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Las metamorfosis de Teresa
· ¿Quién era verdaderamente aquella que murió diciendo: “Al fin, Señor, soy hija
de la Iglesia”? ·
La fuerte personalidad de Teresa afloraba con mucha libertad en la Iglesia de la Contrarreforma: ya las primeras ediciones
de sus obras habían sido purgadas de los pasajes considerados muy osados para una mujer –y no eran pocos–, a fin de
garantizar una ortodoxia perfecta con vistas a su canonización, que fue triunfal. Se celebró en 1622, en compañía de los
grandes santos de la Contrarreforma, su paisano Ignacio de Loyola, y Felipe Neri. Insólitamente había pasado poco tiempo
desde su muerte, en 1582.
Una canonización ejemplar, porque por primera vez la santidad era medida basándose en el ejercicio heroico de las
virtudes, y ya no exclusivamente según las pruebas de capacidad milagrosa. También en este aspecto Teresa fue una
pionera, la primera mujer santificada por sus virtudes.
Teresa también fue la primera en la otra única forma de glorificación que la Iglesia prevé para las mujeres. En efecto, fue
la primera mujer a la que Pablo VI declaró en 1970 doctora de la Iglesia. Es necesario admitir que su personalidad fue tan
fuerte y tan rica que abrió siempre caminos nuevos y se impuso a todos, aunque hayan intentado sofocarla de muchos
modos.
¿Quién era verdaderamente Teresa de Jesús? La respuesta a esta pregunta tiene una historia larga y compleja. Ella misma
contribuyó a esconder parte de su vida, por prudencia, desde el momento que su obra era considerada con sospecha por la
Inquisición. Dijo siempre: “Escribo por obediencia”, transformando esta expresión en una fórmula eficaz de protección,
poniéndola, casi con ironía, al comienzo de cada obra.
Pero, naturalmente, los custodios de la ortodoxia, que pensaban que una mujer solo puede escribir si está autorizada a
hacerlo por un representante del clero, la tomaron en serio. Y esta llegó a ser una praxis habitual, en los siglos sucesivos, y
fue seguida por los confesores de todas las monjas deseosas de narrar sus propias experiencias místicas. Únicamente
podían escribir por obediencia, si se lo pedía su confesor.
La imagen de Teresa que aflora de su canonización y de sus obras oportunamente “purgadas” es, pues, la de una monja
obediente, absolutamente fiel a la cultura de la Contrarreforma cerrada y agresiva con el mundo exterior, que era la que
había predominado. Por tanto, la santa es representada como una enemiga acérrima de los luteranos –de quienes no sabía
casi nada– y de cualquier comportamiento que no estableciera y aceptara la Iglesia.
Pero la descripción que hizo de ella una carmelita que la había conocido personalmente, María de san José, nos permite
captar la fuerza de su personalidad y nos da a entender que su libertad espiritual era visible en su rostro: “La santa era de
estatura media, más grande que pequeña; en su juventud tuvo fama de ser muy hermosa y demostraba haberlo sido en su
ancianidad; su rostro no era en absoluto común, sino extraordinario, y no era ni redondo ni afilado”.
Sin embargo, durante algunos siglos esta imagen fulgurante –esta fuerte personalidad que había afirmado “no diré cosas
que no sepa por experiencia”, separándose así de toda la literatura devocional precedente– fue ofuscada, casi apagada.
Hasta tal punto que se declaró devoto de ella un personaje que, por cierto, no tenía nada que ver con la personalidad de la
santa: Francisco Franco recibió en 1939 una reliquia de Teresa –su brazo–, de la que no se separó nunca, hasta el fin. En
Teresa el caudillo ve a la santa de la raza, es decir, la descendiente de pura sangre española, la que de un modo inflexible
defiende a la Iglesia más tradicional, y la usa políticamente en apoyo de su ideología. En sustancia, Franco constituye la
apoteosis de un proceso de normalización de la santa comenzado con ocasión de su canonización.
