¡Bogad, maldita sea vuestra sangre, bogad

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7 de Octubre
- ¡Bogad, maldita sea vuestra sangre, bogad!
El sotacómitre descargó el corbacho sobre sus costillas, y siguió adelante, golpeando a
diestro y siniestro, sudando y blasfemando como un poseso, con el rostro congestionado por la ira y
el calor asfixiante.
- Hideputa -masculló por enésima vez en los últimos meses el estudiante- así revientes, y
empujó hacia arriba con toda su alma el pesado remo, sintiendo crujir sus doloridas articulaciones y
hasta la base de la espalda.
- ¡Bogad, bogad, que nos va la vida en ello!
El estudiante tiraba, y empujaba, tiraba y empujaba, en una serie de movimientos que se
habían convertido en parte de su vida, de sus pesadillas, y que no dudaba que lo acompañarían
hasta la muerte.
Giró el cuerpo y miró a su alrededor, lo poco que le permitía el estrecho espacio en el que
transcurría su miserable existencia. Al frente, hacia proa, las tres espaldas, marcadas por cien
costurones, cardenales, inmundicia y sangre, y brillantes de sudor y agua de mar. Los cráneos,
rapados recientemente en Mesina, brillaban igualmente, recorridos por los piojos, los malditos piojos
que contribuían a hacer de sus vidas un infierno, escondidos en cada pliegue del cuerpo.
Gritos de dolor a cada chasquido del látigo, maldiciones, crujido de los remos. El ambiente
era irrespirable, el tufo a vómito y a mierda, a meados y a muerte, era insoportable, agobiante, y tuvo
que retener otra arcada. No podía vomitar, debía retener la única comida abundante que había
tenido en ocho meses. Les habían repartido la noche anterior un potaje de lentejas, garbanzos y
hasta un poco de tocino, además del bizcocho de siempre, y lo había devorado en un momento, sin
pararse a buscar los gusanos, a los que aún no se había acostumbrado a comer, lo que provocaba
las miradas socarronas del resto de galeotes.
Su compañero de banco, un sevillano que cumplía su segunda condena de tres años, al ver
la escudilla llena de tales manjares, se había persignado, y comenzó a mascullar entre dientes, en
medio de temblores incontrolables.
- Estudiante, encomienda tu alma, que lo que habíamos oído era cierto; como que hay un
solo Dios que nos vemos en una batalla, y a no mucho tardar.
Ocho meses, era imposible que sólo hubieran transcurrido ocho meses. Maldito seas,
maldito seas mil veces, malditas todas las mujeres y maldito el miembro que me cuelga entre las
piernas. Solamente hacía seis meses que estudiaba leyes en Alcalá de Henares, seis meses que
salió de Cartagena a vivir con sus tíos de Alcalá, y en ese breve tiempo había conseguido preñar a
sus dos primas, a una moza que servía en casa de sus tíos, y a una lavandera de una posada a
media legua de Alcalá.
Después de prenderlo, tras una brevísima estancia en la cárcel de Alcalá de Henares, el
juicio; Gritos, lágrimas de las mozas, puñadas en los dientes de su tío; nada en comparación con los
doscientos azotes del verdugo a los que lo condenaron, y seis años a gurapas. En la cárcel alguien
le explicó que la brevedad del dictado de la sentencia se debía a que S.M. Felipe II había dado orden
a jueces y corregidores que abreviaran los juicios, dada la extrema escasez de remeros al servicio
de las galeras. Todas las sentencias dictadas durante aquellos meses incluían penas de galeras,
además de los inevitables azotes, a veces por delitos nimios.
Se maldijo de nuevo, recordando la semana de libertad que había disfrutado, cuando aquel
loco los liberó de los justicias que lo conducían a Cartagena donde embarcaría en la galera; aquel
loco con armadura de caballero, al que apedrearon y al que estampó en la cabeza la absurda bacía
que lucía como yelmo. Al cabo de unos días los mangas verdes lo encontraron en un granero, lo
apalizaron hasta que le dolió todo el cuerpo y le saltaron tres dientes, y lo cargaron de cadenas.
