzán escribirá en su voluminosa Poética (1735) cómo la poesía
debe ponerse al servicio de los valores ilustrados.
3. El prerromanticismo. En las últimas décadas del siglo se acusa un cansancio ante la
rigidez de los preceptos neoclásicos, que encorsetan cualquier vestigio de creatividad
y originalidad personales. Así se inicia la tendencia prerromántica, a la que se sumarán
algunos de los escritores que años antes defendieron los valores ilustrados.
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1.3. La prosa narrativa
Aunque es un lugar común señalar el siglo XVIII como un siglo no creativo -arrastra
este siglo XVIII el sambenito de ser una centuria poco imaginativa-, debido a la importancia
que cobra entonces la difusión de nuevas ideas (según el profesor Caso González, en todas las
épocas de crisis interesan más las ideas, las viejas para combatirlas, las nuevas para
defenderlas, que la creación artística), no debemos olvidar la complejidad de aquella época
tan particular y fascinante. Es cierto que disminuyen las obras de imaginación, pero también
que aún no se ha estudiado lo suficiente el catálogo de obras narrativas de aquel siglo y que se
desarrollaron en cambio géneros literarios no tradicionales de carácter narrativo:
autobiografías, diarios, libros de viajes, cartas y hasta utopías.
Por otra parte, el concepto de literatura entendido como arte o invención, se amplía
ahora hasta incluir a casi todas las ramas del saber. Es esta mentalidad la que va a arrinconar
los llamados géneros creativos, como por ejemplo la novela. La literatura española, que con
Cervantes y los relatos picarescos se había adelantado a dar forma definida a la narración
moderna, en el siglo XVIII no apreciará este género, que se cultivará muy poco.
Sin embargo, algunos de los mejores escritores de ese siglo mantendrán, de un modo
peculiar, la llama del arte de la narración. Nos referimos, sobre todo, a Diego de Torres
Villarroel y a José Francisco de Isla.
1.3.1. Torres Villarroel (1694-1770)
Fue, tal vez, el escritor más atractivo de la primera mitad del siglo XVIII español.
Original, complejo, gran dominador del lenguaje y autor de una producción amplísima.
Durante mucho tiempo se consideró a Torres, sin embargo, como un mero epígono del
decadente Barroco o incluso como un pintoresco intruso, extravagante y retrógrado, en la
época de las Luces y la Ilustración. Fruto de numerosos malentendidos, de lecturas parciales y
poco atentas -hasta hace relativamente muy poco tiempo, excepto su Vida, el resto de sus
creaciones no eran fáciles de conseguir-, todo ello no debe ocultar que Torres y su obra son un
ejemplo de la problemática transición entre la mentalidad barroca y la modernidad ilustrada.
Así, aunque Torres nació como escritor dentro de formas literarias heredadas del siglo XVII,
dejó desde el principio su huella personal y renovadora.
Heredero y admirador de Quevedo, enriqueció la modalidad quevedesca del sueño
haciéndolo desembocar en verdadera novela (por ejemplo en “El viaje fantástico”, de 1724, el
“Correo del otro mundo”, de 1725 o “Visiones y visitas de Torres con don Francisco de
Quevedo por la corte”, de 1727) y tratando en ellos de asuntos tan variados como la
astrología, la medicina, el derecho o la moral.
Dignificó el género popular e infraliterario de los almanaques o pronósticos: introdujo
narraciones ficticias en la que son personajes novelescos los encargados de dar el pronóstico
del año con gran riqueza verbal; intercala descripciones, monólogos y diálogos en los que
incorpora el lenguaje popular coloquial y el refranero, a través de estampas callejeras que
constituyen un auténtico cuadro de costumbres.
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Finalmente, inaugura la autobiografía española moderna con la que es su obra más
famosa y conocida, su “Vida” (“Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del
Doctor Don Diego de Torres Villarroel”, de 1743), publicada en seis “Trozos” hasta 1758.
Se trata de una obra bien contradictoria, pues aunque declara al comienzo su intención
de ser fiel y veraz, nunca renuncia a retocar el relato y sus maneras son evidentemente
novelescas. Por otra parte, se ha considerado este libro como una autobiografía burguesa,
cuyo tema principal es el ascenso social y económico de un hombre originariamente oscuro y
cuyo fin es precisamente el relato de ese mismo ascenso.
