Carta Pastoral de los Obispos del Ecuador

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LAICIDAD Y LIBERTAD RELIGIOSA
Amistad y colaboración
Carta pastoral de los Obispos del Ecuador
A los fieles católicos del Ecuador, a las autoridades públicas y a todos los
ciudadanos de buena voluntad.
Introducción
La Iglesia Católica y la convivencia social y política
La Iglesia Católica, que “es en Cristo signo e instrumento de la íntima unión con
Dios y de la unidad de todo el género humano”1, consciente que en el mundo
crece cada vez más el intercambio entre las personas “y que las relaciones entre
los diferentes pueblos aumentan”, reafirma el sentido de su misión propia, que
comprende el “fomento de la unidad y de la caridad entre todos”. Este
compromiso se fundamenta en la convicción de que “todos los pueblos forman
una única comunidad y tienen un mismo origen, así como un único fin último,
que es Dios”, de donde surge espontáneamente el deseo de contribuir en todo lo
que “conduzca a la mutua solidaridad”2.
Estas expresiones del Concilio Vaticano II, utilizadas para destacar la
importancia del diálogo y de la justa valoración de las religiones no cristianas,
son también muy válidas para expresar las actitudes y motivaciones de la Iglesia
Católica en el contexto actual de la sociedad ecuatoriana.
En nuestro país asistimos –dentro del más amplio fenómeno planetario de
globalización– a momentos de especial interés por la diversidad de
mentalidades, a un intercambio de conocimientos y a la valoración de las
diferentes culturas.
En este contexto histórico, la Iglesia católica3 en el Ecuador, a través de sus
Obispos, quiere ratificar su sincero deseo –inspirado en el Evangelio– de
ofrecer su aporte para que toda esta nueva sensibilidad se encauce hacia una
convivencia civil y política cada vez más sana.
Con tal propósito, además de renovar nuestro compromiso de servir a la sincera
fraternidad entre los ciudadanos, a través de las actividades pastorales
ordinarias, queremos compartir algunos conceptos sobre la laicidad, el Estado
laico y la libertad religiosa. Su adecuado planteamiento reviste no poca
importancia y actualidad para una mejor convivencia que todos los ciudadanos
deseamos, ya sea como fieles católicos, creyentes de diferentes confesiones o no
creyentes.
Constitución dogmática Lumen gentium, n. 1.
Cf. Declaración Nostra Aetate, n. 1.
3 La “Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia
católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él” (Lumen
gentium, n. 8).
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2
La convivencia social y política se basa en una sincera amistad civil
Una convivencia social y política justa y libre se desarrolla con solidez “si se
basa en la amistad civil y en la fraternidad” 4. No se trata de establecer acuerdos
“neutros” y formalidades impersonales, sino de construir sobre vínculos
humanos reales y la valoración positiva de las personas en sus diferentes
dimensiones.
Para ello, en cualquier sociedad –también para la ecuatoriana–, es
imprescindible incluir, entre los niveles de la convivencia social y del aprecio
público, las dimensiones inseparables de la persona individual y de los grupos
humanos, como la religiosa en sus distintos aspectos y manifestaciones. Si se la
marginara, en la práctica, se estaría negando que pueda aportar algo positivo
para la construcción de la convivencia social y política y, también, se daría a
entender que no es digna de estar presente o “visible” en los ámbitos
importantes de la sociedad. Un mensaje como este no favorece, ciertamente, el
fortalecimiento sincero y amistoso de los vínculos sociales, ni el verdadero
aprecio.
Con estas reflexiones, los Obispos del Ecuador no pretendemos defender
intereses particulares, aunque estos pudieran ser legítimos. Lo que queremos,
por fidelidad al Evangelio, es servir al bien integral de las personas, cuya
naturaleza comprende inseparablemente “espíritu, alma y cuerpo” (cf. 1
Tesalonicenses 5, 23), como al bien común de la sociedad, que es garantía del
bien personal, familiar y asociativo5. El sentido y el espíritu de nuestra Carta,
por lo mismo, van más allá de cuestiones circunstanciales, –sean políticas,
jurídicas o administrativas– y tratan cuestiones más de fondo.
1. Laicidad y Estado laico
Superar viejos esquemas ideológicos
Es frecuente la confusión entre laicidad y “laicismo”. El “laicismo” busca la
“total separación entre el Estado y la Iglesia, sin que ésta tenga título alguno
para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los
ciudadanos”. Además, pretende reducir la vida religiosa de los ciudadanos a la
sola esfera privada, sin ninguna manifestación social y pública6. Así piensan aún
muchos; incluso llegan a presentar esta concepción como una conquista dentro
del reconocimiento y la tutela de los derechos humanos.
