Índice Portada Elogios a Influencia Dedicatoria PRÓLOGO INTRODUCCIÓN CAPÍTULO UNO. ARMAS DE INFLUENCIA. HERRAMIENTAS (DE PODER) DE LAS TRANSACCIONES CAPÍTULO DOS. RECIPROCIDAD. EL ANTIGUO TOMA Y DACA CAPÍTULO TRES. SIMPATÍA. EL LADRÓN AMABLE CAPÍTULO CUATRO. APROBACIÓN SOCIAL. NOSOTROS SOMOS LA VERDAD CAPÍTULO CINCO. AUTORIDAD. DEFERENCIA DIRIGIDA CAPÍTULO SEIS. ESCASEZ. LA REGLA DE LOS POCOS CAPÍTULO SIETE. COMPROMISO Y COHERENCIA. LOS DUENDECILLOS DE LA MENTE CAPÍTULO OCHO. UNIDAD. EL «NOSOTROS» ES EL YO COMPARTIDO CAPÍTULO NUEVE. INFLUENCIA INSTANTÁNEA. CONSENTIMIENTO PRIMITIVO PARA UNA ERA AUTOMÁTICA AGRADECIMIENTOS Notas Créditos Elogios a Influencia «Si solo pudiera leer un libro sobre cómo ser más eficaz en el trabajo y en la vida diaria, escogería Influencia. Es una obra magistral que Cialdini ha conseguido que sea más maravillosa». Katy Milkman, profesora de la Escuela de Negocios Wharton, presentadora del pódcast Choiceology y autora del libro How to change. «¡Un libro extraordinario! Si lo que buscas es aumentar tus ventas, conseguir un buen acuerdo o mejorar tu relación con los demás, Influencia te ofrece unos principios científicamente comprobados que pueden cambiarte la vida». Dr. Daniel L. Shapiro, fundador y director del Programa Internacional de Negociación de Harvard y autor del libro Negotiating the Nonnegotiable. «Influencia tiene de sobra merecido su puesto como el libro definitivo sobre esta materia. He aprendido muchas cosas gracias a esta edición actualizada y seguro que tú también». Tim Harford, autor del libro 10 reglas para comprender el mundo. «Prepárate para quedar deslumbrado. Bob Cialdini es el valedor de la influencia y la primera versión de este libro es ya un clásico. Si estás tratando de ser influyente o entender la influencia de los demás sobre ti, este libro te enseñará a hacerlo». Jonah Berger, profesor de la Escuela de Negocios Wharton y autor de los libros Contagioso: cómo conseguir que tus productos e ideas tengan éxito y The catalyst. «Un esfuerzo y logro extraordinarios. Influencia sigue siendo un tratado magníficamente escrito sobre los principios básicos de la conducta humana, con la incorporación de un nuevo y oportuno principio». Jeffrey Pfeffer, titular de la Cátedra Thomas D. Dee II de Conducta Organizativa de la Escuela de Estudios Superiores de Administración de Empresas de la Universidad de Stanford y autor del libro Power: why some people have it – and others don’t. «Influencia es un clásico moderno en la literatura de negocios que ha tenido una profunda proyección en los ámbitos del marketing y la psicología. La nueva edición de Robert Cialdini consigue mejorar aún más un libro que ya era excelente, con nuevos y sólidos análisis y ejemplos». Dorie Clark, autora de Reinventing you y profesora de formación ejecutiva en la Escuela de Negocios Fuqua de la Universidad de Duke. «La nueva versión de Influencia es simple y llanamente una obra maestra. Se trata de un libro atemporal y, a la vez, digno de una lectura inmediata». Joe Polish, fundador de Genius Network. «Influencia es una lectura obligada para cualquiera que desee entender el proceso de la toma de decisiones. Es un libro sencillamente esencial dentro del catálogo de lecturas sobre psicología y economía conductual». Barry Ritholtz, presidente y director de inversiones de Ritholtz Wealth Management. «Cialdini ha convertido un clásico en una obra aún mejor. Esta edición actualizada de Influencia confirma su puesto como uno de los libros más importantes sobre negocios y modelos de comportamiento de los últimos cincuenta años. Las nuevas incorporaciones son fantásticas». Daniel H. Pink, autor de When, Drive y Vender es humano. «Influencia es el único libro que he mandado leer a mis alumnos de Conducta Organizacional en la Universidad de Stanford durante los últimos veinticinco años. A los estudiantes les encanta y, con el paso de los años, siguen hablando de lo útil que les ha resultado en su carrera profesional. La nueva versión es aún más práctica y está llena de matices y su lectura resulta todavía más divertida». Robert I. Sutton, profesor de la Escuela de Estudios Superiores de Administración de Empresas de la Universidad de Stanford y autor de siete libros, entre los que se incluyen los éxitos de ventas Estúpidos no, gracias y Buen jefe, mal jefe. «Como cualquier otro psicólogo que conozco (y como muchas otras miles de personas que sienten curiosidad por saber cómo funciona el mundo), yo inicié mi aprendizaje sobre la persuasión con Influencia de Bob Cialdini. Esta edición actualizada ocupa un destacado lugar junto a la desgastada primera edición que tengo junto a mi mesa. Influencia va a seguir aportando luz e inspiración al arte y la ciencia de la persuasión durante los próximos años». Betsy Levy Paluck, profesora de Psicología y Asuntos Públicos y directora adjunta del Centro Kahneman-Treisman para la Ciencia del Comportamiento y las Políticas Públicas de la Universidad de Princeton. Para Hailey que, cada vez que la veo, me deja más fascinado. Para Dawson que, cada vez que le veo, más me convenzo de que llegará a hacer grandes cosas. Para Leia que, cada vez que la veo, me hace más feliz. PRÓLOGO Desde el principio, el libro Influencia estuvo destinado al lector de a pie y, como tal, intenté escribirlo con un lenguaje coloquial y nada académico. Confieso que lo hice con cierto temor de que alguno de mis colegas académicos viera el libro como una especie de psicología «pop». Me preocupé porque, tal y como comentó el experto en cuestiones legales James Boyle, «Nunca sabrás de verdad lo que es la condescendencia hasta que oigas a un académico pronunciar la palabra “divulgativo”». Por este motivo, cuando empecé a escribir Influencia, la mayoría de mis compañeros en el campo de la psicología social no pensaban que fuese muy seguro, profesionalmente hablando, escribir para un público no académico. De hecho, si la psicología social hubiese sido una empresa, se habría hecho famosa por contar con enormes departamentos de investigación y desarrollo pero ninguno de envíos. Nosotros no realizábamos envíos, salvo los que nos hacíamos unos a otros en artículos de revistas científicas que probablemente nadie más fuese a ver y, mucho menos, usar. Por suerte, aunque decidí seguir adelante con un estilo popular, ninguno de mis temores se hizo realidad, pues mi libro Influencia no ha sido nunca menospreciado ni acusado de ser psicología «pop»[1]. Por tanto, en posteriores versiones, incluida esta, he mantenido el mismo lenguaje coloquial. Por supuesto, lo que es más importante, también presento las pruebas científicas de mis afirmaciones, recomendaciones y conclusiones. Aunque las conclusiones de Influencia cuentan con la luz y la constatación de recursos tales como entrevistas, citas y metódicas observaciones personales, dichas conclusiones están basadas de forma invariable en investigaciones psicológicas realizadas como es debido. Observaciones sobre esta edición de Influencia Dar forma a la actual edición de Influencia ha supuesto para mí un desafío. Por una parte, teniendo en cuenta el axioma de que «No hay que arreglar lo que no está roto», no estaba dispuesto a llevar a cabo ninguna cirugía reconstructiva importante. Al fin y al cabo, se han vendido más ejemplares de las anteriores versiones de los que jamás podría haberme imaginado, en montones de ediciones y en cuarenta y cuatro idiomas. Con respecto a esto último, mi colega polaca, la profesora Wilhelmina Wosinska, hizo una aseveración (aunque serena) sobre el supuesto valor del libro. Dijo: «¿Sabes una cosa, Robert? Tu libro Influencia es tan famoso en Polonia que mis alumnos piensan que estás muerto». Por otra parte, según una de las citas preferidas de mi abuelo siciliano, que decía que «Si quieres que las cosas sigan como están, tendrán que cambiar», había argumentos para realizar actualizaciones oportunas[2]. Ha pasado ya algún tiempo desde la última publicación de Influencia y, entretanto, han tenido lugar algunos cambios que merecen ocupar su puesto en esta nueva edición. En primer lugar, ahora sabemos más que antes sobre el proceso de la influencia. El estudio de la persuasión, la conformidad y el cambio ha avanzado y las siguientes páginas han sufrido una adaptación para reflejar ese progreso. Además de a la actualización global del material, he prestado más atención a la cobertura actualizada del papel de la influencia en las interacciones humanas cotidianas, a cómo funciona el proceso de influencia en escenarios reales en lugar de en contextos de laboratorio. En relación a esto, también he abundado en un elemento que han provocado las respuestas de anteriores lectores. Este elemento destaca las experiencias de individuos que han leído Influencia, que habían reconocido cómo alguno de los principios actuaba sobre ellos (o desde ellos) en algún caso en particular y que me escribieron para contármelo. Sus descripciones, que aparecen en el apartado de «Reseñas de los lectores» en cada capítulo, ilustran la facilidad y la frecuencia con que podemos ser víctimas del proceso de influencia en nuestra cotidianeidad. Ahora contamos con muchos relatos escritos de primera mano sobre la forma en que se aplican los principios del libro en situaciones profesionales y personales comunes. Me gustaría dar las gracias a las siguientes personas que, bien directamente o a través de los instructores de sus cursos, han contribuido con las reseñas de los lectores de pasadas ediciones: Pat Bobbs, Hartnut Bock, Annie Carto, Michael Conroy, William Cooper, Alicia Friedman, William Graziano, Jonathan Harries, Mark Hastings, Endayehu Kendie, Karen Klawer, Danuta Lubnicka, James Michaels, Steven Moysey, Katie Mueller, Paul Nail, Dan Norris, Sam Omar, Alan J. Resnik, Daryl Retzlaff, Geofrey Rosenberger, Joanna Spychala, Robert Stauth, Dan Swift y Karla Vasks. Quiero dar las gracias especialmente a quienes han elaborado nuevas reseñas de lectores en esta edición: Laura Clark, Jake Epps, Juan Gomez, Phillip Johnston, Paola, Joe St. John, Carol Thomas, Jens Trabolt, Lucas Weimann, Anna Wroblewski y Agrima Yadav. También me gustaría invitar a los lectores a que colaboren con comentarios similares para su posible publicación en una futura edición. Pueden enviármelos a [email protected]. Por último, si desean más información relativa a Influencia pueden obtenerla en www.InfluenceAtWork.com. Además de los cambios de esta edición que consisten en ampliaciones actualizadas de elementos que existían previamente en el libro, aparecen por vez primera otros tres. Uno de ellos es la exploración de aplicaciones de Internet sobre tácticas constatadas de influencia social. Está claro que las redes sociales y las páginas de comercio electrónico han sabido aprovechar las lecciones de la ciencia de la persuasión. De esta forma, cada capítulo incluirá ahora buzones electrónicos creados especialmente para ello, ilustraciones de cómo se ha realizado esta migración a tecnologías actuales. El segundo elemento novedoso es el uso destacado de notas como lugares donde los lectores podrán encontrar menciones a las investigaciones descritas en el texto, así como otras menciones y descripciones de materiales relacionados. Las notas permitirán ahora una descripción más inclusiva de los temas tratados. Por último, y como elemento más importante, he añadido al libro un séptimo principio universal de la influencia social: el principio de la unidad. En el capítulo dedicado a la unidad, describo la existencia de individuos que, convencidos de que un comunicador comparte una significativa identidad personal o social con ellos, se vuelven notablemente más susceptibles a los encantos persuasivos de ese comunicador. INTRODUCCIÓN Ahora puedo confesarlo sin problema. He sido un tonto toda mi vida. Hasta donde puedo recordar, he sido presa fácil de los discursos de vendedores ambulantes, recaudadores de donativos y agentes de todo tipo. Cierto es que tan solo algunos tenían propósitos deshonestos. Los demás, representantes de ciertas instituciones benéficas, por ejemplo, actuaban con la mejor de las intenciones. Da igual. El caso es que, con una inquietante frecuencia, me he visto en posesión de suscripciones a revistas que no deseaba leer o entradas a fiestas de empleados de saneamientos a las que no deseaba asistir. Probablemente, este largo historial de inocentón explique mi interés por el estudio de la persuasión: ¿qué factores son los que provocan que una persona diga que sí a otra? ¿Y de qué técnicas se valen con mayor eficacia estos factores para conseguir la persuasión? ¿Por qué una petición realizada de cierta manera termina siendo rechazada mientras otra en la que se solicita el mismo favor pero de una forma ligeramente distinta obtiene una respuesta positiva? Así, como psicólogo social experimental, empecé a estudiar la psicología de la persuasión. En un principio, la investigación tomó la forma de experimentos realizados, en su mayor parte, en mi laboratorio y con estudiantes universitarios. Quería averiguar qué principios psicológicos influían en la tendencia a acceder a una petición. En la actualidad, los psicólogos conocen bastante bien estos principios, lo que son y cómo funcionan. Yo he llamado a estos principios armas de influencia y voy a tratar en este libro algunos de los más importantes. Sin embargo, después de un tiempo, empecé a darme cuenta de que el trabajo experimental, aunque necesario, no era suficiente. No me permitía valorar la importancia de dichos principios en el mundo exterior, lejos del laboratorio de psicología y del campus universitario donde los estaba examinando. Estaba claro que, si deseaba entender del todo la psicología de la persuasión, iba a tener que ampliar mi ámbito de investigación. Tendría que acudir a los profesionales de la persuasión, a las personas que durante toda mi vida habían hecho uso de esos principios conmigo. Ellos saben lo que funciona y lo que no; así lo establece la ley de la supervivencia de los más fuertes. Su labor consiste en buscar nuestra conformidad; su sustento depende de ello. Los que no saben cómo hacer que los demás accedan a sus peticiones terminan cayendo pronto; los que sí, permanecen y salen adelante. Por supuesto, los profesionales de la persuasión no son los únicos que conocen la existencia de estos principios y se sirven de ellos para conseguir sus objetivos. Todos los empleamos y, en cierto modo, terminamos siendo sus víctimas en nuestras interacciones diarias con vecinos, amigos, amantes y familiares. Pero quienes practican la persuasión cuentan con mucho más que el conocimiento vago y chapucero de lo que funciona que los demás tenemos. Tras pensarlo mucho, supe que eran la mayor fuente de información sobre la persuasión que tenía a mi disposición. Así, a lo largo de casi tres años, combiné mis estudios experimentales con un proyecto mucho más entretenido: me sumergí de una forma metódica en el mundo de los profesionales de la persuasión –agentes de ventas, recaudadores de fondos para beneficencia, comerciantes, captadores, etc.–. Mi intención era observar desde dentro las técnicas y estrategias más comunes y eficaces de las que se sirve una amplia gama de profesionales de la persuasión. A veces, este programa de observación tomaba la forma de entrevistas con esos profesionales y, otras, con los enemigos naturales de algunos de ellos (por ejemplo, agentes de la policía que investigan delitos de estafa, periodistas de investigación, asociaciones de consumidores). En otras ocasiones, requería de un análisis a fondo de los materiales escritos a través de los cuales se han transmitido de generación en generación las técnicas de persuasión, como manuales de ventas y similares. La mayoría de las veces, sin embargo, tomó la forma de observación participativa, un método de investigación en el cual el investigador se convierte en una especie de espía. Con identidad e intenciones falsos, el investigador se infiltra en el escenario deseado y se convierte en participante de pleno derecho del grupo que va a estudiar. De esta forma, cuando quería conocer las tácticas de persuasión empleadas por entidades dedicadas a la venta de revistas (o de aspiradoras, retratos o suplementos alimenticios) respondía a algún anuncio en el que buscaran vendedores en formación y conseguía que me enseñaran los métodos que seguían. Por medio de sistemas no idénticos aunque similares, pude introducirme en agencias de publicidad, de relaciones públicas y de recaudación de fondos para entidades benéficas con el fin de examinar sus técnicas. Buena parte del material que aparece en este libro procede, por tanto, de mi experiencia como fingido profesional de la persuasión, o aspirante a ello, en una gran variedad de organizaciones que se dedican a conseguir nuestra conformidad. Hubo un aspecto de lo que aprendí durante mis tres años de observación participativa que me pareció de lo más ilustrativo. Aunque hay miles de tácticas empleadas por los profesionales de la persuasión para conseguir nuestra conformidad, la mayoría se pueden incluir en siete categorías básicas. Cada una de estas categorías se rige por un principio psicológico fundamental que dirige el comportamiento humano y que, de ese modo, proporciona a la táctica su poder. El presente libro está ordenado en torno a esos siete principios, cada uno de ellos en un capítulo. Estos principios –reciprocidad, simpatía, aprobación social, autoridad, escasez, compromiso y coherencia, y unidad– se analizan tanto en lo referente a su función en la sociedad como a la forma en que su enorme fuerza puede ser empleada por un profesional de la persuasión, que los incorporará hábilmente en solicitudes de compra, donativos, concesiones, votos o aprobación[3]. Cada principio se analiza en cuanto a su capacidad para provocar en las personas una forma determinada de conformidad automática e inconsciente: la disposición a decir que sí sin antes pensarlo. Las pruebas muestran que el ritmo siempre acelerado y la información apabullante de la vida moderna harán que esta forma de conformidad irreflexiva sea cada vez más predominante en el futuro. Por lo tanto, cada vez será más importante que la sociedad entienda el cómo y el porqué de la influencia automática. Por último, en esta edición he ordenado los capítulos de tal forma que se ajusten a las conclusiones de mi colega el doctor Gregory Neidert en lo concerniente a cómo determinados principios resultan más útiles que otros, dependiendo de cuál sea el objetivo que el comunicador desee alcanzar con un mensaje. Por supuesto, cualquier aspirante a influyente desea provocar un cambio en los demás. Pero, según el Modelo de Motivaciones Fundamentales de la Influencia Social del doctor Neidert, el principal objetivo del comunicador afecta en ese momento a cuáles son los principios de influencia que dicho comunicador debe priorizar. Por ejemplo, el modelo establece que una de las principales motivaciones (objetivos) del que busca persuadir requiere que se cultive una relación positiva. La investigación demuestra que es más probable que los mensajes logren su objetivo si se consigue que los receptores alberguen antes sentimientos favorables con respecto al mensajero. Tres de los siete principios de influencia – reciprocidad, simpatía y unidad– parecen ser especialmente adecuados para esta tarea. En otras situaciones, quizá cuando exista ya una buena relación, puede tener prioridad el objetivo de reducir la inseguridad. Al fin y al cabo, el hecho de tener una relación positiva con un comunicador no significa necesariamente que se pueda persuadir a los destinatarios del mensaje. Antes de que puedan cambiar de idea, la gente quiere asegurarse de que cualquier decisión a la que se les insta sea sensata. Según el modelo, en estas circunstancias, no se deben olvidar nunca los principios de aprobación social y autoridad pues, efectivamente, resulta lógico tener la certeza de que una decisión sea bien vista por semejantes o por expertos. Pero incluso habiendo cultivado una relación positiva y logrado la reducción de la inseguridad, aún queda otro objetivo por alcanzar para aumentar la probabilidad de un cambio de conducta. En dicha situación, el de acción motivadora pasa a ser el objetivo principal. Es decir, un amigo muy apreciado puede ser para mí prueba suficiente de que casi todos crean que el ejercicio diario es algo bueno y que los principales expertos en medicina apoyan fervientemente sus beneficios para la salud, pero esa prueba puede no resultar suficiente para conseguir que yo lo haga. Ese amigo hará bien en incluir en cualquier petición los principios de coherencia y escasez. Dicho amigo podría hacerlo recordándome, por ejemplo, que en el pasado yo he hablado públicamente de lo importante que es mi salud (coherencia) y de los placeres tan únicos que echaría en falta si no la tuviera (escasez). Ese es el mensaje que casi con toda seguridad haría que yo pasara de tomar una sencilla decisión de actuar a la de dar pasos basados en esa decisión. Por consiguiente, es el mensaje que con más seguridad conseguirá que yo me levante por la mañana para ir al gimnasio. De esta forma, el orden de los capítulos tiene en cuenta qué principios son los más indicados para alcanzar estos tres principios de los que buscan la persuasión: reciprocidad, simpatía y unidad para los casos en los que el cultivo de la relación sea primordial; seguidos de la aprobación social y la autoridad cuando lo más importante sea reducir la inseguridad; y después, la coherencia y la escasez en caso de que la acción motivadora sea el objetivo principal. Es importante dejar claro que no estoy insinuando que estos grupos de principios sean las únicas opciones para conseguir sus respectivos fines. Más bien, lo único que sugiero es que si están disponibles para conseguir cierto objetivo, el hecho de no servirse de ellos podría ser un gran error. CAPÍTULO UNO ARMAS DE INFLUENCIA HERRAMIENTAS (DE PODER) DE LAS TRANSACCIONES La civilización avanza al ampliar el número de operaciones importantes que podemos realizar sin pensar en ellas. Alfred North Whitehead La simplicidad es la máxima sofisticación. Leonardo da Vinci Este libro muestra numerosos resultados de investigaciones que, en un principio, pueden parecer desconcertantes, pero que se pueden explicar mediante el conocimiento de las inclinaciones naturales de los humanos. Hace un tiempo, llegué a una importante conclusión cuando leí un estudio por el que se ofrecía a unos voluntarios una bebida energética creada para aumentar las capacidades mentales. A algunos de los voluntarios se les cobró el precio de venta al público (1,89 dólares); a otros se les dijo que, debido a que el investigador había comprado una gran cantidad, solo tendrían que pagar 89 centavos. A ambos grupos se les pidió a continuación que resolvieran tantos rompecabezas como les fuera posible en treinta minutos. Yo esperaba que el segundo grupo, al sentirse bien por la reducción de precio, se esforzara más y resolviera más problemas. Me equivoqué. Ocurrió lo contrario[4]. El resultado me recordó a una llamada que había recibido unos años antes. Me la hizo una amiga que había abierto una tienda de joyería india en Arizona. Se sentía desconcertada por un hecho muy curioso. Acababa de ocurrir algo sorprendente y pensó que yo, como psicólogo, podría darle alguna explicación. Se trataba de un asunto relacionado con cierta partida de joyas con turquesas cuya venta le había supuesto muchas dificultades. Era plena temporada turística, la tienda estaba especialmente abarrotada de clientes y las joyas de turquesas eran de buena calidad en relación con el precio que ella pedía. Sin embargo, no las había vendido. Mi amiga había probado con un par de trucos de venta habituales para deshacerse de ellas. Intentó llamar la atención sobre ellas cambiándolas a una vitrina del centro, pero no hubo suerte. Incluso pidió a sus dependientas que «insistiesen» en esas joyas, pero tampoco lo consiguió. Por fin, la noche antes de salir de viaje para comprar más material, garabateó con exasperación una nota dirigida a su jefa de dependientas: Todo lo que hay en esta vitrina a un precio x 1/2 con la esperanza de poder deshacerse de las malditas joyas, aunque perdiera dinero. Cuando volvió unos días después, no le sorprendió ver que se habían vendido todos esos artículos. Pero sí se quedó pasmada al descubrir que, como la dependienta había entendido que el «1/2» de su mensaje garabateado era un «2», toda la vitrina se había vendido por el doble de su precio original. Fue entonces cuando me llamó. Yo creía saber lo que había pasado pero le dije que, para explicarle todo bien, tendría que escuchar antes otra anécdota mía. En realidad, no es sobre mí, sino sobre unos pavos, y está relacionada con la etología, la ciencia que estudia a los animales en sus entornos naturales. Las pavas son muy buenas madres, cariñosas, vigilantes y protectoras. Dedican gran parte de su tiempo a atender, calentar, limpiar y acurrucar a sus polluelos debajo de ellas; pero hay en su método algo que resulta extraño. Prácticamente todos esos cuidados los provoca una cosa: el continuo piar de los jóvenes polluelos. Otras características propias de los polluelos, como el olor, el tacto o su aspecto, parecen representar un papel menos importante en los cuidados maternales. Si un polluelo pía, su madre se ocupa de él; si no lo hace, la madre no le presta atención o, en algunos casos, lo mata. La extrema dependencia del comportamiento de las pavas madres respecto a este sonido quedó claramente ilustrada en un experimento realizado con una pava y una mofeta disecada. Para cualquier pava, una mofeta es un predador natural cuya cercanía provocará fuertes graznidos, picotazos y rasguños. De hecho, el experimento mostró que incluso un ejemplar de mofeta disecada, al ser arrastrado con una cuerda hasta una pava madre, recibía un inmediato y furioso ataque. Sin embargo, cuando el animal disecado guardaba en su interior una pequeña grabadora que reproducía el piar de unos polluelos de pavo, la madre no solo toleraba el acercamiento de la mofeta, sino que incluso la cobijaba debajo de ella. Cuando se apagaba la reproducción, la mofeta disecada era de nuevo víctima de un furioso ataque. Clic, activación Qué ridículo parece el comportamiento de la pava en estas circunstancias: acepta a un enemigo natural solo porque pía y maltrata o mata a uno de su polluelos simplemente porque no lo hace. Actúa como un autómata cuyo instinto maternal estuviese controlado por ese único sonido. Los etólogos nos dicen que este tipo de comportamiento no es solo característico de los pavos. Se han empezado a identificar pautas de comportamientos puramente mecánicos en una gran variedad de especies. Conocidas como pautas de acción fija, pueden incluir complicadas secuencias de comportamiento, tales como el cortejo completo o los rituales de apareamiento. Una característica fundamental de estas pautas es que los comportamientos que las componen se suceden prácticamente de la misma forma y en el mismo orden cada vez que ocurren. Es como si estas pautas fuesen casi como programas instalados en el interior de los animales. Cuando una situación requiere un cortejo, se activa el programa del cortejo; cuando la situación requiere realizar los cuidados de una madre, se activa el programa del comportamiento maternal. Se produce un clic y se pone en marcha el programa correspondiente; se activa y se inicia la secuencia habitual de comportamientos. Lo más interesante de todo esto es la forma en que se ponen en marcha los programas. Cuando, por ejemplo, un animal actúa para defender su territorio, es la intrusión de otro animal de la misma especie la que da la entrada al programa de defensa territorial con estricta vigilancia, amenaza y, si es necesario, combate. Sin embargo, este sistema tiene una particularidad. No es el rival en su totalidad el que acciona el mecanismo, el desencadenante es alguna característica concreta. A menudo, ese desencadenante será un aspecto insignificante de la totalidad que supone el intruso que se acerca. A veces, es el tono de un color. Los experimentos de muchos etólogos han demostrado, por ejemplo, que un petirrojo macho, al actuar como si un rival hubiese entrado en su territorio, atacará con virulencia a un simple montón de plumas de petirrojo colocado allí. Al mismo tiempo, no prestará atención alguna a un ejemplar disecado de petirrojo que carezca de dichas plumas. Se han visto resultados similares con otra especie de pájaro, el pechiazul, para quien el desencadenante de la respuesta de defensa del territorio es un tono específico de las plumas azules del pecho[5]. Antes de mirar con engreimiento la facilidad con que esos desencadenantes pueden engañar a animales inferiores y provocar en ellos reacciones completamente inadecuadas para determinada situación, deberíamos tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, que las pautas automáticas de acción fija de estos animales funcionan muy bien la mayoría de las ocasiones. Dado que solo los polluelos de pavo normales y sanos emiten ese sonido tan peculiar, es lógico pensar que las madres reaccionen con una respuesta maternal ante ese simple sonido. Al reaccionar a ese único estímulo, la mayoría de las pavas se comportarán casi siempre de forma adecuada. Se necesita que sufran algún engaño, como el de un científico, para que su respuesta automática parezca ridícula. Lo segundo que debemos saber es que también nosotros contamos con programas predeterminados y, pese a que normalmente actúan en beneficio nuestro, los desencadenantes que los activan pueden engañarnos y hacer que pongamos en marcha el programa pertinente cuando no debemos. Esta forma paralela de automaticidad humana ha quedado bien patente en un experimento realizado por la psicóloga social Ellen Langer y sus colaboradores. De acuerdo con un conocido principio del comportamiento humano, cuando pedimos a alguien que nos haga un favor, tendremos más posibilidades de conseguirlo si le damos un motivo. A las personas les gusta tener motivos para hacer algo. Langer demostró este hecho nada sorprendente cuando pidió un pequeño favor a las personas que hacían cola para utilizar la fotocopiadora de una biblioteca: «Perdona, tengo cinco páginas. ¿Puedo usar la fotocopiadora? Porque tengo prisa». La efectividad de esta petición acompañada de un motivo fue casi total: el 94 por ciento de las personas dejaron que se saltara la cola. Comparemos ahora este porcentaje de éxito con los resultados que obtuvo cuando simplemente preguntó: «Perdona, tengo cinco páginas. ¿Puedo usar la fotocopiadora?». En estas circunstancias solamente el 60 por ciento accedió. A primera vista, parece que la diferencia esencial entre las dos peticiones estaba en la información adicional que proporcionó en la frase «porque tengo prisa». Sin embargo, un tercer tipo de petición demostraba que no era así. Al parecer, no fue toda la secuencia de palabras sino solo la primera, «porque», lo que provocó el cambio. En lugar de ofrecer una razón real para obtener la conformidad, en el tercer tipo de petición Langer usó la palabra «porque» y, a continuación, sin añadir nada nuevo, se limitó a repetir lo que era obvio: «Perdona, tengo cinco páginas. ¿Puedo usar la fotocopiadora? Porque tengo que hacer unas fotocopias». El resultado fue, una vez más, que casi todos (el 93 por ciento) accedieron, a pesar de que no se había añadido ninguna razón real ni tampoco ninguna información nueva que justificara esa conformidad. Igual que el sonido del piar de los polluelos había desencadenado una respuesta maternal automática por parte de las pavas, aun cuando ese sonido lo emitiera una mofeta disecada, la palabra «porque» provocaba una respuesta de conformidad automática en los sujetos del experimento de Langer, a pesar de que no se les diera ninguna razón para dar su conformidad. Clic, activación[6]. Pese a que otros descubrimientos de Langer muestran que existen muchas situaciones en las que el comportamiento humano no funciona de forma mecánica ni se activa con un clic, tanto ella como otros investigadores están convencidos de que la mayor parte de las veces sí lo hace. Por ejemplo, veamos el extraño comportamiento de aquellos clientes de la joyería que no se abalanzaron sobre las joyas de turquesas hasta que se pusieron, por una equivocación, al doble de su precio original. No le veo ningún sentido a ese comportamiento a no ser que se considere desde el prisma del clic, activación. Los clientes, la mayoría de ellos turistas adinerados con pocos conocimientos sobre las turquesas, se sirvieron de un principio simplista –un estereotipo– para realizar su compra: caro = bueno. Varias investigaciones demuestran que las personas que no están muy seguras de la calidad de un artículo, se sirven a menudo de este estereotipo. Así, a esos turistas, que querían comprar joyas «buenas», las de turquesas les parecieron decididamente más valiosas y deseables cuando su único valor que había aumentado era el del precio. Solo el precio se había convertido en el desencadenante de la calidad y solo un fuerte aumento del precio llevó a que se produjera un fuerte incremento en las ventas entre aquellos compradores tan ansiosos de calidad. RESEÑAS DE LOS LECTORES 1.1 De un estudiante de Doctorado en Dirección de Empresas Un hombre que regenta una tienda de joyas antiguas en mi ciudad cuenta siempre la anécdota de cómo aprendió la lección de influencia social de caro = bueno. Un amigo suyo quería hacer un regalo de cumpleaños especial a su prometida. Así que el joyero escogió un collar que habría vendido en su tienda por 500 dólares pero estaba dispuesto a dejar que su amigo lo comprara por 250. En cuanto lo vio, el amigo se enamoró de la joya. Pero cuando el joyero le mencionó el precio de 250 dólares, su expresión cambió y empezó a arrepentirse del trato porque lo que él quería era algo «bueno de verdad» para su futura esposa. Cuando al día siguiente el joyero entendió qué era lo que había pasado, llamó a su amigo y le pidió que volviera a la tienda porque quería enseñarle otro collar. Esta vez, le mostró la nueva joya a su precio normal de 500 dólares. A su amigo le gustó tanto que la compró al instante. Pero antes de que le diera el dinero, el joyero le dijo que, como regalo de bodas, le iba a rebajar el precio a la mitad. El hombre estaba encantado. Ahora, en lugar de encontrar ofensivo el precio de 250 dólares, se mostró feliz –y agradecido– por comprarlo. Nota del autor: Hay que tener en cuenta, al igual que en el caso de los compradores de las turquesas, que se trataba de una persona que quería asegurarse de que era un buen artículo y que despreció una joya de bajo precio. Estoy seguro de que, además de la regla de que caro = bueno, existe también un lado malo, una regla de que barato = malo que también se puede aplicar a nuestro modo de pensar. Al fin y al cabo, la palabra «barato» no solo significa que sea de bajo precio, sino también inferior. Simplificar apostando por el atajo Resulta fácil culpar a los turistas de sus ridículas decisiones al hacer sus compras, pero al estudiarlo con más atención puede verse desde una perspectiva más amable. Se trataba de personas a las que siempre se les había enseñado la regla de que «lo barato sale caro», y habían visto cómo esta regla se cumplía una y otra vez a lo largo de sus vidas. No tardaron mucho en entender que eso quería decir que lo caro era bueno. El estereotipo de caro = bueno les había funcionado en el pasado porque normalmente el precio de un artículo aumenta a la vez que su valor; un precio más alto refleja generalmente una mayor calidad. Así, cuando se vieron en la situación de desear adquirir buenas joyas de turquesas sin tener mucho conocimiento sobre ellas, es comprensible que se fiaran del viejo dato del precio para determinar las cualidades de las joyas. Aunque probablemente no se dieron cuenta de ello, cuando los turistas reaccionaban solo al precio, simplemente estaban buscando un atajo entre sus probabilidades de salir ganando. En lugar de hacer uso de todas las posibilidades con las que contaban tratando de examinar de forma exhaustiva cada aspecto que repercute en el valor de las joyas de turquesas, lo simplificaron todo y se fiaron solo de uno de ellos, el que esperaban que revelara la calidad de cualquier artículo. Apostaron solo por el precio para saber lo que necesitaban. Esta vez, debido a que alguien había confundido «1/2» con «2», su apuesta les salió mal. Pero a la larga, durante todas las situaciones pasadas y futuras que se suceden en la vida, apostar por ese atajo supone la forma más racional de enfrentarse a ellas. Nos encontramos ahora en condiciones de explicar el desconcertante resultado del primer estudio contemplado en este capítulo, el que mostraba cómo las personas a las que se les daba una bebida que supuestamente aumentaba su capacidad para resolver problemas, solucionaban más cuando pagaban más dinero por la bebida. Los investigadores relacionaron este resultado con el estereotipo de caro = bueno: esas personas declararon que esperaban que la bebida funcionara mejor si costaba 1,89 dólares que si costaba 89 centavos; y lo increíble es que esa simple expectación se hizo realidad. Un fenómeno similar ocurrió en otro estudio distinto en el que a los participantes se les daba un analgésico antes de recibir pequeñas descargas eléctricas. A la mitad se les dijo que el analgésico costaba 10 centavos cada uno, mientras que a la otra mitad se le dijo que el precio era de 2,50 dólares. Aunque, en realidad, todos recibieron el mismo analgésico, los que creían que era más caro lo clasificaron como mucho más efectivo a la hora de disminuir el dolor de las descargas[7]. Este tipo de comportamiento automático y estereotipado prevalece en buena parte de la actividad humana pues, en muchos casos, es la forma más eficaz de comportarse y, en otros, simplemente es necesaria. Vivimos en un entorno extraordinariamente complicado; quizá el más complejo y cambiante que haya habido nunca en este planeta. Para manejarnos en él necesitamos simplificar los atajos. No se puede esperar que identifiquemos y analicemos todos los aspectos de cada persona, acontecimiento y situación que nos encontremos en un solo día. No contamos con el tiempo, la energía ni la capacidad para hacerlo. En lugar de ello, debemos servirnos a menudo de nuestros estereotipos, de nuestras reglas de oro, para clasificar las cosas de acuerdo con unos pocos aspectos clave y, a continuación, reaccionar sin tener que pensar si está presente uno u otro desencadenante. Imagen 1.1: Caviar y destreza. El mensaje que se comunica con este anuncio de Dansk es, A veces, el comportamiento que se desarrolla no será el adecuado para la situación, porque ni siquiera los mejores estereotipos y desencadenantes funcionan siempre. Aceptamos sus imperfecciones porque, en realidad, no tenemos elección. Sin estas simplificaciones nos quedaríamos paralizados – catalogando, valorando y calibrando– mientras que el tiempo para actuar se agota a toda velocidad. Según todos los indicios, en el futuro recurriremos mucho más a estos estereotipos. Mientras los estímulos que saturan nuestras vidas sigan creciendo de una forma más compleja y variable, tendremos que depender cada vez más de nuestros atajos para poder manejarlos todos. Los psicólogos han desvelado muchos de los atajos mentales que empleamos al tomar nuestras decisiones cada día. Conocidos como heurísticos críticos, estos atajos funcionan de forma muy parecida a la regla caro = bueno, permitiendo un pensamiento simplificado que la mayoría de las veces funciona bien pero que, en ocasiones, nos hace vulnerables a posibles equivocaciones que pueden ser graves. De especial importancia en este libro son esos heurísticos críticos que nos dicen cuándo debemos creer o hacer lo que se nos dice. Veamos, por ejemplo, el atajo que dice: «Si lo dice un experto, será verdad». Como veremos en el capítulo cinco, existe en nuestra sociedad una inquietante tendencia a aceptar de manera irreflexiva las afirmaciones e indicaciones de personas que, al parecer, son autoridades en una materia. Es decir, que en lugar de pensar en los argumentos de un experto y convencernos (o no), con frecuencia no prestamos atención a esos argumentos y nos dejamos convencer por el experto por el solo hecho de serlo. Esta tendencia a responder de forma mecánica ante una parte de la información en una situación dada es lo que hemos llamado respuesta automática o respuesta clic, activación; la tendencia a responder basándonos en un análisis completo de toda la información puede conocerse como respuesta controlada. Gran parte de la investigación de laboratorio ha demostrado que es más probable que las personas traten la información de una forma controlada cuando tienen tanto el deseo como la capacidad de analizarla con atención; de no ser así, es probable que se sirvan de una forma más fácil de enfrentarse, la de clic, activación. Por ejemplo, en un estudio, un grupo de estudiantes escucharon la grabación de un discurso que defendía la idea de exigir a los alumnos del último curso que se sometieran a unos exámenes exhaustivos antes de poder lograr su licenciatura. Este asunto afectaba personalmente a algunos de los estudiantes, pues se les dijo que esos exámenes podrían entrar en vigor al año siguiente, antes de que ellos hubieran tenido oportunidad de licenciarse. Por supuesto, esta noticia provocó que quisieran analizar los argumentos a fondo. Sin embargo, para otros participantes en el mismo estudio, el problema carecía de importancia a nivel personal, pues se les dijo que los exámenes no empezarían hasta mucho después de que se hubiesen licenciado; por lo tanto, estos alumnos no tuvieron la necesidad imperiosa de analizar con detenimiento la validez de los argumentos. Los resultados de este estudio fueron claros: los alumnos sin implicación personal en el asunto fueron los primeros en quedar convencidos por la experiencia de quien pronunciaba el discurso en el ámbito de la educación; hicieron uso de la regla «si lo dice un experto, será verdad» y prestaron poca atención a la solidez de los argumentos del orador. Por otra parte, los alumnos a los que el problema afectaba personalmente no dieron importancia a la experiencia del conferenciante y prestaron atención principalmente a la calidad de sus argumentos. Así pues, parece ser que en lo que respecta al peligro que representa la respuesta clic, activación, nos valemos de una red de seguridad. Nos resistimos a ceder a la superflua seducción de hacer caso a un solo factor (desencadenante) de la información y reaccionar a él cuando nos enfrentamos a un asunto que es importante para nosotros. No cabe duda de que este suele ser el caso. Pero no me quedo del todo satisfecho. Recordemos lo que hemos aprendido de que es probable que las personas respondan de un modo reflexivo y controlado solo cuando tengan tanto el deseo como la capacidad para hacerlo. He quedado impresionado al descubrir indicios que indican que la forma y el ritmo de la vida moderna no nos permiten tomar decisiones de manera completamente consciente, ni siquiera en muchos asuntos importantes a nivel personal. A veces, esos asuntos son tan complicados, el tiempo tan ajustado, las distracciones tan invasivas, la excitación emocional tan fuerte o la fatiga mental tan profunda, que no estamos en condiciones cognitivas como para actuar de manera consciente. Se trate o no de una cuestión importante, tenemos que tomar el atajo. Es posible que esto último se entienda de una forma mucho más clara con el caso de las posibles consecuencias de vida o muerte provocadas por un fenómeno que los directivos de las compañías aéreas han calificado como capitanitis. Los investigadores de accidentes de la Administración Federal de Aviación estadounidense han visto que, con frecuencia, un error obvio cometido por un capitán de vuelo no era corregido por el resto de la tripulación y terminaba en un accidente. Al parecer, pese a la evidente y seria importancia personal de la situación, la tripulación hacía uso de la regla «Si lo dice un experto, será verdad» y no advertía el catastrófico error del comandante ni reaccionaba ante él[8]. Imagen 1.2: Las catastróficas consecuencias de la capitanitis. Minutos antes de que este av Los oportunistas Resulta extraño que, a pesar de lo extendido que está actualmente su uso y de su inminente importancia en el futuro, la mayoría de nosotros conozca tan poco nuestras pautas de comportamiento automático. Quizá la razón esté precisamente en la forma mecánica e irreflexiva en que tienen lugar. Cualquiera que sea la razón, es fundamental que conozcamos con claridad una de sus propiedades. Nos hacen enormemente vulnerables ante alguien que sí sepa cómo funcionan. Para comprender bien la naturaleza de nuestra vulnerabilidad, acudamos de nuevo al trabajo de los etólogos. Resulta que estos estudiosos del comportamiento animal, con sus grabaciones de pájaros piando y sus montoncitos de plumas de colores, no son los únicos que han descubierto cómo activar los programas de comportamiento de distintas especies. Existe un grupo de organismos, conocidos como miméticos, que copian los desencadenantes de otros animales con el fin de confundir a los animales para que pongan en marcha un comportamiento adecuado para otro momento. Los miméticos sacan partido de esta acción completamente inadecuada en beneficio propio. Veamos por ejemplo la trampa mortal que tienden las hembras de un género de luciérnagas (Photuris) a los machos de otro género (Photinus). Es comprensible que los machos Photinus se cuiden de evitar el contacto con las sanguinarias hembras del Photuris. Sin embargo, a lo largo de muchos siglos de selección natural, la cazadora Photuris ha encontrado un punto débil en su presa: un código de cortejo por el cual los miembros de la especie de las víctimas parpadean de un modo especial para indicar a la otra que están listos para el apareamiento. Imitando las destellantes señales de apareamiento de su presa, la asesina consigue darse un festín con los cuerpos de los machos cuyo comportamiento de cortejo desencadenado les hace volar mecánicamente hacia un abrazo no de amor, sino mortal. En la lucha por la supervivencia, casi toda forma de vida tiene su organismo mimético, incluso hasta algunos de los agentes patógenos más primitivos. Al adoptar determinados rasgos fundamentales de hormonas o nutrientes útiles, estos inteligentes virus y bacterias pueden conseguir acceder a una célula hospedadora sana. El resultado es que la célula sana comete la ingenuidad de mostrarse dispuesta a introducir en sí misma enfermedades como la rabia, la mononucleosis y el resfriado común[9]. Por tanto, no debería sorprender que exista un potente pero triste paralelismo en el comportamiento humano. Nosotros también tenemos oportunistas que imitan factores desencadenantes de nuestro propio estilo de respuesta automática. Al contrario que la mayoría de las secuencias de respuesta instintiva de los no humanos, nuestros programas automáticos se desarrollan normalmente a partir de principios psicológicos o estereotipos que hemos aprendido a aceptar. Aunque varían con respecto a la fuerza, algunos de estos principios poseen una notable capacidad para dirigir la acción humana. Hemos estado sometidos a ellos desde épocas tan tempranas de nuestras vidas y nos han ido moviendo tanto desde entonces, que apenas somos conscientes de su poder. No obstante, a los ojos de otras personas, cada uno de estos principios es un arma que siempre se puede detectar y siempre está a punto, un arma de influencia automática. Pongamos por ejemplo el principio de la aprobación social, según el cual las personas tienen tendencia a creer o hacer lo que ven que creen o hacen los que le rodean. Actuamos de acuerdo con ello cada vez que miramos reseñas o valoraciones de productos antes de hacer una compra por Internet. Pero, una vez que estamos en la página de las reseñas, tenemos que enfrentarnos a los miméticos de nuestra propia marca, personas que falsifican reseñas auténticas e insertan otras falsas. Por suerte, en el «Buzón electrónico» 1.1 aparecen distintos modos de localizar esas falsificaciones. BUZÓN ELECTRÓNICO 1.1 Cómo localizar reseñas falsas en Internet con un 90 por ciento de precisión, según la ciencia Un nuevo programa informático identifica reseñas falsas con increíble precisión. Por Jessica Stillman. Colaboradora en Inc.com @EntryLevelRebel Cuando compramos artículos por Internet, ya sea para nosotros o para nuestro negocio, es probable que las reseñas tengan un gran peso en nuestra toma de decisión. Buscamos las opiniones de otros compradores en Amazon, elegimos por la opción de las cinco estrellas en lugar de la que solo cuenta con cuatro estrellas y media, o reservamos el apartamento de Airbnb con los anteriores huéspedes más entusiastas. Por supuesto, también sabemos que estas reseñas pueden ser falsas –bien pagadas por el vendedor o introducidas de forma maliciosa por la competencia–. Un equipo de investigadores de la Universidad de Cornell decidió que la creación de un programa informático que pudiera identificar recomendaciones falsas parecía algo que podría tener utilidad. Y bien, ¿cuáles son los indicios de que una habitación de hotel que cuenta con cinco estrellas termine siendo estrecha o llena de moho, o de que un tostador muy bien valorado pueda estropearse antes de que le metas una simple rebanada de pan? Según las investigaciones de Cornell, hay que fijarse en si una reseña: • No es detallada. Resulta difícil describir lo que en realidad no has experimentado, razón por la que a menudo las reseñas falsas elogian los aspectos generales en lugar de ir a los más específicos. «Es más probable que las reseñas de hotel verdaderas, por ejemplo, usen palabras concretas relativas al hotel, como “baño”, “recepción” o “precio”. Los impostores escriben más sobre cosas que preparan el escenario, como “vacaciones”, “viaje de negocios” o “mi marido”». • Incluye más pronombres en primera persona. Según parece, cuando alguien quiere pasar por una persona sincera, habla más de sí misma. Probablemente esa sea la razón por la que palabras como «yo» y «mí» aparecen con más frecuencia en las reseñas falsas. • Tiene más verbos que sustantivos. El análisis del lenguaje muestra que las falsas tienden a incluir más verbos porque sus redactores sustituyen a menudo anécdotas agradables (o preocupantes) por un enfoque realista. Las reseñas auténticas tienen muchos más sustantivos. Por supuesto, estos indicios tan sutiles por sí solos no te convierten en un experto en la búsqueda de reseñas falsas, pero si se combinan con otros métodos de verificación de una reseña, como buscar distintos tipos de compradores confirmados o fechas y horas sospechosas, seguramente te irá mucho mejor que si actúas al azar. Nota del autor: Cuidado con los miméticos. Las páginas de reseñas de Internet están en constante guerra con las reseñas falsas. Deberíamos unirnos a su lucha. Un conjunto de comparativas nos muestra el porqué. Desde 2014 hasta 2018, incrementaron las respuestas favorables a reseñas de Internet en todas las categorías (por ejemplo, los que leían las reseñas antes de comprar aumentaron de un 88 por ciento a un 92), salvo una: los que confiaban en una empresa que tenía reseñas positivas cayeron del 72 al 68 por ciento. Parece ser que los miméticos están minando nuestra confianza en el valor del atajo que buscamos. Hay personas que saben muy bien dónde se encuentran las armas de influencia automática y las usan habitualmente y con destreza para conseguir lo que desean. Van de una reunión a otra pidiendo a otros que accedan a sus deseos y resulta deslumbrante la frecuencia con que lo consiguen. El secreto de su efectividad está en su modo de construir sus peticiones, su forma de pertrecharse con alguna de las armas de influencia existentes en el entorno social. Para ello, puede que simplemente sea necesaria una palabra bien elegida que se ajuste a un potente principio psicológico y ponga en marcha alguno de nuestros programas de comportamiento automático. Viene bien fiarse de los oportunistas si se quiere aprender con rapidez cómo aprovecharse de nuestra tendencia a responder mecánicamente de acuerdo con estos principios. Volvamos a mi amiga la propietaria de la joyería. Aunque se benefició por casualidad la primera vez, no tardó mucho en empezar a explotar con regularidad de forma intencionada el estereotipo caro = bueno. Ahora, durante la temporada turística intenta antes impulsar la venta de una joya que le ha resultado complicado mover mediante un aumento sustancial del precio. Dice que esto le resulta increíblemente rentable, que le genera un enorme beneficio. Y, aun cuando no consigue su objetivo de primeras, siempre puede marcar después ese artículo con una etiqueta de «precio reducido» y venderlo a buscadores de gangas por su precio original mientras sigue aprovechándose de sus reacciones de que caro = bueno ante el precio inflado[10]. Jujitsu Una mujer que practica jujitsu, el arte marcial japonés, usa apenas un mínimo de su propia fuerza contra su oponente. Sin embargo, sí explota el poder inherente en principios presentes por naturaleza, como la gravedad, la palanca, el impulso y la inercia. Si sabe cómo y dónde activar estos principios, le será fácil vencer a un rival físicamente más fuerte. Y lo mismo sucede con los que se sirven de las armas de influencia automática que existen a nuestro alrededor de modo natural. Los oportunistas pueden valerse del poder de estos principios contra sus objetivos empleando muy poco esfuerzo personal. Este último aspecto del proceso proporciona a los oportunistas otro enorme beneficio: la posibilidad de manipular sin que parezca manipulación. Incluso las propias víctimas tienden a ver su propia conformidad como una consecuencia de la acción de fuerzas naturales más que de los designios de la persona que se aprovecha de esa conformidad. Quizá sea necesario poner un ejemplo. Existe en la percepción humana un principio, el del contraste, que afecta al modo en que vemos la diferencia entre dos cosas que se nos presentan una después de la otra. Si el segundo objeto es, más o menos, diferente del primero, tendemos a verlo más distinto de lo que en realidad es. Así, si levantamos primero un objeto ligero y, después, otro pesado, pensamos que el segundo es más pesado que si lo hubiésemos hecho sin levantar antes el más ligero. El principio del contraste está sólidamente establecido en el campo de la psicofísica y se puede aplicar a todo tipo de percepciones. Si estamos vigilando nuestro peso y en el almuerzo tratamos de calcular el número de calorías de una hamburguesa con queso, lo consideraremos mucho más alto en calorías (un 38 por ciento en un estudio) si calculamos primero las calorías de una ensalada. Al contrastarlo con la ensalada, la hamburguesa nos parece ahora mucho más rica en calorías. De la misma forma, si en una fiesta estamos hablando con una persona atractiva y se nos acerca otra que lo es menos en comparación, esta última persona nos parecerá menos atractiva aún de lo que realmente es. Algunos investigadores nos advierten de que las personas con un atractivo irreal que aparecen en los medios de comunicación (actores, modelos) pueden provocar que nos sintamos menos satisfechos con el aspecto de las posibles parejas reales que tenemos a nuestra disposición a nuestro alrededor. Estos investigadores demostraron que una creciente exposición a los exagerados atractivos sexuales de esos sensuales modelos que aparecen en los medios disminuye el deseo sexual por nuestras verdaderas parejas[11]. Otra demostración de contraste perceptivo es la que he utilizado en mis clases para presentar este principio a mis alumnos. Cada estudiante se va sentando por turnos delante de tres cubos de agua –uno de agua fría, otro a la temperatura ambiente y el otro con agua caliente–. Tras meter una mano en el agua fría y la otra en el agua caliente, se le dice al alumno que meta las dos a la vez en el agua que está a temperatura ambiente. La expresión de divertida perplejidad que inmediatamente aparece en sus caras lo dice todo: aunque las dos manos están en el mismo cubo, la que antes estaba en el agua fría la nota como si ahora la hubiese metido en caliente, mientras que la que estaba en la caliente ahora la nota como si estuviese en agua fría. La conclusión es que la misma cosa, en este caso el agua a temperatura ambiente, puede parecer muy distinta dependiendo de la naturaleza de lo que le haya precedido. Es más, la percepción de otras cosas, tales como una nota en los estudios de la universidad, se puede ver afectada de manera parecida. Por ejemplo, véase en la imagen 1.3 la carta que apareció en mi mesa varios años atrás y que una estudiante universitaria envió a sus padres. Imagen 1.3: Contraste perceptivo y la universitaria Queridos mamá y papá: Desde que vine a la universidad no os he escrito y lamento mi falta de consideración por no haberlo hecho antes. Ahora os voy a poner al día, pero antes de que sigáis leyendo os pido que os sentéis. No leáis nada más hasta que os hayáis sentado, ¿vale? Bueno, allá voy. Ahora me encuentro bastante bien. La fractura de cráneo y la conmoción cerebral que sufrí al saltar por la ventana cuando se incendió mi residencia poco tiempo después de llegar aquí, casi se han curado ya. Pasé tan solo dos semanas en el hospital y ahora ya casi puedo ver con normalidad y solamente me mareo y me duele la cabeza una vez al día. Por suerte, el incendio de la residencia y mi salto lo presenció un empleado de la gasolinera de al lado y fue él quien llamó a los bomberos y a la ambulancia. Fue también a verme al hospital y, como yo no tenía donde vivir después del incendio, tuvo la amabilidad de invitarme a vivir con él en su apartamento. En realidad, es un sótano, pero bastante bonito. Es un chico muy bueno, estamos profundamente enamorados y tenemos planes para casarnos. Aún no hemos fijado la fecha, pero será antes de que se me empiece a notar el embarazo. Sí, papá y mamá, estoy embarazada. Sé lo mucho que deseáis ser abuelos y también sé que acogeréis bien al niño y le daréis el mismo amor, la dedicación y el cariño que me disteis a mí de niña. El motivo del retraso de la boda es que mi novio tiene una infección sin importancia que nos impide que superemos nuestros análisis de sangre prenupciales y, sin querer, me lo ha contagiado. Ahora que ya os he puesto al día de todo, quiero deciros que no hubo ningún incendio en la residencia, que no he tenido ninguna conmoción cerebral ni fractura craneal, que no he estado en el hospital, que no estoy embarazada, ni prometida ni contagiada y que no tengo ningún novio. Pero sí que he sacado un suficiente en Historia de los Estados Unidos y un suspenso en Química y quiero que veáis esas notas con la adecuada perspectiva. Vuestra querida hija, Sharon Nota del autor: Puede que Sharon haya suspendido Química, pero merece un sobresaliente en Psicología. Hay que asegurarse de no desaprovechar esa pequeña arma de influencia que nos proporciona el principio del contraste. La gran ventaja de este principio no está solo en que funciona, sino también en que resulta prácticamente indetectable. Quienes lo utilizan pueden aprovecharse de su influencia sin que parezca que han manipulado la situación en su propio beneficio. Los vendedores de ropa son un buen ejemplo. Supongamos que un hombre entra en una elegante tienda para comprarse un traje y un jersey. Si fueses tú el dependiente, ¿qué le enseñarías antes para conseguir que gaste la mayor cantidad posible de dinero? En las tiendas de ropa se les enseña a los dependientes a vender primero la prenda más cara. El sentido común podría sugerir lo contrario. Si un hombre acaba de gastarse un montón de dinero en comprar un traje, quizá se muestre reacio a gastar mucho más en un jersey; pero los dependientes saben bien lo que hacen. Se comportan conforme a lo que aconseja el principio del contraste: venden primero el traje porque cuando llegue el momento de ver los jerséis, incluso los caros, su precio no parecerá tan alto en comparación. Se puede aplicar el mismo principio a un hombre que desee comprar los accesorios (camisa, zapatos, cinturón) que conjunten bien con su traje nuevo. Al contrario de lo que podría indicar el sentido común, los hechos demuestran la predicción del principio del contraste. Es más rentable para los vendedores enseñar antes la prenda más cara; al no hacerlo, no solo se pierde la potencia del principio del contraste, sino que, además, se volverá en su contra. El hecho de enseñar antes un producto barato y, después, otro más caro, este último parecerá aún más caro –una consecuencia nada deseable para organizaciones