“Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo”

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“Felices los que creen sin haber visto”
(Jn 20,29)
Homilía en la toma de posesión del nuevo párroco
Pablo Boldrini
Balcarce, Parroquia Santa María, 15 de abril de 2012
Queridos hermanos:
Mi presencia entre ustedes en la octava de Pascua coincide con la toma de posesión
del P. Pablo Fabián Boldrini como párroco de este lugar, que estaba anteriormente bajo
la cura pastoral del mismo párroco de la parroquia San José. De este modo, expreso mi
deseo de que la presencia estable de un sacerdote en esta sede contribuya a una atención
más esmerada de este territorio, pues al mismo tiempo al P. Boldrini también le
confiamos la capilla de San Pantaleón, la parroquia de la Sagrada Familia en la
localidad de San Agustín, y la capilla de la Santa Cruz en la localidad de Los Pinos.
Aprovecho la ocasión para agradecer al P. Pablo Bosisio y a los sacerdotes que a lo
largo de los años han trabajado cubriendo las necesidades pastorales de toda esta zona.
La cálida recepción del nuevo pastor, debe estar guiada por la mirada de la fe. ¿Qué
significa la presencia de un sacerdote al frente de la comunidad? La respuesta es simple
y profunda a la vez: se trata de la presencia sacramental del mismo Cristo, que a través
de un instrumento humano sigue enseñando, santificando y gobernando al pueblo que él
mismo le confía.
Se trata, por tanto, de un don y de un instrumento. Don precioso de la gracia divina,
que se vale de instrumentos imperfectos, como somos nosotros los ministros de la
Iglesia, para comunicar por ellos su verdad y su gracia. Un don exige gratitud y
correspondencia. Sabemos que el instrumento humano no llama la atención sobre sí
mismo, sino que es el medio querido por Dios para llegar a nosotros. En cuanto tal, está
al servicio de la Iglesia y procura la gloria de Dios y no la propia.
***
El segundo domingo de pascua nos habla de la incredulidad de Tomás: “Si no veo la
marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la
mano en su costado, no lo creeré” (Jn 20,25). Así decía el apóstol, mostrando con ello el
profundo desconcierto en que lo había sumergido la muerte ignominiosa del Maestro en
quien había creído.
Para los apóstoles no fue fácil creer. Estaban aún aturdidos por el fracaso humano de
aquél en quien ciertamente creían y confiaban, aunque con fe todavía imperfecta. Unir
la gloria del Mesías y el inicio del Reino de Dios con semejante humillación y muerte,
era algo que no podían armonizar en sus inteligencias.
Con su aparición a los suyos, al atardecer del domingo de resurrección, Jesús
comienza a curar su ceguera y les muestra las llagas de sus manos y del costado, signos
de su pasión y muerte. Pero también signos de la identidad entre el Jesús que los había
llamado en su etapa terrena y el Cristo ahora glorioso, en el cual las llagas se han
convertido en símbolo de su amor y de su victoria. Dice el texto: “Los discípulos se
alegraron al ver al Señor” (Jn 20,20).
Se trataba del mismo Jesús, pero ahora había entrado en un estado distinto. Tomás
estaba ausente y se negó a admitir el testimonio de sus condiscípulos. Para creer exigía
los signos visibles que apoyaran su fe. Ocho días más tarde, Jesús vuelve a aparecer
ante sus discípulos, esta vez con la presencia de Tomás, y le concede el apoyo sensible
que pedía: “«Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi
costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.» Tomás respondió: «¡Señor
mío y Dios mío!»” (Jn 20,28). Esta hermosa confesión estaba ahora sostenida por la
aparición del Resucitado y la experiencia de palpar sus llagas. Y Jesús añadió: “«Ahora
crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»” (Jn 20,29).
Debemos detenernos en estas palabras del Señor: ver y creer parecen excluirse. En
efecto, podemos decir que el que ve no cree, sino que tiene una evidencia. Cuando
hablamos de fe, en cambio, nos referimos a la aceptación de un testimonio brindado por
otro. Aceptamos su testimonio y lo tenemos por verdadero, aunque no hayamos visto
aquello de lo que nos habla, ni podamos demostrarlo con nuestro razonamiento. En la fe
estamos ante una certeza que no descansa en la evidencia de la realidad que aceptamos,
sino en la confianza plena que nos merece el testigo. Creemos porque el testigo es
fidedigno. Creemos porque lo amamos y percibimos que nos ama y no busca
engañarnos.
La Carta a los Hebreos afirma: “La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la
plena certeza de las realidades que no se ven” (Heb 11,1). En la fe, Dios nos da
testimonio de sí mismo y de nuestra salvación, a través de Cristo. Aquí debemos dar un
paso más. Si aceptamos con plena certeza la Palabra de Dios que nos habla por Cristo,
es porque no estamos solos en nuestro salto a la fe, sino que secretamente nos está
iluminando y auxiliando su gracia: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que
me envió” (Jn 6,44), decía Jesús en el discurso del Pan de Vida. Y San Pablo nos enseña
de manera semejante: “Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por
el Espíritu Santo” (1Cor 12,3).
