Pastoral de las enfermedades infectocontagiosas desde el punto de

Anuncio
Pastoral de las enfermedades infectocontagiosas desde el punto de vista Personal : Oración
Proposición
Un proverbio antiguo dice: “La necesidad nos enseña a orar”. ¿Es apto y verdadero? Algunos en la
necesidad aprenden a orar, otros en cambio a maldecir. En algunos contextos culturales, la idea de
fondo parece ser una realidad de sufrimiento que es causa de una maldición o de un infortunio de la
vida, o también un tentativo de “hacer cambiar la idea” a Dios, poniéndose al servicio de los
propios deseos. Reaccionando a tales actitudes se desearía, al contrario, para considerar la forma
correcta, sobre el plan humano y cristiano, soportar en silencio el dolor, ocultándolo al máximo,
para mostrar a los demás solo la parte alegre de la vida, absolutamente para aceptar el sufrimiento
como prueba de Dios por el propio camino personal de fe.
La oración en el sufrimiento provoca entonces problemas particulares, que buscamos afrontar, es la
conclusión de lo que compartimos en la XXI Conferencia Internacional. Comprendamos que, en
particular, el sufrimiento de las personas afectadas por enfermedades infectocontagiosas, no mira
solamente el dolor físico, si no que abarca la pena, la angustia, la desesperación, la valoración
personal, el aislamiento, la perdida espiritual, los sentidos de culpabilidad, por poco es
un
difundirse del virus que “infecta” progresivamente el ser mismo y la identidad personal.
El sufrimiento constituye, por tanto, una tonalidad de fondo para cada una de nuestras oraciones. Y
la petición de "orar siempre, intensamente ", (cf. 1 Ts 5, 17), puede ser expresada con fuerza
verdadera que une, sólo si se intenta dar una respuesta al como sea posible orar aunque cuando se
sufre a causa de una enfermedades infectocontagiosas, sin evitar el dolor y sin querer cambiar la
voluntad de Dios.
Enfermedad y Oración
La raíz etimológica une la oración y la fragilidad.
La persona afectada de una enfermedad
infectocontagiosas advierte de modo trágico toda la fragilidad del su existir, su ser sometido por
fuerzas que lo dominan. El descubrimiento de amenazas que atentan al propio cuerpo, revela una
situación en la cual el puede coger, en si mismo, una apertura a la trascendencia, un oración, que
tiene un "Otro" como destinatario sea de súplicas que de ofensa, de invocaciones o de blasfemias.
Para el Cristiano la oración es la búsqueda de una integración entre la completa existencia,
comprendiendo todas las situaciones posibles, entre aquellas también la enfermedad, y Dios
revelado en Jesús Cristo. El esfuerzo espiritual de la oración, en la enfermedad, es lograr componer
el rostro de Dios con un acontecimiento perturbador y contradictorio como el relevarse de un mal,
que supone la pena por el culparse y la marginación por el miedo de contagio.
Si la oración es la elocuencia de la fe, la enfermedad infectocontagiosa, que pone en crisis la
integridad psicofísica del hombre, también constituye una prueba de la fe, de la imagen de Dios que
el enfermo cultiva. La debilidad de la persona enferma señala el principio de un camino entre fe y
vida, para rehacer la unidad dividida entre la misma experiencia personal y la imagen de Dios.
Del clamor a la alabanza
La persona con enfermedad infectocontagiosa se encuentra en un estado de gran postración, exterior
e interior, que puede suscitar un sentido de abandono y aislamiento de parte de Dios y no sólo del
entorno cultural y social que lo circunda. La oración es la expresión de un clamor en que se
denuncia éste estado de abandono, una invocación que se considera efectivamente escuchada por
Dios. A veces este tipo de enfermedad endurece, hace mal, aísla, trae una grande desconfianza
hacia la vida y las demás personas; muestra lo negativo, el surgir de una condición en cual no es
posible vivir, ni de buscar a Dios, la oración se convierte en la expresión de la confianza y voluntad
de vivir, que la persona enferma cuida dentro de si.
Si quisiéramos condensar las aptitudes
fundamentales del hombre con enfermedad infectocontagiosa que ora, haciéndose ayudar de la
tradición bíblica del breviario, podríamos definirlas así: la actitud del clamor y la actitud de la
alabanza. Son dos momentos de la experiencia directa que el hombre hace del diálogo y de la
relación con Dios. Muchos son los modos para traducir estas actitudes fundamentales en el lenguaje
corriente. Hablamos, por ejemplo, de oración de petición de acción de gracias, oración de petición
y de acción de gracias.
