1 Control territorial, integración nacional y presencia diferenciada del Estado en Colombia, Por Fernán E. González Abstract La ponencia comenzaría por invertir los temas de la formulación del problema básico, para interrogarse sobre la manera como la guerra por el control territorial en Colombia está manifestando las transformaciones que se están operando recientemente en el Estado colombiano en relación con las regiones más conflictivas. Partiendo de la caracterización que hacía nuestra investigación anterior sobre el carácter diferenciado, en el espacio y el tiempo, de la presencia de las instituciones del Estado en el territorio colombiano, la ponencia pretende indagar sobre los poderes locales y regionales que se están generando en las regiones más conflictivas del país y sobre los consiguientes cambios que se producen en las relaciones entre estos poderes y las instituciones del Estado central. La articulación e integración graduales, tanto política como económica, de regiones de frontera a punto de cerrarse con el conjunto de la nación enmarca la evolución reciente del conflicto armado, los enfrentamientos de los actores armados por el control territorial de las regiones recién integradas, la generación de poderes locales y regionales en ellas y la transformación de sus relaciones con el Estado central. 2 INTRODUCCIÓN En primer lugar, quiero empezar por agradecer la oportunidad para conversar con ustedes sobre la relación entre el control territorial y la relación con las instituciones estatales, a partir de los resultados de las investigaciones recientes del CINEP. En segundo lugar, quiero relevar la importancia de la pregunta por el tipo de Estado que surge en Colombia de la lucha de diversos actores por el control territorial, que han hecho evidente los sucesos de la coyuntura política reciente. En ese sentido, la orden de captura y la posterior entrega de don Berna, la consiguiente paralización del transporte en los barrios de las Comunas de Medellín que él controlaba, el allanamiento de la Oficina de sicarios de Envigado y la captura de un subordinado del mismo jefe, en torno a la muerte de dos líderes políticos de Córdoba y Caldas, respectivamente, plantean una serie de cuestionamientos sobre el influjo de los grupos paramilitares en la vida política regional y local de los territorios bajo su control. Lo mismo ocurre en el Meta, donde el asesinato del exgobernador y dos líderes políticos que lo acompañaban ha sido atribuido al actual gobernador en alianza con uno de los jefes militares que luchaban por el control de ese territorio. Incluso, el descenso de los homicidios en Medellín ha sido interpretado como resultado del control de “Don Berna” en las comunas (El Colombiano, 10 a, 15 de mayo de 2005). La misma influencia se evidenció en la paralización del transporte en Medellín con ocasión de la orden de captura de este jefe paramilitar (El Tiempo, 1-3, 27 de mayo de 2005). A esto hay que sumar las recientes declaraciones de Vicente Castaño en el sentido de que los paramilitares contaban con el 35% de los congresistas (Semana, junio 6 de 2005), sumadas a las anteriores de Mancuso, que solo reconocían un 30%, indicaban la importancia del problema. En el fondo, el real problema de fondo en discusión del proyecto de paz sobre Justicia y Paz es la manera como se articularían los grupos armados a la vida política, económica y social de la nación y cómo esa articulación incidiría en las regiones, subregiones y territorios que están bajo su control armado. En términos de Nozick, la pregunta sería hasta qué punto el Estado, mínimo, ultramínimo o máximo, podría coexistir con agencias privadas o semiprivadas de protección Y cómo sería la incorporación plena de esas agencias, de guerrillas y paras, al establecimiento político del país. Por eso, según el senador Rafael Pardo, es necesario trascender la visión estrictamente jurídica del fenómeno paramilitar para enfocarlo como un problema social, económica y político cuya estructuras básicas hay que desmontar (Pardo, 2005, 3 A). En el mismo sentido, se movían las denuncias de los representantes Gustavo Petro y Wilson Borja sobre los nexos de algunos parlamentarios de Sucre, Córdoba y otros representantes con grupos paramilitares de sus regiones (El Nuevo Siglo, p.3, 19 de mayo de 2005; El Tiempo, 1-4, 21 de mayo de 2005). Por otra parte, los ataques de las Farc en Toribío, Jambaló y sus alrededores y la masacre de concejales de Puerto Rico, junto con los desplazamientos forzosos de alcaldes y concejales del sur del país, muestran las dificultades para las actividades políticas 3 normales en las zonas donde las FARC tuvo y tiene algún tiempo de presencia. La presión armada de las FARC en la vida política del Caquetá se ha evidenciado en los asesinatos de unos cien líderes políticos, la mayoría del partido liberal (Semana, junio 6 de 2005). La situación de los concejales había mejorado en el país, pasando de 77 asesinatos en el 2002 y 75 en el 2003, a 18 en el 2003 y 14 en lo que va del 2005. Pero, se teme un aumento mayor por tratarse de un año preelectoral ( El Nuevo Siglo, 31 de mayo de 2005). En el Huila, en las cercanías de la antigua zona de distensión, desde fines del 2004, había circulado un panfleto que declaraba objetivo militar a los servidores públicos de Gigante, El Hobo, Campoalegre, Rivera, Neiva y Algeciras: un concejal del Hobo fue asesinado el pasado 28 de abril y el concejo de Algeciras se vio obligado a sesionar en Neiva.( El Tiempo, 1-6, 26 de mayo de 2005). En tercer lugar, para entrar en materia, quiero señalar que mi presentación comienza por invertir la formulación general del problema planteado pasando de la pregunta sobre el tipo de Estado que surge de una guerra por el control territorial, que sería aplicable a muchos de los procesos de construcción de los Estados occidentales, para intentar analizar primero la manera como el reciente conflicto por el control territorial en algunas regiones de Colombia manifiesta la manera gradual como los territorios de colonización y sus respectivas poblaciones se han venido articulando al conjunto de la sociedad, la economía y la política de la nación colombiana. Y, en segundo lugar, preguntarme por el tipo de relaciones entre Estado central, poderes locales y regionales que resultan del desarrollo de la lucha por el control de territorios y poblaciones entre ejército, autodefensas y paramilitares de izquierda y derecha. En ese sentido, mi ponencia recoge los resultados de las investigaciones realizadas en el CINEP por los equipos de “Violencia política y construcción del Estado”,1 y de “Movimientos sociales”2, que combinaron sus esfuerzos en un proyecto conjunto de investigación conjunta sobre “Conflictos, poderes e identidades en el Magdalena Medio”.Los resultados del primer grupo fueron recogidos en el libro de Fernán E. González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, publicado por el CINEP en 2003. Y los resultados del grupo de Movimientos sociales fueron recogidos en los libros de Mauricio Archila, Idas y venidas, vueltas y revueltas, Protestas sociales en Colombia, 1958-1990, CINEP e ICANH, 2003, y Mauricio Archila, Alvaro Delgado, Marta C. García y Esmeralda Prada, 25 años de luchas sociales en Colombia, 1975-2000, CINEP, 2002. El resultado del proyecto conjunto de investigación está en proceso de publicación.. El grupo de investigación “Violencia política y construcción del Estado” está compuesto actualmente por Ingrid Bolívar, Teófilo Vásquez y Fernán E. González, que ha tenido a su cargo la dirección del equipo, pero de él han hecho parte, en distintos momentos, Ana María Bejarano, Mauricio Romero, Mauricio García, José Jairo González y Helena Useche . 2 El grupo de investigación sobre “Movimientos Sociales” estuvo compuesto por Mauricio Archila, Alvaro Delgado, Marta Cecilia García y Esmeralda Prada. En el proyecto conjunto colaboró también Patricia Madariaga. 1 4 Las miradas sobre la construcción del monopolio estatal de la coerción Como puede deducirse, el enfoque de estas investigaciones, de carácter histórico y sociológico, difiere, de entrada, del acercamiento del acercamiento filosófico y abstracto de Robert Nozick al tema de la construcción del monopolio estatal de la fuerza Para este autor, el Estado debería limitarse a la protección contra la violencia, el robo, el fraude y el incumplimiento de los contratos. Y la necesidad de su surgimiento es deducida de los inconvenientes y excesos producidas por arreglos ente individuos, enmarcados en una situación anárquica, de estado de naturaleza, y de los problemas resultantes de la competencia y alcances de las agencias de protección privada sobre individuos de una misma área geográfica, que llevarían a: el desplazamiento de la población hacia un territorio cercano al control de la agencia dominante, el cambio de lealtad de los clientes hacia la agencia más cercana, la imposición de una agencia sobre las demás, el reparto de los ámbitos de dominio territorial o un pacto entre ellas para acudir a un tercero en discordia. Esta última solución implicaría la creación de un sistema federado de tribunales del que son componentes las diversas agencias enfrentadas (Nozick, 1991, 7 y 28-29). Para Nozick, “la mano invisible”haría pasar de las asociaciones privadas de protección al Estado ultramínimo, que tendría que pasar luego a Estado mínimo porque no sería moralmente permisible mantener el monopolio de la fuerza sin ofrecer protección a todos, así implique cierta redistribución, porque debe proteger a todos a los que prohíbe la autoayuda contra sus clientes (Nozick, 1991, 61-62). Pero, un Estado más extenso, basado en la llamada justicia distributiva, que obligara a hacer ciertas cosas en beneficio de otros, violaría los derechos naturales de los individuos. Para Nozick (Nozick, 1991, 44-47), no existe una entidad social superior que legitime el sacrificio de una persona individual, con una existencia separada, en beneficio de otros, pues nadie puede ser sacrificado por los demás. Nadie, y menos el Estado, obligado a una estricta neutralidad, puede forzar a una persona a sacrificarse en beneficio de otra. A pesar de las diferencias de enfoque, el énfasis del autor en los enfrentamientos entre las agencias de protección y la alusión a Marshall Cohen en el sentido de que un Estado podría existir el monopolio efectivo de la fuerza y coexistir con la mafia y organizaciones como el KKK, lo acercan a los intereses de nuestras investigaciones sobre violencia y estado buscaban enmarcar las transformaciones recientes de la dinámica regional del conflicto armado colombiano (1990-2002) en el contexto del desarrollo político del país en el largo y mediano plazo. Ese acercamiento histórico al proceso de construcción del Estado es iluminado por los análisis teóricos de Norbert Elias, Charles Tilly y Ernest Gellner sobre el proceso de construcción del monopolio estatal de la coerción y de la administración de justicia en la Europa occidental Estos autores insisten en el carácter socialmente construido de estos monopolios, que representan más una tendencia o regularidad, con muchas diferencias, que una característica esencial de los Estados. Esas diferencias hacen que no exista un solo tipo de Estado, ni tampoco una única vía para su construcción, como ha mostrado claramente Charles Tilly en sus estudios de historia comparada de los estados occidentales (Tilly, 5 1992,113) Así, por ejemplo, el control sobre los medios de coerción se ha logrado a lo largo de la historia mediante mecanismos variados, como por el acuerdo con los poderes locales y regionales previamente existentes, su cooptación, o sometimiento forzado por el afianzamiento nacional de los cuerpos de policía, o por una guerra civil, según sea el grado de urbanización y de la fortaleza de los poderes de los señores locales y regionales En esa dirección se orienta también el sociólogo alemán Norbert Elias, quien ha estudiado el proceso de formación de los monopolios de violencia y su estrecha relación con la consolidación de los Estados nacionales. Este autor ha señalado tanto el carácter artificial y socialmente construido de ese monopolio como su ambigüedad y permanente vulnerabilidad, que hacen que nunca sea el resultado lineal de un proceso determinado ni un logro alcanzado de una vez para siempre (Elias, 1994, 215). En su libro más conocido, El proceso de la Civilización, este autor muestra que el monopolio de la violencia es un mecanismo social, una regularidad que se pone en marcha en condiciones determinadas de interdependencia. (Elias, 1986, 423 y ss) y no el resultado de una decisión voluntaria, premeditada y planeada, de un gobernante o de algún otro actor social. Para él, es un resultado secundario y no intencional de las luchas señoriales de exclusión y de la competencia social por la disposición de la tierra. La tendencia a concentrar los medios de coacción física se fortalece cuando la delimitación de territorios hacia afuera está parcialmente consolidada y la competencia por nuevos dominios se traslada al interior del reino. En ese sentido, la concentración del poder y la configuración de un monopolio de violencia exigen, al tiempo que producen, una definición de los límites territoriales del reino o nación. En esa medida, la configuración del monopolio de la violencia está relacionada con la preparación para la guerra exterior y con la necesidad de pacificación interna de un territorio previamente delimitado. Así, el Estado Moderno representa un tipo específico de “enjaulamiento” de las relaciones sociales, que carece de una relación unívoca o esencial con el monopolio de la violencia y la soberanía, un nivel privilegiado de integración territorial que expresa ciertas condiciones de interdependencia de la sociedad, pero la transformación permanente de esas condiciones puede hacer emerger distintos niveles de integración territorial. Por eso, la constitución del monopolio de la violencia es más la expresión de una situación de creciente interdependencia social que una cuestión de “voluntad política”. Y estas interdependencias sociales tienen que ver con la consolidación y definición de los límites territoriales, la extensión de medios de transporte y comunicación, la división social del trabajo, el consiguiente tránsito de la economía natural a la economía monetaria y el crecimiento de la comercialización. Además, con la vinculación de los distintos integrantes del entramado social a largas cadenas de dependencia funcional, donde cada vez más depende la fuerza social de un sector de su articulación con los otros. En sentido semejante, Ernest Gellner (1992) opina que no se puede configurar un poder central cuando parte de la población sobre la que se quiere expandir el dominio tiene posibilidades exitosas de resistirse a él, escapar, huir. Antes de ser controlados y dominados por la institución estatal o la eclesiástica, los individuos prefieren “aventurarse” hacia terrenos que ellos mismos abren, colonizan y exploran. Esta posibilidad de escapar permanece abierta porque la soberanía del orden político se 6 proyecta solo hacia afuera, en la medida en que su territorio está claramente delimitado con respecto al de sus vecinos, pero, hacia adentro, buena parte de ese mismo territorio permanece todavía en disputa. Otra constante que, según Gellner, puede también oponerse a la concentración del poder, es la existencia de grupos sociales situados en zonas de difícil acceso, que hace que la imposición de “una dominación ajena (estatal, centralizada, directa), resulta demasiado arduo para valer la pena”. En este caso, dice Gellner, “es bastante frecuente la existencia de comunidades campesinas relativamente igualitarias, sustraídas a un control central” (Gellner, 1992, 132 y ss). Estos análisis muestran las dificultades para establecer el monopolio estatal de la fuerza en sociedades donde no existen muchos lazos de interdependencia: permanece entonces el recurso a la violencia privada, que sigue “camuflada” en la sociedad, pues sin esas relaciones, no es posible diferenciar entre “la violencia” y la “política” (Elias, 1986,455).El proceso de construcción del monopolio equivale al desarrollo de la exclusión de la violencia separada del conjunto de las relaciones sociales y de su concentración en ciertos cuerpos especializados. Esto permite concluir que la política solamente puede excluir de su repertorio el recurso a la violencia, cuando el Estado ha logrado concentrarla en un órgano especializado y ha logrado hacerse reconocer como regulador de la vida colectiva, “socavando” la fuerza social de otras instituciones tales como la familia y los gremios. De lo contrario, mientras permanezcan o se vean fortalecidas algunas autarquías sociales, la violencia seguirá siendo un expediente al que distintos autores pueden recurrir., la formación del estado muestra que “la violencia y la política pueden operar históricamente en un movimiento único que podamos caracterizar de violencia política sólo cuando la política pueda también ser no-violenta. Ello es plausible –lo que no quiere decir que se realice de hecho- con el Estado contemporáneo”. (Arostegui, 1996, 9-39) Finalmente, la tendencia a la centralización estatal como parte del proceso constitutivo del Estado tiende, como se dijo antes, una dimensión horizontal: el aspecto de la integración territorial, pues, como recuerda Norbert Elias, es imposible consolidar un monopolio de la violencia mientras existan territorios hacia los cuales puedan dirigirse los grupos poblacionales que enfrentan la acción estatal. De esta manera, la formación del Estado implica el “enjaulamiento de la vida social” en un territorio que se puede representar geográficamente, que se puede controlar y donde el dominio centralizado cuenta con “representantes”. La insistencia de Elias en la integración territorial como elemento fundamental de la formación del Estado se refiere a los procedimientos que permiten socavar los límites territoriales de los feudos y vincularlos a los territorios de dominio directo del rey. Además, hay que recordar con Tilly, que este proceso europeo de integración territorial es inseparable del desarrollo de las guerras entre las potencias de ese continente. Para Tilly, incluso, la concentración del poder y la construcción del monopolio estatal de la fuerza no obedecen tanto, ni principalmente, a la mayor complejidad de las interacciones sociales sino a los resultados colaterales, no previstos ni planeados, de la guerra exterior. (Tilly, 1993, 78-79). Así, la necesidad del reclutamiento y financiación de ejércitos permanentes forzó a los estados a crear aparatos más eficientes de tributación y empadronamiento de la población, y los obligó a negociar con las reivindicaciones de grandes sectores de 7 población. La necesidad de la satisfacción de sus necesidades obligó a los Estados a incluir en sus presupuestos gastos referentes a infraestructura económica, educación, seguridad social y gestión económica. Y esta expansión produjo, igualmente, cambios profundos en las administraciones estatales: las fuerzas militares quedaron subordinadas a las civiles, se separaron las funciones de ejército y policías, se crearon administraciones relativamente extensas y homogéneas en los niveles de las regiones y las comunidades locales, se expandieron y regularizaron las administraciones centrales, lo que