Pero la situación recibe una sacudida definitiva en 1946, cuando el diligente erudito Narciso Alonso Cortés encuentra en el
archivo de Valladolid los documentos que prueban, sin sombra de duda, el origen judío de la familia de Teresa. Así, se
sacan a la luz el proceso al abuelo de Teresa, acusado de ser un marrano; su condena a desfilar con el sambenito por la
ciudad de Toledo; su sucesivo traslado a Ávila, ciudad menos importante, en la que este deshonor era menos conocido; y
la compra de un certificado de limpieza de sangre, para hacer olvidar sus orígenes y recuperar el honor de su familia. A
partir de ese momento, también la figura de Teresa es considerada de manera diferente, y vuelve a iluminarse con su
propia luz. Se comienza a leer con otros ojos la respuesta que la santa dio al superior de los carmelitas que la interrogaba
sobre sus antepasados nobles: Teresa habría dicho que le pesaba más “haber cometido un solo pecado venial” que si
hubiera sido descendiente de “los más viles y bajos villanos y conversos de todo el mundo”.
Después de este descubrimiento –a pesar de alguna opinión opuesta–, se revisa y reescribe la biografía de Teresa, y se
encuentra finalmente el lugar para su figura de escritora junto a la de monja mística. Porque Teresa siempre aceptó
censuras y controles sin dejar de escribir, de tomar apuntes, de experimentar géneros literarios menores, que evitaban esos
controles. Jamás dejó de recurrir a la palabra escrita, incluso a través de las cartas, para afrontar los problemas de la Orden,
para denunciar injusticias y para confiar sus estados de ánimo.
Comienza a salir a la luz lo que constituye un nuevo aspecto de interés por parte de los estudiosos: el “feminismo” de
Teresa, el hecho de que sea uno de los primeros ejemplos de “palabra de mujer”. Se descubre que no solo había afrontado
con ironía y conciencia su condición de mujer, sino que también había anticipado lo que sería después uno de los caballos
de batalla de las feministas: la presencia de las mujeres en el Nuevo Testamento. Ante la enésima réplica de la única frase
condenada, la frase de san Pablo que prohíbe a las mujeres hablar en la iglesia y las reduce a la clausura más severa, ella
responde escribiendo: “Diles que no se sigan por una sola parte de la Escritura, que miren otras, y que si podrán por
ventura atarme las manos”.
La atención de las feministas laicas se centró en ella ya en 1943, con motivo de una biografía de la escritora inglesa Vita
Sackville West, muy lejana de una obra hagiográfica, que obtuvo un discreto éxito. En ella las feministas encontraban un
modelo de mujer fuerte y autorizada que, con valentía y resultados positivos, combatía contra las jerarquías masculinas.
La historia de Teresa, pues, se invierte: de modelo de obediencia pasa a ser modelo de afianzamiento de la propia
voluntad, del propio proyecto, en una sociedad como la contemporánea, en la que las mujeres buscan modelos autorizados
y positivos en el pasado. Uno de los textos más importantes entre las obras de esta tendencia es, sin duda alguna, el libro
de Alison Weber Teresa of Avila and the Rethoric of Feminility, publicado en 1996, que investiga todos los instrumentos
que usó la santa para defenderse de las persecuciones sufridas por su condición de mujer que escribe sobre teología.
Pero, seguramente, la autora feminista que más ha contribuido a una lectura contemporánea de Teresa es Julia Kristeva,
semióloga y psicoanalista, que le dedica una larguísima novela-ensayo, Térèse mon amour, publicada en 2008. El libro
narra una relación viva, una especie de lucha cuerpo a cuerpo entre las dos mujeres, la escritora mística y la autora, entre
una creyente apasionada y una atea. Pero para la famosa intelectual la fascinación de Teresa también reside en su fe: “El
infinito está en ella y en todas la cosas”, escribe, considerándola una terapeuta de las almas, capaz de conectar cuerpo y
alma, cultura y naturaleza, materia y representación. Kristeva reconoce en Teresa “una premonición de Freud” en cuanto
experta “en el espacio interior del sentimiento amoroso”.
Sin embargo, estas lecturas recientes, que sin duda alguna liberan a la santa del modelo constrictivo en el que había sido
encerrada, olvidan a menudo que se trata de una mujer apasionadamente unida a Dios, que muere diciendo: “Al fin, Señor,
soy hija de la Iglesia”.
Y algunas veces se tiene la impresión de que se pasa de un exceso a otro. ¿Cuándo se conocerá a la verdadera Teresa?
Por Lucetta Scaraffia
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