El mismo día de su muerte, el poeta Iglesias de la Casa publicó unos versos en los que
le calificaba como “el Quevedo de este siglo”. Y efectivamente, con el estilo de Quevedo se
emparenta el de Torres: juegos de palabras, equívocos, conceptos, metáforas, hipérboles...,
muestran la capacidad expresiva de Torres, con clara tendencia hacia lo plástico y lo pictórico.
Matemático, astrólogo, filósofo y un punto mago, curioso del saber todo, Torres abrió
una puerta hacia la narración moderna con las armas heredadas del Barroco más
esplendoroso.
1.3.2. El Padre Isla (1703-1781)
José Francisco Isla fue un escritor muy reconocido ya entre sus contemporáneos.
Religioso, catedrático de filosofía y teología, predicador famoso, traductor y creador de obras
originales, fue admirado por Moratín y muchos otros escritores lo tomaron como modelo
reformista e innovador.
Por encima de todo, fue un escritor satírico. “Papeles crítico-apologéticos”, “El
Tapabocas”, “Juventud triunfante” o el “Triunfo del amor y la lealtad” son todas ellas obras
donde se aprecia ese espíritu crítico y burlesco.
Pero donde mejor se puede apreciar este espíritu es en su obra más ambiciosa, aquella
que le dio mayor éxito -también sufrió prohibiciones y censuras- y fama: “Historia del famoso
predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes” (de 1758 la primera parte).
Con esta obra recuperó a la novela del relativo olvido en que se encontraba. Fue, en
este sentido, un verdadero innovador que partió del modelo del Quijote para escribir esta obra
que él mismo llamó en alguna ocasión el “Quijote de los predicadores”.
Su intención es satirizar, criticar y burlarse de la retórica barroca, alambicada e
incomprensible, de muchos de los predicadores de su tiempo. Pero junto a esto, hay en esta
narración un propósito de reforma de la educación y los métodos de enseñanza, y el tema de
la vida religiosa sin las virtudes propias de la misma, sin vocación verdadera y mantenedora
de supersticiones. Como en tantas páginas de Feijoo, encontramos en esta novela una crítica
profunda de las supersticiones y una aviso ante la falta de piedad.
Para colocar las cosas en su justo término, habría que decir que Isla tomó en su “Fray
Gerundio” lo externo de una tradición literaria y le infundió el espíritu didáctico de la época,
con una buena dosis de sentido cómico y artístico, para ridiculizar lo que de incultura general
y absurdo veía en el ambiente eclesiástico de su tiempo.
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Por lo tanto, esta novela tiene importancia, dentro de su siglo, desde el punto de vista
de la reforma social que se intentaba en aquellos años. Pero también es relevante desde el
punto de vista del estilo. Su vitalidad lingüística, que equilibra la escasa acción de la novela,
se aprecia claramente en la combinación de la lengua pomposa y retorcida de los sermones de
los protagonistas, y las conversaciones dialectales de los personajes; entre el número de
galicismos exagerados de los pedantes, y los coloquios castizos de los personajes más
humildes.
1.4. Conclusión
De la prosa narrativa dieciochesca aún queda mucho por estudiar y editar. Al final del
siglo surgen obras de interés, la mayoría de las cuales todavía no se han estudiado en
profundidad. Poco sabemos, por ejemplo, de las sátiras novelescas que se inspiran en la
novela de cervantes (hay una “Vida y empresas literarias de Don Quijote de la Manchuela”,
de Donato de Arenzana), o de la pervivencia de novelas picarescas, de la novela moral o
educativa (dirigida al parecer a un público femenino), de la novela irreligiosa, etc.
2. La prosa ensayística del siglo XVIII; Cadalso y Jovellanos
2.1. Introducción
En líneas generales, el siglo XVIII supone el paso a un segundo plano de los géneros
acusadamente artísticos de la poesía y la novela para cultivar de un modo relevante la prosa
crítica y didáctica, prosas que podríamos llamar no necesariamente artísticas (recordemos, de
nuevo, la cita del profesor Caso, referida anteriormente). Y entre estas, el desarrollo del
ensayo como género moderno, creado por Montaigne y aclimatado a nuestro país, los
primeros años del siglo, por el benedictino Feijoo.
Sin embargo, bajo ese membrete, todavía muy impreciso en aquel tiempo,
encontraremos textos muy variados: cuadros de costumbres, diarios (por ejemplo, como
veremos líneas abajo, el de Jovellanos), epístolas (como las Cartas marruecas de Cadalso),
informes, memorias o discursos. No olvidemos, para comprender esto, el fin marcadamente
práctico del arte de este siglo: se persiguen la utilidad y la enseñanza.
