DISCURSO AL RECIBIR EL PREMIO STALIN DE LA PAZ. MÉXICO, D. F., 26 DE FEBRERO DE 1956 C. presidente del Movimiento Mexicano por la Paz; señoras y señores: Agradezco cordialmente al Honorable Comité Internacional de los Premios por la Paz, la distinción que recibo al otorgárseme el Premio Stalin, porque considero que con él se exalta la convicción que abrigamos los mexicanos por la causa de una paz orgánica, en que todos los pueblos puedan vivir dentro de normas de justicia y de seguridad social, y porque nadie pueda eludir su responsabilidad de contribuir a cultivar la amistad entre las naciones. En la hora presente no hay un solo pueblo que no desee la paz y no se esfuerce por consolidarla. Los mexicanos recordamos que las tradiciones pacifistas de la patria son tan antiguas como el nacimiento de nuestra comunidad nacional; que México en ningún caso y por ningún motivo ha participado en una guerra injusta; que las luchas armadas en las que nos hemos visto obligados a contender, se han librado sólo por ideales de redención social o de defensa de nuestra soberanía, y que nuestra amistad se ha extendido siempre a todos los países. Es así que los mexicanos partidarios de la paz aboguemos porque los conflictos entre los estados se resuelvan por medios pacíficos. El ambiente de inseguridad creado por los partidarios de la violencia, es un obstáculo que debe removerse con firmeza y mostrar al hombre de todas las latitudes que el arreglo amistoso entre los pueblos es más perdurable que el triunfo ilusorio de la guerra. Afortunadamente el esfuerzo de los pueblos no ha sido estéril. El hecho de que las grandes potencias hayan buscado un acuerdo en la reunión de Ginebra, demuestra que cuando existe el propósito de entender a fondo diferentes criterios, siempre se obtiene un saldo positivo y ventajoso, que en este caso ha resultado trascendente porque ha producido optimismo en el seno de todos los países de que hay propósitos efectivos de asegurar la paz. Durante los últimos meses se han visto delegaciones culturales y económicas, provenientes de dos grandes países —nuestro vecino del norte y la Unión Soviética—, fraternizar y superar el recelo para cambiar experiencias y establecer la amistad. Celebramos que así haya ocurrido, porque la humanidad tiene frente a sí el dilema dramático de su aniquilamiento con el empleo destructivo que puede darse a la energía atómica, o su utilización para desterrar la miseria y la opresión que agobian a considerables sectores humanos y detienen el desarrollo y progreso de los países. Durante la pasada guerra, pueblos de diversos regímenes políticos se aliaron para combatir al nazifascismo, y es de esperar lleguen hoy a establecer la misma amistad de entonces, y más cuando existen imperativos que deben inducir a los responsables a entenderse para eliminar la amenaza de una tercera y más desastrosa conflagración mundial. Se ha reincidido en el error histórico de rehabilitar el espíritu militarista, con menosprecio de los grandes valores morales de los pueblos que tienen plena capacidad para gobernarse por sí mismos y progresar pacíficamente. La especulación que han venido sufriendo los pueblos con la llamada guerra fría ha hecho víctimas a países pequeños, hiriendo su soberanía y sosteniendo dictaduras que se entronizan y que niegan las libertades esenciales de la persona. Dictaduras que emplean procedimientos represivos contra el ejercicio lícito de los derechos inalienables que amparan las constituciones populares y que, a pesar de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, las maniobras persecutorias llegan hasta poner fuera de la ley a librepensadores que denuncian ante la conciencia pública los dogmas y abusos del poder que oprimen a los pueblos. La falta de respeto a las normas democráticas, constituye el germen de la desconfianza y de las pugnas que han impedido alcanzar la seguridad y la cooperación entre todas las naciones. No basta suscribir en declaraciones y cartas los compromisos de paz, si no se les vitaliza con el respeto a las libertades del individuo, la independencia de las naciones, la seguridad de los gobiernos populares, y la cooperación técnica, cultural y económica de las instituciones internacionales, que ayuden a resolver las desigualdades económicas y sociales del mundo en que vivimos. La noción de la paz tiene un contenido positivo porque está vinculada a los ideales supremos del pueblo. El más grave mal no es precisamente la guerra, sino la injusticia en todas sus formas. Por ello, la abolición de la guerra requiere, ante todo, un nuevo concepto impregnado del más noble sentido social y humano, que haga posible consolidar la paz en todos los países. La propaganda que se hace en contra de los mexicanos partidarios de la paz, es tendenciosa. Nuestra conducta se identifica con los millones de hombres y mujeres de todos los continentes que, sin distinción de credos, trabajan unidos por la paz universal. Ante tal propaganda está la actitud de quienes probaron en su tiempo, sorteando las suspicacias de unos y otros, su profundo respeto a la vida humana al aplicar la doctrina del derecho de asilo, sin distingo alguno, dando albergue en nuestro suelo a todos los perseguidos políticos. También pensamos en la gran autoridad moral de México y en los fieles a la trayectoria histórica de la patria que convocaron a los pueblos del planeta a preservar la paz ante la inminencia de la segunda guerra mundial; los que levantaron su voz para condenar, sin excepción, el uso de la fuerza en la resolución de los conflictos suscitados entre los estados. Los mexicanos partidarios de la paz, reiteramos nuestro propósito de continuar luchando por mantener la solidaridad por una pacífica convivencia universal. Distinguido señor y amigo Gregory Alexandrov: Rogamos a usted llevar nuestro caluroso saludo a los ciudadanos que integran el Comité Internacional de los Premios por la Paz, y acepten usted y su distinguida esposa nuestros votos por la prosperidad de su patria y su bienestar personal.