Este planteamiento “laicista” proviene de una visión “arreligiosa” y “reductiva”
de la vida y del pensamiento, heredera de circunstancias conflictivas del pasado,
que definitivamente deben quedar atrás.
PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 390.
Cf. ibid., n. 61.
6 Cf. S. S. BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes del 56º Congreso Nacional de la Unión
de Juristas Católicos Italianos (9 de diciembre de 2006). En este mismo sentido el Cardenal
Bertone afirma que “es necesario distinguir el laicismo como privatización de lo religioso y
exclusión de la vida pública, de la laicidad, que supone la necesaria separación entre la Iglesia y
el Estado, asumiendo lo religioso como parte de la esfera social” (L’Osservatore Romano 18 de
julio de 2008).
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El tema de la “laicidad” no puede seguir considerándose, como era frecuente en
el siglo XIX, en términos de “relaciones de poder” entre instituciones (IglesiaEstado). Las circunstancias históricas y las sociedades han cambiado. El día de
hoy, a motivo del pluralismo cultural y de los intensos intercambios, es
necesario proteger y favorecer positivamente la expresión de todas las riquezas
auténticamente humanas.
El Papa Francisco señala que “ya no se puede decir que la religión debe recluirse
en el ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo” 7. No
es legítimo entonces “relegar la religión a la intimidad secreta de las personas,
sin influencia alguna en la vida social y nacional”, sin que los creyentes puedan
preocuparse por la salud de las instituciones de la sociedad civil, u opinar sobre
los acontecimientos que afectan a los ciudadanos8.
En este sentido, destacamos como muy positivo que nuestra Constitución
política señale “el derecho a practicar, conservar, cambiar, profesar en público o
en privado, su religión o sus creencias, y a difundirlas individual o
colectivamente, con las restricciones que impone el respeto a los derechos”;
como también que “el Estado protegerá la práctica religiosa voluntaria, así
como la expresión de quienes no profesan religión alguna, y favorecerá un
ambiente de pluralidad y tolerancia9.
No se habla de “permitir” o “tolerar” puramente en el ámbito privado, sino que
se reconoce a la expresión y propuesta religiosa –sea esta individual o colectiva,
pública o privada– como un “derecho” que el Estado “garantiza” y “protege” y,
además, que “favorece” un ambiente propicio para el ejercicio de este derecho.
Sería muy positivo sacar todas las implicaciones y consecuencias sociales,
culturales, educativas y tributarias de este derecho constitucional, tanto
respecto de la legislación secundaria, como en relación con las actitudes
personales de funcionarios públicos y de los ciudadanos.
Nos satisface el claro reconocimiento constitucional de este “derecho de
libertad”. Su tenor responde en gran medida a lo que el Concilio Vaticano II
había propuesto, en su documento sobre la libertad religiosa, como deber y
responsabilidad propia del poder público: “es esencialmente obligación de todo
poder civil proteger y promover los derechos inviolables del hombre, debe
asumir con eficacia, mediante leyes justas y otros mecanismos adecuados, la
tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos y crear condiciones
propicias para fomentar la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan
realmente ejercer sus derechos y cumplir las obligaciones de su religión”10.
El mismo documento conciliar subraya la importancia de traducir estos
principios generales en derechos y garantías concretas, como “el derecho de los
padres a elegir con verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación,
sin imponerles ni directa ni indirectamente cargas injustas por esta libertad de
elección”, la garantía de que no se obligará “a los hijos a asistir a lecciones
Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 182.
Cf. Ibid., n.183.
9 Art. 66 § 8.
10 Declaración Dignitatis humanae, n. 6).
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escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres”, ni que se
les impondrá “un sistema único de educación del que excluya totalmente la
formación religiosa”11.
Con un concepto positivo de laicidad, en cuanto principio que garantiza y
favorece toda expresión y contribución religiosa legítima, se supera la
concepción negativa que propicia la ausencia de lo religioso en el mayor número
posible de espacios de la sociedad, a no ser que estos fueran estrictamente
privados.
Hacia un concepto positivo de laicidad y de Estado laico
Un concepto verdaderamente positivo y libre de presupuestos ideológicos sobre
la laicidad y el Estado laico es indispensable para dejar de entender a la
religión de manera reductiva, como si fuera solo un mero sentimiento que se
limita al ámbito de lo íntimo. Ninguna religión histórica ha tenido tales
características. La más elemental constatación muestra que todas las religiones
han influido en los diferentes ámbitos de la vida humana: personales, familiares
y comunitarios. Sin esta “nota peculiar” no se da religión alguna.