Además, el desarrollo de la prensa escrita, unido a este afán y esta curiosidad
ilustradas, favoreció la difusión de esta nueva clase de textos en prosa (cabe citar aquí la labor
de El Censor, tal vez la publicación periódica más importante del siglo).
Finalmente, los autores que vamos a estudiar escribieron prosas de este tipo que se
consideran literarias porque se encuentra también en ellos un fuerte impulso estético.
2.2. Cadalso
Militar de formación cosmopolita, fue también poeta y dramaturgo. Algunos de sus
escritos, al considerarse, equivocadamente, autobiográficos, crearon el malentendido de
considerar a Cadalso como el primer romántico de nuestra literatura.
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Sin embargo, Cadalso no solo no es el Nuño de las Cartas marruecas ni el Tediato de
las Noches lúgubres, sino que es un autor de su época, un ilustrado que creía en el poder
didáctico, crítico y divulgador de la literatura. Fue, eso sí, un ilustrado pesimista.
Todo esto se aprecia claramente en la obra que más fama y popularidad le dio en vida,
los Eruditos a la violeta, sátira contra los violetas, esto es, los que pretenden saber mucho
estudiando poco (llamados en su tiempo petimetres, pedantes o damiselas) y contra la
sociedad que acepta este tipo de erudición o falsa sabiduría. Defiende en esta obra unos
valores que, según Cadalso, esa clase de gente traiciona: el amor a la patria, la austeridad de
las costumbres, el rigor del saber, etc.
Pero la obra que ha colocado a Cadalso en el canon de nuestra historia literaria es una
obra publicada póstumamente, las Cartas marruecas, un ensayo sobre España y el carácter
nacional, que para él, apartándose de la idea ilustrada de la unidad humana, es fruto de una
historia peculiar y propia.
Utiliza para su redacción elementos ya usados en muchas otras obras: un molde
epistolar y unos personajes contemporáneos pero de diferente raza y sociedad. Se persigue
con ello un efecto perspectivístico que proporcione al lector unos puntos de vista novedosos
y diferentes para que contemple su propio mundo como si fuese desconocido. En las Cartas
son tres los puntos de vista que se ofrecen: Ben-Beley, Gazel y Nuño, a través de los cuales
Cadalso deja oír su voz sobre múltiples temas: educación, economía, entretenimientos,
costumbres, literatura… Escritas como réplica a las Cartas persas (Lettres persanes) de
Montesquieu, en concreto a una de ellas donde el autor francés realiza un retrato
caricaturesco y cruel de nuestro país, Cadalso no hace un apología de España sino que
muestra su verdadero rostro, de un modo crítico, para empujar a la reflexión y a la mejora de
todos sus defectos.
El estilo de la obra responde al ideal de claridad y precisión propio de la época, sin
rehuir ni neologismos ni arcaísmos. La prosa de las Cartas participa de los rasgos
característicos del ensayo ilustrado: actitud intelectual y crítica ante los temas, pero sin hacer
uso de un vocabulario especializado, agilidad expresiva, brevedad en la exposición y variedad
de argumentos. Con esta obra, Cadalso se coloca en el camino que conducirá a Larra y a los
noventayochistas, con los que compartirá un pesimismo crítico.
Es de las Noches lúgubres (también publicada tras su muerte y por entregas) de donde
parte esa leyenda del Cadalso romántico. Según esta, habría intentado, roto de dolor,
desenterrar el cadáver de su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez. El conde de Aranda se lo
habría impedido y le habría desterrado a Salamanca. Desde hace tiempo se sabe que todo esto
es falso. Lo que sí es cierto es que la obra fue escrita con motivo de esa muerte y que,
basándose en ese dolorosísimo hecho, Cadalso escribió su obra inspirándose también en cierta
literatura inglesa (los Pensamientos nocturnos de E. Young) y en algunas leyendas populares
españolas (La difunta pleiteada), además, claro es, de en el mito clásico de la busca o
recuperación del ser amado más allá de la muerte (Eneas, Orfeo, Telémaco). Lo que hizo
Cadalso fue convertir en literatura un drama personal. Y aunque por la escenografía, la
atmósfera y lo truculento de la trama, se la suela considerar como una obra temprana del
movimiento romántico, la actitud del protagonista, Tediato (de tedio), siempre es racional, y
se defienden en ella, no pocas veces, los principios ideológicos del siglo. No debemos olvidar
que las Noches es obra de la segunda mitad del XVIII, años que sin dejar de ser ilustrados,
revalorizan poco a poco lo sentimental y humano.