incrementó la importancia de los sistemas de impuestos y de hacienda pública. Y, paralelo a este proceso de fortalecimiento institucional, ciertas instituciones representativas, así fueran elitistas y oligárquicas, juegan un papel importante en la vida política nacional, mientras que ciertas formas de política popular empezaban a aparecer en la escena para presionar tanto a esas instituciones representativas como a los gobiernos respectivos. Según Tilly, estas transformaciones se movieron en tres direcciones: en primer lugar, los grandes Estados europeos donde se consolida plenamente esta evolución, fueron gradualmente pasando de mandato indirecto al dominio directo: en lugar de apoyarse en intermediarios locales o regionales, “en gran medida autónomos”, como grandes terratenientes, clérigos y comerciantes, o sea, los notables locales representados en cabildos o ayuntamientos de carácter oligárquico, las autoridades del orden central fueron creando organizaciones e instituciones para penetrar en las comunidades e incluso en los hogares, a través de los impuestos, los reclutamientos de soldados, los censos poblacionales, la educación pública y otras formas de control. Así fueron delimitando el capital, el trabajo, las mercancías, la tecnología y el dinero dentro de sus territorios, y controlando sus movimientos dentro de unas fronteras cada vez mejor delimitadas por geógrafos, miliares y diplomáticos. Estos cambios fueron conceptualizados por Charles Tilly (1992 y 1993) por el contraste entre “dominio directo” e “indirecto” del Estado, que contraponen el control directo del Estado sobre la población por medio de una burocracia moderna, una justicia impersonal con criterios objetivos y un ejército con el pleno monopolio de la fuerza frente al control que ciertos Estados pueden ejercer por medio de los poderes locales y regionales existentes de hecho, con los cuales comparte y hasta negocia el monopolio de la fuerza y de la administración de la justicia Sin embargo, el propio Tilly, en su prólogo a la edición española de su obra principal (Tilly, 1990, 15-17), nos previene sobre la importancia de que la insistencia en las regularidades sociológicas características de los procesos de formación del estado en los países centrales de Europa no oculte el hecho de que otros países europeos como España y Portugal, junto con sus herederos hispanoamericanos, siguieron caminos distintos. En esos países, las mismas negociaciones de los gobernantes con los poderes locales y regionales para suministrar medios para la guerra reforzaron la autonomía de esos poderes y su capacidad de resitencia frente al poder central. Además, la formación de los Estados nacionales en Iberoamérica registra importantes diferencias con los países de los que se abstrae el modelo supuestamente universal de construcción del Estado, Inglaterra y Francia: las jurisdicciones y los territorios de los estados iberoamericanos fueron delimitados no por los conflictos exteriores sino por la administración colonial (Burdeau, 1970, 33-34); la vida social se concentró en torno a 8 ciertos núcleos o circuitos económicos coloniales; la existencia de importantes “espacios vacíos” “hacia adentro” de los territorios coloniales3 adonde podía desplazarse la población excedente; la debilidad del mercado interior, la poca comunicación entre las regiones, el difícil transporte y el lento desarrollo de la economía monetaria. Todo esto fortalece el papel de los poderes regionales y desincentiva política y económicamente la expansión del dominio estatal. La importancia de esta expansión para la liberación de los individuos del dominio directo de estos poderes locales y regionales, a veces bastante opresivos, es señalado por Fernando Escalante en su “argumento liberal a favor del Estado” (Escalante, 1993, 339-417), contra la propuesta de Estado mínimo de Nozick. Para Escalante, es claro que la disminución del control del Estado no produce necesariamente mayor libertad para los individuos, sino mayor sujeción a los poderes locales y regionales, como muestra el ejemplo de la disolución del Imperio romano. E insiste en el papel positivo de las instituciones estatales para hacer posible la existencia de los individuos frente a las organizaciones comunitarias, que también producen normas, valores, castigos, formas de vigilancia y exclusión, al lado de vínculos de solidaridad. Frente a la contraposición entre Estado e individuo, Escalante muestra que el individuo libre, racional, como “persona separada”, es también una construcción histórica, solo posible en “sociedades divididas”, en sociedades con Estado. La individuación y la elección racional suponen la ruptura de los vínculos tradicionales, el desarrollo de la capacidad de autocontrol y autorregulación y un cierto margen de seguridad y estabilidad, propios del mundo moderno. Y concluye que sería fácil la destrucción del Estado liberal, que equivaldría que “el rey de los buitres” dejara mayor libertad a “las arpías menores” y sustituir la ley impersonal por la “informe coerción solidaria de la comunidad” (Escalante, 1993, 414-415). A mi modo de ver, el conflicto colombiano es un buen ejemplo de lo que sucede cuando se da mayor libertad a “las arpías menores”. Para ilustrar ese proceso, nuestras investigaciones sobre Violencia y Estado trataban de mostrar el carácter diferenciado, tanto en el espacio como en el tiempo, de la violencia y de la presencia de las instituciones estatales en el conjunto del territorio colombiano, para indagar sobre la manera como se están generando o transformando los poderes locales y regionales en las regiones más conflictivas del país y sobre los consiguientes cambios que se producen en las relaciones de estos poderes con las instituciones del Estado. La evolución geográfica del conflicto armado se toma como un indicador de los procesos graduales de articulación, tanto política como económica, de regiones de frontera agraria a punto de cerrarse con el conjunto de la nación: el surgimiento y consolidación de poderes locales y regionales en territorios de colonización, la manera como estos poderes se van articulando con las instituciones del Estado central, la lucha de los actores armados por el control de los territorios recién integrados y las transformaciones de las relaciones de los poderes locales y regionales con los nacionales son factores determinantes para el análisis del tipo de Estado que surge del conflicto Obviamente, la denominación de espacios o territorios “vacíos” representa la versión oficial de la administración colonial y eclesiástica, ya que esos espacios estaban habitados por población indígena no sometida y se habían constituido en “zonas de refugio” para la población marginal de campesinos mestizos, indígenas y esclavos fugados de los espacios controlados por las instituciones del Estado y de la Iglesia. 3 9 Por su parte, las investigaciones sobre Movimientos sociales buscaban analizar las transformaciones históricas de las diferentes modalidades de las acciones sociales colectivas, de signo contestatario, sus lógicas particulares, su localización geográfica, su organización, sus motivaciones y las respuestas estatales, a la luz de los principales enfoques explicativos que se han dado al tema. Conviene destacar que la contextualización política de esas luchas sociales evidencia una ruptura con el modelo bipartidista de mediación de las tensiones sociales, vigente desde los comienzos de nuestra vida republicana hasta el comienzo del Frente Nacional. Y la proyección de este modelo investigativo a una zona tan conflictiva como el Magdalena Medio es un buen índice de las transformaciones que se han operado en las relaciones de las sociedades regionales con el Estado central. A este carácter diferenciado de la presencia de las instituciones estatales y de su relación con la movilización social en los diversos territorios, se corresponde igualmente una diferenciación del tipo de violencia que se presenta en ellos. Por esto, los fenómenos violentos serán muy diferenciados según la diferente consolidación de las instituciones estatales en las diversas coyunturas locales. Una será la violencia que confronta el dominio directo del Estado en las regiones más integradas, muy distinta de aquellas donde este dominio debe ser negociado con las estructuras de poder realmente existentes en localidades y regiones. Y otra es la violencia en las zonas donde no se han consolidado todavía los mecanismos tradicionales de regulación social, o donde estos mecanismos están haciendo crisis: allí no hay un actor claramente hegemónico sino una lucha por el control territorial donde el predominio de unos actores u otros va cambiando según la coyuntura. Esta situación produce obvias limitaciones del Estado como detentador del monopolio de la coerción legítima y de la administración de la justicia en el territorio nacional y obliga a abandonar la visión monolítica y ahistórica del Estado para diferenciar su presencia según la relación que establece en las diversas regiones y según los diversos momentos de esa relación. En ese sentido, Malcolm Deas subraya que buena parte del conflicto armado se desarrolla en regiones donde no hay un poder consolidado pues allí el estado no puede reclamar el monopolio de la fuerza y donde, por consiguiente, la lucha de la insurgencia no enfrenta propiamente al Estado sino a grupos rivales que buscan el control del territorio (Deas 1995, 21-23). En ese sentido, este autor subraya el hecho de que la violencia política de Colombia durante el siglo XIX y buena parte del XX es una violencia entre iguales o casi iguales, donde el enemigo obvio no siempre es el Estado. Y encuentra que este elemento de rivalidad, crucial para entender la violencia política, está casi ausente de los análisis más comunes sobre el tema. Tanto este autor como otros investigadores han insistido en que parte importante de la historia de la violencia en Colombia tiene que ver no tanto con las desigualdades y la injusticia social, sino sobre todo con el hecho de que la sociedad colombiana “ofrecía más movilidad, estaba menos estratificada en castas que sus vecinas”, como se evidencia en la pronta vinculación de los mestizos a la política local y en el dinamismo social asociado a ello (Deas, 2001, 2526) En efecto, una menor jerarquización social implica la inexistencia de un dominio estratificado y de la sedimentación de una clase hegemónica en algunas regiones, que 10 implica que la sociedad permanece abierta al conflicto local por la definición de preeminencias y hegemonías. Los cambiantes escenarios de la violencia Para acercarse a este carácter diferenciado de la violencia, conviene recordar, en primer lugar, que la geografía de la violencia nunca ha cubierto homogéneamente ni con igual intensidad el territorio de Colombia en su conjunto, sino que la presencia de la confrontación armada ha sido altamente diferenciada de acuerdo con la dinámica interna de las regiones, tanto en su poblamiento y formas de cohesión social como en su organización económica, con su vinculación a la economía nacional y global y su relación con el Estado y el régimen político. Consiguientemente con esa dinámica regional, la violencia ha estado relacionada, en términos políticos, con la presencia diferenciada y desigual de las instituciones y aparatos del Estado en ellas. Esta diferenciación de la presencia del conflicto es parcialmente producto de condiciones geográficas y demográficas previamente dadas: la cercanía de selvas y montañas, el territorio dividido por tres ramales de la cordillera de los Andes, cuyas vertientes y valles interandinos están cubiertos por bosques de niebla casi permanentes, la cercanía de zonas de economía campesina de subsistencia, son parte del escenario natural para el funcionamiento de la guerrilla. Pero esas condiciones no determinan necesariamente una opción de los actores y grupos sociales por la violencia, sino que ésta es el producto de la elección voluntaria de grupos de carácter mesiánico y jacobino que deciden, en una circunstancia histórica determinada, que la acción armada es la única salida posible para los problemas de la sociedad. Por otra parte, hay que tener también en cuenta que las violencias colombianas no giran en torno a una sola polarización entre amigos y enemigos, claramente definidos, en torno a un eje específico de conflictos (económico, étnico, religioso, nacional, etc.) sino que sus contradicciones se producen en torno a varias dinámicas de distinto orden y a procesos históricos diferentes, que se reflejan en identidades más cambiantes y en cambios en el control de los territorios. En ese sentido, es posible diferenciar varias dinámicas geográficas del conflicto armado, (González, Bolívar y Vásquez, 2003, 115-118), una ligadas a los problemas de la expansión y el cierre de la frontera agraria, otra ligados a la lucha por el control de los recursos de la región y otra, relacionados con la necesidad del acceso al comercio mundial de drogas y armas, aunque a menudo ellas puedan entremezclarse y reforzarse mutuamente: a. En primer lugar, una dinámica macrorregional, que se expresa en la lucha por corredores geográficos4, que permiten el acceso a recursos económicos o armamento, lo mismo que el fácil desplazamiento desde las zonas de refugio a las zonas en conflicto. En ese sentido, se puede detectar un eje del conflicto que parte del norte del país (Córdoba, Urabá antioqueño y chocoano) más o menos controlado por las Autodefensas de derecha, y se proyecta hacia Antioquia (Nordeste y Bajo Cauca) hasta el Magdalena 4 Cfr. Mapa # 3, SIG, CINEP, Bogotá, 2001. Mapa de dinámicas macro y mesorregional del conflicto, Corredores y regiones conflictivas.. 11 Medio (sur de Bolívar, del Cesar y Barrancabermeja), donde persisten algunos reductos del Ejército de Liberación Nacional, ELN, que trata de defender su presencia en el sur de Bolívar, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, tratan de recuperar el territorio perdido, anteriormente uno de sus bastiones tradicionales. El creciente control paramilitar del río Atrato ha forzado a las FARC a replegarse hacia los afluentes de este río y buscar comunicación desde allí hacia el suroeste y oriente de Antioquia, que vuelven a convertirse en territorio del conflicto. En cambio, en el Sur Oriente del país, (piedemonte de la cordillera oriental, y parte de la Orinoquia y Amazonia), las FARC han poseído tradicionalmente gran capacidad bélica: por esta razón, esta zona fue escogida para la creación de la zona desmilitarizada (“zona de despeje”) para facilitar los diálogos con esta guerrilla durante el gobierno de Pastrana. Pero esta hegemonía se ha venido modificando en los últimos tiempos por los avances del paramilitarismo y la recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército: desde los años ochenta, los paramilitares han venido consolidando un bastión militar en el Meta, mientras que, en el Putumayo, sur del Caquetá y la zona contigua al área del despeje, se ha venido fortaleciendo la presencia paramilitar desde 1996, especialmente en 1998 y 1999. Y, a partir de 1999 y el 2000, todavía bajo la administración Pastrana, el ejército colombiano empezó a recuperar cierta capacidad ofensiva en áreas estratégicas, como la zona del Sumapaz, bastión tradicional de las Farc, que podían desplazarse, a través de ella entre el Meta, Cundinamarca, Tolima, Huila y el Sur (Caquetá, Putumayo, Guaviare). Esta tendencia a la recuperación de la iniciativa militar del ejército continuó bajo la actual administración. Los esfuerzos de estas dos administraciones se concretaron en la creación de batallones de alta montaña para controlar los pasos montañosos cercanos al Sumapaz, los farallones de Cali, el mayor control de carreteras principales como la autopista Medellín-Bogotá y los avances en las vertientes de las cordilleras oriental y central en el departamento de Cundinamarca, en las cercanías de Bogotá. Durante el actual gobierno de Uribe, se ha intensificado la ofensiva del ejército en la antigua zona de despeje y en su retaguardia, con el llamado “Plan Patriota”, con operativos militares en el Caquetá, Guaviare y Meta, que han ido llevando a la guerrilla de las Farc a replegarse hacia zonas más periféricas de sus zonas de influencia, reducir sus ataques a poblaciones y limitarse a golpes aislados “tipo comando” contra unidades militares e intensificar el recurso a acciones terroristas en las grandes ciudades. Los ataques de este grupo en Vichada, Guainía y norte del Cauca buscan obligar al ejército a desconcentrar las fuerzas del Plan Patriota. Así, como resultado de la presión militar y paramilitar, las Farc han dejado de presionar sobre el triángulo más desarrollado del Meta (Villavicencio-Puerto López-Granada) para regresar a sus zonas históricas de asentamiento, en las partes altas del Ariari, Duda y Guayabero. En esas zonas de retaguardia táctica, constituidas por una especie de triángulo entre Vista Hermosa, Mesetas y Uribe, las Farc han resistido durante tres meses la ofensiva de la Operación Emperador: la importancia estratégica de ese corredor se debe a su fácil comunicación con la antigua zona de distensión, el Guaviare y el Sumapaz (El Tiempo, 1-8, 22 de mayo de 2005). En el Caquetá, se han desplazado hacia las zonas cordilleranas dejando en manos de los paramilitares las zonas planas (Curillo, Belén de los Andaquíes), donde se ha consolidado el proceso de la latifundización. En el 12 Arauca, han dejado la parte plana para desplazarse hacia la zona del Sarare, en el límite con la zona petrolera, cercana a los Santanderes, donde se entroncan con la colonización campesina tradicional. En la misma zona del despeje, en torno a San Vicente del Caguán, las Farc se han movido hacia la cordillera, al cañón de Balsillas, zona tradicional de colonización campesina del Huila con trabajo político del PCC, y dejado la zona más integrada (San Vicente, Florencia, Puerto Rico), zona de latifundistas tradicionales vinculados al partido liberal. Durante las negociaciones de paz con el anterior gobierno de Pastrana, el avance paramilitar en el sur llevó a las FARC a tratar de aprovechar la zona desmilitarizada para buscar consolidar un nuevo corredor geográfico en el sur occidente del país: ese nuevo corredor era un eje que partía de la antigua zona del despeje y se proyectaba hacia el sur del Huila, norte del Tolima, los límites entre Tolima y Valle (páramo de Las Hermosas) los límites entre el sur del Valle del Cauca y el norte del Cauca, buscando la salida al Pacífico y aprovechando la colonización campesina de las regiones del cañón del río Naya y la Costa Pacífica. Pero esa salida se vio bloqueada con el fin del área desmilitarizada, donde se concentraron entonces los enfrentamientos del ejército y de las FARC, como resultado de la ofensiva del ejército en esas áreas. Por otra parte, los grupos paramilitares del centro y norte del Valle del Cauca se replegaron de esos territorios, debido a las vicisitudes de las negociaciones con el gobierno actual. Por otra parte, la dinámica nacional y la presión de los EE. UU por la erradicación de cultivos ilícitos introdujo algunas variaciones en los conflictos regionales. Así, hacia el Sur, en la frontera con Ecuador, el Plan Colombia introducía cambios en la lucha entre guerrilleros de las FARC y grupos paramilitares por el control del departamento