El clamor es el grito del hombre que deja escapar el aliento vital, perdiendo el vivir en el sentido
específico, cualitativo: la salud, el proyecto de vida, la capacidad de amar, la dignidad. El hombre,
sintiendo que alguna parte de si no anda bien, por medio de la enfermedad, la soledad, el
sufrimiento moral, el abandono, el miedo al futuro, llama a Dios de la vida, se lamenta con Dios
dueño de la vida: Dios aparece muy lejos de el y el lo invoca, intensamente. Jesús sobre la cruz se
ha expresado en la misma manera: "Dios mío, Dios mí , ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27,
46).
El clamor se convierte en la fuerza, en el intento del hombre de llegar a Dios de la vida, aquella
presencia que siente venir menos en las experiencias dolorosas. Expresa el deseo de vivir, la
aspiración a recibir del Dios de la vida, una motivación para existir. Se trata de la oración del
sufrimiento, es decir la oración de quién, viviendo conscientemente los propios sufrimientos, las
fragilidades propias y de aquellos que ama, que le están al su lado, le proponen libremente a Dios,
confiado de corazón.
Esta oración de sufrimiento es purificadora, transforma a quien ora,
transforma los sufrimientos en oración y la oración en purificación.
¿De qué cosa se lamenta el hombre? ¿Cuál es el objeto real de la oración del sufrimiento? Es todo
lo que le quita la vida, todo lo que disminuye su personalidad, su ser, todo lo que lo contrasta.
Cogemos aquí también el sentido de lo que podríamos llamar la dignidad de la protesta, por todo lo
que ocurre en la persona enferma y su alrededor de el como fuerza de muerte. Es una protesta que
identifica el mal hasta lo más profundo: no se queda en las causas exteriores, mas descubre el
origen del mal en el corazón del hombre. Una protesta que no es inerte, no se conforma con gritar,
pero se estremece en la esperanza, en el deseo de lo mejor, en la voluntad de cambiar el mismo y de
su entorno. Es una protesta que se encomienda completamente a Dios y llega hasta las raíces de la
existencia.
¿Qué consigue esta expresión del orante, esta mortificación de si en la oración del sufrimiento?
Podríamos describir esta situación con las palabras del salmo: Estoy extenuado de gemir, baño mi
lecho cada noche, inundo de lagrimas mi cama; mi ojo está corroído por el tedio, ha envejecido
entre opresores” ( Sal. 6, 7-8). Parece el gemido de un hombre terminado, pero de repente el tono
cambia, hay una ventana que se abre hacia un cambio total de la escena: "Apartaos de mí los
malvados, pues el Señor ha oído la voz de mis sollozos. Señor ha oído mi súplica, el Señor acoge
mi oración" (vv. 9-10). Toda la oración de sufrimiento se vuelve en este momento tres veces
clamor de agotamiento: estoy seguro que el Señor me escucha, me acoge, me recibe. Es la
experiencia que prueba al leproso tocado por Jesús, (cf. Mc 1, 40-45): no sólo Jesús arriesga el
contagio, pero se contamina y contrae impureza ritual. Esta exclusión es el precio por ir al
encuentro de un excluido arrancándolo de su soledad mortal. Aquel que nadie podía y quería tocar
se siente tocado y este contacto es lenguaje que transmite el sentido de una presencia nueva,
lenguaje bien acogido de aquella piel que no es sólo el órgano de sentido más extenso del cuerpo
humano, pero también lugar de la experiencia y el cambio que nosotros hacemos del mundo y que
el mundo hace con nosotros. Qué Jesús lo haya tocado, significa que él mismo puede retomar
contacto con el mismo, que la situación de rabia, de pena y de aislamiento no está sin esperanza.