dedicadas a las ventas–. De este modo, igual que es posible que el agua del mismo cubo pueda parecer más caliente o más fría dependiendo de la temperatura del agua de los cubos que se han presentado previamente, también es posible hacer que el precio de la misma prenda parezca más alto o más bajo dependiendo del precio de otra que se haya enseñado antes. Imagen 1.4: Una idea excelente. Existe toda una infinidad de aplicaciones del principio de El uso inteligente del contraste perceptivo no queda en absoluto limitado a las sastrerías. Yo encontré una técnica que implicaba el principio del contraste mientras estaba investigando en secreto las tácticas de persuasión en empresas de inmobiliarias. Para aprender los trucos del oficio, acompañé a un agente inmobiliario durante un fin de semana para enseñar casas a potenciales compradores. El vendedor, al que podemos llamar Phil, debía ayudarme durante mi periodo de adaptación. Enseguida me di cuenta de que siempre que Phil veía en un grupo de clientes a unos posibles compradores, empezaba enseñándoles una o dos casas poco atractivas que tenía en venta a precios excesivos. Se suponía que estas casas no estaban destinadas a la venta sino que solo se mostraban a los clientes de tal forma que otras propiedades del inventario de la empresa se beneficiaran de la comparación. No todos los vendedores hacían uso de las casas trampa, pero Phil sí. Decía que le gustaba ver cómo se iluminaban los ojos de sus posibles compradores cuando les enseñaba las casas que quería venderles después de que hubiesen visto las otras que estaban en peor estado. «La casa que les he llevado a ver les parece estupenda después de que hayan visto un par de cuchitriles». Los concesionarios de automóviles hacen uso del principio del contraste esperando hasta que se ha negociado el precio de un coche nuevo antes de empezar a sugerir un accesorio tras otro. Cuando han llegado a un acuerdo de varios miles de dólares, pagar un par de cientos parece, en comparación, algo insignificante. Lo mismo ocurre con los gastos añadidos de accesorios como lunas tintadas, neumáticos mejores o embellecedores, que el vendedor va sugiriendo después. El truco está en hablarles de las opciones de una en una, de tal modo que su pequeño precio parezca poca cosa en comparación con el mayor precio ya decidido del coche. Como pueden atestiguar los experimentados compradores de coches, en muchos casos resulta un precio final desproporcionadamente alto a partir de la suma de todas esas opciones aparentemente pequeñas. Mientras los clientes, con el contrato firmado en su mano, se preguntan qué ha pasado y no pueden culpar a nadie más que a sí mismos, el vendedor muestra en su rostro la sonrisa cómplice de los que dominan el jujitsu. RESEÑAS DE LOS LECTORES 1.2 De un alumno de la facultad de la Universidad de Chicago Mientras esperaba a subir a bordo de un avión en O’Hare, oí que un tripulante de tierra anunciaba que el vuelo tenía overbooking y que, si había pasajeros dispuestos a tomar un vuelo posterior, se les compensaría con un cupón de 10 000 dólares. Por supuesto, esta exagerada cantidad de dinero era una broma para que la gente se riera. Y así fue. Pero me di cuenta de que cuando después informaba de la oferta real (un cupón de 200 dólares), nadie lo aceptó. De hecho, tuvo que subir la oferta a 300 dólares y, después, a 500 para conseguir algún voluntario. En aquel momento, yo estaba leyendo su libro y me di cuenta de que, aunque se había reído, según el principio de contraste había metido la pata. Arregló el problema de tal modo que, en comparación con los 10 000 dólares, un par de cientos parecían una minucia. La broma le salió cara, pues le costó a la compañía aérea un coste adicional de 300 dólares por voluntario. Nota del autor: ¿Cualquier idea que hubiese podido utilizar el tripulante de tierra habría podido hacer uso del principio del contrate en lugar de hacerle salir perdiendo? Quizá podría haber empezado con una broma de una oferta de dos dólares y, después, informar de la cifra de 200 dólares, que ahora habría parecido mucho más atractiva. En esas circunstancias, estoy seguro de que se habría reído igualmente además de conseguir más voluntarios. RESUMEN • Los etólogos, investigadores que estudian el comportamiento de los animales en su medio natural, han observado que en muchas especies su comportamiento sigue pautas rígidas y mecánicas. Conocidas como pautas de acción fija, estas secuencias de mecánicas presentan notables similitudes con ciertas respuestas automáticas de los seres humanos (clic, activación). Tanto en humanos como en animales, las pautas de comportamiento automático tienden a estar provocadas por una sola característica de la información relacionada con la situación de que se trate. Esta única característica, o factor desencadenante, puede a menudo resultar valiosa, pues permite que una persona se decida por una acción correcta sin necesidad de analizar con detenimiento y de forma exhaustiva el resto de la información de la situación. • La ventaja de este tipo de atajo está en su eficiencia y economía; al reaccionar automáticamente ante un factor desencadenante, el individuo se ahorra tiempo, energía y capacidad mental. El inconveniente de esta respuesta está en su vulnerabilidad para cometer errores absurdos y costosos; al reaccionar ante un elemento de la información disponible (aunque normalmente tenga un valor predictivo) la persona incrementa las posibilidades de equivocarse, en especial cuando la respuesta es automática e irreflexiva. La probabilidad de error aumenta aún más cuando otros individuos tratan de aprovecharse haciendo que (mediante la manipulación de factores desencadenantes) se estimule un comportamiento deseado en un momento inadecuado. • Gran parte del proceso de persuasión (por el que se incita a una persona a acceder a la petición de otra) se puede explicar con la tendencia humana a reaccionar con el atajo de forma automática. La mayor parte de nosotros ha desarrollado un conjunto de factores desencadenantes de la conformidad, es decir, unas partes específicas de la información que, en condiciones normales, nos indican cuándo es probable que acceder a una petición resulte correcto y beneficioso. Cada uno de estos factores desencadenantes de la conformidad puede usarse como un arma (de influencia) para conseguir que la gente acceda a las peticiones. • El contraste perceptivo –la tendencia a que cosas que son diferentes entre sí se vean como más diferentes de lo que realmente son– es un arma de influencia que usan algunos de los profesionales de la persuasión. Por ejemplo, los agentes inmobiliarios pueden mostrar a clientes potenciales una o dos opciones poco atractivas antes de enseñarles la casa más atractiva, la cual parece entonces más apetecible que si la hubiesen enseñado primero. Una ventaja del empleo de este arma de influencia es que su uso estratégico suele pasar inadvertido. CAPÍTULO DOS RECIPROCIDAD EL ANTIGUO TOMA Y DACA No mantengas la mano extendida para recibir y cerrada para dar. Eclesiastés 4, 30-31 Hace varios años un profesor universitario realizó un pequeño experimento. Envió felicitaciones navideñas a una serie de completos desconocidos. Aunque esperaba cierta reacción, la respuesta que recibió fue increíble –le llovieron tarjetas de felicitación de personas que ni conocía ni sabía quiénes eran–. La gran mayoría de las personas que respondieron a sus tarjetas nunca hicieron averiguaciones sobre la identidad de aquel desconocido profesor. Recibieron su tarjeta felicitación y, clic, activación, le respondieron de forma mecánica. Aunque modesto en su alcance, este estudio muestra la acción de una de las más potentes armas de influencia de nuestro entorno: la regla de la reciprocidad. Según esta regla, debemos tratar de corresponder a lo que otra persona nos proporcione. Si una mujer nos hace un favor, debemos hacerle otro a cambio; si un hombre nos envía un regalo de cumpleaños, deberíamos recordar su fecha de cumpleaños con un regalo de nuestra parte; si una pareja nos invita a una fiesta, deberíamos asegurarnos de invitarles a una nuestra. Actuar con reciprocidad con unas tarjetas de felicitación, unos regalos de cumpleaños o unas invitaciones a una fiesta pueden parecer una prueba débil de la potencia de esta regla. Pero no nos engañemos, puede provocar un cambio considerable en comportamientos. Unos investigadores que trabajaban con entidades benéficas para la recaudación de donativos en el Reino Unido se acercaron a empleados de bancos de inversión cuando iban hacia su trabajo y les pidieron que hicieran una importante donación –el salario de una jornada completa que, en algunos casos, ha sumado más de mil dólares–. Llama la atención ver que, si la petición iba precedida por un regalo de un pequeño paquete de caramelos, las contribuciones resultantes llegaban a más del doble. Esta regla se extiende incluso a un comportamiento a nivel nacional. La Carta Magna de 1215 sirvió para definir cómo, en el estallido de una guerra, deberían tratar los países a comerciantes de la nación enemiga. «Si nuestros hombres están allí a salvo, los otros deberían estarlo también en nuestro territorio». En virtud de la regla de la reciprocidad, estamos obligados,por tanto, a devolver en el futuro favores, regalos, invitaciones, muestras amistosas y demás. Así, como muestra de la deuda que acompaña el recibo de dichos favores, expresiones como «estoy en deuda» se han convertido en sinónimo de «gracias» en otros idiomas aparte del nuestro (como, por ejemplo, la palabra obrigado en portugués). El alcance futuro de esa obligación se percibe de una bonita forma en una palabra japonesa que significa «gracias», sumimasen, que literalmente significa «aquí no acaba». Un aspecto importante de la reciprocidad es su omnipresencia en la cultura humana. Está tan extendida que Alvin Gouldner, junto a otros sociólogos, afirman que todas las civilizaciones respetan esta regla. Dentro de cada sociedad parece también omnipresente e impregna intercambios de todo tipo. De hecho, es posible que un sistema desarrollado a partir de la regla de la reciprocidad sea un aspecto exclusivo de la cultura humana. El famoso arqueólogo Richard Leakey atribuye la esencia de lo que nos hace humanos al sistema de reciprocidad. Afirma que somos humanos porque nuestros antepasados aprendieron a compartir comida y técnicas «en un respetado sistema de obligaciones». Antropólogos culturales como Lionel Tiger y Robin Fox consideran esta «red de endeudamientos» como único mecanismo adaptativo de los seres humanos, permitiendo la división del trabajo, el intercambio de distintos bienes y servicios y la creación de interdependencias que vinculan a los individuos dentro de unas unidades de enorme eficacia. Se trata de un sentido de obligación futura que resulta fundamental para provocar avances sociales como los que describen Tiger y Fox. Un sentimiento compartido y fuertemente arraigado de obligación futura supuso una enorme diferencia en la evolución social porque significó que una persona pudiera dar algo a otra (por ejemplo, un alimento, energía o cuidados) con la confianza de que ese regalo no caería en saco roto. Por primera vez en la historia de la evolución, una persona podía proporcionar diversos recursos sin perderlos de verdad. El resultado fue la reducción de las inhibiciones naturales ante los intercambios que debe iniciar un individuo ofreciendo a otro sus recursos personales. Surgieron sofisticados y coordinados sistemas de ayuda, regalos, defensa y comercio que proporcionaron inmensos beneficios a las sociedades que los poseían. Con tales consecuencias claramente adaptativas para la cultura, no sorprende que la norma de reciprocidad esté tan arraigada en nosotros gracias al proceso de socialización que todos sufrimos[12]. Aunque las obligaciones se extienden al futuro, su ámbito es limitado. Especialmente en casos de favores relativamente pequeños, el deseo de devolverlos parece diluirse en el tiempo. Pero cuando los favores son realmente notables y dignos de recordar, pueden alargarse especialmente en el tiempo. Para ilustrar cómo las obligaciones recíprocas pueden alargarse en el tiempo no se me ocurre mejor forma de ilustrarlo que la desconcertante historia de los 5 000 dólares de ayuda humanitaria intercambiados entre México y Etiopía. En 1985 Etiopía podía proclamarse con todo derecho el país con mayor sufrimiento y privaciones del mundo. Su economía estaba arruinada; el abastecimiento de alimentos se había agotado tras años de sequía y de guerras internas. Sus habitantes morían por millares debido a las enfermedades y el hambre. En estas circunstancias, no me sorprendió saber que México donaba 5 000 dólares como ayuda a un país tan necesitado. Pero recuerdo mi reacción de asombro cuando leí en una noticia que la ayuda había ido en dirección contraria. Los funcionarios de la Cruz Roja etíope habían decidido destinar el dinero a ayudar a las víctimas de los terremotos de ese año en Ciudad de México. Supone tanto una desgracia personal como una bendición profesional el hecho de que cuando me siento desconcertado por algún aspecto del comportamiento humano me veo obligado a seguir investigando. En este caso, pude acceder a una versión más completa de lo que sucedió. Afortunadamente, un periodista tan perplejo como yo ante lo que hicieron los etíopes había pedido una explicación. La respuesta que recibió era una elocuente confirmación de la regla de la reciprocidad: a pesar de las enormes necesidades existentes en Etiopía, se envió dinero a México porque en 1935 este país había enviado ayuda a Etiopía cuando esta fue invadida por Italia. Ante esta información, yo seguí impresionado pero ya no desconcertado. La necesidad de reciprocidad había superado grandes diferencias culturales, enormes distancias, una enorme hambruna durante muchos años y el sentido del propio interés. Sencillamente, medio siglo después, a pesar de todas las circunstancias adversas, triunfaba el sentido de la obligación. Si tal obligación puede parecer un caso único, quizá explicada por un rasgo propio de la cultura etíope, consideremos la solución a la que se llegó en otro caso en principio desconcertante. En 2015, con veinticuatro años de edad, el conocido editor británico lord Arthur George Weidenfeld fundó la Operación Refugio Seguro, que rescataba a familias cristianas y en peligro de regiones de Oriente Medio invadidas por el Estado Islámico para llevarlas a otros países seguros. Aunque los observadores aplaudieron tal benevolencia, criticaron su limitación y se preguntaron por qué el lord no ampliaba sus esfuerzos a grupos religiosos de los mismos territorios e igualmente amenazados, tales como drusos, alauitas y yazidíes. Podría pensarse que ese hombre actuaba solo en beneficio de sus hermanos de religión cristianos. Pero esa sencilla explicación no se sostiene cuando vemos que lord Weidenfeld era judío. Llegó a Inglaterra en 1938 en un tren lleno de niños organizado por asociaciones cristianas para rescatar a niños judíos de la persecución nazi en Europa. Dando cuenta de sus acciones, que muestran que priorizó el poder de la regla de la reciprocidad, dijo: «No puedo salvar al mundo pero… en el lado judío y cristiano yo tenía que saldar una deuda». Está claro que la influencia de la reciprocidad puede tanto salvar vidas como durar toda la vida[13]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 2.1 De un empleado del estado de Oregón La mujer que anteriormente ocupaba mi puesto de trabajo me contó durante mi periodo de formación que me iba a gustar trabajar para mi jefe porque es una persona muy simpática y generosa. Me dijo que él siempre le regalaba flores y le había hecho otro tipo de regalos en distintas ocasiones. Ella había decidido dejar su trabajo porque iba a tener un hijo y quería quedarse en casa. De lo contrario, estoy seguro de que habría continuado en su puesto de trabajo durante muchos años más. Llevo ya seis años trabajando para este jefe y he experimentado lo mismo. Nos hace regalos a mí y a mi hijo por Navidad y por mi cumpleaños. Han pasado dos años desde que he llegado a lo más alto de mi categoría para recibir un aumento de salario. No hay puestos superiores para el tipo de trabajo que yo desempeño y mi única opción es someterme a un examen del sistema estatal y volver a solicitar que me cambien a otro departamento o, quizá, buscar otro trabajo en una empresa privada. Pero me resisto a tratar de buscar otro trabajo ni cambiar de departamento. Mi jefe se acerca a su edad de jubilación y estoy pensando que quizá no me vaya hasta después de que se jubile, pues ahora me siento en la obligación de quedarme por el hecho de que él ha sido muy bueno conmigo. Nota del autor: Me sorprende el estilo del lector al describir sus opciones de trabajo y decir que «podrá» cambiarse a otro trabajo solo cuando su jefe se jubile. Parece que las pequeñas muestras de cariño de él han nutrido una sensación de apego y obligación que le hace incapaz de buscar un puesto mejor pagado. Hay en esto una clara lección para los jefes que deseen infundir lealtad entre sus empleados. Pero también hay una lección más importante para todos nosotros: las cosas pequeñas no siempre lo son, no cuando se relacionan con las grandes reglas de la vida, como la de la reciprocidad. Véase Martin, Goldstein y Cialdini (2014) para encontrar una descripción de pequeñas cosas que provocan un gran impacto en el comportamiento humano. Cómo funciona esta regla No nos engañemos. Las sociedades humanas obtienen de la regla de la reciprocidad una ventaja competitiva realmente significativa y, en consecuencia, se aseguran de que a sus miembros se les enseña a cumplirla. A cada uno de nosotros se nos ha enseñado a cumplir esa regla desde pequeños y todos conocemos las sanciones sociales y el escarnio que recibe quien que la incumple. Puesto que existe un rechazo general hacia quienes aceptan lo que se les da sin hacer ningún esfuerzo a cambio, a menudo hacemos todo lo posible para evitar que nos consideren unos gorrones. Es ahí cuando, a menudo, nos sorprenderá ver a individuos que se beneficiarán de nuestro sentimiento de deuda en su propio beneficio. Para comprender cómo puede explotar la regla de la reciprocidad una persona que la sepa reconocer como el arma de influencia que realmente es, podemos analizar en detalle un experimento dirigido por el psicólogo Dennis Regan. Un sujeto que participaba en el estudio valoraba, junto a otro, la calidad de algunos cuadros como parte de un experimento de «apreciación del arte». El segundo individuo –al que podemos llamar Joe– se hacía pasar por sujeto del estudio pero, en realidad, era el ayudante del doctor Regan. Para nuestros fines, el experimento tuvo lugar según dos circunstancias distintas. En unos casos, Joe hizo un pequeño favor –sin que se le pidiera– al verdadero sujeto del experimento. Durante un corto descanso, Joe salió un par de minutos de la habitación y volvió con dos botellas de Coca-Cola, una para el sujeto y otra para él, diciendo: «Le he preguntado [al director del experimento] si podía ir a por una Coca-Cola y me ha dicho que sí, así que he comprado una para ti también». En otros casos, Joe no hizo al sujeto del experimento ningún favor; regresaba sin más a la habitación después del descanso de dos minutos con las manos vacías. En todo lo demás, Joe se comportó de forma idéntica. Más adelante, después de que hubiesen calificado todos los cuadros y el responsable del experimento hubiera salido un momento de la habitación, Joe le pidió un favor al sujeto del experimento. Le contó que estaba vendiendo papeletas para el sorteo de un coche y que, si era él quien más vendía, ganaría un premio de 50 dólares. La petición de Joe consistía en que el sujeto le comprase algunas papeletas, a 25 centavos cada una: «Las que quieras; cuantas más, mejor». El resultado más importante del estudio se refería a la cantidad de papeletas que le compraban los sujetos a Joe en las dos circunstancias. Sin ninguna duda, Joe tuvo mucho más éxito en la venta de sus papeletas a los sujetos a los que antes había hecho un favor. Al parecer, al sentir que estaban en deuda con él, estos sujetos compraron el doble de papeletas que los que no habían recibido previamente ningún favor. Aunque el estudio de Regan representa de forma simple una demostración de cómo funciona la regla de la reciprocidad, ilustra varias características principales que, analizadas posteriormente, nos ayudan a comprender cómo puede usarse de forma beneficiosa. Una regla irresistible Una de las razones por las que la reciprocidad puede ser utilizada de manera tan eficaz para conseguir la conformidad de otra persona es su poder. Esta regla posee una fuerza increíble que, a menudo, da lugar a una respuesta afirmativa ante una petición que, en caso de no existir una sensación de gratitud, seguramente habría sido rechazada. En un segundo resultado del estudio de Regan se pueden ver pruebas de cómo la fuerza de esta regla puede ponerse por encima de la influencia de otros factores que normalmente determinan la persuasión. Además de su interés en el impacto de la regla de la reciprocidad en la persuasión, Regan estaba también investigando en qué medida afectaba la simpatía hacia una persona en la disposición a acceder a lo que pide. Para medir cómo afectaba la simpatía hacia Joe a las decisiones de comprar sus papeletas para el sorteo, Regan les hizo rellenar varias escalas de valoración en las que indicaran cuánto les había gustado Joe. A continuación, comparó sus respuestas con el número de papeletas que le habían comprado. Vio entonces que los sujetos le habían comprado más papeletas a Joe en función de la simpatía que sentían por él. Por sí solo, este resultado resulta poco sorprendente, pues la mayoría de nosotros nos habríamos imaginado que la gente está más dispuesta a hacer un favor a alguien que le resulta simpático. Un hallazgo más interesante fue ver que la relación entre simpatía y persuasión había desaparecido del todo en la circunstancia en la que Joe había dado una Coca-Cola a los sujetos. Para los individuos que le debían un favor, resultaba indiferente si Joe les era simpático o no; tenían un sentimiento de obligación de devolverle el favor y así lo hacían. Los sujetos que indicaron que Joe les era antipático compraron tantas papeletas como los que dijeron que les era simpático. La regla de la reciprocidad era tan fuerte que simplemente se impuso sobre la influencia de un factor –la simpatía hacia el que hacía la petición– que normalmente afecta a la decisión de decir que sí. Analicemos las implicaciones de todo esto. Las personas que generalmente nos resultan antipáticas –agentes de ventas desagradables o inoportunos, conocidos poco simpáticos, representantes de organizaciones extrañas o con mala fama– pueden aumentar enormemente las posibilidades de que hagamos lo que desean por el simple hecho de que nos hagan previamente un pequeño favor. Tomemos como ejemplo un hecho relativamente reciente. A lo largo de la participación militar de los Estados Unidos en la lucha contra el régimen talibán en Afganistán, sus agentes del servicio de inteligencia se enfrentaron a un problema de considerable influencia. Con frecuencia, necesitaron información de los locales del país sobre las acciones de los talibanes y sobre su paradero. Pero muchos de los locales mostraron poco interés a la hora de proporcionarles esta información debido a un par de razones. En primer lugar, si lo hacían se volvían vulnerables a un castigo de los talibanes. En segundo lugar, muchos albergaban un profundo desagrado por la presencia de los Estados Unidos, sus objetivos y sus representantes en Afganistán. Un agente de la CIA que había visto esta actitud reacia debida a estos dos motivos en el patriarca de una tribu en particular, se dio cuenta de que ese hombre parecía estar exhausto por sus dos roles como líder de la tribu y como esposo de cuatro mujeres jóvenes. Durante la siguiente visita del agente, este acudió con un pequeño regalo que colocó discretamente en la mano del anciano: cuatro pastillas de Viagra, una para cada esposa. La «potencia» de ese regalo resultó evidente cuando regresó una semana después y vio que el líder le ofrecía una gran cantidad de información sobre los movimientos de los talibanes y sus rutas de abastecimiento. Yo tuve hace unos años una experiencia personal parecida, aunque menos trascendental. Al subir a bordo de un vuelo nacional, me tocó un asiento de pasillo en una fila de tres. Aunque yo prefería el pasillo, intercambié mi asiento con un hombre que tenía ventanilla porque me dijo que sentía claustrofobia al verse pegado a la pared durante cinco horas. Me expresó su profundo agradecimiento. En lugar de hacer lo que a mí me habían enseñado toda mi vida, restar importancia al favor –falsamente– y decirle que no se preocupara (lo cierto era que yo prefería el asiento del pasillo), le contesté: «Seguro que usted habría hecho lo mismo por mí». Él me dio la razón. El resto del vuelo fue estupendo. Los dos hombres que iban a mi lado iniciaron una conversación que dejó entrever lo mucho que tenían en común. En el pasado, los dos habían vivido cerca en Atlanta y eran seguidores de las carreras de coches NASCAR, así como coleccionistas de armas que compartían ideas políticas. Estuve seguro de que se estaba fraguando una amistad entre ellos. Pero cada vez que el hombre del asiento del pasillo nos ofrecía algo –anacardos, chicles, la sección de deportes del periódico…– me lo ofrecía a mí primero, incluso pasando el brazo por encima de la cara de su nuevo amigo. Recuerdo que pensé: «Vaya, no importaba quién de nosotros se había sentado más cerca ni con quién tenía más cosas en común o con quién estaba hablando; era a mí a quien debía un favor y eso era lo que más importaba». También pensé que si tuviese que dar algún consejo a alguien a quien acabaran de dar las gracias por un favor importante, le advertiría que no restara importancia al favor con un lenguaje trivial que le alejara de la influencia de la regla de reciprocidad: «No ha sido nada». «No se preocupe». «Lo habría hecho por cualquiera que lo pidiese». En lugar de ello, le recomendaría que conservara esa influencia (merecida) diciendo algo como: «Si la situación de cada uno de nosotros fuese la contraria, sé que usted habría hecho lo mismo por mí». Los beneficios serían enormes[14]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 2.2 De una trabajadora de una empresa del estado de Nueva York Como secretaria general de una empresa de Rochester, en el estado de Nueva York, trabajo normalmente de día, pero en una ocasión me tuve que quedar hasta tarde para terminar una tarea importante. Mientras salía de mi plaza de aparcamiento, el coche resbaló por una placa de hielo y terminé quedando atrapada en un barranco. Era tarde, hacía frío y había poca luz; y todos los de mi despacho se habían ido. Pero un empleado de otro departamento se acercó y consiguió remolcarme. Unas dos semanas después, como yo trabajaba en asuntos de personal, supe que a ese mismo empleado se le iba a denunciar por un incumplimiento grave de una norma de la empresa. Sin conocer de verdad la calidad moral de esta persona, me encargué de ir a ver al presidente de la compañía para defenderle. Hasta este día, aunque ha habido más personas que han llegado a cuestionar el carácter de ese hombre, yo me siento en deuda y estoy dispuesta a dar la cara por él. Nota del autor: Al igual que en el experimento de Regan, parece ser que los rasgos personales de ese hombre tenían menos relevancia para que la lectora tomara la decisión de ayudarle que el simple hecho de que la había ayudado. Clic, activación. Varios tipos de organizaciones han aprendido a servirse del poder de un pequeño regalo para estimular acciones que, de otro modo, no se habrían llevado a cabo. Algunos investigadores han demostrado en sus estudios que enviar por correo un obsequio de dinero (por ejemplo, un dólar de plata o un billete de 5 dólares) en un sobre con un cuestionario aumenta enormemente las posibilidades de que rellenen la encuesta en comparación con ofrecer la misma cantidad de dinero como una recompensa posterior. De hecho, un estudio mostró que enviar un cheque-regalo de 5 dólares acompañando a una encuesta sobre seguros fue el doble de efectiva que ofrecer un pago de 50 dólares por devolver la encuesta completada. De igual modo, los camareros de restaurantes han aprendido que el simple hecho de dejar a los clientes un caramelo o golosina junto a la cuenta aumenta considerablemente las propinas; y en un restaurante frecuentado por turistas internacionales, ocurrió esto mismo sin importar la nacionalidad del cliente. Mis colegas Steve J. Martin y Helen Mankin realizaron un pequeño estudio que mostró el impacto de dar un obsequio primero en un grupo de establecimientos de McDonald’s de Brasil y Colombia. En la mitad de los establecimientos, los hijos de clientes adultos recibieron un globo cuando salían del restaurante. En la otra mitad, a los niños se les dio el globo al entrar. La cuenta total de la familia subió un 25 por ciento cuando se les regaló el globo antes. Fue revelador que, además, se incluyó un aumento del 20 por ciento en la venta de café, una bebida que con poca probabilidad van a pedir los niños. ¿Por qué? Como puedo atestiguar, un regalo para mi hijo es un regalo para mí. En general, los gestores de empresas han visto que, después de que se les ofrezca un regalo, los clientes están dispuestos a comprar productos y a aceptar peticiones que, de lo contrario, habrían rechazado[15]. BUZÓN ELECTRÓNICO 2.1 [Texto: Celebra 40 años de Starbucks (1971-2011) Consigue gratis una tarjeta-regalo de Starbucks Esta oferta termina el martes, 18 de octubre, o cuando se agoten las 2 398 tarjetas gratis. Paso 1: Debes pulsar el botón de compartir en Facebook. Paso 2: ¡Escribe tu agradecimiento a continuación! Ejemplo: «Starbucks gratis. Gracias». (pulsa en «añadir comentario»)] Nota del autor: En 2011, para celebrar su cuadragésimo aniversario, Starbucks ofreció en Internet vales por una tarjeta gratis. En un esfuerzo por impulsar la sensación de obligación relacionada con el regalo, cualquier cliente que aceptara el vale tenía que dar las gracias de manera explícita a la compañía a través de la red social. Para obtener una explicación ampliada sobre cómo funciona la reciprocidad en las redes sociales, véase https://vimeo.com/137374366. Posdata: No solo es que fuesen gratis los vales que utilizaban el principio de reciprocidad, sino que su disponibilidad disminuía, haciendo uso del principio de escasez, cuya fuerza estudiaremos por separado en el capítulo seis. Política La política es otro ámbito en el que se muestra que la fuerza de la regla de la reciprocidad es irresistible. Aparecen tácticas de reciprocidad a todos los niveles: • Cuando están en puestos superiores, los funcionarios que han sido elegidos se embarcan en el intercambio de favores que hace de la política un lugar de extrañas alianzas. El voto fuera de lugar de nuestros representantes electos en un proyecto de ley se puede interpretar con frecuencia como un favor que se devuelve al presentar el proyecto de ley. Muchos expertos en política se quedaron asombrados cuando el presidente Lyndon Johnson consiguió que en el Congreso se aprobaran muchos de sus programas en la primera época de su mandato; incluso muchos congresistas que eran considerados férreos opositores a esos programas votaron a favor de ellos. Un examen más detallado realizado por analistas como Robert Caro en su famosa biografía de Johnson (Caro, 2012) ha descubierto que la causa no estaba tanto en la destreza política de Johnson como en la gran cantidad de favores que había podido hacer a otros legisladores durante sus muchos años en el poder en la Cámara de Representantes y en el Senado de los Estados Unidos. Como presidente, consiguió sacar adelante en un corto período de tiempo una gran cantidad de legislación gracias a esos favores. Resulta interesante observar que este mismo procedimiento puede servir para explicar los problemas que tuvieron algunos presidentes posteriores –Carter, Clinton, Obama y Trump– al tratar de sacar adelante sus programas en el Congreso. Llegaron a la presidencia sin pasar por el Capitolio e hicieron campañas basadas en sus identidades alejadas de Washington, alegando que no estaban en deuda con nadie de allí. Muchas de sus primeras dificultades legislativas pueden deberse al hecho de que nadie estaba en deuda con ellos. • A otro nivel, podemos ver la fuerza que se le reconoce a la regla de la reciprocidad en el deseo de empresas e individuos de ofrecer regalos y favores a los funcionarios judiciales y legislativos, y en la serie de restricciones legales que hay contra dichos regalos y favores. Incluso en contribuciones políticas legítimas, la acumulación de obligaciones no deja ver con frecuencia el propósito manifiesto de apoyar a un candidato favorito. Un simple vistazo a las listas de empresas y organizaciones que contribuyen a las campañas de los dos candidatos principales en elecciones importantes sirve para ver indicios de tales motivos. Una muestra más directa y escéptica del quid pro quo que se espera por parte de los que contribuyen a la política puede verse en la admisión manifiestamente descarada del empresario Roger Tamraz en sesiones del Congreso sobre la reforma de la financiación de las campañas. Cuando se le preguntó si pensaba que había sido bien recompensado por su contribución de trescientos mil dólares, sonrió y contestó: «Creo que la próxima vez aportaré seiscientos mil dólares». Este tipo de sinceridad no es muy común en la política. En su mayoría, los donantes y tomadores unen sus voces para restar importancia a la idea de que las contribuciones a campañas, los viajes gratis y las entradas para la Super Bowl pueden influir en la opinión de «funcionarios del gobierno serios y escrupulosos». Tal y como decía el líder de un grupo de presión, no hay motivos para preocuparse pues «estos [funcionarios del gobierno] son hombres y mujeres inteligentes, maduros y conscientes que están en el punto álgido de sus carreras y que por su formación están abiertos a mostrarse exigentes, críticos y alertas». Y, por supuesto, los políticos opinan lo mismo. Habitualmente, les oímos proclamar su total independencia del sentimiento de obligación que influye en todos los demás. Uno de los representantes de mi propio estado no dejaba lugar a dudas cuando describió cómo rendía cuentas a quienes le hacían regalos: «Reciben exactamente lo mismo que todos los demás: nada». Perdonad si, como científico, me da la risa. Los científicos «serios y escrupulosos» saben bien de lo que hablo. Una razón está en que estos «hombres y mujeres inteligentes, maduros y conscientes que se encuentran en el punto más alto de sus carreras [científicas]» se han visto a sí mismos tan vulnerables como cualquier otro a este proceso. Pongamos el caso de la polémica médica en torno a la seguridad de los bloqueadores de los canales de calcio, un tipo de medicamento para las enfermedades cardiacas. Un estudio descubrió que el cien por cien de los científicos que obtuvo y publicó resultados que apoyaban estos medicamentos habían recibido una ayuda previa (viajes gratis, recursos para sus investigaciones o puestos de trabajo) de empresas farmacéuticas. Pero solo un 37 por ciento de los que se mostraron críticos con estos medicamentos habían recibido alguna de esas ayudas previas. Si científicos «que por su formación están abiertos a mostrarse exigentes, críticos y alertas» pueden dejarse influir por la insistente corriente de intercambio, deberíamos esperar sin duda que a los políticos también les pase. Y no nos equivocaríamos. Por ejemplo, varios reporteros de Associated Press que vieron cómo congresistas estadounidenses recibían la mayor parte del dinero de grupos de presión en relación con seis cuestiones fundamentales durante una campaña, observaron que había una posibilidad siete veces mayor de que esos congresistas votaran a favor del grupo que había aportado la mayor parte del dinero a sus campañas. En consecuencia, esos grupos ganaron un 83 por ciento de las veces. El mismo tipo de resultado se obtuvo en un estudio de legisladores estadounidenses que eran miembros de comisiones que elaboraban políticas tributarias y que recibieron enormes sumas de dinero por parte de empresas donantes. Esas empresas donantes consiguieron posteriormente importantes reducciones en sus tasas impositivas. Muchos funcionarios electos y designados se consideran a sí mismos inmunes a las normas que se aplican al resto de nosotros –normativas sobre aparcamiento y cosas así–. Pero consentirles este engreimiento en lo relativo a la regla de reciprocidad no es solo irrisorio, sino irresponsable[16]. La historia de las negociaciones internacionales está llena de ejemplos de cómo intercambios recíprocos han convertido conflictos potencialmente peligrosos en soluciones pacíficas. Quizá ninguno de ellos sea tan recordado como el acuerdo de toma y daca que pudo haber salvado al mundo pero que, por motivos políticos, no ha recibido su reconocimiento. El 22 de octubre de 1962, la temperatura de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética llegó casi al punto de ebullición. En una declaración televisada, el presidente John F. Kennedy anunció que unos aviones estadounidenses en una misión de reconocimiento habían confirmado que se habían enviado misiles nucleares rusos a Cuba en secreto y que apuntaban en dirección a los Estados Unidos. Ordenó al líder soviético Nikita Jhrushchov que retirara los misiles a la vez que declaraba un asedio naval a barcos que transportaban más misiles en dirección a Cuba hasta que los misiles ya instalados fuesen retirados. Jhrushchov respondió diciendo que sus barcos, que se dirigían a Cuba, harían caso omiso a este acto de «absoluta piratería». Es más, cualquier intento de ejecución del asedio sería considerado como un acto de agresión que conduciría a una guerra. Y no a una guerra cualquiera, sino a una guerra nuclear que se calculaba que podría destruir a una tercera parte de la humanidad. Durante trece días, el mundo se aferró a la esperanza (abrazados unos a otros) mientras los dos líderes se lanzaban miradas amenazantes hasta que uno de ellos, Jhrushchov, pestañeó, se sometió al inflexible estilo negociador de Kennedy y accedió a devolver a casa sus misiles. Al menos, eso es lo que siempre me han contado sobre cómo terminó la crisis de los misiles de Cuba. Pero ahora, la información desclasificada de la época nos da un relato completamente distinto. La «victoria» de Kennedy no se debió a su postura inflexible en la negociación sino, más bien, a su voluntad de retirar los misiles estadounidenses Jupiter de Turquía e Italia a cambio de la retirada de los misiles de Cuba por parte de Jrushchov. Por motivos relacionados con su popularidad política, Kennedy puso como condición del acuerdo final que el sacrificio de misiles se mantuviera en secreto. No quería que vieran que estaba cediendo en nada ante los soviéticos. Resulta irónico y lamentable que durante muchos años, e incluso hoy en día, el factor que «salvó al mundo» –el poder del intercambio recíproco– muy bien podría haber destruido a ese mundo[17]. Imagen 2.1: «Retirada en barranco de Castro». Esta viñeta política de la época describe la Fuera del ámbito gubernamental, los beneficios del enfoque del toma y daca contra el de no retroceder en unas negociaciones queda reflejado en un ejemplo del experto en psicología social Lee Ross de dos hermanos (primos de Ross) que poseen una gran empresa de alimentos baratos para mascotas en Canadá. Los hermanos tienen que negociar para conseguir espacios de almacenamiento en múltiples ciudades en las que se distribuyen sus productos. Uno dijo: «Como yo sé bien lo que es un precio justo por almacenamiento en cada una de las ciudades, mi estrategia es hacer una buena oferta y no moverme de ella durante las negociaciones, motivo por el que mi hermano se encarga de todos los regateos». La muestra no tan gratuita Como es lógico, también puede verse la fuerza de la reciprocidad en el campo de los artículos de promoción comercial. Pese a que hay numerosos ejemplos, vamos a examinar uno que nos es conocido. Como técnica de marketing, la muestra gratuita tiene un largo historial de eficacia. En la mayoría de los casos, se ofrece una pequeña cantidad del producto a consumidores potenciales para ver si les gusta. En realidad, se trata de un deseo legítimo del fabricante: mostrar al público las cualidades del producto. Sin embargo, el atractivo de la muestra gratuita está en que también es un obsequio y, como tal, puede activar la regla de la reciprocidad. Con el auténtico estilo jujitsu, un promotor que ofrece muestras gratuitas puede desencadenar el sentimiento natural de deuda inherente a un regalo, mientras da la apariencia inocente de que su única intención es simplemente la de informar. En una tienda de caramelos del sur de California, unos investigadores examinaron las pautas de compra de clientes que recibían o no un caramelo gratis al entrar. El hecho de recibir el obsequio hacía que hubiese un 42 por ciento más de posibilidades de que sus receptores hicieran una compra. Por supuesto, es posible que el aumento de sus compras no lo provocara el sentimiento de reciprocidad. Puede que simplemente a estos clientes les gustara tanto lo que habían probado que compraban más. Pero un análisis más detallado invalida esta explicación. Los receptores no compraban más caramelos como los que les habían dado a probar. Simplemente compraban más caramelos de otro tipo. Al parecer, aunque no les gustara especialmente el que les habían regalado, seguían sintiéndose en la obligación de devolver el favor comprando lo que fuera. Imagen 2.2: Buenos nachos. Algunos fabricantes de alimentación ya no esperan a que los c Uno de los lugares preferidos para repartir muestras gratuitas es el supermercado, donde a menudo se ofrecen a los clientes pequeñas cantidades de determinado producto para que lo prueben. A mucha gente le resulta difícil aceptar una muestra del siempre sonriente dependiente, devolver el palillo o la copa que tenía la muestra y marcharse. En lugar de ello, compran el producto, aunque no les haya gustado mucho. Según las cifras de ventas del gigante minorista Costco, todos los tipos de productos –cerveza, queso, pizza congelada, lápiz de labios– consiguen elevar sus ventas por las muestras gratuitas, y casi todas las compras son realizadas por los clientes que aceptan la oferta gratuita. Una variante muy efectiva de este procedimiento de marketing es la que se ilustra en un caso citado por Vance Packard en su clásico Las formas ocultas de la propaganda (1957): un día, el director de un supermercado de Indiana vendió la increíble cantidad de más de cuatrocientos kilos de queso en pocas horas cuando sacó el queso e invitó a los clientes a que se cortaran lonchas como muestras gratuitas. BUZÓN ELECTRÓNICO 2.2 [Imagen de anuncio de un libro de Robert Cialdini con el texto: Capítulo gratis de Pre-suasión Echa un vistazo al nuevo y revolucionario libro del doctor Cialdini sobre las tácticas de influencia de una forma ética. Leer el capítulo] © Robert Cialdini/Influence at work Nota del autor: En esta oferta de Internet, podemos ver las dos razones por las que una muestra gratuita puede resultar efectiva: 1) el capítulo gratuito ofrece a los clientes la capacidad para tomar una decisión más informada a la hora de comprar el libro entero; y 2) como regalo, el capítulo puede hacer que se sientan más obligados a comprarlo. Da la casualidad de que yo conozco al autor del libro y, cuando le pregunté cuál de las dos razones era su objetivo con el anuncio, me contestó que, sin duda, la primera. Sé que, en esencia, es una persona sincera pero, como psicólogo, también sé que, con frecuencia, la gente cree lo que desea creer. Así que no me quedé del todo convencido. Una versión distinta de la táctica de la muestra gratuita es la que utiliza Amway, una empresa dedicada a la fabricación y distribución de productos de limpieza doméstica y cuidado personal gracias a una amplia red mundial de ventas a domicilio. Esta empresa, que empezó a operar en un sótano y ha pasado a facturar 8 800 millones de dólares al año, se sirve de la muestra gratuita con un instrumento denominado BUG. El BUG consiste en una serie de productos Amway –botes de cera para muebles, detergente o champú, pulverizadores de desodorante, insecticida o limpiacristales– que se llevan al domicilio del cliente en una bandeja especialmente diseñada para él o en una simple bolsa de polietileno. El manual confidencial de Amway para los vendedores les indica que dejen el BUG al cliente «durante 24, 48 o 72 horas, sin coste ni compromiso alguno. Dígale simplemente que desea que pruebe los productos... Es una oferta que nadie puede rechazar». Al final del período de prueba, el representante de Amway debe regresar para tomar nota de los pedidos con los productos que el cliente desea comprar. Como pocos clientes acaban siquiera con el contenido de uno de los botes del BUG en tan poco tiempo, el vendedor puede llevar después el resto del BUG al siguiente posible cliente de la lista o a la casa de enfrente e iniciar de nuevo el proceso. Muchos representantes de Amway tienen varios BUG circulando a la vez en sus distritos. Por supuesto, ya sabemos que los clientes que han aceptado y utilizado los productos del BUG han quedado atrapados por la regla de la reciprocidad. Muchos de ellos se rinden a una sensación de obligación al hacer el pedido de los productos que han probado y consumido en parte. Y, por supuesto, Amway sabe ya también que eso es lo que va a pasar. Incluso en una empresa con un ritmo de crecimiento tan extraordinario como Amway, el BUG ha supuesto una gran sensación. Los informes que envían los distribuidores estatales a la central muestran un efecto extraordinario: ¡Increíble! Nunca hemos visto tanto entusiasmo. El producto se vende a una velocidad asombrosa y no hemos hecho más que empezar... Los distribuidores locales recibieron el BUG y hemos tenido un increíble crecimiento en las ventas [Un distribuidor de Illinois]. ¡La idea más fantástica para ventas que hemos tenido nunca!... De media, los clientes han comprado casi la mitad de los BUG cuando vamos a por él... En una palabra: ¡tremendo! Nunca hemos visto una respuesta igual en toda nuestra organización [Un distribuidor de Massachusetts]. Los distribuidores de Amway parecen estar perplejos –contentos pero, aun así, perplejos– ante la increíble fuerza del BUG. Por supuesto, a estas alturas, ninguno de nosotros deberíamos estarlo. La regla de la reciprocidad rige muchas situaciones de naturaleza puramente interpersonal que no implican un intercambio de dinero ni comercial. Un ejemplo ilustrativo de esto es el caso de una mujer que salvó su vida, no al hacer un regalo, sino rechazando tanto el regalo como las potentes obligaciones que conllevaban. En noviembre de 1978, el reverendo Jim Jones, líder espiritual de Jonestown, Guyana, pidió a todos los residentes un suicidio en masa, la mayoría de los cuales accedió y murió al beber de un contenedor con Kool-Aid mezclado con veneno. Sin embargo, una residente llamada Diane Louie, se negó a cumplir la orden, se fue de Jonestown y se adentró en la selva. Atribuye su disposición a actuar así a que previamente se había negado a aceptar favores especiales del líder espiritual cuando estaba pasando necesidades. Rechazó su oferta de recibir alimentos especiales cuando estaba enferma porque «sabía que en el momento en que aceptara esos privilegios, quedaría atrapada. No quería deberle nada». Quizá el error del reverendo Jones fue enseñar demasiado bien las Escrituras a la señorita Louie, especialmente lo que dice el Éxodo 23, 8: «Y no aceptarás presentes, pues el presente ciega a los que ven y pervierte las palabras de los justos»[18]. La reciprocidad por medio de la customización A pesar del impresionante poder de la regla de reciprocidad, hay una serie de condiciones que magnifican aún más ese poder: cuando el primer regalo está customizado y, por tanto, personalizado, para atender a las necesidades o preferencias del receptor. Una amiga mía consultora me contó que utiliza regalos personalizados para acelerar los pagos por sus servicios cuando envía una factura a un cliente especialmente lento en sus liquidaciones –un hombre conocido en su ámbito por tardar seis meses en pagar–. Hace un tiempo, acompañando a la factura, empezó a enviarle pequeños regalos –un paquete de material de papelería de alta calidad, una pequeña caja de bombones, una tarjeta de Starbucks– y ha podido ver que los retrasos en sus pagos se han reducido a la mitad. Más recientemente, ha incluido una tarjeta personalizada de su museo de arte local en la que se puede ver una obra de arte moderno, el tipo de arte que sabe que colecciona el cliente. Mi amiga asegura que ahora sus facturas se liquidan casi de inmediato. Varios colegas de su profesión han quedado impresionados y quieren saber cómo lo hace. Hasta ahora, dice, lo ha mantenido en secreto. Además de customizar un regalo adaptándolo a las preferencias de un receptor determinado, personalizarlo atendiendo a las necesidades de este puede también disparar el impacto del regalo. Una investigación realizada en un restaurante de comida rápida revela la efectividad de este tipo de regalos personalizados. A ciertos clientes del restaurante se les brindó una cordial bienvenida a su llegada. A otros se les recibió cordialmente y se les regaló un bonito llavero. En comparación con los clientes a los que no se les dio regalo, los últimos pidieron un 12 por ciento más de comida, cumpliendo con la regla general de la reciprocidad. A un tercer grupo de clientes se les recibió con una cordial bienvenida y se les regaló un pequeño cuenco de yogur. Aunque el valor de venta del yogur es igual que el del llavero, hizo que la venta de comida aumentara aún más, hasta un 24 por ciento. ¿Por qué? Porque los clientes entraron con necesidad de comida y el hecho de que su regalo coincidiera con el de su necesidad, marcó la diferencia. Hace un tiempo, mi colega Brian Ahearn me envió un artículo de una revista que contaba la sorpresa de un ejecutivo de alto nivel de una cadena hotelera con establecimientos en todo el mundo tras revisar los resultados del costoso programa «La perfecta experiencia del cliente» de su compañía. No eran los huéspedes que no habían sufrido ningún error durante su estancia los que daban las mejores calificaciones de satisfacción y prometían volver en el futuro. Por el contrario, eran los que habían experimentado un servicio con tropiezos que rápidamente había sido subsanados por el personal del hotel. Hay muchísimas formas de analizar por qué ocurrió esto. Por ejemplo, puede ser que después de que los huéspedes vieran que la organización puede solucionar de forma eficiente cualquier error, confían más en que pasará lo mismo en ocasiones futuras. Yo no dudo de que esto sea posible, pero creo que aquí aparece también otro factor: el remedio puede muy bien ser percibido por parte de los huéspedes como «una asistencia especial y personalizada» que el hotel ha proporcionado fuera de sus servicios habituales. En virtud de la regla de reciprocidad, el hotel se convierte así en merecedor de algo especial a cambio, en forma de mejores calificaciones y lealtad. Suelo sacar a colación esta sorprendente revelación del ejecutivo del hotel y mis explicaciones al respecto cuando asisto a alguna conferencia de negocios. En una de ellas, obtuve la confirmación de la explicación basada en la reciprocidad cuando el director general del hotel donde yo estaba dando la conferencia se puso de pie entre el público para contar un incidente que había tenido lugar ese día. Una huésped quería jugar al tenis con sus dos hijos pequeños, pero el par de raquetas de tamaño infantil que había en el hotel ya estaban siendo usadas por otros huéspedes. Así que, el director mandó a un miembro de su personal a una tienda de deportes de la zona para que comprara otro par que entregó a la huésped menos de veinte minutos después de su queja. Más tarde, la madre pasó por el despacho del director y dijo: «Acabo de hacer una reserva para toda mi familia en este hotel para el fin de semana del 4 de julio por lo que usted ha hecho por mí». ¿No resulta interesante que si el hotel hubiese contado con esas dos raquetas infantiles de más desde el principio, con el fin de garantizar a sus huéspedes una «experiencia perfecta», su buena disposición no habría sido considerada como un notable regalo o servicio que diera lugar a una muestra especial de gratitud y lealtad en forma de ventas adicionales? De hecho, las raquetas habrían provocado apenas una pequeña señal luminosa en la pantalla de la experiencia de la madre en el hotel. Estoy convencido de que es la customización de una reacción a un error lo que permite que sea considerado como un regalo o servicio personalizado. Este elemento hace que la regla de la reciprocidad se ponga en marcha, lo cual nos permite dar sentido a los elevados niveles de satisfacción y de lealtad que pueden surgir, paradójicamente, a partir de una metedura de pata. En definitiva, una experiencia sin problemas puede no ser tan bien considerada a los ojos de la gente como una solución ante esos problemas[19]. La regla de la reciprocidad y las deudas no solicitadas Con anterioridad hemos comentado que el poder de la regla de la reciprocidad es tal que si una persona nos hace primero un favor, sin que lo sepamos, que no nos guste o que no deseemos, puede aumentar la posibilidad de que accedamos a alguna de sus peticiones. Sin embargo, hay otro aspecto de la regla, además de su fuerza, que permite que este fenómeno tenga lugar. Una persona puede provocarnos un sentimiento de gratitud haciéndonos un favor que no hemos pedido. Recordemos que la regla establece únicamente que debemos ofrecer a los demás el tipo de acción que ellos nos han ofrecido; no es necesario que hayamos pedido lo que hemos recibido para que nos sintamos obligados a devolverlo. Por ejemplo, la asociación de Veteranos Norteamericanos Discapacitados informa de que su sencilla solicitud de donaciones por correo provoca una tasa de reacción de hasta el 18 por ciento. Pero cuando en las cartas se incluye también un regalo que no se ha solicitado (unas etiquetas de goma individualizadas con la dirección), el nivel de éxito casi se dobla hasta el 35 por ciento. Esto no significa que no vayamos a sentirnos más obligados a devolver un favor que hemos pedido, pero dicha petición no es necesaria para provocar en nosotros un sentimiento de deuda. Si reflexionamos un momento sobre el fin social de la regla de la reciprocidad, podemos ver por qué es así. Esta regla se estableció para favorecer el desarrollo de relaciones de reciprocidad entre los individuos, de tal manera que una persona pudiera iniciar dicha relación sin miedo a perder. Si es este el objetivo de la regla, un favor inicial que no se ha solicitado debe tener la capacidad de provocar una obligación. Recordemos también que las relaciones de reciprocidad confieren una extraordinaria ventaja a las culturas que las fomentan y, en consecuencia, habrá fuertes presiones para garantizar que la regla cumple con su propósito. No es de extrañar que el influyente antropólogo francés Marcel Mauss, cuando describe las presiones sociales que surgen en torno a los ofrecimientos de regalos, dice que hay una obligación de dar, una obligación de recibir y una obligación de corresponder. Aunque la obligación de corresponder constituye la esencia de la regla de la reciprocidad, es la obligación de recibir lo que hace que la regla resulte tan fácil de explotar. La obligación de recibir reduce nuestra capacidad para elegir a aquellos con los que queremos estar en deuda y pone el poder en manos de los otros. Recordemos un par de ejemplos anteriores para ver cómo funciona este proceso. En primer lugar, en el estudio realizado por Regan vemos que el favor que hacía que los sujetos compraran a Joe el doble de papeletas para el sorteo no lo había solicitado ninguno de ellos. Joe había salido voluntariamente de la habitación y había regresado con una Coca-Cola para él y otra para el sujeto. Ni uno solo de los sujetos rechazó el favor. Es fácil ver por qué habría resultado incómodo no aceptar el regalo de Joe: ya se había gastado el dinero; un refresco era un favor apropiado para esa situación, especialmente porque Joe había comprado otro para él; y habría sido descortés rechazar el detalle de Joe. Sin embargo, el hecho de aceptar aquella Coca-Cola provocaba un sentimiento de gratitud que se hizo evidente cuando Joe anunció su deseo de vender papeletas. Tengamos en cuenta la importante asimetría que vemos aquí: todas las decisiones tomadas con auténtica libertad lo fueron por parte de Joe. Eligió la forma del favor inicial y la forma de devolverlo. Por supuesto, cualquiera podría alegar que el sujeto tenía la opción de rechazar las dos ofertas de Joe, pero las dos habrían resultado incómodas. Rechazar cualquiera de las dos hubiera obligado al sujeto a ir en contra de las fuerzas culturales naturales que favorecen la reciprocidad. La capacidad que tienen los regalos no solicitados de provocar un sentimiento de obligación está reconocida por múltiples organizaciones. ¿Cuántas veces hemos recibido cada uno de nosotros pequeños obsequios por correo –etiquetas personalizadas con nuestra dirección, tarjetas de felicitación, llaveros– de parte de organizaciones benéficas que nos pedían un donativo en una nota adjunta? Yo he recibido cinco solo el año pasado, dos de grupos de veteranos discapacitados y las otras de escuelas y hospitales de las misiones. En cada caso, había un elemento común en el mensaje que los acompañaba. Los artículos que iban incluidos debían considerarse como un regalo de la organización y el dinero que yo deseara enviar no debía considerarse como un pago del mismo, sino como una ofrenda a cambio. Tal y como decía una de las cartas de los programas de misiones, el paquete de las tarjetas de felicitación que me habían enviado no tenía que pagarlo directamente, sino que había sido creado para apelar a su [mi] amabilidad. Vemos por qué sería beneficioso para la organización que las tarjetas se consideraran un regalo en lugar de una mercancía: existe una fuerte presión cultural para actuar con reciprocidad ante un regalo, aun cuando no se desee, pero no existe tal presión para comprar un producto comercial no deseado[20]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 2.3 De un alumno de universidad El año pasado, cuando volvía a casa para la fiesta de Acción de Gracias, sentí en primera persona la obligación de la reciprocidad cuando se me pinchó una rueda. Una conductora vestida con uniforme de enfermera se ofreció a llevarme a casa. Yo le dije varias veces que mi casa quedaba aún a 40 kilómetros de distancia y en la dirección contraria a la que ella llevaba, pero insistió en ayudarme de todos modos y no quiso aceptar dinero a cambio. Su negativa a dejarme pagarle me provocó esa sensación incómoda y turbadora que usted comenta en Influencia. Durante los días que siguieron, el incidente provocó también cierta ansiedad entre mis padres. La regla de la reciprocidad y la incomodidad que acompañaba al hecho de no haber devuelto el favor desató en mi casa una pequeña neurosis. Tratamos una y otra vez de buscar la identidad de la mujer para enviarle flores o algún regalo, pero fue inútil. Si la hubiésemos encontrado, creo que le habríamos dado a aquella mujer lo que nos hubiese pedido. Al no encontrar otro modo de aliviar la sensación de obligación, mi madre recurrió por fin a la única solución que le quedaba. En sus oraciones durante nuestra cena de Acción de Gracias, pidió al Señor que recompensara a esa mujer desde el cielo. Nota del autor: Además de demostrar que la ayuda no solicitada puede activar la regla de la reciprocidad, este relato conlleva una cosa más que merece la pena saber en cuanto a las obligaciones que acompañan a esta regla: no se limitan a las personas que están implicadas originalmente en el acto de dar y recibir la ayuda. Se pueden aplicar también a los miembros de los grupos a los que pertenecen esas personas. No es solo que la familia del universitario se sintiera en deuda por la ayuda que él había recibido, sino que, de haber podido, se habrían hecho cargo de pagar esa deuda, tal y como indica el estudio, ayudando a algún miembro de la familia de la enfermera (Goldstein et al., 2007). Hay investigaciones adicionales que muestran que este tipo de reciprocidad