del Putumayo, en cuya zona baja se concentraba buena parte de los cultivos de coca y se presentaba una alianza entre cultivadores de coca y guerrilleros. Esa alianza llevó tanto al conflicto con los paramilitares en la región como a la concentración en ella de los esfuerzos del Plan Colombia, financiado en gran parte por la ayuda norteamericana al gobierno colombiano. El Bajo Putumayo quedó así convertido en el centro de la estrategia militar del Plan Colombia para recuperar el control de la región con fines de erradicación de los cultivos de uso ilícito por medio de la fumigación. Las fumigaciones en las zonas cocaleras del Bajo y Medio Putumayo y la presión militar sobre la región llevaron al desplazamiento de esos cultivos y de las confrontaciones entre paramilitares y guerrilleros a las zonas de la vertiente occidental de la cordillera y de la costa del Pacífico en el departamento de Nariño. Esto ha significado un desplazamiento del conflicto entre los frentes del ELN y FARC y los grupos paramilitares del Putumayo. Pero, además de esta lucha por los corredores, la confrontación armada obedece a veces a una dinámica mesorregional, centrada en la lucha por el control de algunas regiones y subregiones, donde se presenta una confrontación entre áreas más ricas e integradas, o en rápida expansión económica, pero con grandes desigualdades sociales, y zonas campesinas de colonización campesina periférica al margen de los beneficios de las zonas en expansión. Así, los enfrentamientos en el Catatumbo, Arauca y Casanare, en la frontera con Venezuela, pueden leerse en esta perspectiva: la lucha por el control de los recursos provenientes de las regalías petroleras o de los sembradíos de coca, la “tutela” armada sobre las respectivas administraciones locales y el manejo “clientelista” de sus 13 dineros enmarca bastante los conflictos en esas áreas (Peñate, 1991 y 1997). Es también el caso de la zona bananera de Urabá. Esos enfrentamientos no se reducen a la lucha de grupos guerrilleros con militares y paramilitares sino que también se producen dentro de los mismos grupos insurgentes y paramilitares: en la zona petrolera del Arauca, las FARC habían desplazado ya al ELN del dominio territorial del que habían gozado tradicionalmente, mientras que la recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército nacional mediante las llamadas zonas de rehabilitación, bajo el control directo de las fuerzas armadas, ha obligado a la guerrilla a desplazarse hacia zonas más periféricas. Además, los enfrentamientos de los diferentes grupos de paramilitares por el control de la región han dejado un buen número de muertes, tanto entre los líderes políticos de la región como entre los propios paramilitares. En el Arauca, se percibe un esfuerzo por golpear a las bases de apoyo de la guerrilla en la clase política local para ir aislando a los insurgentes de los recursos prevenientes de las regalías petroleras. En la misma dirección se mueven los operativos militares en las regiones cercanas a los Montes de María, en Bolívar y Sucre, y en las zonas vecinas a la antigua zona desmilitarizada en Huila y Tolima. Y, por último, buena parte de los conflictos se mueve en una dinámica más micro, que refleja la lucha dentro de las subrregiones, localidades y sublocalidades (“veredas campesinas”). Generalmente, se producen pugnas entre la cabecera urbana (más fácilmente controlable por los paramilitares o el ejército) y la periferia rural de las veredas campesinas, donde la guerrilla puede actuar con mayor libertad. También se desarrollan enfrentamientos entre veredas de distinto signo ideológico, diferente origen poblacional, diversa dinámica económica, intereses económicos contrapuestos. El caso de las masacres ejecutadas, a mediados del 2001, por las FARC en Tierralta, Córdoba, refleja esta dinámica, donde los paramilitares controlan la cabecera municipal pero tienen grandes dificultades para imponerse plenamente en la periferia de las veredas. Una situación semejante puede encontrarse en las enormes extensiones de San Vicente del Caguán, en la antigua zona de despeje. También se desarrollan enfrentamientos entre veredas de distinta ideología, diferente origen poblacional, diversa dinámica económica, e intereses económicos contrapuestos. A veces se presentan problemas internos en algunas áreas de ciudades como Barrancabermeja y Medellín, donde se presentan enfrentamientos entre milicianos de la guerrilla y grupos paramilitares por el control territorial de barrios y comunas: el caso de la recuperación del control de la Comuna 13 de Medellín por parte del ejército puede ilustrar este caso. Las lógicas de la expansión territorial del conflicto Esta triple dinámica territorial del conflicto obedece a lógicas contrapuestas de expansión territorial, que indicarían desarrollos históricos diversos e implicarían una cierta cercanía a modelos diferentes de desarrollo rural. Así, guerrillas y paramilitares operan en una especie de contravía, como señalan Fernando Cubides, (Cubides, 1998 A, pp.66-91 y 1998 B, p. 202) y Teófilo Vásquez (Vásquez, 2001, en González, Bolívar y Vásquez. , 2003, 50-71), pues las guerrillas nacen en zonas periféricas, de colonización campesina marginal, en áreas de frontera (abierta o interna), de donde se expanden hacia 14 zonas más ricas y económicamente más integradas al mercado nacional o mundial, que coexisten con bolsones de colonos campesinos marginales y que están regulados por poderes locales y regionales, semiautónomos frente a las instituciones y aparatos del Estado central. O, hacia zonas en rápida expansión económica y poca presencia institucional del Estado, que igualmente coexisten con grupos de colonos campesinos, que no tienen acceso a la nueva riqueza rápidamente creada en el área, ni a la regulación estatal de los conflictos sociales, que es suplida por las jerarquías sociales que se están construyendo en esas áreas. Y también hacia zonas campesinas anteriormente prósperas e integradas, con cierta presencia institucional y bastante regulación social por parte de poderes locales y regionales, pero que empiezan a descubrir que su situación económica está decayendo, su cohesión y regulación social se está resquebrajando y la presencia institucional del Estado está disminuyendo. El caso del eje cafetero, caracterizado antes por un campesinado próspero, de pequeña y mediana propiedad, con buena cobertura de servicios públicos, gracias a la presencia de la antes poderosa Federación de Cafeteros, puede ejemplificar este caso. La crisis internacional de precios ha golpeado severamente a la Federación y al pequeño y mediano campesino, lo que crea un escenario favorable para la expansión guerrillera. Algo parecido ocurre en el minifundio andino deprimido en zonas cercanas a las grandes ciudades. La guerrilla de las FARC nació en las áreas periféricas de colonización campesina del país, donde se han consolidado aprovechando la poca o ninguna presencia de las instituciones estatales, a las cuales suplen de alguna manera al proveer de seguridad a la posesión de la tierra de los colonos y regular de algún modo la convivencia social. Su origen está ligado a los grupos de autodefensa campesina de las zonas donde el partido comunista colombiano había hecho trabajo político, que se organizan para resistir frente a la violencia conservadora de mediados del siglo XX. Por su parte, el ELN y EPL también se insertaron en zonas de frontera interna como el Magdalena Medio y Urabá pero donde existe mayor articulación al conjunto de la sociedad y economía nacionales, lo mismo que una rápida expansión económica al lado de poblaciones campesinas marginales. En cambio, los paramilitares nacieron en zonas relativamente más prósperas e integradas al conjunto de la economía nacional o mundial, donde existen poderes locales y regionales de carácter semiautónomo, ya consolidados o en proceso avanzado de consolidación. Allí las elites locales de esas zonas se encuentran extorsionadas o amenazadas por el avance guerrillero y se sienten más o menos abandonados por los aparatos e instituciones del Estado central, cuyas políticas modernizantes y reformistas amenazan socavar las bases de su poder tradicional y cuyas negociaciones de paz son interpretadas como traición frente al enemigo común que deberían confrontar conjuntamente con ellas (Romero, 1998 y 2003). De esas zonas se proyectaron hacia las zonas más periféricas, con el apoyo de los poderes locales que se están consolidando en ellas, tanto en lo económico como en lo político, pero los límites de ese proceso de consolidación de esos poderes son un obstáculo para la expansión de los grupos paramilitares. 15 Esta diferente lógica de expansión territorial indicaría, en última instancia, cierta tendencia a la confrontación entre dos modelos contradictorios de desarrollo de la economía rural, que buscan imponerse en las zonas de frontera, interna o abierta (Vásquez, 2001, en González, Bolívar y Vásquez, 2003, 64-71). En el Sur y Oriente del país, zona de frontera abierta, la coincidencia entre las zonas controladas por las FARC y las zonas de cultivos ilícitos desarrollados por campesinos cocaleros llevó a una alianza funcional entre éstos y esa guerrilla.. En las zonas de frontera interna, en el norte y centro del país, el modelo de desarrollo basado en el latifundio ganadero (por ejemplo, en la Costa Caribe) y la agricultura comercial compite con la economía campesina de los colonos. Pero este modelo de expansión en contravía obedece también a una diferente relación de las regiones en conflicto con los aparatos del Estado central, regional y local. En general, las zonas donde surgen los grupos paramilitares se caracterizan, en términos políticos, por el predominio de poderes políticos de corte tradicional, la poca presencia directa de las instituciones y la burocracia del Estado central, que deja bastante autonomía a los poderes locales o regionales, consolidados o en proceso de consolidarse, que sirven de base al denominado dominio indirecto del Estado. Esta diferente expansión de los actores armados según la relación de las regiones con el conjunto de la nación tiene sus raíces históricas en la colonización campesina de zonas periféricas, que ha constituido, a lo largo de la historia colombiana, la salida a las tensiones de una estructura muy concentrada de la propiedad rural. Y a este proceso colonizador permanente corresponde, en términos políticos, un proceso gradual de construcción del Estado. cuya incorporación paulatina de territorios y poblaciones se tradujo en una presencia diferenciada del Estado en las regiones según las circunstancias de tiempo y lugar. Ambos procesos tienen su origen en la historia del poblamiento del país desde los tiempos coloniales hasta nuestros días, donde la organización de la convivencia social se deja en manos de la iniciativa privada, con poca presencia de las instituciones estatales. E, incluso en los territorios más integrados, la presencia de las instituciones estatales era diferenciada o dual porque su control se ejercía a través de las elites locales y por lo tanto dependía de estas estructuras locales de poder. Esta combinación de este poblamiento con esta dependencia de los poderes locales hizo muy conflictivos los procesos de integración de los territorios recién poblados al conjunto de la Nación a lo largo de la historia colombiana y explica la importancia de la mediación de los dos partidos tradicionales, liberalismo y conservatismo, como articuladores de los poderes locales de esas poblaciones y territorios de colonización al Estado nacional y canales de expresión de conflictos de carácter más social, como problemas de tierras, rivalidades entre regiones y poblaciones, conflictos raciales y enfrentamientos entre familias y grupos de ellas. Por esto, la presencia de instituciones estatales en la sociedad y el territorio colombiano ha sido altamente diferenciada en el espacio, el tiempo y en su relación con las diferentes regiones: en las regiones más integradas, la presencia del Estado es más directa y en otras, esa presencia aparece mediada por los poderes locales de corte clientelista. En zonas de colonización periférica la presencia del Estado se hizo posible solo cuando se produjeron la concentración de la 16 propiedad de la tierra y una cierta jerarquización social, que sirven como base para la creación de poderes locales y regionales que se articulaban a las redes nacionales de los dos partidos tradicionales y las instituciones del estado. El seguimiento de los procesos de colonización muestra claramente que el desarrollo del conflicto armado expresa y produce, al tiempo, un proceso de integración territorial queda clara con el seguimiento a los procesos de colonización. Legrand y otros autores han insistido en la vinculación de los problemas de las fronteras internas con el desarrollo de la guerra (Legrand, 1994, 19-20). En esa ampliación de la frontera y la vinculación de nuevos territorios y poblaciones, Romero explica el surgimiento de los grupos paramilitares de Córdoba como producto de una desarticulación de estos niveles de poder, cuando las negociaciones de paz adelantadas por el gobierno central fueron miradas con cierta suspicacia por los grupos regionales y locales de poder (Romero, 1998 y 2003). En cambio, las guerrillas se originaron en regiones periféricas donde no existían todavía poderes locales plenamente consolidados, ni articulación de ellas por medio del bipartidismo: de ahí que la presencia de los aparatos del estadoen ellas sea precaria. Allí la guerrilla ejerce funciones de control policivo y de cohesión social, que le dan cierta soberanía de facto, desafiada ahora desafiada por el avance paramilitar y contrarrestada de alguna manera por los esfuerzos del ejército por recuperar la iniciativa militar en esas áreas. Por ello, Jaime Eduardo Jaramillo opina que la acción guerrillera, aunque sus actores no se lo planteen así, puede estar expresando esfuerzos “de integración y asimilación de estas regiones y sus pobladores a nuestros mercados nacionales e internacionales, así como a las instituciones, la juridicidad y los servicios públicos”. En el mismo sentido, afirma Legrand, la guerrilla representa entre otras cosas, “un factor de integración de regiones distantes con el gobierno central” (Legrand, 1994, 20) Órdenes alternativos y soberanía en vilo Esta situación de la guerrilla en las zonas de colonización es vista por María Teresa Uribe como “órdenes alternativos de hecho”, que ilustran “la fragilidad de la soberanía estatal”en las zonas en disputa, caracterizadas por ella por el concepto de estados de guerra, una vieja idea hobbesiana que ha sido retomada más recientemente por Michel Foucault. Estos estados de guerra son descritos como situaciones o porciones del territorio donde el poder institucional no es soberano y sectores de la población se niegan explícitamente a someterse al orden estatal: en ellos coexisten “regiones y territorios relativamente pacíficos” al lado de “espacios particularmente violentos”, lo mismo que coyunturas de agudización de las violencias junto con periodos de baja intensidad, y enfrentamientos bélicos directos con violencias múltiples y difusas. Para esta autora, la principal característica de estos estados de guerra es la permanencia del animus belli, o sea “el mantenimiento de la hostilidad como horizonte abierto para dirimir las tensiones y los conflictos del mundo social y la violencia como estrategia para la solución de la vida en común” Esa hostilidad permanente significa, señala la autora, que la vida política no ha sido desarmada ni pacificada del todo, ni por la vía del consenso ni por la de la violencia, sino que predomina en algunos sectores la voluntad de disputar con las armas el dominio 17 y el control del Estado. No existe entonces la autoridad necesaria para garantizar razonablemente “la vigencia del orden constitucional y legal” y la fragilidad de los procesos de integración social en el campo de los derechos hace difícil “la formación de la conciencia nacional, que es condición para que el Estado moderno llegue a ser soberano y legítimo”. Como resultado de todo eso, “la soberanía interna permanece en vilo, en disputa, situación que se manifiesta en la conformación de la Nación, expresándose en ámbitos tan importantes como el territorio, la comunidad imaginada y la formación de las burocracias“. Esta “soberanía en vilo” hace virtual la ciudadanía y torna los derechos de los ciudadanos precarios y vulnerables, ya que las normas y leyes del Estado operan solo de manera restringida como referentes para la acción pública de los sujetos. En esa situación, como en el “dilema del prisionero”, la opción más racional es la de actuar como “free rider” (M.T Uribe, 2001, 252-253): “El ciudadano corriente sabe que no puede esperar que la autoridad actúe de manera eficiente y de acuerdo con la ley si algún derecho le es violado o es víctima de algún delito. Librado a sus propias fuerzas, el ciudadano tomará decisiones privadas y pragmáticas buscando la justicia por mano propia o la protección de algún poder armado que le ofrezca una seguridad precaria y transitoria pero que valora como más eficiente y expedita. En suma, actúa de acuerdo con los órdenes alternativos de hecho y no con referencia a la ley o al orden institucional” ((M. T. Uribe, 251-256). La eventual consolidación de “órdenes alternativos de hecho” en las territorialidades donde los diversos actores armados compiten por el control de un territorio dado y el Estado carece del pleno monopolio de la fuerza, es conceptualizada por María Teresa Uribe como “territorialidades bélicas” (MT Uribe, (2001), p.251-253), donde los actores armados proporcionan cierto orden interno en sus ámbitos y tratan de construir tanto ciertos estilos de consenso como algunas formas embrionarias de representación. En el caso de las guerrillas de las Farc, el establecimiento de esas territorialidades bélicas hace parte de su estrategia militar, especialmente en su momento fundacional: en su mayor parte, sostiene María Teresa Uribe, esos lugares correspondían a “territorios de refugio y resistencia donde la presencia institucional era virtual”, cuyos pobladores manifestaban ciertas “distancias, reticencias o francas hostilidades con el poder institucional”, pues, lo habían combatido ante, o querían evadir su control, o se sentían desplazados de su sitio de origen por él de su sitio de origen. El sentido original de la acción guerrillera original era “la autoprotección de sus efectivos, la movilidad en el territorio y la consecución de abastecimientos y de recursos económicos”. Por eso, en ese momento fundacional sus relaciones con la población civil no eran conflictivas sino que frecuentemente contaban con su apoyo y reconocimiento, talvez por “el hecho de compartir una suerte común de refugio y hostilidad hacia el orden institucional“, que los llevaba a veces a forjar identidades comunes “surgidas de una visión compartida de rebeldía y victimismo”, pero esto no implicaba necesariamente “alguna forma de consenso explícito” respecto del proyecto político militar de los grupos guerrilleros (M.T Uribe, 2001,257- 258). Además, señala la autora, la configuración de estas territorialidades se veía también reforzada por las respuestas estatales a los desafíos planteados por la insurgencia, pues esas