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El concepto de pulsión de muerte: Una perspectiva clínica
Otto Kernberg
Hospital Presbiteriano de Nueva York, 21 Bloomingdale Road, White Plains,
Nueva York
York 10605, EE.UU. - [email protected]
(Versión
(Vers
ión final aceptada el 30 de marzo de 2009)
Este artículo analiza la teoría de Freud sobre la pulsión de muerte a la luz de la experiencia
clínica con trastornos autodestructivos graves de la personalidad y de la teoría contemporánea
de las relaciones objetales. La compulsión de repetición, el sadismo y el masoquismo, la
reacción terapéutica negativa, el suicidio en pacientes deprimidos y no deprimidos y los
procesos grupales destructivos se exploran desde esta perspectiva. El artículo concluye que el
concepto de pulsión de muerte es clínicamente relevante, pero que esta condición necesita ser
rastreada hasta la dominancia general de los afectos agresivos como factor etiológico primario;
primario;
sólo bajo circunstancias severamente patológicas esta dominancia conduce a una pulsión
focalizada de autodestrucción.
Palabras clave: agresión, teoría del afecto, teoría del impulso dual, regresión grupal,
masoquismo, reacción terapéutica negativa, compulsión de repetición, automutilación,
declaraciones terapéuticas, suicidio.
Creo que es bastante evidente que las dos grandes controversias que han suscitado los
monumentales descubrimientos de Freud son su teoría de la libido o pulsión sexual y su teoría
de la pulsión de muerte, que representan, respectivamente, la lucha entre la vida, centrada en
los impulsos eróticos, y la agresión. Freud consideraba ambas pulsiones como los principios
motivacionales fundamentales que determinaban el conflicto inconsciente y la formación de
síntomas (Freud, 1920). En un sentido más amplio, eran las que impulsaban a los seres
humanos hacia la búsqueda de gratificación y felicidad, por un lado, y a la agresión
gravemente destructiva y autodestructiva, por el otro. La insistencia de Freud en los orígenes
infantiles de la orientación sexual, la sexualidad infantil y, en particular, sus componentes
sadomasoquistas han suscitado conmoción, oposición y esfuerzos de negación en la cultura
general (Freud, 1905). La pulsión de muerte va profundamente en contra de las visiones más
optimistas de la naturaleza humana, basadas en la suposición de que si las frustraciones o
traumas severos estuvieran ausentes en el desarrollo temprano, entonces la agresión no sería
un problema humano importante.
Estas reacciones culturales perennes hacia las teorías de Freud se reflejan
dentro de la propia comunidad psicoanalítica. Las tendencias recientes, particularmente en el
psicoanálisis americano, reflejadas por el enfoque relacional, tienden a restar importancia tanto
a la sexualidad infantil como a la agresión, en contraste con su centralidad en el enfoque
psicoanalítico en las contribuciones psicoanalíticas europeas y latinoamericanas (Kernberg,
2001). Además, el concepto de Freud de la pulsión de muerte ha sido cuestionado dentro de la
psicología del yo americana, y el debate sobre si la agresión es una respuesta primaria o
secundaria al trauma y la frustración impregna el campo psicológico más allá del psicoanálisis
propiamente dicho.
En este artículo deseo centrarme exclusivamente en las controversias en torno a la teoría de
Freud sobre la pulsión de muerte. La importancia de esta controversia se relaciona
directamente con los problemas sociales y culturales del siglo XX y del comienzo de este
nuevo siglo. Los regímenes fundamentalistas del siglo pasado no tuvieron precedentes en su
agresión primitiva y brutal, tanto sistemática como cotidiana. Las decenas de millones de
personas asesinadas en nombre del nacionalsocialismo alemán y del comunismo marxista
empiezan a repetirse bajo nuevas banderas en este siglo. Pero ninguna sociedad, ningún país
está libre de la historia de masacres masivas sin sentido de enemigos imaginarios o reales. No
se puede ignorar la ubicuidad relativa de estos fenómenos a lo largo de la historia de la
civilización. La cuestión de la existencia de la pulsión de muerte como parte del núcleo de la
psicología humana es, por desgracia, un problema práctico y no meramente teórico (Kernberg,
2003a, 2003b).
Para empezar, en relación con la teoría de la motivación de Freud: el estudio de los conflictos
inconEl estudio de los conflictos no conscientes que experimentan los pacientes con síndromes
neuróticos y patología del carácter condujo a Freud a sucesivas formulaciones sobre las
pulsiones últimas, que culminaron en la teoría de la doble pulsión de libido y pulsión de
muerte. La implicación práctica de estos dos sistemas motivacionales principales propuestos
es que, como ya se ha mencionado, en el fondo, todos los conflictos inconscientes implican
conflictos entre el amor y la agresión en algún nivel de desarrollo. Creo que esto tiene un
sentido eminentemente clínico, al igual que la cuidadosa advertencia de Freud de que lo único
que sabemos sobre estas dos pulsiones es su expresión en representaciones mentales y
afectos.
College, hemos podido confirmar que los pacientes límite que padecen impulsos agresivos
desmesurados y falta de control de los impulsos, es decir, un fuerte predominio de los afectos
negativos y de la impulsividad, muestran regularmente una hiperactividad de la amígdala,
estructura límbica relacionada con la activación de los afectos negativos. También muestran
una inhibición primaria de la corteza prefrontal dorso-lateral que está relacionada con el
encuadre cognitivo de los afectos y el establecimiento de prioridades de enfoque, atención y
acción tras dicha activación afectiva (Silbersweig et al., 2007). Estos y otros hallazgos
relacionados se han confirmado también en otros centros, de modo que estamos empezando
a establecer una relación más directa entre la función neurobiológica y la activación afectiva.