dentro de un grupo se extiende al maltrato. Si un miembro de otro grupo nos hace daño y no podemos responder haciendo daño a esa persona, es muy probable que nos venguemos maltratando a otro miembro de ese grupo (Hugh-Jones, Ron y Zultan, 2019). La regla de la reciprocidad puede desencadenar intercambios desiguales Existe otra característica más de la regla de la reciprocidad que permite que se pueda explotar para obtener un beneficio. Paradójicamente, pese a que la regla se desarrolló para fomentar la equidad de los intercambios entre pares, puede utilizarse para dar lugar a resultados decididamente poco equitativos. La regla exige que cierto tipo de acción sea correspondido con otra acción similar. Se debe responder a un favor con otro favor; no con desdén ni, menos aún, con un ataque. Sin embargo, se permite que haya una considerable flexibilidad. Un pequeño favor inicial puede provocar un sentimiento de obligación que lleve a responder con un favor sustancialmente mayor. Dado que, como ya hemos visto, la regla permite que una persona elija la naturaleza del favor inicial que da lugar a la deuda y también la del favor con el que se responde y que la cancela, fácilmente podría pasar que quien desee aprovecharse de la regla nos manipule para realizar un intercambio injusto. Podemos volver, una vez más, al experimento de Regan para buscar evidencias en él. Recordemos que en ese estudio Joe daba una Coca-Cola a un grupo de sujetos como regalo inicial y, después, pedía a cada uno que le compraran papeletas para un sorteo a 25 centavos cada una. Lo que hasta ahora no he dicho es que este estudio se realizó a finales de la década de 1960, cuando una CocaCola costaba 10 centavos. En general, los sujetos a los que Joe había regalado un refresco de 10 centavos le compraron dos papeletas para el sorteo, aunque algunos llegaron a comprar hasta siete. Aun fijándonos solamente en el promedio, podemos decir que Joe hizo un negocio bastante bueno. ¡Unos dividendos del 500 por cien en una inversión son un dato de lo más respetable! Pero en el caso de Joe, incluso unos dividendos del 500 por cien sumaban solamente 50 centavos. ¿Puede la regla de la reciprocidad dar lugar a diferencias significativamente grandes en la dimensión de los favores intercambiados? En ciertas circunstancias, desde luego que sí. Veamos, por ejemplo, el relato que hace una de mis alumnas sobre un día que recuerda con remordimiento. Hará cosa de un año, no conseguía arrancar el coche. Mientras estaba allí sentada, se acercó un chico que estaba en el aparcamiento y por fin lo puso en marcha. Le di las gracias y él respondió que no tenía por qué. Cuando me iba le dije que si alguna vez necesitaba algún favor, viniera a verme. Como un mes después, aquel chico llamó a mi puerta y me pidió prestado el coche durante unas horas porque el suyo estaba en el taller. Me sentía un poco obligada aunque dudé, ya que el coche era bastante nuevo y él parecía muy joven. Más tarde, supe que era menor de edad y que tampoco tenía seguro. De todos modos, le presté el coche. Lo dejó como siniestro total. ¿Cómo pudo ocurrir que una mujer joven e inteligente accediese a dejar su coche nuevo a alguien prácticamente desconocido (y, además, muy joven) porque le había hecho un pequeño favor un mes antes? O, a un nivel más general, ¿por qué los pequeños favores iniciales provocan a menudo otros mayores como respuesta? Una importante razón está claramente relacionada con el carácter desagradable del sentimiento de deuda. A la mayoría nos resulta muy desagradable tener una sensación de obligación. Es un gran peso que requiere su desaparición. No es difícil localizar el origen de esta sensación. Como los compromisos de reciprocidad son tan esenciales en los sistemas sociales humanos, nos hemos visto condicionados a sentirnos incómodos cuando tenemos una deuda. Si no hiciéramos caso a la necesidad de devolver el favor inicial de otra persona, cortaríamos la secuencia de reciprocidad y sería menos probable que nuestro benefactor nos hiciese más favores en el futuro. Ninguno de esos casos beneficia a la sociedad. Por tanto, se nos enseña desde la infancia a sentirnos mal a nivel emocional cuando cargamos con el peso de una obligación. Solo por este motivo es probable que nos mostremos dispuestos a responder con un favor mayor que el que hemos recibido, simplemente para liberarnos de la carga psicológica de la deuda. Un proverbio japonés lo expresa de una forma elocuente: «No hay nada más caro que lo que se nos da gratis». Existe también otra razón. Una persona que incumple la regla de la reciprocidad al aceptar las buenas acciones de los demás sin tener intención de corresponder a ellas no es bien vista por el grupo social. La excepción, claro está, se da cuando alguien no puede devolver el favor debido a alguna circunstancia o incapacidad. Sin embargo, en la mayoría de los casos, hay un auténtico rechazo hacia un individuo que no cumple con los dictados de la regla de la reciprocidad. Gorrón, aprovechado e ingrato son etiquetas desagradables que hay que evitar escrupulosamente. Tan indeseables son que, a veces, la gente accede a un intercambio poco equitativo para esquivarlas. Combinadas, la realidad del malestar interno y la posibilidad del rechazo externo pueden provocar un enorme coste psicológico. A la luz de este coste, no resulta tan desconcertante que, en nombre de la reciprocidad, devolvamos a menudo más de lo que hemos recibido. Ni tampoco es tan extraño que, con frecuencia, evitemos pedir un favor que necesitamos si no estamos en condiciones de devolverlo. Sencillamente, el coste psicológico puede pesar más que la pérdida material. Imagen 2.3: Intercambio por sensación de culpa. [Texto: No me gusta dar propinas, así que El riesgo de otros tipos de pérdidas puede hacer que la gente rechace ciertos regalos o beneficios. Las mujeres hablan con frecuencia de la incómoda sensación de obligación que pueden sentir de tener que devolver los favores de un hombre que les ha hecho un regalo caro o que ha pagado una cena cara. Incluso algo tan insignificante como el precio de una copa puede provocar la sensación de deuda. Una alumna de una de mis clases lo expresó con bastante claridad en un trabajo: Tras haberlo aprendido por las malas, ya no voy a dejar que un chico al que conozca en alguna discoteca me invite a una copa, porque no quiero que ninguno de los dos piense que estoy obligada a corresponder a nivel sexual. Hay investigaciones que indican que su preocupación está fundamentada. Si en lugar de pagar ella misma sus copas, una mujer permite que un hombre la invite, se la considera de inmediato (tanto por parte de hombres como de mujeres) más disponible sexualmente para él. La regla de la reciprocidad se puede aplicar a la mayoría de las relaciones. Sin embargo, en su forma más pura –un intercambio equivalente de regalos y favores– resulta innecesaria e indeseable en ciertas relaciones duraderas, como las familiares o las de amistades consolidadas. En estas relaciones «comunales» lo que se intercambia recíprocamente es la disposición a dar al otro lo que necesita cuando lo necesita. En esta forma de reciprocidad no se necesita calcular quién ha dado más o menos, sino solo si las dos partes cumplen la regla más general[21]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 2.4 De un expatriado norteamericano en Australia No hace mucho tiempo, nos mudamos a Australia, donde a mi hija de cinco años le ha costado adaptarse a la nueva cultura y encontrar nuevos amigos. Recientemente, durante los paseos que dábamos por el barrio con mi mujer, nuestra hija trató de dejar «regalos» en los buzones de los vecinos. La verdad es que no eran más que dibujos garabateados a lápiz y, después, doblados y pegados para darles la forma de una carta. A mí me parecía algo bastante inofensivo pero me preocupaba más que aquello pudiese ser percibido como algo molesto. Me asustaba que nos conocieran como los «fantasmas que dejan basura en los buzones». Entonces, empezaron a ocurrir algunas cosas curiosas. Empezamos a encontrar en nuestro buzón unas tarjetas –tarjetas de verdad de la marca Hallmark– dirigidas a mi hija y que en cualquier sitio pueden costar entre 3 y 5 dólares. Después, empezaron a aparecer paquetes de caramelos y juguetes pequeños. Si no llego a leer su libro, no lo habría comprendido. Pero el poder de la reciprocidad es increíble. Mi hija tiene ahora un grupo de amigos con los que juega cada día en el parque que hay frente a nuestra casa. Nota del autor: Me gusta esta carta porque refuerza un par de elementos de la regla de la reciprocidad que ya hemos tratado: no solo provoca intercambios no equitativos, sino que también sirve para iniciar continuos mecanismos sociales. Y lo que es más, incluso los niños lo ven como un modo de provocar esos mecanismos. Concesiones recíprocas Hay una segunda forma de emplear la regla de la reciprocidad para conseguir que alguien acceda a una petición. Es más sutil pero, en algunos casos, más efectiva que el camino más directo de hacer a esa persona un favor para, después, pedirle otro a cambio. Una experiencia personal que tuve hace unos años hizo que obtuviera de primera mano la prueba de lo bien que funciona esta técnica. Iba caminando por una calle cuando se me acercó un niño de unos once o doce años. Se presentó y me dijo que estaba vendiendo entradas para el circo anual de los Boy Scouts que iba a celebrarse el sábado siguiente por la noche. Me preguntó si deseaba comprar entradas a cinco dólares cada una. Dije que no. «Bueno –respondió–, si no quiere comprar entradas, ¿qué le parece si compra alguna de nuestras tabletas de chocolate? Solo son a un dólar». Compré un par de ellas y, de inmediato, me di cuenta de que había sucedido algo digno de reflexión. Sabía que era así porque a) no me gustan las tabletas de chocolate, b) sí que me gusta el dinero, c) yo me quedé con dos de sus tabletas y d) él se había ido con dos dólares míos. Para intentar entender bien lo que había pasado en mi intercambio con el boy scout, fui a mi despacho y convoqué una reunión con mis compañeros investigadores. Mientras hablábamos de la situación, empezamos a ver que la regla de reciprocidad había formado parte de mi conformidad con la petición de que le comprara las chocolatinas. Según la norma general, una persona que actúa de determinada forma con nosotros tiene derecho a ser correspondida con una acción similar. Ya hemos visto que una consecuencia de la regla es la aparición de la obligación de devolver los favores. Sin embargo, otra consecuencia es que surge una obligación de hacer una concesión a alguien que nos ha hecho otra previamente. Tras darle varias vueltas en mi grupo de investigación, nos dimos cuenta de que esa era exactamente la situación en la que me había puesto el niño. Su petición de que le comprara chocolatinas de un dólar la había planteado en forma de concesión por su parte. Me la ofreció como un retracto de su petición de que le comprara una entrada de cinco dólares. Si yo quería cumplir los dictados de la regla de reciprocidad, tenía que haber otra concesión por mi parte. Como hemos visto, hice tal concesión: pasé de incumplidor a cumplidor cuando él pasó de una petición mayor a otra más pequeña, aun cuando yo no tenía interés alguno en ninguna de las cosas que él me ofrecía. Fue un clásico ejemplo de la forma en que un arma de influencia puede infundir con su poder el cumplimiento de una petición. Yo me vi obligado a comprar algo, no por ningún sentimiento favorable hacia el artículo, sino porque la petición de compra se me había ofrecido de tal forma que atrajo la fuerza de la regla de reciprocidad. No había importado que no me gustaran las tabletas de chocolate. El boy scout me había hecho una concesión, clic; y, activación, yo respondí con otra concesión por mi parte. Por supuesto, la tendencia a corresponder con una concesión no es tan fuerte como para que funcione en todas las situaciones ni en todas las personas; ninguna de las armas de influencia que se tratan en este libro tiene esa fuerza. Sin embargo, en mi intercambio con el niño, la tendencia había sido suficientemente poderosa como para que yo me quedara desconcertado y en posesión de dos chocolatinas que no deseaba. ¿Por qué tenía que sentirme obligado a corresponder a una concesión? La respuesta está, de nuevo, en el beneficio que una tendencia así proporciona a la sociedad. A cualquier grupo humano le interesa que sus miembros trabajen juntos para conseguir objetivos comunes. Sin embargo, en muchas interacciones sociales, los participantes empiezan con peticiones y exigencias que no son aceptables para los otros. De este modo, la sociedad debe acordar que estos deseos iniciales e incompatibles queden de lado por el bien de una colaboración beneficiosa para la sociedad. Esto se consigue mediante procedimientos que favorecen el compromiso. La concesión mutua es uno de esos procedimientos tan importantes. La regla de reciprocidad provoca concesiones mutuas de dos maneras. La primera es evidente: presiona al receptor de una concesión ya realizada para que corresponda del mismo modo. La segunda, aunque no tan evidente, es de trascendental importancia. Debido a la obligación de corresponder que tiene el receptor, las personas son libres de hacer la concesión inicial y, así, dar comienzo al beneficioso proceso de intercambio. Al fin y al cabo, si no existiera ninguna obligación social de corresponder a una concesión, ¿quién iba a querer hacer el primer sacrificio? Hacerlo sería arriesgarse a dar algo sin recibir nada. Sin embargo, al estar en vigor esta regla, podemos sentirnos seguros al hacer el primer sacrificio a la otra persona, que está obligada a ofrecer a cambio un sacrificio. Rechazo y retirada Puesto que en la regla de la reciprocidad rige el proceso de compromiso, es posible servirse de una concesión inicial como parte de una técnica de persuasión sumamente efectiva. Se trata de una técnica sencilla a la que podemos llamar técnica de rechazo y retirada. Supongamos que una persona quiere que otra acceda a determinada petición. Una forma de incrementar las posibilidades de éxito consiste en hacer primero una petición mayor, que probablemente la otra persona rechazará. Luego, cuando ya la haya rechazado, la primera persona formula la petición más pequeña que es la que de verdad le interesaba desde el principio.Siempre que organice hábilmente ambas peticiones, la otra persona verá la segunda petición como una concesión hacia ella y se sentirá más dispuesta a responder con otra concesión por su parte –accederá a la segunda petición–. ¿Fue así como el boy scout consiguió que le comprara las chocolatinas? ¿Su retirada de la petición de cinco dólares para pasar a la de un dólar fue artificial y la había utilizado intencionadamente para venderme las chocolatinas? Como antiguo boy scout que aún conserva sus insignias, espero sinceramente que no. Estuviese o no planeada la secuencia de petición mayor y posterior petición menor, el efecto fue el mismo. Funcionó. Y, puesto que funciona, la técnica de rechazo y retirada la pueden utilizar a propósito determinadas personas para conseguir sus objetivos. Examinemos en primer lugar la forma de utilizar esta táctica como arma fiable de persuasión. Más tarde, veremos cómo se está utilizando ya. Por último, podemos analizar algunas características poco conocidas de esta técnica que la convierten en una de las tácticas de persuasión más influyentes. Hay que recordar que después de mi encuentro con el boy scout convoqué a mis ayudantes de investigación para que juntos pudiéramos dar explicación a lo que me había ocurrido (y dónde encontrar las pruebas). Lo cierto es que hicimos algo más. Preparamos un experimento para estudiar la efectividad del procedimiento de pasar a la petición deseada después de que una petición mayor previa fuese rechazada. Teníamos dos objetivos a la hora de realizar el experimento. El primero, ver si el procedimiento funcionaba con otras personas aparte de mí. Sin duda, parecía que conmigo la táctica había resultado eficaz ese mismo día, pero la verdad es que tengo un largo historial de caídas en trampas de todo tipo. Así que la duda seguía existiendo: ¿funciona la técnica de rechazo y retirada en suficientes personas como para considerarla un procedimiento útil de conformidad? Si es que sí, no cabía duda de que habría que tenerla en cuenta en el futuro. La segunda razón por la que realizamos el estudio era determinar el poder de la técnica como arma para conseguir la conformidad. ¿Podría provocar la aceptación ante una petición de gran envergadura? O, dicho de otro modo, ¿tenía que ser de verdad pequeña la petición menor a la que recurría el solicitante? Si era correcta nuestra idea de qué era lo que hacía que la técnica resultara efectiva, la segunda petición no tenía por qué ser pequeña; solo tenía que ser menor que la inicial. Sospechábamos que el aspecto decisivo de la retirada del solicitante desde un favor mayor a otro más pequeño era su apariencia de concesión. De este modo, la segunda petición podía ser objetivamente grande –siempre que fuese menor que la primera– y, aun así, la técnica seguiría funcionando. Tras pensarlo un poco, decidimos probar la técnica con una petición a la que nos parecía que pocas personas accederían. Haciéndonos pasar por representantes del Programa de Orientación Juvenil del condado, nos acercamos a estudiantes universitarios que pasaban por el campus y les preguntamos si estarían dispuestos a acompañar a un grupo de delincuentes juveniles en una excursión al zoo. La idea de actuar como responsables de un grupo de jóvenes delincuentes de edad sin especificar durante varias horas en un lugar público sin ninguna retribución resultaba poco agradable para estos estudiantes. Tal y como esperábamos, la inmensa mayoría (un 83 por ciento) rechazó la propuesta. Pero obtuvimos resultados muy distintos con una muestra similar de universitarios a los que hicimos la misma petición pero con una diferencia. Antes de invitarles a actuar como acompañantes no retribuidos en la excursión al zoo, les pedimos un favor aún mayor: dedicar dos horas a la semana a actuar como orientadores de delincuentes juveniles durante un período mínimo de dos años. Solo después de que rechazaran esta petición extrema –cosa que hicieron todos– les formulamos la petición menor de la excursión al zoo. Al presentar esa excursión como una retirada de nuestra petición inicial, el porcentaje de aceptación aumentó enormemente. El triple de los estudiantes a los que nos acercamos de esta manera se ofrecieron voluntarios para actuar como acompañantes al zoo. Está claro que cualquier estrategia capaz de triplicar el porcentaje de conformidad a una petición importante (del 17 al 50 por ciento en nuestro experimento) será a menudo utilizada en una gran variedad de situaciones reales. Los agentes de negociación laboral, por ejemplo, utilizan a menudo la táctica de hacer peticiones extremas que no esperan obtener, pero a partir de las cuales puedan retirarse y lograr concesiones reales de la otra parte. Podría parecer, entonces, que este procedimiento sería más efectivo cuanto mayor sea la petición inicial, ya que habría más margen para las concesiones que se pretenden. Esto se cumple solo en parte. Una investigación realizada en la Universidad de Bar-Ilán de Israel, sobre la técnica del rechazo y la retirada, demuestra que si la primera petición es tan extrema que pueda resultar una insensatez, su efecto es contraproducente. En esos casos, quien ha hecho la primera petición extrema no parece estar actuando de buena fe. Cualquier retirada posterior de esta posición inicial tan absolutamente ilógica no se considerará como una verdadera concesión y, por tanto, no será correspondida. Así, un buen negociador será aquel cuya posición inicial sea solo lo suficientemente exagerada como para permitir que surjan una serie de pequeñas concesiones y contraofertas mutuas que llevarán a una oferta final deseable por parte del oponente[22]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 2.5 De un ingeniero de software de Alemania Después de terminar mis estudios universitarios de electrotecnia y trabajar durante cuatro años en el sector energético, decidí dejar el trabajo, seguir lo que me dictaba el corazón y empezar desde cero mi carrera profesional como desarrollador de software informático. Puesto que mis conocimientos sobre software los había adquirido como autodidacta, empecé desde abajo en una pequeña empresa (de diez personas) como ingeniero de software. Dos años después, decidí pedir un aumento. Problema: el dueño era conocido por no conceder aumentos. Esto es lo que hice: En primer lugar, preparé a mi jefe aportándole información sobre las horas extra de trabajo que yo había realizado y, lo que es más importante, los beneficios que la empresa había obtenido con mi ayuda. Y, después, le dije: «Yo creo que no soy un empleado medio; hago más que un empleado medio y me gustaría recibir el salario medio que existe en el mercado para mi puesto, que es de XX.XXX euros al año». (Mi sueldo en aquel momento estaba un treinta por ciento por debajo de la media). Me respondió sin rodeos: «No». Yo me quedé callado cinco segundos y dije: «Vale, en ese caso, ¿puede darme XXX euros más al mes y la posibilidad de trabajar un día desde casa?». Accedió. Yo sabía que no me iba a conceder el salario medio del mercado. Lo que de verdad quería era conseguir un aumento justo y trabajar un día desde casa, donde podría pasar más tiempo con mi prometida. Salí de su despacho con dos cosas: 1) un aumento de sueldo del 23 por ciento y 2) una nueva pasión por las técnicas de rechazo y retirada. Nota del autor: Hay que tener en cuenta que, tal y como suele suceder, el uso de la táctica de rechazo y retirada también implica la activación del principio del contraste. La mayor cifra inicial no solo hizo que la menor pareciera una retirada, sino que provocó que la segunda petición pareciera una medida adicional también más pequeña. Posdata: El nombre de este lector no aparece en la lista de «Reseñas de los lectores» de otros autores porque pidió que utilizáramos solamente sus iniciales (M. S.). Concesiones mutuas, contraste perceptivo y el misterio del Watergate Ya hemos hablado de una de las razones del éxito de la técnica de rechazo y retirada –su incorporación a la regla de la reciprocidad–. Esta estrategia de una petición mayor y después otra menor resulta también efectiva por otro par de razones. La primera de ellas está relacionada con el principio del contraste perceptivo que analizamos en el capítulo uno. Con este principio se explica, entre otras cosas, la tendencia de un individuo a gastar más dinero que antes en un jersey si lo hace tras haber comprado un traje: después de ver el precio de la prenda más cara, el de la más barata le parece aún menor en comparación. De igual modo, el procedimiento de la petición mayor y después menor utiliza el principio del contraste para hacer que la petición menor parezca todavía más pequeña en comparación con la mayor. Si alguien quiere que otra persona le preste diez dólares, puede hacer que la petición parezca menor de lo que es pidiéndole primero que le preste veinte dólares. Uno de los atractivos de esta táctica está en que, al pedir primero veinte dólares y luego reducir la petición a diez, se habrá servido simultáneamente tanto de la fuerza de la regla de la reciprocidad como de la del principio del contraste. La petición de los diez dólares no solo se verá como una concesión que debe ser correspondida, sino también como una petición menor que si hubiera pedido directamente diez dólares. Combinadas, las influencias de la reciprocidad y del contraste perceptivo pueden tener una fuerza tremendamente poderosa. Unida a la secuencia de rechazo y retirada, pueden conseguir efectos realmente sorprendentes. Tengo la impresión de que constituyen la única explicación realmente plausible a una de las acciones políticas más desconcertantes de nuestro tiempo: la tristemente célebre decisión de entrar en los despachos de Watergate, del Comité Demócrata Nacional, que acabó con la presidencia de Richard Nixon. Uno de los participantes de aquella decisión, Jeb Stuart Magruder, al saber que los ladrones de Watergate habían sido detenidos, reaccionó con lógica perplejidad: «¿Cómo hemos sido tan estúpidos?». Es verdad. ¿Cómo? Para comprender lo terriblemente concebida que estuvo la idea de que la Administración de Nixon realizara aquella entrada ilegal, repasemos unos cuantos datos: • La idea fue de G. Gordon Liddy, encargado de las operaciones destinadas a recabar información para el Comité de Reelección Presidencial (CREEP). Liddy tenía cierta fama de extravagante entre los altos cargos de la Administración y se dudaba de su estabilidad mental y su buen juicio. • La propuesta de Liddy era extremadamente costosa, pues exigía un presupuesto de 250 000 dólares en dinero negro. • A finales de marzo, cuando se aprobó la propuesta en una reunión del director del CREEP, John Mitchell, con sus ayudantes Magruder y Frederick LaRue, el pronóstico de una victoria de Nixon en las elecciones de noviembre no podía ser más halagüeño. Edmund Muskie, el único candidato anunciado al que los primeros sondeos habían dado una posibilidad de derrocar al presidente, había obtenido malos resultados en las primarias. Parecía que el candidato más fácil de vencer, George McGovern, ganaría la nominación demócrata. La victoria republicana parecía garantizada. • El plan mismo de la entrada ilegal en las oficinas era una operación muy arriesgada que necesitaba de la participación y discreción de diez hombres. • El Comité Demócrata Nacional y su presidente, Lawrence O’Brien, en cuyo despacho de Watergate se iba a realizar el robo y se iban a colocar micrófonos ocultos, no tenían información lo suficientemente importante como para derrotar al presidente en funciones. Tampoco era probable que los demócratas consiguieran información alguna, a menos que la Administración cometiera una verdadera estupidez. A pesar de lo que era evidente que aconsejaban las razones mencionadas, se aprobó la propuesta cara, arriesgada, sin sentido y potencialmente calamitosa de un hombre cuyo buen juicio se cuestionaba. ¿Cómo pudo ser que unos hombres tan inteligentes y expertos como Mitchell y Magruder cometieran una estupidez tan enorme? Quizá la respuesta se encuentre en un dato poco analizado: el plan de 250 000 dólares que se aprobó no era la primera propuesta de Liddy, sino que suponía una considerable concesión por su parte con respecto a dos propuestas previas de grandísimas proporciones. El primero de estos planes, elaborado dos meses antes en una reunión con Mitchell, Magruder y John Dean, consistía en un programa de un millón de dólares que incluía, además de la instalación de micrófonos ocultos en Watergate, un avión de seguimiento equipado con comunicaciones especiales, brigadas de especialistas en asaltos, secuestros y atracos y un yate con prostitutas de lujo para sobornar a políticos demócratas. Un segundo plan de Liddy, presentado también a Mitchell, Magruder y Dean una semana más tarde, eliminaba una parte del programa y reducía los gastos a 500 000 dólares. Cuando Mitchell rechazó esas propuestas iniciales fue cuando Liddy ofreció su «escueto» plan de 250 000 dólares, en esta ocasión a Mitchell, Magruder y LaRue. Esta vez el plan, que seguía siendo estúpido pero menos que los anteriores, consiguió la aprobación. ¿Podría ser que yo, un bobo de toda la vida, y John Mitchell, un político curtido y astuto, hubiéramos sido manejados con tanta facilidad y con la misma táctica de persuasión para aceptar unos acuerdos tan malos –yo por un boy scout que vendía caramelos y él por un hombre que le estaba vendiendo un desastre político?–. Imagen 2.4: ¿Gordon el travieso? ¿Estilos parecidos de hacer las cosas provocan sonrisas d Si analizamos el testimonio de Magruder, considerado por la mayoría de los investigadores del caso Watergate como el que ofrecía una versión más fidedigna de la reunión crucial en la que finalmente el plan de Liddy terminó siendo aceptado, veremos algunas pistas muy ilustrativas. En primer lugar, en su libro An american life: One man’s road to Watergate (1974), Magruder afirma que «nadie se mostró particularmente abrumado con el proyecto»; pero, «tras haber comenzado con la enorme suma de un millón de dólares, pensamos que probablemente la de 250000 sería una cantidad aceptable... Éramos reacios a dejarle ir sin nada». Mitchell, que tenía «la sensación de que debíamos dar algo a Liddy... lo aprobó como diciendo: “De acuerdo, vamos a darle un cuarto de millón de dólares y a ver con qué nos sale”». Al parecer, en el contexto de las peticiones iniciales extremas de Liddy, «un cuarto de millón de dólares» se había convertido en «algo» que podía darse para corresponder a una concesión. Con la claridad que da ver las cosas a posteriori, Magruder ha recordado el planteamiento que hizo Liddy del asunto como la ilustración más sucinta que he oído nunca de la técnica de rechazo y retirada: «Si hubiese venido a nosotros desde el principio diciendo: “Tengo un plan para entrar a robar e instalar micrófonos ocultos en la oficina de Larry O’Brien”, probablemente habríamos rechazado la idea sin más. Pero llegó con su elaborado plan de prostitutas, secuestros, asaltos, sabotajes, espionaje... Nos había pedido todo el lote cuando se hubiera quedado bastante satisfecho con la mitad o incluso la cuarta parte». Resulta también ilustrativo que, aunque finalmente acatara la decisión de su jefe, solo un miembro del grupo, LaRue, expresó una oposición directa a la propuesta. Cuando dijo con evidente sentido común: «No creo que valga la pena arriesgarse», seguro que se preguntó por qué sus colegas Mitchell y Magruder no compartían su punto de vista. Por supuesto, puede ser que hubiera muchas discrepancias entre LaRue y los otros dos hombres que sirvieran para explicar la diferencia de opiniones con respecto a lo aconsejable del plan de Liddy. Pero destaca una de ellas: de los tres, solamente LaRue no había estado presente en las dos reuniones anteriores, en las que Liddy había contado sus programas mucho más ambiciosos. Quizá por esa razón, solo LaRue fue capaz de ver lo rudimentaria que era la tercera propuesta y de reaccionar a ella con objetividad, sin estar influenciado por la fuerza de la reciprocidad y el contraste perceptivo que sí influyó en los demás. Maldito si lo haces, maldito si no lo haces Un poco antes hemos señalado que la técnica del rechazo y retirada cuenta, además de con la regla de la reciprocidad, con un par de factores más que actúan a su favor. Ya hemos analizado el primero de ellos, el principio del contraste perceptivo. La ventaja adicional de esta técnica no es realmente un principio psicológico, como en el caso de los otros dos factores. Más bien se trata de un aspecto puramente estructural de la secuencia de petición. Supongamos una vez más que una persona quiere que otra le preste diez dólares. Si empieza pidiendo veinte dólares no perderá. Si la otra persona accede, la primera habrá recibido el doble de la cantidad con la que se habría quedado satisfecho. Por otra parte, si la petición inicial es rechazada, quien la hace puede retirarse hasta los diez dólares que deseaba desde el principio y, gracias a la acción de los principios de la reciprocidad y del contraste, aumentar enormemente sus posibilidades de éxito. De cualquiera de las dos formas, sale beneficiado; es como decir: si sale cara, gano yo, si sale cruz, pierdes tú. En vista de las ventajas de la técnica de rechazo y retirada, podría pensarse que puede tener también una importante desventaja. Las víctimas de la estrategia podrían resentirse por haberse visto acorraladas para dar su conformidad. Ese resentimiento podría manifestarse de dos modos. En primer lugar, la víctima podría decidir no actuar conforme al acuerdo verbal al que ha llegado con quien le hace la petición. En segundo lugar, la víctima podría llegar a desconfiar de ese solicitante que le ha manipulado y decidir no volver a hacer ningún trato con él. Si se diera con cierta frecuencia alguna de estas circunstancias, el que hace la petición se lo pensaría dos veces antes de utilizar el procedimiento de rechazo y retirada. Las investigaciones demuestran, sin embargo, que estas reacciones de las víctimas no suceden con mayor frecuencia cuando se usa la técnica de rechazo y retirada. Resulta en cierto modo sorprendente que, al parecer, suceden con menor frecuencia. Antes de intentar comprender por qué ocurre esto, veamos primero las pruebas que se han descubierto. Aquí tiene mi sangre, llámeme de nuevo Un estudio publicado en Canadá arroja luz sobre la cuestión de si una víctima de la táctica de rechazo y retirada seguirá manteniendo el acuerdo de realizar un segundo favor solicitado por una persona. Además de registrar si los sujetos del estudio accedían o no a la petición (trabajar dos horas al día y sin retribución en un centro comunitario de salud mental), este experimento registró también si aparecían y cumplían lo prometido. Como es habitual, con el procedimiento de empezar con una petición mayor (prestarse voluntario para trabajar dos horas a la semana en el centro durante dos años) se obtenía mayor acuerdo verbal sobre la petición menor de retirada (76 por ciento) que con el procedimiento de hacer solamente la petición menor (29 por ciento). Pero el resultado más importante era el relativo al porcentaje de aparición de los que se habían ofrecido voluntarios; y, de nuevo, la táctica de rechazo y retirada fue la más efectiva (85 frente a 50 por ciento). Otro experimento examinó si la secuencia de rechazo y retirada hacía que las víctimas se sintiesen tan manipuladas que rechazaban cualquier petición adicional. En este estudio los sujetos eran universitarios, a cada uno de los cuales se le pedía que donase sangre como parte de la campaña anual de donación de sangre del campus. A los sujetos de un grupo se les pidió primero que donaran medio litro de sangre cada seis semanas durante un mínimo de tres años. A los otros se les solicitó que donaran medio litro solamente en una ocasión. A los sujetos de ambos grupos que accedieron y después aparecieron en el centro de donación se les preguntó en aquel momento si estarían dispuestos a dar su número de teléfono, para que los llamaran para futuras donaciones. Casi todos los estudiantes que iban a donar medio litro de sangre como consecuencia de la técnica de rechazo y retirada aceptaron hacer nuevas donaciones (84 por ciento), mientras que del otro grupo de sujetos que aparecieron, menos de la mitad accedieron a hacerlo (43 por ciento). Incluso para favores futuros resultó ser superior la estrategia de rechazo y retirada. Los efectos secundarios secretos y agradables Resulta, pues, extraño que la táctica del rechazo y la retirada anime a la gente no solo a acceder a una petición deseada, sino a llevarla a cabo y, por último, a ofrecerse voluntaria para acceder a futuras peticiones. ¿Qué es lo que tiene esta técnica para hacer que las personas a las que se ha convencido de que muestren su conformidad probablemente vayan a seguir haciéndolo? Para encontrar una respuesta deberíamos analizar la concesión que hace el que solicita el favor y que es el verdadero punto central del procedimiento. Ya hemos visto que, mientras no se muestre como un truco evidente, es probable que la concesión provoque otra como respuesta. Sin embargo, lo que aún no hemos analizado son un par de efectos colaterales poco conocidos de la concesión: las sensaciones de una mayor responsabilidad y de satisfacción en relación con el acuerdo. Son estos agradables efectos secundarios los que permiten que la técnica consiga que sus víctimas cumplan los acuerdos y acepten cumplir más en el futuro. Los efectos secundarios deseables de hacer concesiones durante una interacción con otras personas aparecen en estudios sobre cómo las personas negocian entre sí. Un experimento llevado a cabo por psicólogos sociales de la UCLA proporciona una conclusión especialmente valiosa. Un sujeto de este estudio se enfrentaba a un «oponente» y se le decía que negociara con él cómo dividirse entre los dos cierta cantidad de dinero que les proporcionaban los expertos que realizaban el experimento. Al sujeto se le informaba también de que si no alcanzaban un acuerdo mutuo tras un determinado tiempo de negociación, ninguno se quedaría con el dinero. Lo que el sujeto no sabía era que el oponente, en realidad, era un ayudante del experimento al que previamente se le había ordenado que negociara con él siguiendo una de estas tres opciones: con algunos sujetos, el oponente hacía primero una petición exagerada en la que se asignaba a sí mismo prácticamente todo el dinero y durante toda la negociación tenía que insistir de forma obstinada en que se cumpliera esa petición. Con otro grupo de sujetos, el oponente empezaba con una petición moderadamente favorable para sí mismo; también tenía que negarse categóricamente a moverse de esa posición durante las negociaciones. Con un tercer grupo, el oponente empezaba con la petición exagerada y, después, de forma gradual, se retiraba hacia la postura más moderada durante el curso de la negociación. Hubo tres importantes descubrimientos que nos ayudan a entender por qué resulta tan efectiva la técnica del rechazo y la retirada. En primer lugar, en comparación con las otras dos opciones, la estrategia de empezar con una petición exagerada y, después, ir cambiando a la más moderada tenía como resultado que la mayor parte del dinero fuese para la persona que la utilizaba. Este resultado no resulta sorprendente a la luz de las previas evidencias que hemos visto del poder de las tácticas de hacer una petición mayor y, después, otra menor para conseguir un acuerdo beneficioso. Son los otros dos hallazgos del estudio los que resultan más sorprendentes. RESPONSABILIDAD La concesión del que hace la petición con la técnica del rechazo y la retirada provocaba que los sujetos no solo accedieran con más frecuencia, sino que también se sintieran más responsables por haber «dictado» el acuerdo definitivo. Así, la asombrosa capacidad de esta técnica de conseguir que sus sujetos cumplieran con sus compromisos resulta comprensible: es más probable que una persona que se siente responsable con respecto a las condiciones de un contrato termine cumpliéndolo. SATISFACCIÓN Pese a que, de media, se dio más dinero al oponente que utilizó la estrategia de las concesiones, los sujetos que eran objeto de la misma se mostraron más satisfechos con el acuerdo definitivo. Al parecer, un acuerdo que se ha forjado mediante las concesiones de los oponentes resulta bastante satisfactorio. Teniendo esto en cuenta, podemos empezar a explicar el segundo aspecto desconcertante de la táctica del rechazo y la retirada: la capacidad de incitar a sus víctimas a que accedan a futuras peticiones. Como esta táctica se sirve de una concesión del que hace la petición para obtener la conformidad, es probable que la víctima termine sintiéndose más satisfecha con el acuerdo. Es lógico que resulte más probable que las personas que se sientan satisfechas con determinado acuerdo estén dispuestas a acceder a acuerdos similares. Tal y como mostraban un par de estudios realizados por el investigador de estudios de mercado Robert Schindler, sentirse responsable de haber alcanzado un mejor acuerdo en una tienda provocaba más satisfacción con el proceso y futuras visitas a esa tienda[23]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 2.6 De un antiguo vendedor de televisiones y equipos de música Durante un tiempo he trabajado en una importante tienda en el departamento de televisiones y equipos de música. La continuidad en el empleo se basaba en la capacidad de vender contratos de servicios que eran ampliaciones de la garantía que ofrecía la tienda. En cuanto me dieron esta información, diseñé un plan que utilizaba la técnica del rechazo y la retirada, aunque en su momento no sabía que se llamaba así. Un cliente tenía la oportunidad de acogerse a un contrato de servicios con cobertura de uno a tres años en el momento de la compra, aunque el reconocimiento que yo recibía era el mismo sin depender de la duración de la cobertura. Al darme cuenta de que, en principio, la mayoría de la gente no iba a estar dispuesta a contratar la cobertura de tres años, yo aconsejaba al cliente que se acogiera al plan más largo y caro. Después de que mi sincero intento de vender el plan de tres años fuese rechazado, esto me proporcionaba luego una oportunidad excelente de retirarme a la cobertura de un año y su precio relativamente bajo, que era lo que yo estaba deseando vender. Esta técnica resultó de lo más efectiva y vendí contratos a una media del 70 por ciento de mis clientes, que parecían mostrarse satisfechos con el procedimiento mientras que otros compañeros de mi departamento conseguían en torno a un 40 por ciento. Nunca hasta ahora le he contado a nadie cómo lo hacía. Nota del autor: Tal y como indican varias investigaciones, la táctica del rechazo y la retirada aumentaba tanto el número de acuerdos con los clientes como su satisfacción con dichos acuerdos. Defensa frente a esta regla Cuando una persona solicita un favor empleando la regla de la reciprocidad, nos encontramos ante un excelente rival. Al ofrecer un favor o una concesión iniciales, el solicitante se habrá conseguido un poderoso aliado en la campaña por alcanzar nuestra conformidad. A primera vista, nuestra suerte podría parecer poco prometedora en una situación así. Podríamos acceder a los deseos del solicitante y, al hacerlo, sucumbir a la regla de la reciprocidad. O podríamos negarnos a acceder y, por tanto, sufrir el peso de la fuerza de la regla sobre nuestro sentido profundamente condicionado de justicia y obligación. Rendirnos o sufrir unas graves consecuencias. Perspectivas muy poco halagüeñas. Por suerte, no son estas nuestras únicas opciones. Si conocemos bien la naturaleza de nuestro oponente, podremos salir ilesos del campo de batalla de la conformidad y, a veces, incluso en mejores condiciones que antes. Es fundamental reconocer que el solicitante que se acoge a la regla de la reciprocidad (o a cualquier otra arma de influencia) para obtener nuestra conformidad no es nuestro verdadero oponente. Dicho solicitante ha decidido convertirse en un guerrero de jujitsu que se pone del lado del poder aplastante de la reciprocidad y, después, se limita a liberar esa fuerza haciendo un primer favor o concesión. El verdadero oponente es la regla. Si no queremos ser víctima de ella, debemos dar ciertos pasos para disminuir su fuerza. Rechazar la regla ¿Cómo se consigue neutralizar el efecto de una regla social como la de la reciprocidad? Parece demasiado extendida como para escapar de ella y demasiado fuerte como para superarla una vez que se ha activado. Quizá la respuesta esté en impedir su activación. Tal vez podamos evitar la confrontación con la regla si empezamos por negarnos a permitir que un solicitante desate su fuerza contra nosotros. Quizá si rechazamos un favor o una concesión inicial del solicitante podamos evitar el problema. Quizá sí o quizá no. Declinar de forma categórica la petición inicial de un solicitante a que hagamos un favor o sacrificio funciona mejor en la teoría que en la práctica. La mayor dificultad está en que cuando se nos presenta, resulta difícil saber si dicha oferta es honesta o si se trata del primer paso de un intento de explotación. Es un asunto parecido al del susto o regalo (trick or treat) que piden los niños en Halloween: si siempre suponemos lo peor (susto), no nos será posible beneficiarnos de ningún favor o concesión legítimos (regalo) que nos ofrezcan personas que no tienen ninguna intención de aprovecharse de la regla de la reciprocidad. Tengo un compañero de trabajo que recuerda con rabia cómo su hija de diez años se sintió muy dolida cuando un hombre cuyo método de evitar enfrentarse a las garras de la reciprocidad rechazó un acto de amabilidad por parte de ella. Los niños de su clase estaban haciendo de anfitriones en una jornada de puertas abiertas del colegio para recibir a sus abuelos y la labor de ella consistía en regalar una flor a cada visitante que entrara en el colegio. El primer hombre al que se acercó con una flor le gruñó: «Guárdatela». Al no saber qué hacer, volvió a acercársela y lo único que consiguió fue que el hombre le preguntara qué era lo que tenía que darle a cambio. Cuando ella contestó con voz tímida: «Nada. Es un regalo» el hombre la miró con incredulidad y pasó de largo. La niña se quedó tan dolida por la experiencia que no pudo acercarse a nadie más y tuvo que ser relegada de su tarea, que ella había esperado que fuera agradable. Resulta difícil saber quién es más culpable, si el hombre insensible o los explotadores que habían abusado de su tendencia a corresponder a los regalos hasta que su respuesta terminó convirtiéndose en un rechazo automático. Quienquiera que sea el culpable, la lección está clara. Siempre vamos a encontrarnos con individuos de auténtica generosidad y con muchas personas que tratarán de jugar limpio con la regla de la reciprocidad más que aprovecharse de ella. Sin duda, esas personas se sentirán insultadas cuando alguien rechace de plano sus esfuerzos; esto puede muy bien dar lugar a fricciones y aislamiento sociales. Por tanto, la política de rechazo absoluto no parece lo más aconsejable. Existe otra solución que puede resultar más prometedora: nos aconseja aceptar los ofrecimientos de los demás pero solamente por lo que son en esencia y no por lo que puedan representar. Si una persona nos ofrece un agradable favor, podemos aceptar al mismo tiempo que reconocemos que estamos obligados a devolver el favor en un futuro. Comprometerse a este tipo de acuerdo con otra persona no significa que nos esté explotando gracias a la regla de la reciprocidad. Más bien lo contrario: implica participar de forma justa en el «respetado sistema de obligaciones» que tan bien nos ha venido a nivel individual y como sociedad desde los albores de la humanidad. Sin embargo, si el favor primero resulta ser una estratagema, un truco, un artificio diseñado específicamente para provocar nuestra conformidad y corresponder con un favor mayor, estamos ante una situación distinta. Nuestro oponente pasa de ser un benefactor a un oportunista y es aquí cuando debemos responder en esos mismos términos. Una vez que hemos visto que el ofrecimiento inicial no era un favor, sino una táctica de persuasión para conseguir nuestra conformidad, solo tenemos que reaccionar de forma acorde para librarnos de su influencia. Siempre que percibamos y determinemos que la acción es un recurso de persuasión y no un favor, el que lo ofrece deja de contar con la regla de la reciprocidad como aliada: la regla dice que los favores deben corresponderse con otros. No exige que un truco sea correspondido con favores. Dejar en evidencia al enemigo Podemos servirnos de un ejemplo práctico para verlo con más claridad. Supongamos que una mujer llama por teléfono y se presenta como miembro de la Asociación de Seguridad contra Incendios en el Hogar de nuestra ciudad. Supongamos que pregunta a continuación si estamos interesados en que nos informe sobre cómo evitar estos incendios, que examinen nuestra casa para determinar los peligros de incendios que pueda haber y que nos envíen un extintor, todo gratis. Supongamos después que nos mostramos interesados y que concertamos una cita para que uno de los inspectores de la asociación venga a nuestra casa. Cuando llega el inspector, nos da un pequeño extintor de mano y examina nuestra casa en busca de los posibles peligros de incendio. Después, nos proporciona información interesante, aunque también preocupante, sobre los peligros de los incendios en el hogar además de una valoración sobre los puntos vulnerables de nuestra casa. Por último, nos sugiere que contratemos un sistema de alarma contra incendios para nuestra casa y se marcha. Este tipo de acontecimientos no resulta inverosímil. En varias ciudades y pueblos existen asociaciones sin ánimo de lucro formadas normalmente por personal de brigadas de incendios que en su tiempo libre hace este tipo de inspecciones de seguridad de incendios gratis. En caso de que esto ocurra, es evidente que hemos recibido un favor por parte del inspector. Según la regla de la reciprocidad, deberemos estar dispuestos a devolver el favor si viésemos que esa persona necesita ayuda en un futuro, por ejemplo, si le vemos con su coche averiado en el arcén de la carretera. Este tipo de intercambio de favores entraría dentro de la tradicional regla de la reciprocidad. También puede darse una serie de acontecimientos similar pero con un final distinto. En lugar de marcharse tras recomendarnos la instalación de un sistema de alarma contra incendios, el inspector nos hace una presentación de venta con la intención de convencernos para comprar un caro sistema de alarma que se activa al percibir el calor y que lo fabrica la empresa a la que él representa. Las empresas que venden sistemas de alarma de incendios a domicilio utilizan frecuentemente este método. Por lo general, su producto, aunque efectivo, tiene un precio excesivo. Convencidas de la poca familiaridad que tenemos con los precios de venta de estos sistemas y de que, si decidimos comprar, nos sentiremos obligados hacia la empresa que nos ha proporcionado de forma gratuita un extintor y una inspección a domicilio, estas empresas nos presionarán para que hagamos una compra inmediata. Valiéndose de esta jugada de la información e inspección gratuitas, las empresas de ventas de prevención de incendios se han multiplicado. Si nos vemos en una situación semejante y nos damos cuenta de que el principal motivo de la visita del inspector es vendernos un costoso sistema de alarma, nuestra acción inmediata más eficaz sería una sencilla maniobra que implicaría realizar un acto mental de redefinición. Simplemente definiríamos lo que hubiésemos recibido del inspector –extintor, información sobre seguridad, inspección del hogar– no como regalos, sino como tácticas de venta, y nos sentiríamos con libertad de rechazar (o aceptar) la oferta de compra sin implicación alguna de la regla de la reciprocidad: un favor se corresponde de forma apropiada con otro favor, no con una estrategia de venta. Si decidimos actuar así, puede que incluso usemos el arma de influencia del inspector en su contra. Recordemos que la norma de reciprocidad nos da derecho a quienes actuamos de un modo determinado a recibir lo mismo. Si entendemos que los regalos del inspector de incendios los ha usado no como tales sino como una forma de aprovecharse de nosotros, es posible que queramos usarlos también en nuestro propio beneficio. Limitémonos a aceptar lo que el inspector está dispuesto a proporcionarnos –información sobre prevención, extintor para el hogar– démosle las gracias y despidámoslo. Al fin y al cabo, la regla de la reciprocidad establece que lo justo es que un intento de explotación debe ser correspondido con otro. RESEÑAS DE LOS LECTORES 2.7 De un estudiante de Ingeniería Química de Zúrich, Suiza Siento un enorme interés por la psicología del comportamiento, lo cual me ha llevado hasta su libro Influencia. Ayer mismo terminé el capítulo sobre la reciprocidad. Hoy he ido al supermercado y me ha cerrado el paso un tipo que aseguraba ser un yogui. Ha empezado a leerme el aura y ha dicho que puede ver que soy una persona tranquila y servicial. Después se ha sacado una pequeña perla del bolsillo y me la ha regalado. Al rato, ha dicho que quería que le diera un donativo. Cuando le he dicho que soy un simple estudiante y que no me sobra el dinero, ha empezado a insistir en que él me había regalado la perla y que lo justo era que yo le hiciera un donativo a cambio. Como yo había leído el capítulo de la reciprocidad apenas veinticuatro horas antes, he sabido exactamente qué era lo que estaba intentando hacer con la perla y la he rechazado. Así que, al quedarse sin argumentos, se ha ido. Nota del autor: El antiguo proverbio «El saber nos hará libres» se puede aplicar a este caso. Al saber cómo defenderse ante un aprovechado de la regla de la reciprocidad, el estudiante se ha podido resistir al atractivo de un falso regalo que no había pedido. Además, estoy seguro de que en la historia del alumno no había ninguna perla auténtica aparte, quizá, de la perla de sabiduría que su relato nos proporciona a los demás. RESUMEN • De acuerdo con lo que afirman sociólogos y antropólogos, una de las normas básicas y más extendidas en la cultura humana queda personificada en la regla de la reciprocidad. Esta regla exige que una persona trate de corresponder a lo que otra le ha proporcionado. Con la obligación del destinatario de una acción a corresponder en el futuro, esta regla permite que un individuo dé algo a otro confiando en que no lo pierde. Este sentido de obligación futura que conlleva la regla hace posible el desarrollo de diversas formas de relaciones, transacciones e intercambios continuados que resultan beneficiosos para la sociedad. En consecuencia, todos los miembros de todas las sociedades aprenden desde la infancia que si no cumplen esta regla sufrirán una grave desaprobación social. • La decisión de acceder a la petición de otro está frecuentemente influida por la regla de la reciprocidad. Una táctica muy provechosa y habitual de ciertos profesionales de la persuasión consiste en dar algo antes de pedir un favor a cambio. La capacidad de explotar esta táctica se debe a tres características de la regla de la reciprocidad. En primer lugar, se trata de una regla extremadamente poderosa y, a menudo, superior a la influencia de otros factores que normalmente determinan la conformidad ante una petición. Esta regla cobra una especial potencia cuando el regalo, favor o servicio es personalizado o customizado para atender a las preferencias o necesidades del receptor. En segundo lugar, la regla se puede aplicar incluso a favores iniciales no solicitados, con lo que reduce nuestra capacidad para decidir con quién queremos estar en deuda y pone esta elección en manos de otros. Por último, esta regla puede provocar intercambios poco equitativos; para librarnos de la incómoda sensación de deuda, a menudo accedemos a realizar un favor sustancialmente mayor que el que hemos recibido. • Otra forma con la que la regla de la reciprocidad puede incrementar la conformidad implica una simple variación sobre la cuestión de base: en lugar de hacer un favor inicial que provoque otro favor a cambio, un individuo puede realizar una concesión inicial que incite a corresponder con otra concesión. Hay un procedimiento de persuasión, que se conoce como técnica del rechazo y retirada, o técnica de dar con la puerta en las narices, que se basa en la presión para corresponder a las concesiones. Partiendo de una petición exagerada que con toda seguridad va a ser rechazada, el solicitante puede hacer una retirada provechosa hasta una petición menor (la que en realidad deseaba desde el principio) que probablemente sea aceptada porque parece una concesión. Muchas investigaciones indican que, aparte de aumentar la probabilidad de que una persona acceda a una petición, la técnica del rechazo y la retirada incrementa asimismo las posibilidades de que una persona realice lo que se le ha pedido y acceda a peticiones similares en el futuro. Esto es así porque, después de participar en un intercambio de concesiones recíproco, la gente se siente más responsable y más satisfecha con el resultado. • Nuestra mejor defensa ante el uso de la reciprocidad para conseguir nuestra conformidad no es el rechazo sistemático de todos los ofrecimientos iniciales de los demás, sino aceptar de buena fe los favores o concesiones iniciales, y estar dispuestos a redefinirlos como trucos en caso de que más tarde se demuestre que lo son. Una vez redefinidos de esta forma, no deberíamos seguir sintiendo la necesidad de corresponder con un favor o concesión por nuestra parte. CAPÍTULO TRES SIMPATÍA EL LADRÓN AMABLE No hay nada más eficaz para vender cualquier cosa que hacer que los clientes crean, que de verdad crean, que les gustas. Joe Girard, «El mayor vendedor de coches», El libro Guinness de los récords A pocos sorprenderá saber que estamos más influenciados por las personas por las que sentimos simpatía –por ejemplo, nuestros amigos–. Lo que sí puede resultar llamativo, sin embargo, es ver que esta sencilla regla de la simpatía puede aplicarse a personas con las que nunca hemos interactuado o que ni siquiera conocemos. Veamos cómo la tendencia ofrece una solución a un problema que lleva décadas irritando a los comunicadores de la ciencia: cómo conseguir que más gente acepte la teoría de la evolución de Darwin que afirma que todo ser vivo, humanos incluidos, ha llegado a su forma presente a través de procesos de evolución sistemáticos tales como la selección natural. Para estos comunicadores ha sido una teoría difícil de vender porque las tesis de la evolución, a menudo, son contrarias a las creencias de grupos religiosos que ven que la mano de Dios ha sido determinante para lo que nos hace humanos. De hecho, en una reciente encuesta sobre este asunto, solamente el 33 por ciento de los estadounidenses están de acuerdo con la afirmación de que nos hemos desarrollado como especie únicamente mediante procesos evolutivos naturales. En respuesta a esto, muchos investigadores, profesores y partidarios han tratado de incrementar el porcentaje de creyentes en esta teoría a) hablando del consenso casi total entre los científicos con respecto a la validez de la teoría de la evolución, b) señalando la existencia de los miles de estudios que han confirmado el pensamiento evolucionista, c) haciendo hincapié en los avances en medicina, genética, agricultura y farmacología que han surgido de la aplicación de los principios evolucionistas, y d) defendiendo una mayor aceptación de la lógica de la teoría de la evolución mediante una enseñanza más intensiva. Pero han tenido poco éxito. Por ejemplo, la última de estas opciones –tratar de aumentar la creencia en la teoría de la evolución por medio de una mejor enseñanza de la misma– resulta inútil, pues hay investigaciones que demuestran que no existe relación entre la creencia en la evolución y la comprensión de su lógica. Esto se debe a las incongruencias que desprende esta teoría con respecto a las preferencias, creencias y valores emocionales de las personas que, con frecuencia, están fundamentadas en afiliaciones religiosas. De este modo, es misión imposible tratar de superar creencias basadas en la fe y las emociones con argumentos lógicos, pues cada uno representa una forma de conocimiento distinta. El escritor británico Jonathan Swift supo ver esto hace trescientos años y declaró: «Es inútil tratar de disuadir con razones a un hombre de un pensamiento al que llegó sin razonar» y, con esto, daba una lección táctica a los comunicadores de la ciencia que, aun así, no llegaron a aprender. Al priorizar el pensamiento por encima de todo lo demás como forma de conocimiento, los comunicadores de la ciencia han insistido en la idea de que los hechos terminarán triunfando sobre audiencias que no reaccionan a los datos sobre la evolución sino a lo que sienten ante esa idea. ¿Existe algún modo de persuasión que pueda venir a rescatar a estos desatinados comunicadores? Recurramos a la regla de la simpatía. Un equipo de psicólogos canadienses pensó que podía mejorar la actitud hacia la teoría de la evolución con la simple noticia de que un individuo que despierta muchas simpatías apoyaba esta teoría. ¿En quién centraron el foco de atención como campeón de los principios darwinianos? En George Clooney. En este estudio, cuando a la gente se le hacía creer que George Clooney había dado una opinión favorable con respecto a un libro que defendía una postura proevolucionista, se volvían mucho más proclives a aceptar la teoría. Es más, este cambio tenía lugar con independencia de la edad, sexo o grado de religiosidad de los participantes. Para asegurarse de que este resultado no se debía a algún detalle específico de George Clooney o por tratarse de un personaje famoso masculino, los investigadores volvieron a realizar el estudio utilizando a una celebridad femenina que despierta muchas simpatías, la actriz Emma Watson (famosa por las películas de Harry Potter) y vieron que se repetía la misma pauta. Para aspirantes a profesionales de la persuasión, el mensaje es claro: para cambiar un sentimiento, hay que neutralizarlo con otro; y el hecho de que un comunicador despierte simpatías es una fuente útil de esos sentimientos. Para hacernos