Estos hechos son avalados por las ciencias de las religiones. Lo cual es
perfectamente lógico, ya que lo propio de la religión es ofrecer un camino de
búsqueda y ser un intento de respuesta a los interrogantes más amplios y
abarcantes de la existencia humana12. Circunscribir, por ello, la dimensión
religiosa al ámbito exclusivamente privado e íntimo, excluyéndola de lo familiar,
lo social, lo educativo y lo cultural no puede ser fruto más que de una
construcción ideológica y ficticia.
Un Estado civilizado y una sociedad madura, por lo tanto, deben respetar, servir
y promocionar a las personas y a los grupos humanos tal como son, con sus
características e instancias legítimas, sin temores injustificados. Sería
inconcebible, comentaba Benedicto XVI, que los creyentes “tengan que suprimir
una parte de sí mismos – su fe – para ser ciudadanos activos”13.
La “laicidad”, en este sentido, no significa exclusión de lo religioso del ámbito
público, cultural o social, en general. Se trata tan sólo de la distinción entre la
esfera política y la esfera religiosa; distinción que es “un valor adquirido y
reconocido por la Iglesia y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado”14.
La Encíclica Deus Caritas est también afirma que “es propio de la estructura
fundamental del cristianismo la distinción entre ‘lo que es del César’ y ‘lo que es
de Dios’ (cf. Mateo 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el
Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades
Ibid., n. 5.
“La Religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución
vital al debate nacional” (S. S. Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Británico, 17 de
septiembre de 2010).
13 S. S. BENEDICTO XVI, Discurso a la Asamblea General de la ONU (18 de abril de 2008).
14 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas
al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n. 6 (24 noviembre de 2002).
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temporales”15.
Desde una exacta concepción, igualmente, Estado laico no significa Estado
“arreligioso” o, peor, antirreligioso, sino tan sólo “aconfesional”, es decir, que no
profesa ninguna confesión religiosa determinada. Por este motivo, “el Estado no
puede imponer la religión, pero sí tiene que garantizar su libertad y la paz entre
los seguidores de las diversas religiones; y la Iglesia, como expresión social de la
fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria
basada en la fe, que el Estado debe respetar”16.
Un principio sano y positivo de laicidad, por consiguiente, implica el respeto de
cualquier confesión religiosa por parte del Estado, el cual debe asegurar el libre
ejercicio de las actividades celebrativas, espirituales, culturales, familiares,
caritativas y educativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad
pluralista, hacia la que nos encaminamos cada vez más, esta laicidad positiva
está llamada a ser “un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones
espirituales y la nación”17.
Derecho de los creyentes a la participación social y política
Si la religión no puede ser limitada exclusivamente a su dimensión espiritual y
cultual, las implicaciones sociales y culturales, con sus necesarias consecuencias
éticas, así como las distintas propuestas políticas de los creyentes, tienen pleno
derecho a que se les reconozca su legítima presencia en el ámbito público, sin
que la inspiración religiosa de sus planteamientos –en mayor o menor medida
que los tuvieren– les reste valor alguno frente a los demás18.
La verdadera laicidad debe “tener en la debida consideración la dimensión
pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes
contribuyan a la construcción del orden social”19. Por consiguiente, quienes, “en
nombre del respeto de la conciencia individual, pretenden ver en el deber moral
de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para
descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de
acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, están cayendo
simplemente en un laicismo intolerante”, lo cual no favorece “el futuro de
ningún proyecto de sociedad ni la concordia entre los pueblos”20.
El campo de la política no tiene por qué ser un espacio religiosamente “neutro”.
¿Por qué debería serlo? La política es el espacio propicio para el encuentro
respetuoso y el diálogo abierto entre las diferentes visiones de la sociedad, –
también las inspiradas en lo religioso– condicionado exclusivamente por el
N. 28 a; “A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios
gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en
todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la
vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida” (Lumen gentium, 31).
16 S. S. BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus Caritas est, n. 28.a (2005).
17 Beato JUAN PABLO II, Discurso al Cuerpo Diplomático (12 de enero de 2004).
18 Cf. Documento de Aparecida, n. 504.
19 S. S. BENEDICTO XVI, Discurso a la Asamblea General de la ONU (18 de abril de 2008).
20 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas
al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n. 6.
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sincero deseo de todos los actores de servir al bien común. Por esta razón “los
fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la
“política”, entendida como la multiforme y variada acción económica, social,
legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el bien común”21.