Pero, ¿qué dice todo esto a la teoría de las pulsiones?
La comunidad psicoanalítica se debate hoy en día con el problema
de si las pulsiones deben seguir siendo consideradas como los sistemas motivacionales
primarios o si deben ser sustituidas por la consideración de los afectos como sistema
motivacional primario (Kernberg, 2004a). La ausencia de pruebas biológicas de la naturaleza
original y primaria de las pulsiones, las escasas pruebas de la función motivacional primaria de
los afectos y el hecho de que los afectos siempre implican al mismo tiempo representaciones
plantean la cuestión de si las representaciones afectivas son los componentes básicos de
desarrollos motivacionales humanos más complejos, sustituyendo así el concepto de
pulsiones. En contra de una suposición tan radical se encuentra el hecho de que, clínicamente,
la sustitución de la teoría de las pulsiones por la teoría de los afectos no hace justicia a la
organización estable de los conflictos inconscientes. La multiplicidad de afectos y la
cambiante relación afectiva con los objetos y sus representaciones no se presta a una
conceptualización significativa de la organización de esos conflictos. Por otra parte, una teoría
pulsional pura que no considere las vicisitudes específicas de los afectos tiende a adquirir
aspectos excesivamente generalizados y rígidamente dogmáticos que también van en contra
de la experiencia clínica: explicar el conflicto inconsciente como simples luchas entre
pulsiones libidinales y agresivas no hace justicia a la complejidad de la experiencia clínica.
Hace años propuse, y ya no soy el único que lo hace, que
los afectos constituyen el sistema motivacional primario, y que están integrados en pulsiones
supraordinadas positivas y negativas, a saber, la libido y la agresión. Las pulsiones, a su vez,
se manifiestan como activación de sus afectos constituyentes con intensidad variable, en la
línea de las inversiones libidinales y agresivas. En resumen, creo que los afectos son los
motores primarios. Se organizan en motivaciones jerárquicamente supraordenadas, o las
pulsiones freudianas, y las pulsiones, a su vez, se activan en la forma de sus representaciones
valorativas afectivas componentes que se manifiestan como fantasías no conscientes
(Kernberg, 1992).
En el contexto de estas formulaciones, propondré, en el presente trabajo, que el concepto de
pulsión de muerte como designación de la motivación inconsciente dominante hacia la
autodestrucción está justificado en casos graves de psicopatología. Cuestionaré, sin embargo,
si la agresión autodestructiva severa es una tendencia primaria, y propondré que la función
inconsciente de la autodestructividad no es simplemente destruirse a sí mismo, sino también
destruir a otros significativos.
Se notará que, anteriormente en este trabajo, he hablado de la agresión y, entonces, de la
pulsión agresiva más que de la pulsión de muerte per se. Que nuestros pacientes sufran
conflictos de amor y agresión, de su ambivalencia hacia aquellos a quienes aman y necesitan y
que les gratifican y frustran, que nunca pueden satisfacer todos los deseos y a veces les
niegan dramáticamente la gratificación de necesidades psicológicas básicas, parece bastante
razonable. Estamos hablando aquí de agresión secundaria a la frustración, que se ajusta al tipo
de agresión delineada por Freud como surgida del conflicto entre el principio de placer y el
principio de realidad. Y la base de tal agresión, mezclada con nuestras necesidades más
profundas de cercanía y amor, puede estar naturalmente relacionada con la disposición
biológica a la agresión, tan innata como la del amor y el erotismo, y que encontramos como
una propiedad común de todos los mamíferos. Me refiero a las disposiciones agresivas que
son un mecanismo normal en la defensa del mamífero recién nacido y su desarrollo temprano
que requiere la protección de los padres; la agresión al servicio de la territorialidad que protege
las fuentes de nutrición, y la disposición agresiva implicada en la competencia de los machos
por la posesión de las hembras. Estos instintos, anclados biológicamente, tienen sus
correspondientes disposiciones in- stintivas también en los seres humanos, y explican el
mecanismo de la agresión secundaria al peligro o la frustración. Pero Freud descubrió
fenómenos clínicos en los que la agresividad no podía explicarse por la mera frus- tración del
principio del placer, y se convertía en una motivación preponderante y autodestructiva que
demostró ofrecer enormes resistencias a su modificación en el tratamiento psicoanalítico. La
experiencia clínica acumulada, a lo largo del tiempo, sobre la base de la práctica psicoanalítica
ha añadido nuevas pruebas en apoyo de la prevalencia de graves con- stelaciones
psicopatológicas autodestructivas, apoyando indirectamente la teoría de una pulsión de
muerte.
Los fenómenos que condujeron a Freud al establecimiento y
y,, posteriormente, a la
a la hipótesis de la pulsión de muerte frente a la simple pulsión agresiva (Freud, 1920, 1921,
1923, 1924, 1930):
"
i.