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Por esta razón, la mayor novedad de las Noches no es su asunto sino su prosa, una
prosa singular por lo rítmica y cadenciosa. Cadalso consigue con ella crear un clima
emocional que actúa eficazmente sobre la sensibilidad del lector: grupos fónicos octosilábicos
o tetrasilábicos, heptasílabos o hexasílabos paralelos, adjetivación antepuesta, series de
sustantivos reforzados con aposiciones, apóstofres, exclamaciones…
En resumen, Cadalso fue un ilustrado original y pesimista, que meditó no solo sobre
los males que aquejaban al país, sino también sobre el hombre y su destino, con una prosa
singular y plenamente artística.
2.3. Jovellanos
Tal vez sea Jovellanos la figura más representativa de la Ilustración española. Fue un
verdadero polígrafo que cultivó la poesía, el teatro y la prosa en forma de memorias, informes
y discursos, redactados para las muchas instituciones de las que fue miembro (Real Academia
de la Lengua, de la Historia, Sociedades Económicas de Amigos del País…).
Todos esos textos, de naturaleza ensayística la mayoría, versan sobre literatura,
historia, arte, economía, política, leyes y pedagogía. Por ello, es difícil separar lo que
pertenece exclusivamente a la literatura de lo que solo es didáctico o político. Por esta
intención didáctica y práctica de gran parte de su prosa, esta pertenece más a la historia de las
ideas políticas que a la historia de la literatura, pero en muchos casos es la calidad de aquella
la que justifica su consideración como obra literaria. Pues bien, por esta capacidad poética es
por la que destacan, sobre todo, las Cartas a Ponz, su Diario, el Elogio a Carlos III, la
Memoria sobre espectáculos y la Descripción del Castillo de Bellver.
Las Cartas a Ponz son un ejemplo magnífico de literatura ilustrada y, tal vez, lo más
valioso de su obra. Las diez cartas (la quinta ha desaparecido) son fruto del encargo que Ponz
le hizo para que escribiese sobre los monumentos artísticos de su tierra, Asturias, con el fin
de incluirlos en su Viaje de España. Sin embargo, Ponz murió sin llegar a incluirlas en su
obra y Jovellanos pensó entonces en publicarlas como obra independiente, motivo por el que
también se las conoce como Cartas del viaje de Asturias.
Su Diario es una de las grandes obras en prosa del siglo. Con un estilo vivo y preciso,
de frase corta, esta obra es una fuente inagotable de noticias sobre la vida de Jovellanos y la
vida española de fines del XVIII y principios del XIX. Son trece cuadernos de tapas de hule
negro, que no se publicarían hasta bien entrado el siglo XIX, y donde se pueden encontrar, al
lado de la curiosidad y análisis ilustrados, al lado del culto a la razón, al saber, al orden y la
virtud, abundantes ejemplos de un temprano subjetivismo romántico (por ejemplo, en la
descripción de los paisajes). Nada que se acerque a esa exaltación del yo que traerán consigo
los románticos.
El Elogio es, por su parte, un discurso en el que Jovellanos exalta toda la política
ilustrada. Se trata de un verdadero modelo de oratoria académica.
La Memoria está en relación con las polémicas teatrales del siglo. Con magistrales
descripciones de los ociosos pueblos españoles y un estilo azoriniano avant la lettre, defiende
en ella que el teatro influye negativamente en el pueblo, que necesita como entretenimientos
romerías, meriendas, bailes o paseos, más apropiados a su manera de ser, ya que para gozar
del arte debe cultivarse antes el espíritu.
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Finalmente, la Descripción del Castillo de Bellver supone, ahora sí, el nacimiento en
la prosa de una nueva sensibilidad. De un modo que luego se encargarán de desarrollar los
románticos, Jovellanos siente y describe el paisaje en función de su estado de ánimo: la
naturaleza que lo rodea se une a su propia vida y acaba expresando la soledad, la tristeza y el
abandono de un prisionero desterrado como era él entonces.