Los pastores, ha recordado el Papa Francisco, “también tienen derecho a emitir
opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea
evangelizadora implica y exige una promoción integral del ser humano”; pues
“todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la
construcción de un mundo mejor”22.
La responsabilidad de los pastores se refiere a la política en cuanto búsqueda del
bien común en sentido amplio, propia de todos los ciudadanos y de las
instituciones sociales. Este compromiso no puede entenderse como una
injerencia indebida en el ámbito político, de la gestión estatal o de las luchas
partidistas, por parte de las autoridades religiosas.
La misión de los pastores y la de los laicos, por lo que hemos afirmado, son muy
diferentes. Mientras la primera se circunscribe al campo de los principios, los
juicios de valor y las actitudes generales; la segunda implica entrar ya, en
primera persona, en las circunstancias e intereses de las luchas partidistas y de
la gestión de la cosa pública.
Desde esta óptica, es muy saludable el compromiso asumido por la Santa Sede,
en el Modus vivendi firmado con el Ecuador, de renovar “sus órdenes precisas
al clero ecuatoriano a fin de que se mantenga fuera de los partidos y sea extraño
a sus competiciones políticas” (art. 4), y que es un compromiso que se deriva de
la misma ley canónica (cf. Código de Derecho Canónico, c. 285 § 3). Esto, sin
embargo, no afecta para nada “la plena libertad para predicar, exponer y
defender la doctrina y moral católica”, que el mismo Estado ecuatoriano
reconoce a la Iglesia en este acuerdo internacional23.
2. Libertad religiosa
La Iglesia Católica proclama la libertad religiosa
La Iglesia Católica, “fundada en la dignidad misma de la persona humana, tal
como se la conoce por la Palabra revelada de Dios y por la misma razón
natural”, considera que toda persona humana tiene derecho a la libertad
religiosa24.
La libertad religiosa, como lo ha expresado el Concilio Vaticano II, consiste “en
que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de
personas particulares como de grupos sociales y de cualquier poder humano, de
modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su
Beato JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42 (1988).
Exhortación Evangelii Gaudium, nn. 182-183.
23 Cf. Convención adicional, art. 1.
24 Cf. Declaración Dignitatis humanae, n. 2.
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6
conciencia, ni se le impida actuar conforme a ella en privado o en público, solo o
asociado con otros”25.
La libertad religiosa es indispensable para garantizar un Estado de
Derecho
La libertad religiosa no es un “derecho más” entre otros; menos aún, una
“concesión” del Estado a grupos particulares de una sociedad. Es la base más
firme donde los derechos humanos se fundamentan de manera sólida.
La libertad religiosa garantiza, protege y potencia la apertura del ser humano
hacia Dios, que, al ser buscado como Verdad plena y sumo Bien, muestra, de
una manera especial, el valor superior de la persona humana y su dignidad
inviolable. Restringir y limitar lo que da tanto sentido a la vida e indica la
grandeza y profundidad del alma humana, sería claramente imponer una visión
reductiva de la persona.
En efecto, ¿en virtud de qué valor “superior” se podría justificar que se coarte
aquello que ha otorgado la mayor dignidad posible a las personas, como es su
vinculación con el mismo Dios? Si existen “derechos humanos” reconocidos
como inviolables, es porque tenemos conciencia de que existe algo “especial” en
las personas, que les da un valor que nunca se pierde y se debe respetar siempre.
La religión, en sus diversas expresiones históricas, de hecho, ha sido la que
mejor destaca y preserva esta conciencia de la “grandeza” de la persona. Entre
nosotros, concretamente, ha contribuido de forma decisiva a la formación de la
nacionalidad. Por ello, todo intento por limitar la dimensión y la práctica
religiosa de las personas, –o subordinarlas a cuestiones cambiantes– implica
una disminución de la conciencia de su valor y dignidad. Si esto sucediera, se
abre la puerta a irrespetar, por motivos cada vez más secundarios, los derechos
más fundamentales. En cambio, “cuando se reconoce la libertad religiosa la
dignidad de su persona se respeta en su raíz”. El grado de libertad religiosa es
un buen indicador “para verificar el respeto de todos los demás derechos
humanos”26.
El llamado Pacto internacional de derechos civiles y políticos, que firmaron los
Estados miembros de las Naciones Unidas en 1966, también reconoce que “la
libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta
únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias para
proteger la seguridad, el orden, la salud o moral públicos, o los derechos y
libertades fundamentales de los demás” (art. 18 § 3)27, sin otro tipo de
restricciones.
La libertad religiosa, por consiguiente, no es patrimonio exclusivo de los
creyentes, sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es una auténtica
conquista de progreso político y jurídico, y un elemento actualmente
imprescindible para un verdadero Estado de Derecho.
