Algunas ideas en torno a la virtud de la templanza. Dra. Ana María

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ALGUNAS IDEAS EN TORNO A LA VIRTUD DE LA TEMPLANZA
Hay frases que por un motivo o por otro, se ponen de moda; la gente va
repitiendo, muchas veces sin saber de dónde salieron, y dándoles diversos
contenidos, según el propio modo de entender la vida. Una de esas frases
populares que uno escucha una y otra vez hoy día es que “Hay que
quererse así mismo”. Indudablemente esto es cierto; si uno siente odio o
desprecio hacia sí mismo, sería presa de una patología, parece más bien
referirse esa frase a darse gusto en esta vida y a que sacrificarse por los
demás no tiene sentido, más aún, la capacidad de entrega y de servicio es
ahora vista como algo que atenta contra la propia persona, cuando para
ello tiene que negarse a sí mismo cualquier gusto o placer.
Por otro lado, creo que muchos hemos tenido la oportunidad de
experimentar la contradicción, cuando aparecen en nuestras vidas los
conflictos ocasionados por el deseo de obtener distintos bienes; distintos,
porque unos pertenecen al bien del cuerpo y otros al del alma; o porque
una pasión se interpone entre nosotros y el cumplimiento de nuestra
palabra dada, de nuestro compromiso; o porque en nuestra lucha hacia el
bien, aparece el cansancio, el tedio, el miedo al esfuerzo o al rechazo
social. En fin, son muchas las ocasiones en que sentimos estar en la
encrucijada, entre quienes somos y quienes quisiéramos ser, o ante la
simultaneidad de diversos quereres. La evidencia de estas
situaciones
hace necesario encontrar un modo de dirimir los conflictos, amándonos a
nosotros mismos, con un amor que nos ayude a ser mejores, que nos
lleve a una plenitud de vida y no que nos sumerja en un conflicto aún
mayor.
“La virtud de la templanza perfecciona el apetito concupiscible que se
dirige al bien deleitable, moderando los placeres corporales según el orden
de la recta razón”.1
Esta definición del profesor Angel Rodríguez Luño
sugiere que el bien deleitable no siempre está en la línea de la recta
razón que nos lleva a pensar que, como hay bienes de distinto orden,
algunas veces uno de esos bienes puede ser parcial y por lo tanto al
compararlo con un bien de mayor jerarquía, seguir el primero resultaría un
mal para la persona. Esto puede pasar entre unos bienes del cuerpo y
otros, o entre éstos y los bienes del alma, o entre los bienes personales
y los sociales, etc… Es por esto que hace falta una virtud que regule la
tendencia al placer, para que sirva al bien real de la persona y al bien
común; ya que el llamado a la perfección humana, a la plenitud de la
naturaleza, implica el crecimiento total y armónico.
ahora bien, ese
crecimiento conlleva a que “el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el
puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano"2, para esto
hemos de desarrollar un señorío sobre nosotros mismos, que nos permita
ordenar nuestros gustos y placeres hacia el fin personal; de otro modo
caeríamos en la dispersión.
Las virtudes que regulan los apetitos básicos del hombre son la fortaleza
que mejora el apetito irascible, y la templanza que modera y perfecciona el
concupiscible, para que pueda haber orden interior y con él aparezca la
tranquilidad de espíritu.
La Templanza implica un recto amor a sí mismo por el cual se regulan las
propias fuerzas, para lograr que ellas colaboren en el proceso de autoconstrucción evitando que el egoísmo y la búsqueda del placer
1
RODRÍGUEZ LUÑO, Angel: Ética. Eunsa, Pamplona
desordenado puedan atentar contra la propia integridad; es también
importante a la hora de ser justos y de la acción, pues quien no es
temperante puede fácilmente equivocarse en su lucha por alcanzar el bien;
al respecto dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco: “es indiferente que sea
joven de edad o de carácter, pues el defecto no está en el tiempo, sino en
vivir y procurar todas las cosas de acuerdo con la pasión.
Para tales
personas, el conocimiento resulta inútil, como para los intemperantes; en
cambio para los que encauzan sus deseos y acciones según la razón, el
saber acerca de estas cosas será muy provechoso”3 para no caer en un
servilismo a las pasiones.
Las pasiones en sí mismas son buenas, ya que sin ellas sería imposible la
búsqueda del bien, la lucha por superar las dificultades que en el camino
hacia el mismo se presenten, o para defendernos ante la agresión o la
injusticia; sin ellas tampoco sería fácil el alimentarnos, probablemente
tampoco se daría la procreación, y el mismo afán de saber quedaría sin el
concurso del cuerpo.
