PAZ CON LOS PARAS: ¿PARA QUÉ

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PAZ CON LOS PARAS: ¿PARA QUÉ?
Daniel García-Peña Jaramillo
Daniel García-Peña Jaramillo. Ex - Alto Comisionado de Paz, Director de Planeta Paz y
profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia.
Este artículo es una versión extendida de la columna «Para... ¿qué?», El Espectador, 26
de enero del 2003, p. 21A.
Sin duda, el ingrediente más novedoso de la política de paz de la actual administración es
la negociación con las autodefensas, rompiendo la línea mantenida por todos los
gobiernos desde que el del presidente Barco las declaró ilegales en 19891.
Cambia radicalmente el marco de análisis conceptual: siempre se pensó que la
desmovilización de los paras sería un resultado de la paz con la insurgencia, posterior o
simultáneo, ya que ellos mismos decían ser consecuencia de la guerrilla. Hoy estamos
ante la posibilidad no sólo de que primero se desmovilicen las autodefensas, sino además
sin mayores perspectivas de negociaciones de paz con la insurgencia a corto o mediano
plazo.
Además, hasta ahora, si bien el paramilitarismo había sido tema de agenda en
negociaciones anteriores con la guerrilla 2, éste nunca se había reconocido como actor
independiente del proceso de paz. Todo lo contrario: uno de los acuerdos básicos a los
que llegaron Pastrana y Marulanda para dar inicio a la experiencia del Caguán en 1998
fue que el Estado asumió el desmantelamiento del paramilitarismo como una
responsabilidad unilateral.
Tampoco existen en el ámbito internacional muchas experiencias de desmovilizaciones de
fuerzas paramilitares, y mucho menos previas al fin del conflicto armado, ya que
regularmente se realizan en el posconflicto3.
De todas maneras, a pesar de los muchísimos interrogantes que suscita esta experiencia
sui generis, la posibilidad de negociar la desmovilización de las autodefensas, quitando de
por medio a uno de los actores más violentos del conflicto armado colombiano, podría ser
bienvenida.
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Sin embargo, se necesita comprender que el paramilitarismo en el país no nació con las
Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ni se limita a su aparato armado. Forma parte
de una vieja tradición de las élites nacionales de acallar a sus opositores mediante el uso
de la fuerza, como ocurrió con los pájaros de los años de la Violencia, para no ir más
atrás. Tiene sostenes doctrinarios con raíces en la Guerra Fría. Cuenta también con
importantes apoyos en las estructuras del poder, tanto en lo militar, como en lo económico
y lo político.
Por ello, el asunto de fondo no es la desmovilización de las AUC, sino el desmonte del
paramilitarismo como fenómeno histórico y estructural. Aquí cabe preguntar: ¿la paz con
los paramilitares para qué?
Una cosa sería un proceso que fuera al fondo, revelara el grado de responsabilidad
estatal, desmontara las estructuras de apoyo y esclareciera los crímenes atroces. Es
decir, una verdadera «desparamilitarización».
Otra muy distinta sería un proceso que sólo tratara de desmovilización y reinserción, que
encubriera y dejara intactas las redes de apoyo y se basara en la impunidad total para las
atrocidades cometidas.
Lo primero legitimaría y fortalecería al Estado, pero sobre todo le abonaría terreno a la
posibilidad de paz con la guerrilla.
Lo segundo sólo serviría para profundizar y prolongar la guerra, y alejar la opción de la
paz dialogada.
El presidente Uribe, más que cualquier mandatario en la historia reciente del país, tiene
las herramientas necesarias para emprender lo primero y hacer una contribución histórica
a la paz de Colombia. Sus políticas de seguridad, a pesar de las muchas dudas que
despiertan entre las organizaciones de Derechos Humanos, aún tienen amplio apoyo
popular y además les arrebató a las autodefensas las banderas de rechazo a la guerrilla.
Tiene el amplio respaldo de Estados Unidos y de la comunidad internacional. Las fuerzas
armadas gozan de una mayor credibilidad y han empezado a romper lazos con los paras,
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como lo reconoce Human Rights Watch en su informe mundial de 2003, al señalar que el
año pasado hubo más combates con las autodefensas y se hizo un mayor número de
arrestos de sus miembros que en los años anteriores. Por esta razón, el Estado se
encuentra en mejores condiciones que nunca para recuperar el monopolio de la
contrainsurgencia, dejando atrás, de manera tajante y transparente, las prácticas
criminales del paramilitarismo.