3. Características del teatro. Ramón de la Cruz y Leandro
Fernández de Moratín
3.1. Características del teatro ilustrado
Como venía sucediendo desde mucho tiempo atrás, el teatro fue el género más popular
de aquel siglo. Nació bajo el signo de Calderón, que fue el autor más representado hasta 1770
en los teatros madrileños, que dejarán de ser en este siglo los viejos corrales de comedias para
pasar a ser teatros a la italiana. No pudieron con él ni la prohibición de los autos
sacramentales (1765), ni la imaginación de sus continuadores (Antonio Zamora y José de
Cañizares), ni menos aún los intentos de un teatro regularizado y clásico o la importación de
la ópera italiana. Solamente cedió ante la progresiva implantación de las comedias de magia y
de santos, que combinaban los recursos de una escenografía disparatada con unos
protagonistas y argumentos realmente inverosímiles. Este teatro, que tanto escandalizó a los
ilustrados, obtenía el favor del público por lo llamativo de sus tramas, la espectacularidad de
las representaciones, llenas de artificios, y a la afectación de los actores.1
Por esta razón Jovellanos prefería para el pueblo entretenimientos más naturales y por
esta razón esta clase de teatro fue tan atacada por los ilustrados, que, ayudados por el poder
político, intentaron levantar unas obras dramáticas completamente distintas, acordes con los
principios de utilidad y pedagogía que debía cumplir el arte y apegadas a preceptos clásicos
muy definidos:
-
No deben mezclarse lo trágico y lo cómico. Tampoco el verso con la prosa.
Debe respetarse la regla de las tres unidades: de acción, de lugar y de tiempo.
Deben respetarse el decoro2 y la verosimilitud…
Sin embargo, la reforma tropezó no solo con el rechazo de la mayoría del público sino
con el escepticismo de las compañías teatrales y los ayuntamientos, que conseguían buenos
beneficios económicos con el teatro barroco. También los actores y actrices se mostraron
reacios a este nuevo teatro, ya que los papeles que habían de representar no les permitían
lucirse. Poco a poco, no obstante, las obras ilustradas fueron ocupando las carteleras teatrales,
aunque los géneros dramáticos más populares pasaron a ser los sainetes y las comedias
sentimentales, y no la tragedia o la comedia neoclásicas.
En este contexto, las figuras más destacadas son, sin duda alguna, Ramón de la Cruz,
el gran sainetista dieciochesco, y Leandro Fernández de Moratín, el mayor creador del teatro
español del siglo XVIII.
1
Se llegaron a incluir exhibiciones de volatinería, prestidigitación, animales exóticos, música y canto, etc.
Decoro es la correspondencia entre la condición de un personaje, las acciones y el modo de hablar que se le
atribuyen en una obra literaria con la realidad.
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3.2. Ramón de la Cruz
El gran sainetista3 dieciochesco, Ramón de la Cruz fue, indudablemente, uno de los
dramaturgos más populares y más fecundos de la segunda mitad del siglo XVIII. Cultivó
todos los géneros dramáticos, pero la fama póstuma la debe efectivamente a sus sainetes, una
forma de teatro breve que llegó a renovar reproduciendo la realidad cotidiana del Madrid de
su tiempo, aprovechando sus dotes satíricas en unas obritas cada vez más desligadas de la
tradición anterior y creando una comicidad que aún sigue funcionando en el siglo XXI.
Funcionario como era, el mucho dinero que precisaba para mantener a su numerosa familia lo
obtuvo del escenario, la protección de algunos mecenas (por ejemplo los duques de Alba) y la
publicación de su obra por suscripción pública. Escribió más de trescientos sainetes (El Prado
por la noche; Las tertulias de Madrid; La víspera de San Pedro; La maja majada; Las
castañeras picadas; El Rastro por la mañana; La pradera de san Isidro).
Despreció su obra la mayoría de los ilustrados, que rechazaban el sainete porque lo
consideraban un divertimento sin arte que interrumpía durante casi media hora la
representación sin otro fin que el deleite del vulgo o la sátira de, entre otras muchas cosas, los
mismísimos ilustrados. Sin embargo, la pintura bienhumorada de las costumbres madrileñas
no pocas veces coincide con las preocupaciones ilustradas (La petimetra en el tocador, El
petimetre o La oposición al cortejo, por ejemplo, son una crítica de aquellos eruditos a la
violeta que atacó Cadalso y una censura de los coqueteos de las casadas y de cierta educación
femenina que encontraremos también en Moratín) y por ello se puede decir que Cruz
persiguió el mismo ideal ilustrado que los autores neoclásicos pero sin caer en la manía del
clasicismo a ultranza. Sin olvidar jamás la naturaleza del teatro como entretenimiento y juego,
hace de cada sainete una pequeña pieza satírica con idéntico fin que los escritores de
comedias clasicistas: presenta estilizadamente unos personajes sobre los que recae algún vicio
o alguna mala costumbre y los castiga por ello al final.