regiones fueron señaladas por los gobiernos como conflictivas o rebeldes, a veces 18 para desatar operaciones militares de contrainsurgencia, a veces para impulsar procesos acelerados de inversión pública, que se pensaban como remedios frente a las llamadas causas objetivas de la violencia. Ambas lógicas señalan a estos territorios como “distintos, signados por la guerra, diferentes y hostiles que ameritaban un tratamiento especial y diferencial”. Esta diferenciación espacial por el conflicto creaba o reforzaba “sentidos de pertenencia y diferencia”, que daban lugar al surgimiento de identidades que tenían poco que ver con problemas políticos o identificaciones culturales previas, pero mucho “con el hecho de compartir una historia común y de habitar un territorio formado, nombrado y pensado desde la guerra” (M.T.Uribe, 2001,259-260). Así, las acciones de contrainsurgencia terminan reforzando esas identificaciones cuando tratan a los pobladores como enemigos y sus prácticas se asemejan más a las de un ejército de ocupación en territorio enemigo. (M.T. Uribe, 2001, 262-263) A partir de esa estrategia de autodefensa y de las identidades compartidas con la población de colonos campesinos, los grupos guerrilleros establecían en esos territorios cierto orden interno predecible para la organización de la convivencia entre los pobladores. Ese orden predecible servía de eje integrador y sistema de referencia para los habitantes de las zonas de colonización, que llegaban a ellas de manera aluvional, procedentes de diferentes regiones y pertenecientes a diferentes grupos étnicos. Lograban así cierto reconocimiento para dirimir tanto conflictos entre vecinos como tensiones domésticas, controlar la delincuencia menor, distribuir terrenos baldíos, organizar la población en el territorio, definir derechos de posesión y explotación de los recursos, establecer cierto control de precios a los abastecimientos y a los salarios y organizar, con los pobladores, la realización de obras públicas de interés común, como caminos, puentes o escuelas. Además, ejercían cierta vigilancia sobre la administración pública de los municipios: juzgan y castigan a los que consideran corruptos. Y, en ese mismo estilo imponían acuerdos a las empresas legales o ilegales que operan en el territorio, tanto para la inversión social en él como para la vinculación laboral de los pobladores que les daban garantías o la desvinculación de los que no eran de su confianza. Su estilo de patronazgo también lograba incidir en las instancias gubernamentales para el otorgamiento de viviendas, la legalización de barrios de invasión, la comercialización de productos agrícolas. En ese sentido, señala esta autora, en algunas poblaciones de las zonas de colonización han cumplido “el rol de fundadores”, con el consiguiente significado que este papel conlleva “en el horizonte de las identidades locales y las memorias colectivas”. En el desempeño de ese rol, los grupos guerrilleros suelen promover en algunas regiones la afiliación a las juntas de acción comunal, que son, como tales, organizaciones legales y favorecidas por la legislación estatal. Este papel se ve reforzado por ¨´las tramas sociales que establecen los grupos armados con los pobladores de los territorios bélicos, pues éstas son las zonas privilegiadas para el reclutamiento de efectivos”: los vecinos conocen a los actores armados desde su infancia, tienen con ellos lazos de sangre y parentesco; se presentan con frecuencia casos de dos o tres generaciones de una familia que han vivido bajo su poder. Estos roles otorgan a esos poderes alternativos cierto “componente de consenso que les otorga reconocimiento y alguna forma de representación de intereses” y demandas locales, aunque se sustenten primordialmente 19 en un poder armado, “autoritario y discrecional”, que no deja espacio para la autonomía en las decisiones individuales y cuyo desacato es castigado con la vida o el destierro. Esta especie de consenso no se basa en ningún procedimiento democrático, ni está mediada por ninguna forma de consulta, sino que surge a partir del hecho de que los actores armados presuponen que la población está identificada con ellos. En nombre de esta representación autorreferida, sin elección, establecían relaciones con los poderes locales, los funcionarios públicos, las organizaciones sociales y los particulares, a la manera del patronazgo tradicional. Así, “esta forma embrionaria de representaciónintermediación” permitía a los grupos insurgentes y sus milicias urbanas desarrollar micronegociaciones semiprivadas para reorientar, de manera más o menos forzada, “los proyectos de desarrollo local, las inversiones públicas, la gestión de los alcaldes, las determinaciones de los concejales, las solicitudes de las organizaciones comunales y de las organizaciones sociales” (M.T. Uribe, 2001, 263). Pero ese componente de consenso no tiene, aclara la autora, un sentido político ni la adhesión a un proyecto de Estado, nación, o modelo de desarrollo, sino que obedece más bien “a un sentir moral tejido sobre la experiencia de la exclusión y el refugio, sobre las heridas dejadas por la ausencia de reconocimiento y por la desigualdad social, y quizá también, sobre una noción difusa de justicia, más cercana a la venganza”. El papel de los grupos guerrilleros en la organización de las zonas de colonización y ese carácter de representación autorreferida tiene como contraprestación el cobro forzoso de “impuestos” (la famosa ley 002 de las Farc), que permite financiar su expansión militar, controlar el excedente económico de los territorios controlados, hacer presencia esporádica en zonas aledañas o distantes, y mostrar que tienen suficiente poder coercitivo para forzar a los particulares a pagar, a la vez que demostrar al Estado que no es soberano en esos territorios. Obviamente, este tipo de actividades puede resultar contraproducente porque genera la reacción de propietarios que pueden optar por financiar a grupos paramilitares. Además, la ampliación de estas prácticas a sectores medios y bajos produce una mayor deslegitimación de los propósitos políticos de la guerrilla en el seno de la opinión pública nacional, que tiende cada vez más a asimilarlos a la delincuencia común (M.T.Uribe, 2001,260-261). Y la misma consolidación de la guerrilla como red alternativa de poder puede terminar por desgastar su propia autoridad, lo mismo que su capacidad para canalizar descontentos. En una investigación reciente José Jairo González ha encontrado que el crecimiento militar de las FARC revela también las limitaciones de su propuesta política y los conflictos característicos de lo que podría ser una “guerrilla de bienestar”. Así, el mismo investigador reseña el “malestar” de distintos alcaldes de los municipios aledaños a la zona de distensión, porque las Farc no les había informado sobre sus planes para la región en el marco de las negociaciones de paz, a pesar de que sus zonas son consideradas “refugio histórico” de ese grupo armado. De ahí que se hayan propuesto fundar la asociación de municipios aledaños a la zona de distensión para tramitar recursos. (JJ. González, 2000) 20 Esta constatación de la implantación de principios más o menos predecibles de orden y organización interna por parte de los grupos guerrilleros, que se expresan en normas explícitas e implícitas aceptadas voluntaria o forzosamente por los pobladores, le permite a Maria Teresa Uribe hablar de estas dinámicas como “un embrión de Estado”. Y subraya que estos rasgos son semejantes a los viejos patronazgos clientelistas de los partidos tradicionales, que ligaban los poderes generados en las regiones y localidades con el Estado y la Nación pero con una diferencia fundamental: aquí no se presenta esta articulación bipartidista con el Estado y la Nación, sino que se da una ruptura con éste y aquella. Además, estas características aparecen ahora dentro de un contexto diferente, signado por la guerra, pero que, sin embargo, cumplen también “con la función semiestatal de ofrecer protección, orden y seguridad a cambio de lealtad incondicional y obediencia absoluta”. (M.T. Uribe, 2001, 260-261) En un sentido semejante al de esta autora se mueven los planteamientos de Mario Aguilera, cuyo estudio de la justicia guerrillera analiza las diversas formas como los grupos guerrilleros producen orden y seguridad en los territorios que controlan. Desde la perspectiva de este autor, la justicia administrada por los grupos guerrilleros se caracteriza por ser esencialmente instrumental (Aguilera, 2001,393) y constituir un instrumento de guerra: de un lado, porque funciona para enfrentar o suprimir al enemigo político, y de otro, porque intenta construir, por lo menos parcialmente, órdenes o poderes políticos locales mediante el uso de un rigorismo penal desproporcionado en relación con los “delitos” o problemas que se pretenden resolver”. Este mismo autor distingue entre tres tipos de justicia guerrillera: la justicia ejemplarizante, la justicia de retaliación y la justicia del poder local, que dependen, por un lado, de las demandas de la sociedad local que se quiere controlar y, por el otro, de las condiciones de la expansión del grupo guerrillero en cuestión. Así por ejemplo, “la actual forma predominante de justicia guerrillera, (la justicia del poder local), surge articulada a los conflictos o movimientos locales o regionales, o se engarza a ciertos cambios institucionales relacionados con la democracia local. Al mismo tiempo la justicia para el poder local es también consecuencia de la reciente territorialidad de la guerra. La oferta de seguridad y de una justicia rápida, barata y eficiente, es un importante elemento para el control permanente de los territorios”(Aguilera, 2001,422) En cambio, la justicia ejemplarizante y la de retaliación corresponden a momentos distintos de la expansión de los grupos guerrilleros: la primera se daba cuando enfrentaban las demandas de orientación por parte de una sociedad de reciente establecimiento, y la segunda, cuando intentaban articularse con los movimientos sociales regionales. Desde la perspectiva de Aguilera es necesario ligar la pregunta por la justicia guerrillera con la estrategia política de esos actores, ya que entre la justicia guerrillera y la estatal existen rivalidades pero también importantes complementariedades. Como consecuencia de estos poderes de hecho y justicias alternativas, la población de las zonas de colonización e incluso los funcionarios públicos de esas localidades sienten que sobre ellos gravitan “dos órdenes políticos y jurídicos con capacidad de sanción, pero con diferente nivel de eficiencia, el del Estado y el del contraestado. Este orden alternativo recibe diferentes nombres según las regiones: “la ley de atrás” en el 21 Magdalena Medio, “la ley del monte” en Urabá y el Sur del país, “la ley de la guerrilla” en el cañón del Cauca. (M.T Uribe, 2001, 261-262). Estas similitudes y complementariedades son igualmente señaladas por Daniel Pécaut y Marco Palacios: Pecaut llama la atención sobre la forma como la modalidad de territorialización impuesta por la coacción de los actores armados reedita dinámicas usadas tradicionalmente por los partidos políticos: la función de coacción de las guerrillas, los paramilitares y las milicias populares de los barrios periféricos dentro de sus demarcaciones territoriales no era totalmente novedosa en Colombia ya que los partidos tradicionales habían operado así desde tiempo atrás en muchos municipios del país. Pero con una diferencia significativa: “la inserción o no de estos repartos en el campo de la política institucional” (Pecaut, 2001, 203-204, 235-237) Y Palacios enfatiza el hecho de que la guerrilla se apoya “en redes clientelares adecuadas a la jerarquización empírica de la sociedad rural...”, basadas en la familia como “la unidad política básica y no el individuo” (Palacios, 1999,381). Al mismo tiempo, la insistencia de Palacios en la necesidad de estudiar los vínculos “entre la expansión guerrillera y las dinámicas cotidianas de compadrazgos, amistades y odios entre familias y veredas”, nos lleva a recordar el peso de tales amistades y odios como formas de filiación y los tipos de relación política constitutivos del bipartidismo. (González, 1997). En una dirección similar se orientan los planteamientos de Deas para quien “la filiación política afecta el sentido de la familia, la identidad local, la identidad personal y el compromiso ideológico” (Deas,1995,28). Estas importantes continuidades entre la forma de operar de los antiguos partidos políticos y algunas prácticas de los grupos guerrilleros hacen que Pecaut señale que no es sorprendente que los habitantes de las zonas de colonización acepten como fenómeno “normal” la coacción ligada a la territorialización, al ser considerada como “una modalidad ineluctable de integración a la nación” (Pecaut, 2001,236-237) Estas semejanzas pueden ser ilustradas también con la comparación con el caso de Trujillo, en el valle del Cauca, analizado por Adolfo Atehortúa (Atehortúa, 1995) y el caso del Meta, donde los líderes regionales se apoyaron en antiguos jefes guerrilleros de la Violencia de los cincuenta. Esas similitudes le permiten a Pécaut afirmar que la guerrilla aparece en esas zonas como “clase política alternativa” que interactúa y negocia con las autoridades locales: los “jueces, los policías, los alcaldes y los concejales municipales se vuelven partícipes de las interacciones que van definiendo las reglas de hecho de los juegos locales. Tienen que formar parte de las redes organizacionales prevalecientes, luchar por la apropiación del poder, negociar con los protagonistas de la violencia. Nada más lejos de la institucionalidad democrática”. (Pecaut, 2001,266) El surgimiento de la guerrilla en las zonas de colonización le permitió, como señalaba Pécaut, convertirse ella misma en red de poder y adelantar un proceso de centralización del poder político en sociedades de reciente asentamiento. Esto se lograba, con el apoyo no sólo de los campesinos, sino también de los hacendados que “quieren orden” (Cubides y otros, 1998,779) y quienes, en el caso de “estar en regla, pueden ser protegidos incluso de las reivindicaciones de los campesinos”. Incluso, Pecaut utiliza el 22 caso de la pervivencia, en zonas controladas por la guerrilla, de las Juntas de Acción Comunal, que son asociaciones de pobladores a la vez que organizaciones ligadas al Estado colombiano, por la guerrilla, junto con el interés por una mayor inclusión al Estado por parte de los mismos colonos que apoyan a la guerrilla en ellas, muestra que no hay una oposición tan radical entre las zonas controladas por la guerrilla y aquellas reguladas por el Estado en relación a la articulación de sus poblaciones con las instituciones estatales (Pecaut, 1997,20). Esta situación hizo, según Palacios, que las guerrillas pudieran consolidar su “papel de clase política local alternativa en muchas comarcas del Arauca, Meta, Guaviare y Caquetá” (Palacios 1999,377), aunque sin buscar explícitamente ninguna articulación con el Estado central. Estos análisis del caso colombiano coinciden bastante con algunos hallazgos de Wickham- Crowley sobre el auge y el declive de los gobiernos guerrilleros en América Latina, que muestran cómo el apoyo campesino a las guerrillas no se explica suficientemente por “el terror o el surgimiento de la conciencia”, sino que se deriva “del establecimiento de un modelo asimétrico de intercambio entre ellos”. Para ello, este autor retoma planteamientos de Barrington Moore, específicamente la distinción entre “autoridad predatoria” centrada exclusivamente en la coerción y “autoridad racional”, que da mayor importancia al consentimiento popular. La autoridad, sin importar si es formal o informal, reposa en la inestable y conflictiva combinación de coerción e intercambio. Tal intercambio suele y puede ser asimétrico, pero el punto fundamental de la discusión está puesto en la regularidad de las dinámicas que vinculan a las “autoridades” y a las poblaciones sometidas. Algunas de las obligaciones de las autoridades son: la defensa contra los enemigos exteriores, el mantenimiento del orden y la paz interna, y la contribución a la prosperidad. A cambio, y por eso se trata de un intercambio, las poblaciones se someten a rutinas de control, pago de excedentes, obediencia (Wickham-Crowley, 1995, 8 y ss) Según este autor, el predominio de este modelo de intercambio entre la guerrilla y los campesinos y la aceptación de los campesinos del control, a veces demasiado autoritario, de las guerrillas se explica porque cada uno necesita o desea lo que el otro le puede ofrecer. Las guerrillas necesitan mover una población, construir un capital político, los campesinos quieren tierra y una defensa de sus recientes apropiaciones. Por eso, èl sostiene que “la conversión (de los campesinos) a la ideología marxista se produce alguna vez, llega después de la afiliación (del campesino a la guerrilla), rara vez antes” (Wickham-Crowley, 1995, 11 y 19) Además, el autor recuerda que las guerrillas en América Latina cuentan con públicos interesados en aquellas zonas, “medios rurales en los que el poder se ejerce cada vez más por la pura coerción (autoridad predatoria) más que por el intercambio explícito entre campesinos y autoridades” (Wickham-Crowley, 1995, 19). Y, concluye recordando que, en América Latina, la aceptación del control guerrillero en el nivel regional ha dependido fundamentalmente de las condiciones regionales, por lo que no constituye una garantía de éxito en el nivel nacional. (Wickham-Crowley, 1995, 14 y 1987, 473-499) Actores armados y poderes locales consolidados: de la tutela a la resistencia armada 23 La importancia de ese cálculo racional en las relaciones de intercambio entre guerrillas y campesinos se hace evidente cuando las guerrillas abandonan su nicho original, las zonas de colonización, donde los mismos grupos guerrilleros habían sido protagonistas del proceso de colonización y de la organización de sociedades de reciente asentamiento, para avanzar hacia zonas más integradas a la política y economía nacionales o a zonas de colonización más o menos organizadas donde las comunidades campesinas han alcanzado ya algún grado de cohesión y jerarquización internas. Con respecto al intercambio en esas áreas, Pecaut recuerda que “donde la guerrilla ejerce un control sobre la población sin que él mismo esté relacionado con beneficios económicos individuales o colectivos, le es más difícil que se reconozcan su poder y normas; las exacciones son entonces muy mal recibidas”(Pécaut, 1999,16 y ss) Esta situación es ilustrada por el caso de Puerto Boyacá, donde la resistencia contra las exacciones de las Farc muestran un profundo contraste con su papel mediador en el caso de los campesinos cocaleros. Por eso, es preciso insistir en que las modalidades del control varían según las regiones y los momentos que afrontan sus respectivas poblaciones. El caso más estudiado es el de las zonas de narcocultivo, que inspira parcialmente los análisis de María Teresa Uribe, antes citados: el papel de las FARC como protectoras de los colonos e instauradoras de cierto orden local justificaba su cobro de impuestos, y la aceptación de los colonos de ese orden y esos impuestos podría explicarse en términos de cálculo racional, como muestra Pécaut, que a su