Pero para lograr un verdadero desmonte del paramilitarismo, Uribe tiene que tomarse
varios tragos amargos. Debe estar dispuesto a asumir un proceso serio, profundo y
transparente de investigación y esclarecimiento del grado de responsabilidad estatal en el
fenómeno paramilitar.
Sin duda, de esas decisiones difíciles saldría fortalecida la legitimidad democrática del
Estado colombiano en el país y en el exterior, así como su capacidad de combatir a las
guerrillas dentro de la ley y la normatividad internacional con mayor efectividad y apoyo.
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Todo proceso de paz en el mundo ha tenido que enfrentar el dilema entre justicia y
verdad, por un lado, y perdón y olvido, por otro. Cada uno ha definido su propio equilibrio
y encontrado su propio modelo para tramitarlo.
Tarde o temprano, tendremos que definir los nuestros. A pesar de que en otros casos
dichos asuntos sólo aparecen en el posconflicto, Colombia no es un caso usual. Creo que
nos llegó la hora de pensar en una comisión de la verdad a la colombiana.
Es muy difícil creer que todos los que han cometido crímenes en nuestra larga y confusa
guerra serán llevados ante la justicia. Pero es también inaceptable que queden todos en
la impunidad.
Las «comisiones de la verdad» en el Cono Sur, en El Salvador y Guatemala, pasando por
los tribunales especiales de Ruanda y la antigua Yugoslavia, entre otros, nos dan un
amplio menú de posibles mecanismos y de experiencias muy ricas, tanto de éxitos como
de fracasos.
No obstante, todos coinciden en reconocer que la verdad es elemento fundamental para
lograr la reconciliación.
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Quizás el modelo que más ilustra esta idea es el de Sudáfrica: quien se confesó de
manera veraz, pública y completa, revelando nombres de mandos y cómplices, fue
indultado; pero a quienes encubrieron o se les comprobó algún delito no confesado, les
cayó todo el peso de la ley y perdieron toda posibilidad de indulto. Sin ser perfecta,
muchos coinciden en que es una de las experiencias internacionales de paz que lograron
los mayores índices de reconciliación nacional.
A pesar de los contextos tan distintos y reconociendo que se requiere una administración
de justicia moderna y efectiva para que el Estado ejerza la capacidad coercitiva que
conduzca a una mayor disposición de colaborar voluntariamente, esa experiencia nos
puede dar muchos elementos para el caso nuestro.
Con los paras, se trata de grupos que han sido acusados de cometer graves infracciones
al Derecho Internacional Humanitario (DIH), de haber utilizado motosierras y jugado fútbol
con las cabezas de sus víctimas y cometido magnicidios, entre éstos los de varios
candidatos presidenciales. Los familiares de las víctimas y el país tienen el derecho de
saber si estas atrocidades sucedieron y quiénes fueron los responsables, o si fueron sólo
calumnias. Además, las víctimas y sus familiares tienen derecho a la reparación.
Por ello, primero que todo, es necesario establecer la verdad y las responsabilidades. Una
vez hecho eso, amnistías e indultos tienen otro sentido: perdón con verdad equivale a
reconciliación, mientras perdón sin verdad garantiza impunidad.
Igualmente, es muy importante tener en cuenta que los criterios para medir el perdón de
las autodefensas serán los mismos que deben regir en un futuro con la insurgencia. Esto
es clave, ya que en el país se observa que quienes piden cero tolerancia para la guerrilla
son los mismos que hoy propugnan la impunidad para las autodefensas, mientras que los
que exigen que la ley sea implacable con los paras suelen ser los más laxos con la
insurgencia. Pero también, en particular, porque desde la masacre de La Chinita, hace ya
casi diez años, pasando por los excursionistas del Puracé, las matanzas de Machuca y
Bojayá, la masacre de San Carlos, hasta llegar a las bombas de El Nogal y Nieva, las
prácticas de las guerrillas se parecen cada vez más a las de los paras, desconociendo la
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ética de los combatientes, si bien continúan adelantando aproximadamente 1.400
operaciones típicamente militares al año, comparadas con 200 de los paras.