El fenómeno de la compulsión de repetición
"
ii. Sadismo y masoquismo
"
iii. Reacción terapéutica negativa
"
iv.
iv. Suicidio en la depresión grave (y en estructuras caracterológicas no depresivas)
"
v. Desarrollos destructivos y autodestructivos en procesos grupales y sus implicaciones
sociales
Examinémoslos. En primer lugar, la compulsión a la repetición, la principal constelación clínica
a la que se refería Freud en su propuesta original: como su nombre indica, el paciente se
involucra en una repetición interminable del mismo comportamiento, normalmente destructivo,
que se resiste a la interpretación de los supuestos conflictos inconscientes implicados, a
menudo bien documentados. Originalmente descrita como una "resistencia del id", una fuerza
un tanto misteriosa del inconsciente dinámico, la experiencia clínica ha demostrado que la
compulsión a la repetición puede tener múltiples funciones con diferentes implicaciones
pronósticas. A veces se trata simplemente de la elaboración repetitiva de un conflicto que
exige paciencia y elaboración gradual; otras veces, representa la repetición inconsciente de
una relación traumática con un objeto frustrante o traumatizante, con la esperanza oculta de
que "esta vez" el otro gratifique las necesidades y deseos del paciente, transformándose así,
por fin, en el objeto bueno que tanto necesita. Muchas fijaciones inconscientes a situaciones
traumáticas tienen este origen, aunque a veces pueden reflejar procesos neurobiológicos más
primitivos. Estos procesos primitivos tienen que ver con la reavivación incesante de una
cadena conductual muy temprana profundamente arraigada en las estructuras límbicas y sus
conexiones neuronales con la corteza prefrontal y preorbital. En muchos casos de trastorno de
estrés postraumático encontramos que la compulsión a la repetición es un esfuerzo por
superar una situación originalmente abrumadora. Si esta compulsión a la repetición se tolera y
facilita en el contexto de un entorno seguro y protector, puede obtenerse una resolución
gradual.
En otros casos, sin embargo, particularmente cuando el síndrome de estrés postraumático
ya no es un síndrome activo sino que opera como factor etiológico detrás de graves
distorsiones caracterológicas, la compulsión de repetición puede reflejar un esfuerzo por
superar la situación traumática mediante una identificación inconsciente con la fuente del
trauma. En este caso, el paciente se identifica con el autor del trauma, mientras proyecta en
otra persona la función de víctima. Es como si el mundo se hubiera convertido exclusivamente
en una relación entre perpetradores y víctimas, y el paciente, inconscientemente, repitiera la
situación traumática en un esfuerzo por invertir los papeles y colocar a otra persona en el
papel de víctima (Kernberg, 1992, 2004b). El triunfo inconsciente que dicha inversión puede
proporcionar al paciente mantiene la compulsión de repetición sin cesar. Hay casos aún más
malignos de compulsión a la repetición, como el esfuerzo inconsciente por destruir una
relación potencialmente útil por un sentimiento inconsciente de triunfo sobre la persona que
intenta ayudar, a la que se envidia por no haber sufrido lo que el paciente, en su mente, ha
sufrido. Es un triunfo inconsciente que, al mismo tiempo, coincide, por supuesto, con la
derrota del propio paciente.
André Green, uno de los principales
p rincipales autores de la exploración de las psicopatologías graves,
ha descrito la identificación inconsciente con una "madre muerta", es decir, una madre
gravemente deprimida que había frustrado crónicamente las necesidades de amor y
dependencia de su bebé y su hijo. Al mismo tiempo, tal madre, desesperadamente necesitada,
no puede ser abandonada. El paciente, en identificación inconsciente con una "madre muerta"
fantaseada, niega la existencia de todas las relaciones vivas en la realidad, como si él mismo
estuviera muerto para el mundo (Green, 1993a, 1993b).
En pacientes con patología narcisista grave la compulsión a la repetición puede tener la
función de una destrucción activa del paso del tiempo, como expresión de la negación del
envejecimiento y de la muerte, combinada con la destrucción triunfante del trabajo del
terapeuta envidiado. Esa negación, en la superficie, tranquiliza al paciente, y lo protege de la
ansiedad por su evitación autodestructiva de las tareas de su vida, incluyendo el trabajo
analítico. Es una manifestación de lo que los autores kleinianos describen como una
organización narcisista destructiva (Rosenfeld, 1971). La compulsión de repetición, en
resumen, proporciona apoyo clínico a la teoría de una motivación autodestructiva implacable,
una de las fuentes del concepto de pulsión de muerte (Segal, 1993).
Las manifestaciones graves de sadismo y masoquismo sexuales son un segundo tipo de
impulso fundamental de autodestrucción. Los casos de perversión sexual, es decir, una
restricción significativa de la conducta sexual a una interacción específica que se convierte en
condición indispensable para la excitación sexual y el orgasmo, pueden estar vinculados a una
conducta peligrosamente sádica o masoquista, reflejada en conductas autolesivas o
automutilantes graves como condición previa para el disfrute sexual. La crueldad
desmesurada hacia los demás y la crueldad desmesurada hacia uno mismo suelen
combinarse en los casos más graves. Los pacientes con psicopatología límite muestran a
menudo automutilación grave, cortarse, quemarse y, en los casos más graves, automutilación
que lleva a la pérdida de miembros como pulsión de relajo que, a veces, hace fracasar todos
los esfuerzos terapéuticos. El frecuente síndrome de la anorexia nerviosa, sobre todo en sus
manifestaciones más graves, también puede corresponder a esa autodestructividad
implacable e irreductible. Los conflictos inconscientes de las pacientes anoréxicas abarcan un
amplio espectro de dinámicas: desde la rivalidad edípica y la protesta rebelde contra la madre,
y la culpa inconsciente por la sexualidad en desarrollo de la niña, hasta el odio primitivo hacia
el propio cuerpo de la paciente, identificado con una imagen materna extremadamente sádica,
y la promulgación de una omnipotencia inconsciente autodestructiv
autodestructiva
a (Kernberg, 2004d).
