A WALK IN PORTOBELLO MARKET Miguel Ángel Nombela Blázquez

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A WALK IN PORTOBELLO MARKET
Miguel Ángel Nombela Blázquez
Seleccionado Exposición
III Concurso Fotorrelato Erasmus
Cultura Activa 2010-11
Universidad de Castilla-La Mancha
“No tiene sentido. Supongamos que vives, no sé, unos ochenta años. Resulta que, por los
hechos ocurridos durante ese periodo de tiempo, te condenan a una eternidad en el infierno o te
premian con una eternidad en el paraíso. ¡Qué desproporción!”. Asiento ante el último de los
poderosos argumentos que sostiene esta chica para aferrarse a su falta de fe en la fe. Al momento,
sin embargo, me aclara que ha copiado un pensamiento de Borges, y añade que ella también “dejó
atrás el chantaje del cielo hace unos años”. Otra opinión robada. No importa. Esta catalana menuda
de fingida mirada distraída me cae bien, me gusta escucharla, y no parece que tenga 19 años, sino
bastantes más.
En unos minutos pasamos por delante de la tienda de libros donde Hugh Grant enamoró a
Julia Roberts. Isabel lo menciona de pasada, aburrida, como si llevara años realizando el mismo
itinerario turístico. Notting Hill, el barrio, tiene el mismo atractivo que Notting Hill, la película:
ninguno. Excepto por la merecida fama de Portobello Market. “Cuéntame más, Isabel”. Y me
cuenta que el mercado de antigüedades lo fue antes de fruta y verdura, hace un par de siglos.
Después, a mediados de los años 60 llegaron los anticuarios con sus libros, con sus pinturas, con sus
trastos, y se instalaron a la entrada de Portobello Road, en los primeros locales. Avanzamos con
dificultad entre la marea de gente. En algunas de las tiendas hay que esperar turno para poder entrar
y curiosear. Durante algunos segundos mi cabeza me libera del tumulto evocando la imagen
contrastada de Greenwich, un tranquilo suburbio londinense situado al este de la ciudad, en la ribera
sur del Támesis, cuyas calles desprenden aún algo de la rancia identidad inglesa inexistente en
el inventado (y reinventado cada día) centro de Londres. En Greenwich se instala cada domingo un
modesto mercadillo que se improvisa techando una pequeña plaza en el corazón del barrio,
confluencia de varias estrechas callejuelas que sirven de acceso y que desembocan en un
espacio bien delimitado que se recorre en apenas media hora, y donde huele a cerveza y a humedad.
En un claro le pido a Isabel que me haga una foto, junto a las fachadas coloreadas, y a
continuación seguimos caminando por una calle que parece no acabar nunca. “Ahora llegan los
puestos de frutas y verduras”, me anuncia, y casi me molesta dejar atrás las tiendas atiborradas de
cosas curiosas, de viejos baúles, de catalejos oxidados, de guantes de boxeo, de sombreros de
explorador, de multitud de objetos que tal vez reclaman una visita algo más pausada. Junto a una
esquina ocupada por un pub, la saturada entrada de una tienda de ropa militar usada me recuerda a
otra muy parecida en Camden Market, seguramente el mercado callejero más famoso de Londres,
siempre rebosante de turistas buscando ropa alternativa y de gente alternativa luciendo
extravagancia. Su extensión obliga a dividirlo en varias zonas, destacando entre todas la vaguada
donde se ubican Los Establos, antiguas caballerizas rehabilitadas para acoger pequeños comercios
de todo tipo que aprovechan hasta el último centímetro de suelo para vender lo que sea. Algunos de
los puestos están literalmente encajados en lo que eran las antiguas cuadras, y en muchos casos se
han respetado las puertas de madera, adquiriendo así el lugar un aire rústico muy sugerente.
En el último tramo de Portobello Market, delimitado por dos largas líneas paralelas de
tenderetes donde se exhiben camisetas con mensajes divertidos y crueles a partes desiguales,
escucho música. Me llama la atención el simpático dúo medio cómico que toca algo que identifico
como swing, sin saber muy bien lo que es exactamente, aunque prefiero acercarme a escuchar al
elegante bluesman. A Isabel no le gusta demasiado la música y se impacienta un poco, y prefiere
esperarme curioseando en un puesto de discos cercano. Cuando llego hasta ella se ha comprado un
CD pirata de Beyoncé y otro de rap o hip-hop; se reconcilia con su edad. Terminamos el paseo en
un puesto de comida tradicional alemana y compramos un par de bocadillos de salchichas. Isabel
me cuenta que le gusta escribir. Claro. Yo le comento que estoy escribiendo un blog para mis
amigos donde voy contando algunas cosas que me van sucediendo en Londres. Isabel da un buen
mordisco a su bocadillo, me mira y pregunta con la boca llena: “¿Contarás nuestro paseo por
Portobello?”. Yo le pego otro buen bocado al mío e imito su gesto, antes de contestar. “Vale”.
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