vez previene sobre la necesidad de “no subestimar la parte coactiva y los riesgos de desgaste de la autoridad de la guerrilla” (Pecaut, 1999, 16 y ss). El cambio de la situación de intercambio se hizo evidente cuando, a finales de la década de los setenta, las guerrillas de las Farc dejaron de ser la guerrilla partisana de sus inicios (1966-1977), de carácter defensivo y subordinado a un proyecto político partidista, que se movía por los territorios tradicionales de las autodefensas de la violencia de mediados de siglo; especialmente en las regiones del Ariari, el Duda, el Guayabero, el Guaviare y en el Caguán (El Pato) y en menor medida en el Urabá y el Magdalena medio. Entre 1977 y 1982, la ofensiva de las Farc duplicó sus frentes guerrilleros, siguiendo las metas de crecimiento diseñadas por la VII Conferencia de esta organización guerrillera, realizada en 1982. Esa transformación de las guerrillas, desde su condición inicial defensiva, como “autodefensas” en sentido estricto y de su situación en zonas periféricas, a su expansión hacia zonas más ricas e integradas en la economía y política nacionales produjo un cambio en el panorama de la violencia. En las nuevas áreas, el recurso cada vez más frecuente a la financiación mediante la extorsión y el secuestro empezaron a cambiar la percepción de la sociedad colombiana frente a la violencia. Estos recursos permitieron la expansión territorial de las guerrillas pero a costa del desdibujamiento de sus posiciones políticas e ideológicas y al predominio de la dimisión militar sobre la política. Esta tendencia hacia la militarización había venido preparándose con la lectura de la coyuntura de la protesta como situación preevolucionaría y la represión gubernamental contra la izquierda legal, pero era también favorecida por las ambigüedades de la relación entre militaristas y políticos tanto en la guerrilla como en la actividad política 24 legal, que trajeron como consecuencia la masacre de los militantes de la Unión Patriótica El exterminio de la Unión Patriótica, el proceso fallido de incorporación a la vida legal y el fracaso del proceso de paz de Betancur profundizarían el predominio de la tendencia más militarista y menos política de las Farc. Y los ataques del ejército nacional contra las zonas de influencia guerrillera, especialmente el operativo militar contra la sede central de la organización, Casa Verde, ubicada en el municipio de La Uribe, llevarían como respuesta a un mayor fortalecimiento militar y a una gran expansión territorial de este grupo guerrillero. Y a finales de los ochenta y en los noventa, el encuentro con los frentes de colonización ligados a la coca y amapola fortalecerían su capacidad de expansión y el predominio de las dimensiones militares sobre las políticas e ideológicas (González, Bolívar y Vásquez, 2003, 54-59) Esta situación empeoró con el acceso del ELN a los recursos provenientes del petróleo, desviados a favor de sus simpatizantes por medio del llamado “clientelismo armado”, y de las FARC a los dineros producidos por el narcotráfico. Frente a esa expansión y tácticas surgen como respuesta las fuerzas paramilitares y autodefensas de derecha, que recurren también a las mismas tácticas y recursos económicos, lo que profundiza la intensidad del conflicto por el control territorial de las regiones productoras de esos bienes. Por otra parte, el recurso de la guerrilla a la extorsión y el secuestro ha terminado por producir una cierta simpatía de sectores de la opinión publica por el recurso a soluciones autoritarias.. Es el caso de regiones como las llanuras de la Costa Caribe, donde la dominación política reposa no tanto en la burocracia del Estado central sino como en las redes de poder articuladas por el bipartidismo (Romero, 2003). En regiones de ese estilo, la proyección de la acción guerrillera hacia zonas menos periféricas, donde ya existían redes de patronazgo y clientelas previamente constituidos, se encontró con un enemigo que asimilaba sus prácticas políticas, militares y sociales. En esos territorios, donde existe cierta jerarquización social y alguna dominación política “sedimentada”, expresada en el surgimiento y la consolidación de poderes locales más o menos articulados al Estado central por medio de las redes de los partidos tradicionales, los grupos de guerrilla aparecen como una amenaza a la red de dominación ya impuesta, como un obstáculo para las relaciones entre las autoridades locales y las autoridades nacionales y para el control que una red política ya consolidada posee sobre cierto territorio y su población. En esas áreas, la acción insurgente adopta características muy diferentes de las que tenía en las regiones de colonización periférica: en ellas, los actores armados buscaron penetrar las administraciones locales y “tutelar” de alguna manera su funcionamiento para acceder a sus recursos fiscales. Para algunos analistas, como Alfredo Rangel, la estrategia guerrillera encaminada a copar los poderes locales buscaba resolver la contradicción que existía entre su “gran solidez económica y una indiscutible y creciente capacidad militar” y “una inmensa debilidad en su capacidad de convocatoria política nacional”. Para ello, las guerrillas aprovecharon los espacios abiertos por la descentralización que empezó a desarrollarse desde mediados de la década de los años ochenta. En esto fue pionero el ELN, que resolvió que “si las alcaldías y concejos municipales iban a administrar recursos del petróleo, pues había que meterse en las administraciones locales” (Rangel, 1999,36). 25 En ese sentido, Rangel muestra cómo se insertaba la guerrilla en el proceso político local mediante la protección de los candidatos que han hecho acuerdos con ella, la amedrentación de los que se han negado a ello, la “tutela” y vigilancia sobre la administración de los funcionarios elegidos, la orientación del gasto público local y del reparto burocrático. Es diciente su conclusión de que, en esencia, “las funciones clientelistas y gamonalicias” que por la vía del terror ha llegado a desempeñar la guerrilla en algunas regiones no difieren “de las que siempre han ejercido las elites políticas tradicionales en las localidades” (Rangel, 1999, 35-37). Incluso, estas formas “tradicionales y premodernas de hacer política” se realizan a veces “en conjunción de los viejos caciques políticos de las localidades”. En el mismo sentido, Camilo Echandía señalaba que las guerrillas “han logrado acceso a los recursos públicos de las administraciones locales y departamentales mediante acuerdos con funcionarios corruptos” (Echandía, 1999, 136) La referencia más articulada a este fenómeno la provee Andrés Peñate (Peñate, 1999), que se muestra sorprendido por la asimilación insurgente de prácticas tradicionales de acción política que son señaladas como “corruptas”, propias de un “clientelismo armado”. Este autor analiza el dinamismo de la vida política local en Arauca, que se expresa en las tensiones entre grupos políticos rivales que instrumentalizan a los actores armados y en las rivalidades entre grupos guerrilleros, cuyas formas de relación con la población son muy diferenciadas. Este complejo juego de facciones y grupos armados se modifica con los cambios asociados a la explotación de petróleo, que trastocan el comportamiento de los actores armados y su relación con la política. Esta situación hace que Peñate concluya que “ve muy difícil que el ELN se erija en opción de poder si copia los hábitos y prácticas por los que el grueso de la población desprecia y critica a la clase política”. Según él, “por el camino del clientelismo local no se derrota a la oligarquía nacional, cualquier cosa que eso sea, sino que quien lo pretende se convierte en oligarquía local o en su sirviente, cosa que está ocurriendo en varias partes del país”. Esas aseveraciones de Peñate ilustran la manera diferenciada como los grupos armados se insertan en las dinámicas propias de las sociedades regionales: en el momento inicial de su inserción en el territorio, el ELN quería diferenciarse de las Farc, por lo que se negaba a participar en elecciones y a establecer vínculos con la población de los colonos que llegaba al Sarare, pero el desarrollo mismo del conflicto armado les mostró que la lucha guerrillera no se daba solo en lo militar, sino también en la política local y era muy difícil conseguir el apoyo de la población civil si la organización armada no tomaba partido a favor de movimientos políticos locales (Peñate, 1999, 79) En sentido similar al de Peñate, Palacios ha señalado esta “asimilación” del clientelismo como muestra de “la versatilidad guerrillera”, cuya evidencia encuentra en el caso de Urabá donde la rivalidad política entre guerrillas y otros movimientos políticos se resolvía por medio del intercambio de los votos por lotes-vivienda. (Palacios, 1999, 366) Los planteamientos de Peñate sobre la continuidad entre la adscripción política tradicional a los partidos y la adscripción y el tipo de prácticas políticas que propician los actores armados son recogidos por Pécaut, que concluye que tanto los partidos como los actores armados pueden ser leídos como redes de poder, que se diferenciarían “por el uso abierto y sin reserva del terror.” (Pecaut, 1997) Rangel comparte estos 26 señalamientos, al señalar que la guerrilla se ha convertido a la vez en factor de corrupción de las administraciones locales y de explotación de viejos problemas del Estado colombiano (Rangel, 1999, 39) Esta insistencia nuestra en la continuidad de las prácticas políticas de los partidos y de los actores armados trata de insinuar la relación de esos comportamientos con el tipo de sociedad que respalda esas prácticas provengan del sector que provengan. Esta situación hace que, en cierto sentido, se pueda generalizar al caso de la dominación clientelista de los gamonales locales adscritos a los partidos tradicionales los conceptos que María Teresa Uribe había utilizado para describir las territorialidades bélicas: los pobladores e incluso los funcionarios públicos de esas localidades sienten que sobre ellos gravitan “dos órdenes políticos y jurídicos con capacidad de sanción, pero con diferente nivel de eficiencia, el del Estado y el del contraestado ( M.T. Uribe, 2001, 261-262) Pero esta situación se presenta con mayor frecuencia en los territorios de reciente colonización, donde las instituciones estatales apenas comienzan a hacer presencia o en los territorios donde tampoco se han consolidado las redes de cohesión y jerarquización social que sirven normalmente de base para la articulación a la nación por la vía de los partidos tradicionales. En estas situaciones, se producen “fenómenos de inorganicidad y de fragmentación en la amplia y compleja fronda de la burocracia estatal”( M.T. Uribe, 2001, 256-257), que reflejan la fragilidad de la soberanía estatal en esos territorios, manifestada en el escaso control que tienen los altos poderes públicos sobre sus propias burocracias locales y regionales, sobre sectores de las fuerzas de seguridad y sobre un conjunto de empleados que desempeñan sus labores en esos territorios. Esta creciente participación de los actores armados en el poder local y su uso de la coerción para producir filiaciones política revela el tipo de lucha política que es posible mantener en un Estado cuyas instituciones deben estar negociando continuamente con los poderes locales y regionales previamente existentes o en proceso de consolidación en las regiones y localidades. (Palacios, 1999, 381) O sea, que las modalidades del comportamiento de los actores armados se diferencian según el tipo concreto de relación que tienen las poblaciones de las regiones con las instituciones estatales realmente existentes que encuentran en ellas, que distan mucho del modelo de Estado que aparece en sus discursos oficiales. Según esta perspectiva, la antigua dinámica de la insurgencia izquierdista que se dirigía contra el Estado ha dado paso cada vez con más frecuencia a un choque de múltiples actores que rivalizan por el control estratégico de territorios locales” (Chernick, 1999,7). Esto no suprime el carácter estratégico de ciertos territorios en disputa, sino que pretende llamar la atención sobre dos hechos: en primer lugar, que los actores armados no enfrentan un Estado centralizado que cuenta con dominio directo en las regiones, lo que implica modificaciones de las condiciones del enfrentamiento. Y, esto significa, en segundo lugar, que el intento de los actores armados de controlar ciertos territorios no implica desentenderse del enfrentamiento con el Estado, sino pelear con él desde nuevos lugares, de acuerdo al estilo de presencia que tienen sus instituciones en las regiones en disputa. En un sentido similar, puede interpretarse la resistencia de los grupos paramilitares que el avance insurgente encuentra en esas zonas articuladas al Estado por la vía de los gamonales ligados a las redes del bipartidismo. Allí los paramilitares representan, en 27 términos muy amplios, un esfuerzo por reestablecer el dominio político tradicional, tanto frente a las amenazas del avance guerrillero que buscaba desplazarlos del dominio del poder local como de los programas de reformas sociales y desregulación económica puestos en marcha por el Estado central, impulsados por sectores tecnocráticos que a veces no tienen en cuenta las particularidades de las regiones y localidades. Este proceso es, en cierto sentido, un correlato de los esfuerzos centralistas de distintos gobiernos que trastocan de manera importante las relaciones entre el gobierno y sus intermediarios regionales. Esta situación es evidenciada por Mauricio Romero en el caso de Córdoba, donde los intentos de reforma agraria de Lleras Restrepo y la política de paz de Belisario Betancur incidieron en la desarticulación entre poderes regionales y Estado central, que se convirtió en antecedente de la consolidación del proyecto paramilitar (Romero, 1988, 81). Los antiguos intermediarios del Estado se sintieron entonces traicionados y sus rivales interesados en debilitar tal dominio se encontraban abruptamente fortalecidos con una política estatal. En ese interés por reestablecer la dominación de las redes bipartidistas de poder bipartidistas y de reconstruir las jerarquías políticas tradicionales, los grupos paramilitares combinan distintas estrategias, similares a las de la guerrilla: el control de las autoridades locales, la orientación del gasto público municipal, el patrocinio de organizaciones sociales tuteladas por ellos, entre otros (Alonso, 1997,49). En ese sentido, los grupos paramilitares pretender mantener o restablecer un dominio directo de la población local por parte de los sectores establecidos, que normalmente sirve de base para una articulación con el Estado central. Pero el problema es que el desarrollo del proyecto paramilitar también produce el surgimiento de nuevos liderazgos sociales y políticos, que terminan por desplazar a los antiguos detentadores del poder local que los habían impulsado en sus comienzos. Una situación semejante se presenta en las áreas y subregiones que se van integrando paulatinamente a la economía y política nacionales, donde se ha ido cerrando la frontera agraria y se han configurado redes locales y regionales de poder: en ese proceso, la población ha quedado fijada a un territorio y la vida social ha quedado enjaulada en un espacio; la construcción y mejoría de las vías de comunicación y medios de transporte han intensificado las interrelaciones entre los pobladores; ha surgido un grupo de comerciantes, se ha producido cierta concentración de la propiedad de la tierra y se ha consolidado una red local de poder. La jerarquización de la sociedad ha ido generando una sedimentación de los lazos de dependencia, que hace posible el proceso de articulación de los poderes locales al Estado nacional y permite avanzar hacia la consolidación del monopolio estatal de la coerción y de la administración de la justicia. (Gellner} La vida política comienza a nacionalizarse y estatizarse por la vía de la relación de estos poderes locales con las instituciones estatales. El surgimiento y expansión del paramilitarismo de derecha Esta situación puede ejemplificarse por la evolución de algunos territorios del Magdalena Medio, donde los años noventa muestran los comienzos del cierre de la 28 frontera agraria, se presenta un aumento de concentración de la tierra por adjudicación de baldíos a coroneles del ejército y dirigentes gremiales, las compras de tierras a productores afectados por la crisis del agro en los noventa, la descomposición de la economía campesina minifundista y el despojo forzoso de campesinos y colonos, que se desplazan a Barrancabermeja. Esta crisis favorece la expansión ganadera y cocalera: se agotan las zonas baldías que permitían el avance de nuevas colonizaciones, pues solo quedan algunos bolsones (reserva forestal y baldíos) en la zona del Carare y sur de Bolívar (Alonso, 1997, 41).A fines de los noventa, era ya evidente el agotamiento del proceso colonizador en la subregión sur del Magdalena Medio (Vargas 1992, 265). En esas zonas se consolidan los grupos paramilitares, mientras que en los bolsones o parches de la colonización campesina y de los baldíos, se mantienen focos guerrilleros más o menos estables (Vásquez, 2004, 202) Este proceso de concentración y la ganaderización de la tierra es especialmente visible en las zonas de Puerto Boyacá, el Magdalena medio antioqueño, las áreas de Chucurí y Sabana de Torres, el sur del Cesar y los municipios de Puerto Parra, Landázuri y Cimitarra. En esas áreas surgen y se consolidan grupos de autodefensa de derecha, como los del corregimiento de San Juan Bosco Laverde, en San Vicente de Chucurí, desde finales de los años setenta y en Puerto Boyacá, en los ochenta. Estos casos pueden ilustrar el cambio de actitud de los ganaderos frente a la guerrilla: inicialmente, los ganaderos de Puerto Boyacá colaboraban económicamente con la guerrilla, a cambio del control del robo del ganado y la defensa del orden local, mientras que la acción represiva de las fuerzas militares no hacía sino aumentar la desconfianza de la población civil. Pero, la situación se invirtió cuando el Frente XI de las FARC aumentó excesivamente los cobros de vacuna a ganaderos, comerciantes y campesinos mientras que el ejército se iba ganando el apoyo de la población civil con un nuevo estilo de oficiales y soldados, que enfatizaban las brigadas de salud y otros servicios comunitarios, lo que permitió conseguir su apoyo para erradicar a las FARC de su territorio. Los ganaderos y terratenientes perciben al ejército suficientemente fuerte para ofrecerles protección en vez de la de guerrilla (Medina 1990, 170) y aceptan la lectura del conflicto desde la perspectiva de guerra fría de los generales de la Brigada XIV de Puerto Berrío. Estos propietarios y los poderes locales a ellos ligados ahondan sus diferencias con el Estado central cuando el presidente Betancur negocia con la guerrilla y cuando el presidente Pastrana acepta la propuesta de zona de despeje para facilitar las negociaciones con el ELN. El grupo del caserío de San Juan Bosco Laverde conservaría su vocación local y carácter reactivo, más de contención antiguerrillera, sin pretender convertirse en actor regional, aunque llevaría a la creación de una base paramilitar en el Carmen y San Vicente de Chucurí con la búsqueda de bases sociales y una estrategia de repoblamiento, más ligados orgánicamente al ejército. Este grupo extendería su influencia hasta el Bajo Simacota, Betulia, y alrededores de Barranca. ( Vásquez, 2004, 183). Algunas de las autodefensas de la provincia de Chucurí se convertirían en cooperativas de seguridad y representan cierta continuidad con la tradición conservadora de las contraguerrillas antiliberales de 50s (Medina 1996,30). 