Un síndrome clínico especialmente difícil de manejar es el de la perversidad (no perversión sexual). La perversidad implica el reclutamiento del amor al servicio de
la agresión, el esfuerzo por seducir a otra persona hacia el amor o la ayuda como una trampa
que terminará con la destrucción, simbólica o real, en un sentido social y a veces incluso físico
de la persona así seducida (Kernberg, 1992). En las relaciones amorosas normales, pequeñas
dosis de agresividad intensifican el placer erótico. Sin embargo, en condiciones patológicas la
perversidad puede destruir el placer erótico y más aún su objeto. Los casos más leves de
todos estos desarrollos sadomasoquistas se encuentran en aquellos pacientes que, por culpa
inconsciente, generalmente relacionada con impulsos edi- pales profundamente prohibidos o
agresión inconsciente a un objeto temprano de sus necesidades de dependencia, destruyen lo
que recibieron. Estos desarrollos son más fáciles de comprender y tratar; aquí la
autodestrucción tiene la función del "precio" que debe pagarse para permitir que se desarrolle
una relación gratificante, y no tiene la función primaria de destrucción de una relación
potencialmente buena.
Esto nos lleva al tercer tipo de manifestacio
autodirigida, a saber, la reacción terapéutica negativa. Freud describió un tipo de reacción
terapéutica negativa en su observación clínica de pacientes que parecían empeorar bajo
condiciones cuando experimentaban una intervención de ayuda por parte del analista, como
una expresión de culpa inconsciente por haber sido ayudados (Freud, 1923). La reacción
terapéutica negativa por culpa inconsciente es, en efecto, la forma más leve de esta reacción.
Una forma mucho más frecuente y severa, aunque eminentemente tratable, es la reacción
terapéutica negativa por envidia inconsciente del terapeuta, particularmente característica de
los pacientes narcisistas. Es una expresión de la envidia humillante por parte del paciente
narcisista de la capacidad del terapeuta para ayudarle, de la creatividad del analista en sus
esfuerzos por ayudar al paciente.
Existe una forma aún más severa de reacción terapéutica negativa, y que tiene los signos
inequívocos de una autodestructividad altamente motivada, a saber, una identificación
inconsciente con un objeto extremadamente sádico, de modo que es como si el paciente
sintiera que la única relación real que puede tener es con alguien que lo destruye. Esta
constelación dinámica prevalece en el caso de pacientes que presentan un comportamiento
automutilante grave. Una paciente se cortó sucesivamente segmento
segmentos
s de dedos de las manos
y se seccionó nervios importantes de un brazo: presentaba el síndrome de narcisismo maligno,
y su psicoterapia psicoanalítica se llevó a cabo, en parte, durante hospitalizaciones
prolongadas. No fue psicótica en ningún momento. En la transferencia, la identificación con
una imagen paterna extremadamente agresiva e incestuosa era un elemento dominante. Es
difícil comprender este desarrollo desde una posición de sentido común ordinario, pero hay
pacientes que provocan implacablemente al analista hasta que éste sucumbe a una reacción
de contratransferencia negativa incontenible. El analista, maniobrado en una representación
representación de
contratransferencia, manifiesta alguna conducta negativa a la que el paciente responde de
manera tri- umfante con una mayor escalada de su conducta autodestructiva provocadora.
Muy a menudo estos tratamientos terminan precipitadamente, dejando al terapeuta con una
sensación de impotencia, frustración y sentimientos de culpa. Estos pacientes representan
condiciones límite severas, y lo que he descrito como el síndrome de narcisismo maligno, es
decir,, pacientes con rasgos narcisistas severos, tendencias paranoides, agresión egosintónica
decir
contra sí mismo y los demás, y comportamiento antisocial. Estos pacientes pueden utilizar el
tratamiento como una forma perversamente gratificante de autodestrucción porque atraen a
los demás a sus autoagresiones mortales. Una de nuestras pacientes que presentaba este
síndrome consumió repetidamente veneno para ratas, que interfiere con la coagulación de la
sangre, hasta el punto de provocar graves hemorragias internas, mientras negaba sonriente a
su terapeuta y al personal que lo hubiera hecho. Incluso hospitalizada, y con el tiempo de
protrombina extendiéndose día a día, y cuidadosas búsquedas por parte del personal de
enfermería, no fuimos capaces de controlar el comportamiento automutilante y la naturaleza
placentera con la que esta paciente lo expresaba, hasta el punto de que, finalmente, fue
trasladada para cuidados de custodia a otra institución.