*****
Y así como el dilema político es complicado, el marco jurídico resulta también complejo.
En el plano nacional, el gobierno ha venido allanando el camino legal para un eventual
proceso de negociación con las autodefensas. Reformó la Ley 418 a finales del año
pasado para que ya no sea necesario otorgar el reconocimiento político como
precondición para poder negociar con un grupo armado. Con el Decreto 128 de 2003 se
extendieron los beneficios jurídicos de la reinserción a los miembros de las autodefensas
que decidan desmovilizarse. De ser aprobado el referendo, quedaría la puerta abierta
para que se les asignen curules en el Congreso, que se agregarían a los que ellos
mismos dicen ya tener.
No obstante, aún hay muchos interrogantes pendientes. La Constitución prevé solamente
conceder amnistías o indultos generales «por delitos políticos» 4. Esto introduce un
debate, de por sí complejo, sobre los alcances de ese concepto, especialmente en
relación con los crímenes atroces y graves infracciones al DIH, al igual que con otro tipo
de delitos como el narcotráfico.
Al respecto, en el ámbito global, aunque el derecho internacional y sus instrumentos se
han venido desarrollando y precisando en muchos aspectos, aún adolecen de muchos
vacíos y ambigüedades.
Por un lado, el Protocolo II, que establece la normatividad para la aplicación del DIH en
los conflictos de carácter interno, dice: «A la cesación de las hostilidades, las autoridades
en el poder procurarán conceder la amnistía más amplia posible a las personas que
hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentren privadas de libertad,
internadas o detenidas por motivos relacionados con el conflicto armados».5
A su vez el Estatuto de Roma, al amparo del cual la Corte Penal Internacional (CPI)
apenas inicia labores, representa un avance significativo en el sistema internacional de los
Derechos Humanos y el DIH.
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En su artículo 5º, se define que la CPI tendrá competencia sobre cuatro tipos de
crímenes: de genocidio, de lesa humanidad, de guerra y de agresión. Muchos en el país
han especulado que al haber invocado la disposición de transición que establece el
artículo 124, el gobierno pasado, avalado por el actual, aplazó la entrada en vigencia del
CPI en Colombia por siete años. Sin embargo, dicho artículo sólo hace referencia a los
crímenes de guerra y no a los otros tres. Y uno de ellos, los crímenes de lesa humanidad,
tienen mucha pertinencia en Colombia, ya que incluyen varios tipos de acciones
infortunadamente comunes en nuestro conflicto, tales como el asesinato generalizado o
sistemático contra la población civil, la deportación o traslado forzoso de población, la
tortura, la violencia sexual, la desaparición forzada de personas y la privación grave de la
libertad física, entre otras6.
Todas estas conductas que se hayan cometido en Colombia desde que entró en vigencia
el Estatuto, es decir, el 1º de noviembre del 2002, están bajo la jurisdicción y competencia
de la CPI en el caso de no ser juzgadas por la justicia colombiana, ya que se trata de un
sistema complementario y subsidiario al orden jurídico interno.
Este mapa complejo de la normatividad nacional e internacional no hace que un proceso
de paz en Colombia, al igual que las respectivas decisiones que queramos tomar en
relación con los asuntos de justicia-verdad y perdón-olvido, sea imposible de llevar a
cabo, pero sí que debe estar enmarcado en esa nueva realidad jurídica.
Además, una comisión de la verdad a la colombiana para el caso de los paras ha de tener
un ingrediente adicional y especial: debe esclarecer el grado de responsabilidad estatal en
la creación, respaldo y encubrimiento del fenómeno del paramilitarismo.
Las autodefensas siempre han dicho que son entes autónomos e independientes del
Estado; la guerrilla dice que son parte de una política de terrorismo de Estado; los más
moderados usualmente hablan de «casos aislados». El país y el mundo también tienen
que saber la verdad sobre esos vínculos y los niveles de apoyo.
Por último, aunque todos quisiéramos saber quién mató a Gaitán, a Uribe Uribe y hasta al
mariscal Sucre — sería lo mejor para el país—, lo cierto es que habrá que pensar en
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poner una fecha con el fin de que la comisión de la verdad abarque un período
suficientemente amplio para que realmente sea útil al proceso de reconciliación, pero lo
suficientemente corto para que sea realista abarcarlo. Quizá por ser 1989 la fecha en que
fueron declaradas ilegales las autodefensas, podría ser una posibilidad.