una idea de cómo un fuerte sentimiento de simpatía puede dirigir las decisiones de las personas, veamos la respuesta de Alice Burkin, una importante abogada especializada en negligencias médicas, ante la siguiente pregunta en una entrevista: Entrevistador: Todos los médicos cometen errores alguna vez. Pero la mayoría de esos errores no terminan en juicios por negligencia médica. ¿Por qué se demanda más a unos médicos que a otros? Burkin: Yo diría que el factor más importante que se encuentra en muchos de nuestros casos –aparte de la negligencia misma– es la calidad de la relación entre médico y paciente. Durante todos los años que llevo en esta profesión, nunca ha venido un cliente y me ha dicho: «Me gusta mucho este médico, pero quiero ponerle una demanda». La gente no va poniendo pleitos a los médicos que le son simpáticos[24]. Simpatía para obtener un beneficio La ilustración más clara que conozco de la explotación profesional de la regla de la simpatía son las «fiestas» de Tupperware, que considero un clásico escenario de la persuasión. Cualquiera que esté familiarizado con el funcionamiento de estas reuniones reconocerá la utilización de los distintos principios de influencia que tratamos en este libro: • Reciprocidad: Para empezar, los asistentes participan en juegos y ganan premios; quienes no consiguen ningún premio pueden elegir un paquete sorpresa, de modo que todos reciben un premio antes de que empiece la compra. • Autoridad: La calidad y seguridad de los productos Tupperware están certificados por expertos. • Aprobación social: Una vez que comienza la venta, cada una de las adquisiciones fomenta la idea de que otras personas semejantes quieren ese producto; por lo tanto, tiene que ser bueno. • Escasez: Siempre se comentan sus beneficios únicos y se hacen ofertas por tiempo limitado. • Compromiso y coherencia: Previamente, se insta a los participantes a que muestren en público su compromiso con Tupperware hablando de la utilidad y las ventajas que han encontrado en los artículos Tupperware que ya tienen. • Unidad: Tras haber hecho una compra se da la bienvenida a los asistentes a «la familia Tupperware». Aunque cada uno de los principios de influencia sirve de ayuda, el verdadero poder de cada reunión de Tupperware está en un elemento en particular que se sirve de la regla de la simpatía. A pesar de las habilidades de entretenimiento y persuasión del representante de Tupperware, la verdadera petición de una compra no la hace este desconocido, sino una amistad de cada una de las personas que están presentes. Es posible que el representante de Tupperware pida físicamente a cada asistente que haga un pedido, pero el solicitante más persuasivo a nivel psicológico está sentado a su lado, sonriendo, charlando y sirviendo refrescos. Es la persona anfitriona de la reunión, que ha llamado a sus amistades para que asistan a una demostración en su casa y que, como todo el mundo sabe, obtiene un beneficio por cada artículo que en ella se venda. Al dar al anfitrión un porcentaje de las ventas, Tupperware Brands Corporation consigue que sus clientes compren a su amigo y no a un vendedor desconocido. De esta manera, en el escenario de la venta entra en juego el atractivo, el calor, la seguridad y el sentido de obligación de la amistad. De hecho, muchos estudios de mercado que han analizado los vínculos sociales entre el anfitrión y los asistentes a una reunión de este tipo en un domicilio confirman el poder de la forma de actuar de esta empresa: la fuerza de ese vínculo social tiene el doble de probabilidades de determinar las ventas que la preferencia por el producto en sí. Los resultados han sido extraordinarios. Recientemente, se ha calculado que las ventas diarias de Tupperware superan los cinco millones y medio de dólares. De hecho, el éxito de Tupperware se ha extendido por todo el mundo llegando a varios países de Europa, Latinoamérica y Asia, donde la casa de un amigo o miembro de la familia tiene una importancia personal mayor que en los Estados Unidos. Como consecuencia, menos de una cuarta parte de las ventas actuales de Tupperware tienen lugar en Norteamérica. Lo más interesante es que los clientes parecen ser plenamente conscientes de las presiones de la simpatía y la amistad que implica la reunión de Tupperware. A algunos no parece importarles; a otros sí, pero, según parece, no saben cómo evitar esas presiones. Una mujer con la que he hablado me ha descrito sus reacciones con cierto tono de frustración en su voz: «Ha llegado un momento ya en que odio que me inviten a las reuniones de Tupperware. Tengo todos los recipientes que necesito; y si quisiera más, podría ir a una tienda a comprar otros de una marca más barata. Pero cuando recibo la llamada de una amiga, me siento en la obligación de ir. Y cuando llego, me veo en la obligación de comprar. ¿Qué puedo hacer? Lo hago por mi amiga». Con un aliado tan irresistible como la amistad, no es de extrañar que Tupperware Brands haya salido de las tiendas para centrarse en el concepto de las ventas en reuniones. Por ejemplo, en 2003 la empresa hizo algo que desafiaría toda lógica a ojos de casi cualquier empresa: cortó su beneficiosa relación con la enorme cadena de tiendas Target… ¡porque las ventas de sus productos en estos establecimientos eran demasiado altas! Tuvo que ponerse fin a esa relación comercial por su efecto perjudicial sobre la cantidad de reuniones en domicilios. Las estadísticas muestran que hoy en día se celebra una reunión de Tupperware en algún lugar cada 1,8 segundos. Por supuesto, todo tipo de profesionales de la persuasión saben reconocer la presión de mostrar nuestra conformidad a alguien que conocemos y por quien sentimos simpatía. Veamos por ejemplo el número cada vez mayor de organizaciones benéficas que reclutan voluntarios para recaudar fondos cerca de sus propias casas. Saben perfectamente que nos resulta mucho más difícil rechazar una petición de un donativo cuando nos la hace un amigo o un vecino. Imagen 3.1: Una «fiesta» de venta a domicilio. En reuniones al estilo de las de Tupperware Otros profesionales de la persuasión han descubierto que ni siquiera es necesario que el amigo esté presente para que resulte eficaz; a menudo, la simple mención de su nombre es suficiente. Shaklee Corporation, empresa especializada en la venta a domicilio de diversos productos nutricionales, aconseja a sus representantes que utilicen el método de la «cadena infinita» para conseguir nuevos clientes. Una vez que un cliente dice que le gusta un producto, se le puede presionar para que proporcione los nombres de amistades suyas a las que también les podría gustar. Se puede acudir a las personas de esa lista para venderles los productos y, además, que proporcionen otra lista de sus amigos, los cuales pueden servir como fuente de aún más clientes potenciales, y así sucesivamente siguiendo una cadena infinita. La clave del éxito de este método radica en que un representante visita a cada nuevo posible comprador armado con el nombre de un amigo «que me sugirió que viniera a verle». Es difícil cerrar la puerta a un vendedor en esas circunstancias; es casi como cerrar la puerta al amigo mismo. El manual de ventas de Shaklee insiste en que los empleados deben usar este sistema: «Sería imposible sobreestimar su valor. Llamar por teléfono o visitar a un cliente potencial y poder decir que don fulanito, amigo suyo, ha pensado que le puede interesar concederle unos minutos, es casi como haber hecho el 50 por ciento de la venta antes de ir». Una encuesta de Nielsen Company ha revelado por qué la técnica de la «cadena infinita» de Shaklee Corporation tiene tanto éxito: el 92 por ciento de los consumidores confía en las recomendaciones de un producto que le haga algún conocido como pueda ser un amigo, lo cual supone mucho más que ninguna otra fuente y un 22 por ciento más que la siguiente, la de las reseñas en Internet. Este elevado nivel de confianza en los amigos se convierte en lo que los investigadores han calificado como «impresionantes beneficios» para las empresas recomendadas. Un análisis del programa de recomendaciones de amigos de un banco mostró que, en comparación con clientes nuevos normales, los que vienen recomendados por un amigo demostraron ser un 18 por ciento más leales al banco en un periodo de tres años y un 16 por ciento más rentables[25]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 3.1 De un hombre de Chicago Aunque nunca he asistido a una reunión de Tupperware, reconocí recientemente el mismo tipo de presiones provocadas por la amistad cuando recibí una llamada de una vendedora de una compañía telefónica. Me dijo que uno de mis amigos había puesto mi nombre en una cosa que se llamaba «Círculo de Llamadas a amigos y familiares de MCI». Este amigo mío, Brad, es un hombre con el que me crie pero que se mudó el año pasado a Nueva Jersey por motivos de trabajo. Sigue llamándome con cierta regularidad para ponerse al día sobre los amigos con los que solíamos salir. La vendedora me dijo que él podría ahorrarse un 20 por ciento en todas las llamadas que hacía a la gente de su lista del círculo de llamadas si se hacían clientes de la compañía telefónica MCI. A continuación, me preguntó si yo quería cambiarme a esa compañía para conseguir todos los beneficios bla, bla, bla del servicio de MCI y, así, Brad podría ahorrarse un 20 por ciento cada vez que me llamara. Yo no tenía interés alguno en los beneficios del servicio de MCI. Estaba feliz con mi compañía de teléfonos. Pero la parte de querer que Brad se ahorrara dinero en nuestras llamadas pudo conmigo. Para mí, decir que no quería estar en su círculo de llamadas y que no me importaba que se ahorrara dinero o no, habría parecido como una verdadera traición a nuestra amistad cuando Brad se enterara. Así que, para no ofenderle, le dije a la operadora que me cambiara a MCI. Antes me preguntaba por qué iban las mujeres a las reuniones de Tupperware solo por el hecho de que una amiga las convocara y, después, compraban cosas que no deseaban. Ya he dejado de preguntármelo. Nota del autor: Este lector no es el único que da testimonio del poder de las presiones que están presentes en la idea del Círculo de Llamadas de MCI. Cuando la revista Consumer Reports preguntó sobre esta práctica, el vendedor de MCI al que entrevistó fue muy claro: «Funciona 9 de cada 10 veces», contestó. He optado por mantener este ejemplo, pese a que MCI y su Círculo de Llamadas ya no existen, por lo ilustrativo que resulta. Siguen apareciendo muchas versiones más de programas de recomendaciones de amigos de muchas empresas. Estos programas han demostrado ser muy efectivos. Tengamos en cuenta que, cuando un único propietario de un Tesla recomendó a 188 personas de su círculo social, él ganó 135 000 dólares como recompensa, pero Tesla ganó 16 millones en ventas. A nivel personal, un compañero de mi gimnasio recibió hace poco una oferta de las del tipo «recomienda a un amigo» por parte de su compañía de Internet, Cox Communications, que le ofrecía una reducción de 100 dólares en su factura si conseguía un nuevo cliente para Cox. Cuando me habló de ella, rechacé la oferta porque supe lo que Cox estaba haciendo. Pero, aun así, me he sentido mal cada vez que le he visto durante las semanas siguientes. Amistad estratégica: hacer amigos para influir en la gente El uso extendido por parte de los profesionales de la persuasión del vínculo de simpatía entre amigos resulta muy revelador con respecto al poder de la regla de la simpatía para obtener un consentimiento. De hecho, vemos que estos profesionales tratan de aprovecharse de esta regla aun cuando no estén presentes unas amistades ya establecidas para que las puedan emplear. En estas circunstancias, los profesionales hacen uso del vínculo de la simpatía mediante una estrategia de persuasión que es bastante directa: lo primero que hacen es conseguir caernos simpáticos. Había un hombre en Detroit, Joe Girard, que se especializó en utilizar la regla de la simpatía para vender automóviles Chevrolet. Gracias a ella se hizo rico y llegó a ganar varios cientos de miles de dólares al año. Con un sueldo así, podríamos pensar que se trataba de un alto ejecutivo de General Motors o quizá del propietario de un concesionario de Chevrolet, pero no. Se ganaba la vida como vendedor de coches en el concesionario. Era un fenómeno en su trabajo. Durante doce años seguidos se hizo con el título de mejor vendedor de coches del año; vendía un promedio de más de cinco coches y camiones en cada jornada, y aparece como el «mayor vendedor de coches del mundo» en El libro Guinness de los récords. Imagen 3.2: Joe Girard: «Me caes bien». El señor Girard cuenta aquí lo que les decía a sus A pesar de tan enorme éxito, su fórmula era sorprendentemente sencilla. Consistía en ofrecer a la gente solo dos cosas: un buen precio y alguien a quien comprar que les resultara simpático. «Y eso es todo», afirmaba en una entrevista. «Encuentra al vendedor que te gusta, añádele el precio. Mezcla bien las dos cosas y habrás conseguido cerrar el trato». Vale. La fórmula de Joe Girard nos dice lo esencial que en su negocio es la regla de la simpatía, pero no nos lo ha contado todo. Para empezar, no nos dice por qué los clientes sentían más simpatía por él que por cualquier otro vendedor que les ofreciera un buen precio. Hay una pregunta esencial de carácter general que la fórmula de Joe deja sin responder: ¿cuáles son los factores que hacen que una persona sienta simpatía por otra? Si supiéramos esa respuesta, habríamos avanzado mucho en cuanto a la comprensión de cómo hacen las personas como Joe para resultarnos simpáticas y, a la inversa, cómo podríamos conseguir nosotros despertar simpatía en los demás. Afortunadamente, los científicos que estudian el comportamiento llevan décadas haciéndose esta pregunta. Las pruebas que han recopilado les han permitido identificar varios factores que de manera fidedigna provocan simpatía. Cada uno de ellos es utilizado inteligentemente por los profesionales de la persuasión para conseguir que terminemos mostrando nuestra conformidad. ¿Por qué te gusto? Aquí tienes una lista con las razones Atractivo físico Aun cuando generalmente reconocemos que las personas atractivas juegan con cierta ventaja en las relaciones sociales, hay estudios que indican que quizá hayamos infravalorado enormemente la dimensión y el alcance de dicha ventaja. Parece ser que existe una reacción de clic, activación ante las personas atractivas. Al igual que todo este tipo de reacciones, surge de forma automática, sin premeditación. Esta reacción entra en una categoría que los expertos en ciencias sociales denominan «efecto halo». El efecto halo se produce cuando una característica positiva de una persona domina el modo en que esa persona es percibida por los demás en casi todos los demás aspectos. Existen ahora evidencias claras de que el atractivo físico es, a menudo, una de esas características. Asignamos de modo automático a las personas de aspecto agradable cualidades positivas como talento, amabilidad, honradez, simpatía, confianza e inteligencia. Además, hacemos estos juicios sin darnos cuenta de que el atractivo físico ha desempeñado un papel en el proceso. Algunas consecuencias de esta conjetura inconsciente de que «atractivo = bueno» me asustan. Por ejemplo, un estudio de unas elecciones federales canadienses dio como resultado que los candidatos atractivos obtenían en número de votos más de dos veces y media que los poco atractivos (Efran y Patterson, 1976). A pesar de esta prueba de favoritismo hacia los políticos de aspecto más atractivo, los estudios de seguimiento demostraban que los votantes no eran conscientes de su predisposición. De hecho, el 73 por ciento de los votantes canadienses encuestados negaron con total vehemencia que en su voto hubiese influido el aspecto físico; solo el 14 por ciento admitió siquiera una posibilidad remota de dicha influencia. Los votantes pueden negar todo lo que quieran el impacto del atractivo físico en la elección, pero las pruebas han seguido confirmando su inquietante presencia. Se ha visto un efecto similar en situaciones de contratación de trabajadores. En un estudio, la apariencia aseada de los candidatos en una entrevista de trabajo simulada se tenía más en cuenta para su contratación que sus aptitudes para el trabajo. Y esto a pesar de que los entrevistadores aseguraban que la apariencia solamente desempeñaba un pequeño papel en sus decisiones. La ventaja que se daba a los trabajadores atractivos se extiende más allá del día de su contratación y llega a verse hasta en su sueldo. Varios economistas que han analizado muestras estadounidenses y canadienses han encontrado que a las personas atractivas se les paga bastante más dinero que a sus compañeros de trabajo menos atractivos. Daniel Hamermesh, científico que escribió un libro sobre esta materia, calculó que a lo largo de la carrera profesional de una persona, el hecho de ser atractivo hace que un trabajador reciba una cantidad adicional de 230 000 dólares. Hamermesh asegura que sus conclusiones no pueden considerarse como un alarde por su parte, pues en una escala de diez, «yo soy un tres». Otros experimentos han demostrado que las personas atractivas tienen una mayor probabilidad de obtener ayuda cuando la necesitan y son mucho más convincentes a la hora de cambiar las opiniones de un auditorio. Así pues, es evidente que las personas de aspecto agradable disfrutan en nuestra cultura de una enorme ventaja social. Resultan más simpáticas, se les paga mejor, son más convincentes, reciben ayuda con mayor frecuencia y se considera que son dueñas de unos rasgos de personalidad más deseables y de una mayor capacidad intelectual. Y lo que es más, los beneficios sociales del atractivo físico comienzan a acumularse desde muy pronto. En una escuela infantil, los adultos consideran menos graves los actos agresivos cuando los realizan niños atractivos y los profesores suponen que los niños más guapos son más inteligentes que sus compañeros menos atractivos. No sorprende, por tanto, que el efecto halo del atractivo físico lo exploten habitualmente los profesionales de la persuasión. Como sentimos simpatía por la gente atractiva y tendemos a estar de acuerdo con las personas que nos gustan, es lógico que en los programas de formación de vendedores se incluyan alusiones al aseo personal, que las tiendas de moda seleccionen a su personal entre candidatos que resulten atractivos, y que los estafadores sean guapos[26]. Semejanza Pero ¿y si el asunto en cuestión no es tanto el aspecto físico? Al fin y al cabo, la mayoría de la gente tiene buen aspecto. ¿Existen otros factores que puedan utilizarse para provocar simpatía? Como bien saben tanto los investigadores como los profesionales de la persuasión, hay varios y uno de los más influyentes es la semejanza. Nos gustan las personas que son como nosotros. Es un hecho que se aplica hasta en niños de nueve meses de edad y que se perpetúa a lo largo de la vida si la semejanza existe en el terreno de las opiniones, los rasgos de la personalidad, la educación o el estilo de vida. En un gran estudio de 421 millones de posibles parejas de una web de citas, el factor que mejor predecía la preferencia hacia una posible pareja era la semejanza. Tal y como se estableció en esta investigación: «En casi todas las características, cuanto más semejantes eran las personas, más probabilidades había de que se consideraran deseables y optaran por conocerse en persona». Por lo tanto, quienes desean resultarnos simpáticos para obtener nuestra aceptación, pueden lograr su propósito aparentando ser semejantes a nosotros de diversas formas. La vestimenta es un buen ejemplo. Varios estudios han demostrado que hay más probabilidades de que ayudemos a quienes visten como nosotros. En uno de ellos se mostraba lo automática que puede llegar a ser nuestra reacción positiva ante ellos. En primer lugar, era más probable que los participantes de una manifestación pacifista firmaran una petición si quien se lo pedía era una persona vestida de forma similar a ellos y, en segundo lugar, lo hacían sin siquiera molestarse en leer lo que firmaban. Clic, activación. Otra forma por la que quienes hacen una petición pueden manipular la semejanza para aumentar la simpatía y la conformidad consiste en afirmar que tienen intereses similares a los nuestros. A los vendedores de coches, por ejemplo, se les enseña a buscar indicios de esto al examinar el coche que un cliente va a entregar a cambio. Si en el maletero hay equipos de acampada, el vendedor puede mencionar más adelante lo mucho que le gusta salir de la ciudad siempre que puede; si hay pelotas de golf en el asiento de atrás, puede comentar que espera que no llueva hasta que haya jugado los dieciocho hoyos que tiene reservados para el día siguiente. Por muy triviales que puedan parecer estas semejanzas, consiguen resultados. Tras enterarse de que existe un tipo de huella dactilar parecida, las personas se muestran más dispuestas a ayudar a su «compañero de patrón de huella dactilar». Y es aún más probable que la gente compre un producto si el nombre de la marca coincide con las iniciales de su propio nombre. En un estudio relacionado con este asunto, un investigador incrementó el porcentaje de respuestas a una encuesta enviada por correo cambiando un pequeño detalle en la petición: en una carta que acompañaba a la encuesta, modificaba el nombre de quien realizaba la encuesta para hacerlo más parecido al del receptor. Así, Robert Greer recibió su encuesta en una carta cuyo remitente era un funcionario de un centro de sondeos llamado Bob Gregar, mientras que Cynthia Johnston recibió la suya de una funcionaria llamada Cindy Johanson. Al añadir esta semejanza en el nombre casi se duplicaron las respuestas a la encuesta. Incluso las organizaciones pueden mostrarse vulnerables a la tendencia de dar más valor a algo que incluya elementos de su nombre. Para celebrar el cincuenta aniversario del rock’n’roll, la revista Rolling Stone publicó una lista de las quinientas mejores canciones de rock. Las canciones que ocupaban el primer y segundo puesto eran Like a rolling stone de Bob Dylan y Satisfaction de los Rolling Stones. Mientras escribo esto, he comprobado diez listas parecidas de las mejores canciones de rock’n’roll y ninguna de ellas incluía en su primer y segundo puesto las que había elegido la revista[27]. Y hay más. En entornos educativos, el factor que desempeña un papel más importante en el éxito de los programas de orientación juvenil es el de la inicial semejanza de intereses entre el alumno y el orientador. Además, cuando unos profesores y sus alumnos de secundaria recibían información sobre las similitudes entre ellos, las notas de los alumnos mejoraban considerablemente en las clases de esos profesores. Imagen 3.3: Casas donde hacer tu nido de amor. La fuerte influencia de las semejanzas en De igual modo, en el ámbito de las negociaciones, es mucho más probable que los participantes lleguen a un acuerdo tras conocer que existen semejanzas con su oponente en la negociación («Ah, que te gusta salir a correr. ¡A mí también!»). No debería sorprender, por tanto, que los votantes prefieran a candidatos políticos que comparten pequeñas similitudes faciales con ellos ni que las analogías en la forma de hablar (los tipos de palabras y expresiones que utilizan los interlocutores) y de enviar mensajes por escrito aumenten la atracción a la hora de buscar pareja y –cosa que puede resultar increíble– la probabilidad de que la negociación de un secuestro termine de manera pacífica. Puesto que incluso las pequeñas semejanzas pueden provocar simpatías y puesto que se puede fabricar fácilmente una aparente semejanza, yo aconsejaría que se tenga especial cuidado en presencia de personas que solicitan un favor y que aseguran ser «iguales que tú». De hecho, sería sensato en la actualidad ser cauteloso ante personas influyentes que simplemente parecen ser como tú. Y esto se debe a una razón: normalmente subestimamos el grado en que la semejanza puede afectar a nuestra simpatía por otra persona. Además, muchos programas de formación sobre la influencia en la actualidad instan a sus alumnos a imitar de forma deliberada la postura corporal y el lenguaje de su objetivo, puesto que se ha demostrado que las semejanzas en estos aspectos conducen a resultados positivos. Tomemos como evidencia que a) muchos camareros de restaurantes a los que se enseñó a imitar las palabras de los clientes recibieron más propinas; b) dependientes a los que se ha instruido para que copien el lenguaje verbal y no verbal de sus clientes vendieron más equipos electrónicos; y c) negociadores a los que se formó para que imitaran el lenguaje o los movimientos de sus oponentes consiguieron mejores resultados, ya fuesen estadounidenses, holandeses o tailandeses. Para no ser menos que sus homólogos comerciales, los que dirigen terapias de pareja están ahora asesorando sobre el uso de similitudes artificiosas con gran éxito: mujeres a las que, en citas rápidas, se les aconsejó que imitaran el lenguaje verbal y no verbal de sus citas resultaron más atractivas sexualmente, cosa que hizo que recibieran más solicitudes de segundos encuentros[28]. BUZÓN ELECTRÓNICO 3.1 Nota del autor: A los profesionales de la persuasión por Internet se les suele aconsejar que alienten la simpatía empleando las mismas prácticas de influencia que los que operan cara a cara. Por lo tanto, deberíamos tenerlos en cuenta cuando actúan en las plataformas de comercio electrónico. Pensemos, por ejemplo, en la forma en que la impresionante web de Psychology for marketers (en español: Psicología para vendedores) aconseja a los vendedores digitales que aprovechen el principio de la simpatía por medio de las prácticas de la semejanza y la amabilidad. Simpatía Estoy seguro de que tú mismo has experimentado este principio en muchas ocasiones. Nos resulta mucho más difícil decir que no cuando la petición nos la hacen nuestros amigos. Puedes conseguir que alguien sienta simpatía por ti por medio de unas cuantas técnicas muy sencillas: estar cerca de ellos para crear una sensación de familiaridad, destacar las semejanzas que hay entre los dos, imitar su comportamiento, hacerle un pequeño favor y demostrarle que te gusta. Cómo usarlo en las ventas por Internet: Utiliza el mismo lenguaje que tu público. Usar palabras, frases o expresiones coloquiales comunes al grupo hará que funcione aún mejor. Por otra parte, si utilizas palabras que tu público no emplea o no entiende, estás creando una distancia entre vosotros y no estás aportando nada con lo que puedan identificarse. Las redes sociales y los correos electrónicos son medios perfectos para interactuar con tu público. Asegúrate de que inicias el contacto con ellos sin pedirles que hagan nada, tal y como harías con tus amigos. Si las semejanzas forzadas te resultan poco éticas y la imitación artificial te parece engañosa, yo opino igual. El deseo de despertar simpatías es un objetivo elemental del ser humano, pero su logro no justifica la falsedad, como cuando presentamos semejanzas artificiosas. Por otra parte, la creación de estrategias para despertar simpatía, quizá empleando mayor esfuerzo en descubrir y comunicar verdaderas analogías con los demás, no me parece que tenga nada que objetar. De hecho, me parecería loable en muchas situaciones como forma de provocar interacciones armoniosas. Loable o no, no es fácil alcanzar ese objetivo porque, por norma, tendemos a prestar más atención a las diferencias que a las semejanzas. En general, las personas se muestran más dispuestas a buscar e indicar más diferencias que conexiones. Es así tanto con respecto a cuestiones físicas, tales como el peso o el tamaño de los objetos, donde el que observa ve antes y con más frecuencia las diferencias que las similitudes. Y también es así con relación a cuestiones sociales, tales como la presencia o no de armonía existente entre las distintas partes que interactúan. El análisis que realizó el doctor Leigh Thompson sobre treinta y dos estudios de negociación distintos demostró que los negociadores rivales no consiguen identificarse y hacer referencia a intereses y objetivos compartidos en un 50 por ciento de las ocasiones, incluso cuando esas similitudes eran reales, estaban presentes y se esperaba que fuesen utilizadas para aumentar el grado de simpatía y conseguir unos resultados beneficiosos para ambas partes. Esta lamentable tendencia puede ser la explicación de parte de la distancia social que los miembros de grupos raciales o étnicos mantienen entre ellos y los individuos de otros grupos. Se centran principalmente en las diferencias intergrupales, lo cual hace que subestimen lo positivo de posibles interacciones con miembros de otros grupos y que, como es lógico, se reduzca el número deseado de interacciones reales. Hubo un conjunto de investigadores que realizó una serie de estudios que apoyaban este razonamiento. Universitarios blancos que esperaban una conversación con otro universitario negro y, después, al entablar la conversación de verdad se daban cuenta de que habían subestimado el placer de la misma porque, de antemano, habían prestado demasiada atención a las diferencias que habían percibido en el otro. Cuando, estando exactamente en la misma situación, a un grupo distinto de estudiantes se le pedía que prestara atención a las semejanzas con su futuro contertulio, todo cambió. Esta forma estratégica de fijarse en las semejanzas reales corrigió la perspectiva negativa con que los universitarios blancos llegaban a su conversación. En estas circunstancias, sus ahora positivas expectativas se correspondían con sus experiencias positivas reales con los universitarios negros. Este tipo de resultados nos ofrece un modo de ampliar el grado de satisfacción de nuestras interacciones personales. Podemos buscar analogías y centrarnos en ellas al interactuar con otras personas de apariencia distinta y hacer que desaparezca el error de esperar demasiado poco de ellas[29]. Cumplidos En 1713, Jonathan Swift declaró en un poema que «es una vieja máxima de las escuelas / que la adulación es el alimento de los tontos». Pero no nos habló de las ansias de la gente por tragarse esas calorías tan vacías. Por ejemplo, con un comentario tan ilustrativo como divertido, el actor cómico McLean Stevenson contó una vez el engaño con el que su mujer le había llevado al matrimonio: «Me dijo que le gustaba». En la actualidad, los likes (del verbo «gustar», en español) se ven con frecuencia en Internet y con un efecto comparable al de los sentimientos positivos. En un estudio de imágenes cerebrales, los investigadores vieron que cuando las fotografías de los adolescentes en las redes sociales recibían muchos likes, las zonas de recompensa de sus cerebros se iluminaban como si fueran árboles de Navidad, las mismas zonas de recompensa que normalmente se activaban con acontecimientos placenteros como los de comer chocolate o ganar dinero. Saber que le gustamos a alguien puede ser un recurso increíblemente eficaz para crear en nosotros una respuesta de simpatía y de conformidad complaciente. Por tanto, cuando alguien nos halaga o asegura tener afinidades con nosotros, a menudo es posible que esté buscando algo. Si es así, probablemente lo consiga. Tras recibir cumplidos del camarero de un restaurante («Ha elegido bien») o de un peluquero («Le queda bien cualquier corte de pelo»), los clientes respondían con propinas mucho mayores. De igual modo, los candidatos que acudían a una entrevista de trabajo recibían más recomendaciones por parte del entrevistador para ser contratados y ofertas reales de trabajo si, durante la entrevista, hacían algún cumplido a quien se la realizaba. Incluso nuestros dispositivos tecnológicos se pueden aprovechar si se verbaliza algún cumplido. Unas personas que realizaban una tarea digital y recibieron respuestas aduladoras por parte de su ordenador («Parece que tienes una especial capacidad para estructurar con lógica la información») desarrollaron sentimientos más favorables hacia la máquina, pese a que se les había dicho que esas respuestas estaban programadas y no reflejaban de verdad la calidad de su trabajo. Más extraordinario resulta ver que también se sentían más orgullosos de su labor tras recibir este tipo de elogios vacíos. Claramente, nos creemos los cumplidos de todo tipo y nos gusta que nos los digan[30]. Recordemos a Joe Girard, el «mayor vendedor de coches del mundo», que afirma que el secreto de su éxito estuvo en conseguir despertar simpatía entre los clientes. Imagen 3.4: Los cumplidos provocan atracción automática (mecánica). [Texto: –Robojefe, Hizo algo que, como tal, parece ridículo y caro. Todos los meses enviaba a cada uno de sus más de trece mil antiguos clientes una tarjeta de felicitación con un mensaje impreso. La tarjeta cambiaba cada mes (Feliz Año Nuevo, Feliz Día de San Valentín, Feliz Día de Acción de Gracias, etc.) pero el mensaje impreso en la portada de la tarjeta nunca cambiaba: Me caes bien. Tal y como explicaba Joe: «No hay nada más en la tarjeta, solo mi nombre. Simplemente les digo que me caen simpáticos». «Me caes bien». Llegaba al correo doce veces al año, todos los años, como un reloj. «Me caes bien», en una tarjeta que les llegaba también a otras trece mil personas. ¿Podía funcionar de verdad una frase de simpatía tan impersonal, tan claramente diseñada para vender coches? Joe Girard así lo creía, y un hombre de tanto éxito en su trabajo merece nuestra atención. Joe supo ver un importante rasgo de la naturaleza humana: somos auténticos fanáticos de los halagos. Un experimento llevado a cabo con un grupo de hombres de Carolina del Norte demuestra lo indefensos que podemos estar ante los elogios. Estos individuos recibían comentarios sobre sí mismos realizados por otra persona que necesitaba pedirles un favor. Algunos de ellos recibieron solamente comentarios positivos, otros solo comentarios negativos y otros una mezcla de los dos. Hubo tres conclusiones interesantes. En primer lugar, el sujeto que solo hizo elogios fue el que más simpatías despertó. En segundo lugar, esta tendencia siguió existiendo aun cuando los sujetos del estudio eran plenamente conscientes de que quien hacía los elogios buscaba ganarse su simpatía. Por último, al contrario de lo que pasaba con los demás tipos de comentarios, esos elogios no tenían por qué ser acertados para que funcionaran. Según parece, tenemos una reacción positiva tan automática a los cumplidos que podemos caer víctimas de cualquiera que se sirva de ellos con el claro propósito de ganarse nuestro favor. Clic, activación. Visto desde esta perspectiva, el gasto de imprimir y enviar por correo más de 150 000 tarjetas de Me caes bien al año no parece ahora tan ridículo ni tan costoso como antes[31]. Por suerte, al igual que con las semejanzas falsas, los cumplidos falsos no son la única variedad que tenemos a nuestra disposición. Es muy probable que los elogios sinceros tengan tanta efectividad como los hipócritas a la hora de generar resultados positivos. Dicho esto, ha llegado el momento de hacer una confesión. De todas las prácticas de influencia que se describen en este libro, en esta aparece mi mayor defecto: por la razón que sea (probablemente debido a la educación que me dieron), siempre me ha costado hacer elogios justificados. No sé cuántas veces he estado en una reunión con estudiantes de posgrado y he dicho: «¡Lo que acaba de decir Jessica (o Brad, Linda, Vlad, Noah, Chad o Rosanna) es muy revelador!»…, pero no lo decía en voz alta. Al no pasar nunca un comentario elogioso desde mi mente hasta mi boca, me he perdido casi siempre todos los gestos de benevolencia que acompañarían a esas palabras. Ya no es así. Ahora me enfrento de manera consciente a esa responsabilidad, presto atención a cualquier admiración que guardo en mi interior y la pronuncio en voz alta. Los resultados han sido buenos en todos los aspectos. Tan buenos que he empezado a tratar de identificar las circunstancias en las que los elogios sinceros pueden ser especialmente provechosos para el que los hace. Una de ellas es clara: cuando el elogio sirve para alentar al receptor en ese momento o en otro de cierta debilidad. Por consiguiente, no voy a darle mayor explicación. Pero hay otras dos que son poco reconocidas y que merecen nuestra atención. Hacer un elogio a espaldas de la persona que lo merece. Mi nueva costumbre a la hora de elogiar a mis alumnos en público durante nuestras reuniones de investigación me ha funcionado muy bien, en parte, porque soy yo el que está al mando. En muchas reuniones, sin embargo, puede que no sea uno el que lo esté y quizá no resulte lo más adecuado ser quien dispense los elogios. Supongamos que estás en el trabajo y, en una reunión, tu jefe dice algo que consideras muy inteligente. Podría resultar incómodo y parecer interesado por tu parte el decirlo. ¿Qué puedes hacer si no? Para ser sinceros, mis alumnos rara vez han tenido que enfrentarse a este problema. Aun así, tengo la solución: durante un descanso o al final de la reunión, coméntale lo que opinas al ayudante del jefe: «¿Sabes? Creo que lo que ha dicho Sandy sobre XXX ha sido brillante». Pueden darse distintos resultados. Primero, como a la gente le gusta que la asocien con buenas noticias en la mente de los demás y se esfuerza para conseguirlo, es muy probable que el ayudante le cuente a tu jefa lo que le has dicho. Segundo, como no has hecho tu comentario delante de la jefa, nadie (ni testigos ni jefa) debería atribuirte un motivo oculto ni desagradable. Y tercero, por lo que ya sabemos sobre la psicología de los cumplidos recibidos, tu jefa creerá tu elogio (sincero) y sentirá por ello más simpatía por ti[32]. Haz los cumplidos sinceros que quieres que el receptor siga mereciendo. Las personas se sienten bien consigo mismas después de recibir un cumplido y orgullosas de cualquiera que sea el rasgo o conducta que lo ha provocado. Por ello, una forma especialmente provechosa de emitir un halago sincero sería la de elogiar a las personas cuando han hecho algo bueno y queremos que sigan haciéndolo. De este modo, se verían motivadas para seguir haciendo en el futuro esos buenos actos con el fin de estar a la altura de la admirable reputación que les hemos otorgado. Esta idea está relacionada con una táctica de influencia que se llama altercasting, por la que a un individuo se le asigna un determinado rol social con la esperanza de que esa persona actúe después de acuerdo con ese rol. Por ejemplo, al destacar el rol de protector, un agente de seguros podría conseguir que unos padres se muestren más dispuestos a comprar un seguro de vida para sus familias. Mientras hacía los estudios preliminares para este libro, presencié por casualidad el poder de esta técnica. En aquel entonces, yo quería ir más allá de mis hallazgos en las investigaciones de mi laboratorio relativas a las tácticas de influencia efectivas y saber qué era lo que habían visto los profesionales de la persuasión: vendedores, comerciantes, publicistas, departamentos de selección de personal, representantes de organizaciones benéficas. Al fin y al cabo, su supervivencia económica dependía del éxito de las tácticas que emplearan, lo cual me hacía confiar en que, tras décadas de prueba y error, habrían identificado cuáles eran las prácticas más poderosas. Por desgracia, también estaba igual de seguro de que no me iban a regalar esos conocimientos que tanto les había costado conseguir simplemente porque yo se lo pidiera. Los profesionales de la influencia son muy protectores de sus tácticas más efectivas y se las guardan para sí. Así que lo que hice fue empezar a responder a anuncios y entré, de incógnito, en sus programas de formación, donde se mostraron ansiosos por comunicar a sus alumnos todas las lecciones que habían aprendido. Como era de esperar, hacerme pasar por un aspirante a profesional de la persuasión en estos entornos me dio acceso a un valiosa información que, de otro modo, se me habría negado. Aun así, me preocupaba que cuando yo revelara mi verdadera identidad y mis propósitos al final de la formación y pidiera permiso para utilizar la información que había recopilado, la respuesta fuera casi siempre que no. Según mis planes, todo lo que consiguiera sería mío y todos los posibles perjuicios suyos. En la mayoría de los casos, así es como pareció que ocurría a medida que las caras enrojecían y las miradas se endurecían cuando por fin confesé que no me llamaba Rob Caulder, que no era un becario de verdad, que quería escribir un libro donde revelar la información que había recopilado y que quería que me concedieran un permiso por escrito para usar en ese libro la información que les pertenecía; hasta que añadí un dato más sin saber el impacto que tendría. Les dije que era un profesor de universidad que estaba estudiando la influencia social y que quería «aprender de ustedes sobre esta materia». Por lo general respondieron con algo parecido a «¿Quiere decir que es un profesor de universidad experto en estos temas y que nosotros hemos sido sus profesores?». Cuando les confirmé que habían entendido bien mis palabras, se les inflaba el pecho y respondían (moviendo una mano en el aire): «Por supuesto que puede usar nuestra información». A posteriori, puedo entender por qué me dieron tan a menudo esta complaciente respuesta. Mi última confesión había otorgado a esos profesionales el papel de profesores; y los profesores no se guardan la información. La divulgan. Desde entonces, he visto que la técnica de altercasting puede ser un éxito si se combina con un halago sincero. Es decir, en lugar de atribuir sin más un rol a otra persona, como puede ser el de protector o profesor, podemos hacer un elogio sincero a otra persona que haya mostrado un rasgo digno de elogio como su disposición a ayudar o su meticulosidad. Podríamos así esperar ver ese rasgo del otro en el futuro. Hay investigaciones que avalan esta expectativa. Los niños que reciben elogios por su meticulosidad en una tarea aplicaron posteriormente la misma actitud en tareas parecidas. De igual modo, adultos que son elogiados por su tendencia a prestar ayuda se muestran mucho más serviciales en contextos distintos y mucho tiempo después. Yo he probado esta técnica recientemente en casa. Durante varios años, el periódico me lo ha traído un repartidor, Carl, que pasa todas las mañanas junto a mi casa y lanza el periódico desde el coche hasta la puerta. La mayoría de las veces termina aterrizando bastante cerca y no se moja con los sistemas de riego de ambos lados que se encienden a la misma hora. Cada año, durante la temporada de vacaciones, Carl ha dejado un sobre con su dirección en uno de los periódicos. Su intención es instarme a que le envíe un cheque como agradecimiento por sus servicios, cosa que siempre hago. Pero últimamente, con el cheque incluyo una nota donde elogio el cuidado que demuestra frecuentemente al dejar el periódico en donde no termine mojado. En el pasado, Carl lanzaba el periódico hasta el sitio correcto el 75 por ciento de las veces. Este año, el cien por cien. ¿Cuál es la conclusión? Si alguien actúa habitualmente de forma encomiable – quizá un compañero de trabajo cuidadoso que suele llegar a las reuniones bien preparado o un amigo servicial que frecuentemente se esfuerza por dar una respuesta útil a tus ideas– hazle un cumplido no solo por su comportamiento, sino también por sus cualidades. Probablemente sigas viendo esa actitud en el futuro[33]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 3.2 De un estudiante de un máster en Administración de Empresas de Arizona Cuando trabajaba en Boston, uno de mis compañeros, Chris, siempre estaba tratando de dejarme más trabajo sobre mi mesa, ya de por sí abarrotada. Normalmente, se me da bastante bien enfrentarme a este tipo de intentos. Pero a Chris se le daba de maravilla hacerme cumplidos antes de pedirme ayuda. Empezaba diciendo: «Me han contado que hiciste un trabajo estupendo con tal proyecto y tengo uno parecido con el que espero que puedas ayudarme» o «Como eres un experto en X, ¿puedes ayudarme a organizar esta tarea?». La verdad es que nunca me había importado mucho cómo era Chris. Sin embargo, en esos pocos segundos, siempre cambiaba de opinión y pensaba que, al final, quizá fuera un buen tipo. Pero luego casi siempre terminaba cediendo a su petición de ayuda. Nota del autor: Chris hacía algo más que soltar elogios. Fijémonos en cómo estructuraba sus halagos para dar al lector una reputación que estuviese a la altura de lo que a él le convenía. Contacto y cooperación En general, nos gustan las cosas que nos resultan familiares. Si quieres comprobarlo, haz un pequeño experimento. Hazte un selfie donde se te vea de cara e imprímelo. Después, vuelve al selfie de tu teléfono y edítalo para mostrar la imagen en reverso (de tal modo que los lados derecho e izquierdo de tu rostro queden intercambiados) e imprímela también. Tendrás dos fotografías, una que muestra cómo eres de verdad (la segunda) y otra que muestra la imagen del revés (la primera). Ahora decide qué versión de tu cara te gusta más y pide a un buen amigo que también elija. Si eres como el grupo de mujeres de Milwaukee con quienes se probó este experimento, observarás algo extraño: tu amigo preferirá la imagen real y tú la otra imagen. ¿Por qué? Porque los dos reaccionáis favorablemente a la cara que os resulta más familiar: tu amigo a la que ve todo el mundo y tú a la opuesta que ves todos los días en el espejo. A menudo no somos conscientes de que nuestra actitud hacia algo ha estado influida por el número de veces que hemos estado expuestos a ello. Por ejemplo, en un estudio de publicidad en Internet, unos anuncios de una cámara aparecían cinco veces, veinte o ninguna en la parte superior de un artículo que leían los participantes. Cuanta mayor era la frecuencia con que aparecía el anuncio, más terminaba gustando la cámara a los participantes, aunque no eran conscientes de que estaban viendo ese anuncio. Un efecto similar ocurría en un experimento en el que aparecían en la pantalla las caras de varios individuos con tanta rapidez que, más tarde, los sujetos que estaban expuestos de esta manera a las caras no podían recordar haber visto ninguna de ellas. Sin embargo, cuanto mayor era la frecuencia con que una cara aparecía en la pantalla, más sujetos llegaban a sentir simpatía por esa persona cuando la conocían en una interacción posterior. Y puesto que una mayor simpatía conduce a una mayor influencia social, estos sujetos mostraban también su conformidad ante las opiniones de los individuos cuyas caras habían aparecido con más frecuencia en sus pantallas. En la era de las «noticias falsas», bots de Internet y políticos que acaparan los medios de comunicación, resulta alarmante pensar que podamos llegar a creernos las comunicaciones a las que estamos expuestos más frecuentemente, pues es como una reverberación actualizada de lo que declaró el jefe de propaganda nazi, Joseph Goebbels: «Una mentira repetida con suficiente frecuencia se convierte en verdad». Especialmente inquietantes son las conclusiones relacionadas con este asunto de que incluso afirmaciones inverosímiles –como las alegaciones que más gustan a los creadores de noticias falsas– se vuelven más creíbles gracias a la repetición[34]. A partir de las evidencias que indican que nos mostramos más favorables hacia las cosas con las que hemos tenido contacto, hay quienes han recomendado un método del «contacto» para mejorar las relaciones entre razas. Argumentan que simplemente con proporcionar a los individuos de distinto origen étnico una mayor exposición en la que se vean entre sí como iguales, esos individuos llegarán a sentir más simpatía entre sí de una forma natural. Existen muchas investigaciones que coinciden con este argumento. Sin embargo, cuando los científicos han analizado la integración escolar –un área que ofrece un buen ámbito de evaluación de la aplicación generalizada del método del contacto– han encontrado la pauta contraria. Es más probable que la integración racial, más que disminuir, incremente los prejuicios entre blancos y negros. Ir al colegio para estudiar esta lección. Continuemos analizando el problema de la integración en las escuelas. Por muy bienintencionados que sean los que defienden la armonía interracial a través del simple contacto, es poco probable que su método resulte fructífero, porque el argumento en el que se basa no puede aplicarse a las escuelas. En primer lugar, el entorno escolar no es un crisol en el que los niños se relacionan con la misma facilidad con los miembros de otros grupos étnicos como con los del suyo. Tras varios años de integración formal en las escuelas, existe poca integración social. Los estudiantes se agrupan por etnias y, en general, se alejan de otros grupos. En segundo lugar, y aunque hubiese mucha mayor interacción étnica, hay investigaciones que muestran que la familiaridad que se adquiere con algo mediante el contacto continuado no provoca necesariamente mayor simpatía. De hecho, una exposición continuada a una persona u objeto en condiciones desagradables como la frustración, el conflicto o la competencia, conduce a una menor simpatía[35]. La típica clase estadounidense fomenta precisamente estas condiciones desagradables. Analicemos el revelador informe del psicólogo Elliot Aronson, a quien acudieron las autoridades escolares de Austin (Texas) para tratar los problemas de sus colegios. Su descripción de cómo vio que se desarrollaba la enseñanza en una clase estándar podría aplicarse a casi cualquier escuela pública de los Estados Unidos: En general, así es cómo funciona: el profesor se coloca delante de la clase y hace una pregunta. De seis a diez niños se estiran en sus sillas y mueven las manos ante el profesor, ansiosos porque les llame para poder demostrar lo listos que son. Otros niños permanecen sentados en silencio y miran hacia otro lado, tratando de hacerse invisibles. Cuando el profesor llama a un niño, se pueden ver expresiones de decepción y tristeza en las caras de los impacientes alumnos, que han perdido la oportunidad de ganarse la aprobación del profesor; y también puede verse el alivio en los rostros de los demás que no se sabían la respuesta... Este juego es enormemente competitivo y en él se hacen fuertes apuestas, porque los niños rivalizan por el cariño y la aprobación de una de las dos o tres personas más importantes de su mundo. Además, este proceso de enseñanza garantiza que los niños no aprendan a sentir simpatía ni comprensión entre ellos. Recuerda tu propia experiencia. Si te sabías la respuesta y el profesor preguntaba a otro, probablemente esperabas que fallara para así tener la oportunidad de hacer alarde de tus conocimientos. Si el profesor te preguntaba y fallabas, o si ni siquiera levantabas la mano para competir, probablemente sentirías envidia y rencor hacia los compañeros que sí sabían la respuesta. Los niños que fracasan en este sistema llegan a sentir resentimiento y celos de los éxitos de los demás, a los que tildan de enchufados del profesor o incluso recurren a emplear la violencia contra ellos en el patio del colegio. Los alumnos que triunfan, por su parte, miran a menudo con desprecio a sus compañeros menos afortunados y les llaman «tontos» o «estúpidos». ¿Debería, entonces, sorprendernos que una estricta integración en las escuelas, ya venga impuesta por el transporte escolar, por las recalificaciones o por los cierres de colegios, aumente con tanta frecuencia los prejuicios en lugar de disminuirlos? Cuando nuestros hijos buscan sus contactos sociales y amistades dentro de sus límites étnicos y únicamente se exponen de forma habitual a otros grupos en el hervidero de la clase, es de esperar. ¿Existen soluciones a este problema? Por suerte, ha aparecido la esperanza real de que esa hostilidad desaparezca gracias a las investigaciones de especialistas en educación sobre el concepto de «aprendizaje colaborativo». Como gran parte de los prejuicios que se han intensificado a partir de la integración en las clases parece venir de la mayor exposición a otros grupos rivales, estos educadores han experimentado con formas de enseñanza en las que es esencial la colaboración con los compañeros de clase, más que la actitud competitiva[36]. Nos vamos de campamento. Para entender la lógica del planteamiento colaborativo viene bien examinar de nuevo el clásico programa de investigación llevado a cabo por el experto en ciencias sociales de origen turco Muzafer Sherif y sus colaboradores, entre quienes se encontraba su esposa, la psicóloga social Carolyn Wood Sherif. Intrigado por el problema de los conflictos intergrupales, el equipo de investigación decidió analizar cómo se desarrollaba este proceso en los campamentos infantiles de verano. Aunque los niños no supieron nunca que estaban participando en un experimento, Sherif y sus colaboradores realizaron de manera sistemática hábiles manipulaciones del ambiente social del campamento para observar sus efectos sobre las relaciones de grupo. Los investigadores vieron que no resultaba difícil provocar cierto tipo de animadversiones. El simple hecho de separar a los niños en dos cabañas fue suficiente para estimular un sentimiento de «nosotros contra ellos» entre los grupos; al permitirles que pusieran un nombre a cada grupo («Las águilas» y «Las serpientes») se aceleró la sensación de rivalidad. Los niños empezaron enseguida a menospreciar las cualidades y logros de los miembros del otro grupo; sin embargo, estas formas de hostilidad carecían de importancia en comparación con lo que ocurrió cuando los autores del experimento introdujeron actividades competitivas en las interacciones de los grupos. Juegos como la búsqueda del tesoro, tirar de la soga o competiciones deportivas en las que rivalizaban las cabañas entre sí dieron lugar a que los niños se insultaran e incluso se pelearan. Durante las competiciones, a los miembros del equipo contrario se les tachaba de «tramposos», «fisgones» y «guarros». Después, hubo asaltos a las cabañas, se robaron y quemaron banderines rivales, aparecieron pintadas amenazadoras y se volvieron comunes las peleas en el comedor. Llegados a este punto, se hizo evidente que la receta de la discordia resulta rápida y fácil. Basta con separar a los participantes en grupos y dejarles hervir un poco en su propio jugo. Luego se mezclan en el fuego de la competición constante y ya está listo: odio entre grupos en su punto de ebullición. Los investigadores hicieron después frente a un problema más difícil: eliminar la afianzada hostilidad. En primer lugar, probaron con el método del contacto reuniendo a los dos bandos más a menudo. Pero, aun cuando las actividades conjuntas fueran agradables, como ver una película o salir de excursión, los resultados terminaban en desastre. Las meriendas en el campo terminaban con peleas con la comida, los programas de entretenimiento daban lugar a concursos de gritos, y las filas para entrar en el comedor degeneraban en empujones. El equipo de investigación empezó a temerse que, igual que el doctor Frankenstein, quizá habían creado un monstruo al que ya no podían controlar. Pero entonces, en pleno apogeo de aquel conflicto, probaron con una estrategia que resultó a la vez tan simple como eficaz. Prepararon una serie de situaciones en las que la competición entre los grupos habría perjudicado a los intereses de todos; era necesaria la cooperación para el beneficio de ambos grupos. En una excursión, «descubrieron» que el único camión que tenían para ir a la ciudad a comprar comida se había quedado atascado. Reunieron a los chicos y todos juntos tuvieron que tirar y empujar hasta que el vehículo emprendió su camino. En otro momento, los investigadores cortaron el suministro de agua del campamento, que llegaba por tuberías desde un depósito que estaba lejos. Ante esta crisis común y conscientes de la necesidad de una acción conjunta, los chicos se organizaron de manera armoniosa para encontrar y arreglar el problema antes de que el día llegara a su fin. En otra nueva situación en la que fue necesaria la colaboración, se informó a los chicos de que se podía alquilar una película que querían ver, pero que el campamento no podía permitirse pagarla. Al ver que la única solución era unir recursos, los chicos juntaron su dinero para alquilar la película y pasaron una noche muy agradable viéndola todos juntos. Las consecuencias de estas colaboraciones, aunque no instantáneas, resultaron sorprendentes de todos modos. Los esfuerzos conjuntos para llegar a objetivos comunes fueron sellando la grieta existente entre los dos grupos. Poco tiempo después, habían desaparecido las provocaciones verbales y se acabaron los empujones en las colas, y los chicos empezaron a mezclarse en las mesas del comedor. Además, cuando se les pidió que hicieran una lista de sus mejores amigos, un número significativo de ellos pasaron de pronunciar exclusivamente nombres de su grupo, como hacían antes, a elaborar listas en las que incluían a chicos del otro grupo. Algunos incluso agradecieron a los investigadores la oportunidad de poder clasificar de nuevo a sus amigos, pues habían cambiado de opinión desde la valoración anterior. En un revelador episodio, los niños regresaban en un único autobús después disfrutar de un fuego de campamento, algo que hubiera sido un verdadero manicomio al principio pero que, en ese momento, los niños habían pedido expresamente. Cuando el autobús se detuvo en un puesto de refrescos, los chicos de uno de los grupos a los que aún les quedaba dinero en común, decidieron invitar a unos batidos a sus antes irreconciliables adversarios. Podemos localizar el origen de este sorprendente cambio en las ocasiones en que los chicos tuvieron que verse unos a otros como aliados. Resultó fundamental que los investigadores impusieran a los grupos unos objetivos comunes. Fue la cooperación necesaria para alcanzar estos objetivos lo que permitió por fin que los miembros de ambos grupos rivales se vieran como compañeros sensatos, ayudantes valiosos, amigos y amigos de amigos. Cuando el éxito resultaba gracias a los esfuerzos mutuos se hacía especialmente difícil seguir sintiendo hostilidad hacia quienes habían sido compañeros en el triunfo. De vuelta al colegio. En medio de la confusión de las tensiones raciales que siguieron a la integración escolar, algunos expertos en psicología de la educación empezaron a ver la importancia que para las aulas tenían las conclusiones a las que habían llegado Sherif y sus colaboradores. Si se pudiese modificar la experiencia de aprendizaje para incluir, al menos, ocasionales situaciones de colaboración interétnica para lograr un objetivo común, quizá podrían empezar a surgir amistades entre miembros de grupos distintos. Aunque se han realizado proyectos similares en diferentes estados del país, un planteamiento especialmente interesante en este sentido es el que se conoce como clase-puzle y lo desarrollaron Elliot Aronson y sus colaboradores en Texas y en California. La esencia de la técnica del puzle para el aprendizaje radica en exigir a los alumnos que trabajen juntos para dominar el material sobre el que se van a examinar. Este objetivo se logra agrupando a los estudiantes en equipos de cooperación y proporcionando a cada uno solamente una parte de la información –una pieza del puzle– necesaria para aprobar el examen. Con este sistema, los alumnos deben turnarse enseñándose y ayudándose unos a otros. Todos necesitan a los demás para aprobar. Al igual que los chicos del campamento de Sherif, que realizaban tareas que solo podían terminarse si se hacían de forma conjunta, los estudiantes pasan a ser aliados en lugar de adversarios. Imagen 3.5: Mezclar juntos para alcanzar el objetivo. Tal y como revelan diversos estudios En los casos en que se ha probado esta técnica del puzle en clases recién integradas, los resultados han sido impresionantes. En comparación con otras clases de la misma escuela en las que se utilizaba el método competitivo tradicional, la enseñanza con la técnica del puzle ha servido para estimular la amistad de un modo significativo y para que haya menos prejuicios entre grupos étnicos. Además de esta decisiva reducción de la hostilidad, se han visto otras ventajas: la autoestima de los alumnos de grupos minoritarios, la actitud hacia la escuela y las notas en los exámenes han mejorado. Los estudiantes blancos también han salido beneficiados. Su autoestima y su actitud hacia la escuela han mejorado, y su rendimiento en los exámenes ha sido, al menos, tan alto como el de los alumnos blancos de otras clases con enseñanza tradicional. Al ver resultados tan positivos como los de la clase-puzle, hay una