De ahí que, tanto el apetito irascible, como el
concupiscible sean buenos e importantes en la propia vida; pero es
pertinente aclarar que en el hombre esa vida instintiva no es “automática”
ni perfecta como en los animales irracionales que tienen el sentido interno
de la estimativa que los regula. En el hombre la estimativa requiere de la
guía de la razón; de allí que, para distinguirla, los filósofos
la hayan
llamado cogitativa. Por tanto, en la medida que esos apetitos vayan en la
línea de la recta razón, que los ordena hacia el bien de la persona, serán
pasiones buenas, pero en la medida en que dificulten la consecución del
fin último, serán desordenadas; Aristóteles afirma que “hay tres clases de
2
3
JUAN PABLO II. Sobre la Templanza. Alocución del 22 de Noviembre, 1988
ARISTÓTELES. Ética a Nicómaco. Centro de Estudios Constitucionales. 1985. Libro
condiciones morales que se deben rehuir: el vicio, la incontinencia y la
brutalidad”4
PARTES DE LA VIRTUD DE LA TEMPLANZA
En sentido escrito, se considera que la virtud de la templanza modera los
apetitos del comer, del beber y del deleite sexual; en sentido amplio, se
considera que modera todas las inclinaciones al placer para que colaboren
en la vida del hombre en la consecución de su último fin, de la perfección
que le lleva a la felicidad.
Las fuerzas más potentes que actúan en la conservación de la vida
humana son aquellas que nos llevan al comer, al beber y a la procreación,
pero cuando estas se desordenan atentan
contra el sano equilibrio
humano. El exceso en la comida, recibe el nombre de gula, lleva a una
disminución de las facultades intelectuales y muchas veces a una obsesión
por los alimentos que termina en que no se coma para vivir sino que se
viva para comer; la virtud que ordena este apetito es la abstinencia. A la
recta ordenación en el beber, especialmente evitando el abuso de las
bebidas embriagantes, y por extensión a evitar todas aquellas sustancias
alucinógenas que llevan a perder el control sobre la propia conducta se le
da el nombre de sobriedad.
Las virtudes que regulan el apetito genésico son: la de la castidad, que
atañe al uso natural del sexo y la de la pureza que se refiere a las
“acciones complementarias, como los besos, los abrazos, las caricias, etc.”
4
Idem. Libro VI
tendientes a las excitación sexual.5
Con
relación a estas virtudes, es
importante dejar claro que las tendencias o apetitos son buenos: sin ellos
no se daría la conservación de la propia vida ni la generación de la especie.
Sólo se presenta problema cuando se desordenan, cuando obnubilan la
razón y llevan a la persona a emplear sus fuerzas vitales en la satisfacción
de esos placeres que pertenecen al sentido del tacto. Considerarlos malos
sería caer en una actitud maniquea; al respecto dice Pieper: “El error de
que hablamos arriba y que sirve de base a la supervaloración de la
templanza en cuanto castidad, es la opinión, abierta o encubierta, de que
la realidad del mundo en su conjunto, entendida como el reino de lo
sensible, y por consiguiente, incluida la parte no espiritual del hombre,
proviene del principio del mal.
Con otras palabras, esa “base falsa”,
causante del desenfoque, es un maniqueísmo solapado, que puede ser
inconsciente y, en consecuencia, involuntario”.
Eso de que el hombre
tenga que comer y dormir, que la venida al mundo de otros seres
humanos haya de ser por la unión corporal de un hombre y una mujer, es
(…) un mal necesario, y quizá ni aún eso; pero en todo caso algo indigno,
tanto de Dios como del hombre. Por consiguiente, lo realmente humano
en opinión de los maniqueos – “sería dejar el mundo sensible abandonado
a su suerte y elevarse, por medio de la ascética, a una vida totalmente
espiritual” (Pieper, p. 250).
Este error fue muy difundido por Tertuliano quien consideraba que “La
forma original en que apareció el pecado fue la de la lujuria”6
5
GARCÍA LÓPEZ, Jesús: El sistema de las virtudes humanas Ed. de Revista, S.A. de C.U.
México, 1986, p.369
6
PIEPER, J.: Las Virtudes Fundamentales. Ed. Rialp y Quinto Centenario. Bogotá, 1988.
p. 251
Es también parte de la virtud de la templanza, en cuanto regula el apetito
genésico, la virginidad que “como virtud esta constituida en su esencia por
la decisión, plasmada con toda propiedad en el voto religioso, de
abstenerse para siempre del trato sexual y del deleite que éste lleva
consigo”7 y el motivo detrás no es el de considerar al sexo como malo,
sino el de liberarse de todo para servir
a Dios y a las cosas divinas.
Guardando las necesarias distancias, es pertinente aclarar aquí que ese es
el sentido de la virtud del ayuno como abstenerse de comer
ciertos
alimentos o durante cierto tiempo, con el fin de lograr un mayor control
sobre el propio cuerpo para ser más libres de amar a Dios, y de evitar el
embotamiento producido por mucho comer y beber, colaborando así en la
pureza de corazón.