Aunque algo de esta magnitud nunca se ha hecho en el país, y seguramente tampoco en
muchas partes, hay interesantes antecedentes que pueden ser útiles como referencias
parciales. La primera gran obra de la violentología colombiana, La Violencia en Colombia
(1962) de Guzmán, Fals Borda y Umaña, aunque distinta en carácter y contexto, fue muy
importante para digerir la tragedia de los años cuarenta y cincuenta. La investigación
realizada por la comisión mixta, compuesta por organismos de control y ONG, en el caso
de Trujillo llevó al histórico reconocimiento de responsabilidad estatal por parte del
gobierno del presidente Samper.
De hecho, el Estado tiene hoy una excelente oportunidad a la mano para avanzar em el
tema de la verdad, justicia y reparación, ya que se encuentra en medio de un proceso de
arreglo con las víctimas de la Unión Patriótica ante la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, la mayoría de las cuales son víctimas de los paras con los que se
inician conversaciones.
De todas maneras, es importante reconocer que por deseable que sea una comisión de la
verdad en estos momentos en Colombia, lo cierto es que no hay condiciones políticas
muy favorables para ella. Es probable que ni el Estado ni las AUC vayan a estar
interesados en introducir el tema en la mesa. Por ello, sólo una fuerte presión desde la
sociedad civil nacional y, sobre todo, desde la comunidad internacional, puede introducir
este elemento fundamental.
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Apenas se inicia el proceso y hay más preguntas que respuestas.
Algunas son básicas: ¿con quiénes se está negociando? De entrada se dijo que no
estaban algunos frentes claves, como el Bloque Metro, que opera en Medellín; luego, que
otros se habían marginado, como el Bloque Élmer Cárdenas, que tiene presencia en la
zona fronteriza con Panamá. Más allá de las complicaciones propias de tener unos
adentro y otros por fuera del proceso, cabe el interrogante sobre si los que están
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pensando en desmovilizarse son los que consideran que ya han logrado cierto grado de
consolidación en sus regiones, mientras quienes están en medio de fuertes disputas
territoriales se quedarán con sus armas para seguir actuando.
Otra pregunta clave tiene que ver con cómo y con quién remplazar a las autodefensas en
las zonas bajo su control, en medio de un conflicto que continúa. La historia colombiana
no es buena al respecto: con la desmovilización del M-19, las zonas de su influencia en el
Cauca fueron ocupadas por las Farc, así como las áreas de influencia del EPL en Urabá
pasaron primero a las Farc y luego a las autodefensas. Algunos han especulado sobre la
posibilidad de que por medio de los soldados campesinos y la red de informantes el
Estado sea capaz de «llenar el vacío», pero eso tiene tanto de ancho como de largo. Por
otro lado, es improbable que la guerrilla se quede quieta, como ya lo han demostrado las
Farc en varias ocasiones al incursionar en territorios que los paras ya supuestamente
habían «pacificado». Así como las autodefensas fueron el dolor de cabeza para las partes
en el Caguán, nada raro que las Farc sean un obstáculo mayor en la mesa con los paras.
Pero la cuestión de fondo en relación con el control territorial es si es posible sin guerra
sucia; y si no, quién la hará si los paras dejan las armas.
Otro grupo de preguntas muy delicadas tiene que ver con el tema del narcotráfico y la
estrecha relación que históricamente ha tenido con el fenómeno paramilitar. A pesar de
los esfuerzos recientes por «depurar» a las AUC de los elementos narco, lo cierto es que
eso es más fácil decirlo que hacerlo. Según la DEA, la mayor parte de envíos de drogas
ilícitas que salen de Colombia se hacen desde el norte del país, es decir, las zonas de
mayor influencia de los paras. El pedido de extradición por narcotráfico a Carlos Castaño
es una muestra más de que para los gringos no cabe eso de que «antes fuimos narcos,
pero ya no». En caso de que los paras dejen realmente el narcotráfico, ¿quién se
encargaría del negocio en sus zonas? ¿Hasta qué punto tolerará Estados Unidos el hecho
de que ciertos narcos logren limpiar su pasado haciéndose pasar por autodefensas?