tendencia a entusiasmarse en exceso con una única y sencilla solución para un problema difícil. Pero la experiencia nos dice que tales problemas rara vez desaparecen con una solución sencilla. Sin duda, esto es lo que sucede también en este caso. Aun dentro de los límites de los procedimientos de enseñanza cooperativa, hay problemas complejos. Antes de que podamos sentirnos verdaderamente a gusto con la técnica del puzle, o cualquier otro planteamiento similar para estimular el aprendizaje y la simpatía, se necesita realizar más investigaciones para determinar la frecuencia, las dosis, las edades y los tipos de grupos en los que van a funcionar las estrategias cooperativas. Necesitamos también conocer cuál es la mejor manera de que los profesores instauren los nuevos métodos, si es que piensan hacerlo, claro. Al fin y al cabo, las técnicas de enseñanza cooperativa no solo suponen una desviación radical con respecto a la enseñanza habitual y tradicional de la mayoría de los profesores, sino que además pueden verse como una amenaza para la idea que los mismos tienen sobre su importancia en la clase, al ceder buena parte de la instrucción a los alumnos. Por último, debemos ser conscientes de que la competitividad también tiene cabida. Puede servir como valioso motivador de acciones deseables e importante creador de la idea de uno mismo. Así pues, no hay que eliminar la competencia académica, sino acabar con su monopolio en el aula mediante la introducción de experiencias de cooperación de manera habitual en las que participen miembros de todos los grupos étnicos y que lleven a resultados positivos. Veamos, por ejemplo, la definición de cielo e infierno que proporciona el rabino judío Haim of Romshishok. Infierno: un suntuoso salón de banquetes lleno de personas hambrientas con los codos trabados y que no pueden alimentarse porque sus brazos no se lo permiten al no poder doblarse. Cielo: Todo igual, salvo que esas personas se dan de comer unas a otras. Quizá esto nos proporcione una idea útil de cómo utilizar técnicas de cooperación en el aula. Deberían elegirse para aprovechar al máximo la posibilidad de que todos puedan alimentarse con este procedimiento. Merece la pena fijarse en que en la figuración del rabino, los mejores actos de cooperación no solo provocan sentimientos interpersonales positivos, sino que también dan lugar a soluciones mutuas a problemas compartidos. Por ejemplo, hay investigaciones que revelan que un negociador que estrecha la mano al comienzo de una negociación está mostrando de forma evidente su intención de cooperar, lo cual termina después con mejores resultados para todas las partes[37]. ¿Qué sentido tiene esta digresión sobre los efectos de la integración escolar en las relaciones raciales? Su fin es dejar claros dos puntos. En primer lugar, aunque la familiaridad creada por el contacto provoca una mayor simpatía, ocurre lo contrario si dicho contacto lleva consigo experiencias desagradables o peligrosas. Por tanto, cuando se introduce a niños de diferentes grupos raciales en la incesante y dura competición de una clase estándar estadounidense, veremos cómo las hostilidades empeoran. En segundo lugar, las pruebas de que el aprendizaje en equipo es un antídoto contra este trastorno muestran el fuerte impacto que causa la cooperación sobre la simpatía. Antes de asumir que la cooperación es una potente causa de simpatía, debemos hacerla pasar por lo que, en mi opinión, es la prueba de fuego: ¿los profesionales de la persuasión se sirven de forma sistemática de la cooperación para resultarnos simpáticos y conseguir que accedamos a sus peticiones? ¿La hacen notar cuando existe de modo natural en determinada situación? ¿Tratan de intensificarla cuando es muy débil? Y, lo que resulta más ilustrativo, ¿la fabrican cuando no existe? Pues resulta que la cooperación supera la prueba con creces. Los profesionales de la persuasión siempre tratan de dejar claro que nosotros y ellos buscamos los mismos objetivos; que debemos «cooperar» para lograr el beneficio mutuo y que ellos son, en esencia, nuestros compañeros de equipo. Existen montones de ejemplos. La mayoría nos son reconocibles, como el de los vendedores de coches que se ponen de nuestro lado y «luchan» contra sus jefes para asegurarnos un buen precio. En realidad, hay poca batalla cuando el vendedor entra en el despacho de su jefe en tales circunstancias. A menudo, como los vendedores saben exactamente el precio mínimo del que no deben bajar, ni siquiera hay una conversación entre ellos y el jefe. En un concesionario en el que me infiltré mientras investigaba para escribir este libro, era muy habitual que cierto vendedor, Gary, se tomara un refresco o un café en silencio mientras el jefe continuaba trabajando. Tras un tiempo prudente, Gary se aflojaba la corbata y volvía con sus clientes con expresión exhausta y llevando bajo el brazo el acuerdo que había «conseguido sacar» para ellos –el mismo precio que ya había tenido en mente antes de entrar en el despacho de su jefe–. Otro ejemplo ilustrativo más espectacular se da en un entorno que pocos de nosotros conocemos de primera mano, pues los profesionales son interrogadores de la policía cuya labor consiste en hacer que los sospechosos confiesen su delito. En los últimos años, los tribunales han impuesto una serie de limitaciones al modo en que la policía debe comportarse al tratar con presuntos delincuentes, especialmente cuando lo que buscan es una confesión. Muchos de los procedimientos que en el pasado llevaron a que los delincuentes admitiesen su culpa no pueden seguir empleándose, por miedo a que terminen siendo desestimados. Sin embargo, los tribunales no han visto hasta ahora nada ilegal en el uso por parte de la policía de métodos psicológicos sutiles. Por esta razón, en los interrogatorios de la policía se utilizan cada vez más métodos como el que se conoce como el del poli bueno y poli malo. El método del poli bueno y poli malo funciona de la siguiente manera: un joven sospechoso de robo –llamémosle Kenny– al que han leído sus derechos e insiste en declararse inocente es conducido a una sala para ser interrogado por dos agentes, los dos hombres. Uno de ellos, porque le va bien o sencillamente porque le toca, hace el papel de poli malo. Antes siquiera de que el sospechoso se siente, el poli malo insulta a «ese hijo de puta» por ladrón. Durante el resto del interrogatorio, todas sus palabras las pronuncia mascullando y entre gruñidos. Para hacer más hincapié en lo que dice da patadas a la silla del detenido. Cuando le mira parece como estuviera viendo un montón de basura. Si el sospechoso contradice las acusaciones del poli malo o sencillamente se niega a responder, este se pone lívido. Su ira se dispara. Jura que hará todo lo posible para que le condenen a la pena máxima. Dice que tiene amigos en la fiscalía del distrito a los que informará de la actitud nada cooperadora del sospechoso y llevarán el caso a juicio con dureza. Al comienzo de la interpretación del poli malo, su compañero, el poli bueno, permanece sentado detrás. Luego, poco a poco, empieza a intervenir. Primero le habla solamente al poli malo, para tratar de calmar su creciente rabia: «Tranquilo, Frank, tranquilo». Pero el poli malo le responde: «¡No me digas que me tranquilice cuando me está mintiendo a la cara! ¡Odio a estos cabrones mentirosos!». Un poco más tarde, el poli bueno dice algo a favor del sospechoso: «Cálmate, Frank, no es más que un chaval». No es que sea de mucha ayuda pero, en comparación con las voces del poli malo, sus palabras suenan como música celestial en los oídos del prisionero. Aun así, el poli malo sigue sin convencerse: «¿Un chaval? No es ningún chaval. Es un punki. Eso es lo que es, un punki. Y te voy a decir otra cosa: tiene más de dieciocho años y eso es lo único que necesito para hacer que acabe con su culo en una celda tan profunda que necesiten una linterna para encontrarle». Ahora el poli bueno empieza a hablar directamente al sospechoso, le llama por su nombre de pila y señala cualquier detalle positivo del caso: «Te voy a decir una cosa, Kenny, has tenido suerte de que nadie haya salido herido y de que no fueras armado. Eso va a ser bueno a la hora de salir la sentencia». Si el sospechoso insiste en declararse inocente, el poli malo suelta otra perorata de maldiciones y amenazas. Esta vez, el poli bueno le interrumpe: «Ya vale, Frank». Le da dinero al poli malo y le dice: «Creo que a todos nos va a venir bien un café. ¿Por qué no nos los traes?». Cuando el poli malo se ha ido, ha llegado el momento de la gran escena del poli bueno: «Mira, chico. No sé por qué, pero a mi compañero no le caes bien y va a intentar pillarte. Y lo va a conseguir, porque ahora mismo tenemos pruebas suficientes. Y tiene razón en lo de que la fiscalía actúa con fuerza contra los tipos que no cooperan. ¡Te enfrentas a cinco años, hombre! Pero yo no quiero que te pase eso. Si confiesas ahora mismo que has robado en esa casa, antes de que él vuelva, yo me encargaré de tu caso y hablaré bien de ti al fiscal del distrito. Si trabajamos juntos en esto podemos reducir la condena de cinco años a dos, quizá menos. Haznos un favor a los dos, Kenny. Dime simplemente cómo lo hiciste y empecemos a trabajar para sacarte de aquí». Es frecuente que, a continuación, se produzca una confesión completa. La técnica del poli bueno y poli malo funciona muy bien por varias razones: las amenazas del poli malo despiertan rápidamente el miedo a una larga condena; el principio del contraste perceptivo (véase el capítulo uno) garantiza que en comparación con la rabia venenosa del poli malo, el agente que actúa como poli bueno parezca una persona especialmente sensata y amable; y como el poli bueno ha intervenido en varias ocasiones para defender al sospechoso –incluso ha dado su propio dinero para que les traigan unos cafés– la regla de la reciprocidad exige que se le devuelva el favor. Sin embargo, la principal razón por la que esta técnica resulta eficaz está en que da al sospechoso la idea de que hay alguien de su parte, alguien que busca su bienestar, que trabaja con él, para él. En la mayoría de las situaciones, una persona así sería vista de manera muy positiva, pero en la grave situación en que se encuentra Kenny, nuestro sospechoso de robo, esa persona adquiere el estatus de salvador. Y de un salvador a un confesor en quien confiar no hay más que un paso. Condicionamiento y asociación «¿Por qué me echan la culpa a mí, doctor?». Era la voz temblorosa del hombre del tiempo de una cadena local de televisión que me llamaba por teléfono. Le habían dado mi número cuando llamó al departamento de Psicología de la universidad en el que tenía esperanza de encontrar a alguien que pudiese responder a su pregunta; una pregunta a la que siempre le había dado vueltas pero que últimamente había empezado a preocuparle y deprimirle. «Es que es de locos, ¿no? Todo el mundo sabe que lo único que hago es dar el parte del tiempo, que no lo controlo yo, ¿no? Entonces, ¿por qué me critican tanto cuando hace mal tiempo? ¡Durante las inundaciones del año pasado recibí mensajes de odio por correo! Un tipo me amenazó con pegarme un tiro si no dejaba de llover. Joder, todavía sigo mirando a mis espaldas desde entonces. ¡Y con mis compañeros de la cadena, pasa lo mismo! A veces, me lanzan silbidos cuando estamos en directo si viene una ola de calor o algo parecido. Tienen que saber que yo no soy responsable, pero no les importa. ¿Puede usted explicármelo, doctor? De verdad que no puedo más». Concertamos una cita para hablar en mi despacho y allí traté de explicarle que era la clásica víctima de una reacción de clic, activación que experimentan las personas ante cosas que perciben como si estuviesen simplemente relacionadas entre sí. Aunque en la vida moderna abundan los ejemplos de este tipo de reacción, pensé que el ejemplo que con más probabilidad serviría a ese afligido hombre del tiempo iba a estar más relacionado con la historia antigua. Le pedí que pensara en el triste destino de los mensajeros imperiales de la antigua Persia. Cualquiera de esos mensajeros a los que ordenaban actuar como correo militar, tenía motivos muy especiales para desear con todas sus fuerzas el triunfo persa en el campo de batalla. Si llevaba en su morral noticias de victoria, le tratarían como un héroe a su llegada a palacio. Se le ofrecía tanta comida y bebida como deseara. Pero si su mensaje era de un desastre militar, la bienvenida era muy diferente: era sometido a un juicio sumarísimo. Yo esperaba que la conclusión de esta historia le quedara clara al hombre del tiempo. Quería que fuese consciente de un hecho que es tan cierto hoy como lo era en la antigua Persia: tal y como escribió Shakespeare en Antonio y Cleopatra, «Las malas noticias son de naturaleza infecciosa para quien las refiere». Existe en el ser humano la tendencia natural a sentir antipatía por las personas que nos transmiten información desagradable, aunque no sean ellas las causantes. La simple asociación es suficiente para provocar nuestra antipatía (véase la imagen 3.6, «Los hombres del tiempo pagan el precio de los giros inesperados de la naturaleza»). En un conjunto de once estudios, alguien al que simplemente se le encargaba leer en voz alta una mala noticia despertaba antipatía entre sus receptores; resulta interesante ver que se consideraba también que el lector tenía igualmente motivos malévolos y se le calificaba como individuo menos competente. Recordemos que ciertos rasgos positivos de una persona (por ejemplo, su atractivo físico) puede provocar un «efecto halo» por el cual ese rasgo hace que los que le observan se hagan una opinión favorable de esa persona en todos los demás aspectos. Ahora parece que ser portador de malas noticias provoca una reacción contraria –algo que podemos llamar «efecto de los cuernos»–. El simple hecho de comunicar una noticia negativa atribuye al comunicador un par de cuernos de diablo que, a los ojos de los receptores, se aplica a otras características. Había algo más que esperaba que el hombre del tiempo entendiera con este ejemplo histórico. No solo estaba acompañado en su mala situación por otros mensajeros de varios siglos atrás, sino que además, en comparación con algunos (como los mensajeros persas), él estaba mejor. Al final de nuestra sesión, dijo algo que me convenció de que lo había comprendido todo. «Doctor –me dijo cuando salía–, ahora me siento mucho mejor con respecto a mi trabajo. Es decir, vivo en Phoenix, donde brilla el sol trescientos días al año. Gracias a Dios, no tengo que hacer el pronóstico meteorológico de Búfalo». Esta despedida revela que el hombre del tiempo había entendido incluso más de lo que yo le había dicho sobre el principio que influía en la simpatía que despertaba en sus telespectadores. Estar relacionado con el mal tiempo tiene un claro efecto negativo, pero estar relacionado con el sol radiante debería resultar maravilloso para su popularidad. Y tenía razón. El principio de asociación es general y rige tanto conexiones negativas como positivas. Una inocente asociación con cosas malas o cosas buenas influirá en lo que los demás sientan hacia nosotros. La labor de la enseñanza de cómo funciona la asociación negativa parece haber sido asumida principalmente por nuestros padres. Recordemos que siempre nos advertían que no jugáramos con los chicos malos de la calle. Recordemos cómo nos decían que no importaba que nosotros no hiciésemos nada malo, porque los vecinos nos juzgarían por nuestras compañías. Nuestros padres nos estaban enseñando a culpar por asociación; nos estaban dando una lección desde el lado negativo del principio de asociación. Y también tenían razón. La gente da por sentado que tenemos los mismos rasgos de personalidad que nuestros amigos. En cuanto a las asociaciones positivas, son los profesionales de la persuasión quienes nos enseñan la lección. Constantemente intentan relacionarse, ellos mismos o sus productos, con las cosas que nos gustan. ¿Alguna vez nos hemos preguntado por qué contratan a atractivas modelos en los anuncios de automóviles? Lo que los anunciantes esperan es que esas modelos presten a los coches sus rasgos positivos –belleza y atractivo–. Los anunciantes suponen que vamos a responder al producto de igual modo que respondemos a las encantadoras modelos que simplemente están asociadas con él, y así es. Imagen 3.6: «Los hombres del tiempo pagan el precio de los giros inesperados de la natura En un estudio, unos hombres que veían un anuncio de un nuevo modelo de coche en el que aparecía una seductora modelo, consideraban el coche más veloz, más atractivo, de aspecto más caro y con mejor diseño que otros hombres que veían el mismo anuncio pero sin la modelo. Sin embargo, al ser posteriormente preguntados, los hombres se negaban a creer que la presencia de la joven hubiese influido en sus opiniones. Quizá la prueba más curiosa sobre la forma en que el principio de asociación puede animarnos de forma inconsciente a que nos gastemos nuestro dinero procede de una serie de investigaciones sobre las tarjetas de crédito y el gasto. En la vida moderna, las tarjetas de crédito son un recurso con una característica psicológica digna de atención: nos permiten disponer de inmediato de bienes y servicios, y retrasar el pago algunas semanas. Por lo tanto, es más probable que asociemos las tarjetas de crédito, y las insignias, símbolos y logos que las representan, con los aspectos positivos del gasto más que con los negativos. Richard Feinberg, investigador del comportamiento de los consumidores, se preguntó qué efectos tenía la presencia de las tarjetas de crédito y los productos relacionados con ellas sobre nuestras tendencias al gasto. En una serie de estudios obtuvo resultados tan interesantes como inquietantes. En primer lugar, los clientes de restaurantes dejaban más propinas cuando pagaban con tarjeta de crédito que cuando lo hacían en metálico. En un segundo estudio, unos estudiantes universitarios se mostraron dispuestos a gastar un 29 por ciento más de media en productos de un catálogo de venta por correo cuando en la habitación había logos de Master Card; además, no sabían que esas insignias de tarjetas de crédito formaban parte del experimento. En un último estudio, se demostró que, cuando se les pedía que colaboraran con una institución benéfica (United Way), era mucho más probable que los estudiantes universitarios aportasen dinero cuando la habitación en la que se encontraban tenía insignias de Master Card que cuando no las tenía (87 por ciento y 33 por ciento, respectivamente). Esta última conclusión es, a la vez, la más perturbadora y la más ilustrativa con respecto al poder del principio de asociación. Aun cuando no se utilizaron tarjetas de crédito para los donativos, la mera presencia de su símbolo (con sus correspondientes asociaciones positivas) incitaba a la gente a gastar más dinero en metálico. Este último fenómeno se ha replicado en un par de estudios en los que los clientes de unos restaurantes recibían la cuenta en bandejitas para la propina que contenían logos de tarjetas de crédito y en otras que no. Los comensales dejaban claramente más propina ante la presencia de los logos, aunque pagaran con dinero en metálico. Posteriores investigaciones llevadas a cabo por Feinberg confirman la explicación de la asociación en sus resultados. Ha descubierto que la presencia de insignias de tarjetas de crédito en una habitación solo estimula el gasto por parte de personas que han tenido experiencias positivas con las tarjetas. Los que han tenido experiencias negativas –porque han pagado unos intereses por encima de la media en el año anterior– no muestran ese efecto de estimulación. De hecho, estas personas son más conservadoras en sus tendencias al gasto solo con estar en presencia de logos de tarjetas de crédito[38]. Dado que el principio de asociación funciona tan bien –y de manera tan inconsciente– los fabricantes suelen apresurarse a relacionar sus productos con el acontecimiento cultural del momento. A medida que el concepto cultural de la magia ha ido cambiando al de «naturalidad», la moda de lo natural ha sobrepasado todos los límites. A veces, la relación con esa naturalidad ni siquiera tiene sentido: «Cambia el color de tu pelo de forma natural», dice un popular anuncio de televisión. Leamos aquí lo que dijo un grupo de investigadores sobre esta materia en 2019: La gente que prefiere productos etiquetados como naturales está viviendo su mejor momento, teniendo en cuenta la abundancia de productos y servicios naturales que existen ahora. Un día de verano, la gente podría estar sentada en su cubierta que ha sido limpiada con el detergente natural Seventh Generation y disfrutar de un perrito caliente de ternera natural servido con un bollito natural de la marca Vermont Bread Company cubierto con kétchup y mostaza de Nature’s Promise. Podrían acompañar el perrito caliente con patatas Lays naturales y, después, mojarlo con una gaseosa natural Hansen. Incluso podrían decidir fumarse después un cigarro Natural American Spirit mientras ven cómo unos empleados de la empresa NaturaLawn of America les cortan el césped. Esa noche, si sienten una indigestión, podrán tomarse un antiácido natural Naturight. En la época del primer viaje estadounidense a la Luna, todo, desde las bebidas para el desayuno hasta los desodorantes, se vendía con alusiones al programa espacial estadounidense; es más, el valor percibido de esas conexiones ha resistido el paso del tiempo: en 2019, en el cincuenta aniversario de la llegada a la Luna, la marca de relojes Omega, IBM y salchichas Jimmy Dean publicaron anuncios a toda página que proclamaban su vinculación con el famoso evento. En los años de Olimpiadas se nos dice cuáles son las marcas oficiales de lacas para cabello y toallitas faciales de nuestros equipos olímpicos. Los derechos que se pagan por tales asociaciones no son nada baratos. Las empresas colaboradoras dedican millones de dólares para convertirse en patrocinadores de los Juegos Olímpicos. Pero estas cantidades no son nada en comparación con los muchos millones más que estas empresas gastan después en anunciar su conexión con este acontecimiento. Sin embargo, es posible que, para los patrocinadores, la cifra más alta de todas sea la de los beneficios. Una encuesta realizada por la revista Advertising Age concluyó que un tercio de los consumidores estaría más dispuesto a comprar un artículo si está vinculado a los Juegos Olímpicos. De igual modo, aunque resultó de enorme lógica que las ventas de juguetes de vehículos exploradores marcianos se dispararan después de que un cohete sonda estadounidense aterrizara de verdad en el planeta rojo en 1997, no tenía tanto sentido que ocurriera lo mismo con las barras de chocolate Mars («Marte», en español), que no tenían nada que ver con el proyecto espacial, sino que llevaban el nombre del fundador de la compañía de caramelos Franklin Mars. Las ventas del Nissan Rogue sufrieron una gran subida comparable, aunque también inexplicable, después del estreno de la película Rogue One: Una historia de Star Wars en el año 2016. Relacionado con este mismo efecto, algunas investigaciones han demostrado que los carteles promocionales con la palabra «OFERTA» provocan un aumento de las ventas (aun cuando no exista un verdadero ahorro), no solo porque los clientes piensen de forma consciente que pueden ahorrar dinero. Más bien se debe a una distinta tendencia adicional por la que la posibilidad de compra aumenta porque esos carteles han estado asociados en muchas ocasiones con buenos precios en el pasado de los clientes. Por consiguiente, cualquier producto relacionado con un cartel de oferta se valora automáticamente de una forma más favorable. La vinculación de personajes célebres a los productos es otro modo con que los anunciantes se aprovechan del principio de asociación. Hay deportistas profesionales, por ejemplo, que cobran porque se les relacione con cosas que pueden guardar relación directa con su actividad (zapatillas de deporte, raquetas de tenis, pelotas de golf) o que no tienen nada que ver (refrescos, máquinas de hacer palomitas, relojes). Lo importante para el anunciante es establecer la conexión; no tiene por qué ser lógica, basta que sea positiva. Al fin y al cabo, ¿qué sabe Matthew McConaughey de los coches Lincoln? Por supuesto, los famosos profesionales del mundo del espectáculo proporcionan otra forma de atracción que los fabricantes siempre han pagado muy bien para vincularlos a sus productos. Recientemente, los políticos han sabido reconocer la capacidad de la vinculación a un personaje famoso para influir en los votantes. Los candidatos presidenciales estadounidenses reúnen a montones de famosos ajenos a la política que participan de forma activa en la campaña o simplemente prestan su nombre a la misma. Incluso a nivel estatal y municipal se hace algo parecido. Tomemos como prueba el comentario de una mujer de Los Ángeles a la que oí expresar sus sentimientos contradictorios sobre un referéndum de California para prohibir que se fumara en todos lugares públicos: «Es una decisión realmente difícil. Tienen a grandes estrellas a favor y grandes estrellas en contra. Una no sabe qué votar»[39]. Imagen 3.7: Famosos consagrados. Nota del autor: ¿Puedes ver las dos formas con que este Aunque los políticos llevan mucho tiempo esforzándose por aparecer asociados a los valores de la maternidad, la patria o la tarta de manzana, quizá sea en esta última conexión, la de la comida, en la que han sido más listos. Por ejemplo, es una tradición de la Casa Blanca intentar influir en los votos de legisladores del bando opuesto durante una comida. Puede ser un almuerzo al aire libre, un suntuoso desayuno o una elegante cena, pero cuando está en juego una ley importante sacan la cubertería de plata. Actualmente, la recaudación de fondos para partidos políticos suele implicar alguna comida. Es de destacar también que en las típicas cenas para recaudar fondos, los discursos y las peticiones de contribuciones y mayores esfuerzos nunca tienen lugar antes de servir la comida, solo se hacen durante la cena o al terminar. Esta técnica tiene varias ventajas. Por ejemplo, se ahorra tiempo y se utiliza la regla de la reciprocidad. Sin embargo, su ventaja menos reconocida puede ser la que descubrió en una investigación realizada en los años treinta el distinguido psicólogo Gregory Razran. Sirviéndose de lo que llamó «técnica del almuerzo», descubrió que los sujetos de su experimento mostraban más simpatía hacia las personas y cosas con las que interactuaban mientras comían. En el ejemplo de más relevancia para nuestros propósitos a los participantes se les enseñaban unas declaraciones políticas que ya habían calificado en otra ocasión anterior. Al final del experimento Razran vio que solamente algunas de ellas habían conseguido mayor aceptación –las que les habían mostrado mientras comían–. Parece ser que estos cambios en su aceptación se habían producido de un modo inconsciente, pues los participantes no podían recordar qué declaraciones habían visto mientras se servía la comida. Para demostrar que el principio de asociación también funciona en las experiencias desagradables, Razran incluyó en su experimento una condición por la que en la habitación en la que estaban los participantes se introducía un olor pestilente a la vez que se les mostraban unos eslóganes políticos. En este caso, los índices de aceptación de los eslóganes descendían. Otro estudio sugiere que unos olores tan ligeros que no sean percibidos de manera consciente pueden asimismo influir. Unas personas mostraban más o menos simpatía al juzgar unos retratos mientras experimentaban olores agradables o desagradables sin darse cuenta. ¿Cómo se le ocurrió a Razran la técnica del almuerzo? ¿Qué le hizo creer que iba a funcionar? La respuesta puede estar en los dos papeles que desempeñó durante su carrera. No solo era un respetado investigador independiente, sino también uno de los primeros traductores al inglés de libros sobre la vanguardista psicología rusa. Se trataba de textos dedicados al estudio del principio de asociación y dominados por el pensamiento de un hombre brillante, Ivan Pavlov. Aunque era un científico de enormes y múltiples talentos –había ganado el Premio Nobel años antes por sus trabajos sobre el aparato digestivo– su demostración experimental más importante fue de lo más sencilla. Descubrió que podía hacer que la respuesta habitual de un animal ante la comida (la salivación) estuviese dirigida hacia algo que no tenía que ver con la comida (una campana), simplemente conectando las dos cosas en la experiencia del animal. Si la presentación de comida a un perro iba siempre acompañada del sonido de una campana, poco después, el perro salivaría solo con oír la campana, aunque no hubiese comida. Imagen 3.8: Anda, eso me suena a comida. Uno de los perros de Pavlov aparece con el tub No están muy alejadas la demostración clásica de Pavlov y la técnica del almuerzo de Razran. Evidentemente, la reacción normal a la comida se puede traspasar a otra cosa mediante un proceso de simple asociación. Razran supo ver que hay muchas respuestas normales a la comida además de la salivación, siendo una de ellas la de tener una sensación buena y positiva. Por tanto, es posible unir esta sensación agradable, esta actitud positiva, ante cualquier cosa (las declaraciones políticas son tan solo un ejemplo) que esté asociada directamente con la buena comida. Tampoco hay mucha distancia entre la técnica del almuerzo y el convencimiento por parte de los profesionales de la persuasión de que cualquier cosa atractiva puede sustituir a la comida a la hora de prestar sus cualidades apetecibles a ideas, productos y personas vinculados artificialmente a ella. Así pues, en un análisis definitivo, esta es la razón por la que suelen aparecer aquellas atractivas modelos en los anuncios de las revistas. También es por esto por lo que a los programadores de radio se les ordena que inserten la sintonía de la emisora justo antes de poner una canción de gran éxito. Y también es incluso esta la razón por la que las mujeres que juegan al bingo en una reunión de Tupperware tienen que gritar la palabra «Tupperware» en lugar de «Bingo» antes de lanzarse al centro de la habitación para coger su premio. Quizá para esas jugadoras sea «Tupperware», pero para la compañía es un «¡Bingo!». Solo porque a menudo seamos víctimas inconscientes de la utilización del principio de la asociación por parte de los profesionales de la persuasión no quiere decir esto que no entendamos cómo funciona o que no lo usemos nosotros mismos. Existen muchas pruebas de que comprendemos perfectamente el sufrimiento de un mensajero del Imperio persa o de un hombre del tiempo de la actualidad cuando dan malas noticias. De hecho, se espera de nosotros que tratemos de evitar vernos en una situación parecida. Una investigación realizada en la Universidad de Georgia muestra cómo actuamos cuando nos enfrentamos a la tarea de comunicar buenas o malas noticias. A unos estudiantes que estaban esperando para realizar un experimento se les asignó la tarea de que informaran a un compañero de que había recibido una llamada importante. La mitad de las veces se suponía que la llamada era para dar una buena noticia y la otra mitad, una mala. Los investigadores vieron que los estudiantes transmitían la información de modo muy distinto dependiendo de cuál fuera el caso. Cuando la noticia era positiva, los mensajeros se aseguraban de mencionarlo siempre: «Acaban de llamarte por teléfono para darte una noticia estupenda. Ve a ver al responsable del experimento para que te dé los detalles». Cuando la noticia era desfavorable, se mantenían alejados: «Acaban de llamarte por teléfono. Ve a ver al responsable del experimento para que te dé los detalles». Evidentemente, esos estudiantes ya sabían que, para despertar simpatías, debían procurar que se los relacionara con buenas noticias, no con malas[40]. De las noticias y el tiempo a los deportes Buena parte de los comportamientos extraños se pueden explicar por el hecho de que la gente conoce el principio de asociación lo suficiente como para tratar de vincularse a los acontecimientos positivos y alejarse de los negativos, aun cuando no sean ellos quienes los han provocado. Algunos de los comportamientos más extraños tienen lugar en los campos de deportes. Pero el problema no está en lo que hacen los deportistas. Al fin y al cabo, en el acalorado contacto del partido, tienen derecho a un ocasional y exagerado arrebato. Sin embargo, es el a menudo enfurecido, irracional y desaforado fervor de los aficionados lo que parece, a primera vista, desconcertante. ¿Cómo se puede dar explicación a los salvajes disturbios deportivos que se dan en Europa, al asesinato de jugadores y árbitros a manos de grupos de seguidores de fútbol sudamericanos o al derroche de regalos de los aficionados a los jugadores de béisbol estadounidense, que ya son ricos, con ocasión del día especial en que se les rinde homenaje? Desde una perspectiva racional, nada de esto tiene sentido. ¡No es más que un juego! ¿No? Para nada. La relación entre deporte y ferviente afición no tiene nada de juego: es extremadamente seria. Veamos, por ejemplo, el caso de Andrés Escobar, miembro de la selección nacional de Colombia que, por casualidad, metió un gol en propia meta durante un partido de la Copa del Mundo de 1994. Aquel «gol en propia meta» llevó a una victoria del equipo de los Estados Unidos y a la eliminación de los colombianos, que eran favoritos. Al volver a casa dos semanas después, Escobar fue asesinado en un restaurante a mano de dos hombres que le dispararon doce veces por aquel error. Queremos que nuestros equipos ganen para demostrar nuestra superioridad pero ¿a quién queremos demostrárselo? A nosotros mismos, claro. Pero también a todos los demás. Según el principio de asociación, si podemos rodearnos de éxito y tenemos contacto con él aunque solo sea de forma superficial (por ejemplo, por nuestro lugar de residencia), nuestro prestigio público aumentará. Todo esto indica que manipulamos a conciencia la visibilidad de nuestras conexiones con ganadores y perdedores para darnos una mejor imagen ante cualquiera que vea esas conexiones. Al exhibir las asociaciones positivas y esconder las negativas, tratamos de conseguir que los que nos ven tengan una mejor opinión de nosotros y sientan una mayor simpatía. Hay muchos modos de conseguir esto, pero uno de los más sencillos y convincentes está en los pronombres que utilizamos. ¿Has visto la frecuencia con la que, ante una cámara de televisión, una multitud de seguidores de un equipo victorioso levanta los dedos y grita: «¡[Nosotros] Somos campeones! ¡Somos los campeones!». No gritan: «[Ellos] Son campeones». El pronombre implícito es nosotros, usado para implicar la mayor identificación posible con el equipo. Vemos también que no ocurre lo mismo en caso de fracaso. Ningún telespectador oirá nunca gritos de «¡[Nosotros] Vamos los últimos! ¡Vamos los últimos!». Los fracasos de nuestros equipos son las ocasiones en que nos alejamos. Aquí el pronombre «nosotros» no es tan usado como el insultante «ellos». Para dejar esto claro, hice una vez un pequeño experimento en el que se llamaba por teléfono a unos estudiantes de la Universidad Estatal de Arizona para pedirles que nos dieran el resultado de un partido de fútbol que había jugado el equipo de su universidad unas semanas antes. A algunos se les pidió que dieran el resultado de determinado partido que su equipo había perdido; a los otros se les pidió que dieran el resultado de otro partido en el que su equipo había ganado. Mi colega en la investigación, Avril Thorne, y yo escuchamos lo que dijeron y calculamos el porcentaje de estudiantes que habían utilizado el pronombre «nosotros» en sus respuestas. Cuando se tabularon los resultados, se hizo evidente que los estudiantes habían intentado unirse al éxito utilizando el pronombre nosotros y su forma verbal de primera persona del plural para describir la victoria de su equipo: «[Nosotros] Ganamos a Houston por 17 a 14», o «[Nosotros] Ganamos». Sin embargo, en el caso de perder el partido rara vez lo empleaban; en lugar de ello, los estudiantes usaban expresiones para mantenerse alejados de su equipo derrotado: «Han perdido ante el Missouri por 30 a 20» o «No sé el resultado, pero ha perdido el Arizona State». El doble deseo de conectarnos con los vencedores y distanciarnos de los perdedores quedó plasmado claramente en las observaciones de uno de los estudiantes. Después de hacer una escueta referencia a la derrota del equipo local –«El Arizona State perdió por 30 a 20»– espetó angustiado: «¡[Ellos] Han tirado por la borda nuestra oportunidad de conseguir un campeonato nacional!». La tendencia a proclamar la vinculación con los ganadores no es exclusiva del ámbito deportivo. Tras unas elecciones generales en Bélgica, se hizo una investigación para ver cuánto tiempo tardaría la gente en quitar de sus casas los carteles de apoyo a uno u otro partido político. Cuanto mejor resultado había tenido un partido, más tiempo se regodeaba la gente en su conexión positiva dejando puestos los carteles. Imagen 3.9: Fan(ático)s del deporte. El espíritu de equipo va un paso más allá cuando se ll Aunque el deseo de disfrutar de la gloria ajena se da en cierto grado en todos nosotros, parece ser más especial en personas que son capaces de llevar esta tendencia demasiado lejos. ¿Qué clase de personas pueden ser? En mi opinión, no se trata de fieles seguidores que apoyan a sus equipos en lo bueno y en lo malo. Son lo que conocemos como «hinchas en las buenas» que proclaman su conexión solamente con los equipos ganadores. Si no me equivoco, se trata de individuos con problemas ocultos de personalidad: con un pobre concepto de sí mismos. En lo más hondo de su ser tienen una falta de amor propio que los lleva a buscar el prestigio no en sus propios logros, sino en su asociación con los logros de los demás. Existen numerosas variedades de esta especie que florecen en nuestra cultura. Un ejemplo clásico es el de los que siempre están nombrando a personas importantes que conocen. Otro es el de fans de estrellas del rock que intercambian con ellas favores sexuales para así poder contar a sus amigos que han estado con un famoso músico. Cualquiera que sea la forma que adopte, la conducta de estos individuos comparte una característica: un concepto bastante trágico del éxito que siempre viene de los demás. RESEÑAS DE LOS LECTORES 3.3 De un empleado de un estudio cinematográfico de Los Ángeles Como trabajo en la industria, soy un gran aficionado al cine. Para mí, la noche más importante del año es la de la entrega de los Óscars. Incluso grabo las ceremonias para poder ver de nuevo los discursos de agradecimiento de los actores a los que tanto admiro. Uno de mis discursos favoritos fue el que pronunció Kevin Costner cuando su película Bailando con lobos ganó el Óscar a mejor película en 1991. Me gustó porque respondió a los críticos que decían que las películas no son importantes. De hecho, me gustó tanto que me lo apunté. Pero hay una cosa de ese discurso que nunca entendí. Esto es lo que dijo sobre el hecho de ganar el Óscar a la mejor película: «Aunque quizá no sea tan importante como lo que le ocurre al resto del mundo, siempre será importante para nosotros. Mi familia no va a olvidar jamás lo que ha pasado aquí; mis hermanos y hermanas indios americanos, sobre todo los lakota sioux, nunca lo van a olvidar y la gente con la que fui al instituto nunca lo va a olvidar». Vale, entiendo por qué Kevin Costner no va a olvidar nunca este gran honor. Y también entiendo que su familia tampoco lo vaya a olvidar. Incluso comprendo por qué los indios americanos lo van a recordar, pues la película trata sobre ellos. Pero nunca he entendido por qué mencionó a la gente con la que fue al instituto. Después, leí que los hinchas deportivos pueden «disfrutar de la gloria ajena», de las estrellas y equipos de su ciudad. Y me di cuenta de que aquí ocurría lo mismo. Todo aquel que fue al instituto con Kevin Costner le iba a hablar a todo el mundo de su conexión con él al día siguiente de ganar el Óscar, pensando que eso le aportaría algo de prestigio aunque no tuviese nada que ver con la película. Y no se equivocaban, porque así es como funciona. No tienes que ser una estrella para alcanzar la gloria. A veces, solo tienes que estar asociado de alguna forma con esa estrella. Qué interesante. Nota del autor: Yo he visto cómo funciona esto en primera persona, cuando les he contado a mis amigos arquitectos que nací en la misma casa que el gran Frank Lloyd Wright. Tened en cuenta que yo no sé siquiera dibujar una línea recta; pero sí que puedo ver cómo en los ojos de mis amigos se va trazando una línea directa desde mí hasta esa persona que consideran su héroe…, unos ojos que parecen decir: «¿Tú y Frank Lloyd Wright? ¡Vaya!». Algunas de estas personas usan el principio de asociación de una forma ligeramente distinta. En lugar de esforzarse por exagerar sus conexiones visibles con el éxito de los demás, se esfuerzan por exagerar el éxito de otras personas con las que están visiblemente conectados. La ilustración más clara es la de la famosa «madre del artista» obsesionada por que su hijo alcance el estrellato. Por supuesto, esto no se limita exclusivamente a las mujeres. Hace unos años, un tocólogo de Davenport, Iowa, dejó de prestar sus servicios a las esposas de tres trabajadores de un colegio, supuestamente porque a su hijo no le habían sacado suficiente tiempo en los partidos de baloncesto del colegio. Una de las mujeres estaba embarazada de ocho meses en aquel entonces[41]. Defensa frente a esta regla Como la simpatía se puede aumentar a través de muchos medios, la lista de las formas de defensa ante los profesionales de la persuasión que emplean la regla de la simpatía, aunque parezca raro, debe ser corta. No tendría mucho sentido desarrollar una gran cantidad de tácticas específicas para combatir cada una de las innumerables versiones de las distintas formas de influir en la simpatía. Sencillamente, son demasiados los caminos como para poder bloquearlos de manera eficaz con una estrategia determinada para cada uno. Además, varios de los factores que conducen a la simpatía –atractivo físico, semejanza, familiaridad, asociación– funcionan de manera inconsciente sobre nosotros, lo que hace poco probable que podamos armarnos de una protección oportuna frente a ellos. Por el contrario, es necesario que tengamos en cuenta un planteamiento general que pueda aplicarse a cualquiera de los factores relacionados con la simpatía para neutralizar su desagradable influencia sobre nuestras decisiones. El secreto de tal planteamiento general está en su oportunidad. En lugar de tratar de identificar los factores de la simpatía e impedir su acción antes de que puedan ponerse en funcionamiento, quizá nos venga mejor dejarlos actuar. Nuestra vigilancia no debe dirigirse a las cosas que pueden producirnos una simpatía exagerada hacia un profesional de la persuasión, sino al hecho de que esa simpatía exagerada se haya producido. El momento de recurrir a la defensa es cuando vemos que sentimos más simpatía hacia ese profesional de la que deberíamos dadas las circunstancias. Al concentrar nuestra atención en los efectos más que en las causas, podemos evitar la laboriosa y casi imposible tarea de tratar de detectar y bloquear las muchas influencias psicológicas que actúan sobre la simpatía. En lugar de ello, tenemos que ser sensibles a una sola cosa relacionada con la simpatía durante nuestros contactos con los profesionales de la persuasión: la sensación de que hemos llegado a sentir simpatía por ese profesional de una forma más rápida o profunda de lo que cabría esperar. En cuanto notemos esta sensación, seremos conscientes de que probablemente estén empleando alguna táctica con nosotros y podremos empezar a adoptar las medidas de defensa necesarias. La estrategia que estoy sugiriendo toma prestados muchos aspectos del estilo jujitsu que tanto gusta a los profesionales de la persuasión. No hacemos intentos por contener la influencia de los factores que provocan la simpatía. Más bien al contrario. Permitimos que esos factores ejerzan su fuerza y, a continuación, hacemos uso de esa fuerza en nuestra lucha contra quienes se están aprovechando de ella. Cuanto mayor sea esa fuerza, más evidente se vuelve y más sometida a nuestras defensas. Supongamos que estamos negociando el precio de un coche nuevo con Dan el vendedor, un firme candidato al título de «mayor vendedor de coches del mundo» que ha dejado vacante Joe Girard. Tras dedicar un rato a charlar y regatear un poco, Dan quiere cerrar el trato. Quiere que compremos el coche. Antes de tomar ninguna decisión debiéramos hacernos una pregunta fundamental: «En los cuarenta y cinco minutos que hace que conozco a este hombre, ¿he llegado a sentir más simpatía por él de la que me había esperado?». Si la respuesta es que sí, deberíamos pensar en la forma en que Dan se ha comportado durante esos minutos. Quizá recordemos que nos ha dado de comer (café y donuts), que ha elogiado las opciones y colores que hemos elegido, que nos ha hecho reír y que se ha puesto de nuestra parte frente al jefe de ventas para conseguirnos un mejor precio. Aunque tal repaso de lo que ha sucedido podría darnos mucha información, no constituye un paso necesario a la hora de protegernos frente a la regla de la simpatía. Una vez que hemos descubierto que sentimos más simpatía por Dan de la que nos habríamos esperado, no necesitamos saber por qué. El simple hecho de reconocer esa simpatía injustificada debería ser suficiente para hacer que reaccionemos contra ella. Una de las reacciones posibles sería la de invertir el proceso y mostrar antipatía hacia Dan, pero eso sería injusto para él y contrario a nuestros propios intereses. Al fin y al cabo, hay individuos que resultan simpáticos por naturaleza y puede que Dan sea uno de ellos. No estaría bien ponernos automáticamente en contra de esos profesionales de la persuasión por el hecho de ser simpáticos. Además, no nos vendría bien romper la relación comercial con unas personas tan agradables, sobre todo cuando quizá nos estén ofreciendo un buen trato. Yo recomendaría otra reacción distinta. Si nuestra respuesta a la pregunta fundamental es: «Sí, dadas las circunstancias, este tipo me cae especiamente bien», ello debería significar que ha llegado el momento de iniciar un rápido contraataque: separar mentalmente a Dan de ese Chevrolet o Toyota que está tratando de vendernos. Es esencial que recordemos en este momento que, si nos decidimos por el coche de Dan, lo que nos vamos a llevar al salir del concesionario es el coche y no al vendedor. En una buena compra de un coche, no tiene ninguna importancia que Dan nos parezca simpático porque resulta atractivo, porque muestra interés por nuestras aficiones, porque es divertido o porque tiene familia en el lugar donde nos hemos criado. Nuestra respuesta adecuada, por tanto, debe ser la de un esfuerzo consciente por concentrarnos exclusivamente en los beneficios de la compra del coche que Dan nos ofrece. Por supuesto, cuando tomamos una decisión de conformidad, resulta siempre bien hacer una separación entre nuestros sentimientos hacia quien nos hace la petición y la petición en sí. Sin embargo, una vez inmersos, aunque brevemente, en un contacto social y personal con quien nos está haciendo una petición, es fácil que nos olvidemos de hacer esa distinción. En los casos en que esa persona no nos hace sentir de ninguna forma, olvidarnos de hacer esa distinción mencionada no nos conducirá a una gran equivocación. Es más probable que los grandes errores surjan cuando sentimos simpatía por la persona que nos hace la petición. Por eso resulta tan importante estar atentos ante un sentimiento de simpatía exagerada hacia un profesional de la persuasión. Saber reconocer ese sentimiento puede servirnos de recordatorio para separar al vendedor de los beneficios de la compra, y para tomar nuestra decisión basándonos en consideraciones relacionadas únicamente con esta última. Si todos siguiéramos este procedimiento, estoy seguro de que estaríamos mucho más contentos con los resultados, aunque sospecho que Dan el vendedor no lo estaría tanto. RESUMEN • La gente prefiere mostrar su conformidad a personas que le despiertan simpatía. Cuando saben reconocer esta regla, es habitual que los profesionales de la persuasión aumenten su efectividad haciendo hincapié en varios factores que incrementan su atractivo. • Uno de esos factores es el atractivo físico. Aunque se ha sospechado desde hace tiempo que la belleza física constituye una ventaja en las interacciones sociales, hay investigaciones que indican que esa ventaja puede ser mayor de lo que se suponía. El atractivo físico parece crear un efecto halo que conduce a la atribución de otros rasgos como el talento, la amabilidad y la inteligencia. Por consiguiente, las personas atractivas son más convincentes tanto a la hora de conseguir lo que piden como a la de cambiar las actitudes de los demás. • Un segundo factor que influye en la simpatía y en la persuasión es la semejanza. Nos resulta simpática la gente que es como nosotros, y estamos más dispuestos a acceder a sus peticiones, a menudo de forma irreflexiva. Otro factor es el elogio. Los elogios, por lo general, aumentan la simpatía y, por tanto, la persuasión. Dos tipos especialmente útiles de verdaderos elogios son los que se hacen a espaldas del receptor y los que se eligen para dar al mismo una reputación que siga mereciendo en el futuro si continúa actuando con el comportamiento deseado. • El aumento de la familiaridad por medio del contacto reiterado con una persona o cosa es otro factor que normalmente facilita la simpatía. Esta relación se hace más evidente, sobre todo, cuando el contacto tiene lugar en circunstancias positivas, más que en negativas. Una circunstancia positiva que funciona especialmente bien es la cooperación fructífera. Un quinto factor relacionado con la simpatía es la asociación. Al conectarse ellos mismos o sus productos con cosas positivas, anunciantes, políticos y comerciantes buscan con frecuencia compartir esa positividad a través del proceso de asociación. Hay también otros individuos (los hinchas deportivos, por ejemplo) que parecen reconocer el efecto positivo de la simple conexión e intentan asociarse a los acontecimientos favorables y alejarse de los desfavorables a los ojos de sus observadores. • Una estrategia potencialmente eficaz para reducir la desagradable influencia de la simpatía sobre las decisiones de conformidad exige mostrar sensibilidad ante un sentimiento de excesiva simpatía hacia el solicitante. Al reconocer que ese solicitante despierta en nosotros una simpatía exagerada dadas las circunstancias, debemos retirarnos de la interacción social, separar mentalmente a esa persona de la oferta que nos hace y tomar cualquier decisión de conformidad basándonos exclusivamente en los beneficios de la oferta. CAPÍTULO CUATRO APROBACIÓN SOCIAL NOSOTROS SOMOS LA VERDAD Cuando las personas son libres de hacer lo que les plazca, normalmente se imitan unas a otras. Eric Hoffer Hace unos cuantos años, los gerentes de una cadena de restaurantes de Pekín, en China, se asociaron con unos investigadores para conseguir algo que decididamente resultaría provechoso: aumentar la venta de determinados platos del menú de tal modo que resultara efectiva pero sin incurrir en gastos. Querían ver si podían conseguir que los clientes los eligieran con mayor frecuencia sin tener que rebajar sus precios, usar ingredientes más caros, contratar a un chef con más experiencia en esos platos ni escribir descripciones más tentadoras de dichos platos en el menú. Querían ver si, por el contrario, podían limitarse a poner una etiqueta en esos platos para resolver el problema. Aunque encontraron una etiqueta que funcionaba especialmente bien, se sorprendieron al ver que no era ninguna de las que habían pensado usar previamente para este fin, como «Especialidad de la casa» o «Recomendación del chef para hoy». Más bien, la etiqueta simplemente describía los platos del menú como los «más populares» del restaurante. El resultado fue increíble. Las ventas de cada plato se multiplicaron en una media entre un 13 y un 20 por ciento. De una forma bastante sencilla, esos platos se convirtieron en los más populares debido a su popularidad. Hay que destacar que el incremento se alcanzó gracias a una práctica de persuasión que resultó gratuita, completamente ética (los platos sí que terminaron siendo los más populares), fácil de poner en práctica y, aun así, nunca antes utilizada por los dueños. Algo parecido ocurrió en Londres cuando una fábrica de cerveza con un pub anexo decidió probar un experimento. Colocaron un cartel en la barra del pub que decía, sin faltar a la verdad, que la cerveza más popular de la fábrica de cerveza esa semana era su cerveza negra. Las ventas de esa cerveza se duplicaron de inmediato. Clic, activación. Este tipo de resultados hace que me pregunte por qué otros comercios no proporcionan una información similar. En las heladerías o en establecimientos de yogur helado los clientes pueden elegir a menudo entre una variedad de condimentos para acompañar su pedido, como trocitos de chocolate, virutas de coco, galleta desmigajada, etc. Debido al atractivo que plantea el calificativo de «popular», se podría pensar que los dueños de los establecimientos deberían saber que deben colocar carteles donde mencionen los condimentos más elegidos por lo general o cuál es la combinación de aderezos del mes. Pero no lo hacen. Mal hecho. Sobre todo para los clientes que no pedirían ningún condimento o que solo elegirían uno, una información real sobre la popularidad daría lugar a más pedidos. Por ejemplo, muchos restaurantes de McDonald’s ofrecen un McFlurry como postre. Cuando a los clientes de un establecimiento de McDonald’s se les preguntó: «¿Te apetece un postre? El McFlurry es el favorito entre nuestros clientes», las ventas de este postre aumentaron hasta un 55 por ciento. Después, si un cliente pedía un McFlurry, el dependiente le decía: «El sabor [x] es el condimento favorito de nuestros clientes», las ventas adicionales de esos condimentos aumentaron un 48 por ciento más. BUZÓN ELECTRÓNICO 4.1 Aunque no todos los comercios entienden cómo se debe sacar provecho de la popularidad, el gigante de los medios de comunicación Netflix aprendió esa lección a partir de su propia información y empezó a actuar conforme a la misma de inmediato. Según la periodista especializada en tecnología y entretenimiento Nicole LaPorte (2018), la compañía se había «mostrado desde hace mucho tiempo muy orgullosa de sí misma por ser enormemente discreta en cuanto a algunos datos como la hora de visionado y los índices de audiencia, y se regodeaba en el hecho de que debido a que Netflix no tiene por qué responder ante ningún anunciante, no necesita hacer público ninguno de esos datos». Pero en un giro inesperado en su política en el año 2018, empezó a revelar una gran cantidad de información sobre sus ofertas de más éxito. Tal y como LaPorte declaró, «en su carta a los accionistas, Netflix habló de una retahíla de títulos y de la cantidad de personas que los habían visto, de tal modo que casi parecía como si un marinero borracho hubiese tomado el mando de tan fortificado acorazado y estuviese largando secretos comerciales». ¿Por qué? Para entonces, los ejecutivos de la compañía habían visto que la popularidad provoca más popularidad. El director de producto Greg Peters reveló los resultados de pruebas internas en las que a varios miembros de Netflix a quienes se les dijo qué programaciones eran las populares, las hicieron aún más populares. Otros ejecutivos de la compañía fueron rápidos. El jefe de contenidos Ted Sarandros declaró que, a partir de ese momento, Netflix sería más comunicativo «en cuanto a lo que se está viendo en todo el mundo». El presidente y director ejecutivo Reed Hastings confirmó esta promesa cuando dijo: «No hemos hecho más que empezar a dar la información. Estamos dispuestos a dar más aún cada trimestre». Nota del autor: Estas declaraciones de los ejecutivos de Netflix nos dejan claro que no se chupan el dedo en esa compañía. Pero otra declaración de Sarandros me impactó aún más: «La de la popularidad es una información que la gente puede decidir aprovechar… No queremos ocultarla si es de utilidad para nuestros clientes». La cuestión clave está en que ocultar la verdadera popularidad, tal y como había hecho esa compañía en el pasado, resultaba poco provechoso no solamente para sus beneficios inmediatos, sino también para las cautelosas elecciones de sus suscriptores y su posterior satisfacción –y por tanto, para los beneficios a largo plazo de la compañía–. Aprobación social Para descubrir por qué es tan eficaz la popularidad, debemos comprender primero la naturaleza de otra poderosa arma de influencia: el principio de aprobación social. Según este principio, determinamos lo que es correcto viendo qué piensan otras personas que es correcto. Y lo que es más importante, este principio se aplica en el modo en que decidimos qué constituye un comportamiento correcto. Consideramos que una acción es correcta en una situación dada según el grado en que veamos que otros la realizan. Por consiguiente, a los anunciantes les encanta informarnos cuando un producto es el que «más rápido crece» o «más se vende» porque no tienen que convencernos directamente de que su producto es bueno. Solo necesitan demostrar que muchos otros lo piensan, cosa que a menudo parece prueba suficiente. La tendencia a considerar adecuada una acción cuando otros la realizan suele funcionar bastante bien. En general, cometemos menos errores al actuar de acuerdo con la evidencia social que al hacerlo de forma contraria a ella. Normalmente, cuando mucha gente hace algo es eso lo que se debe hacer. Este rasgo del principio de la aprobación social es, a la vez, tanto su punto fuerte como su punto débil. Al igual que las demás armas de influencia, proporciona un cómodo atajo para determinar el modo de comportarnos pero, al mismo tiempo, convierte a quien la utiliza en una persona vulnerable a los ataques de los oportunistas que siempre esperan en el camino. El problema surge cuando empezamos a reaccionar a la aprobación social de una forma tan mecánica e irreflexiva que pueden terminar engañándonos mediante pruebas parciales o falsas. Nuestra insensatez no está en servirnos del comportamiento de los demás para decidir qué hacer en una situación determinada; es decir, actuar conforme al fundamentado principio de la aprobación social. Lo insensato es actuar de una forma automática como respuesta a las pruebas fraudulentas que nos proporcionan los oportunistas. Hay montones de ejemplos. Los dueños de ciertos locales nocturnos crean un tipo de visible aprobación social con respecto a la calidad de sus establecimientos provocando que se formen largas colas en sus puertas cuando hay espacio suficiente en el interior. A los dependientes se les enseña a salpicar sus discursos de promociones con relatos inventados sobre las muchas personas que han comprado ese producto. Los camareros meten a menudo unas cuantas monedas en los botes de las propinas al principio de la noche simulando que las han dejado otros clientes anteriormente. Los ujieres de las iglesias hacen, a veces, lo mismo con las cestas del dinero por la misma razón y con el mismo efecto positivo en las recaudaciones. Se sabe de predicadores evangélicos que salpican su auditorio de personas que hacen de señuelo y que tienen ensayado acercarse en un momento determinado para dar testimonio y ofrecer donativos. Y, por supuesto, muchas páginas web de valoraciones de productos están con frecuencia infestadas de entusiastas reseñas falsas que han introducido los propios fabricantes u otras personas a las que han pagado para que lo hagan[42]. El poder de la gente ¿Por qué están estos oportunistas tan dispuestos a aprovecharse de la aprobación social? Conocen nuestra tendencia a suponer que una acción es más correcta si los demás la están haciendo también y saben que esta tendencia aparece de forma contundente en distintas situaciones. El asesor de ventas y motivación Cavett Robert expresó perfectamente el principio de la aprobación social cuando advirtió a los futuros vendedores: «Dado que el 95 por ciento de las personas son imitadores y solo el 5 por ciento son iniciadores, se convence más a la gente con las acciones de otras personas que con cualquier otra prueba que podamos ofrecer». Hay evidencias por todas