29 En cambio, para 1988 el proyecto paramilitar de Puerto Boyacá ha superado ya el ámbito militar reactivo para convertirse en una república independiente contrainsurgente (Medina 1990, 231), sin mucha proyección nacional pero con gran influencia en el nivel regional por medio de encuentros de alcaldes, que van extendiendo el modelo hacia Cimitarra, Landázuri, La Sierra, Puerto Triunfo, La Dorada y Puerto Wilches, hasta llegar a comprender unos 16 municipios de la región, con influencia en Puerto Nare, Puerto Berrío y Puerto Parra. Muy ligados al narcotráfico y a los ganaderos de Caldas, Antioquia y Tolima (Vásquez, 2004, 183) demás, los paramilitares de Puerto Boyacá darían entrenamiento militar a grupos de otras regiones como Córdoba y Urabá. La consolidación del modelo en la región se hizo evidente en la reducción de las acciones bélicas y las expresiones de protesta social, que hacen que Puerto Boyacá deje de ser visible en la prensa nacional durante esos años. Estos grupos serían la base de expansión paramilitar en la provincia de Chucurí y de la expansión a la subregión norte, a finales de 80s y principios de 90s, como factor central del desalojo del ELN de una de sus áreas históricas En esa reducción se hizo evidente el trabajo conjunto entre los grupos de autodefensa de la región y el ejército nacional, con el apoyo de representantes de la TEXACO, gremios ganaderos, comerciantes, defensa civil y poderes políticos locales, para desarticular el trabajo y la organización política del partido comunista y de las FARC, mediante la represión sistemática y selectiva contra activistas y dirigentes políticos o cívicos, campesinas y todas las personas que, supuesta o realmente, podían servir de apoyo de estas fuerzas. Estas operaciones de “limpieza” de Puerto Boyacá y sus zonas aledañas de Santander y Cundinamarca tuvieron lugar en los años 1981, 1982 y 1983. Por eso, Puerto Boyacá registra una tendencia diferente al resto de los municipios de estos territorios, cuyas movilizaciones se dieron como protestas por los secuestros del ELN y contra la zona de despeje para las negociaciones con este grupo, o en solidaridad con el general Yanine Díaz. En general, la mayor parte de las localidades del Magdalena, lideradas por Asocipaz, los grupos económicos y autoridades locales, se movilizó en contra de la zona de despeje, por medio de paros cívicos y el bloqueo a las vías. En 1983, se inició un proceso hacia la legalización e institucionalización del proyecto paramilitar en lo político, social, económico y militar, que se expresó en la oposición frontal al proceso de paz del presidente Betancur y las FARC, liderado por ACDEGAM, Asociación de Campesinos y Ganaderos del Magdalena Medio. Sus actividades de adoctrinamiento anticomunista, difusión de las doctrinas de TFP, Tradición, Familia y Propiedad y de entrenamiento militar llevaron a una intensa polarización política de la región. Las consiguientes masacres y asesinatos colectivos tocaron incluso a funcionarios del propio Estado, lo que produjo una arremetida institucional contra el paramilitarismo a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa. Esta reacción estatal llevó al repliegue del proyecto de Puerto Boyacá a su zona original y al retorno a su carácter reactivo y defensivo, con tensiones internas entre aliados de narcos y autodefensas terratenientes (1990-1993), en las que se inscribe la muerte de Henry Pérez. Sin embargo, los oficiales acusados de hacer parte de los grupos paramilitares o colaborar con ellos, fueron absueltos por la justicia penal militar. Años más tarde, en 30 2004 la Corte Internacional de Derechos Humanos condenó al estado colombiano por uno de estos casos de connivencia.. Otros intentos de institucionalización social y política del proyecto paramilitar en la región fueron los Comités de Solidaridad del Magdalena Medio, a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, y el Movimiento de Restauración Nacional, MORENA, liderado por Iván Roberto Duque, secretario general de ACDEGAM, surgido en 1989. Los herederos de esta experiencia piloto son Ramón Isaza en el Magdalena medio antioqueño y el Bloque Central Bolívar, que prolonga la herencia de Pablo Guarín. Muy diferente del surgimiento de estos grupos como estrategia contrainsurgente es el caso de la hacienda Bellacruz en el Cesar, que constituye una especie de reedición de las viejas prácticas de los latifundistas para expandir los límites de las haciendas, pero en el contexto actual de paramilitarización de la región: se registran allí acciones de grupos de violencia privada, con cierta relación con las fuerzas de seguridad del estado y las autoridades locales del orden ejecutivo y judicial, claramente al servicio de una familia de terratenientes, con importantes vínculos con la política de orden nacional y con bastante control de las autoridades locales. El conflicto se inscribe en el marco de la expansión de la frontera agrícola y ganadera, en este caso ligado a la colonización de tipo terrateniente en el Sur del Cesar, más concretamente a la consolidación, a partir de 1934, del latifundio de la familia Marulanda en territorios de tres municipios, La Gloria, Pelaya y Tamalameque. La extensión de esta propiedad se realizó mediante los mecanismos tradicionales de la expansión terrateniente en Colombia, como compras forzadas de las mejoras de campesinos y colonos, complicados y largos procesos jurídicos y desplazamientos forzados, que explican los conflictos de la familia Marulanda con los campesinos ya organizados en sindicatos agrarios, desde 1950, lo mismo que las invasiones o “recuperaciones” de tierras, a partir de 1987. Esas invasiones fueron contrarrestadas por la policía local de Pelaya y soldados del batallón Ayacucho, pero llevaron al INCORA a iniciar un proceso de clarificación de la situación jurídica de los terrenos de la hacienda, que declaró como baldíos unas 2000 hectáreas, ocupadas por 170 familias. La declaración fue apelada por la familia Marulanda pero confirmada por el INCORA y el Consejo de Estado Al lado de la presión policiva y militar contra los campesinos y los recursos de tipo legal, se presentaban otra serie de presiones y hostigamientos: los celadores de la hacienda incendiaban los ranchos y los cultivos de los campesinos ocupantes de las tierras, grupos de gente armada agredían a los campesinos. En 1995, se menciona específicamente la presencia de 200 paramilitares, del grupo de Víctor Carranza, en la hacienda de los Marulanda, para “limpiar” la zona. Esta situación produjo el desplazamiento, en febrero de 1996, de varias familias campesina, entre 170 y 280, como producto de la presión de un grupo paramilitar, que, según las denuncias de los campesinos, estaba al servicio del dueño de la hacienda y operaba en estrecha connivencia con el ejército. De acuerdo con las denuncias, los paramilitares sacaron a las personas de las casas, las golpearon, robaron o destruyeron sus pertenencias, quemaron sus viviendas y la escuela, después de varios intentos de desalojo ordenado por el 31 juzgado municipal. Y dieron a los campesinos un plazo de cinco días para irse, so pena de ser asesinados. (Prada, 2004, 116-117) Pero, ya en los años noventa surgirían los grupos paramilitares del sur del Cesar, AUSAC, y de Santander, ligados a intereses políticos y económicos de la agroindustria de la palma africana y la ganadería latifundista de San Alberto y Puerto Wilches, que logran desalojar a la guerrilla de las zonas planas y hacerla replegarse hacia el piedemonte de la serranía del Perijá. Este núcleo, con lazos con Carranza, tiene alguna influencia en Sabana de Torres y Rionegro (Vásquez, 2004, 183-184) y controla la vía entre Bucaramanga y la Costa Atlántica, el tramo final de la troncal del Magdalena medio. Las lógicas regionales de estos grupos logran cierta cohesión y proyección nacionales con la formación de AUC, federación de grupos regionales impulsada por los hermanos Castaño a partir de las ACCU, que integra a la mayoría de los grupos regionales, incluso Ramón Isaza, receloso del liderazgo de Castaño. Estos grupos mostraban un interés evidente para avanzar hacia la zona norte del Magdalena Medio, especialmente la ciudad de Barrancabermeja, el valle del río Cimitarra y el sur de Bolívar, considerados bastiones de la guerrilla. La expansión militar avanzaba tanto desde el noroccidente del país (Córdoba, Sucre, Urabá antioqueño y sus zonas de influencia, como desde la subregión del sur del Magdalena Medio). La intención de Castaño de tomarse a Barranca fue expresada en 1997 y la ofensiva culminaría con el control total de la ciudad, a fines del 2001, después de una disputa territorial entre paras, ELN y Farc, por el dominio de las comunas. Esta disputa convertiría a Barranca en una de las ciudades más violentas de Colombia: allí se pasó de guerra sucia antiguerrillera con operaciones encubiertas del ejército y armada, a presencia armada de paras en barrios antes controlados por ELN y Farc. (Vásquez, 2004, 183). Paralelamente a la marcha sobre Barranca, se desarrollaba una ofensiva paralela de las AUC en el sur de Bolívar, donde había fuerte presencia del ELN: en los años noventa; se presenta un incremento de las acciones paramilitares a finales de la década: sus acciones se concentran en los cascos urbanos de Santa Rosa, San Pablo y Simití. Según Esmeralda Prada, los enfrentamientos entre guerrillas y paramilitares en el sur de Bolívar se debía a la lucha por el control de los cultivos de coca en San Pablo, Simití y Cantagallo, y a la situación estratégica de la subregión como corredor de acceso a las zonas planas de Córdoba, Sucre, Bolívar, Cesar y Santander (Prada 2004, 114). En esos enfrentamientos se presentan, en 1996, incursiones en Morales de grupos provenientes de Aguachica, Gamarra y La Gloria y la consolidación del bloque norte de las AUC, al mando de Salvatore Mancuso, lleva en el 2000 a una ofensiva para copar al ELN en la serranía de San Lucas, en el sur de Bolívar. A fines del 1999, ya ocupaban las estribaciones: Castaño hablaba del control del 80% del territorio, que comprendía la totalidad de San Pablo, Simití, Monterrey, Pozo azul, Vallecito, Paraíso, Norosí, Pueblo Mejía y Tiquisio. (Cambio No.337, 29 nov-6 de diciembre de 1999). Esa consolidación de Mancuso permite financiar esta ofensiva, lo mismo que la del Catatumbo, traspasada luego a los narcotraficantes del Putumayo. A partir de estos procesos de expansión paramilitar, se constituye, a finales del 2002, el Bloque central Bolívar, el de mayor dinamismo (Romero 2003, 243): estos avances eran 32 facilitados por las oportunidades que brindaban los excesos de las guerrillas en el tutelaje de la política social y en el apoyo a la movilización social. Se consolida así la posibilidad de ligar la lucha contrainsurgente a la contención de la protesta social por medio de la implantación de proyecto de orden social, basado en la aceptación de justicia privada y la ampliación de la estigmatización anticomunista a toda disidencia e inconformidad. Desterritorialización y reterritorialización por el terror La reacción paramilitar contra los poderes de hecho construidos por las guerrillas en las zonas tradicionalmente controladas por ellas mostró su capacidad para ejecutar acciones bélicas más allá de sus sitios de origen y de su emplazamiento tradicional: su acción se orienta preferentemente, con claro conocimiento de las territorialidades bélicas, hacia la disputa del control territorial de los grupos insurgentes, el monopolio sobre los recursos económicos de las regiones y las tramas de sociabilidad que sirven de base a los mecanismos políticos de representación e intermediación, lo que les procura cierta legitimidad social Esta capacidad de los grupos armados para salir del territorio que habitualmente controla para desarrollar actividades, permanentes o esporádicas, en el territorio del adversario, lleva al desdibujamiento de las fronteras entre los territorios controlados por los actores armados, que deja sin términos de referencia a la población civil, que queda indefenso, vulnerable y librado a sus propias fuerzas, al volverse totalmente arbitrario y azaroso cualquier principio de organización predecible: la carencia de cualquier organización para la acción incrementa los niveles de incertidumbre y desconfianza. A esto añade el hecho de que la fragilidad de la adhesión ideológica de los combatientes y la fluidez de sus identidades hacen que puedan contar con la guía y el apoyo de antiguos guerrilleros y colaboradores de la guerrilla, cuando el propio jefe o el grupo que controla el territorio cambia su lealtad a favor de otro grupo de diferente signo ideológico. Esto les permite realizar asesinatos selectivos, sin abandonar tampoco el recurso a las masacres indiscriminadas y a los actos de sevicia y las torturas de las víctimas frente a las poblaciones forzadas a presenciarlas (Pecaut, 1999, 264-265) Esta situación se agrava cuando la soberanía ejercida de hecho por un grupo armado es desafiada por el avance de otro que lo quiere desplazar del control del territorio. Las identidades de los pobladores se hacen entonces muy frágiles tanto por la heterogeneidad social y cultural de los pobladores como por la experiencia de éstos y la tradición familiar que los previene sobre la fragilidad y vulnerabilidad de todo dominio, en esas situaciones de disputa territorial: la certeza de que la protección otorgada por un grupo hegemónico en la región puede desaparecer súbitamente con su sustitución por otro, que considera enemigos a los protegidos por el primero, hace que las gentes recurran preferentemente a “la invisibilización, al silencio, o al éxodo”. De ahí la fluidez de lealtades que hace fácil el cambio de un bando a otro, “la creciente mercenarización de los ejércitos, el carácter cada vez más opaco y más civil de la confrontación, la amplísima diferenciación regional y la predominancia de los intereses semiprivados sobre los públicos y políticos” (M.T. Uribe, 2001, 267). 33 Esta situación de “soberanías fluidas” y lealtades igualmente cambiantes lleva a que los actores armados de distinto signo ideológico recurran constantemente a estrategias de terror para mantener la lealtad de la población de los sitios que tienen bajo su influencia pero sin poder tampoco garantizar su protección de manera permanente. Esto deja expuesta a la población a las represalias de la contraparte; además, como los mismos actores armados pueden a veces cambiar de bando, muchas veces la población civil de las áreas en conflicto no sabe a qué atenerse ni a quién obedecer. Además, esta situación se agrava todavía más por las características del enfrentamiento armado, que no se reduce al combate abierto entre las partes por el control de un territorio y el aniquilamiento del enemigo, aunque en los últimos años de la década estudiada los combates habían venido aumentando de manera significativa. En buena parte, el conflicto armado colombiano se caracteriza por ser una “guerra por tercero interpuesto”, donde los adversarios no se enfrentan directamente entre sí sino que golpean a las bases sociales, reales o supuestas, del enemigo, para “quitarle el agua al pez”, en términos de los paramilitares. Esto significa que, en buena medida, el conflicto colombiano es una guerra contra la población civil (Pecaut, 1997 y 2001) Por eso, no es una casualidad el que los distintos actores armados tengan los mismos problemas para insertarse o participar en la vida política local de las comunidades campesinas organizadas, ni que tanto guerrilleros como paramilitares tengan rivalidades con las organizaciones sociales más o menos autónomas. En contra de lo que comúnmente se cree, no son solo los paramilitares los que enfrentan las organizaciones sociales preexistentes en la región donde aspiran extender su dominación. Pécaut ha llamado la atención sobre las dificultades que enfrenta la guerrilla para insertarse en los órdenes locales articulados en torno a organizaciones sindicales o campesinas Pécaut,1997,125). Algo similar señalan Cubides, Olaya y Ortiz, que muestran la ambivalencia de la presencia de los actores armados: “promueven formas de organización y de solidaridad bajo su férula, pero impiden cualquier grado de organización autónoma (...) se arraigan en las poblaciones gracias a sus ofertas de seguridad, pero terminan exasperando a la comunidad” (Cubides y otros, 1998, 239). Estos señalamientos constatan algo que se ha sostenido a lo largo del documento: el hecho de que las guerrillas se insertan, de manera preferente, en zonas donde no existe regulación local ni sociedad jerarquizada Esta situación lleva a que los actores armados recurran cada vez más a estrategias de intimidación, como “como componente normal de sus estrategias locales”, como medio privilegiado para aislar al adversario y cortarle sus eventuales apoyos de la población civil en regiones enteras: Magdalena medio, Córdoba, Urabá, Barrancabermeja, nordeste de Antioquia, Putumayo y Meta. (Pecaut,2001, 89-156). Con una novedad importante: ahora el terror afecta a regiones que no habían sido catalogadas cono lugares de enfrentamiento o zonas aledañas a ellos sino a zonas cada vez más lejanas de los feudos tradicionales de los actores armados: incursiones rápidas, asesinatos selectivos, amenazas y rumores muestran que no hay protección que valga en ningún sitio (Pecaut, 2001, 229-232) 34 Este recurso cada vez más frecuente al terror afecta tanto a la delimitación territorial tradicional del control de los actores armados como a la construcción de nuevas referencias subjetivas de identidad. Hasta hace poco se consideraba que la violencia iría pareja al dominio de territorios bien definidos, pero Pécaut introduce matices a esta consideración al señalar que ni el ejército nacional ni la guerrilla del M 19 han buscado, por lo general, establecer estrategias permanentes de ocupación territorial, a diferencia de las Farc, el ELN, el EPL, los paramilitares y las milicias populares. Además, incluso estos grupos han modificado su posición: inicialmente, las Farc pretendieron asentarse en las zonas de conflicto agrario para reorientarlos, pues en esa fase el control territorial no era sino un aspecto de la organización de la población. Luego, la multiplicación de los frentes de las Farc y el ELN desde comienzos de los ochenta significó una ruptura del proyecto de consolidar territorios propios y concretó su decisión de ampliar su inserción a los principales polos de producción de bienes primarios para conseguir abundantes recursos financieros mediante la extorsión. Sin embargo, la decisión de guerrillas y paramilitares de “tutelar” las administraciones locales seguían significando cierta tendencia a la territorialización (Pécaut, 2001, 232.234). La competencia entre los grupos armados por el control de los mismos espacios rompió esas territorialidades y produjo un notable cambio