Con relación al adulterio y a la fornicación, es pertinente aclarar que no
sólo atenta contra la templanza (“es propio del hombre morigerado, no
cometer adulterio, ni comportarse con insolencia”8), sino también contra la
justicia: sobre la simple fornicación, en la que, a diferencia del adulterio,
no se lesiona el derecho de un tercero por ser trato sexual entre no
casados, no la libertad de otra persona como es el caso de la violencia, a
pesar de ellos leemos en la Summa Theologica: “Es grave todo pecado
que va dirigido directamente contra la vida del hombre.
La simple
fornicación lleva consigo un desorden, que equivale al daño perpetrado
contra la vida de una persona, que es aquella que nacerá de tales
relaciones sexuales. . . La fornicación simple atenta contra los derechos
del niño. Por eso es pecado grave”9.
7
8
9
Idem, p. 262
ARISTÓTELES, op.cit.Libro VI.
PIEPER, op. cit. p. 238.
También podemos señalar en el hombre el instinto a sobresalir, a
demostrar superioridad y preeminencia sobre lo demás.
La templanza,
bajo la forma de humilda, pretende ordenar esa inclinación para que el
hombre se sitúe en el lugar real que ocupa en la sociedad y con relación a
sus congéneres, con el fin de ayudarlo a que “se tenga por lo que
realmente es”10, por tanto no se la puede confundir con una “actitud de
autoreproche, con la depreciación del propio ser y de los méritos o con
una conciencia de inferioridad”11.
Considera Santo Tomás
que la
magnanimidad es hermana de la humildad, ya que ambas “están a mitad
de camino, igualmente distintas de la soberbia y de la pusilanimidad. . . Es
el compromiso que el espíritu voluntariamente se impone de tender a lo
sublime. Magnánimo es aquel que se cree llamado o capaz de aspirar a lo
extraordinario y se hace digno de ello. . . no se deja distraer por cualquier
cosa, sino que se dedica únicamente a lo grande. . . Tiene sobre todo una
sensibilidad despierta para ver donde esta el honor”12. El magnánimo es
sincero y honrado, y evita la adulación, implica una fuerte esperanza y
confianza, y “no se doblega ante el destino: únicamente es siervo de
Dios”13. El Soberbio por el contrario es aquel que no se doblega ante los
mandatos de Dios.
10
11
12
13
Idem.
Idem.
Idem.
Idem.
p.
p.
p.
p.
276.
277.
277
278
Existe una particular ligazón entre la soberbia y la lujuria, ya que ambas
constituyen dos modos particulares de amarse a sí mismos, de estar
dispuestos a pasar por encima de los demás y de Dios mismo para
conseguir el placer espiritual o corporal que cada una de ellas otorga,
además de que obnubilan el pensamiento e impiden tomar decisiones
realmente libres.
Aunque la pasión de la ira es regulada por la fortaleza, hay sin embargo un
aspecto de ella que toca con la templanza. Es importante aclarar que, así
como la búsqueda del placer no es mala, tampoco lo es la ira, en la
medida en que nos permite superar los obstáculos, perseverar en la
búsqueda del bien arduo, sentirse airado ante la injusticia personal o
ajena. Será mala en la medida en que trastorne el orden de la razón e
impida al hombre acercarse hacia su fin o en la medida en que le lleve a
atender contra el bien ajeno o común. “Las explosiones de indignación, el
rencor y el deseo de venganza manifiestan una ira viciosa y constituyen en
sí las tres formas de ira carentes de templanza. La cólera turba la mirada
del espíritu, antes de que éste haya sido capaz de captar la situación y de
formar un juicio. El rencor y el ánimo vengativo se cierra con el gozo
siniestro de no dar entrada a una palabra de reconciliación y de amor y
envenenan de ese modo el alma, como una herida que se ha cerrado en
falso.
Finalmente hay que calificar como ira mala la que no tiene una
motivación justa”14.
La virtud que regula estas formas es la mansedumbre. Santo Tomás
relaciona el apetito irascible con la humildad y la magnanimidad como dos
caras de una misma moneda:
“el bien arduo tiene algo que atrae el
apetito, a saber, la misma dificultad de conseguirlo; por lo segundo, nace
en nosotros el movimiento de la esperanza, más por lo segundo, el de la
desesperación.
Pues, bien, acerca de los movimientos apetitivos que
tienen carácter de impulso, es necesaria una virtud moral que los modere
y refrene; y en cambio, acerca de los movimientos apetitivos que tienen
carácter de retraimiento, se necesita una virtud moral que vigorice e
impele. Por tanto, en el apetito del bien arduo (el apetito irascible) debe
haber dos virtudes: una que atempere y refrene el ánimo para que no
tienda inmoderadamente a las cosas grandes, y esto pertenece a la virtud
de la humildad; y otra que robustezca el ánimo contra la desesperación y
lo impulse a la prosecución de las cosas grandes según la recta razón, y
ésta es la magnanimidad”15.