En junio de aquel año de Nuestro Señor de 1572, llegó a Cartagena, su ciudad, donde nunca
soñó con volver de aquella miserable manera, sino como doctor en leyes y orgullo de su familia.
Mientras duró la estancia en los grandes, pútridos y malolientes barracones del puerto, rogó todos
los días por que ningún conocido ni familiar supiera de su miserable condición.
Allí se hacinaban cientos de condenados como él, algunos con penas mayores que la suya
(diez años, o pena de vida, ya que nadie sobrevivía tan largo tiempo como galeote). El tufo que allí
había era indescriptible, animal. Los excrementos, la suciedad, la basura, se acumulaban en los
pocos rincones que no aparecían cubiertos de cuerpos de aquel inmundo barracón. Cada pocos días
se baldeaba con agua del puerto, igual de pestilente y sucia. El hambre y la sed, la desesperante sed
que sufrían de continuo los mantenían en una especie de letargo; la cárcel de Alcalá era lujosa
comparada con aquel antro. De sus cuerpos nadie se ocupaba, pero las almas eran cuidadas por
varios frailes y curas, que ofrecían confesión y decían misa los domingos, en el mismo muelle,
cargados de cadenas y custodiados por soldados y justicias, que no les quitaban ojo de encima.
A los pocos días de su llegada los sacaron a todos de los barracones a golpes y patadas, y
les raparon la cabeza completamente, excepto a los pocos moros que había, a los que les dejaban
un mechón. Los muelles estaban llenos de hombres, harapientos, apestosos, flacos, enfermos; los
hicieron formar varias filas, para ser examinados por capitanes y cómitres como si de ganado se
tratase; les miraban los dientes, les palpaban los hombros y los brazos, y les preguntaban por su
edad y su salud. Aquello duró toda la mañana, bajo un sol de justicia, sin agua y sin nada que
llevarse a la boca. Después se formaron corrillos en los que circulaban las bolsas, abundaban las
palmadas en la espalda y las sonrisas, las maldiciones y los voto a tal. Aparecieron cestas con
botellas de vino, pan, queso y tocino, mientras la turba de desgraciados mirábamos, con las tripas
rugiendo, mientras se decidía nuestro destino. Todos los capitanes querían tener a la mejor chusma
al remo de sus galeras: sus vidas, su honor y su hacienda dependían de aquellos desgraciados.
Allí se pudo enterar que se estaba formando una escuadra, al menos quince galeras, que
partiría pronto rumbo a Italia, como sucedió a finales de ese mes. Ese día de finales de mayo, aún no
había amanecido, cuando los sacaron una vez más de aquel infecto barracón, pero aquella vez no
era para empaparlos con agua de mar y restregarlos con estopa para quitarles la mugre. Los
separaron en grupos de más de doscientos, formando largas filas de cincuenta hombres
encadenados, fueron apuntando nombres, procedencias y las condenas de cada uno, y los dirigieron
a otro muelle más alejado, donde pudo entrever dónde pasaría el resto de su condena. Toda su vida
había visto navíos amarrados en los muelles, y siempre le había fascinado sus idas y venidas por el
puerto, las enormes velas, la incomprensible y enmarañada jarcia, abarrotada de marineros en las
maniobras para salir de puerto. Pero las galeras eran otra cosa; eran naves de bordo muy bajo,
apenas metro y medio, estrechas, afiladas; largas como de cincuenta metros por sólo seis de eslora,
muy estilizadas, lo que era acentuado por el espolón de madera y punta de hierro de la proa. La
jarcia que rodeaba los dos palos era mucho más sencilla que cualquiera de los rechonchos
mercantes habituales, y nunca había visto una galera con sus velas latinas desplegadas: siempre
llegaban y salían de puerto a golpe de remo y látigo. Además, siempre, siempre, olían de una
manera espantosa; todos los barcos apestaban a la llegada al puerto, pero en las galeras el tufo
parecía formar parte de la madera y la jarcia, aunque llevaran semanas anclados en puerto. Por ello
nunca se había interesado por ellas.