En esta inmersión de la oración de sufrimiento el hombre abatido ha llegado a la certeza que Dios
está con el. Es una certeza que cambia la forma de ver la existencia. Los enemigos ya no existen;
todo lo que le pareció hostil, ahora aparece diferente. Nada puede perjudicar a su dignidad, porque
el mismo se siente capaz de ver la realidad con ojos nuevos y de vencer las dificultades con un
entusiasmo renovado. Es el culmen de la oración de sufrimiento. Es el hombre que sufre,
interiormente cambiado, que mira cara a cara a su enfermedad, a su soledad, en una manera no más
destructiva de si pero creativa: con la capacidad de reconstruir el sentido de lo que antes le aparecía
sin salida. He aquí pues dónde nos lleva esta oración de clamor, que nace del sentido de la alabanza
y pone al hombre en su verdad frente a Dios. El hombre que se "pierde" en esta oración se
encuentra a si mismo, es decir siente haber nacido de nuevo para alabar, siente que en este gesto,
gratuito y constructivo, el se reencuentra con su verdadera naturaleza, reencuentra la claridad del
propio ser creado para amar y para donarse en el gesto simple de la alabanza.
Una experiencia a los límites del abandono
A menudo nosotros damos gracias a Dios, la experiencia de la plenitud de Su presencia, mientras no
faltan los momentos personales y comunitarios en que advertimos la ausencia, la aparente ausencia
de Dios: "Mi Dios, te llama y tú no responde, grito día y noche, y no escucho tu voz." Es la oración
que nace desde lo mas profundo del sufrimiento, de un dolor que en un cierto momento se
expresa, casi estalla. Como veremos, es propio éste estallar de dolor que se cambia
en
contemplación del misterio de Dios. Es la experiencia del hombre creyente, que se ha encomendado
a Dios, que ha colocado en las manos de Dios toda su vida. Es este creyente, de repente, se siente
como herido, casi traicionado en su confianza. ¿Por qué? El profeta Jeremías dijo: "¿Por qué ha
resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿Serás tú
para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?" (Jr. 15, 18) y Job maldice el día de su
nacimiento, porque Dios lo ha puesto como en una trampa, de la cual no puede salir, (cf. Jb 3, 3).
Es una experiencia religiosa, sí, pero diríamos casi a los límites de la pérdida de fe, a los límites de
la decisión de olvidar a Dios.
Es interesante tomar cómo la Escritura no tiene miedo de estas experiencias; más bien, las
presenta, las cita, las registran. Se trata en verdad de experiencias propias de quien verdaderamente
camina en la amistad con Dios, de quien arriesga todo. Esta experiencia dramática es la experiencia
del Hijo de Dios, que nos ha amado hasta el final.
No es la experiencia de quien camina sobre las vías planas, fáciles, de quién no arriesga nada, pero
la experiencia de quien ama mucho. El que ora, después de ser observado a su alrededor,
examinándose detalladamente y se descubre como abandonado en la amargura, todo el día: "... Y
cada maña sufría mi castigo"
(Sal 73, 14). Cuando el día inicia, mirándose adelante, dice:
<<también éste será un día sin sol>>. Entonces se ha llevado a concluir como Job, después de la
larga reflexión que recorre todo el libro, con las palabras del salmista: “Me puse, pues, a pensar
para entenderlo, ¡ardua tarea ante mis ojos!. Hasta el día en que entre en los divinos santuarios,
donde su destino comprendí" (Sal. 73, 16-17).
¿Qué le ocurre a este hombre que ha meditado en su interior estos pensamientos? A un cierto
momento decide; o mejor, dar gracias, el dono, de no mirar más a su alrededor, como si sólo fuera
el juez de las cosas, pero de colocarse de parte de Dios, entrar en el santuario de Dios, ver las
cosas como Dios las ve, dejarse separar a la propia visión limitada de las cosas, entrando en aquella
de Dios mismo. Es el salto, el paso, el momento culminante en el que la amargura puede derretirse
y convertirse en aceptación de una realidad comprendida en manera completamente diferente.
El cambio ocurre en dos momentos: ante todo por la toma de conciencia, decimos así, de una
sabiduría histórica. Este hombre, colocándose de la parte de Dios, es decir mirando la historia a
partir del juicio de Dios - que es lo único y definitivo, el verdadero juicio sobre la realidad entiende que hubieron muchos elementos aparentemente sólidos. Quien es orgulloso de sí mimo,
capaz que con la violencia de hacerse justicia, no dura, no continua. Colocándose de la parte de
Dios es ver las cosas como Dios las ve, por lo tanto cultivando el sentido del tiempo y de la realidad
como Dios lo siente, en el plenitud de su misterio. "Como en un sueño al despertar, Señor, así
cuando te alzas desprecias tú su imagen. ¡Oh! si tú en principios los colocas a la ruina los
empujas ¡ha qué pronto quedan hechos en horror, cómo desaparecen sumidos en pavores!" (Sal
73, 18-20). Ésta es la sabiduría histórica que el hombre adquiere poniéndose de la parte de Dios;
pero todavía es poco, porque podría ser una sabiduría que hace llegar quién sufre simplemente a
cierta tranquilidad, a un alguno equilibrio interior.