Un cuarto tipo de impulso autodestructivo grave se refleja en los impulsos y el
comportamiento suicidas.
suicidas. Freud consideraba las tendencias suicidas en la melancolía como otra expresión de
la pulsión de muerte. Describió el mecanismo esencial de este desarrollo como la introyección
de un objeto ambivalentemente amado y perdido que luego atraería la agresión hacia ese
objeto dentro del yo que ahora se identifica con el objeto perdido. Aunque Freud (1917) había
explicado originalmente el suicidio en la melancolía como resultado de la introyección del odio
hacia el objeto perdido, después de la formulación de su teoría de la pulsión dual (Freud, 1920)
revisó su punto de vista en El yo y el Id (Freud, 1923, p. 53), afirmando sobre la melancolía: "Lo
que ahora domina en el superyó es, por así decirlo, un cultivo puro del instinto de muerte y, de
hecho, con bastante frecuencia consigue llevar al yo a la muerte, si éste no se defiende a
tiempo de su tirano transformándose en manía".
La obra de Melanie Klein demostró que esa ambivalencia es un aspecto normal de todas las
relaciones amorosas (Klein, 1999).
de todas las relaciones amorosas (Klein, 1940, 1957). Describió la tarea de la posición
depresiva en la superación de la escisión entre las relaciones positivas, idealizadas e
internalizadas con el objeto y las relaciones agresivamente investidas y proyectadas con el
objeto de tipo persecutorio. En resumen, describió la integración normal entre las relaciones
idealizadas y paranoides escindidas como parte del desarrollo normal, la posición depresiva,
en contraste con la posición paranoide-esquizoide anterior, dominada por la escisión. Melanie
Klein propuso convincentemente que esta integración constituye una fase normal del
desarrollo temprano, que se repite en todos los procesos de duelo posteriores, de modo que
en todas las pérdidas no sólo se produce la pérdida de un objeto externo y la elaboración de
esa pérdida mediante su internalización, sino también una reactivación de la posición
depresiva con la elaboración de ambivalencias hacia todas las pérdidas de objetos anteriores.
En resumen, la ambivalencia normal es un aspecto inevitable de todas las reacciones de duelo.
Es sólo bajo condiciones de severos impulsos agresivos, particularmente inconscientemente
agresivos, particularmente inconscientes, hacia el objeto perdido, donde la patología de la
posición depresiva evoluciona en forma de implacables auto-ataques derivados ahora de la
internalización de aspectos agresivos del objeto en el superyó y un ataque del yo desde el
superyó, y la identificación simultánea del objeto con el yo o el ego. Esta combinación
conduce a tendencias suicidas potencialmente muy peligrosas y muy a menudo actualizadas.
Pero también encontramos este tipo de comportamiento suicida autodestructivo en pacientes
que no están deprimidos, precisamente en personalidades narcisistas graves. Aquí, una
sensación de derrota, fracaso, humillación, en esencia, la pérdida de su grandiosidad, puede
provocar no sólo sentimientos de inferioridad y derrota vergonzosa extremadamente
devastadores, sino una sensación compensatoria de triunfo sobre la realidad quitándose la
vida, demostrándose así a sí mismos y al mundo que no tienen miedo al dolor y a la muerte.
Por el contrario, la muerte emerge como un abandono incluso electivo de un mundo
depreciado y sin valor (Kernberg, 2007).
Hemos visto que la psicopatología autodestructiva grave justifica la suposición clínica de
impulsos autodestructivos poderosos, a veces incontrolables, que se reflejan en los
fenómenos de compulsión a la repetición, sadismo y masoquismo, reacción terapéutica
negativa y suicidio, tanto en la depresión grave como en otras formas de psicopatología. Pero,
además, Freud también describió la autodestructividad severa como un fenómeno social en el
comportamiento de procesos de grandes grupos sociales, en masas humanas como
conglomerados ideológicamente unidos, en identificación mutua con un líder grandioso y
agresivo (Freud, 1921). En este proceso, el grupo proyecta sus funciones superyoicas
individuales sobre el líder del grupo, con la consecuencia de la expresión sancionada por el
grupo de impulsos primitivos, normalmente reprimidos, particularmente de tipo agresivo. Un
movimiento de masas puede unirse en torno a un impulso de búsqueda y destrucción de
formaciones enemigas, la sensación de poder derivada de su agresión liberada y ahora
focalizada, su sensación de dependencia protegida por su lealtad al líder y la regresión a la
disociación más primitiva de las relaciones de objeto en relaciones idealizadas y persecutorias.
Este desarrollo representó para Freud la activación de una
un a destructividad severa a nivel social.
La proyección del superyó en el líder, la identificación mutua de todos los participantes con él,
así como la expresión sancionada de la agresión son la explicación fundamental del
comportamiento agresivo de los movimientos de masas y de las grandes estructuras sociales,
aplicable incluso a los conflictos internacionales. Pero la agresión activada en los procesos
grupales regresivos también puede canalizarse hacia el propio grupo, guiado por un líder
grandioso y autodestructivo, que termina en un suicidio masivo racionalizado religiosa o
ideológicamente.