La fe supone el don de la gracia, sin cuyo auxilio no podríamos creer. Pero no anula
nuestra libertad, la hace posible. La gracia nos ilumina y nos atrae interiormente, pero
compromete nuestra libre respuesta personal. Debemos decidirnos a creer, vale decir,
adherirnos con todo nuestro ser a Dios que nos habla por la humanidad de Cristo.
En su pedagogía, Dios suele conceder al creyente signos que sirven de apoyo
sensible a la fe. Esta puede ser la parte de “visión” compatible con la fe, a pesar de lo
cual, la fe no queda despojada de su valor: “Ahora crees, porque me has visto. Felices
los que creen sin haber visto” (Jn 20,29). El creyente no rechaza ni menosprecia la
presencia de los signos que mueven a creer, cuando estos son dados, aunque no los
exige como condición para su acto de fe. Por otra parte, es propio de una fe más
perfecta el creer sin el apoyo de tales signos.
Los signos sensibles, pues, no despojan a la fe de su sustancia. En el evangelio de
San Juan, el apóstol Tomás confiesa a Jesús resucitado como su Dios y Señor, sólo
después de haber visto y tras haber puesto “el dedo en el lugar de los clavos y la mano
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en su costado”. Jesús declara entonces: “¡Felices los que creen sin haber visto!” (Jn
20,29).
El papa San Gregorio Magno tiene un comentario admirable: “Si Tomás vio y palpó
¿cómo es que le dice el Señor: No has creído sino después de haberme visto? Pero es
que lo que creyó superaba a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la
divinidad. Por esto lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al
decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, aun viendo, creyó, ya que, teniendo ante sus
ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada”.
(Homilías sobre los Evangelios, 26).
Antes de él los otros diez apóstoles habían visto y creído, y esta visión habría de
constituir la base fundamental del testimonio ante los demás: el que fue crucificado, ha
resucitado. Ellos vieron y creyeron; en adelante, otros no verán y, sin embargo,
igualmente creerán, fundados en el testimonio apostólico y socorridos por la gracia del
Espíritu Santo.
Santo Tomás de Aquino ha desarrollado en este punto, con amplitud y profundidad,
reflexiones memorables. La resurrección de Cristo no fue manifiesta a todos, sino a
algunos, que recibieron así la revelación fundante, por cuyo testimonio podía llegar al
conocimiento de los demás. Continuando las ideas de San Gregorio Magno, afirma que
la visión de los signos sensibles y la actitud de fe no se contradicen (III, q.55, a.2, ad 1),
como lo muestra la fe de los diez apóstoles, y luego la de Tomás, ante el Señor
resucitado.
Sus palabras merecen ser escuchadas: “El mérito de la bienaventuranza, causado por
la fe, no queda excluido totalmente a no ser que el hombre acepte creer sólo lo que ve.
Pero el que alguien crea lo que no ve, a través de algunos signos que ha visto, eso no
vuelve totalmente inútil la fe ni su mérito. Así como Tomás, a quien le dijo (Jn 20,29):
porque me has visto, has creído, vio una cosa y creyó otra: vio las llagas y creyó que era
Dios. Pero es más perfecta la fe del que no exige semejantes auxilios para creer, y por
eso reprende el Señor en algunos esa falta de fe, diciendo: Si no ven signos y prodigios
no creen (Jn 4,48). Según esto puede entenderse que los que tienen un ánimo tan pronto
para creer en Dios, aun sin ver los prodigios, son dichosos en comparación con los que
no creen si no ven tales signos” (ibid. a.5, ad 3).
Forma parte de la pedagogía de Dios tanto lo uno como lo otro: los consuelos de
Dios a través de apoyos sensibles, y la oscuridad de la fe junto con la experiencia de
desolaciones, a fin de robustecerla y llevarnos a mayor perfección y pureza. No nos
desanimemos antes las pruebas, sean éstas personales o comunitarias. Son parte normal
y necesaria en nuestro itinerario espiritual.
Nuestras celebraciones eucarísticas, junto con la meditación de la Palabra de Dios y
la oración personal y comunitaria, son la mejor manera de crecer en la fe y de dar
testimonio ante el mundo con el fruto de nuestras buenas obras.
Para esto existe una parroquia, para anunciar a tiempo y a destiempo nuestra fe en
Cristo e invitar sin cansancio a otros a entrar en la Iglesia, comunidad de fe y de
caridad, de culto a Dios y de misión ante el mundo. La cultura actual, marcada por
tantas oscuridades, nos necesita sin saberlo.
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Al mismo tiempo que encomiendo al nuevo párroco el cuidado pastoral de la zona
asignada en el nombramiento, exhorto también a los fieles a iniciar una amplia y
generosa colaboración apostólica, conscientes del compromiso adquirido por los
sacramentos del bautismo y la confirmación.
Al P. Pablo Boldrini, en primer lugar, y a todos los feligreses, imparto mi bendición.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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