partes que deberían hacer que le creamos. Analicemos una pequeña muestra: Moralidad: en un estudio, tras decir que la mayoría de sus compañeros apoyaban la práctica de la tortura durante los interrogatorios, el 80 por ciento de los universitarios consideraron esta práctica moralmente aceptable. Delincuencia: es más probable que se puedan dar casos de conducción bajo los efectos del alcohol, aparcamientos en espacios destinados a minusválidos, robos en tiendas, atropellos con conductores en fuga (huyendo del escenario de un accidente de coche) si los posibles infractores creen que se trata de comportamientos que con frecuencia realizan los demás. Conducta problemática: es muy probable que hombres y mujeres que creen que la violencia contra una pareja está muy extendida cometan ese tipo de actos violentos más adelante. Comida sana: tras saber que la mayoría de sus compañeros intentan comer fruta para mantenerse sanos, unos estudiantes de instituto de Holanda aumentaron su consumo de fruta en un 35 por ciento, aun cuando, como adolescentes que eran, habían asegurado que no tenían intención de cambiar tras recibir esa información. Compras por Internet: aunque las reseñas sobre productos no son una práctica nueva, Internet ha cambiado las reglas del juego al proporcionar a posibles clientes un acceso directo a las reseñas de montones de usuarios previos; por consiguiente, un 98 por ciento de los compradores por Internet dicen que las reseñas de clientes auténticos son el factor más importante que influye en su decisión de compra. Pago de facturas: cuando la ciudad de Louisville, en Kentucky, envió a los receptores de multas por aparcamiento una carta en la que decía que la mayoría de esas multas se pagaban en un plazo inferior a dos semanas, los pagos aumentaron en un 130 por ciento, más del doble de los ingresos por ese tipo de multas de la ciudad. Recomendaciones de científicos: durante el brote de COVID-19 de 2020, muchos investigadores analizaron los motivos por los que los ciudadanos japoneses decidieron la frecuencia con la que usar mascarillas, tal y como instaban los expertos en sanidad del país; aunque se estudiaron distintos motivos –tales como la percepción de la gravedad de la enfermedad, la probabilidad de que el uso de mascarilla protegería de la infección y la probabilidad de que el uso de la mascarilla protegería a otros de la infección– solo uno de ellos tuvo mucho más peso en la frecuencia del uso de la mascarilla: ver que otras personas la usaban. Acción medioambiental: los observadores que perciben que muchos otros están tomando medidas en sus casas para preservar y proteger el medioambiente mediante el reciclaje, el ahorro de energía o el de agua, actúan después de forma similar. En el ámbito de las medidas medioambientales, la aprobación social funciona también en las organizaciones. Muchos gobiernos dedican importantes recursos a la regulación, a la vigilancia y al castigo de compañías que contaminan nuestro aire y nuestras aguas. Estos gastos parecen a menudo desaprovechados con algunos infractores que o bien incumplen las normativas directamente o están dispuestos a pagar multas que son menores que el gasto que supone su cumplimiento. Pero determinadas naciones han desarrollado programas rentables que funcionan al poner en marcha el motor (no contaminante) de la aprobación social. Primero, califican la gestión medioambiental de empresas contaminantes dentro de una industria y, después, publican esas calificaciones para que todas las compañías de ese sector puedan ver el lugar que ocupan en relación a las demás. Las mejoras han sido muy notables, más de un 30 por ciento. Casi todas esas mejoras han venido de cambios hechos por los mayores contaminantes, que han reconocido lo mal que estaban actuando en comparación con otros. Varias investigaciones han concluido que los procedimientos basados en la aprobación social pueden funcionar desde muy temprana edad –a veces, con resultados impresionantes–. Un psicólogo en particular, Albert Bandura, fue el pionero al desarrollar ese tipo de procedimientos para eliminar conductas no deseadas. Bandura y sus compañeros han demostrado que personas que sufren de fobias pueden deshacerse de este tipo de temores extremos de una manera increíblemente sencilla. Por ejemplo, en un estudio inicial, unos niños de preescolar, elegidos por su terror a los perros, simplemente observaban durante veinte minutos al día a un niño que jugaba feliz con un perro. Esta escena provocó unos cambios tan acusados en las reacciones de los asustados niños que solo cuatro días después, el 67 por ciento de ellos estaban dispuestos a meterse en un parquecito con un perro y quedarse allí acariciando y rascando al perro mientras los demás salían de la habitación. Es más, cuando los investigadores volvieron a comprobar el nivel de miedo de los niños un mes más tarde, vieron que aquella mejora no había disminuido con el paso del tiempo. De hecho, los niños se mostraban más dispuestos a interactuar con los perros en cualquier momento. Un importante y práctico descubrimiento apareció en un segundo estudio de niños que mostraban especial miedo ante los perros: para reducir ese miedo no fue necesario enseñarles demostraciones en vivo de otro niño que jugaba con un perro; vieron el mismo impacto con unos vídeos. Resulta revelador que los vídeos más efectivos fueron aquellos en los que aparecían muchos otros niños interactuando con sus perros. El principio de la aprobación social funciona mejor cuando se evidencian las acciones de muchos otros. Más adelante hablaremos más sobre el rol amplificador de esos «muchos»[43]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 4.1 Del director de contratación y formación de un concesionario de Toyota en Tulsa, Oklahoma Trabajo para el mayor concesionario de coches de Oklahoma. Uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos es encontrar vendedores de calidad y con talento. Habíamos obtenido pocas respuestas en nuestros anuncios de periódicos, así que decidimos publicar en la radio nuestros anuncios de que buscábamos personal, en la hora en que la gente vuelve del trabajo. Emitimos un anuncio que se centraba en la enorme demanda de nuestros vehículos, en la cantidad de gente que los compraba y, por consiguiente, en que necesitábamos ampliar nuestro equipo de vendedores para seguir manteniendo ese ritmo. Tal y como esperábamos, vimos un considerable aumento en el número de solicitudes para unirse a nuestro equipo de ventas. Pero el mayor efecto lo vimos en un incremento del tráfico de clientes, un aumento en las ventas tanto en el departamento de vehículos nuevos como en el de usados y en un llamativo cambio en la actitud de nuestra clientela. ¡¡¡Lo más impresionante fue que la cifra total de ventas aumentó en un 41,7 por ciento con respecto al anterior mes de enero!!! Hicimos casi el doble y medio más de facturación que el año anterior en un mercado automovilístico que había bajado hasta un 4,4 por ciento. Por supuesto, nuestro éxito podría deberse a otras razones, tales como el cambio de dirección y el arreglo de nuestras instalaciones pero, aun así, siempre que anunciamos que necesitamos ayuda para atender a la demanda de nuestros vehículos, vemos un considerable incremento en las ventas de vehículos durante esos meses. Nota del autor: Una referencia a una enorme demanda por parte de los consumidores afectó significativamente a la actitud de los clientes y a la forma de actuar respecto a los coches y camiones de ese concesionario. Esto guarda relación con lo que ya hemos descrito en este capítulo. Pero hay algo que aún no hemos comentado que ayuda a explicar los extraordinarios efectos que hubo sobre el concesionario. La información relativa a la fuerte demanda se incluyó en un anuncio para buscar nuevos vendedores. Su considerable éxito está en consonancia con la evidencia de que es más probable que la gente quede convencida por la información, incluida la de la aprobación social, cuando creen que esa persuasión no es intencionada (Bergquist, Nilsson y Schultz, 2019; Howe, Carr y Walton, en prensa). Estoy seguro de que si en el anuncio del concesionario se hubiese hecho una llamada directa a las ventas –diciendo: «¡La gente está comprando como loca nuestros coches! Ven a por el tuyo»– habría sido menos efectivo. Después del diluvio Respecto a la ilustración de la fuerza de la aprobación social, existe un ejemplo que es, sin duda, mi preferido. Son varios los factores que explican su atractivo: constituye una magnífica muestra del infrautilizado método de la observación participativa, en el cual un científico analiza un proceso sumergiéndose en el entorno en el que surge. Proporciona información de interés a grupos tan variados como historiadores, psicólogos y teólogos y, lo que es más importante, muestra cómo podemos –nosotros, no los demás– hacer uso de la aprobación social sobre nosotros mismos para asegurarnos de que lo que preferimos que sea verdad también lo parezca. Se trata de una vieja historia por lo que se hace necesario un análisis de antiguos datos, ya que el pasado está salpicado de movimientos religiosos que anunciaban el fin del mundo. Muchas sectas y cultos han profetizado que en una fecha determinada empezaría un período de redención y gran felicidad para aquellos que creyesen en las enseñanzas del grupo. En cada uno de los casos se ha predicho que el comienzo del tiempo de salvación estaría marcado por un acontecimiento importante e indiscutible, casi siempre el catastrófico fin del mundo. Por supuesto, todas estas predicciones, sin excepción, han resultado ser falsas, para profunda consternación de los miembros de tales grupos. Sin embargo, justo después del evidente incumplimiento de la profecía, la historia registra una enigmática pauta de comportamiento. En lugar de salir huyendo desencantados, los seguidores de esas sectas suelen salir más fortalecidos en sus convicciones. Arriesgándose a ser ridiculizados por el pueblo, se lanzan a las calles proclamando públicamente sus dogmas y en busca de conversiones con un fervor que, más que disminuir, se intensifica con la clara refutación de una creencia central. Así ocurrió con los montanistas de la Turquía del siglo II, con los anabaptistas del siglo XVI en Holanda, con los sabatistas de Izmir en el siglo XVII y con los milleritas estadounidenses del siglo XIX. Y en opinión de tres expertos en ciencias sociales, lo mismo podría pasar con un culto apocalíptico surgido en el Chicago del siglo XX. Estos científicos –Leon Festinger, Henry Riecken y Stanley Schachter– que en aquel momento trabajaban juntos en la Universidad de Minnesota, se enteraron de la existencia de ese grupo de Chicago y pensaron que merecía la pena estudiarlo de cerca. Su decisión de investigar entrando en el grupo de incógnito como nuevos creyentes y colocando entre sus filas a algún observador remunerado más, tuvo como resultado un interesante relato de primera mano sobre las actividades anteriores y posteriores a la fecha de la catástrofe que habían predicho y que habían dejado escrita en su entretenidísimo libro Cuando las profecías fallan. Se trataba de una secta pequeña que nunca tuvo más de treinta miembros. Sus líderes eran un hombre y una mujer de mediana edad, a los que en su publicación los investigadores cambiaron sus nombres por los del doctor Thomas Armstrong y la señora Marian Keech. El doctor Armstrong, médico del servicio de salud de un centro universitario, había mostrado interés desde hacía tiempo por el misticismo, las ciencias ocultas y los platillos volantes; dentro del grupo, se le consideraba un respetado experto en estas materias. Sin embargo, la señora Keech era el centro de atención y de actividad. Ese mismo año había empezado a recibir mensajes de unos seres espirituales, a los que ella llamaba los Guardianes, procedentes de otros planetas. Fueron estos mensajes, que brotaban de la mano de Marian Keech por medio del mecanismo de la «escritura automática», los que formaban el grueso del sistema de creencias religiosas de la secta. Las enseñanzas de los Guardianes eran una recopilación de ideas de la Nueva Era con cierta vinculación con el pensamiento cristiano tradicional. Era como si los Guardianes se hubiesen leído un ejemplar de la Biblia durante su visita al norte de California. Los mensajes de los Guardianes, tema constante de debates e interpretaciones entre los miembros del grupo, adquirieron mayor importancia cuando empezaron a predecir la inminencia de un gran desastre: unas inundaciones que se iniciarían en el hemisferio occidental y que finalmente sepultarían al mundo entero. Aunque, al principio, los miembros de la secta se sintieron lógicamente alarmados, posteriores mensajes les aseguraban que tanto ellos como todos aquellos que creyesen las lecciones enviadas a través de la señora Keech sobrevivirían. Antes del desastre, iban a llegar unos hombres del espacio que se llevarían a los creyentes en platillos volantes hasta un lugar seguro, supuestamente en otro planeta. Dieron pocos detalles del rescate, aparte de que los creyentes debían prepararse antes de que los recogieran ensayando ciertas contraseñas que debían intercambiarse («Dejé mi sombrero en casa», «¿Cuál es tu pregunta?», «Yo soy mi propio portador») y quitando cualquier tipo de metal de sus ropas, pues el metal hacía que el trayecto en la nave fuera «extremadamente peligroso». Mientras los investigadores observaban los preparativos de las semanas previas a la fecha del diluvio, prestaron especial interés a dos aspectos significativos del comportamiento de los miembros de las secta. En primer lugar, el grado de compromiso con el sistema de creencias de la secta era muy alto. En previsión de su marcha de esta Tierra condenada, los miembros del grupo dieron varios pasos irrevocables. La mayoría se encontró con la oposición de sus familiares y amigos hacia sus nuevas creencias pero, aun así, se mantuvieron firmes en sus convicciones, aunque ello significaba perder su afecto. Varios adeptos fueron amenazados por sus vecinos o familiares con acciones legales para declararlos enfermos mentales. La hermana del doctor Armstrong presentó una denuncia para que le retiraran la custodia de sus dos hijos menores. Muchos creyentes dejaron su trabajo o abandonaron sus estudios para dedicar todo su tiempo al movimiento. Algunos regalaron o tiraron a la basura sus efectos personales, pensando que pronto no les iban a ser de utilidad. Se trataba de personas cuya seguridad de estar en posesión de la verdad les permitía soportar enormes presiones sociales, económicas y legales, y cuyo compromiso con sus dogmas aumentaba a medida que se enfrentaban a cada nueva presión. El segundo aspecto significativo de las acciones de los adeptos previas al diluvio era su curiosa forma de inacción. Para tratarse de personas tan claramente convencidas de la validez de sus creencias, hicieron sorprendentemente poco por difundir el mensaje. Aunque en un principio publicaron la noticia del desastre que se acercaba, no hicieron ningún intento por buscar conversos ni un proselitismo activo. Estaban dispuestos a dar la señal de alarma y a aconsejar a quienes voluntariamente respondieran a ella, pero eso era todo. La aversión del grupo a reclutar seguidores se hizo evidente de varias formas, aparte de no hacer intentos de persuasión personal. Se mantenía el secretismo sobre muchos asuntos –quemaron las copias que sobraban de las lecciones, establecieron contraseñas y signos secretos, no hablaban con desconocidos sobre el contenido de ciertas grabaciones privadas (tan secretas eran esas cintas que incluso a los creyentes veteranos se les prohibió tomar notas de ellas)–. Se evitaba la publicidad. A medida que se acercaba el día del desastre, cada vez más reporteros de prensa, televisión y radio se fueron reuniendo en el cuartel general del grupo en la casa de la señora Keech. La mayoría de las veces se les daba la espalda o no se les prestaba atención. La respuesta más corriente a sus preguntas era: «Sin comentarios». Pese a que durante algún tiempo se sintieron desalentados, los medios de comunicación se vengaron cuando las actividades religiosas del doctor Armstrong provocaron que le despidieran de su puesto en el departamento de salud de la universidad; tuvieron que amenazar a un reportero especialmente insistente con demandarle. Consiguieron contener un asedio similar la víspera del diluvio, cuando un enjambre de reporteros estuvo acosando y molestando a los miembros de la secta para obtener información. Posteriormente, los investigadores resumieron con tono respetuoso la actitud del grupo antes del diluvio con respecto a su exposición pública y al reclutamiento de nuevos adeptos: «Expuestos a un tremendo estallido de publicidad, lo intentaron todo con tal de esquivar la fama; se les ofrecieron docenas de oportunidades de hacer proselitismo, pero siguieron mostrándose evasivos y callados, y se comportaron con una indiferencia casi superior». Finalmente, cuando consiguieron alejar a todos los reporteros y futuros conversos, los miembros de la secta iniciaron los últimos preparativos para la llegada de la nave espacial, prevista para esa medianoche. La escena, tal y como la presenciaron Festinger, Riecken y Schachter, debió parecer sacada del teatro del absurdo. Unas personas que, por lo demás, parecían normales y corrientes –amas de casa, universitarios, un estudiante de un instituto, un editor, un médico, un dependiente de ferretería y su madre– estaban participando con total seriedad en una tragicomedia. Seguían órdenes de dos miembros que periódicamente se ponían en contacto con los Guardianes; los mensajes escritos de Marian Keech se complementaban esa noche con los de «la Bertha», antigua esteticista a través de la cual el «Creador» iba dando órdenes. Ensayaron sus papeles con diligencia, gritando a coro las respuestas que debían pronunciar antes de entrar en el platillo que los rescataría: «Yo soy mi propio portador». Debatieron seriamente sobre si el mensaje de un visitante que se hacía llamar capitán Vídeo –personaje de una serie de televisión de la época– se había interpretado bien como una broma o si se trataba de un comunicado en código que enviaban sus salvadores. Cumpliendo con la advertencia de no llevar nada metálico a bordo del platillo, los creyentes vestían prendas a las que habían arrancado todas las piezas metálicas, también los ojales metálicos de sus zapatos. Las mujeres iban sin sujetador y llevaban corsés a los que habían quitado los enganches. Los hombres se habían arrancado las cremalleras de los pantalones, que llevaban sujetos con trozos de cuerda en lugar de cinturones. El fanatismo del grupo con respecto a todos los objetos metálicos fue presenciado en toda su intensidad por uno de los investigadores que, veinticinco minutos antes de la medianoche, observó que había olvidado quitar la cremallera de sus pantalones. Como señalaron los otros observadores: «Esto provocó una reacción casi de pánico. Lo llevaron rápidamente al dormitorio, donde el doctor Armstrong, con manos temblorosas y mientras lanzaba miradas al reloj cada pocos segundos, sacó la cremallera con una cuchilla de afeitar y tiró de los cierres con unos alicates». Una vez terminada la apresurada operación, llevaron de vuelta al investigador al salón, con algo menos de metal pero, seguramente, mucho más pálido. A medida que se acercaba la hora señalada para su partida, los miembros de la secta se quedaron quietos en medio de un silencio expectante. Por suerte, los científicos pudieron dar cuenta de los hechos que se sucedieron durante esos trascendentales momentos. Los diez últimos minutos fueron tensos para el grupo, que se encontraba en el salón. No tenían otra cosa que hacer, salvo esperar sentados con los abrigos en el regazo. En medio del tenso silencio, el tictac de dos relojes sonaba con fuerza, uno de ellos unos diez minutos más adelantado que el otro. Cuando el primero marcó las doce y cinco, uno de los presentes lo dijo en voz alta. Un coro replicó que la medianoche no había llegado todavía. Bob Eastman afirmó que el reloj más lento era el que tenía la hora correcta, él mismo lo había puesto en hora esa tarde. Solo quedaban cuatro minutos para la medianoche. Estos cuatro minutos pasaron en completo silencio, salvo por una sola voz. Cuando el reloj (retrasado) que estaba sobre la repisa de la chimenea indicaba que solo faltaba un minuto para que apareciese el guía que los llevaría al platillo, Marian exclamó con voz forzada y aguda: «¡Y ni un solo plan ha salido mal!». El reloj dio las doce, con cada campanada sonando con dolorosa claridad en medio del silencio expectante. Los miembros de la secta siguieron sentados sin moverse. Podría haberse esperado alguna reacción visible. Había pasado la medianoche y no había ocurrido nada. El cataclismo iba a llegar en menos de siete horas. Pero hubo pocas reacciones entre las personas que estaban en aquella sala. No emitieron ninguna palabra ni sonido. Permanecieron sentados e inmóviles, con sus rostros congelados e inexpresivos. Mark Post fue el único que se movió. Se tumbó en el sofá y cerró los ojos, pero no para dormir. Más tarde, cuando le hablaron, contestó con monosílabos pero, por lo demás, siguió inmóvil. En los demás no se notaba nada, aunque luego se hizo evidente que habían recibido un duro golpe… Poco a poco, una atmósfera de dolorosa desesperación y confusión se cernió sobre el grupo. Volvieron a analizar la predicción y los mensajes que la habían acompañado. El doctor Armstrong y la señora Keech reiteraron su fe. Los adeptos reflexionaron sobre su mala situación y fueron desechando una explicación tras otra por encontrarlas insatisfactorias. En un momento dado, hacia las cuatro de la madrugada, la señora Keech se rompió y empezó a llorar amargamente. Entre sollozos dijo que sabía que algunos empezaban a dudar, pero que el grupo debía iluminar a los más necesitados y tenía que mantenerse unido. El resto de los fieles empezó también a perder la compostura. Estaban todos visiblemente afectados y muchos parecían al borde de las lágrimas. Eran ya casi las cuatro y media de la madrugada y seguían sin ver la forma de afrontar aquella situación inesperada. Para entonces, la mayor parte del grupo hablaba ya abiertamente de fracaso de la aparición a medianoche del acompañante. El grupo parecía al borde de la disolución (pp. 162-163, 168). En mitad de aquel creciente sentimiento de duda, mientras empezaba a agrietarse la confianza de los fieles, los investigadores presenciaron dos incidentes extraordinarios, uno seguido del otro. El primero tuvo lugar sobre las cinco menos cuarto de la madrugada, cuando la mano de Marian Keech empezó, de repente, a «escribir automáticamente» el texto de un mensaje divino que llegaba desde arriba. Cuando lo leyeron en voz alta, aquel comunicado resultó ser una elegante explicación de lo acaecido esa noche. «El pequeño grupo, sentado en soledad durante toda la noche, ha esparcido tanta luz que Dios ha salvado al mundo de la destrucción». Aunque clara y eficaz, esta explicación no resultaba del todo satisfactoria. Por ejemplo, después de escucharla, uno de los miembros de la secta se levantó, se puso el sombrero y el abrigo y se marchó para no volver jamás. Se necesitaba algo más para que los creyentes recuperaran sus niveles anteriores de fe. Fue en ese momento cuando un segundo e importante incidente acabó con esa necesidad. Una vez más, las palabras de quienes estaban presentes ofrecen una vívida descripción: La atmósfera del grupo cambió de repente y lo mismo pasó con el comportamiento de todos. Pocos minutos después de que leyera el mensaje que explicaba lo que había ocurrido, la señora Keech recibió otro más en el que se le ordenaba que hiciera pública la explicación. Cogió el teléfono y empezó a marcar el número de un periódico. Mientras esperaba que contestaran, alguien preguntó: «Marian, ¿es la primera vez que llamas al periódico?». Su respuesta fue inmediata: «Sí, es la primera vez que llamo. Nunca antes había tenido nada que decirles, pero ahora tengo la sensación de que es urgente». Todo el grupo podría haber compartido lo que decía, pues todos tenían esa sensación de urgencia. En cuanto Marian terminó de hablar, los demás se fueron turnando para llamar a otros periódicos, agencias de noticias, emisoras de radio y revistas de ámbito nacional para difundir la explicación de que el diluvio había fracasado. En su afán por difundir el mensaje de una forma amplia y rápida, los fieles ofrecieron a la opinión pública asuntos que hasta ese momento habían sido absoluto secreto. Aunque pocas horas antes evitaban a los periodistas y se pensaban que la atención que despertaban en la prensa les resultaba dolorosa, ahora buscaban con avidez la publicidad (p. 170). No solamente había cambiado radicalmente la política habitual del grupo con respecto al secretismo y la publicidad, sino también su actitud hacia los posibles conversos. Mientras que a la mayoría de los posibles adeptos que anteriormente habían visitado la casa no se les había prestado atención, se les había dado la espalda o se les había tratado sin mucho interés, todo cambió al día siguiente del fracaso del diluvio. Atendieron a todas las llamadas, respondieron a todas las preguntas e intentaron hacer proselitismo con todos los visitantes. Esta inaudita buena disposición de los miembros de la secta para recibir a nuevos seguidores quedó quizá más patente cuando a la noche siguiente llegaron nueve estudiantes de instituto para hablar con la señora Keech. La encontraron al teléfono, sumida en una conversación sobre platillos volantes con alguien a quien, según resultó después, creía extraterrestre. Ansiosa por continuar hablando con él y, al mismo tiempo, por atender a sus recién llegados, Marian se limitó a incluirles en la conversación y, durante más de una hora, charló alternativamente con sus invitados y con el «extraterrestre» que estaba al otro lado del teléfono. Tal era su intención de hacer proselitismo que parecía incapaz de desaprovechar ninguna oportunidad (p. 178). ¿A qué se puede atribuir este giro radical de la secta? En muy pocas horas, habían pasado de exclusivos y silenciosos guardianes de la Palabra a ser sus grandes y entusiastas divulgadores. ¿Qué les había hecho decidirse en un momento en apariencia tan poco oportuno, cuando probablemente el fracaso de la llegada del diluvio iba a provocar que los no creyentes se burlaran del grupo y de sus dogmas? El acontecimiento crucial ocurrió durante «la noche del diluvio», cuando fue resultando cada vez más evidente que la profecía no se iba a cumplir. Curiosamente, no fue su previa certeza lo que llevó a los miembros del grupo a propagar su fe, sino la sensación de incertidumbre que los invadió. Fue la incipiente sospecha de que si las predicciones de la nave espacial y del diluvio eran erróneas, también podría serlo todo el sistema de creencias en que se basaban. A los reunidos en el salón de Marian Keech, esa posibilidad cada vez mayor debió de parecerles horrible. Los miembros del grupo habían ido demasiado lejos, habían abandonado demasiadas cosas por sus creencias para verlas ahora destruidas; la vergüenza, el coste económico y las burlas serían demasiado difíciles de soportar. La necesidad de todos los miembros de la secta de aferrarse a esas creencias se refleja dolorosamente en sus propias palabras. Según contaba una mujer joven con un niño de tres años: Tengo que creer que el diluvio va a ocurrir el día 21 porque he gastado todo mi dinero. He dejado mi empleo, he dejado la Facultad de Informática... Tengo que creer (p. 168). El doctor Armstrong dijo a uno de los investigadores cuatro horas después de la fallida aparición del platillo volante: He tenido que recorrer un largo camino. Lo he abandonado prácticamente todo. He cortado todas las amarras. He quemado todos los puentes. He dado la espalda al mundo. No puedo permitirme dudar. Tengo que creer. Y no hay ninguna otra verdad (p. 168). Imaginemos lo acorralados que se sentirían el doctor Armstrong y sus seguidores a medida que iba llegando la mañana. Tan enorme era el compromiso con sus creencias que no podían tolerar ninguna otra verdad. Pero esas creencias acababan de ser vapuleadas sin piedad por la realidad física: no había aterrizado ningún platillo, no había llamado a su puerta ningún extraterrestre, no se había producido ningún diluvio. No había ocurrido nada de lo profetizado. Como la única forma aceptable de verdad había quedado sin efecto alguno por las pruebas físicas, al grupo solo le quedaba una salida para escapar de ese atolladero. Tenía que fabricar otro tipo de pruebas para dar veracidad a sus creencias: la aprobación social. Esto explica el repentino cambio en los miembros del grupo que pasaron de ser reservados conspiradores a fervientes misioneros, precisamente cuando un evidente incumplimiento de sus creencias los hacía parecer mucho menos convincentes ante los extraños. Fue necesario afrontar el riesgo del desdén y la burla de los no creyentes, porque la publicidad y los esfuerzos por atraer a nuevos miembros era la única esperanza que les quedaba. Si podían difundir la Palabra, si podían informar a los desinformados, si podían convencer a los escépticos y, con ello, conseguían nuevos conversos, sus amenazadas pero valiosas creencias resultarían más verdaderas. El principio de la aprobación social dice que «cuanto mayor es el número de personas que consideran correcta una idea, mayor es la probabilidad de que un individuo determinado perciba esa idea como correcta». La misión del grupo estaba clara: puesto que la evidencia física no se podía cambiar, había que conseguir la aprobación social. Convence y te convencerás[44]. Optimizadores Todas las armas de influencia analizadas en este libro funcionan mejor en unas condiciones que en otras. Si queremos defendernos adecuadamente ante cualquiera de estas armas, es fundamental que conozcamos sus condiciones óptimas de funcionamiento para así reconocer cuándo somos más vulnerables a su influencia. En el caso del principio de la aprobación social, existen tres condiciones principales de optimización: cuando no estamos seguros de lo que es mejor hacer (incertidumbre); cuando la evidencia de lo que es mejor hacer procede de muchas otras personas (los muchos); y cuando esa evidencia procede de personas como nosotros (semejanza). Incertidumbre: en su agonía, aumenta la conformidad Hemos visto ya indicios de cuándo funcionó mejor el principio de la aprobación social con la secta de Chicago. Fue la sensación de que su confianza había quedado sacudida lo que desencadenó su ansia de buscar conversos, nuevos creyentes que pudieran validar la verdad de las creencias de los primeros adeptos.En general, cuando no estamos seguros de nosotros mismos, cuando nos enfrentamos a una situación poco clara o ambigua, cuando reina la incertidumbre, es más probable que aceptemos como correctas las acciones de los demás, porque esas acciones reducen nuestra incertidumbre sobre cuál es el comportamiento correcto. Una forma en que surge la incertidumbre es a través de la falta de familiaridad con la situación. En esas circunstancias, es bastante más probable que se siga el ejemplo de otras personas. Recordemos el caso que hemos visto en este capítulo de los dueños de un restaurante de Pekín que incrementaron enormemente las ventas de ciertos platos del menú al etiquetarlos como los más populares. Aunque esa popularidad aumentó los pedidos de esos platos entre todo tipo de clientes (hombres, mujeres, mayores y jóvenes), había un tipo de cliente que con más probabilidad haría su pedido basándose en la popularidad: los clientes que no eran asiduos y, por tanto, no estaban familiarizados con el restaurante. Los clientes que no se encontraban en situación de poder servirse de su experiencia mostraron más tendencia a recurrir a la aprobación social. Veamos cómo un hombre se hizo multimillonario gracias a esta información. Se llamaba Sylvan Goldman y, tras comprar varias tiendas de comestibles, vio que sus clientes dejaban de comprar cuando sus bolsas de la compra se volvían muy pesadas. Esto le inspiró para inventar el carro de la compra, que en su forma más primitiva era una silla plegable equipada con ruedas y un par de pesadas cestas de metal. El aspecto del aparato resultaba tan poco familiar que, al principio, ninguno de los clientes de Goldman lo usaba, incluso después de construir un número más que suficiente de ellos, dejarlos en un lugar visible de la tienda y colocar carteles en los que explicaba su utilización y ventajas. Frustrado y a punto de rendirse, probó con otra idea para reducir la incertidumbre de sus clientes basándose en la aprobación social. Contrató a clientes para que llevaran los carritos por la tienda. Sus verdaderos clientes empezaron enseguida a imitarlos, su invención se extendió por todo el país y él murió siendo rico y con un patrimonio superior a los cuatrocientos millones de dólares[45]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 4.2 De un universitario danés Cuando estuve en Londres visitando a mi novia, estaba sentado en el vagón de un tren detenido en una parada de metro. El tren no salió a tiempo y no hubo ningún aviso que explicase el motivo. En el lado opuesto del andén, había también otro tren detenido. Entonces, algo extraño sucedió. Algunas personas empezaron a salir de mi tren para montar en el otro y eso desató una reacción que empezó a retroalimentarse y a contagiarse de unos a otros, provocando que todo el mundo (unas doscientas personas, incluido yo) bajáramos de mi tren y subiéramos al otro. Después, tras varios minutos, pasó algo aún más peculiar: algunos empezaron a bajarse del segundo tren y, de nuevo, se puso en marcha todo el mecanismo pero en el orden contrario y todos (incluido yo) volvimos al tren primero, aun sin que hubiese ningún aviso que justificara el retraso. No hace falta decir que aquello me dejó con una sensación bastante tonta de ser un estúpido que seguía cualquier impulso colectivo de aprobación social. Nota del autor: Además de la falta de familiaridad, la ausencia de información objetiva de lo que es correcto en una situación determinada genera sensación de incertidumbre. Por ejemplo, en este caso, no se hizo ningún aviso. Por consiguiente, la aprobación social se impuso como guía del comportamiento, por muy absurdo que fuera todo. Clic, activación (en un sentido y en otro). Durante el proceso de tratar de resolver nuestra incertidumbre analizando las reacciones de otras personas, es probable que pasemos por alto un dato sutil pero importante: sobre todo en una situación ambigua, es probable que esas personas estén analizando también la aprobación social. Esta tendencia de que todos estén tratando de ver lo que hacen los demás puede terminar con un fenómeno interesante que se conoce como ignorancia pluralista. Un estudio a fondo de este fenómeno ayuda a explicar un hecho inquietante: que haya testigos que no presten asistencia a víctimas que se encuentran en una situación angustiosa y necesitan ayuda. El ejemplo clásico de esta inacción por parte de los testigos, y que ha provocado importantes debates en círculos periodísticos, políticos y científicos, empezó con un artículo del New York Times. Una mujer de casi treinta años, Kitty Genovese, fue asesinada en un asalto en plena noche mientras treinta y ocho de sus vecinos miraban desde las ventanas de sus apartamentos sin mover un dedo para ayudarla. La noticia del asesinato provocó un escándalo a nivel nacional y dio lugar a una línea de investigación científica sobre cuándo un testigo presta su ayuda y cuándo no en una situación de emergencia. Más recientemente, los detalles de esa falta de acción por parte de los vecinos –e incluso la duda de si de verdad ocurrió– han salido a la luz gracias a investigadores que descubrieron los chapuceros métodos periodísticos empleados en este caso en concreto. Aun así, como siguen apareciendo casos como este, la cuestión sobre cuándo intervienen o no los testigos en una situación de emergencia sigue siendo importante. Una respuesta habla de las consecuencias potencialmente trágicas del efecto de la ignorancia pluralista, que quedan claramente ilustradas en una noticia del United Press International de Chicago: Una estudiante universitaria fue golpeada y estrangulada a plena luz del día cerca de uno de los centros turísticos más populares de la ciudad, según informó la policía el sábado. El cuerpo desnudo de Lee Alexis Wilson, de 23 años, lo encontró el viernes entre los densos matorrales que recorren el muro del Instituto de Arte un niño de doce años que jugaba entre los arbustos. La policía cree que seguramente estaría sentada o de pie junto a una fuente de la plaza que se encuentra al sur del Instituto de Arte cuando fue atacada. Al parecer, el asaltante la arrastró después hacia los arbustos. Según informa la policía, parece ser que fue violada. La policía dijo que debieron de pasar miles de personas por allí y que un hombre declaró haber oído un grito a las dos de la tarde, pero que no fue a investigar porque nadie más parecía haber prestado atención (el énfasis de las cursivas es cosa mía). Con frecuencia, una emergencia no resulta tan evidente. ¿El hombre que está tendido en el suelo de un callejón es la víctima de un ataque al corazón o un borracho que está durmiendo la mona? ¿El alboroto de la casa de al lado es un atraco del que debería informarse a la policía o una discusión a gritos de una pareja en la que nuestra intervención resultaría inapropiada e inoportuna? ¿Qué está pasando? En momentos de incertidumbre como estos, la tendencia natural es mirar alrededor y buscar una pista en las acciones de los demás. A partir del principio de la aprobación social podemos determinar, según el modo de reaccionar de otros testigos, si se trata o no de una emergencia. Sin embargo, resulta fácil olvidar que probablemente los demás testigos del suceso están buscando también la aprobación social para disminuir su incertidumbre. Dado que a todos nos gusta aparecer serenos y tranquilos ante los demás, es posible que busquemos esa aprobación con calma, con rápidas y disimuladas miradas a quienes nos rodean. Por tanto, es probable que cada uno de nosotros vea que los demás permanecen tranquilos y no hacen nada. En consecuencia, y según el principio de la aprobación social, se interpretará que el suceso no es ninguna emergencia. Un resumen científico Los expertos en ciencia social han llegado a una conclusión de cuándo ofrecerán su ayuda los testigos de una emergencia. En primer lugar, en cuanto desaparece la incertidumbre y los testigos están convencidos de que existe una situación de emergencia, es muy probable que presten su ayuda. En estas condiciones, el número de testigos que intervendrán o que buscarán ayuda resulta bastante tranquilizador. Por ejemplo, en cuatro experimentos distintos realizados en Florida, se prepararon varias escenas de accidentes que sufría algún operario de mantenimiento. Cuando quedó claro que el hombre estaba herido y necesitaba asistencia, recibió ayuda el cien por cien de las ocasiones en dos de los experimentos. En los otros dos, cuando la ayuda implicaba entrar en contacto con cables eléctricos potencialmente peligrosos, la víctima siguió recibiendo asistencia por parte de los testigos un 90 por ciento de las veces. Pero la situación cambia mucho cuando, como ocurre en muchas ocasiones, los testigos no están seguros de que se trate de una emergencia. Huyendo del papel de víctima Explicar los peligros de la vida moderna en términos científicos no hace que desaparezcan. Por suerte, la información de la que actualmente disponemos sobre la intervención de los testigos nos sirve para estar esperanzados. Si cuenta con conocimiento científico, una víctima de una emergencia puede incrementar notablemente las posibilidades de recibir ayuda de los demás. La clave está en ser conscientes de que los grupos de testigos no acuden a ayudar no porque sean malas personas, sino porque no están seguros. No ayudan porque no tienen la seguridad de que se trate realmente de una situación de emergencia ni de que tengan que actuar. Cuando están convencidos de su responsabilidad de intervenir ante un claro caso de emergencia, las personas se muestran extremadamente sensibles. Imagen 4.1: ¿Víctima? En ocasiones como esta, cuando no queda claro que sea necesaria l Una vez que hemos comprendido que el enemigo es el estado de incertidumbre, es posible que las víctimas de una situación de emergencia vean disminuida esta incertidumbre y, por tanto, puedan protegerse. Imaginemos, por ejemplo, que una persona está pasando una tarde de verano disfrutando de un concierto de música en un parque. Cuando el concierto termina y el público empieza a marcharse, nota cierto entumecimiento en un brazo pero no le hace caso y piensa que no hay de qué preocuparse. Aun así, mientras avanza entre la gente hacia el lejano aparcamiento, siente que el hormigueo se le extiende hasta la mano y un lateral de la cara. Desorientado, se sienta un momento junto a un árbol para descansar. Enseguida, se da cuenta de que claramente algo va mal. Sentarse no ha servido de ayuda. De hecho, el control de los músculos ha empeorado y le cuesta mover la boca y la lengua para hablar. Intenta levantarse pero no puede. Un pensamiento terrible atraviesa su mente: «¡Dios mío, estoy teniendo un derrame cerebral!». La gente pasa por su lado sin prestarle atención. Los pocos que se dan cuenta de la postura extraña con que está apoyado en el árbol o la expresión tan extraña de su cara, buscan a su alrededor la aprobación social y, al ver que nadie reacciona con preocupación, siguen adelante convencidos de que no pasa nada y dejan a la víctima aterrada y sola. Si fuéramos nosotros quienes nos encontráramos en esa situación, ¿qué podríamos hacer para aumentar las posibilidades de recibir asistencia? Como nuestras capacidades físicas se están deteriorando, el tiempo de respuesta es crucial. Si antes de poder recibir ayuda, nos quedamos sin habla, capacidad de movimiento ni conciencia, las posibilidades de recibir ayuda y poder recuperarnos se reducirían de forma drástica. Es de vital importancia recibir ayuda rápidamente. ¿Cuál sería la forma más efectiva de pedir esa ayuda? Los gemidos, los gruñidos o los gritos quizá no sirvan. Es posible que llamen un poco la atención, pero no proporcionarían información suficiente como para que el transeúnte sepa con seguridad que existe una verdadera situación de emergencia. Si con los simples gritos es probable que no se consiga la ayuda de los transeúntes, quizá deberíamos ser más específicos. De hecho, necesitamos más de un intento para conseguir que nos presten atención. Habría que lanzar un claro grito de ayuda. No debemos permitir que los testigos consideren que nuestra situación no es de emergencia. Debemos usar la palabra «Socorro» o «Ayuda» para mostrar nuestra necesidad y no preocuparnos por equivocarnos. La vergüenza en una situación así es un enemigo que hay que vencer. Si creemos que nos está dando un derrame cerebral, no podemos permitir que nos preocupe la posibilidad de estar exagerando nuestro problema. La diferencia está entre un momento de vergüenza y una posible muerte o parálisis permanente. Ni siquiera un clamoroso grito de ayuda resulta la táctica más efectiva. Aunque pueda reducir las dudas de los testigos de que se trata de una situación de emergencia real, no hará que desaparezcan muchas otras incertidumbres en la mente de cada testigo: ¿qué tipo de ayuda hay que prestar? ¿Debo ser yo quien preste esa asistencia u otra persona más cualificada? ¿Ha reaccionado ya alguien más para buscar ayuda profesional o es responsabilidad mía? Mientras los testigos nos miran boquiabiertos y se hacen estas preguntas, es posible que estén desperdiciando un tiempo esencial para nuestra supervivencia. Es evidente, por tanto, que como víctimas tenemos que hacer algo más que alertar a los testigos de que necesitamos ayuda con urgencia. Debemos también hacer desaparecer sus incertidumbres sobre cómo y quién debe proporcionar esa asistencia. ¿Cuál sería el modo más eficiente y fiable de hacerlo? Basándome en resultados de distintas investigaciones, mi consejo sería que nos centremos en un individuo de esa multitud, mirar, hablar y señalar directamente a esa persona y a nadie más: «Señor, el de la chaqueta azul, necesito ayuda. Llame a una ambulancia». Con esas palabras, haremos desaparecer toda incertidumbre que pueda evitar o retrasar la ayuda. Con esa declaración habremos asignado al hombre de la chaqueta azul el papel de salvador. Él entenderá entonces que es necesario prestar ayuda con urgencia; sabrá que él, y nadie más, es responsable de proporcionar esa ayuda. Todas las pruebas científicas indican que el resultado será la prestación de una asistencia rápida y efectiva. RESEÑAS DE LOS LECTORES 4.3 De una mujer que vive en Wrocław, Polonia Pasaba por un cruce bien iluminado cuando me pareció ver que alguien caía en una zanja que habían dejado unos obreros. La zanja estaba bien protegida y yo no estaba segura de si de verdad lo había visto. Hace un año, yo habría seguido mi camino pensando que la gente que pasara más cerca lo vería mejor. Pero había leído su libro. Así que me detuve y volví para comprobar si era verdad. Y lo era. Un hombre se había caído en el agujero y estaba tendido y desorientado. La zanja era bastante profunda, así que la gente que pasaba al lado no podría ver nada. Cuando me dispuse a hacer algo, dos hombres que pasaban por la calle se detuvieron a ayudarme a sacar al hombre. Hoy aparecía en los periódicos que durante las últimas tres semanas del invierno, han muerto en Polonia 120 personas por congelación. Este hombre podría haber sido la víctima 121, pues esa noche la temperatura era de -21 grados centígrados. Esa persona debería dar las gracias a su libro por estar vivo. Nota del autor: Hace varios años, sufrí un accidente de coche en un cruce. Tanto el otro conductor como yo resultamos heridos: él estaba desplomado sobre su volante, inconsciente, mientras yo miraba estupefacto y lleno de sangre desde el mío. Los coches empezaron a pasar despacio por nuestro lado. Sus conductores miraban boquiabiertos pero no se detenían. Al igual que esta mujer polaca, yo también había leído el libro, así que, supe qué hacer. Apunté directamente al conductor de uno de los coches y le dije: «Llame a la policía». A un segundo y tercer conductor les dije: «Deténganse, necesitamos ayuda». Su asistencia no solo resultó rápida, sino contagiosa. Más coches empezaron a detenerse –de manera espontánea– para ayudar a la otra víctima. El principio de la aprobación social estaba funcionando con nosotros. El truco había estado en echar la pelota a rodar en la dirección de la ayuda. Una vez que eso se consiguió, el impulso natural de la aprobación social hizo el resto. En general, por tanto, la mejor estrategia en caso de necesitar ayuda con urgencia es reducir la incertidumbre de los que nos rodean con respecto a cuál es nuestro estado y cuáles son sus responsabilidades. Ser lo más precisos posible sobre nuestra necesidad de ayuda. No permitir que los testigos saquen sus propias conclusiones porque el principio de la aprobación social y el consiguiente efecto de ignorancia pluralista puede hacer que consideren que nuestra situación no es de emergencia. De todas las técnicas que aparecen en este libro para provocar que se atienda una petición, esta es la más fácil de recordar. Al fin y al cabo, el fracaso en nuestra petición urgente puede dar lugar a que perdamos la vida. Además de este amplio consejo, existe con respecto a las mujeres una forma de incertidumbre en particular que tienen que hacer desaparecer en una determinada situación de emergencia para ellas: una situación en la que un hombre está atacando físicamente a una mujer en un lugar público. Varios investigadores preocupados por este asunto sospechaban que los testigos de este tipo de situaciones pueden no prestar su ayuda porque no están seguros de la naturaleza de la relación de la pareja y piensan que su intervención puede resultar inoportuna en medio de una pelea de novios. Para poner a prueba esta posibilidad, los investigadores expusieron a distintos sujetos a una fingida pelea en público entre un hombre y una mujer. Al no dar pistas sobre el tipo de relación existente entre los dos, la gran mayoría de los sujetos (casi el 70 por ciento), tanto hombres como mujeres, daban por sentado que eran una pareja. Solo un 4 por ciento pensó que eran completos desconocidos. En otros experimentos en que sí se daban pistas que determinaban la relación de los dos – la mujer gritaba: «¡No sé por qué me casé contigo!» o «¡No te conozco!»– los estudios revelaron una reacción inquietante por parte de los testigos. Aunque la gravedad de la pelea era idéntica, los espectadores se mostraban menos dispuestos a ayudar a la mujer casada porque pensaban que se trataba de un asunto privado en el que su intervención no sería bienvenida y resultaría vergonzosa para todos. Imagen 4.2: Para recibir ayuda, hay que saber gritar bien. Los espectadores de enfrentamie Así pues, una mujer que esté sufriendo un ataque por parte de un hombre cualquiera no debería esperar la ayuda de los testigos simplemente por gritar que la suelte. Es probable que los espectadores determinen que se trata de una riña sentimental y, con esa idea, pueden llegar a pensar que su ayuda podría resultar socialmente mal vista. Por suerte, los resultados de las investigaciones han revelado un modo de superar este problema: al identificar en voz alta al atacante como un desconocido –«No te conozco»– una mujer puede aumentar enormemente las posibilidades de recibir ayuda[46]. Los muchos: cuanto más vemos, más habrá Anteriormente he señalado que el principio de la aprobación social, al igual que todas las demás armas de influencia, funciona mejor en unas condiciones que en otras. Acabamos de examinar una de esas condiciones: la incertidumbre. Sin duda, cuando nos sentimos inseguros es más probable que nos sirvamos de las acciones de los demás para decidir cómo debemos actuar. Además, existe otra importante condición de optimización: los muchos. Cualquiera que dude de que lo adecuado de una acción determinada estará muy influido por cuántos otros la realicen puede probar a hacer un pequeño experimento. Detenerse en una acera muy concurrida, elegir un punto vacío en el cielo o en un edificio alto y quedarse mirándolo durante todo un minuto. Durante ese tiempo, ocurrirán muy pocas cosas a su alrededor. La mayoría de la gente pasará por su lado sin levantar la vista y prácticamente nadie se detendrá a mirar también. Pero si al día siguiente va al mismo lugar acompañado de varios amigos que miren también hacia arriba, en menos de sesenta segundos habrá una multitud que se habrá detenido y girará también el cuello hacia el cielo. Para los transeúntes que no lo hagan, la presión de levantar la vista aunque sea brevemente será casi irresistible. Si el resultado del experimento es parecido al de los que realizaron los investigadores de la ciudad de Nueva York, ese grupo de amigos provocará que un ochenta por ciento de los transeúntes levanten la mirada hacia el punto vacío. Es más, cuantos más amigos les acompañen (unas veinte personas), más transeúntes se unirán a ellos. La información de la aprobación social no tiene por qué ser solamente visual para conseguir que la gente se mueva en una dirección. Consideremos la explotación intensiva de este principio en la historia de la ópera, una de nuestras formas de arte más respetada. Existe el fenómeno de la claque, que se dice que tiene su origen en 1820 con dos habituales de la ópera parisiense, Sauton y Porcher. Pero eran más que dos simples aficionados a la ópera. Se trataba de dos hombres de negocios cuyo producto eran los aplausos; y sabían cómo estructurar la aprobación social para provocarlos. Tras organizar su negocio con el nombre de L’Assurance des Succés Dramatiques, ofrecían sus servicios, acompañados de sus empleados, a cantantes y empresarios de la ópera que desearan asegurarse una respuesta favorable del público. Tan efectivos fueron Sauton y Porcher a la hora de estimular la reacción de los espectadores con sus respuestas amañadas que muy pronto la claque (que normalmente estaba compuesta por un líder –chef de claque– y varios claqueros) se convirtió en una tradición arraigada y permanente en todo el mundo de la ópera. Tal y como señala el historiador de la música Robert Sabin (1964): «En 1830 la claque era una institución en pleno auge, que cobraba de día y aplaudía de noche… Pero es del todo probable que ni Sauton ni su socio Porcher tuviesen idea de hasta qué punto su método del aplauso retribuido iba a adoptarse y practicarse allá donde haya una ópera». Imagen 4.3: Buscando el significado más y más alto. La atracción de los muchos es endiab A medida que la práctica de la claque fue creciendo y desarrollándose, sus profesionales ofrecían un surtido completo de estilos y potencia –el pleareuse, elegido por su capacidad para provocar lloros en un momento dado; el bisseur, que pedía un «bis» (repetición) u «otra» con gritos de euforia; y el rieur, elegido por lo contagioso de su risa–. Para nuestros fines, sin embargo, el paralelismo más ilustrativo con las formas modernas de respuesta se puede observar en el modelo de negocio de Sauton y Porcher y sus sucesores: cobraban por empleado y reconocían que cuantos más claqueros enviaran para diseminarlos entre el público, más convincente sería la impresión de que la actuación había gustado a muchos otros. Claque, activación. Los asiduos a la ópera no son los únicos en este sentido. En la actualidad, los espectadores de actos políticos como los debates de los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos pueden verse muy influidos por la magnitud de la reacción del público. La percepción de la actuación de los candidatos en dichos debates estadounidenses no ha tenido poca importancia en los resultados de las elecciones y muchos expertos en política han dado cuenta de su enorme impacto. Por este motivo, muchos investigadores han estudiado los factores que han conducido al éxito o al fracaso de los debates. Uno de esos factores ha sido ver cómo las reacciones del público asistente a un debate han afectado a las reacciones de espectadores que lo miraban desde otro lugar, normalmente por televisión pero también por radio o vídeo. Con la presentación de las verdaderas actuaciones de los candidatos pero modificando tecnológicamente las reacciones (aplausos, vítores, risas) del público presente, los investigadores han analizado la influencia de esas reacciones alteradas sobre la percepción remota de los candidatos. Los resultados fueron uniformes: en un debate entre Ronald Reagan y Walter Mondale en 1984, otro entre Bill Clinton y George Bush en 1992, y otro entre Donald Trump y Hillary Clinton en 2016, cualquiera que fuera el candidato que, al parecer, recibía la reacción más potente entre el público presente era el ganador también entre el público que los veía a distancia, tanto desde el punto de vista del comportamiento durante el debate, de sus cualidades para el liderazgo y de su simpatía. A determinados investigadores les ha llegado a preocupar la tendencia en los debates presidenciales de que los candidatos incluyan entre el público asistente a ruidosos seguidores cuyas efusivas reacciones daban la impresión de que en la sala se estaba mostrando un apoyo mayor que el que en realidad había. La práctica de la claque está aún muy lejos de desaparecer[47]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 4.4 De un ejecutivo de marketing de América del Sur Mientras leía el capítulo relativo a la aprobación social, reconocí un interesante ejemplo de mi país. En Ecuador, puedes contratar a una persona o a un grupo de personas (tradicionalmente compuesto por mujeres) para que acudan al funeral de un familiar o un amigo. La labor de estas personas es la de llorar durante el entierro del difunto lo cual hace que, sin duda, haya más gente que empiece a llorar. Esta labor era bastante popular hace años y las personas que realizaban este trabajo recibían el nombre de lloronas. Nota del autor: Podemos ver que en épocas y culturas diferentes ha sido posible aprovecharse de la aprobación social fabricada. En las series de televisión de la actualidad ya no tenemos claqueros ni rieurs para que nos riamos con más fuerza y durante más tiempo. En lugar de ello, tenemos a técnicos de audio cuya labor consiste en aumentar la risa del público del estudio para conseguir que el material cómico del programa le parezca más divertido a su verdadero objetivo: telespectadores como tú o como yo. Por desgracia, es probable que caigamos en sus trucos. Varios experimentos han demostrado que el uso de estas risas fabricadas hace que el público se ría con más frecuencia y durante más tiempo, así como etiquetar ese material humorístico como más divertido (Provine, 2000)[48]. ¿Por qué funcionan tan bien «los muchos»? Hace unos años, hubo un problema en un centro comercial de Essex, Inglaterra. Durante las horas habituales del almuerzo, su zona de restaurantes se llenaba tanto de gente que los clientes tenían que esperar largo rato por las pocas mesas que había disponibles. En busca de ayuda, la dirección del centro acudió a un equipo de investigadores el cual elaboró un estudio que les proporcionó una solución sencilla basada en la atracción psicológica de «los muchos». La solución incluía también las tres razones por las que el optimizador de la aprobación social funciona con tanta contundencia: la validez, la viabilidad y la aceptación social. El estudio en sí era bastante sencillo. Los investigadores hicieron dos carteles que animaban a los clientes del centro comercial a que disfrutaran de un almuerzo temprano en la zona de los restaurantes. En uno de los carteles se incluía una imagen de una persona sola; el otro era idéntico, salvo que la imagen representaba varios clientes. El hecho de recordar a los clientes que tenían la oportunidad de disfrutar de un almuerzo temprano (tal y como hacía el primer cartel) resultó un éxito y dio lugar a un 25 por ciento de incremento en la clientela de los restaurantes antes del mediodía. Pero el verdadero éxito se consiguió con el segundo cartel, que elevó en un 75 por ciento el consumo previo al mediodía. VALIDEZ El hecho de seguir el consejo o el comportamiento de la mayoría de los que nos rodean suele ser visto como un atajo para tomar una buena decisión. Nos servimos de los actos de los demás como medio para identificar y validar una decisión correcta. Si todo el mundo habla de un restaurante nuevo, es probable que sea bueno y que queramos ir. Si la gran mayoría de las reseñas de Internet recomiendan un producto, es muy posible que nos sintamos más seguros a la hora de pulsar el botón de la compra. En el ejemplo del centro comercial, parece que los visitantes que vieron una fotografía de varias personas tomando el almuerzo antes del mediodía quedaron especialmente convencidos de que era una buena idea. Estudios posteriores han demostrado que los anuncios que muestran cada vez más porcentaje de clientes a favor de una marca («cuatro de cada siete» frente a «cinco de cada siete» y frente a «seis de cada siete») consiguen que cada vez más observadores prefieran esa marca; es más, esto ocurre porque quienes ven el anuncio asumen que la marca con mayor porcentaje de clientes a favor debe ser la mejor elección. A menudo, no es necesario que haya operaciones cognitivas complejas para que las decisiones de los demás impliquen validez. El proceso puede ser más automático. Por ejemplo, las moscas de la fruta no poseen habilidades cognitivas complejas. Aun así, cuando las moscas de la fruta hembras veían que otras hembras se apareaban con un macho al que los investigadores habían aplicado un tinte determinado (rosa o verde), se mostraban mucho más dispuestas a elegir un macho del mismo color (un 70 por ciento de las veces). No solo las moscas de la fruta responden a la aprobación social sin una indicación cognitiva. Recordemos la reflexión del famoso escritor de viajes Doug Lansky que, en una visita a las Carreras Reales de Ascot en Inglaterra, consiguió ver a la familia real británica y preparó su cámara para hacer una fotografía: «Conseguí enfocar a la reina con el príncipe Carlos y el príncipe Felipe sentados a su lado. De repente, se me ocurrió: ¿por qué quería yo esa fotografía? No es que haya precisamente escasez de imágenes de la familia real. Ninguna revista iba a pagarme una gran cantidad de dinero por la fotografía. Yo no era ningún paparazzi. Pero al oír los disparos de los obturadores