14
15
Idem. p. 284.
GARCÍA LÓPEZ, op. cit. p. 379.
En el libro primero de la metafísica, Aristóteles afirma que todos los
hombres tienen por naturaleza el saber, y es una experiencia común que
a través del conocimiento nos situamos en el mundo, lo interpretamos,
sabemos a que atenernos con relación al mundo circundante, al mundo
cultural, al social y con nosotros mismos.
También hemos podido experimentar el placer que acompaña al saber;
pues bien, este deseo natural de saber puede ser también ordenado o no.
El ansia desmesurada y desordenada de saber lo llamó Santos Tomás
curiositas y es una forma de pereza porque se tiende a saber un poco de
todo, sin emplearse a fondo en ningún tema; es una especie de inquietud
del espíritu que puede llevar a la desesperación y a la incapacidad de estar
consigo mismo.
La virtud que modera este apetito es la studiositas que
“reprime el deseo inmoderado en el orden sensible como en el intelectual;
pero por otra parte vigoriza y refuerza ese deseo para que no desista del
conocimiento de la verdad por las dificultades que el estudio entraña. . .
por ello la estudiosidad es una virtud compleja”16 ya que radica tanto en el
apetito concupiscible como el irascible, es decir, radican en la voluntad
donde no se da esa distinción entre ambos.
16
Idem, p. 380
Como prolongación de la virtud de la estudiosidad podemos mencionar a la
laboriosidad que implica un conocer, un superar los obstáculos ante las
dificultades que se presenten y un saber las cosas hasta el final, no
dejándolas por el camino
cuando se pierde lo que hoy se llama
“motivación”. refiriéndose a las ganas o gusto que se tiene en la labor
realizada.
Conviene aclarar que para el ser humano no bastan las
motivaciones sensibles y placenteras: es importante tener convicciones
profundas y un acendado sentido del deber, que permita seguir con el
trabajo iniciado y los productos adquiridos aún en los momentos en que
desaparezca el placer por la tarea realizada. A través de la perseverancia
se podrá lograr un goce mucho más profundo, cual es el de la labor
terminada, el deber cumplido, esa satisfacción por poner las últimas
piedras.
Pero como en la vida humana, no todo puede ser esfuerzo mental y físico,
porque llegaríamos al agotamiento, es también necesario tener unos ratos
de juego, de esparcimiento, que interrumpan ese esfuerzo. “Pues bien,
del mismo modo que se requiere una virtud moral para ordenar y moderar
el estudio y el trabajo humano, así se requiere también otra virtud para
moderar el descanso, la distracción y el juego.
llamada por Aristóteles eutrapelia, y nosotros
Esta última virtud fue
podemos llamarla
jocundidad o también buen humor”17.
Es interesante saber que el
Estagirita al hablar de ella señala que es distinta de las bromas de mal
gusto o de la burla.
Finalmente es necesario señalar la virtud de la sencillez como justo medio
entre la pobretonería y la dejadez por un lado, y el lujo y la obstentación
poe el otro18.
Esta virtud se refiere al modo de vestir, a la casa de
habitación, lugar de trabajo, joyas, transporte, etc. . . Vale la pena tenerla
en cuenta en una sociedad de consumo como en la que estamos viviendo,
Aristóteles señalaba en la Ética a Nocómaco que el exceso en el ornato
personal era propio de los dineros habidos de manera fácil.
Conviene señalar que en la medida en que desarrollamos la virtud de la
templanza en todas sus formas, se va logrando un dominio sobre el propio
ser y un entrenamiento personal para soportar el dolor y la contrariedad
cuando esos aprezcan en la propia vida, de tal manera que en vez de
sucumbir ante la dificultad, el dolor o la frustración, tengamos suficiente
autocontrol para mantener la calma, soportar y buscar los modos de seguir
adelante y de proponernos metas altas.
17
18
Idem, p. 382
Cfr. Idem, pp. 382-383
Hoy día consideran los psiquiatras como una de las causas más frecuentes
de la drogadicción la ausencia de control sobre los propios gustos y
emociones, y la baja tolerancia a la frustración de una generación que ha
sido educada alejada del esfuerzo, la disciplina, el autocontrol, y de ideales
por los cuales valga la pena vivir y morir.
ANA MARÍA ARAÚJO DE VANEGAS
Rio de Janeiro
Octubre 1997
Congreso Internacional Sobre la Familia
Ediciones Palabra Madrid 1997
ISBN 84-8239-220-4
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