en la correlación regional de fuerzas: los espacios sustraídos a la influencia de los actores armados se reducen cada día. Para Pécaut, puede hablarse entonces de cierta homogenización del espacio, ya que todos sus puntos se orientan en torno a la presencia de los actores armados, pero se trata de un espacio desmaterializado, cuyos puntos se definen por su posición, real o virtual, en las redes mediante las cuales hacen presión los combatientes. En ese sentido, el autor retoma el concepto de “no-lugar” de Marc Augé para referirse a “espacios que, privados de toda característica material, resultan de las interacciones de fuerza” ( Pecaut, 2001, pp. 237-239) Este “no lugar” se caracteriza por la dislocación de todo referente institucional, la desconfianza generalizada de los pobladores, el debilitamiento de las solidaridades grupales, el repliegue a las estrategias individuales de supervivencia y la incertidumbre. Incluso donde se mantiene cierta territorialidad, ésta se vuelve porosa, porque los pobladores no pueden estar seguros de estar protegidos en ninguna parte, ya que el protector actual puede convertirse mañana en el enemigo y el amigo del vecindario puede transformarse en el informador que señala las víctimas de la masacre. Ni siquiera el espacio más privado puede servir de refugio seguro, pues todos se saben potencialmente o realmente vigilados por todos los grupos armados y el contacto más inocente con alguno puede resultar sospechoso para el otro, pues los criterios de evaluación de la posición de cada uno en las redes de control son inciertos. Como muestra el autor, esta situación resulta muy problemática para los pobladores de estas regiones conflictivas, que habían aprendido a manejar su relación con los actores armados presentes en su territorio con estrategias que resultan contraproducentes cuando un nuevo actor quiere conquistar ese espacio: por ejemplo, cuando los paramilitares se apoderan de la región de Urabá, la guerrilla se repliega dejando expuestos a sus milicianos y sus colaboradores permanentes u ocasionales. Lo mismo ha ocurrido con los asesinatos de los organizadores y participantes en las marchas cocaleras de 1996 en 35 el Caquetá y con los secuestros y amenazas de las FARC y el ELN contra las mujeres que establecían relaciones afectivas con militares. Por último, concluye Pécaut, el no-lugar es resultado de “la dislocación de referentes institucionales”: el ejército es visto como un actor más del conflicto, igualmente temible, mientras que la justicia es una mera abstracción y los funcionarios locales son los blancos favoritos de los actores armados. Por supuesto, el escepticismo frente al Estado tiene raíces históricas muy profundas, pero la percepción de aumento de la corrupción en los últimos años ha acentuado profundamente el descrédito de las instituciones estatales (Pécaut, 2001, 241) La situación de dislocación de los referentes nacionales, especialmente en lo que toca a la noción de ciudadanía, se hace más grave en el caso del. Desplazamiento forzado, pues afecta la pertenencia a la comunidad política nacional, a la que no tiene acceso la mayoría de los desplazados, sobre todo los provenientes de zonas de colonización, jamás han tenido acceso a ella. En las áreas rurales, los colonos campesinos pueden sufrir sanciones e incluso la muerte, si desafían al orden local impuesto por los gamonales: esto deja a los colonos de regiones recientemente poblados sin otra alternativa que “plegarse a la tutela de cualquier grupo político que disponga de medios de fuerza”: esos grupos pueden ser manejados por los políticos tradicionales, pero también por la guerrilla y los paramilitares. Con el tiempo, estos grupos producen “comportamientos de identidad colectiva”: en el caso de Trujillo, por el prestigio del gamonal en el departamento y en Urabá, bajo el dominio inicial de las Farc, los habitantes terminaron por interiorizar los comportamientos exigidos por el grupo armado. Pero, según Pécaut, se trata, en ambos casos, de “una identidad delegada”y subordinada a los poderes de hecho, en vez de ser expresión de la ciudadanía, de sus derechos y sus formas propias de acción. (Pecaut, 2001, 257-278, especialmente 242-249). Esta subordinación a los poderes de hecho aparece claramente cuando uno de los actores armados logra la hegemonía en el territorio: es el caso de la implantación del orden paramilitar en Puerto Boyacá, sur del Cesar, sur de Bolívar y Barranca, donde se produce una disminución de la violencia generalizada al volverse más selectiva y focalizarse en dirigentes cívicos y sindicales acusados de colaborar con la guerrilla. El avance paramilitar a finales de los ochenta y toda la década de los noventa en Barranca se vio facilitado por el malestar de los pobladores ante los abusos de las milicias en las comunas nororiental y suroriental de Barranca. Chaparro constata la presencia creciente de actos de confrontación armada con el ejército en los paros cívicos de Barranca, cuyo resultado es la pérdida de la identidad del movimiento social y la consiguiente desaparición de los paros (Chaparro, 1991, 7-8) La instrumentalización militarista de las protestas agrarias y cívicas convierte la lucha cívica, para finales de los ochenta, en una acción de fuerza entre actores que comienzan a verse mutuamente como enemigos y a ella empiezan a vincularse activamente los actores armados (Vargas 1992, 238). Esto trajo consigo la consiguiente respuesta armada y represiva de la fuerza pública y la criminalización de la protesta por la presencia de tácticas insurreccionales en ella, que evidencia límites borrosos entre acción violenta y acción social (Vargas, 1992, 275-276; Chaparro 1991, 35).Esta evolución se evidencia en el proceso de conquista militar de 36 Barrancabermeja por parte de los grupos paramilitares, desde el final de los años ochenta hasta el 2001. El inicio del proceso se muestra en las denuncias de asesinatos de sindicalistas, periodistas y defensores de Derechos Humanos, En el año 1992, se multiplicaron los asesinatos políticos de dirigentes sindicales y sociales, y las movilizaciones sociales por el derecho a la vida, dentro del proceso de conquista territorial de la ciudad. Este proceso estaba asociado a la migración, desde 1987, de pobladores de Puerto Parra, Cimitarra, Puerto Berrío y la zona chucureña, socialmente vinculados al proyecto paramilitar, que habían sobrevivido a los ataques de las FARC y el ELN y terminaron copando las zonas suroriental y norte de la ciudad.. A finales de los noventa, Barranca era el único sitio del M.Medio sin paramilitarismo, aunque se presentaban denuncias sobre las intenciones de sitiarla por medio de la alianza de autodefensas provenientes del sur del Magdalena Medio, de las zonas de Pto Berrío, Puerto Parra, lo mismo que del sur del Cesar, las Autodefensas unidas de Santander y el Bloque central Bolívar de las AUC. La masacre del 16 de mayo de 1998 marcó el inicio de la entrada de los paras a Barranca, que se caracterizó inicialmente por la transición de asesinatos selectivos a acciones de mayor escala, masacres cotidianas. Esta ofensiva se encaminaba a “limpiar a Barranca de la guerrilla y la delincuencia”, como confesaba Castaño: Barranca era el pueblo rebelde de Colombia, hoy rebelde contra los que la dominaban, ya que, en un año, más de la mitad de la población apoyaba a las autodefensas, que habían ya recuperado la mayoría de los barrios de la periferia. Según Castaño, en Barranca mandaba el ELN y todo cambió” (Aranguren 2002, 257) Para esa misión, Castaño había sido enviado por Castaño, desde abril de 2000, el comandante Julián, “ganador de la guerra contra el ELN en el Sur de Bolívar”. En Barranca operaba antes la autodefensa de Camilo Morantes, ejecutado por orden del estado mayor, por sus abusos y su estrategia equivocada: ejecutaba indiscriminadamente a todo el que oliera a guerrilla, en una ciudad con todas las ONGs de izquierda existentes. En cambio, Julián cambió de táctica: no creía que todos los barrios de Barranca estuvieran llenos de guerrilleros, sino que estaba convencido de que la gente apoyaba a los milicianos de la subversión por obligación: a ella había que protegerla y ponerla de su lado. La mejor forma era incursionar cuadra por cuadra y ganarse a la gente, asfixiada por la extorsión: empezaron por la Comuna Dos, el comercio de la ciudad, que ya no aguantaba más las vacunas de las FARC o el ELN, ambos, o delincuentes comunes.. Gradualmente fueron dando de baja a los que manejaban la extorsión, pero no fue tarea fácil: la recuperación del comercio fue “una época de pistoleo de lado y lado, pues los milicianos de la guerrilla se defendieron y cien de ellos fueron ejecutados. Estas ejecuciones se realizaban esporádicamente para no generar temor, dos o tres por semana. Luego, recuperaron los barrios nororientales, cuadra por cuadra, en guerra urbana con fusiles, truflay y granadas, combates en pleno barrio hasta expulsar a los milicianos. Utilizaban los procedimientos clásicos de la guerra de guerrilla, operando como hacía la subversión. Se infiltraban entre la gente, como población civil, ante las autoridades, escondían las armas y las sacaban para el combate. (Aranguren 2002, 255-257) 37 Además, el lento repoblamiento de las comunas con personal civil de las zonas ya controladas permitía contar con informantes, para eliminar a “la fija” a los que de verdad eran subversivos. Según Julián, la sevicia de masacres de Morantes, que obraba por odio indiscriminado, resultó funcional al implantar el terror y la cultura del miedo, para mostrar poder y lograr el control de la población, a finales de los noventa, ya se insertan en las comunas sujetos directamente vinculados a tareas militares, provenientes de Córdoba, Antioquia, Urabá y Valle, que implantan “un tipo de hegemonía similar a la que tenía la guerrilla. En 1998, los intentos de los paramilitares para penetrar en Barranca se recrudecen con asesinatos y secuestros de simpatizantes, supuestos o reales de la guerrilla, y combates entre guerrilleros y paramilitares. Como respuesta, se desarrollaban jornadas de protestas y paros cívicos, a los que se contestaba con nuevos asesinatos y masacres. Según Carlos Castaño, estas masacres eran ejecutadas de manera autónoma por las AUSAC, Autodefensas de Santander y Sur del Cesar, que asumieron su responsabilidad por ellas señalando a sus víctimas como miembros o patrocinadores del ELN y las FARC. Y anunciando su intención de construir una Barranca libre de “la influencia sindicalista, izquierdista y guerrillera”. Los asesinatos y masacres continuaron durante los años 1999, 2000 y 2001: a finales de este año, ya los paramilitares habían logrado la ocupación de casi toda la ciudad y asumido el control de la vida social y económica que antes ejercían las milicias urbanas de las guerrillas. Como resultado de ese control, las masacres indiscriminadas dan paso a asesinatos más selectivos. El cambio de actor hegemónico en una población caracterizada por la presencia de la guerrilla y una tradición de movilización social ha sido interpretado de diversas maneras: para algunos, las comunidades les fueron abriendo espacio porque estaban cansados de los abusos de la guerrilla; para otros, la guerrilla prefirió replegarse y dejar abandonada a su suerte a la población civil, a la que usó para cubrir su retirada. A esto hay que añadir las conversiones y cooptaciones de comandantes guerrilleros a la causa paramilitar para denunciar y asesinar a sus antiguas bases de apoyo. Además, eran evidentes los excesos de insurgencia tanto en la extorsión o “vacunas” y los secuestros de grandes propietarios como en el control y toma de las organizaciones sociales y toma de movimientos, y los asesinatos individuales o colectivos en última instancia. A estos excesos se sumaba la baja educación política de los milicianos, el privilegio de la búsqueda de recursos económicos sobre la difusión ideológica, de lo militar sobre lo político y la estrategia nacional sobre la inserción local, para crear “dolores” en la gente. En los años noventa, era ya notorio el descontento de la mayoría de la población barranqueña frente a los atropellos y abusos de los grupos guerrilleros por sus atropellos y abusos, cobro de vacunas contra campesinos, pequeños y medianos agricultores, terratenientes, presencia armada en luchas sociales, operaciones contra el oleoducto y gasoducto en cercanías de Barranca, incineración de trasportes de carga y pasajeros Lo mismo que el clima de zozobra por las acciones realizadas por milicias urbanas del ELN y las FARC en barrios marginales del nororiente de la ciudad. Este descontento fue capitalizado por las paramilitares para imponer su orden no solo a la fuerza sino con el 38 apoyo de la población víctima de sus abusos. Según María Emma Wills, la guerrilla introducía “la lógica de la fuerza” para la resolución de los conflictos en “la vida de los sectores populares” y operaba bajo la misma lógica de los actores que pretendía reemplazar ( Wills,). Son numerosos los testimonios sobre el descontento de la población civil contra la intimidación de la guerrilla contra comerciantes y autoridades locales y sus asesinatos colectivos de dirigentes políticos o individuos acusados de estar relacionados con el proyecto paramilitar. Lo mismo que contra los líderes de los barrios, que a veces se vieron obligados a dejar la ciudad..Un entrevistado reconoce que los grupos guerrilleros que, como las FARC, el ELN y el EPL detentaban el poder armado en los barrios, se fueron degenerando a partir de los años noventa y se volvieron contra la ciudad: decretaban paros armados por cualquier causa, lo que perjudicaba la actividad económica general de la ciudad y, particularmente, a los que ganaban el sustento día a día. Esto fue generando una reacción en contra de esa actitud: después de la guerrilla se tomó la 28 a plomo, la gente no volvió a participar en las protestas negándose a hacerse matar y decidiendo que se mataran los que andaban armados. Uno de los sacerdotes entrevistados en Barranca atestiguaba el total control de la vida de los barrios que controlaba la guerrilla sin su autorización, no se podía hacer nada; autoritarismo: nadie se atrevía a discutirles nada. Otro entrevistado describía la manera gradual, suave y pacífica como la guerrilla iba entrando inicialmente en las reuniones de los movimientos sociales, con planteamientos políticos y cambios estructurales que interesaban a la gente, aprovechándose de los problemas que se discutían. Luego, ya aparecían armados y, más adelante, se tomaban el poder a punta de fusil, dejando a la población civil sin poder hacer nada: “Entonces eran ellos los que mandaban”. Otro entrevistado refiere la manera como el ELN aparecía, en la radio de Barranca, apoyando con “paros armados” actividades cívicas, huelgas y manifestaciones del 1º de mayo (M.C. García, 2005 ) Además de constituirse en una reacción defensiva contra la extorsión guerrillera y parte de una estrategia contrainsurgente, autodefensas y paramilitares se presentan también como reacción cultural de reafirmación de valores tradicionales amenazados por privilegios excesivos a minorías de género, culturales y étnicas, semejantes a las milicias de patriotas de USA. Ese carácter de reacción se expresa claramente en las normas oficiales de convivencia entre AUC y población civil: además del control coercitivo para mantener el orden y controlar a la gente, se pretende una estricta vigilancia de vida privada y pública por medio de informantes. Al principio, la regulación era informal pero luego se formaliza mediante un “manual de convivencia” para regular las relaciones sociales y un “código de policía” fotocopiado y repartido, que especificaba delitos y sanciones respectivas, como la embriaguez, los robos de bicicletas, la permanencia de menores en la calle por la noche, el uso de minifalda. (Ramírez y Osorio, 2004). Se busca así la reafirmación de valores tradicionales, nacionales y familiares: Castaño denunciaba la inexistencia del sentido de pertenencia a la patria, que es una de las grandes causas de la debacle y el desencuaderne de este país, como decía Lleras Restrepo. Mi Colombia, fascinación por símbolos patrios, formación familiar en hogar católico y conservador laureanista: “Mi papá-... sigue siendo un ejemplo ideal de 39 rectitud, de ética y valores. Recio, implacable, una autoridad, un patriarca” (Aranguren 2001, 89 y 80, 78).. Para Marta C. García, estas normas representan un discurso chovinista, católico conservador, moralizante, autoritario y patriarcal, que responde a los estereotipos tradicionales sobre hombre y mujer, ratificados por regímenes totalitarios de derecha [ e izquierda], semejante al de los justicieros brasileros. La misma actitud aparece en las acciones de presión contra organizaciones de mujeres, como la OFP y el rechazo a la emancipación femenina, la organización autónoma y la politización de las mujeres, y las normas sobre el vestido femenino: la minifalda es asociada al riesgo de violación o seducción, se determina las horas de dormida, control de quien enamorarse, y se restringe su participación en eventos y reuniones. Además, se establecen normas de higienización social contra prostitutas y homosexuales, asesinatos de prostitutas por relacionarse con el enemigo de uno u otro bando, golpizas y acusaciones de guerrilla y paras contra conductas inmorales, usadas como instrumento de guerra, abuso, reclutamiento forzado También se imponen normas para el control estrecho del sector juvenil para acomodarlo al modelo aconductado de los paras: no se puede salir a divertirse ni entrar a un barrio de la comuna sin que le pregunten qué hace, de dónde es; ni usar aretes, ni piercings, ni pelo largo sin autorización escrita del papá; ni oír música satánica, solo vallenatos, y no a volumen alto; hay que acostarse temprano y controlar el trago. Si no obedece, le ponen tareas de castigo como barrer o limpiar monte, del papá, cortar el pelo muy largo, trago controlado, acostarse temprano ( M. C. García 2004, 163-165) También la guerrilla imponía normas de orden, pero entonces había más sensación de flexibilidad, menor control de vida diaria, mientras que con los paras es más rígido el control de vida cotidiana, más estructura más militar, mayor valoración cotidiana de ley e institucionalidad, y una relación no antagónica con las FF MM (entrevista 2, Toro 2002, 48 y 49) También el libro de Marta Arenas proporciona abundantes ejemplos de cómo la guerrilla ordenaba la vida de los campesinos en las zonas que controlaba, hasta en su vida privada (Arenas, 1999, passim) Y en lo que respecta a la vida política local, resulta pertinente el comentario de Castaño sobre su injerencia en la política: “sin la política no se puede consolidar ningún territorio ni cerrar la puerta a la guerrilla... En mi zona tenemos 160 acciones comunales controladas cuyos integrantes votarían por el candidato que señaláramos. Sería una irresponsabilidad nuestra no orientarlos o decirles cuál es el menos corrupto, el que sirve” (Cambio 16 no. 237, 29 de diciembre de 1997). Frente al interrogante la pregunta sobre el tipo de relaciones que mantienen las Autodefensas con las autoridades locales, Castaño sugiere trasladar la pregunta a los alcaldes: no se trata de responder para qué le puede servir un alcalde a la autodefensa, sino que los alcaldes digan para qué les sirve a ellos la autodefensa, porque el papel de ella es apoyarlos “respecto de su seguridad en las zonas. Cómo no podríamos tener relación, por ejemplo, con el alcalde de... donde la autoridad somos nosotros. Él dice “no se lleve la gente porque se mete la guerrilla y si él solicita al Estado que le envíe la policía. Apoyamos autoridades civiles para que puedan ejercer funciones, somos vigilantes, fiscales, lo que no los dejamos es robar” ( El Colombiano, 7 A, 11 de diciembre de 1996) 40 El repliegue de la guerrilla a su retaguardia produjo una transformación profunda del movimiento popular de la ciudad, ya que las masacres no se desarrollaron contra cuadros de la guerrilla sino contra el liderazgo de las organizaciones sociales, que fue prácticamente eliminado en la lucha por el dominio militar y político de la ciudad.