La teoría de Freud de la psicología de masas, demostrada de forma dramática en miles de
formas en la psicología de masas de los movimientos fundamentalistas del siglo pasado, ha
sido complementada por el trabajo de Bion (1961) con pequeños grupos de 10 a 15 individuos,
y Pierre Turquet (1975) y Didier Anzieu (1981) con grandes grupos de 100 a 150 individuos. No
dispongo aquí de espacio para describir en detalle todos estos hallazgos, pero los resumiría
afirmando que, cuando los grupos pequeños o grandes están desestructurados, es decir, sin
una tarea clara y su correspondiente estructura que relacione constructivamente a ese grupo
con su entorno, y cuando, por el contrario, la única tarea de tales grupos es reunirse para
estudiar sus propias reacciones durante, digamos, una hora y media durante una secuencia de
varios días o unas pocas semanas, presentan fenómenos llamativos y similares. Muestran la
activación inmediata de una ansiedad intensa, y un esfuerzo por escapar de esa ansiedad
mediante alguna filosofía tranquilizadora ad hoc expuesta por un líder simpático, mediocre y
abuelito que calma la ansiedad del grupo con tópicos. Cuando este esfuerzo fracasa,
muestran una tendencia al desarrollo de una violencia intensa, la búsqueda de un líder
paranoico, la división del propio grupo, o su percepción del entorno social circundante, en uno
idealizado y otro persecutorio, con una agresión activa dirigida contra lo que se percibe como
el segmento hostil del mundo con el fin de proteger la per- fección y la seguridad del grupo
ideal.
Vamik Volkan (2004), que ha aplicado la teoría psicoanalítica al estudio de los conflictos
intergrupales e internacionales, ha ampliado estas observaciones estudiando
sistemáticamente
sistemáticame
nte la naturaleza del mundo ideal de los grupos fundamentalistas, la razón de su
necesidad de buscar y destruir enemigos, sus esfuerzos por preservar límites rígidos y la
pureza de su grupo, y la evidente conexión entre estas categorías y los movimientos políticos,
raciales y religiosos fundamentalistas. Como conclusión de este punto, existen importantes
pruebas clínicas y sociológicas de un potencial universal de violencia en los seres humanos
que puede desencadenarse con demasiada facilidad en determinadas condiciones de
regresión grupal y liderazgo correspondiente, y que, desde el punto de vista de la
supervivencia de las sociedades humanas, puede considerarse fundamentalmente
autodestructivo.
Estos son los principales argumentos clínicos en apoyo de la teoría de Freud sobre la pulsión
de muerte. Freud también intentó relacionarla con la disposición biológica a la
autodestrucción, trazando un paralelismo entre la atracción psicológica del "principio del
nirvana" y los mecanismos fisiológicos de autodestrucción en biología. En efecto, la función
biológica de la apoptosis, las órdenes controladas de autodestrucción de determinadas
células, puede considerarse una ilustración de dicho mecanismo biológico. Aunque puede
resultar tentador explicar las funciones psicológicas por analogías con las biológicas, se corre
el riesgo de caer en el reduccionismo al relacionar entre sí fenómenos complejos de niveles
estructurales muy diferentes. Lo que sí tenemos es la poderosa evidencia clínica de una
autodestructividad severa e implacable en muchos casos de psicopatología. En todo caso, la
experiencia con tipos severos de patología del carácter y las condiciones límite en los últimos
30 años ha dado aún más pruebas de la naturaleza fundamental de las profundas tendencias
autodestructivas en los seres humanos, que clínicamente apoyarían el concepto de pulsión de
muerte.
Si aceptamos que la autodestructividad grave funciona como un sistema motivacional
importante, podemos explorar, desde esta perspectiva, el concepto de pulsión de muerte. En
mi opinión, una solución a este desafío teórico es una combinación de varias conclusiones. En
primer lugar, si la pulsión de muerte es una designación para la motivación inconsciente
dominante hacia la autodestrucción en casos graves de psicopatología, este concepto está,
sin duda, justificado. En segundo lugar, la agresividad autodestructiva grave, sin embargo, no
es una tendencia primaria, por lo que podemos decir, sino un sistema motivacional
particularmente grave y organizado que no es simplemente "secundario al trauma", aunque
puede estar influido y estimulado por la experiencia traumática. En tercer lugar, las funciones
inconscientes de la autodestrucción no consisten simplemente en destruirse a uno mismo,
sino, muy esencialmente, en destruir también a otros significativos, ya sea por culpa,
venganza, envidia o triunfo.
Explorando conjuntamente las constelaciones clínicas que reflejan más claramente el dominio
de los impulsos autodestructivos, todas ellas revelan luchas intrapsíquicas entre
representaciones sádicas internalizadas de objetos y representaciones masoquistas de
sometimiento del yo. Las representaciones sádicas interiorizadas de los objetos pueden
representar tanto impulsos agresivos proyectados y reintroducidos como experiencias
traumáticas reales, mientras que la representación masoquista del yo puede representar una
combinación de erotización de experiencias traumáticas dolorosas y de expiación inconsciente
inducida por la culpa.
sufrimiento expiatorio inconsciente inducido por la culpa. En el caso de la compulsión a la
repetición, me he referido a la identificación inconsciente con el autor y la víctima de un
pasado traumático, la identificación inconsciente con una "madre muerta" y el triunfo sobre un
objeto potencialmente útil pero envidiado mediante la destrucción del yo. En los casos de
patología sadomasoquista, el fuerte predominio de los conflictos agresivos puede convertir la
relación interiorizada con un objeto sádico en una autodestrucción abrumadora. En el caso de
la reacción terapéutica negativa, el espectro de la agresividad autodirigida puede variar desde
los ataques al yo inducidos por el superyó en los pacientes mejor integrados hasta la primitiva
relación intrapsíquica con un objeto maltratador de dependencia. La aclaración de Freud y
Melanie Klein sobre la psicopatología de la depresión suicida apuntó primero a la
consecuencia autodestructiva de un superyó sádico. De modo que lo que se busca en la
motivación autodestructiva no es simplemente el "nirvana", sino la destrucción activa de las
relaciones libidinales significativas con otros significativos.