Esto nos lleva a otro de los grandes interrogantes: el papel que cumple Estados Unidos.
Durante los años de la Guerra Fría, Estados Unidos promovió abiertamente la creación de
grupos de civiles armados en América Latina y el mundo como parte de su política
contrainsurgente. Pero en la última década, el término «paramilitar» empezó a coger otro
sentido, ya que fueron éstos los grupos que tuvieron que enfrentar y desarmar en Haití;
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los que cometieron la mayor parte de las masacres en Ruanda, Bosnia y Kosovo; los que
presentaron los mayores obstáculos en el proceso de paz de Irlanda del Norte, y los que
cometieron el atentado en Oklahoma, estos últimos de su propia nacionalidad. Por ello el
11 de septiembre de 2001, antes de los ataques terroristas, Collin Powell venía a Bogotá
a anunciar la inclusión de las AUC, al lado de las Farc y el ELN, en la lista de
organizaciones terroristas.
Sin embargo, la política de Estados Unidos no es homogénea y el proceso de toma de
decisiones, en el que participan muchas agencias distintas e intereses encontrados,
resulta complejo. La DEA, por ejemplo, según los informes de prensa, parece más
interesada en que se entreguen los narcos a cualquier precio con tal de poder mostrar
«resultados» en su estúpida guerra contra las drogas, mientras el Departamento de
Estado está empeñado en tratar a todos los terroristas por igual. Para no hablar de los
miembros de la oposición demócrata en el Congreso, que por derrotados que estén,
siguen, al lado de las ONG de derechos humanos, teniendo mucho peso. De todas
maneras, por enredado que sea su proceso interno, no cabe duda de que si hay un actor
que puede incidir de manera decisiva en el proceso con las autodefensas, ese es Estados
Unidos.
Pero las preguntas más importantes tienen que ver con en el gobierno colombiano.
Preocupan las palabras recientes del Superministro, que hasta el momento no se ha
retractado, según las cuales lo que se busca es perdón y olvido, sin mención alguna de
verdad o justicia. Esto es particularmente grave en un contexto nacional en el que se
afianza una corriente política de derecha y con unas AUC que han demostrado saber
hacer política mucho mejor que la guerrilla.
También preocupa que aún no se conozca la agenda. Si bien todos entendemos la
importancia de la discreción en detalles, particularmente en esos primeros contactos, un
proceso tan importante requiere gran transparencia, más elementos de análisis y un
amplio debate nacional e internacional.
*****
Estamos, entonces, ante una nueva etapa en la guerra y la paz en Colombia.
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Hemos intentado argumentar que una verdadera «desparamilitarización» es posible,
aunque difícil, y que ésta acercaría la posibilidad de una paz integral con la insurgencia.
Pero también hay que advertir que un proceso de «tape-tape», que legalice estos grupos
sin esclarecimiento alguno y desconozca su complejidad histórica y estructural —como
infortunadamente parece ser el deseo de muchos hasta ahora—, une a las guerrillas,
profundiza la guerra y prolonga el desangre nacional.
1
Las autodefensas campesinas existieron como entidades legales desde 1964 hasta 1989.
2
Entre otras, en la agenda de Caracas, acordada en junio de 1991 entre el gobierno del presidente Gaviria
y la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar.
3
Quizás el caso de los contras nicaragüenses puede tener ciertos paralelos, por haber sido una fuerza de
derecho; sin embargo, más que una «contrainsurgencia», se trataba de una «insurgencia» apoyada desde
afuera por Estados Unidos contra el Estado sandinista.
4
Artículo 150, numeral 17; artículo 201, numeral 2.
5
Artículo 6, numeral 5.
6
El artículo 7, numeral 1, dice: «Se entenderá por “crimen de lesa humanidad” cualquiera de los actos
siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil
y con conocimiento de dicho ataque: a) asesinato; b) exterminio; c) esclavitud; d) deportación o traslado
forzoso de población; e) encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas
fundamentales del derecho internacional; f) tortura; g) violación, esclavitud sexual, prostitución forzada,
embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad
comparable; h) persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos,
raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo 3, u otros motivos
universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, en conexión con
cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cualquier crimen de la competencia de la Corte; i)
desaparición forzada de personas; j) el crimen de apartheid; k) otros actos inhumanos de carácter similar
que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la
salud mental o física».
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