La oración conduce mucho más allá. Colocándose de la parte de Dios, el creyente descubre que
tiene un tesoro superior a todas las cosas: Dios está con el, Dios le es amigo. Una realidad que el
hombre solo no ha sido capaz de conocer y qué hora le es revelada: "Yo estoy siempre contigo". Es
la palabra dicha por el padre al hijo mayor en la parábola del hijo pródigo: " Tú siempre estás
conmigo; y todo lo mío es tuyo” (Lc. 15, 31).
Este hombre inspirado, ha acogido a Dios como persona amiga: “De la mano derecha Me has
tomado; me guiarás con tu consejo, y tras la gloria me llevarás" ( Sal. 73, 23-24), tres momentos
por los que ha vivido esta amistad con Dios que desata cada problema. La solución de lo que este
hombre sufrió interiormente, de lo que le pesó, no viene de un razonamiento, mas del hecho de
sentirse intensamente amado, sumamente amado. Es la maravilla de que habla Giovanni Paolo II en
la Redentor Hominis: "La maravilla del el hombre que se descubre sumamente amado por Dios, y
cuando ha entendido interiormente, ahora toda su visión del mundo se reordena de manera
diferente, en una luz positiva."
“Me has tomado de la mano, me conducirás, me acogiste", mi presente y mi futuro están en tus
manos. Y ahora la exclamación de amor: "¿Quién hay para mi en cielo? Estando contigo no hallo
gusto ya en la tierra"
(Sal 73, 25). Están entre las palabras más altas del amor. Se pueden
relacionar con las palabras de San Pedro cuando, interrogado por Jesús: "¿Queréis también ir
ustedes?", contesta: "¿Señor, adónde iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn. 6, 67s).
"Vienen menos mi carne y mi corazón", es decir mi vida puede abandonarme, puedo estar cerca de
la muerte, " la roca de mi corazón es Dios, es Dios mi suerte para siempre” ( Sal. 73).
Todo tiene cumplimiento en Cristo
La oración lleva a la contemplación, más bien a una inmersión en el Dios bueno y misericordioso,
que alimenta el sentido de fe capaz de unificar la vida.
Al principio todo parece oscuro, más que todo injusto; el hombre enfermo siente en esta mirada
hasta la ausencia de Dios. Cuando él logra a entrar en el misterio de la misericordia de Dios,
entonces su mirada se reordena, todas las otras cosas asumen un sentido, un sentido luminoso. No
hay más nada que sea carente de sentido, todo tiene una dirección, todo tiene un significado para
quien se ha puesto en el lugar justo de observación, podríamos decir, el corazón mismo de Dios, el
corazón de Cristo; a partir del que toda la realidad asume su fisonomía, justa, y puede ser cogida y
vivida con empeño. Sabemos, en efecto, que nada nos puede faltar si estamos en el corazón de
Cristo, si por medio de la eucaristía nosotros hemos acogido el centro de toda la experiencia de la
comunidad y toda la experiencia de la historia. El enfermo se presenta como sacramento del cuerpo
de Cristo que sufre, comunicando que la eucaristía, "oración de las oraciones", se abre a la fuerza
trasfigurante del Cristo resucitado. Estamos de frente a la revelación de la paradoja de la cruz, que
es al centro de la oración cristiana y que ilumina el misterio del sufrimiento y de la enfermedad.
Estamos en Cristo, en Cristo nos viene manifestado el misterio de Dios; y en el misterio de Dios,
la vida, la muerte, todos los hechos en los cuales somos implicados, todo lo que logra en nuestra
vida y todo lo que no logra, todo tiene un significado y todo tiene su cumplimiento en Cristo,
porque con él siempre estamos.
La oración hecha con fe es pues el espacio que el hombre prepara a la acción sanadora del Cristo.