de las cámaras a mi alrededor como si fuesen Uzis, me uní al furor. No podía evitarlo». Clic, activación… Clic, clic, clic. Sigamos en Inglaterra para ver otra esclarecedora ilustración histórica del poder de «los muchos» para validar una decisión e iniciar los efectos del contagio. Durante siglos, la gente ha sido presa de impulsos, manías y miedos de distinto tipo. En su clásico Delirios populares extraordinarios y la locura de las masas,Charles MacKay enumeraba cientos de ellos que tenían lugar antes de la publicación del libro en 1841. La mayoría compartían una ilustrativa característica: su capacidad de contagio. Los actos de los demás se extendían hacia sus observadores que, a continuación, actuaban de modo similar y, así, validaban lo correcto de dichos actos para otros observadores que, a su vez, actuaban de igual forma. En 1761, la ciudad de Londres sufrió dos terremotos de escala moderada con un mes exacto de diferencia. Convencido por esta coincidencia de que habría un tercer terremoto aún peor el mismo día un mes después, un soldado llamado Bell empezó a difundir su predicción de que la ciudad quedaría destruida el día 5 de abril. Al principio, muy pocos le hicieron caso. Pero los que sí, tuvieron la precaución de mudarse con sus familias y sus bienes a las afueras. Al ver este pequeño éxodo, hubo otros que los siguieron, lo cual llevó a que hubiese más oleadas a lo largo de la siguiente semana que condujeron casi a una situación de pánico y una evacuación a gran escala. Una gran cantidad de londinenses salieron hacia los pueblos cercanos y buscaron alojamientos a precios exorbitantes. Entre la aterrada muchedumbre había muchos que, según MacKay, «se habían reído de la predicción una semana antes, [pero] habían hecho las maletas al ver que los demás salían de forma precipitada». Después de que el día señalado amaneciera y terminara sin un solo temblor, los fugitivos volvieron a la ciudad, furiosos con el señor Bell por haberlos engañado. Tal y como dejaba claro MacKay en su descripción, dirigieron mal su rabia. No había sido el loco de Bell quien había resultado más convincente, sino los propios londinenses que habían validado su teoría pasándola de unos a otros[49]. BUZÓN ELECTRÓNICO 4.2 No tenemos por qué acudir a acontecimientos del siglo XVIII en Inglaterra para encontrar ejemplos de situaciones de pánico infundado y alimentado por la aprobación social. De hecho, debido a las características y capacidades de Internet, vemos ahora más casos que brotan a nuestro alrededor como las malas hierbas. A finales de 2019 y principios de 2020 se extendió el inquietante rumor de que unos hombres que iban en furgonetas blancas secuestraban a mujeres y las destinaban a la trata de blancas y al tráfico de órganos. Impulsada por los algoritmos del gigante de las redes sociales, Facebook, que dan relevancia a las publicaciones más compartidas, esta historia que se había iniciado en Baltimore fue extendiéndose con un efecto de bola de nieve por los Estados Unidos y llegó a traspasar sus fronteras. Como consecuencia de esto, muchos dueños de furgonetas blancas de distintas ciudades denunciaron ser víctimas de amenazas y acoso por parte de ciudadanos después de que el rumor empezara a circular por sus comunidades. Un obrero se quedó sin varios encargos después de que lo etiquetaran en una publicación de Facebook. Otro murió por un disparo a manos de dos hombres que reaccionaron ante una falsa denuncia de intento de secuestro. Y todo esto a pesar de que las autoridades no han encontrado nunca una sola prueba real. Da igual. Por ejemplo, el alcalde de Baltimore, Bernard Young, se quedó tan impresionado ante el rumor que emitió un inquietante comunicado de advertencia por televisión con el que avisaba a las mujeres de su ciudad: «No aparquen al lado de una furgoneta blanca. Asegúrense de llevar sus teléfonos móviles por si alguien intenta secuestrarlas». ¿Qué pruebas tenía el alcalde Young de esa amenaza? Nada que procediera de su propia policía. Lo que dijo fue: «Ha aparecido por todo Facebook». Nota del autor: La validez del rumor se desarrolló a partir de unos rumores infundados y se volvió contagiosa debido a los algoritmos de las publicaciones de una red social que suele ser consultada. «La verdad» se dio por hecho sin que hubiera ninguna prueba física. Solamente había aprobación social. Eso fue suficiente, como suele pasar. Hay un dicho antiguo que señala: «Si una persona dice que tienes una cola, te reirás de ella y dirás que es estúpida; pero si lo dicen tres personas, te girarás». VIABILIDAD Si vemos que mucha gente hace algo, no significa solamente que se trata de una buena idea. También quiere decir que probablemente nosotros también podamos hacerlo. En el estudio del centro comercial británico, los clientes que veían el cartel con muchas personas tomando un almuerzo temprano muy bien podrían haber pensado algo así como: «Bueno, esta idea parece factible. Supongo que no supone mucho esfuerzo organizarme la compra o el horario de trabajo para ir a almorzar antes». Así pues, además de la validez percibida, una segunda razón por la que la idea de «los muchos» resulta efectiva es que expresa su viabilidad: si muchos pueden hacerlo, no debe resultar complicado. Un estudio realizado con residentes de varias ciudades italianas concluyó que si esos residentes creían que muchos de sus vecinos reciclaban en sus casas, estarían más dispuestos a reciclar también, en parte, porque veían el reciclaje como una tarea menos complicada. Con un grupo de respetables colegas, realicé una vez un estudio para ver qué podíamos decir para convencer a la gente de que ahorraran energía en el hogar. Enviamos cuatro mensajes a sus casas, uno cada semana durante un mes. En ellos les pedíamos que redujeran su consumo de energía. Tres de los mensajes incluían una razón empleada con frecuencia para ahorrar energía –«Es por el bien del medioambiente»; «Es lo más responsable para la sociedad»; o «Le ahorrará una importante cantidad de dinero en el siguiente recibo de la luz»– mientras que el cuarto usaba la carta de la aprobación social y decía (con sinceridad): «La mayoría de sus vecinos intentan ahorrar energía en sus casas». Al terminar el mes, registramos cuánta energía se había consumido y vimos que el mensaje basado en la aprobación social había generado un ahorro de energía 3,5 veces mayor que cualquiera de los demás mensajes. Esta diferencia sorprendió a casi todos los que habían tenido alguna relación con el estudio. No solo a mí, sino también a mis colegas investigadores e incluso a varios residentes. De hecho, estos últimos esperaban que el mensaje de la aprobación social resultase el menos efectivo. Cuando hago llegar los resultados de esta investigación a funcionarios de empresas de servicios públicos no suelen fiarse de ellos por su arraigada creencia en que el mayor motivador de la acción humana es el interés económico. Dicen: «Venga ya, ¿cómo vamos a creer que decir a la gente que sus vecinos están ahorrando energía resulta más efectivo que decirles que pueden reducir sus recibos de la luz de manera significativa?». Aunque se puede responder a esta legítima pregunta de varias formas posibles, hay una que casi siempre me ha parecido convincente. En ella participa una segunda razón, además de la validez, por la que la información de la aprobación social funciona tan bien: la viabilidad. Si informo a los residentes de que al ahorrar energía podrían también ahorrar mucho dinero, eso no quiere decir que vayan a ser capaces de hacerlo. Al fin y al cabo, yo podría reducir a cero mi próximo recibo de la luz si apago todos los aparatos eléctricos de mi casa y me quedo acurrucado en el suelo y a oscuras durante un mes, pero no sería lógico que hiciera algo así. Uno de los mayores puntos fuertes de «los muchos» es que acaba con el problema de que no sea segura su factibilidad. Si la gente sabe que muchos de alrededor están ahorrando energía, les quedarán pocas dudas de su viabilidad. Les parece realista y, por tanto, posible[50]. ACEPTACIÓN SOCIAL Nos sentimos más aceptados por la sociedad cuando formamos parte de «los muchos». Es fácil entender el porqué. Recordemos de nuevo el estudio del centro comercial. Los visitantes encontraban un cartel donde se mostraba a un solo cliente tomando un almuerzo temprano en la zona de restaurantes del centro o a varios clientes haciendo lo mismo. Si seguían el ejemplo del primer cartel, sus observadores se arriesgaban a la desaprobación social al ser vistos como una persona solitaria, un bicho raro o un extraño. Pero si seguían el ejemplo del segundo cartel, ocurría lo contrario y eso garantizaba a sus observadores la comodidad personal de ser parte de los muchos. La diferencia emocional entre estas dos experiencias es considerable. En comparación con mantener una opinión que se adecúa a la del grupo, expresar otra que se aleja de la de los demás provoca cierta angustia psicológica. En un estudio, los participantes estaban conectados a un escáner cerebral mientras recibían información de otros que entraban en conflicto con sus propias opiniones. Esa discrepancia podía proceder de otros cuatro participantes o de cuatro ordenadores. La conformidad era mayor cuando la información discrepante procedía de las personas que si procedía de los ordenadores, pese a que los participantes consideraran los dos tipos de opiniones igualmente fiables. Si los participantes veían igual la fiabilidad de las dos fuentes de información, ¿qué era lo que provocaba que mostraran más conformidad con las opiniones de los otros participantes? La respuesta radica en lo que ocurría cuando se resistían al consenso de otras personas. El sector de sus cerebros que estaba asociado a la emoción negativa (la amígdala) se activaba, lo cual reflejaba lo que los investigadores llamaron «el dolor de la independencia». Según parece, desafiar a los demás provocaba un doloroso estado emocional que presionaba a los participantes a mostrar conformidad. El hecho de desafiar a unos ordenadores no tenía los mismos efectos en sus comportamientos, pues no tenía las mismas consecuencias de aceptación social. En lo que respecta a las dinámicas de grupo, existe un antiguo dicho que lo deja claro: «Para llevarse bien hay que estar de acuerdo». Veamos, por ejemplo, el relato de Irving Janis, psicólogo de Yale, sobre lo que ocurrió en un grupo de fumadores empedernidos que acudieron a una clínica para ser tratados. Durante la segunda sesión en grupo, casi todos adoptaron la posición de que debido a que el tabaco es tan adictivo, no podían esperar que ninguno lo dejara de inmediato. Pero había un hombre que contradijo la opinión del resto del grupo y anunció que había dejado de fumar del todo desde el momento en que había entrado en el grupo la semana anterior y que los demás podían hacer lo mismo. Su compañeros reaccionaron poniéndose en su contra y espetándole una serie de ataques furiosos. En la siguiente reunión, el disidente contó que, tras reflexionar sobre el punto de vista de los demás, había tomado una importante decisión: «He vuelto a fumar dos paquetes al día y no voy a hacer ningún esfuerzo por dejarlo otra vez hasta que hayamos tenido la última sesión». Los demás miembros del grupo se apresuraron a darle de nuevo la bienvenida al rebaño y respondieron a su decisión con un aplauso. Estas dos necesidades –la de fomentar la aceptación social y la de huir del rechazo– ayudan a explicar por qué resultan tan efectivas las sectas a la hora de conseguir adeptos y retenerlos. Una inicial muestra de afecto sobre miembros potenciales, denominada bombardeo de amor, es una práctica muy común a la hora de reclutar adeptos en las sectas. Eso explica parte del éxito de estos grupos a la hora de atraer a nuevos miembros, sobre todo a quienes se sienten solos o aislados. Después, la amenaza de retirar ese cariño explica la disposición de algunos miembros a permanecer en el grupo: tras haber cortado el vínculo con el mundo exterior, que es a lo que siempre instan las sectas, sus adeptos no tienen adónde ir en busca de aceptación social. Semejanza: persuasión de los semejantes El principio de la aprobación social funciona con más fuerza cuando observamos el comportamiento de personas que son como nosotros. Es la conducta de esas personas lo que nos da una mayor percepción de lo que constituye para nosotros un comportamiento correcto. Al igual que con «los muchos», un acto que procede de un semejante aumenta nuestra confianza en que resultará válido, viable y socialmente aceptable si lo realizamos nosotros. Por tanto, somos más propensos a seguir la senda de nuestros semejantes en un fenómeno llamado persuasión de los semejantes. Varios estudios han demostrado, por ejemplo, que unos estudiantes preocupados por su rendimiento académico o por su capacidad para encajar en el colegio mejoraban de manera considerable cuando se les informaba de que muchos alumnos como ellos tenían las mismas preocupaciones y terminaban superándolas. Resultaba más probable que unos consumidores siguieran el consenso de otros en cuanto a la compra de una marca de gafas de sol cuando se les decía que esos otros consumidores eran semejantes a ellos. En la clase, cuando es frecuente la hostilidad entre adolescentes, se propaga fácilmente, pero casi por completo dentro de un grupo de iguales; por ejemplo, la frecuente hostilidad de los chicos de una clase tiene poco efecto en la agresividad de las chicas, y viceversa. Es más probable que unos empleados compartan una información si ven que quienes la dan son sus compañeros en lugar de sus jefes. Los médicos que recetan de manera excesiva ciertos medicamentos como antibióticos o antipsicóticos no cambiarán su comportamiento de una forma duradera a menos que se les informe de que esa cantidad de recetas supera lo que es común entre sus colegas. Tras un amplio análisis del comportamiento con respecto al medioambiente, el economista Robert Frank declaró: «El mayor indicador de lejos sobre si instalar paneles solares, comprar coches eléctricos, comer de forma más responsable y apoyar políticas que ayuden al cuidado del medioambiente es el porcentaje de semejantes que dan esos pasos»[51]. Imagen 4.4: «Juventud librepensadora». Con frecuencia, pensamos que los adolescentes so Por esto es por lo que creo que actualmente se están viendo en televisión cada vez más testimonios de personas corrientes. Los anunciantes saben que una forma de conseguir vender un producto a los telespectadores normales y corrientes (que componen el mayor mercado potencial) es demostrar que a otras personas «corrientes» les gusta y lo usan. Ya se trate de una marca de refrescos, de un analgésico o de un automóvil, escuchamos bombardeos de elogios de don fulanito o doña fulanita. Existen evidencias convincentes de la importancia de la semejanza a la hora de determinar si imitaremos el comportamiento de otro que pueden encontrarse en un estudio sobre una recaudación de fondos realizada en un campus universitario. Los donativos para obras de beneficencia fueron más del doble cuando quien los recaudaba aseguraba ser semejante a los que eran objetivo de la donación, al decir «yo también estudio aquí» y, por tanto, dejar claro que ellos querrían también apoyar la misma causa. Estos resultados indican una consideración importante para cualquiera que desee utilizar el principio de la aprobación social. La gente se servirá de los actos de otros para decidir cómo comportarse, sobre todo al ver que esos otros son semejantes a sí mismos. Yo tuve en cuenta esto mismo cuando, durante tres años, trabajé como científico jefe de lo que entonces era una empresa emergente, Opower, que se asocia con empresas de servicios públicos para enviar a la ciudadanía información sobre la cantidad de energía que utilizan en sus casas en comparación con sus vecinos. Un elemento fundamental de esta información es que la comparación no se hace con cualquier vecino, sino específicamente con vecinos cuyas casas están cerca y pueden compararse en aspectos tales como su tamaño. Dicho de otro modo: «Casas como las de usted». Los resultados, dados principalmente por propietarios que reducen su consumo de energía si es mayor que el de sus semejantes, han sido sorprendentes. Según el último recuento, estas comparaciones entre semejantes han evitado que más de dieciséis mil millones de kilogramos de emisiones de dióxido de carbono hayan entrado en el medioambiente y que se hayan gastado más de veintitrés billones de vatios por hora de electricidad. Es más, las comparaciones están generando en la actualidad 700 millones de dólares de ahorro en la factura anual a clientes de servicios públicos. La persuasión de los semejantes no solo se aplica a adultos, sino también a niños. Investigadores sanitarios, por ejemplo, han descubierto que un programa contra el consumo de tabaco en colegios tenía efectos duraderos solamente si utilizaba como educadores a personas de la misma edad. En otro estudio se observó que en los niños que veían una película que reflejaba positivamente una visita de un niño al dentista se reducía la angustia ante esa situación, sobre todo cuando el protagonista era de la misma edad que los espectadores. Ojalá hubiese sabido de la existencia de este segundo estudio cuando, unos años antes de su publicación, yo estaba tratando de reducir otro tipo de ansiedad que sufría mi hijo Chris. Vivo en Arizona, donde abundan las viviendas con piscina en el patio de atrás. Por desgracia, cada año mueren ahogados varios niños de corta edad tras caer en una piscina que no está vigilada por un adulto. Yo estaba decidido, por tanto, a enseñar a Chris a nadar a una edad muy temprana. El problema no era que el niño tuviese miedo al agua; le encantaba, pero no consentía meterse en la piscina sin su flotador hinchable, por más que yo intentara convencerle, razonando e incluso afeándole su conducta. Después de dos meses sin conseguir nada, contraté a un alumno mío para que me ayudase. A pesar de su experiencia como socorrista e instructor de natación, él tampoco lo consiguió. No pudo convencer a Chris de que diera siquiera una brazada sin su flotador de plástico. Por aquella época, Chris asistía a una escuela de verano en la que se ofrecían numerosas actividades, incluidos los baños en una gran piscina que él evitaba escrupulosamente. Un día, poco después del intento de mi alumno, fui a buscar a Chris a la escuela y vi boquiabierto cómo saltaba desde el trampolín a la parte más profunda de la piscina. Aterrado, empecé a quitarme los zapatos para ir a rescatarlo, pero lo vi subir a la superficie y nadar tranquilamente hasta el borde de la piscina, hacia donde fui corriendo. –Chris, ¡sabes nadar! –exclamé emocionado–. ¡Sabes nadar! –Sí –respondió como si nada–. He aprendido hoy. –¡Es genial! ¡Genial! Pero ¿cómo es que no has necesitado hoy el flotador? –Es que ya tengo tres años y Tommy también. Y Tommy sabe nadar sin flotador, así que yo también puedo. Me habría dado de tortas. Claro que iba a ser en el pequeño Tommy y no en un estudiante de casi dos metros de estatura en quien buscaría Chris la información pertinente sobre lo que podía o debía hacer. Si hubiese pensado mejor en cómo resolver el problema de natación de Chris, podría haber aprovechado antes el buen ejemplo de Tommy y, tal vez, me habría ahorrado un par de meses de frustración. Simplemente, ese día en la escuela de verano, podría haberme fijado en que Tommy sabía nadar y haberme puesto de acuerdo con sus padres para que los niños pasaran una tarde de un fin de semana nadando en nuestra piscina. Estoy seguro de que Chris se habría olvidado de su flotador ese mismo día[52]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 4.5 De un profesor de universidad de Arkansas Durante los veranos en mi época universitaria, trabajaba como vendedor de libros de consulta de la Biblia a domicilio en Tennessee, Mississippi, Carolina del Sur y Kansas. Resultó interesante ver cómo aumentaron mis ventas cuando por fin se me ocurrió la idea de hacer uso de nombres y testimonios de clientas ante otras posibles clientas, de hombres ante otros hombres y de parejas ante otras parejas. Tras quince semanas en ese trabajo, mi media de ventas había alcanzado la respetable cantidad de 550,80 dólares por semana siguiendo el discurso estándar que nos había enseñado la empresa y que hacía hincapié en las características distintivas de los libros. Pero un nuevo jefe de ventas empezó a enseñarnos a adornar nuestras presentaciones con los nombres de anteriores clientes –por ejemplo: «Sue Johnson quería quedarse con la colección para poder leerle las historias de la Biblia a sus hijos». Empecé a seguir esta técnica en la semana dieciséis y vi que durante las siguientes tres semanas mis ventas subieron a 893 dólares de media, ¡un incremento del 62,13 por ciento! Sin embargo, la historia no acaba ahí. Recuerdo muy bien que durante mi semana diecinueve, se me ocurrió que aunque el hecho de utilizar los nombres había aumentado mis ventas en general, también me había hecho perder otras. El momento clave fue un día que estaba haciendo una presentación a un ama de casa. Parecía interesada en los libros, pero no se decidía a hacer un pedido. En ese momento, mencioné a algunas amigas suyas casadas que habían hecho la compra. Entonces, ella dijo algo así como: «¿Mary y Bill los han comprado…? Pues será mejor que hable con Harold antes de tomar la decisión. Será mejor que lo decidamos juntos». Estuve pensando en ese incidente durante uno o dos días y todo empezó a tener sentido. Si le hablaba a un ama de casa de otra pareja que había hecho la compra, estaba proporcionándole sin darme cuenta un buen motivo para que no comprara en ese momento. Antes, tendría que hablar con su marido. Sin embargo, si muchas otras amas de casa como ella estaban comprando, no habría problema en que ella también lo hiciera. A partir de ese momento, decidí que solo usaría nombres de otras amas de casa cuando estuviese haciéndole la presentación a un ama de casa. A la semana siguiente, mis ventas se dispararon hasta los 1506 dólares. Amplié enseguida esta estrategia a maridos y parejas, usando solo los nombres de los hombres al hacer una presentación ante ellos y solo de parejas al hacerla ante parejas. Durante las siguientes (y últimas) veinte semanas de mi carrera como vendedor, hice una media de 1209,15 dólares. La razón de que mis ventas cayeran un poco hacia el final fue que estaba ganando tanto dinero que me resultaba difícil motivarme para salir a trabajar duro. Hay que dejar claro algún matiz. Sin duda, aprendí otras cosas que me ayudaron a mejorar mis ventas. Sin embargo, tras haber experimentado de primera mano la rapidez de estos cambios, no me cabe duda de que ningún otro factor como el de «la aprobación social de los semejantes» llegó a ser tan determinante como la razón principal de mi mejora de un 119,67 por ciento. Nota del autor: Cuando el lector, un amigo personal, me contó esta historia sobre los increíbles efectos de la persuasión de los semejantes creo que pudo notar mi escepticismo. Así que, a modo de prueba documental, me ha estado enviando desde entonces los datos de sus ventas mensuales durante los cuatro veranos que describió –cifras que anotó con minuciosidad durante aquella época y que ha tenido guardadas durante décadas–. Por tanto, no debe sorprender que haya terminado dando clases de Estadística en la universidad de su ciudad. Imitando hasta la muerte Aunque ya hemos hablado del poderoso impacto que la aprobación social puede tener sobre la toma de decisiones en los seres humanos, a mi entender, la ilustración más reveladora empieza con una estadística aparentemente absurda: después de que un suicidio ocupe la primera página de un periódico, del cielo empiezan a caer aviones –ya sean privados, de empresa o de compañías aéreas– a un ritmo alarmante. Por ejemplo, se ha demostrado que inmediatamente después de que a ciertos casos de suicidio se les haya dado mucha difusión, el número de personas que mueren en accidentes de aviones comerciales aumenta en un 1000 por ciento. Y, lo que es aún más alarmante, este incremento no se limita a las muertes en accidentes aéreos. El número de accidentes de tráfico mortales también se dispara. Hay una explicación que aparece de inmediato: las mismas condiciones sociales que llevan a que algunas personas se suiciden llevan a otras a la muerte en un accidente. Por ejemplo, ciertos individuos con tendencias suicidas pueden reaccionar ante acontecimientos sociales estresantes (crisis económicas, aumento de la criminalidad, tensiones internacionales) poniendo fin a sus días. Otros reaccionarán de forma diferente a estos mismos sucesos. Quizá se muestren enfadados, impacientes, nerviosos o distraídos. En tanto en cuanto estas personas hacen funcionar coches o aviones en nuestra sociedad, la seguridad de estos vehículos disminuirá y habrá un notable aumento del número de accidentes. De acuerdo con esta interpretación de las «condiciones sociales», parte de los mismos factores sociales que provocan las muertes voluntarias también causan otras accidentales; y por esta razón encontramos una conexión tan fuerte entre las noticias sobre suicidios y los accidentes mortales. Pero otra interesante estadística indica que no es esta la explicación correcta. Los accidentes mortales aumentan de forma espectacular solo en las regiones en las que se da mucha difusión a los casos de suicidio. En otros lugares con condiciones sociales similares, pero en donde los periódicos no dan publicidad a esos casos, no se da un incremento comparable en ese tipo de muertes. Además, en esas zonas en las que se ha dado espacio en los periódicos a los suicidios, cuanta mayor difusión se les ha dado, mayor ha sido el incremento de los accidentes posteriores. Por tanto, no es un conjunto de acontecimientos sociales comunes lo que por una parte estimula los suicidios y los accidentes mortales por otra. Es la noticia del suicidio la que provoca, por sí sola, los accidentes automovilísticos y de aviación. Para aclarar la fuerte relación que existe entre la publicación de artículos sobre suicidios y los accidentes posteriores, se ha sugerido una explicación basada en el «dolor de la pérdida». Puesto que, tal y como se afirma, los suicidios en primera página a menudo están relacionados con personajes conocidos y respetados, tal vez la gran difusión de su muerte haga caer a mucha gente en un estado de conmoción y tristeza. Aturdidos y preocupados, estos individuos se vuelven más descuidados al conducir un coche o un avión. El resultado es el enorme incremento de accidentes mortales de ese tipo de vehículos después de haber aparecido en la primera página de los periódicos la noticia de un suicidio. Aunque la teoría del dolor por la pérdida sirve para explicar la conexión entre el grado de difusión dado a una noticia y las posteriores muertes por accidente – cuantas más personas se enteren de ese suicidio, mayor será el número de individuos que sienten el dolor y se vuelven descuidados– no sirve para explicar otro hecho sorprendente: las noticias en los periódicos sobre víctimas de suicidio que han muerto solas provocan un incremento solamente en la frecuencia de accidentes mortales de personas solas, mientras que las noticias sobre casos de asesinato con suicidio provocan un aumento solamente de accidentes con múltiples víctimas. El simple dolor por la pérdida no podría ser la causa de esta pauta de comportamiento. La influencia de las noticias de suicidio en los accidentes de coches y aviones, por tanto, es de lo más específica. Las noticias de suicidios puros, en los que solo muere una persona, provocan accidentes en los que solo muere una persona; las noticias con una combinación de asesinato y suicidio, en los que se producen varias muertes, dan lugar a accidentes en los que hay múltiples muertes. Si ni las «condiciones sociales» ni el «dolor de la pérdida» pueden dar sentido a este despliegue de hechos tan desconcertantes, ¿qué puede hacerlo? Hay un sociólogo que cree haber encontrado la respuesta. Se llama David Phillips y apunta convencido hacia lo que se conoce como «efecto Werther». La historia del efecto Werther es tan escalofriante como curiosa. Hace más de dos siglos, el gran escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe publicó una novela titulada Die Leiden des jungen Werther (Las penas del joven Werther). El libro, cuyo héroe, llamado Werther, se suicida, causó un gran impacto. No solo proporcionó a Goethe una fama inmediata, sino que desató una oleada de suicidios que lo emularon por toda Europa. Tan poderoso fue este efecto, que las autoridades de varios países prohibieron la novela. La propia obra de Phillips ha seguido el rastro del efecto Werther hasta la época moderna. Su investigación ha demostrado que, inmediatamente después de la publicación de un suicidio en primera página, el porcentaje de suicidios aumenta de forma espectacular en el área geográfica donde se ha difundido la noticia. Phillips afirma que ciertas personas con problemas, al leer que alguien se ha quitado la vida, se dan muerte por imitación. Con una morbosa ilustración del principio de la aprobación social, estas personas deciden cómo deben actuar basándose en el modo en que otra persona con problemas ha actuado. Phillips encontró sus pruebas del efecto Werther en la época moderna examinando las estadísticas de suicidios ocurridos en los Estados Unidos durante veinte años. Vio que, en los dos meses siguientes a la publicación de un artículo de un suicidio en primera página, se suicidaban un promedio de cincuenta y ocho personas más de lo habitual. En cierto sentido, cada noticia en primera página de un suicidio mató a cincuenta y ocho personas que, de otro modo, habrían seguido vivas. Phillips observó también que esta tendencia de que los suicidios generaban otros suicidios se daba principalmente en las zonas del país en que el primer suicidio había tenido muchísima difusión. Vio que cuanta más publicidad se daba al primero, mayor era el número de suicidios posteriores (véase la imagen 4.5). Investigaciones más recientes muestran que esta pauta no se limita a las noticias de los periódicos. El 31 de marzo de 2017, Netflix estrenó la serie Por trece razones, en la que una joven alumna de instituto se suicida y deja trece cintas en las que detalla sus motivos. En los treinta días siguientes, los suicidios entre adolescentes aumentaron en un 28,9 por ciento, hasta una cifra más alta que en cualquier mes del periodo de cinco años analizado por los investigadores, quienes descartaron las explicaciones de «condiciones sociales» para ese aumento. Si los hechos que rodean el efecto Werther pueden parecer tan sospechosos como los que rodean a la influencia de las noticias de suicidios sobre accidentes mortales en carretera y aviones, Phillips tampoco ha pasado por alto las semejanzas. De hecho, afirma que todas las muertes de más sucedidas tras la aparición de suicidios en primera página pueden ser explicadas como la misma cosa: suicidios de imitación. Tras enterarse de un suicidio, un número inquietantemente alto de personas deciden que el suicidio es también para ellos la salida más adecuada. Algunos de estos individuos se disponen directamente a ello, haciendo que el índice de suicidios sufra un repentino incremento. Otros, sin embargo, son menos directos. Por diferentes motivos –proteger su reputación, ahorrar la vergüenza y el dolor a su familia, permitir que sus familias cobren una póliza de seguro– no quieren que se sepa que se han quitado la vida. Prefieren aparentar que han muerto por accidente. Así, con premeditación pero de manera encubierta, hacen que se estrelle el coche o el avión que pilotan o en el que simplemente van viajando. Esto puede conseguirse mediante infinidad de formas, todas muy conocidas. Un piloto de un avión comercial puede hacer que el morro de su nave caiga en un momento crítico del despegue o que aterrice inexplicablemente en una pista ya ocupada, incumpliendo las instrucciones de la torre de control; el conductor de un coche puede virar de repente contra un árbol o contra los vehículos que circulan en sentido contrario; un pasajero de un automóvil o una avioneta puede impedir maniobrar al conductor o al piloto, y provocar un accidente mortal; el piloto de un avión privado puede estrellarse contra otro avión a pesar de las advertencias de la radio. Así, el alarmante aumento de accidentes mortales que observamos tras un suicidio en la portada de un periódico se debe con toda probabilidad, según Phillips, a la aplicación encubierta del efecto Werther. Imagen 4.5: Fluctuación de las cifras de suicidios antes, durante y después del mes de la no Esta hipótesis me parece brillante. En primer lugar, sirve para explicar todos los datos. Si estos accidentes son, en realidad, casos ocultos de suicidio por imitación, es lógico que haya un incremento de accidentes después de que aparezcan noticias sobre suicidios. Resulta lógico que el mayor incremento de accidentes se dé a continuación de las noticias de suicidio con mayor difusión que, por tanto, llegan a más gente. Es lógico también que el número de accidentes se dispare de modo apreciable solamente en aquellas zonas geográficas en las que se han publicado las noticias sobre suicidios. Incluso tiene sentido que los suicidios con una sola víctima den lugar a accidentes con una sola persona, mientras que los casos de suicidios con varias víctimas lleven solo a accidentes también con múltiples víctimas. La clave está en la imitación. Además, hay un segundo factor importante en la hipótesis de Phillips. Nos permite no solo dar explicación a los datos existentes, sino también predecir otros nuevos que aún no se han detectado. Por ejemplo, si la inusual frecuencia de accidentes tras la publicación de casos de suicidio es el resultado de la imitación más que de actos accidentales, deberían ser más mortales. Es decir, es muy probable que la gente que intente acabar con su vida (colocando el pie en el acelerador en lugar de en el freno o con el morro del avión hacia abajo en lugar de hacia arriba) se las arregle para que el impacto sea lo más letal posible. La consecuencia debería ser una muerte rápida y segura. Cuando Phillips analizó los registros para comprobar esta idea, vio que la media de personas muertas en el accidente mortal de un avión comercial era más de tres veces mayor si el accidente tenía lugar una semana después de la publicación de un suicidio en primera página que si era una semana antes. Puede verse un fenómeno similar en las estadísticas de tráfico, en las que se evidencia el resultado mortal de los accidentes automovilísticos después de una noticia de suicidio. Las víctimas de los accidentes mortales de tráfico que se producen tras los casos de suicidio publicados en primera página encuentran la muerte cuatro veces más rápido de lo habitual. Puede obtenerse otra hipótesis más a partir de la idea de Phillips. Si el incremento de accidentes tras las publicaciones de suicidios representa de verdad un conjunto de muertes por imitación, es muy posible que esos imitadores copien el suicidio de personas que son semejantes a ellos. El principio de la aprobación social afirma que nos servimos de la información sobre el modo en que otros se comportan como ayuda para determinar la conducta adecuada para nosotros mismos. Como se demostraba en las investigaciones que hemos descrito anteriormente, nos vemos más influenciados en este sentido por los actos de personas que son como nosotros –por la persuasión de los semejantes–. Por lo tanto, según Phillips, si el principio de la aprobación social está detrás de este fenómeno, debería existir una semejanza más evidente entre la víctima del suicidio al que se le ha dado tanta difusión y aquellas que provocan los posteriores accidentes. Consciente de que la mejor forma de comprobar esta posibilidad sería analizando los registros de accidentes de tráfico en los que interviene un solo coche y un solo pasajero, Phillips comparó la edad de la víctima del suicidio que aparecía en la noticia con las edades de los conductores solitarios en accidentes de un solo coche justo después de que apareciera en prensa la noticia. Una vez más, los datos eran sorprendentemente precisos: cuando en la noticia se daba la información del suicidio de una persona joven, eran conductores jóvenes los que estrellaban sus coches contra árboles, postes y terraplenes con resultados letales; pero cuando la noticia era concerniente al suicidio de una persona mayor, eran conductores mayores los que morían en esos accidentes. Este último dato es para mí el más concluyente. Estoy plenamente convencido y, a la vez, sorprendido. Resulta evidente que la persuasión de los semejantes es tan poderosa que su dominio se extiende a la decisión trascendental entre la vida o la muerte. Las conclusiones de Phillips ilustran una inquietante tendencia a que las noticias sobre suicidios provoquen que ciertas personas que son semejantes a la víctima acaben con su propia vida, pues ahora, la idea del suicidio les parece más legítima. Realmente aterradores son los datos que indican la cantidad de personas inocentes que mueren así (véase la imagen 4.6). Veamos las consecuencias letales de un suicidio publicado en un medio local en el que un adolescente se lanzó ante un tren que iba a toda velocidad. Durante los seis meses siguientes, un segundo, un tercero y hasta un cuarto alumno del mismo instituto siguieron el mismo camino y murieron de la misma forma. La madre de un quinto alumno evitó otro suicidio igual al ver que su hijo no estaba en casa y sospechó que lo iba a intentar. ¿Cómo supo adónde ir para evitar la muerte del chico? Fue directamente al cruce de ferrocarril donde habían muerto sus compañeros. Quizá no haya un contacto más intenso con el lado inquietante de la aprobación social que el del ámbito de los delitos de imitación. En la década de los setenta, causó sensación este fenómeno en su forma de secuestros de aviones, que parecían contagiarse como un virus que se transmitiera por el aire. En los años ochenta estuvo más extendida la alteración de productos, como los famosos casos de las cápsulas de Tylenol a las que inyectaron cianuro y los potitos Gerber con trocitos de cristal. Según expertos en medicina forense del FBI, cada incidente de este tipo con difusión a nivel nacional generaba una media de treinta casos más. Desde entonces, nos hemos visto sacudidos por el espectro contagioso de los asesinatos en masa que tenían lugar al principio en lugares de trabajo y, después, por increíble que resulte, en centros escolares infantiles. Como ejemplo, inmediatamente después de la sangría de los dos estudiantes de instituto de Littleton, Colorado, la policía tuvo que intervenir ante montones de amenazas, tramas e intentos similares por parte de estudiantes conflictivos. Dos de los intentos tuvieron un «buen resultado»: un adolescente de catorce años de Taber, Alberta, y otro de quince de Conyers, Georgia, mataron o hirieron a un total de ocho compañeros de clase durante los diez días siguientes a la masacre de Littleton. Durante la semana posterior al horrible caso de asesinato con suicidio en la Politécnica de Virginia, los medios de comunicación de todo el país informaron de más casos de asesinatos con suicidio, incluidos tres ocurridos solo en la ciudad de Houston. Resulta ilustrativo ver que tras la masacre de Virginia, el siguiente suceso similar no ocurrió en un instituto sino en una universidad, la Northern Illinois University. Más recientemente, los tiroteos en masa se han extendido a centros recreativos, como teatros y discotecas. Imagen 4.6: Fluctuación diaria del número de fallecidos en accidente antes, durante y desp Los sucesos de esta magnitud requieren una explicación. Es necesario identificar algún hilo conductor que les dé sentido. En el caso de los asesinatos en centros de trabajo, los investigadores vieron la frecuencia con que las matanzas sucedían en las trastiendas de oficinas de correos. Así que se señaló como culpables a las «presiones intolerables» que había en el ámbito del servicio de correos estadounidense. Tanto es así, que apareció un nuevo calificativo para referirse a casos de violencia en centros de trabajo provocada por situaciones de estrés: going postal. En cuanto a las matanzas en centros educativos, los periodistas señalaban un extraño denominador común: casi todos los centros afectados estaban situados en zonas rurales o a las afueras de las ciudades más que en los tradicionales hervideros de los barrios del interior de las mismas. Así que, esta vez, los medios de comunicación nos hablaban de las «presiones intolerables» que suponía criarse en los pueblos pequeños o en las zonas suburbanas de los Estados Unidos. Según estas hipótesis, los factores de estrés dentro del entorno del servicio de correos estadounidense y en la vida de los pueblos pequeños encendieron las reacciones explosivas de los que trabajaban y vivían allí. La explicación es clara: unas condiciones sociales semejantes generan reacciones semejantes. Pero ya hemos hablado anteriormente de «condiciones sociales semejantes» a la hora de tratar de comprender unas pautas de mortandad anómalas. Recordemos que Phillips barajó la posibilidad de que un conjunto de condiciones sociales comunes en un entorno determinado pueda servir para explicar una avalancha de suicidios en el mismo. No resultó ser una explicación satisfactoria para los suicidios y tampoco creo que lo sea para las olas de asesinatos. Veamos si podemos encontrar una alternativa mejor si antes tratamos de recuperar el contacto con la realidad: ¿las «presiones intolerables» de trabajar en el servicio de correos o de vivir en las zonas rurales o suburbanas de los Estados Unidos? ¿Comparados con el trabajo en las minas de carbón o la vida en las peligrosas calles gobernadas por bandas del centro urbano? Venga ya. Sin duda, el ambiente en lugares donde tienen lugar asesinatos en masa debe ser tenso. Pero no parece más grave (de hecho, suele ser menos) que muchos otros ambientes en los que no han sucedido incidentes así. No, la teoría de las condiciones sociales semejantes no nos ofrece una explicación plausible. Entonces, ¿qué? Yo apuntaría directamente al principio de la aprobación social, según el cual las personas, sobre todo cuando no tienen mucha seguridad en sí mismas, siguen el ejemplo de otras semejantes. ¿Quién es más semejante a un empleado de correos descontento que otro empleado de correos descontento? ¿Y quién es más semejante a un adolescente conflictivo de un pequeño pueblo de Estados Unidos que otro adolescente conflictivo de un pequeño pueblo de Estados Unidos? Es una triste constante en la vida moderna que muchas personas vivan con sufrimiento psicológico. Su forma de enfrentarse a ese sufrimiento depende de múltiples factores y uno de ellos es el reconocimiento de cómo otras personas iguales a ellos han decidido enfrentarse a él. Como ya vimos en los estudios de Phillips, un suicidio con una gran difusión en los medios de comunicación genera suicidios de imitación en otras personas semejantes –en sus imitadores–. En mi opinión, lo mismo puede decirse de un asesinato con gran difusión en medios de comunicación. Tal y como ocurre con las noticias sobre suicidios, los ejecutivos de los medios de comunicación deberían hacer una profunda reflexión sobre cómo presentar las noticias de las oleadas de matanzas y si se les debe dedicar un espacio destacado. Dichas noticias no solo son llamativas, sensacionalistas y dignas de ser contadas, sino también maliciosas, pues hay muchas investigaciones que indican que poseen un elemento contagioso. La isla de las imitaciones Trabajos como los de Phillips nos ayudan a valorar la increíble influencia de la persuasión de los semejantes. Una vez que se ha sabido reconocer la inmensidad de esa fuerza, es posible comprender lo que constituye quizá el acto más espectacular de persuasión letal en grupo de nuestro tiempo: el suicidio en masa de Jonestown, Guyana. Ciertos aspectos esenciales de dicho suceso merecen un detenido análisis. Imagen 4.7: «Imitador disfuncional». Cinco minutos antes del comienzo de las clases, el 20 El Templo del Pueblo era una especie de secta religiosa con sede en San Francisco y conseguía adeptos entre los pobres de esa ciudad. En 1977 el reverendo Jim Jones –indiscutible líder espiritual, social y político del grupo– se llevó a la mayor parte de esos adeptos a un asentamiento en la selva de Guyana, en Sudamérica. Allí, el Templo del Pueblo llevó una vida relativamente oscura hasta el 18 de noviembre de 1978, cuando el congresista de California Leo J. Ryan, que había ido a Guyana para realizar una investigación sobre la secta, tres miembros de la comisión investigadora de Ryan y un desertor de la secta fueron asesinados en el momento en que intentaban salir de Jonestown en un avión. Convencido de que sería arrestado y le implicarían en las muertes, y de que ello supondría el desmantelamiento del Templo del Pueblo, Jones se propuso controlar a su modo el fin de la organización. Reunió a toda la comunidad en torno a él e hizo un llamamiento en el que pidió la muerte de cada uno de ellos en un acto unitario de autodestrucción. La primera respuesta fue la de una joven que se acercó tranquilamente a la ahora tristemente famosa cuba de veneno aromatizado con fresas y dio una dosis a su bebé, tomó otra para ella y, a continuación, se sentó en el suelo y allí murió con su hijo cuatro minutos después entre convulsiones. Muchos otros la siguieron de forma ordenada. Aunque un puñado de habitantes de Jonestown escaparon y otros declararon que habían opuesto resistencia, los supervivientes aseguran que la inmensa mayoría de las 910 personas que murieron lo hicieron de manera ordenada y por propia voluntad. Las noticias del suceso conmocionaron al mundo. Los medios de comunicación ofrecieron un aluvión de reportajes, noticias de última hora y análisis. Durante días todas las conversaciones giraron en torno a temas como: «¿Cuántos muertos han encontrado hasta ahora?»; «Un hombre que escapó dijo que se bebieron el veneno como si estuvieran hipnotizados o algo así»; «Pero ¿qué estaban haciendo en Sudamérica?»; «Cuesta creerlo. ¿Qué fue lo que lo provocó?». «¿Qué fue lo que lo provocó?» es la pregunta principal. ¿Cómo vamos a dar explicación a tan asombroso acto de persuasión? Se han propuesto varias explicaciones. Algunas se centran en el carisma de Jim Jones, un hombre que, por su forma de ser, conseguía que lo amaran como si fuese un salvador, que confiaran en él como si fuese un padre y que lo trataran como si fuese un emperador. Otras explicaciones apuntan hacia el tipo de personas que se sintieron atraídas por el Templo del Pueblo. Eran en su mayoría pobres y sin formación, dispuestas a abandonar su libertad de pensamiento y de acción a cambio de la seguridad de un lugar en el que no tendrían que tomar decisiones. Y otras explicaciones destacan la naturaleza casi religiosa del Templo del Pueblo, donde a la fe inquebrantable en el líder de la secta se le concedía la máxima prioridad. Sin duda, todas estas características de Jonestown explican en parte lo que allí ocurrió, pero no me parecen suficientes. Al fin y al cabo, el mundo está lleno de sectas compuestas por personas dependientes que están dirigidas por una figura carismática. Es más, en el pasado nunca ha faltado esta combinación de circunstancias. Sin embargo, prácticamente en ninguno de esos grupos podemos encontrar pruebas de un suceso que se pueda comparar al de Jonestown. Debió haber algo más que supusiese un punto de inflexión. Hay una cuestión especialmente reveladora que nos da una pista: si la comunidad hubiese permanecido en San Francisco, ¿habrían obedecido la orden del reverendo Jones de suicidarse? La pregunta puede dar lugar a montones de especulaciones, pero el experto más familiarizado con el Templo del Pueblo no tuvo duda alguna a la hora de responder. El doctor Louis Jolyon West, en aquel entonces jefe de Psiquiatría y Ciencias del comportamiento de la UCLA y director de su departamento de Neuropsiquiatría, era una autoridad en sectas que había estado ocho años estudiando el Templo del Pueblo cuando ocurrieron las muertes de Jonestown. Cuando le entrevistaron inmediatamente después del suceso, hizo una declaración que, en mi opinión, es tremendamente ilustrativa: «Esto no habría sucedido en California. Pero vivían completamente aislados del resto del mundo en medio de la jungla y en un país hostil». Aunque perdida en el revoltijo de declaraciones que sucedieron a la tragedia, la observación de West, junto a lo que ya sabemos sobre el principio de la aprobación social, me parece importante para poder entender de forma satisfactoria la persuasión de los suicidios. En mi opinión, el único suceso en la historia del Templo del Pueblo que más contribuyó a la conformidad irreflexiva de aquel día había tenido lugar un año antes, cuando el Templo se trasladó a una selva en medio de costumbres y personas desconocidas. Si nos creemos las historias que se cuentan del carácter malévolo de Jim Jones, el reverendo debió de ser completamente consciente del enorme impacto psicológico que ese traslado tuvo que tener sobre sus adeptos. De repente, se vieron en un lugar del que no sabían nada. Sudamérica y, sobre todo, la selva de la Guyana no se parecían a nada que hubiesen vivido en San Francisco. El entorno –tanto físico como social– en el que los habían metido debió de hacerles sentir una terrible incertidumbre. La incertidumbre. La mano derecha del principio de la aprobación social. Ya hemos visto que cuando las personas se sienten inseguras recurren a las acciones de los demás para orientar las propias. Por tanto, en el entorno desconocido de Guyana, los miembros del Templo estuvieron especialmente dispuestos a seguir el ejemplo de otros. Como también hemos visto, entre esos otros, seguimos el comportamiento de los que son de un tipo especial: los semejantes. En un país como Guyana, no había nadie que fuera semejante para los residentes de Jonestown aparte de ellos mismos. Lo que estaba bien para un miembro de la comunidad estaba determinado en un grado desproporcionadamente alto por lo que hicieran y creyeran otros miembros de la comunidad –bajo la fuerte influencia de Jones–. Vistas bajo este prisma, la terrible disciplina, la ausencia de pánico y la sensación de calma con que estas personas se acercaron a la cuba con el veneno resultan más fáciles de entender. No habían sido hipnotizados por Jones; se habían convencido –en parte por él y en parte por la persuasión de los semejantes– de que el suicidio era el comportamiento correcto. La incertidumbre que sin lugar a dudas debieron sentir al oír por vez primera la orden de que tenían que morir debió hacer que miraran a su alrededor en busca de una reacción adecuada con la que identificarse. Merece una mención especial el hecho de que vieran dos ejemplos de evidencia social, y cada uno de ellos apuntando en la misma dirección. El primero, la reacción inicial de sus compatriotas que rápidamente y de forma voluntaria, tomaron las dosis del veneno. Siempre habrá unos cuantos fanáticos que mostrarán su obediencia dentro de un grupo dominado por un líder. Es difícil saber si, en este caso, ya habían sido instruidos previamente para que sirvieran como ejemplo o si simplemente eran por naturaleza los más persuadidos por los deseos de Jones. Da igual. El efecto psicológico de los actos de estos individuos debió ser potente. Si la aparición en las noticias de los suicidios de personas semejantes puede influir en otros completamente desconocidos para acabar con su vida, imaginemos la enorme persuasión que un acto así debió suponer cuando lo realizó sin vacilar uno de los residentes en un lugar como Jonestown. La segunda evidencia social vino de las reacciones del grupo en sí. En esas circunstancias, sospecho que lo que pasó fue un ejemplo a gran escala del efecto de la ignorancia pluralista. Cada uno de los habitantes de Jonestown se fijó en las acciones de los individuos que le rodeaban para evaluar la situación y –al ver tanta calma, puesto que todos los demás estaban también observando discretamente, más que reaccionando– «supo» que el comportamiento correcto era mostrar paciencia y esperar su turno. Sería de esperar que semejante evidencia social, tergiversada pero aun así convincente, diera lugar precisamente a la espantosa serenidad del grupo, que esperaba una muerte casi profesional en los trópicos de Guyana. Desde mi punto de vista, la mayoría de los intentos de analizar este suceso de Jonestown se ha centrado demasiado en las cualidades personales de Jim Jones. Aunque no cabe duda de que era un hombre de especial dinamismo, me parece que el poder que ejercía no venía tanto de su estilo personal tan notable como de su comprensión de principios fundamentales de psicología. Su verdadera genialidad como líder fue darse cuenta de las limitaciones del liderazgo individual. Ningún líder puede esperar persuadir, de forma regular y en solitario, a todos los miembros del grupo. Sin embargo, sí resulta lógico que un líder enérgico pueda esperar convencer a una proporción considerable de miembros del grupo. Por tanto, la simple información de que un número importante de adeptos ha quedado convencido puede, por sí misma, convencer a los demás. Así, los líderes más influyentes son los que saben cómo organizar las condiciones del grupo para permitir que el principio de aprobación social actúe en su beneficio. Imagen 4.8: Filas ordenadas de muertes casi profesionales. Los cuerpos de Jonestown yace Es esto lo que aparentemente inspiró a Jones. Su golpe maestro fue su decisión de trasladar a la comunidad del Templo del Pueblo desde el entorno urbano de San Francisco a una región remota de la Sudamérica ecuatorial, donde la mezcla de incertidumbre con semejanza exclusiva haría que el principio de aprobación social le funcionara quizá mejor que en ningún otro lugar. Allí, un asentamiento de mil seguidores, demasiado grande para ser dominado de una forma duradera por la fuerza de la personalidad de un solo hombre, pudo pasar a convertirse en rebaño. Como bien saben los trabajadores de los mataderos, la mentalidad de un rebaño resulta fácil de manejar. Solo hay que conseguir que unos cuantos miembros se muevan en la dirección deseada y los demás –que no responden tanto al animal que actúa de líder como a los que están más cerca de ellos– los seguirán de forma pacífica y mecánica. Los poderes del increíble reverendo Jones, pues, se podrán entender mejor no con respecto a su especial estilo personal, sino con respecto a su profundo conocimiento del poder de la persuasión de los semejantes. Aunque no tan espeluznantes, otro tipo de evidencias revelan la notable fuerza de lugares habitados por otras personas con las que compararse. Un análisis de los factores que suponen un impacto en la cuota de mercado de marcas nacionales demostró que el paso del tiempo ha supuesto una influencia sorprendentemente pequeña sobre el rendimiento de esas marcas, menos de un 5 por ciento en tres años. Por otra parte, la geografía sí ha supuesto una enorme diferencia. La mayor influencia en la cuota de mercado, un 80 por ciento, se debió a la zona geográfica. La gente elegía una marca en correspondencia con lo que elegían las personas de su entorno que eran semejantes a ellos. Los efectos de unas regiones determinadas eran tan grandes que los investigadores llegaron a cuestionarse el concepto y la relevancia de las «marcas nacionales». Quizá los directores de marketing quieran pensarse descentralizar sus estrategias para dirigirlas a regiones distintas y tener un mayor alcance del que actualmente tienen, pues las investigaciones indican que las personas tienen actitudes, valores y rasgos personales semejantes dependiendo de su región, probablemente debido a los efectos del contagio[53]. El gran error Arizona, donde yo vivo, se hace llamar el estado del Gran Cañón por el famoso e impresionante enclave turístico en su frontera norte que solo puede compararse a una cordillera puesta del revés. Existen otras maravillas naturales dentro de sus fronteras. Una de ellas, el Parque Nacional del Bosque Petrificado, es una maravilla geológica con cientos de troncos, esquirlas y cristales petrificados que se formaron hace 225 millones de años, durante el final del periodo Triásico. Las condiciones medioambientales de la época –ríos que llevaron árboles caídos y sedimento volcánico rico en sílice– contribuyeron a enterrar los troncos y sustituir su interior orgánico con cuarzo y óxido de hierro, convirtiéndolos en espectaculares fósiles multicolores. La ecología del parque es tan sólida como vulnerable. Se caracteriza por robustas estructuras de piedra que pesan varias toneladas y, a la vez, por su susceptibilidad a sufrir daños por la afluencia de visitantes que, con demasiada frecuencia, son culpables de manipulaciones, desplazamientos y robos de esquirlas y cristales petrificados del suelo del bosque. Aunque los dos primeros de estos comportamientos parecen de poca importancia, resultan inquietantes para investigadores del parque que estudian las antiguas pautas de movimiento de los árboles para poder identificar los lugares exactos donde fueron depositados. Aun así, es el robo el que constituye la principal y continuada amenaza sobre el parque y su mayor preocupación. Como respuesta, los gestores del parque han colocado un enorme cartel a la entrada del enclave para pedir a los visitantes que se abstengan de coger fósiles. Hace un tiempo, un antiguo alumno mío decidió explorar el parque con su novia, a la que había descrito como la persona más honrada que había conocido jamás – una persona que nunca había dejado de devolver un clip o un borrador que hubiese pedido prestado–. Sin embargo, cuando la pareja leyó el enorme cartel de No roben, por favor a la entrada del parque, algo en su redacción provocó que la chica respondiera de una forma muy poco propia de ella y que dejó sorprendido a su pareja. En su petición, el cartel decía: TU LEGADO ESTÁ SIENDO MUTILADO CADA DÍA POR CULPA DE LOS ROBOS DE MADERA PETRIFICADA DE 14 TONELADAS AL AÑO, LA MAYORÍA EN TROZOS PEQUEÑOS Al leer esto, la nueva visitante tan escrupulosa y honesta, susurró: «Más vale que nosotros también nos llevemos algo». ¿Qué había en la redacción de ese cartel que llevó a una adorable joven a perpetrar un delito medioambiental al saquear un tesoro nacional? Los lectores de este capítulo no tendrán que ir muy lejos para encontrar la respuesta. Fue la fuerza de la aprobación social muy mal interpretada. La redacción contenía un error, un gran error, que a menudo se comete en las comunicaciones de los servicios sociales. Para movilizar al público contra una actividad indeseada, se lamentan de que es desgraciadamente frecuente. Por ejemplo, en un anuncio utilizado durante mucho tiempo y titulado «Producto Nacional Bruto», la mascota de la Agencia Forestal estadounidense, el búho Woodsy decía: «Este año los estadounidenses van a generar más basura y contaminación que nunca». En Arizona, el Departamento de Transportes amontonó la basura que se recogió cada semana en las cunetas de las carreteras formando «torres de basura» a lo largo de las autopistas para que todo el mundo pudiera verlas. Y en una serie de seis semanas de duración titulada «Las basuras de Arizona», el periódico más importante del estado pedía a los residentes que enviaran fotografías de los lugares con más basura de la región para publicarlas. El error no se limita a los programas medioambientales. Hay campañas de información que hacen hincapié en que la tasa de alcohol y drogas es intolerablemente alta, que los índices de suicidio entre adolescentes son alarmantes y que muy pocos ciudadanos ejercen su derecho al voto. Aunque este tipo de llamamientos sea tan verdadero como bienintencionado, los creadores de dichas campañas no han caído en algo que es de esencial importancia: dentro del lamento de «mira cuánta gente está haciendo esto tan indeseable» se esconde el mensaje contrario de «mira cuánta gente sí lo hace». Al tratar de alertar a la ciudadanía de lo extendido que está un problema, estas comunicaciones de los servicios públicos pueden terminar empeorándolo gracias a la aprobación social. Para estudiar esta posibilidad, mis colegas y yo hemos realizado un experimento en el Parque Nacional del Bosque Petrificado, donde una media de un 2,95 por ciento de los visitantes incurren cada día en el robo de fósiles. Alternamos un par de carteles en las zonas de mayores robos del parque. Con los carteles queríamos tomar nota de los efectos de las peticiones antirrobo informando a los visitantes o bien de que muchas otras personas cometen