En resumen, la agresión como sistema motivacional principal siempre está presente en la
mente, basada en la integración de afectos negativos primarios, pero propongo que merece la
designación de pulsión de muerte sólo cuando dicha agresión se vuelve dominante, cuando
recluta impulsos libidinales como en el síndroma de perversidad, y cuando su objetivo
principal es, para usar los términos de André Green (1993a), el logro de la "desobjetivación", la
eliminación de las representaciones de todos los otros significativos y, en ese contexto, la
eliminación del yo también. La pulsión de muerte, propongo, no es una pulsión primaria, pero
representa una complicación significativa de la agresión como sistema motivacional principal,
es central en el trabajo terapéutico con psicopatología severa, y como tal es eminentemente
útil como concepto en el ámbito clínico.
¿Qué determina si la agresión se estructurará predominantemente en relaciones objetales
interiorizadas que la dirigen hacia el exterior, o contra el propio cuerpo o mente del individuo?
¿Bajo qué circunstancias la agresión autodirigida se convertirá en el sistema motivacional
inconsciente dominante? Creo que en este momento sólo tenemos respuestas parciales a
estas preguntas. Hay pruebas de que la activación del afecto negativo está determinada
genéticamente y constitucionalmente y de que la contextualización cognitiva del afecto es
inadecuada, lo que se expresa en disposiciones temperamentales que influyen en la
internalización de las primeras relaciones objetales. El apego inseguro puede contribuir
significativamente a una disposición para la activación predominante del afecto negativo. Las
experiencias traumáticas en la infancia y la niñez y las estructuras familiares gravemente
desorganizadas están claramente relacionadas con trastornos graves de la personalidad con
tendencias autodestructivas (Paris, 2009). Sin embargo, algunos pacientes con tendencias
autodestructivas graves no presentan estos antecedentes. Sin embargo, desde el punto de
vista clínico, en estos últimos casos, así como en los casos más graves de autodestructividad
grave, solemos encontrar trastornos narcisistas de la personalidad, tanto del tipo
aparentemente más leve, seguro de sí mismo y grandioso, como del tipo más regresivo,
grandioso patológico infiltrado por la agresión del síndrome del narcisismo maligno (Kernberg,
1992), los casos que los autores kleinianos describen como narcisismo destructivo (Britton,
2003) u organización patológica (Steiner, 1993), y como narcisismo negativo (Green, 1983) y
desobjetivación (Green, 1993a). En resumen, una combinación de intensidad del afecto
agresivo y la particular estructuralización de las relaciones objetales internalizadas de las
personalidades narcisistas emergen como aspectos principales de la transformación maligna
de la agresión en una motivación dominante para la autodestrucción.
La autodestructividad de la melancolía, sus tendencias suicidas determinadas por el superyó,
constituyen un caso especial.
La autodestructividad de la melancolía, sus tendencias suicidas determinadas por el superyó,
constituye un caso especial, que ilustra una vez más la influencia de la hiperreactividad de la
activación afectiva depresiva, determinada tanto genética como ambientalmente, y la
importancia de una estructuralización particular de las relaciones de objeto internalizadas, a
saber,, el superyó patológico de estos pacientes (Panksepp, 1998).
saber
Esto nos lleva, por supuesto, a la cuestión de las implicaciones terapéuticas de esta
conceptualización: ¿dónde nos encontramos, qué ha logrado el psicoanálisis a este respecto?
Bajo la influencia de la teoría contemporánea de las relaciones objetales, la teoría estructural
psicoanalítica ha evolucionado hacia el análisis de los elementos constitutivos del ego, el
superego y el id, a saber, sus relaciones constitutivas internalizadas con otros significativos
que se integran en forma de representaciones primitivas, afectivamente determinadas, del self
y de otros significativos u objetos (Kernberg, 2004c). He propuesto que las representaciones
diádicas del yo y los otros, bajo el dominio de una valencia afectiva particular, se internalizan
como una serie paralela de relaciones de objeto internalizadas positivas y negativas. Según su
función específica, se consolidan en estructuras superyoicas cuando tienen una cualidad
dominante o prohibitiva, o en estructuras yoicas cuando corresponden a identificaciones
potencialmente conscientes y preconscientes y a la organización de formaciones de carácter,
carácter, y
en estructuras id cuando tales relaciones de objeto internalizadas corresponden a relaciones
primitivas, agresivas o eróticas, fantaseadas, deseadas y temidas con objetos que no pueden
tolerarse en la conciencia.
La importancia de esta reformulación de las estructuras psíquicas en términos de
internalización de las relaciones objetales reside en el hecho de que en los tipos más primitivos
de estructuras que encontramos en las psicopatologías graves, tales relaciones objetales
idealizadas y persecutorias de escisión temprana dominan el campo transferencial más que las
manifestaciones de las funciones maduras del yo y del superyó, y el tratamiento tiene que
centrarse en el análisis de cada una de estas unidades diádicas tal como emergen en la
transferencia. En lo que respecta a nuestra comprensión de estas psicopatologías, quizá el
mayor avance de los últimos años se haya producido en el tratamiento de las patologías
graves del carácter,
carácter, en particular las narcisistas y las limítrofes.