Ibid.
S. S. Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada mundial de la paz 2011, n. 5.
27 Resolución 2200 A (XXI) de la Asamblea General del 16 de diciembre de 1966.
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7
La libertad religiosa exige garantías públicas
La libertad religiosa no se limita a la mera convivencia de ciudadanos que
practican privadamente su religión, al solo ejercicio libre del culto, ni se agota
en la simple dimensión individual. La libertad religiosa se concreta también en
la propia familia -constituida en la unión entre un hombre y una mujer,
generadora de vida-, en la comunidad y en la sociedad, por la propia naturaleza
relacional de las personas y la dimensión social de toda religión.
Los creyentes, en tal virtud, deben contar con la garantía de poder manifestar
públicamente su religión, en los diferentes espacios de la sociedad, de dar
testimonio de lo que creen y de proponerlo a los demás y, por supuesto, de
aportar a la consecución del bien común y del recto orden familiar, social, de
acuerdo con los principios inspirados o derivados de su fe.
La fe cristiana propone un modo integral de vida. No es posible entonces
pretender que los creyentes tengan dos vidas paralelas; por una parte, la vida
“espiritual”, con sus valores y exigencias; y, por otra, la vida “secular” de familia,
del trabajo, de las relaciones sociales, del servicio público, del compromiso
político y de la cultura. “Vivir y actuar políticamente en conformidad con la
propia conciencia no es un acomodarse a posiciones extrañas al compromiso
político o una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los
cristianos para que, a través de la política, se instaure un orden social más justo
y coherente con la dignidad de la persona humana”28.
El Estado y los diferentes miembros de la sociedad, en consecuencia, no sólo
deben “tolerar” la expresión pública de las propuestas sociales inspiradas en la
fe, sino proteger y promoverla. Es así cómo se fortalece el respeto de la
conciencia y la igualdad de los ciudadanos y el reconocimiento de todos los
aspectos de la dimensión religiosa.
El Estado laico, de esta forma, está llamado a servir a los ciudadanos y a la
sociedad de acuerdo con las características propias de ésta, ya sean culturales,
económicas, lingüísticas o religiosas. El Estado, precisamente por ser “Laico”,
no debe poner a sus ciudadanos, cuando estos recurren a él o deban recibir sus
servicios, condiciones religiosas excluyentes, que no hagan justicia a su
idiosincrasia o que desconozcan en la práctica la innegable dimensión social de
la religión.
El Estado laico, en consonancia con lo anterior, debe también destinar parte de
los recursos que administra, –que en último término pertenecen a todos los
ciudadanos– para facilitar que los hijos reciban la educación religiosa y moral
de acuerdo con las convicciones de las familias, sin que éstas deban asumir
ulteriores cargas. Igualmente, debe hacer accesible la atención espiritual de los
creyentes en situaciones y lugares particularmente sensibles a lo religioso
(hospitales, cárceles), ayudar a las misiones católicas para sostener sus servicios
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas
al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n. 6.
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de educación y salud, apoyar la asistencia espiritual de las fuerzas del orden,
entre otras.
Conclusión
La laicidad del Estado está llamada a reconocer, valorar y garantizar la
presencia de la fe cristiana y de las otras confesiones religiosas en el ámbito
familiar, social y cultural. Esta visión positiva de laicidad no excluye, por lo
tanto, las expresiones religiosas de los espacios públicos, como una opción para
favorecer una eventual “neutralidad” religiosa estatal.
La laicidad, en este sentido positivo, debe ser asumida como un valor de suma
importancia en las familias, en los centros educativos, en las instancias públicas,
en las iglesias, en los medios de comunicación y en otros ámbitos, en aras de la
amistad civil y de la colaboración respetuosa entre todos, tan necesarias para la
construcción de un mundo mejor.
La libertad religiosa es un derecho inviolable e irrenunciable del ser humano;
un derecho que redunda en una mayor valoración de la persona, en cuanto
reconoce como lícitas, buenas y dignas de ser compartidas las visiones
religiosas, que esencialmente implican un significado profundo y trascendente
de la vida.
El Estado laico tiene el deber de proteger, garantizar y promover la laicidad y la
libertad religiosa, como instrumentos para fortalecer la democracia y la misma
sociedad, debido a que estas favorecen una mayor participación de la
ciudadanía y ayudan a superar prejuicios ideológicos e injustificadas
limitaciones al interior de la sociedad, en un ambiente de mutua amistad y
colaboración.
Quito, 13 de marzo de 2014
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