Como se apunta en el párrafo anterior, late en toda su obra algo que, sin duda, se les
escapaba a los ilustrados: un concepto lúdico del teatro como pura diversión, ajeno al carácter
rígidamente docente que le concedían aquellos. En este sentido, resulta un ejemplo magnífico
El Manolo, una parodia de cierta tragedia popular que recuerda a La venganza de Don
Mendo.
Por la cantidad de tipos madrileños, y ambientes que retrata en sus sainetes –se le
considera el creador del majismo- se le ha señalado a menudo como un precursor del
costumbrismo –el propio Cruz se vanagloriaba de que sus personajes eran retratos vivos y
reales-. Sin embargo, si se leen con atención, hay siempre en él una estilización, cierto
expresionismo moderado que mediante la exageración de determinados rasgos, produce, más
que retratos, caricaturas. En este sentido, y fijándose en la enorme popularidad de sus
sainetes, hay quien se pregunta si esos tipos madrileños que saca a escena hablaban realmente
como Cruz los hace hablar, o al contrario, si ellos mismos acabaron por adoptar el lenguaje
que Cruz les atribuye.
De su fama y popularidad habla la cantidad de gente que colaboraba en la suscripción
pública para editar sus obras, entre ellos no pocos ilustrados. Partiendo de un género muy
simple y sencillo, Cruz se revela como un autor de gran talento e interés.
El sainete es una pieza teatral breve –hija del entremés-, de carácter cómico que se representaba en los
entreactos de obras más extensas.
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3.3. Leandro Fernández de Moratín
Fue, sin duda, el mayor creador del teatro español del siglo XVIII. Poeta y gran
prosista, fue uno de los pontífices del gusto literario madrileño que, tras colaborar con el
gobierno de José Bonaparte, tuvo que vivir la amargura del exilio.
Solo escribió cinco comedias originales, pero todas espléndidas. La mayor parte de
ellas giran en torno a un tema que interesaba particularmente a su sociedad: la relación
preconyugal, dominada por la hipocresía y los prejuicios, que luego daba paso a un
matrimonio de moral más laxa. Así, el casorio obligado en una pareja desigual fue el pretexto
de El viejo y la niña (1790); en El barón (1803) abordó la pretensión nobiliaria de una mujer
que pretende casar a su hija con un aristócrata y que acaba siendo engañada.
La comedia nueva o El café (1792), en cambio, es una reflexión sobre el papel del
teatro y la literatura y una demostración magistral de que la observancia de las reglas
neoclásicas no está reñida con la modernidad ni con la gracia. Precisamente el estricto
cumplimiento de las unidades de tiempo y acción da una enorme vivacidad a la obra y
permiten el juego de un pequeño grupo de personajes perfectamente dibujados.
La prosa de esta obra es magnífica, igual que la de su última comedia, El sí de las
niñas (editada en 1805 y estrenada en 1806), que fue el éxito de público más claro de la
comedia clásica.
El ambiente –una fonda rural cerca de Alcalá de Henares en una noche de calor
agobiante- llega a convertirse en un elemento tan explicativo como las entradas y salidas,
escondites y mentiras de los personajes. De nuevo el tema es el del matrimonio desigual. Hay
en esta obra elementos, al parecer, autobiográficos, y, sobre todo, una crítica feroz del sistema
educativo. Pero no hay que desdeñar tampoco en esta comedia de Moratín una secreta
intención subversiva: sería una defensa de la alianza entre la burguesía emprendedora (don
Diego) con los servidores del Estado (don Carlos) en contra de una nobleza inútil y vacua
(doña Irene, una hidalga sin fortuna pero llena de pretensiones). Conflicto este que se
mantendrá vigente a lo largo del siglo XIX.
Se puede decir que con esta obra la comedia alcanzó su momento más alto y aún hoy
continúa representándose y se mantiene tan viva como el día de su estreno.
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