Lejos quedan aquellos veranos en mi pueblo, La Riba de Escalote, pero que presentes están todavía los recuerdos de esos años. Veranos, de finales de los sesenta, que comenzaban en la estación de Valladolid, esperando varias horas hasta que llegaba el viejo “changai”, siempre con un retraso imprevisible. Los furtivos cigarrillos “Jean” que comprábamos entre los cinco, como obligábamos a fumar al más pequeño, además tenía que vigilar las maletas. Un viaje de seis o siete horas, ese tren que paraba en todas las estaciones y apeaderos, pero no se hacia largo, lo recorríamos muchas veces, nos colábamos en los vagones de primera, sin que nos viera el revisor. Como no recordar la llegada a Berlanga donde me esperaba mi padre y después al pueblo, a lomos de aquel “bayo”, mi madre ya inquieta esperando en la fuente, su abrazo fuerte y lleno de cariño, ese año la habían operado de cataratas y llevaba gafas. Ya en casa dejar la maleta y corriendo a la plaza para encontrarme con mis amigos algunos también estaban fuera, en los frailes, otros pasaban todo el año en el pueblo. Obligado era saludar a D. Ángel, el Sr. Cura. Hasta el comienzo de las faenas fuertes, la actividad era diversa, recoger la hierba, regar el huerto, ayudar en lo que fuera, lo que me mandara la tía Luisa, y jugar, sobre todo jugar, los partidos de futbol eran a cinco goles o a diez, el día era largo, daba tiempo para todo. El Escalote, el río , lo recuerdo muy grande, su caudal movía seis molinos harineros, dos en La Riba ya hundidos y esquilmados, ahora en el verano apenas lleva agua, algún año ha llegado a secarse. Río muy cangrejero, en el pueblo cada vecino disponía de su licencia para pescar, yo también, Los días permitidos, al caer la tarde con mis reteles en la cesta de mimbre a pescar, si picaban, era divertido. A veces sigilosamente se acercaban los guardias. - “donde tienes el otro talego”. - “solo tengo éste” y se lo mostraba. Sobre la media noche llegaba el cangrejero, había que venderlos En la segunda quincena de julio comenzaba la siega, las casas “fuertes” ya empleaban maquinaria, en mi casa no teníamos. Segábamos: el trigo, la cebada, la avena, el centeno, con la hoz, la zoqueta, el zamarro, todo el día, de sol a sol ,con mi padre y mi madre, que llegaba al tajo un poco más tarde después de hacer las faenas de casa, con el “avío” para todo la jornada. Alguna vez segábamos para otros, mi padre lo ajustaba a destajo. Después el acarreo a lomo de las dos caballerías, la trilla dando vueltas y vueltas a la parva sobre el trillo de sierras y piedras de pedernal, esperar al ábrego, estas faenas eran más llevaderas. En este periodo estival había fiestas de guardar, Santiago, San Hipólito, el patrón, y la Virgen de Agosto, días de misa obligada. El Sr., Cura invitaba a los “seminaristas” a cantar. No quiero olvidar aquel “Como brotes de olivo…”, no lo entonaba mal, qué orgullosa se sentía mi madre, que le costaba pisar la iglesia, pero esos días, la primera. Además, Pedrito, mi hermano que también estuvo algunos años en los frailes “los Paules” en Tardajos, desde las Navidades trabajaba en Madrid y vino unos días por San Hipólito. Por la tarde el paseo hasta el molino de los Garates, buscar algún nido en los riscos del Molar y la Hoz, coger alguna fruta en su fértil y cuidada huerta, sin que los molineros, el Julián, el Jesús y la Pilar, nos pillaran, alguno, se encargaba de entretenerlos. Ya, la última semana de agosto cuando comenzaban a brotar quitameriendas, preparar la maleta, “el final del verano… “ los En la estación nos volvíamos a juntar los cinco, otra vez a esperar el “changai”.El viaje era diferente, entre la pena de dejar la familia, los besos de mi madre, sus consejos: “aplícate y sé obediente”, los amigos, el pueblo, el río, los molinos, la libertad y la conformidad de volver al colegio, los Hermanos de San Juan de Dios en Palencia, comenzar un nuevo curso. Las navidades llegarían pronto. A Emilia, Isabel y Sara.