( M. C, García 2004, 157 ss. Las agrupaciones políticas e insurgentes habían tratado siempre de atraer a las organizaciones sociales de Barranca: la UP consideraba a las organizaciones como expresión política de movimiento social de masas, que expresaba la lucha de clases e interactuaba con la dinámica del movimiento político. Para el ELN, era una cantera de los militantes que necesitaba para fortalecerse en el campo. En los años precedentes, cuando los movimientos sociales se comportaban como cualquier otro movimiento cívico del país y las respuestas estatales tampoco fueron extremadamente represivas. Pero la intromisión de los actores armados, de todos los signos, el movimiento social se convierte en objetivo de la guerra sucia y aumenta la represión estatal contra los dirigentes de organizaciones sociales y políticas, Sin embargo, a pesar de los estereotipos de región radical y las hegemonías de uno u otro actor armado, la gente del Magdalena Medio no ha sido pasiva: obedecen al poder del fusil, pero no resignadamente y establece alianzas funcionales con uno u otro actor armado, según las circunstancias. La mayoría de las entrevistas indican una permanente reivindicación de autonomía frente a los actores armados, aunque el rechazo a la infiltración guerrillera en los movimientos sociales sea más bien reciente, en el último decenio, aunque algunos la postulan para períodos anteriores. Alguno de los sacerdotes entrevistados reconoce que, entre los años sesenta y ochenta, hubo alianzas de movimientos sociales con la guerrilla por coincidencia de motivos, pero no apropiación de identidad con sus proyectos político-militares. Bajo el instaurado orden paramilitar, se producen recientemente cambios en repertorios de protesta, que muestran el paso de confrontación abierta a más oculta, como por ejemplo, de huelga al plantón, y formas soterradas de resistencia. El copamiento de Barranca no significa la destrucción de su tejido social, pues bajo la aparente aceptación del orden impuesto, se ocultan códigos de supervivencia que podrían volverse discurso público de oposición, como pequeños reclamos, solidaridades invisibles, las llamadas armas de los débiles de Scott. A veces se presentan formas de descontento abierto, como las reacciones de Santa Rosa del sur en 2001 y San Pablo en 2004, contra los abusos de los paras, la alta votación por Uribe en Arauca, controlada por FARC y ELN y la votación alta de Barranca en 1998, cuando el ELN proclamó la abstención. También persisten las denuncias de diócesis de Barranca contra el control de los paramilitares sobre la vida social e individual, al lado de la resistencia de grupos independientes de defensores de DD HH y organizaciones sociales, a pesar de ser catalogados por los paramilitares como asesinos paraguerrilleros, infiltrados, parapetados. En medio de esta situación de control paramilitar, aparece claramente una opción por la civilidad y el regreso a las tesis del movimiento social popular, con el retorno de antiguos líderes de viejas dirigencias viejas, que se resistieron a entregar la ciudad a la guerrilla cuando era hegemónica y se resisten ahora al dominio de los paras. Este proceso de 41 cambios de hegemonías y de separación de los movimientos sociales frente a la opción armada muestra que las organizaciones sociales han madurado, pero a costa de muchos muertos y han logrado adoptar una actitud de crítica, como aparece en una de las entrevistas, en que el personaje entrevistado manifiesta su pesar por las organizaciones desaparecidas, cuyos “dirigentes no supieron jugar el papel público...pero las organizaciones que se habían comportado socialmente, cultamente, como debían comportarse, permanecieron y se han solidificado (Entrevista 5, M.C. García, 2004, 165166) . A manera de conclusiones El recorrido histórico por el desarrollo del conflicto colombiano que hemos realizado ilustra la manera como la integración y articulación política graduales de los territorios y sus poblaciones al conjunto de la vida nacional ha producido un estilo de construcción del Estado caracterizado por una presencia diferenciada de las instituciones estatales en las diversas regiones del país. Este estilo de construcción del Estado se refleja también en la diversidad de las violencias según las características de las regiones y su grado de articulación con el conjunto del país y en la evolución en las formas del control territorial de las instituciones estatales, según sus relaciones con las elites regionales y locales. Por otra parte, los aportes teóricos de la historia comparada del desarrollo de los Estados occidentales, la sociología histórica y la antropología nos aclaran que ese desarrollo específico de Colombia no es el fruto de una anomalía histórica ni de un desarrollo incompleto, sino un caso particular de desarrollo político, con diferencias y semejanzas con otros procesos nacionales. En ese sentido, se precisa que la construcción del monopolio estatal de la coerción y justicia no es el producto de una esencia atemporal y abstracta propia de todos los Estados sino el resultado de una construcción colectiva que registra variaciones de acuerdo a condiciones previas distintas en las respectivas naciones. Por eso, el proceso de construcción de los Estados no responde a la voluntad política de gobernantes y miembros de las naciones sino que tiene en cuenta procesos de interacción y dependencia que se presentan en su interior. Esto hace que se produzcan importantes diferencias en esos procesos, según las diferentes relaciones entre instituciones estatales de carácter nacional, poderes locales y regionales. La aplicación de estos conceptos al caso colombiano permiten concluir que la permanencia de la violencia no es una prueba de la disolución o el fracaso del Estado. Para Pécaut, hay un rasgo que distingue la confrontación armada colombiana de otras guerras civiles actuales: “el hecho de que no se puede hablar de un hundimiento del Estado”, como ocurre en conflictos africanos, como los de Sudán, Sierra Leona, el antiguo Zaire o Angola, donde la dislocación del Estado, “reducido a no ser más que un actor entre otros, alimenta la generalización de la guerra”. En Colombia, aunque el Estado no ejerce plena autoridad sobre vastas porciones del territorio, las reglas del derecho no han perdido totalmente su validez, parte de las instituciones continúa 42 funcionando y se nota un esfuerzo para modernizar las fuerzas armadas y reducir sus abusos, a pesar de que sigan presentándose casos de complicidad de sectores políticos y militares con los grupos de autodefensa, lo mismo que aumento de la corrupción y bastante ineficiencia del aparato judicial. (Pécaut, 2001, 17) Esta compleja situación, que hemos caracterizado como un caso de presencia diferenciada del Estado, permite acercarse a la manera como coexiste en Colombia la tendencia a imponer el monopolio estatal de la coerción y de la justicia, con poderes de hecho, en los ámbitos locales y regionales, que responden a la manera como se crean estructuras de jerarquización y sedimentación sociales en esos ámbitos. Y a la manera como esas estructuras locales y regionales se articulan al Estado y a la sociedad nacionales o como se definen como sus contradictores. Finalmente, esta situación también permite entender la magnitud de los retos que afronta el país por el subsiguiente desarrollo del conflicto: el desafío que se presenta es decidir cómo articular los nuevos poderes, surgidos en el enfrentamiento armado, con el conjunto de la nación y de las instituciones estatales del nivel central, sin aumentar la ilegitimidad de las instituciones, irrespetar la normatividad existente en lo nacional e internacional, ni impedir la legítima autonomía política y social de la población de sus regiones y localidades, ni violar la libre actividad política de los grupos disidentes en ellas BIBLIOGRAFIA Abrams, Philip 1988, “Notes on the difficulty of studying the state” in Journal of Historical Sociology Vol 1, No. 1, March 1988. Aguilera, Mario 2001, “Justicia guerrillera y población civil, 1964- 1999”, en El caleidoscopio de las Justicias en Colombia, Boaventura de Sousa Santos y Mauricio García, Tomo II, Colciencias, ICANH, Universidad de Los Andes, Siglo del Hombre editores y Universidad de Coimbra, p.393 Alonso, Manuel Alberto, 1997, Conflicto armado y configuración regional: el caso del Magdalena medio, Universidad de Antioquia, Medellín, p.49 Aranguren, Mauricio, 2001, Mi confesión. Carlos Castaño revela sus secretos, Editorial La Oveja Negra, Bogotá. Arenas, Martha, 1999, Cerrando fronteras: historias contadas del Magdalena Medio, PDPMM, Barrancabermeja. Arostegui, Julio, 1996, “La violencia política en perspectiva histórica” en Sistema, Revista de Ciencias Sociales #132-133, 1996, pág. 9-39. Ver también “Violencia, sociedad y política: la definición de la violencia” en Revista AYER # 13, Madrid, 1994. Atehortúa, Adolfo, 1995, El Poder y la Sangre. Las historias de Trujillo (Valle), CINEP, Bogotá, y Universidad Javeriana, Cali. Bolívar, Ingrid., 1999, “Sociedad y Estado: la construcción del monopolio de la violencia”, en Controversia # 175, Cinep, Bogotá, diciembre de 1999. Burdeau, Georges, 1970, L’État, Editions du Seuil, París. Bourdieu, Pierre, 1994,“Espíritus de Estado. Génesis y estructura del campo burocrático” en Razones Prácticas, Anagrama, 43 Cubides Fernando 1998: “De lo privado y de lo público en la violencia colombiana: los paramilitares”, en Jaime Arocha, Fernando Cubides y Myriam Jimeno, (1998): Las Violencias: una inclusión creciente, CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. ----------------------1998: ”Los paramilitares como agentes organizados de violencia: su dimensión territorial”, en Fernando Cubides, Ana Cecilia Olaya y Carlos Miguel Ortiz (1998): La Violencia y el municipio colombiano 1980-1987, CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. ----------------------1999, “Los paramilitares y su estrategia”, en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, editores, 1999, Reconocer la guerra para construir la paz, Cerec, Ediciones Uniandes, Grupo editorial Norma, Bogotá, Chaparro, Jairo, 1991, Memorias de un tropelero¨, en Documentos ocasionales, No. 63, CINEP, Bogotá. Deas, Malcolm, 1995, en “Canjes violentos: reflexiones sobre la violencia política en Colombia” en Malcolm Deas y Fernando Gaitán, 1995, Dos ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia, FONADE, DNP, Bogotá, Chernick, Marc 1999, “La negociación de una paz entre múltiples formas de violencia” en Francisco Leal Buitrago (editor), 1999, Los laberintos de la guerra. Utopías e incertidumbres sobre la paz, Tercer Mundo editores, UNIANDES, Bogotá, Echandía, Camilo, 1999, “Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia”, en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, 1999, Armar la Paz es desarmar la Guerra”, IEPRI, FESCOL y CEREC, Bogotá Elias, Norbert. 1986, El proceso de la civilización. Investigaciones Psicogenéticas y sociogenéticas, Fondo de Cultura Económica, México. , ---------------------1994, Los Alemanes, Editorial Instituto Mora, España ---------------------1998, “Los procesos de formación del Estado y de construcción de la nación”, en Revista Historia y Sociedad, Nº 5, Universidad Nacional de Colombia, Medellín, diciembre de 1998. Escalante, Fernando, 1993, “Los límites del optimismo. Un argumento liberal a favor del Estado”, en Estudios Sociológicos de El Colegio de México, vol XI, Nº 32, mayo-agosto, 1993. García, Clara I. , 1994, “Territorios, regiones y acción colectiva” en Territorios, Regiones y Sociedades, Renán Silva, editor, Universidad del Valle, Cerec. -------------------1996, Urabá. Región, actores y conflicto.1960-1990, INER-CEREC, Bogotá. García, Martha Cecilia, 2004, Barrancabermeja: ciudad en permanente disputa, Informe final de la investigación Conflictos, poderes e identidades en el Magdalena Medio, 1990-2001, CINEP, Bogotá, julio de 2004. González, Fernán E., 1993: “Tradición y modernidad en la política colombiana”, en Fernán E. González y otros, Violencia en la región andina. El caso Colombia, CINEP, Bogotá, y APEP, Lima. --------------------------1994: “Poblamiento y conflicto social en la historia colombiana”, reproducido en Fernán E. González (1997): Para leer la política, Ensayos de historia política colombiana, CINEP, Bogotá. ---------------------------1997, “Aproximación a la configuración política de Colombia”, en 1997, Para leer la Política, CINEP, Bogotá. González, Fernán E., Bolívar Ingrid J y Vásquez, Teófilo (2003): Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, CINEP, Bogotá. 44 José Jairo González, 2000, “El protoestado o los límites de la acción colectiva”, Informe de Investigación, CINEP, Mimeo, diciembre 2000. Legrand, Catherine, 1994, “Colonización y violencia en Colombia: perspectivas y debates”, en Ministerio de Agricultura 80 años. E l Agro y la Cuestión socia, Ministerio de Agricultura, Bogotá. Mann, Michael 1997, Las fuentes del poder social, Vol II, Alianza editorial, Madrid, Melo, Jorge Orlando 1990: “Algunas consideraciones globales sobre “modernidad” y “modernización”, en Análisis Político, Nº.10, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, mayo-agosto de 1990 Medina, Carlos, 1990, Autodefensas, paramilitares y narcotráfico en Colombia. Orígenes, desarrollo y consolidación: el caso de Puerto Boyacá,, Editorial Documentos periodísticos, Bogotá. Neumann, Franz, 1968, “Enfoques para el estudio del poder político” en El Estado Democrático y El Estado autoritario Ensayos sobre teoría política y legal, Paidos, Buenos Aires, Nozick, Robert, 1991, Anarquía, Estado y Utopía, FCE, 1991 (publicado por primera vez en 1974). Nugent, David., 1994, “Building the state, making the nation: the bases and limits of state centralization in “modern” Perú” en American Anthropologist Vol 96 no 2, 1994. Palacios, Marco, 1999, “La solución política al conflicto armado: 1982-1997”, Malcolm Deas y María Victoria Llorente, 1999, Armar la Paz es desarmar la Guerra”, IEPRI, FESCOL y CEREC, Bogotá, Pardo, Rafael, 2005, “Lo que implica poner fin al paramilitarismo”, en El Espectador, p.3 A, enero 9 de 2005. Pecaut, Daniel.,1987: Orden y Violencia. Colombia: 1930-1954”, Siglo XX editores y CEREC, Bogotá, -------------------1989 Crónicas de dos décadas de vida política colombiana, Ed. Siglo XXI, Bogotá ------------------1990: “Modernidad, modernización y cultura”, en Gaceta No. 8, COLCULTURA, Bogotá, agosto-septiembre de 1990 -------------------1997,“Presente, pasado y futuro de la violencia” en Análisis Político # 30, enero-abril de 1997, reproducido en 2001, Guerra contra la sociedad, Planeta Colombiano, Bogotá ------------------1997 , “De la violencia banalizada al terror”, publicado originalmente en Controversia, # 171, CINEP, diciembre de 1997 y reproducido en 2001, Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiano, Bogotá. -------------------1999, “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto de terror: el caso colombiano” en Revista Colombiana de Antropología Vol 35, volumen 35, enero-diciembre de 1999, Reproducido en Daniel Pécaut, 2001, Guerra contra la Sociedad, Planeta Colombiano, Bogotá. -------------------1999, “Estrategias de paz en un contexto de diversidad de actores y factores de violencia” en Alvaro Camacho y Francisco Leal (eds) 1999, Armar la paz es desarmar la guerra, IEPRI, FESCOL, CEREC, p 225 -------------------2001, “A propósito de los desplazados en Colombia”, en Guerra contra la sociedad, Editorial Planeta Colombiano, Bogotá. ------------------2003: “Reflexiones sobre el nacimiento de las guerrillas en Colombia”, en Daniel Pécaut, (2003): Violencia y Política en Colombia. Elementos de reflexión, 45 Hombre Nuevo editores y Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad del Valle, Medellín Peñate, Andrés (1997): “El sendero estratégico del ELN: del idealismo guevarista al clientelismo armado”, en María Victoria Llorente y Malcolm Deas (compiladores), Reconocer la guerra para construir la paz, CEREC, UNIANDES, Editorial Norma, Bogotá. Prada, Esmeralda, 2004, ¨Las luchas campesinas en el Magdalena Medio (1990-2001), Informe final de la investigación Conflictos, poderes e identidades en el Magdalena Medio, 1990-2001, CINEP, Bogotá, julio de 2004. Rangel, Alfredo, 1999,“ Las FARC- EP: una mirada actual” en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, 1999, Reconocer la guerra para construir la Paz, CEREC, UNIANDES, Grupo editorial NORMA, Bogotá, Romero, Mauricio, 1998: “Identidades políticas, intervención estatal y paramilitares. El caso del departamento de Córdoba, en Controversia, CINEP, Bogotá, No. 173, diciembre de 1998. __________________2003: Paramilitares y autodefensas 1982-2003, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia y Editorial Planeta Colombiano, Bogotá Sánchez, Gonzalo 1989: “Violencia, guerrillas y estructuras agrarias” y “La Violencia: de Rojas al Frente Nacional”, en Nueva Historia de Colombia, Editorial Planeta Colombiano, Bogotá. Tilly, Charles, 1992, Coerción, capital y los Estados europeos, 900-1900, Alianza editorial, Madrid,. -------------------1993, “Cambio social y revolución en Europa, 1492-1992”, en Historia Social,# 15, Invierno, 1993 Toro, Carolina, 2002, Configuración del poder local en Santa Rosa del Sur de Bolívar, tesis de ciencia política, Universidad Javeriana, Bogotá. Uribe, María Teresa, 2001, Nación, ciudadano y soberano, Corporación Región, Medellín Vargas, Alejo, 1992, Magdalena medio santandereano: colonización y conflicto armado, CINEP, Bogotá. Vásquez, Téofilo, 2004, ¨Dinámicas, tendencias e interacciones de los actores armados en el Magdalena medio, 1990-2001, Informe final de la investigación Conflictos, poderes e identidades en el Magdalena Medio, 1990-2001, CINEP, Bogotá, julio de 2004. Wickham-Crowley, Timothy, 1995, “Auge y declive de los gobiernos de guerrilla en América Latina” en América Latina hoy, 2da época no. 10, junio 1995 . Cambio 16 no. 237, 29 de diciembre de 1997. El Colombiano, 11 de diciembre de 1996, 7 A. 46 John Hall e John Ikenberry, 1993, El Estado, Alianza Editorial, Madrid, y Michael Mann, 1997, Las fuentes del Poder Social, Alianza, Madrid. Germán Colmenares, 1998, “La nación y la historia regional en los países andinos” en Varia. Selección de textos. Obras Completas, Tercer Mundo editores, Universidad del Valle, Colciencias y Banco de la República, p.168 “Las autodefensas extrema derecha No por favor!” en El Colombiano, 8 diciembre 1996. E.