Entraron por el macizo espolón de la nave aproada al muelle, pasaron entre los cañones,
tres a babor y tres a estribor, y subieron por la tamboreta a la pasarela de crujía hasta llegar a la
bancada que sería su hogar. El silencio de los galeotes sólo era roto por los gritos bestiales de los
sotacómitres y sus ayudantes, mientras encadenaban como bestias a aquellos hombres a las
bancadas que sobresalían del casco, a pocos palmos sobre el agua. Los pusieron de a tres y a
cuatro por banco, cuando los remos estaban hechos para ser manejados por cinco galeotes: no se
explicaba cómo podrían meterse cinco hombres en aquel agujero de cuatro metros, donde tres que
habían apenas tenían espacio. A los pocos moros y algún turco, fácilmente distinguibles por sus
mechones de pelo sucio, los separaron entre dos o tres cristianos.
Tocó el enorme remo de madera basta, que sobresalía ocho metros sobre el agua; la
madera era lisa, y suave de cientos de manos, y ni tan siquiera pudo moverlo; se preguntó cómo
serían capaces de remar con aquel tronco de haya que parecía clavado al talar donde se apoyaba.
-¡Ahora, bogad, bogad, bogad!
El cómitre gritaba como un enajenado, con la cara desencajada por el esfuerzo y el miedo,
corriendo a lo largo de la crujía. El maldito silbato pitaba, pitaba, pitaba, cada vez con una cadencia
más rápida. Los pulmones le ardían con el esfuerzo, los brazos hacía ya rato que apenas los sentía,
y los agudos dolores de su espalda se habían convertido en un adormecimiento sordo que apenas
molestaba. Sudaba a chorros, la boca seca como esparto desde la última vez que el sotacómitre
había repartido un sorbo de agua, hacía horas. A sus pies podía sentir la velocidad con que se
movían. En la última virada, una ola les había alcanzado por la banda, haciendo estremecer la
galera, y el remo lo golpeó en la cara. Despertó a golpes de rebenque, empapado completamente, y
se dio cuenta como en sueños que el agua había limpiado de vómitos y meados la bancada. La
galera recuperó la arrancada y volvió a coger la cadencia de remo frenética, en medio de una lluvia
de golpes, patadas y gritos; fue cuando oyó la primera descarga de arcabuces.
Cuando lograron salir del puerto de Cartagena, le habían dado tantos palos que apenas
podía ver nada por la sangre que le cubría los ojos y tenía el cuerpo tan dolorido que apenas sentía
los golpes. Los gritos de angustia, de dolor, las maldiciones y los golpes se oían por toda la galera, el
sotacómitre y sus ayudantes sudaban, jadeaban, golpeaban sin mirar donde; los golpes y
chasquidos que hacían los remos al chocar entre sí les provocaba un paroxismo de furia tal que
creía que matarían a algún desgraciado a golpes. Ahora comprendía que aquellas bestias podían
sacar hasta la última gota de fuerza de su cuerpo por temor a las palizas y al látigo.
Hasta bien avanzada la noche no lograron doblar el Cabo de Palos, luchando contra el
Levante, y para entonces había deseado morir cien veces: el olor a vómito era tan intenso que le
provocaba continuas arcadas. Cuando el viento roló del sur y los marineros pudieron izar las velas,
los forzados se desplomaron sobre sus bancos y pudieron dormir seis horas seguidas. Los días y las
noches transcurría como en una pesadilla; en una semana de navegación no durmió más de dos
horas seguidas; las comidas, si al bizcocho podrido en medio de un caldo con garbanzos que les
daban una vez al día se la podía llamar así, las hacían por turnos; los remos nunca descansaban.
Cuando hacía mala mar, podían pasar todo el día sin probar bocado, empapados todo el día, las
heridas ardiendo por la sal del agua, y sobre todo el hambre, hambre como nunca había sentido, un
hambre que el contenido de sus escudillas no hacia si no agudizar, y la sed, un par de escudillas de
agua podrida y apestosa, pero que bebía con un ansia animal. Ni cuando hicieron la primera aguada
en Moraira les dieron agua buena.