En los casos típicos de esfuerzos predominantemente autodestructivos en la transferencia,
detrás de lo que parece ser un rechazo desdeñoso y un desgarramiento despiadado de las
intervenciones interpretativas del analista, el problema no es una simple manifestación de la
pulsión de muerte, sino su reflejo en una relación objetal internalizada entre una representación
objetal sádica y asesina y una representación del yo sumisa y paralizada que entra en
connivencia con el agresor.
agresor. Es el aspecto colusorio del yo el que,
q ue, al principio, se hace evidente
en la manifiesta ignorancia por parte del paciente de las intervenciones del analista y en la falta
de preocupación por sí mismo. El placer inconsciente en la derrota del analista, por odio o
envidia, emerge más lentamente en la situación de transferencia. La tolerancia del analista a
tales transferencias regresivas
regresivas es la clave para su eventual resolución.
Nuestra aplicación de los principios psicoanalíticos a las características descriptivas y
estructurales de estos pacientes ha permitido una indicación más clara de los tratamientos
diferenciales basados en una modalidad psicoanalítica.
Es importante diagnosticar precozmente los síndromes en los que puede predominar la
agresividad autodestructiva grave. Estos incluyen particularmente el síndrome de la "madre
muerta", al que me referí, y el síndrome de narcisismo maligno; casos con severa agresión
ego-sintónica que se manifiesta en arrogancia, perversidad e identificación con un superyó
sádico, así como comportamiento autodestructivo que afecta la supervivencia de los pacientes
en su entorno social (Kernberg, 1992, 2004b, 2007). Con estos casos, parecería esencial
analizar los desarrollos de tales tendencias autoagresivas en la transferencia desde el
comienzo mismo del tratamiento, prestando particular atención a las tendencias a destruir lo
provisto por el analista, y a cualquier esperanza que el paciente pueda tener en la
supervivencia del terapeuta a pesar de la agresión del paciente. Puede llegar a ser importante
estructurar el tratamiento, en el sentido de asegurar la estabilidad de sus límites. Hemos
aprendido a prevenir la agresión física severa que amenazaría los límites del tratamiento
mediante un cuidadoso establecimiento inicial del contrato, y a analizar cualquier desviación
contratransferencial de la neutralidad técnica, es decir, de la actitud normal de objetividad
preocupada del analista como resultado de transferencias intensamente hostiles.
Puede llegar a ser particularmente importante explorar el placer en la
la agresión del paciente contra sí mismo y contra los demás. En este sentido, podríamos decir
que la pulsión de muerte no es inconsistente con el principio del placer, como lo demuestra el
placer triunfante que obtienen estos pacientes al derrotar todos los esfuerzos por ayudarlos.
He sugerido en trabajos anteriores (Kernberg, 1992) que es importante transformar las
transferencias psicopáticas en las que el paciente manifiesta deshonestidad o retenciones
peligrosas, y las transferencias perversas en las que el paciente intenta reclutar los esfuerzos
benignos del terapeuta para fines malignos. Hay que transformar estas transferencias
psicopáticas en paranoides, es decir, analizar por qué el paciente tiene que comportarse de
forma engañosa para evitar el miedo profundo y la sospecha del analista, sobre el que se
proyectan tales impulsos agresivos. El pleno desarrollo de las transferencias paranoides es el
primer paso para un reconocimiento gradual de la proyección, el reconocimiento del origen de
la agresión en uno mismo y el desarrollo de transferencias depresivas, es decir, transferencias
en las que, bajo la influencia del desarrollo de sentimientos de culpa relacionados con el
reconocimiento de su propia agresión, el paciente puede ser capaz de integrar y elaborar sus
tendencias agresivas.
En algunos casos, hay que estar alerta tanto a la ausencia de afectos como a la ausencia
de representaciones en lo que pueden parecer afectos "puros", de modo que tanto las
tormentas afectivas, por un lado, como la aparente ausencia total de afecto tienen que ser
exploradas sistemáticamente para desvelar las relaciones objetales activadas subyacentes.
Algunos casos con prolongados estancamientos terapéuticos en realidad son repeticiones
mortales de esfuerzos autodestructivos por escapar de los conflictos y negar el paso del
tiempo. Hay ocasiones en las que, bajo la influencia de impulsos agresivos extremos y su
proyección, disminuye la prueba de realidad del paciente. El paciente puede desarrollar
episodios micro-psicóticos en las sesiones, y puede llegar a ser importante que el analista
explique la existencia de realidades incompatibles en las que viven paciente y analista, cómo
entenderlas y cómo resolverlas.
En resumen, una perspectiva de relaciones objetales sobre el predominio de transferencias
autodestructivas graves ha proporcionado herramientas analíticas para tratar a tales pacientes
y, podríamos decir, se ha convertido en un frente importante en la lucha por aplicar los
principios psicoanalíticos a esta área de casos más desafiantes y pronosticamente reservados.
Queda por ver si la creciente comprensión psicoanalítica del comportamiento agresivo y
autoagresivo de grandes grupos y su relación con los procesos regresivos en el ámbito social
dará lugar a una contribución a su prevención y manejo. En conclusión, el concepto drámatico
de Freud de la pulsión de muerte puede no reflejar una disposición innata como tal, pero es
eminentemente relevante en la práctica clínica. Traducido con www.DeepL.com/Translator
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