La sanación puede cambiar ciertamente el nivel clínico de la enfermedad, pero también coge, más
profundamente, el efecto de pacificación de la persona, de unificación del corazón, de recogimiento
y síntesis de toda vida delante del Señor, de la aceptación de si a la luz de la voluntad y del plan de
salvación de Dios. Además, es posible distinguir, en la misma situación de pobreza, despojo y
reducción a lo esencial del hombre a causa de la enfermedad que lo ha marcado, una situación
particularmente apta a la oración. También en la impotencia y poder orar , el enfermo es el mismo,
podríamos decir, de por si, oración, justo en el estado de impotencia, pobreza y dependencia
extrema en las que se encuentra. Y en esta situación el ofrece más que nunca un testimonio por
quien es sano, recordándole la condición fundamental de dependencia, y la fragilidad que es
propia de la naturaleza humana.
Indicaciones pastorales
Podemos, por fin, recoger algunas indicaciones espirituales, que provienen de la de la vida y del
testimonio de las personas con enfermedades infectocontagiosas, para hacer de la enfermedad un
itinerario de fe, de relación con el Señor, de oración.
- Resistir a la enfermedad
La oración del enfermo es una lucha, que dice el
no rendirse frente al sufrimiento y a la
enfermedad. Evitando el peligro de caer en actitudes de automarginación y abandono, la persona
enferma combate en primera persona a través de
espacios de silencio, de paciencia y de
perseverancia, invocando el Señor y dialogando con El, expresando la verdad del suyo decidirse
por la vida.
- Someterse a Dios
Esta lucha activa contra el mal tiene que conducir a la sumisión confiada en Dios, que da sentido a
nuestra existencia, en cada situación, en la salud y en la enfermedad. En esta amistad de plena y
total confianza, la persona enferma renueva la propia relación personal con el Señor y vive la
aceptación activa de su condición y la obediencia llena a la voluntad de Dios.
- Dar el nombre de cruz a la misma enfermedad y sufrimiento
La experiencia de la oración lleva al enfermo a dar el nombre de cruz a la misma enfermedad que
no sana, participando en los sufrimientos de Cristo hasta "completo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo" (Col 1, 24), también a iluminarla con la esperanza del Resucitado: "Ya que
sufrimos con él, para ser también con él glorificados" (Rm. 8, 17).
- Organizarse en la enfermedad
La experiencia de la enfermedad solicita un nuevo construir y discernir la formulación de su
propio proyecto de vida. Es la ocasión para unificar el tiempo de la propia vida, para llegar a decir
"gracias" por el pasado y "sí" al futuro, educándonos para llevar el propio tiempo delante de la
eternidad de Dios y a cogerse en la mirada misericordiosa sobre que el Señor tiene para cada uno
de nosotros.
- Aprender la lección de la debilidad
La impotencia de la enfermedad llega al punto de colocarnos en las manos de los otros: asumir
esta situación en la oración significa hacer de ésta una ocasión para aprender la obediencia, a
imitación del " Y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia" (Hb. 5, 8).
Significa hacer de ello una ocasión de caridad, de solidaridad con las demás personas que sufren, a
imitación de Cristo que, habiendo sufrido, es capaz de ir en ayuda de aquellos que sufren, (cfr. Hb.
2, 18).
Conclusión
Concluyo estas reflexiones con un escrito-oración de una hermana enferma del Centro Voluntarios
del Sufrimiento, María Antonieta Resta, que ha hecho vida de sufrimiento una misión y un empeño
apostólico:
"Mi vida de persona que sufre encuentra paz y plenitud cuando sale del egoísmo
para hacerse dono de amor a Dios por el bien de cada hombre,
por la santidad de la Iglesia, por la conversión del mundo.
¡Y mi dolor se cambia en bienaventuranza y alegría!
Sobre las rodillas de mí Madre, María, mi vida de sufrimiento
aprende la lección más grande del Amor y se hace capaz de donarlo por la redención de la
humanidad.
¡Tómame sobre tus rodillas, oh Madre!
¡Allá aprenderé el Amor! A hacer mi vida de sufrimiento un dono de ofrecerle a Dios
por la reconciliación y la paz de todo el mundo".
*Aufiero Armando, Sacerdote de los Silenciosos Operarios de la Cruz, Presidente de la
Confederación
Internacional del Centro Voluntarios del Sufrimiento, Docente de Bioética y
Teología en de La universidad Católica del Sagrado Corazón, sección de Moncrivello (VC) Italia.
Descargar