Tardaron más de dos meses en llegar a Mesina, y los días y las noches se confundían en su
mente: sus únicos recuerdos claros eran los días que hacían aguada, una vez por semana más o
menos, en los que podía dormir algunas horas seguidas, o los domingos que se celebraba misa:
todo era una pesadilla de hambre y sed, frío y calor, agotamiento y desesperanza, dolor y muerte.
El rumor suave del viento en las velas y de la mar a sus pies, el crujido de los remos, el
arrastrar de cadenas y el agudo silbato que nunca cesaba, al que se había acostumbrado durante
aquella travesía, había sido sustituido por un ruido sordo, lejano, desconocido, que le ponía los pelos
de punta. Hacía rato que el retumbar de cañones había comenzado, aunque sonaban lejanos aún. El
16 de septiembre la enorme flota había partido de Mesina, y después de varias semanas de
navegación por la costa italiana, en la que las condiciones habían empeorado si eso era posible, con
el sobrepeso de los ciento cincuenta soldados, además de arrastrar durante largas horas las
pesadas galeazas venecianas, todo había empezado a desarrollarse muy deprisa. Desde aquel
agujero, era imposible ver nada del exterior, y la incertidumbre producía en los galeotes un estado de
continuo terror.
- ¡Bogad, bogad!, ¡Recordad que Su Alteza Don Juan de Austria os ha prometido el perdón si
le ayudáis en la victoria, bogad!
A la primera descarga le sucedió otra, y otra más; los arcabuceros del Tercio de Nápoles
habían comenzado a disparar a discreción. Del exterior llegaba un griterío terrible, estremecedor; al
olor a madera quemada se unió el acre de la pólvora, el humo lo llenaba todo, los atosigaba, los
hacía toser desesperadamente en medio del esfuerzo de la boga. La trompeta sustituyó al silbato, el
agotamiento dio paso al miedo, miedo que se veía en las caras descompuestas de todos, desde el
cómitre al último remero de la chusma, los pulmones ardían, y el ritmo de la boga se hizo frenético.
De pronto, un enorme estruendo lo dejó aturdido, sordo, tembloroso, y supo que los cañones de la
proa, justo a su espalda, habían disparado. Al momento sonaron otros dos, y dos más; pudo
acordarse de los consejos de su compañero de boga, y se apoyó con toda su alma en la bancada de
atrás; apenas se había afirmado cuando se oyeron fuertes chasquidos de remos rotos y con enorme
estruendo la galera paró casi de inmediato: la galera había clavado su espolón, que no había sido
cortado del todo.
De arriba llegó un enorme griterío; los infantes descargaron por última vez sus armas y
pasaban a través del espolón a la galera turca que habían embestido. Aún no se había recuperado
del aturdimiento de la brutal embestida, cuando, como en un sueño, un estruendo a popa,
chasquidos de madera, gritos de dolor, y una masa oscura irrumpió bajo la bancada y alcanzó el
casco, haciendo estremecerse a la galera, y aplastando a ocho remeros, en un amasijo de carne,
sangre, astillas y agua de mar, retirándose en un momento. Nada más dar atrás la galera turca que
los había embestido, un griterío de angustia se extendió por la galera. Vio a los galeotes tirar
inútilmente de sus cadenas, implorando ayuda, desollarse las manos, morder los grilletes, y
comprendió que se iban a pique. Uno de los sotacómitres, que aún no había huido al haberse roto
una pierna en la primera embestida, fue molido a golpes, patadas y mordiscos por aquella turba
desesperada. La galera empezó a escorar rápidamente, y cuando una enorme masa de agua oscura
inundó las bancadas, comprendió con tristeza que iba a morir, encadenado a aquella maldita galera.
Cerró los ojos rezando, en medio de aquella espantosa algarabía, y pronto se sumergió en el
silencio.
El 7 de octubre de 1572 se enfrentaron la flota turca y la cristiana en el golfo de Lepanto. Murieron 8000 cristianos
(venecianos, italianos, españoles, alemanes….) y 25000 turcos. 12000 cristianos esclavos de galeras turcas fueron liberados .
Autor: Título: 7 de octubre. ©
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