robos en el parque o de que son pocos los que lo hacen. Recordando el mensaje del cartel de la entrada del parque, nuestro primer cartel instaba a los visitantes a que no se llevaran la madera mediante la representación de una escena donde se mostraba a tres ladrones en acción. Casi se triplicaron los robos, hasta un 7,92 por ciento. Nuestro otro cartel instaba a los visitantes a no llevarse la madera pero, al contrario que el contraproducente mensaje de la aprobación social, lo que comunicaba era que pocas personas cometen robos en el parque mediante la representación de un único ladrón. Ese cartel, que marginaba los robos más que normalizarlos, redujo los hurtos hasta un 1,67 por ciento. Hay otros estudios que han documentado las involuntarias consecuencias negativas al tratar de alejar a la gente de un acto nocivo lamentando su frecuencia. Tras un programa de educación en el que varias jóvenes contaban sus desórdenes alimenticios, las participantes llegaron a mostrar un aumento en sus propios síntomas de desorden. Tras un programa de prevención de suicidios que informaba a los adolescentes de Nueva Jersey sobre el inquietante número de adolescentes que se quitaban la vida, aumentó la probabilidad de que los participantes llegaran a ver el suicidio como una solución posible a sus problemas. Después de la exposición a un programa de disuasión de la toma de alcohol en el que los participantes fingían resistirse a los repetidos ofrecimientos de sus semejantes para que bebieran, muchos estudiantes de instituto llegaron a creer que el consumo de alcohol era más común entre sus semejantes de lo que habían creído. En pocas palabras, las comunicaciones persuasivas deberían evitar el uso de información que pueda normalizar una conducta no deseada. Imagen 4.9: Ro(ca)bando en el parque. Aunque estos visitantes del Parque Nacional del Bo Hay otra forma de que la tendencia a condenar unos actos indeseados pueda ser malinterpretada. A menudo, la actividad no está nada extendida. Solo lo parece por la intensa y vehemente presentación de su indeseada existencia. Tomemos como ejemplo el robo de los fósiles del Parque Nacional del Bosque Petrificado. Por lo general, pocos visitantes se llevan trozos de madera del parque, menos del 3 por ciento. Pero como el parque recibe más de seiscientos mil visitantes al año, el número de robos es, en su totalidad, alto. Por tanto, el cartel de la entrada del parque no mentía al mencionar la gran cantidad de fósiles que los visitantes se llevan. Aun así, al hacer que los visitantes se centren únicamente en el hecho de que había robos con una regularidad destructiva, los gestores del parque quizá hayan errado dos veces. No solo han usado la fuerza de la aprobación social en contra de los objetivos del parque (al dar a entender, erróneamente, que los robos eran generalizados), sino que perdieron la oportunidad de aprovechar la fuerza de la verdadera aprobación social en beneficio de los objetivos del parque (por no dejar claro que los visitantes honrados formaban la gran mayoría). Gran error[54]. Un atajo de la aprobación social (hacia el futuro) Hay un segundo error de la aprobación social que yo mismo he cometido a veces. Ha ocurrido cuando he hecho presentaciones sobre este principio y uno o dos miembros del público me han formulado una serie de preguntas importantes: «¿Qué hago si no tengo una aprobación social a la que recurrir? ¿Y qué pasa si tengo una empresa emergente poco conocida sin nada interesante de lo que hablar en cuanto a la cuota de mercado, cifras de ventas o popularidad? ¿Qué hago entonces?». Yo siempre respondía diciendo: «Desde luego, no se debe mentir con respecto a la ausencia de aprobación social; en ese caso, se puede hacer uso de los otros principios de los que dispongas, como el de la autoridad o el de la simpatía. El de la escasez podría venirte bien». Hay una investigación reciente que indica lo erróneo de mi consejo de mantenerse alejado de la evidencia de la aprobación social si no está del todo presente. En lugar de apoyarse en una aprobación social existente, la comunicación puede, al menos, servirse de la evidencia de una aprobación social futura. Varios investigadores han identificado una importante particularidad en la percepción humana. Cuando notamos un cambio, esperamos que ese cambio continúe en la misma dirección cuando aparece en forma de tendencia. Esta simple creencia ha alimentado cada mercado alcista de inversión financiera y cada burbuja inmobiliaria de los que hay constancia. Los observadores de una serie de tasaciones en aumento las proyectan al futuro en forma de mayores incrementos. Los jugadores que han ganado varias veces seguidas imaginan que están en racha y que en la siguiente apuesta volverán a ganar. Los golfistas aficionados como yo podemos dar fe del mismo fenómeno: tras ver que nuestras puntuaciones en las dos últimas partidas han mejorado, esperamos –contra todo pronóstico e historial personal– que irá mejor aún en la siguiente. De hecho, la gente cree que las tendencias van a seguir la misma trayectoria en una gran variedad de conductas, incluidas las de una minoría, tales como la de ahorrar agua, elegir comidas sin carne y rellenar encuestas no retribuidas. De acuerdo con el Gran Error, cuando se les informa de que solo una minoría realiza una de estas acciones, la gente se muestra reacia a practicarlas. Sin embargo, si se les dice que en esa minoría, cada vez son más los que las hacen, se suben al carro y empiezan a mostrar también ese comportamiento. Tomemos como ejemplo el estudio con el que estoy más familiarizado, puesto que fui miembro del equipo de investigadores. Invitamos a varios estudiantes universitarios a participar en un experimento en el que algunos sujetos leían una información que decía que solo una minoría de sus compañeros estudiantes ahorraban agua en casa. Para otro grupo de estudiantes, la información decía que aunque solo una minoría de compañeros ahorraba agua, el porcentaje había ido creciendo en los dos últimos años. Por último, había otro grupo de sujetos (de nuestro grupo de control), que no recibía información alguna sobre el ahorro de agua. En ese momento, estábamos listos para analizar, en secreto, cómo afectarían estas tres circunstancias al uso del agua. A todos se les pidió que participaran en una prueba de preferencias de consumo sobre una nueva marca de pasta de dientes que tenían que calificar tras lavarse los dientes en un lavabo del laboratorio. No sabían que habíamos equipado ese lavabo con un metro que registraba la cantidad de agua que usaban al probar la nueva pasta de dientes. Los resultados fueron evidentes. En comparación con los sujetos del grupo de control –los cuales, recordemos, no habían recibido información alguna sobre los esfuerzos de ahorro de agua por parte de sus compañeros en sus casas– los que habían recibido la información de que solo una minoría de sus semejantes trataba de ahorrar agua, habían gastado ahora más. De hecho, fueron los que más agua consumieron. Hicieron las cuentas y vieron que si solo una minoría se molestaba en ahorrar agua, eso quería decir que la mayoría no lo hacía; por tanto, siguieron el ejemplo de la mayoría. Pero esta pauta de comportamiento fue la contraria en los sujetos a los que se les había dicho que, aunque solo una minoría se esforzaba por ahorrar agua, su número iba en aumento. Con esta información, estos sujetos fueron los que menos agua consumieron de todos al lavarse los dientes. ¿Qué lógica podemos encontrar en este último hallazgo? Parece ir en contra de los estudios que muestran que la gente prefiere actuar como la mayoría. ¿Quiere esto decir que cuando una tendencia es visible, la aprobación social ya no es tan poderosa? Sí y no. Puede que los niveles de aprobación social ya no salgan victoriosos, pero quizá sí otra versión de esa misma idea. Como damos por sentado que van a seguir en la misma dirección, las tendencias no solo nos dicen cómo eran las conductas de los demás y cómo son ahora. Pensamos que también nos dicen cómo van a ser. Así pues, las tendencias nos proporcionan acceso a una forma especial y muy potente de aprobación social –la aprobación social futura–. Cuando pedimos a los sujetos de nuestro estudio que predijeran el porcentaje de sus compañeros que ahorrarían agua en casa durante los seis años siguientes, solo los que conocían la tendencia hacia el ahorro predijeron un incremento. De hecho, muchos de estos sujetos predijeron que, para entonces, la del ahorro sería la conducta de la mayoría. Tras ver estos resultados, ya no presto mi anterior consejo a personas que tienen algo nuevo que ofrecer con limitada popularidad actual. En lugar de instarles a que se alejen del principio de la aprobación social y usen alguno de los otros principios, les pregunto si, en un plazo de tiempo razonable, tienen pruebas fehacientes de aumentar su popularidad. Si la respuesta es que sí, les recomiendo que conviertan ese dato en el punto principal de sus comunicaciones, pues, tal y como su público va a asumir, esa evidencia será indicadora de un valor auténtico y una popularidad futura. Si para ese plazo de tiempo razonable la respuesta es que no, les pido que se replanteen lo que tienen que ofrecer y, quizá, le hagan un cambio significativo o renuncien directamente a ello[55]. Defensa frente a esta regla Iniciamos este capítulo con el ejemplo del cambio en el menú de un pequeño restaurante, después, continuamos con la descripción de unas exitosas tácticas para vender Biblias y, a continuación, hablamos de casos de asesinato y suicidio, todo ello explicado a través del principio de la aprobación social. ¿Cómo podemos defendernos ante un arma de influencia que impregna una gama tan amplia de comportamientos? La dificultad es mayor al ver que, la mayoría de las veces, no queremos protegernos frente a la información que proporciona la aprobación social. La evidencia que nos ofrece sobre el modo en que deberíamos actuar suele ser efectiva y valiosa. Con ella podemos manejarnos confiadamente a través de incontables decisiones sin tener que investigar todos los pros y los contras de cada una. En este sentido, este principio nos proporciona una especie de piloto automático maravilloso, no muy diferente al que llevan la mayor parte de los aviones. Pero, en ocasiones, esos pilotos automáticos nos provocan verdaderos problemas. Esos problemas aparecen cuando la información del vuelo que se ha introducido en el mecanismo de control es errónea. En ese caso, nos saldremos del rumbo. Dependiendo de la magnitud del error, las consecuencias pueden llegar a ser graves; pero, puesto que el piloto automático que proporciona el principio de aprobación social suele ser más un aliado que un enemigo, no es de esperar que queramos desconectarlo sin más. De este modo, nos enfrentamos a un problema clásico: cómo hacer uso de una parte del equipo que nos beneficia y, a la vez, pone en peligro nuestro bienestar. Afortunadamente, hay una salida para este dilema. Como los inconvenientes de los pilotos automáticos surgen especialmente cuando se han introducido datos incorrectos en el sistema de control, nuestra mejor defensa contra estos inconvenientes consiste en saber reconocer cuándo esa información es errónea. Si conseguimos percibir en qué situaciones el piloto automático de la aprobación social está funcionando con información inexacta, podremos desconectar el mecanismo y tomar el control cuando sea necesario. Sabotaje Hay dos tipos de situaciones en las que los datos incorrectos hacen que el principio de la aprobación social resulte ser un mal consejero. La primera se da cuando la demostración social ha sido falsificada de forma deliberada. Estas situaciones las crean siempre explotadores que pretenden dar la impresión –sin importar la realidad– de que una multitud está actuando tal y como esos explotadores quieren que actuemos. La risa «enlatada» de las series cómicas de televisión es una variedad de esta falsificación de datos, pero hay muchas más, y buena parte de estas falsificaciones son fáciles de detectar. Como los pilotos automáticos se pueden conectar y desconectar a voluntad, podemos seguir adelante confiando en el rumbo por el que nos lleva el principio de la aprobación social hasta que reconocemos que se han introducido datos erróneos. En ese caso, podemos tomar el control, hacer las correcciones oportunas en esa información equivocada y volver a conectar el piloto automático. Sin más coste que vigilar que no haya evidencia social falsificada, podemos protegernos. Recordemos, por ejemplo, el «Buzón electrónico» del primer capítulo sobre algunas características de reseñas falsas de productos en Internet que, juntas, nos permiten identificarlas como tales –falta de detalles, demasiados pronombres en primera persona y más verbos que sustantivos–. Existen otras fuentes de información a las que podemos acudir para protegernos. Por ejemplo, en 2019, la Comisión Federal de Comercio estadounidense multó a la compañía de cosméticos Sunday Riley Skincare por publicar reseñas positivas de sus productos que, en realidad, habían escrito sus empleados obligados por sus jefes. El caso tuvo mucha repercusión en distintos medios de comunicación. Será mejor que estemos atentos a las noticias sobre esas reseñas falsas. Veamos otro ejemplo. Un poco antes hablamos de la proliferación de anuncios protagonizados por ciudadanos medios en los que aparecen personas corrientes que hablan con entusiasmo de un producto, a menudo sin saber que sus palabras se están grabando. En la imagen 4.10 puede verse un cómico ejemplo al respecto. Tal y como se podría esperar de acuerdo con el principio de aprobación social, con estos testimonios de «personas corrientes como usted y como yo» se crean campañas de publicidad bastante efectivas. En ellas siempre se incluye un tipo de distorsión relativamente sutil: solo oímos la opinión de aquellos a quienes gusta el producto; por tanto, obtenemos una imagen tendenciosa del apoyo social que dicho producto recibe. Imagen 4.10: Un marciano más por la calle (consumidores de Marte). Agencia de noticias Pero también puede aparecer un tipo de falsificación más tosco y menos ético. Muchas agencias de publicidad no se molestan en conseguir testimonios auténticos y se limitan a contratar a actores que interpretan el papel de personas corrientes respondiendo a un entrevistador como si no lo hubiesen ensayado. Se descubrió que Sony Pictures Entertainment se había servido de empleados suyos para que interpretaran a espectadores que elogiaban la película El patriota en un anuncio que se transmitió por televisión. El jefe de esos empleados excusó la práctica engañosa de contratar a actores o a empleados para estos fines diciendo que era «una práctica común en la industria» que no era exclusiva de Sony Pictures ni del negocio del entretenimiento. Una versión diferente de este tipo de falsificaciones es la que surge cuando se contratan actores para que hagan cola en la puerta de cines o tiendas para simular que despiertan un amplio interés. Una ilustración de cómo los oportunistas recurren a veces a una artificiosa popularidad de sus productos fue la que hubo en el lanzamiento del primer iPhone de Apple en Polonia. La agencia de publicidad responsable de la cuenta de Apple confesó haber falsificado la aprobación social en beneficio del teléfono de su cliente. ¿Cómo lo hicieron? Según uno de sus portavoces, el día del lanzamiento «creamos colas falsas [de actores pagados] en la puerta de veinte tiendas de todo el país para despertar el interés». Sé que cuando me encuentro con un intento de influencia de este tipo se me dispara una especie de alarma con una orden clara: «¡Atención! ¡Atención! Posible aprobación social falsa en esta situación. Desconecta temporalmente el piloto automático». Es fácil. Basta tan solo con decidir conscientemente estar alerta ante evidencias sociales tendenciosas. Podemos seguir adelante hasta que se descubra el engaño de los explotadores, momento en el cual podemos reaccionar. Y deberíamos reaccionar con una venganza, hacer algo más aparte de no tener en cuenta la información errónea, aunque ciertamente esta táctica defensiva es imprescindible. Me refiero a lanzar un contraataque agresivo. Siempre que sea posible, debemos saltar contra los responsables de amañar una evidencia social. No deberíamos comprar productos asociados a «entrevistas espontáneas» tendenciosas. Es más, cada fabricante de esos productos debería recibir un contundente comentario en su página web en el que le expliquemos nuestra respuesta y le recomendemos que no siga usando los servicios de la agencia de publicidad responsable de tan engañosa presentación de su producto. Aunque no siempre queremos confiar en que las acciones de los demás dirijan nuestro comportamiento –especialmente en situaciones de importancia suficiente como para que realicemos una investigación personal de los pros y los contras o en otras situaciones en las que sí somos expertos–, sí que queremos poder contar con el comportamiento de los demás como fuente de información válida en una amplia gama de situaciones. Si en dichas situaciones vemos que no podemos fiarnos de que la información sea válida porque alguien ha alterado la evidencia, debemos estar dispuestos a contraatacar. En esas circunstancias, lo que a mí me impulsa es algo más que la simple aversión a que me engañen. Me enfurece pensar que me estoy dejando empujar hacia un punto inaceptable por alguien que usa en mi contra alguna de mis defensas frente a la sobrecarga de decisiones de la vida moderna. Y me parece que es absolutamente justo atacar a quien lo intenta. Si eres como yo –y como muchos otros más– tú también deberías hacerlo. Levantar la vista Además de las ocasiones en que se falsea la evidencia social de forma deliberada, hay otra circunstancia en la que el principio de la aprobación social nos conducirá de forma regular a un error. En ese caso, un error natural e inocente dará lugar a una aprobación social que se irá agrandando y nos llevará hasta una decisión incorrecta. El fenómeno de la ignorancia pluralista, por el que alguien que presencie una situación de emergencia no verá en ella motivo de alarma, es un ejemplo de este proceso. Sin embargo, la mejor ilustración que conozco viene desde Singapur, donde hace unos años, sin ningún motivo aparente, los clientes de un banco empezaron a sacar su dinero a un ritmo frenético. La huida de la clientela de este respetado banco siguió siendo un misterio hasta mucho tiempo después, cuando unos investigadores descubrieron su peculiar motivo al entrevistar a sus participantes: una inesperada huelga de autobuses provocó una inusual cola de personas en la parada del autobús que había delante de la sucursal ese día. Al confundir a la multitud de personas con clientes que habían acudido a retirar su dinero de un banco en quiebra, la gente que pasaba por allí entró en pánico y guardó cola para retirar sus depósitos, lo cual hizo que otros transeúntes hicieran lo mismo. Poco después de abrir sus puertas, el banco se vio obligado a cerrar para evitar la quiebra. Esta anécdota nos ofrece una muestra de nuestro modo de responder a la aprobación social. En primer lugar, parece que damos por supuesto que cuando mucha gente hace lo mismo, es porque sabe algo que nosotros desconocemos. Sobre todo cuando nos sentimos inseguros, estamos dispuestos a depositar una enorme confianza en el conocimiento colectivo de la multitud. En segundo lugar, con bastante frecuencia la multitud se equivoca porque sus miembros no actúan a partir de una información superior, sino que reaccionan al principio de la aprobación social. Podemos sacar una conclusión de todo esto: nunca debemos confiar plenamente en un dispositivo de piloto automático como es la aprobación social; aun cuando ningún saboteador haya introducido información falsa en el mecanismo, a veces, este puede descontrolarse. Tenemos que comprobar la máquina de vez en cuando para estar seguros de que no ha perdido la sincronía con las demás fuentes de información sobre la situación: hechos objetivos, experiencias previas y opinión propia. Por suerte, esta precaución no requiere mucho esfuerzo ni mucho tiempo. Lo único que se necesita es echar un rápido vistazo a nuestro alrededor. Y esta pequeña precaución merece la pena. Las consecuencias de la confianza ciega en la evidencia social pueden ser aterradoras. Por ejemplo, un magistral análisis llevado a cabo por investigadores sobre seguridad en la aviación ha descubierto una explicación para las decisiones equivocadas de muchos pilotos que se han estrellado al tratar de aterrizar sus aviones en condiciones meteorológicas peligrosas. Esos pilotos no se habían fijado lo suficiente en la creciente evidencia física para abortar el aterrizaje. Por el contrario, habían centrado casi toda su atención en la creciente evidencia social del intento de aterrizaje: el hecho de que cada uno de los pilotos anteriores había aterrizado sin sufrir daños. Desde luego, si un aviador espera su turno en una cola formada por varios otros, debería tener la sensatez de echar de vez en cuando un vistazo al cuadro de mandos y a las condiciones atmosféricas mirando por la ventanilla. De igual modo, es necesario que levantemos con regularidad la vista cuando estemos concentrados en la evidencia de una multitud. Sin esta sencilla precaución frente a la aprobación social errónea, nuestro desenlace puede ir en paralelo al de aquellos desafortunados pilotos y el banco de Singapur: acabar estrellados[56]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 4.6 De un antiguo empleado de un hipódromo Cuando trabajaba en un hipódromo fui consciente de la existencia de un método de evidencia social en beneficio propio. Para reducir las posibilidades y ganar más dinero, algunos apostantes pueden hacer que el público decida apostar por caballos malos. En las carreras de caballos, las posibilidades se basan en el caballo al que se apueste. Cuanto más dinero se apuesta por un caballo, más posibilidades. Mucha gente que apuesta en las carreras muestra un sorprendente desconocimiento sobre las carreras y las estrategias de apuestas. Así, sobre todo cuando no saben mucho sobre los caballos que participan en una carrera determinada, muchas veces apuestan sin más por el favorito. Como los marcadores muestran información actualizada de las apuestas, el público siempre puede saber con seguridad cuál es el favorito en ese momento. El sistema que un jugador experimentado puede usar para alterar esos marcadores es bastante fácil. Ese hombre tiene en mente un caballo que considera que tiene muchas probabilidades de ganar. A continuación, elige un caballo que supone una apuesta arriesgada (digamos, 15 a 1) y carece de posibilidades realistas de ganar. Nada más abrir las ventanillas de apuestas, ese hombre apuesta cien dólares por el caballo menos probable, creando al instante un favorito cuyas apuestas en la tabla caen en torno a 2 a 1. Ahora es cuando empiezan a funcionar los elementos de la aprobación social. La gente que no está segura de qué apuesta hacer en la carrera, consulta la tabla para ver qué caballo ha sido el que las primeras apuestas han decidido que es el favorito y apuestan por él. Surge entonces un efecto de bola de nieve cuando otras personas siguen apostando por ese favorito. En este momento, el jugador experimentado puede volver a la ventanilla y hacer una gran apuesta por su verdadero favorito, con lo cual tendrá mayores posibilidades ahora, pues el «nuevo favorito» ha bajado en la tabla. Si este hombre gana, su primera inversión de cien dólares habrá merecido mucho la pena. Yo mismo he visto cómo pasaba esto. Recuerdo una ocasión en la que una persona apostó cien dólares en una apuesta previa a la carrera de 10 contra 1, convirtiéndolo en el primer favorito. Empezaron a circular los rumores por el hipódromo: los primeros en hacer las apuestas sabían algo. Lo siguiente que ocurrió fue que todos (yo incluido) apostamos por ese caballo. Terminó el último y con una pata herida. Mucha gente perdió mucho dinero. Pero hubo alguien que salió beneficiado. Nunca sabremos quién. Pero se llevó todo el dinero. Conocía la teoría de la aprobación social. Nota del autor: Una vez más podemos ver que la aprobación social tiene más eficacia con aquellos que no se sienten familiarizados o que se ven poco seguros en una situación determinada y que, en consecuencia, deben mirar fuera de sí mismos para encontrar pruebas de cuál es el mejor comportamiento. En este caso, vemos cómo los oportunistas sacarán provecho de esta tendencia. RESUMEN • El principio de aprobación social establece que uno de los medios importantes que utilizan las personas para decidir qué creer o cómo actuar en una situación determinada es observar qué creen los demás o cómo actúan. Este tipo de efecto tan poderoso se ha encontrado tanto en niños como en adultos, y en actividades tan diversas como las decisiones de compra, los donativos a instituciones benéficas y la superación de fobias. El principio de aprobación social puede utilizarse para estimular la conformidad de una persona ante una petición informándole de que muchos otros individuos (cuantos más, mejor) muestran o han mostrado su conformidad. Por tanto, el simple hecho de señalar la popularidad de un artículo la aumenta. • La aprobación social ejerce su mayor influencia cuando se dan tres condiciones. La primera es la incertidumbre. Cuando las personas no están seguras, cuando la situación es ambigua, es más probable que se fijen en las acciones de otros y las acepten como correctas. En las situaciones ambiguas, por ejemplo, la decisión que toman los testigos de una emergencia de prestar ayuda está mucho más influida por las acciones de los demás testigos que cuando se trata de una clara situación de emergencia. • La segunda condición por la que la aprobación social tiene más influencia es aquella en la que participan «los muchos»: las personas tienden a seguir el ejemplo de otros según la cantidad que sumen esos otros. Cuando vemos que muchos otros están realizando una acción, nos mostramos más dispuestos a seguir su ejemplo porque dicha acción nos parece: 1) más correcta/válida, 2) más viable y 3) socialmente más aceptable. • La tercera condición que optimiza la información de la aprobación social es la semejanza. Las personas se atienen a las creencias y acciones de aquellos con quienes se pueden comparar, especialmente sus semejantes –un fenómeno al que podemos llamar persuasión de los semejantes–. Se pueden ver pruebas de la poderosa influencia de las acciones de personas semejantes en las estadísticas de suicidios compiladas por el sociólogo David Phillips. Estas estadísticas revelan que tras los casos de suicidio que reciben amplia difusión, otros individuos con problemas semejantes a los de la víctima del suicidio deciden quitarse la vida. Un análisis del suicidio en masa ocurrido en Jonestown (Guyana) indica que el líder del grupo, el reverendo Jim Jones, se sirvió tanto del factor de la incertidumbre como de la semejanza para inducir a la mayoría de la población de Jonestown a una reacción de suicidio en manada. • El GRAN ERROR de la aprobación social que cometen muchos comunicadores es el de criticar la frecuencia con la que se realiza una conducta no deseada (conducir bajo los efectos del alcohol, los suicidios entre adolescentes, etc.) como forma de ponerle fin. Sin embargo, no se dan cuenta de que dentro de la queja de «Mira cuánta gente está haciendo eso tan indeseable» se esconde el mensaje contrario de «Mira cuánta gente hace esto», lo cual puede empeorar la situación gracias al principio de la aprobación social. • Cuando los comunicadores no son capaces de valerse de una aprobación social existente porque su idea, causa o producto no tiene un amplio apoyo, quizá sí puedan aprovechar el poder de la aprobación social futura describiendo con franqueza la tendencia cada vez mayor de ese apoyo que el público puede continuar. • Entre las recomendaciones que pueden ayudarnos a reducir nuestra sensibilidad a la aprobación social errónea se incluyen la sensibilidad ante pruebas falseadas de lo que personas semejantes a nosotros están haciendo y la convicción de que las acciones de estos semejantes no deben constituir la única base para nuestras decisiones. CAPÍTULO CINCO AUTORIDAD DEFERENCIA DIRIGIDA Creed al experto. Virgilio No hace mucho tiempo, un periodista surcoreano me preguntó: «¿Por qué está ahora tan de moda la ciencia del comportamiento?». Existen varias razones, pero hay una que implica la participación de distintos departamentos de investigación de la ciencia del comportamiento en los ámbitos gubernamental, empresarial, legal, médico, educativo y de organizaciones sin ánimo de lucro de todo el planeta. En total, se han afianzado unas seiscientas de estas unidades de investigación en menos de diez años, cada una de ellas dedicada al análisis de cómo se podrían utilizar los principios de la ciencia del comportamiento para resolver problemas del mundo real. La primera de ellas, el Behavioural Insights Team (BIT) del Gobierno británico, ha resultado especialmente productiva. Por ejemplo, para analizar cómo aumentar las aportaciones a causas dignas, sobre todo entre individuos cuyos recursos económicos les permiten hacer importantes contribuciones, los investigadores del BIT compararon el éxito de las técnicas para motivar a los empleados de bancos de inversión a que donaran el sueldo de un día a instituciones benéficas. En la sede londinense de un importante banco internacional, sus empleados recibieron la petición de realizar un donativo para colaborar en la campaña de recaudación de fondos del banco para un par de instituciones benéficas, la de Help a Capital Child y la de Meningitis Research UK. Un grupo de empleados, los del grupo de control, recibieron la petición en forma de una carta convencional que les pedía su colaboración económica. El resultado fue de un 5 por ciento de conformidad. Un segundo grupo recibió la visita de un personaje famoso que mostraba su apoyo al programa. Gracias a esta táctica basada en la simpatía, la conformidad aumentó al 7 por ciento. Un tercer grupo se encontró con una petición basada en la reciprocidad; al entrar en el edificio se les acercó un voluntario que primero les regaló a cada uno un paquete de caramelos y, después, les pidió participar en el programa, lo cual hizo que la conformidad subiera al 11 por ciento. Un cuarto grupo recibió una petición que incluía el principio de autoridad bajo la forma de una carta firmada por su director ejecutivo en la que ensalzaba la importancia del programa para el banco, así como el valor que las instituciones benéficas elegidas tenían para la sociedad; se alcanzó un 12 por ciento de conformidad. Un último grupo recibió una mezcla de los principios de reciprocidad y autoridad: el regalo de los caramelos de manos de un voluntario además de la carta personalizada del director ejecutivo. La conformidad se disparó hasta el 17 por ciento. Resulta evidente que la carta del director ejecutivo, tanto por separado como acompañada de otro principio de influencia, tuvo unos efectos importantes en la decisión de hacer la donación. Esto fue así porque el origen de la carta poseía dos tipos de autoridad para la mente de los receptores. En primer lugar, se trataba de la persona que tiene la autoridad, un jefe que podía influir en el futuro de los receptores dentro de la organización y que, al haberles enviado una carta personalizada, sabría si accederían a su petición. Además, se trataba también de una autoridad en la materia, pues había dejado claro su conocimiento sobre el valor de la campaña para el banco, así como el valor inherente de aquellas instituciones benéficas en particular. Cuando quien hace la petición posee esa mezcla de rasgos de autoridad, es de esperar que la conformidad sea notable. De hecho, se trata de una combinación que explica una de las pautas de reacción más asombrosas de la historia de la ciencia del comportamiento[57]. Supongamos que, hojeando el periódico, vemos un anuncio en el que se buscan voluntarios para tomar parte en un «estudio sobre la memoria» que va a realizarse en el departamento de Psicología de una universidad cercana. Supongamos también que la idea del experimento nos resulta atractiva y nos ponemos en contacto con el director del estudio, el profesor Stanley Milgram, con quien acordamos participar en una sesión de una hora de duración. Cuando llegamos al laboratorio, encontramos allí a dos hombres. Uno es el investigador encargado del experimento, como claramente se puede ver por la bata gris que lleva puesta y el cuaderno de notas que lleva en la mano. El otro es un voluntario como nosotros, una persona completamente normal en todos los aspectos. Tras el inicial intercambio de saludos y comentarios amables, el investigador empieza a explicar el procedimiento que se va a seguir. Dice que el experimento trata de cómo el castigo afecta al aprendizaje y la memoria. Para ello, uno de los participantes tendrá la tarea de aprenderse parejas de palabras de una larga lista hasta que sea capaz de recordarlas a la perfección; esa persona será el Alumno. La labor del otro participante será la de comprobar la memoria del Alumno y administrarle descargas eléctricas cuya intensidad irá en aumento cada vez que se equivoque; esta persona tendrá el papel del Profesor. Como es lógico, nos ponemos un poco nerviosos al oír esto. Nuestra inquietud aumenta cuando, tras echarlo a suertes con nuestro compañero, vemos que nos ha correspondido el papel del Alumno. No nos habíamos esperado la posibilidad de que el dolor formara parte del estudio, así que por un momento consideramos la idea de marcharnos. Pero pensamos que ya habrá tiempo para ello si es necesario y que, además, ¿qué intensidad pueden tener las descargas? Una vez que hemos tenido oportunidad de estudiarnos la lista de palabras, el investigador nos amarra a una silla y, bajo la mirada del Profesor, nos coloca unos electrodos en el brazo. Más preocupados ahora por los efectos de las descargas, preguntamos por su intensidad. La respuesta del investigador no es nada tranquilizadora. Dice que, aunque pueden resultar extremadamente dolorosas, no causarán «lesiones permanentes en los tejidos». Dicho esto, el investigador y el Profesor nos dejan solos y pasan a una habitación contigua, donde este último nos irá haciendo las preguntas de la prueba a través de un sistema de intercomunicación y nos transmitirá una descarga de castigo por cada respuesta errónea. A medida que avanza la prueba, vemos cuál es la pauta que sigue el Profesor: hace la pregunta y espera la respuesta a través del intercomunicador. Cada vez que nos equivocamos, nos anuncia el voltaje de la descarga que vamos a recibir y tira de una palanca para aplicar el castigo. Lo más inquietante de todo es que la descarga aumenta 15 voltios con cada nuevo error que cometemos. La primera parte de la prueba se desarrolla sin incidentes. Las descargas son molestas pero tolerables. Pero, más adelante, a medida que vamos cometiendo más errores y el voltaje de las descargas aumenta, el castigo empieza a resultar lo bastante doloroso como para interrumpir nuestra concentración, lo que da lugar a nuevos errores y a descargas más perturbadoras. Al llegar a los niveles de 75, 90 y 105 voltios, el dolor nos hace emitir quejidos audibles. A los 120 voltios, gritamos por el intercomunicador que las descargas empiezan a ser realmente dolorosas. Recibimos el siguiente castigo con un gemido y decidimos que ya no podemos soportar mucho más dolor. Cuando el Profesor lanza la descarga de 150 voltios, gritamos por el intercomunicador: «¡Ya está bien! Sáquenme de aquí. Sáquenme de aquí, por favor. Déjenme salir». Imagen 5.1: El estudio Milgram. La fotografía muestra cómo al Alumno (la víctima) lo ata En lugar de lo que esperamos del Profesor, que él y el investigador acudan a soltarnos, se limita a hacernos la siguiente pregunta de la prueba. Sorprendidos y confundidos, balbuceamos la primera respuesta que se nos ocurre. Por supuesto, es errónea y el Profesor nos lanza una descarga de 165 voltios. Pedimos a gritos al Profesor que pare y que nos deje salir de ahí. Responde con la siguiente pregunta –y con la siguiente descarga fulminante– cuando nuestra frenética respuesta es incorrecta. Ya no podemos seguir soportando el pánico y las descargas son ahora tan fuertes que hacen que nos retorzamos y chillemos. Damos una patada a la pared, exigimos que nos suelten y suplicamos al Profesor que nos ayude. Sin embargo, las preguntas de la prueba continúan igual que antes, lo mismo que las temidas descargas –con agudas sacudidas de 195, 210, 225, 240, 255, 270, 285 y 300 voltios–. Somos conscientes de que ya nos resulta imposible responder correctamente a las preguntas, así que le gritamos al Profesor que ya no vamos a responder más. No hay cambios. El Profesor interpreta que la falta de respuesta es un error y nos lanza otra descarga. El calvario continúa hasta que, por fin, la potencia de las descargas nos atonta hasta dejarnos casi paralizados. Ya no podemos gritar ni retorcernos. Lo único que sentimos son las terribles sacudidas eléctricas. Pensamos que quizá esta falta absoluta de actividad haga que el Profesor pare. No tiene sentido continuar con el experimento, pero él sigue adelante, implacable, gritando las preguntas y anunciando los horribles niveles de descarga (ya por encima de los 400 voltios) y tirando de las palancas. «¿Cómo puede ser así este hombre?», nos preguntamos. «¿Por qué no me ayuda? ¿Por qué no para?». El poder de la presión de la autoridad Para la mayoría de nosotros, la escena anterior es como una pesadilla. Para reconocer lo terrible que es, debemos entender que, en casi todos los aspectos, es real. Este experimento –en realidad, toda una serie– se llevó a cabo bajo la batuta de un profesor de Psicología llamado Milgram. En él, los participantes con el rol del Profesor fueron lanzando niveles de descargas continuadas, intensas y peligrosas a un Alumno que no dejaba de dar patadas, chillar y suplicar. Solo un aspecto importante del experimento no era auténtico. No se hizo ninguna descarga real; el Alumno, que lanzaba continuos gritos de angustia pidiendo compasión y que lo soltaran no era ningún sujeto del experimento, sino un actor que solo fingía estar recibiendo descargas. El verdadero propósito del estudio de Milgram, por tanto, no tenía nada que ver con los efectos del castigo en el aprendizaje y la memoria, sino que llevaba implícita una pregunta bien distinta: cuando quien lo ordena es una figura de autoridad, ¿cuánto sufrimiento están dispuestas a infligir las personas normales y corrientes sobre otra completamente inocente? La respuesta resulta inquietante. En unas circunstancias que reflejan con exactitud las características de la «pesadilla», el típico Profesor estaba dispuesto a provocar tanto dolor como tuviese a su alcance. En lugar de ceder a las súplicas de la víctima, en torno a los dos tercios de los sujetos del experimento de Milgram pulsaron cada uno de los treinta interruptores de descargas que tenían delante y llegaron al último (de 450 voltios) hasta que el investigador dio por terminado el experimento. Más inquietante aún es que casi ninguno de los cuarenta sujetos del estudio abandonó su rol de Profesor cuando la víctima empezó a pedir que lo soltaran ni tampoco cuando empezó a suplicarlo ni, aún más tarde, cuando su reacción ante tanta descarga se había convertido, según las palabras de Milgram, en «definitivamente un grito de agonía». Estos resultados sorprendieron a todos los involucrados en el proyecto, incluido el propio Milgram. De hecho, antes de comenzar el estudio, les pidió a varios grupos de colegas, estudiantes universitarios y especialistas en Psicología de la Universidad de Yale (donde se llevó a cabo el experimento) que leyeran una descripción del procedimiento y calcularan cuántos sujetos llegarían hasta la última descarga (450 voltios). Todos, sin excepción, respondieron que entre el 1 y el 2 por ciento. Un grupo distinto formado por treinta y nueve psiquiatras predijo que quizá una sola persona entre mil estaría dispuesta a llegar hasta el final. Por tanto, ninguno de ellos estaba preparado para la pauta de comportamiento que reveló el experimento. ¿Cómo se puede dar explicación a esta pauta tan inquietante? Quizás, como han señalado algunos, tenga que ver con el hecho de que los sujetos del experimento fueran todos hombres, grupo cuyas tendencias agresivas son bien conocidas, o quizá es que no supieran reconocer el posible daño que podrían causar descargas de tan alto voltaje, o puede que esos sujetos constituyeran una monstruosa colección de degenerados que disfrutaban infligiendo dolor. Existen pruebas contra cada una de estas posibilidades. En primer lugar, otro experimento posterior reveló que el sexo del sujeto nada tenía que ver con su disposición a lanzar a la víctima todas las descargas; las mujeres con el rol de Profesor se comportaron igual que los hombres que participaron en el estudio inicial de Milgram. En otro experimento se analizó la explicación de que los sujetos no fueran conscientes del posible peligro físico que corría la víctima. En él, se pidió a la víctima que dijera que tenía una enfermedad cardiaca y que afirmara que las descargas le estaban afectando al corazón: «¡Ya está bien! Sáquenme de aquí. Les he dicho que tengo un problema cardiaco. El corazón está empezando a molestarme. No quiero continuar. Déjenme salir de aquí». Los resultados fueron los mismos; el 65 por ciento de los sujetos cumplieron con su tarea y llegaron hasta la descarga máxima. Por último, ha resultado igual de poco satisfactoria la explicación de que los sujetos del experimento de Milgram fuesen un grupo de sádicos que en absoluto representaban al ciudadano medio. Las personas que respondieron al anuncio de Milgram en el periódico para participar en su experimento sobre «la memoria» representaban una mezcla estándar de nuestra sociedad en cuanto a edad, ocupación y nivel educativo. Y, lo que es más, una posterior batería de pruebas de personalidad, reveló que se trataba de personas normales, desde el punto de vista psicológico, sin el más leve atisbo de psicosis como grupo. De hecho, eran iguales que tú y que yo; o, como le gusta decir a Milgram, somos tú y yo. Si este autor está en lo cierto al decir que los espeluznantes resultados de sus estudios se pueden aplicar a nosotros, la pregunta que hay que responder pasa a ser personal e incómoda: «¿qué nos mueve a hacer este tipo de cosas?». Milgram estaba convencido de saber la respuesta. Decía que estaba relacionado con un sentido de obediencia hacia la autoridad profundamente arraigado. Según Milgram, el verdadero culpable de lo que sucedió en los experimentos estaba en la incapacidad de los sujetos para contrariar los deseos del jefe, del investigador con su bata de laboratorio que les instaba y hasta les ordenaba que cumplieran con su deber, a pesar del caos emocional y físico que ello implicaba. Las pruebas en que se basa la explicación de obediencia a la autoridad de Milgram resultan contundentes. En primer lugar, es evidente que sin las instrucciones que daba el investigador para que continuaran, los sujetos habrían puesto fin rápidamente al experimento. No les gustaba lo que estaban haciendo y sufrían con la angustia de su víctima. Suplicaban al investigador que les permitiese parar. Ante su negativa, seguían adelante, pero temblaban, sudaban, tiritaban y balbuceaban protestas y nuevas súplicas para que soltara a la víctima. Apretaban los puños hasta clavarse las uñas en las manos; se mordían los labios hasta sangrar; se sujetaban la cabeza entre las manos; algunos sufrieron incluso ataques incontrolables de risa nerviosa. Un observador ajeno al experimento inicial de Milgram describió así a uno de los sujetos: Vi cómo entraba en el laboratorio un hombre de negocios maduro y sereno, sonriente y confiado. A los veinte minutos, se convirtió en un manojo de nervios que se sacudía y tartamudeaba y que parecía estar a punto de sufrir un colapso nervioso. No paraba de tirarse del lóbulo de la oreja y de restregarse las manos. En un momento dado, se dio un puñetazo en la frente y murmuró: «Dios mío, vamos a dejarlo ya». Y, aun así, continuó respondiendo a cada palabra del investigador y obedeciendo hasta el final. Además de estas observaciones, Milgram ha aportado pruebas aún más convincentes de la interpretación de obediencia a la autoridad con respecto al comportamiento de sus sujetos. En un experimento posterior, hizo que el investigador y la víctima cambiaran el guion de tal modo que el primero le dijera al Profesor que dejara de lanzar descargas a la víctima mientras esta, envalentonada, le insistía al Profesor que continuara. El resultado no pudo ser más evidente: el cien por cien de los sujetos se negó a aplicar una descarga más cuando solo era la víctima quien lo exigía. Idéntico resultado se obtuvo en otra versión del experimento, en la cual el investigador y el supuesto sujeto intercambiaron los papeles, de tal modo que era al primero a quien se ataba a la silla y el segundo quien ordenaba al Profesor que continuara –a pesar de las protestas del investigador–. Una vez más, ninguno de los sujetos aplicó nuevas descargas. El grado extremo en que los sujetos de los estudios de Milgram obedecían las órdenes de la autoridad quedó documentado en una nueva variante del experimento básico. En este caso, el Profesor se enfrentaba a dos investigadores que le daban instrucciones contradictorias; uno le ordenaba que pusiera fin a las descargas eléctricas cuando la víctima gritaba que le dejasen libre, mientras que el otro sostenía que el experimento debía seguir adelante. Estas instrucciones opuestas dieron lugar a lo que tal vez haya sido el único aspecto cómico del experimento: con un desconcierto tragicómico y lanzando rápidas miradas a un investigador y a otro, los sujetos les rogaban a los dos que se pusiesen de acuerdo en una sola orden para poder cumplirla. «Esperen, esperen. ¿Qué hago? Uno dice que pare, el otro que siga… ¿Qué es esto?». Al ver que los investigadores seguían a la gresca, los sujetos trataban de decidir a toda prisa quién era el jefe más importante. Al no poder seguir esta ruta de obediencia a «la» autoridad, cada sujeto seguía lo que le decía su propio instinto y dejaba de aplicar descargas. Al igual que en las otras variaciones del experimento, este resultado habría sido difícil de predecir si en las motivaciones de los sujetos hubiese alguna forma de sadismo o agresividad neurótica. Según Milgram, toda la información que había acumulado constituía la evidencia de un fenómeno escalofriante: «Es la extrema disposición de los adultos a cumplir casi cualquier tipo de orden de una autoridad lo que constituye la principal conclusión del estudio». Este resultado contiene serias implicaciones para quienes se preocupan por la capacidad de otra forma de autoridad –el Gobierno– para obtener de sus ciudadanos inquietantes niveles de obediencia. Además, este resultado nos dice algo de la mera fuerza de las presiones de la autoridad a la hora de controlar nuestro comportamiento. Tras ver cómo se retorcían, sudaban y sufrían los sujetos del experimento de Milgram al cumplir con su tarea, ¿podría alguien dudar de la intensidad de la fuerza que los retenía allí? Para quienes sigan albergando alguna duda, la historia de S. Brian Willson puede resultar ilustrativa. El 1 de septiembre de 1987, para protestar por el envío de equipos militares estadounidenses a Nicaragua, el señor Willson y otros dos hombres se tumbaron sobre las vías del tren que salía de la Base Naval de Armamento de Concord, California. Los manifestantes confiaban en que su acción detendría el avance programado para el tren ese día, pues habían avisado de sus intenciones a los funcionarios de la fuerza naval y del ferrocarril tres días antes. Pero la tripulación civil a la que habían dado órdenes de no detenerse, no detuvo el tren a pesar de que podían ver a los manifestantes doscientos metros más adelante. Aunque dos de los hombres consiguieron salir ilesos, el señor Willson no fue lo suficientemente rápido como para poder evitar ser atropellado y sufrió la mutilación de sus dos piernas por debajo de las rodillas. Como los médicos navales presentes en el lugar se negaron a tratarle o permitir que lo llevaran al hospital en su ambulancia, varios testigos –incluida la esposa y el hijo del señor Willson– trataron de contener el flujo de sangre durante cuarenta y cinco minutos hasta que llegó una ambulancia privada. Sorprendentemente, el señor Willson, que había prestado servicio en Vietnam durante cuatro años, no culpó ni a la tripulación ni al equipo médico de su desgracia; apuntó su dedo hacia un sistema que constreñía sus acciones mediante la presión a la obediencia. «Se limitaron a hacer lo que hice yo en Vietnam. Seguían unas órdenes que forman parte de una política demente. Son los cabezas de turco». Aunque los miembros de la tripulación compartían la opinión del señor Willson de verse a sí mismos como víctimas, no compartían su actitud magnánima. En lo que quizá sea el aspecto más singular del incidente, la tripulación del tren presentó una querella legal contra él en la que exigían una indemnización por daños y perjuicios por la «humillación, la angustia y el estrés físico» que habían sufrido debido a que él no les había permitido cumplir las órdenes que tenían sin cortarle las piernas. A favor del sistema judicial estadounidense hay que decir que la demanda fue desestimada de inmediato[58]. Los encantos y peligros de la obediencia ciega Cuando nos enfrentamos a un potente motivador de la acción humana, es natural esperar que haya buenas razones para la motivación. En el caso de la obediencia a la autoridad, incluso una breve consideración de la organización social humana sirve para obtener abundante justificación. Un sistema de autoridad de varios niveles y ampliamente aceptado otorga a la sociedad una inmensa ventaja. Permite el desarrollo de sofisticadas estructuras para la producción de recursos, el comercio, la defensa, la expansión y el control social que, de otro modo, serían imposibles. En el extremo opuesto, la alternativa es la anarquía, un estado que no se caracteriza por sus beneficiosos efectos sobre los grupos culturales y sobre el cual el filósofo social Thomas Hobbes asegura que nos proporcionaría una vida «solitaria, miserable, desagradable, brutal y corta». En consecuencia, se nos enseña desde que nacemos a creer que la obediencia a una pertinente autoridad es buena y que la desobediencia es mala. Este mensaje puede verse en las enseñanzas de los padres, en las rimas que aprendemos en la escuela, en los cuentos y en las canciones de nuestra infancia, y también en los sistemas legal, militar y político en los que nos encontramos de adultos. En cada uno de ellos se da mucho valor a los conceptos de sumisión y lealtad hacia las normas legítimas. La formación religiosa también ha contribuido. El primer libro de la Biblia describe cómo la desobediencia a la autoridad suprema terminó con la pérdida del paraíso para Adán, Eva y el resto de la humanidad. En caso de que esta metáfora en particular fuera demasiado sutil, un poco más adelante en el Antiguo Testamento podemos leer –en lo que podría ser la representación bíblica más parecida al experimento de Milgram– el imponente relato de cómo Abraham estaba dispuesto a clavar un puñal en el corazón de su hijo menor porque Dios, sin ninguna explicación, se lo había ordenado. En esta historia aprendemos que lo correcto de una acción no debe juzgarse por aspectos como su evidente insensatez, su maldad, su injusticia ni por las normas morales tradicionales, sino simplemente porque así lo ordena una autoridad superior. El tormento de Abraham fue una prueba de su obediencia y él la había superado –al igual que los sujetos del experimento de Milgram, que quizás habían aprendido la lección gracias a él–. Casos como el de Abraham y el de los participantes en el experimento de Milgram dicen mucho del poder y el valor de la obediencia en nuestra cultura. Sin embargo, pueden inducir a error en otro sentido. Rara vez nos atormentamos hasta ese punto con los pros y los contras de las exigencias de la autoridad. De hecho, nuestra obediencia se produce a menudo en forma de clic, activación, sin apenas una reflexión consciente. La información que proporcione una autoridad reconocida puede constituir un valioso atajo para decidir cómo actuar en una situación determinada. Al fin y al cabo, tal y como apuntó Milgram, acceder a los dictados de la autoridad nos ha proporcionado auténticas ventajas prácticas. Desde el principio, descubrimos que seguir los consejos de estas personas (padres, profesores) que saben más que nosotros resulta beneficioso, en parte por su mayor sabiduría y, en parte, porque controlan nuestras recompensas y castigos. De adultos, sigue habiendo los mismos beneficios por las mismas razones, si bien los representantes de la autoridad son ahora empresarios, jueces y jefes de Gobierno. Por los cargos que ocupan, tienen mayor acceso a la información y al poder y, por ello, es lógico obedecer los deseos de las autoridades que han accedido a ese estatus de manera pertinente. Es tan lógico que, a menudo, hacemos lo mismo cuando no tiene lógica ninguna. Por supuesto, la paradoja es la misma que acompaña a todas las principales armas de influencia. En este caso, una vez que vemos que la obediencia a la autoridad es de lo más beneficiosa, es fácil entregarnos a la comodidad de la obediencia automática. El aspecto positivo y, a la vez, negativo de esa obediencia ciega es su carácter mecánico. Como no necesitamos pensar, no pensamos. Aunque esta obediencia irreflexiva nos conduzca la mayor parte de las veces a realizar la acción adecuada, surgirán ciertas excepciones pues, en lugar de pensar, estamos reaccionando. Veamos un ejemplo de una faceta de nuestras vidas en la que la presión de la autoridad resulta evidente y fuerte: la medicina. La salud tiene enorme importancia para nosotros. Así pues, los médicos, que poseen grandes conocimientos y mucha influencia en este campo tan esencial, detentan un puesto de autoridades respetadas. Además, el sistema médico cuenta con una estructura de prestigio y de poder muy marcada. Las distintas clases de trabajadores del sector conocen muy bien el nivel que ocupan sus puestos en esta estructura, y también saben que los médicos conforman el nivel superior. Nadie puede desautorizar el diagnóstico de un médico sobre un caso, a excepción quizá de otro médico de categoría superior. Por consiguiente, se ha desarrollado entre el personal sanitario una larga tradición de obediencia automática a las órdenes de los médicos. Surge entonces la preocupante posibilidad de que cuando un médico comete un error claro, nadie de rango inferior pensará en cuestionar su decisión – precisamente porque una vez que una autoridad legítima ha dado una orden, los subordinados dejan de pensar en la situación y empiezan a reaccionar–. Situemos este tipo de reacción clic, activación dentro de un complejo entorno hospitalario y los errores serán inevitables. De hecho, según el Instituto de Medicina estadounidense, que asesora al Congreso de los Estados Unidos en políticas sanitarias, se espera que los pacientes hospitalizados sufran al menos un error médico al día. Existen otras estadísticas igual de inquietantes: el índice anual de muertes en los Estados Unidos debidas a errores médicos es superior al de los accidentes y, en todo el mundo, un 40 por ciento de los pacientes de atención primaria y ambulatoria son víctimas de errores médicos cada año. Los errores en la administración de medicamentos a los pacientes pueden deberse a distintas causas. Sin embargo, en su libro Medication Errors: Causes and Prevention, la Universidad de Temple atribuye gran parte del problema a la deferencia irreflexiva que se concede al «jefe» del caso de un paciente: el médico que le atiende. Según Cohen, «caso tras caso, los pacientes, enfermeros, farmacéuticos y otros médicos no cuestionan ese diagnóstico». Veamos, por ejemplo, el clásico caso del «dolor de oídos rectal» recogido en la obra de Cohen y Davis en una entrevista. Un médico ordenó la aplicación de unas gotas para el oído derecho de un paciente que sufría de dolores y una infección en el mismo. En lugar de escribir las palabras completas de la localización de la infección en la receta, el médico utilizó abreviaturas, de tal modo que, al leer la receta, la enfermera terminó aplicando el número de gotas recetado en el ano del paciente. Es evidente que no había lógica en aplicar en el recto unas gotas para los oídos pero ni la enfermera ni el paciente lo pusieron en duda. Lo importante de esta anécdota es que, en muchas situaciones en las que se ha pronunciado la autoridad legítima, lo que dicte el sentido común carece de importancia. No se considera el problema en su conjunto, sino que se pasa a prestar atención y responder a un único aspecto del mismo[59]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 5.1 De un profesor universitario destinado en Texas Me crie en el gueto italiano de Warren, Pensilvania. De vez en cuando, vuelvo allí para visitar a mi familia y amigos. Al igual que en la mayor parte de las ciudades, en la actualidad la mayoría de las pequeñas tiendas especializadas en productos italianos han desaparecido para ser sustituidas por supermercados más grandes. Mi madre me envió al supermercado durante una de mis visitas para que comprara tomates en lata y me di cuenta de que casi todas las latas de tomates italianos de la marca Furmano se habían vendido. Busqué un poco en el estante que estaba justo por debajo del otro casi vacío y vi que estaba lleno (abarrotado, de hecho) de latas de tomate de la marca Furman. Miré con atención las etiquetas y me di cuenta de que Furmano es Furman. La fábrica solo había añadido una «o» a su nombre al distribuir algunos de sus productos. Supongo que esto se debe a que, al vender alimentos italianos, se atribuye una autoridad mayor si el nombre termina en vocal. Nota del autor: El hombre que escribió esta reseña comentó también que la «o» añadida estaba cumpliendo una misión doble como desencadenante de la influencia en esa tienda. Esa «o» no solo aportaba autoridad al fabricante dentro de un «gueto italiano», sino que también cumplía el principio de la simpatía al hacer que la compañía pareciera semejante a sus clientes. Cuando nuestra conducta se rige de una forma tan irreflexiva podemos estar seguros de que habrá profesionales de la persuasión dispuestos a sacar provecho. Sin salir del campo de la medicina, podemos ver cómo los anunciantes han utilizado con frecuencia el respeto que se otorga a los médicos en nuestra cultura contratando a actores que representan el papel de médicos al hablar sobre un producto. Mi ejemplo favorito es un anuncio de televisión del medicamento Formula 44 de Vicks para la tos en el que aparecía el actor Chris Robinson, que interpretó al famoso personaje del doctor Rick Webber en la popular serie televisiva de los años ochenta Hospital General. El anuncio, que empezaba con la frase «No soy médico, pero interpreto a uno en la televisión» y, a continuación, presentaba el consejo de Robinson a una joven madre sobre los beneficios de ese medicamento, tuvo un gran éxito y sus ventas experimentaron una importante subida. ¿Por qué resultó tan efectivo ese anuncio? ¿Por qué habríamos de creer lo que dijera el actor Chris Robinson sobre los beneficios para la salud de un antitusivo? Porque, tal y como sabía la agencia de publicidad que le contrató, la mente de los telespectadores lo asociaba con el doctor Rick Webber, el personaje que durante tanto tiempo había interpretado en la conocidísima serie de televisión. Desde un punto de vista objetivo, es ilógico dejarse influir por las palabras de un hombre que sabemos que no es más que un actor que interpretó el papel de un médico, pero en la práctica, debido a una reacción irreflexiva ante lo que se percibe como autoridad, ese hombre preparaba el jarabe de la tos. Como testimonio de la efectividad del anuncio, en 1986, cuando Chris Robinson fue encarcelado por evasión de impuestos, más que poner fin a su emisión, la marca Vicks se limitó a volver a emitir el anuncio con otro famoso actor televisivo (Peter Bergman), que interpretaba a un médico en la serie All my children. Salvo por el cambio de médicos televisivos, el anuncio era casi un duplicado de la versión anterior. Llama la atención que, a pesar de su condena, a Chris Robinson se le permitió continuar con su papel en Hospital General gracias a un permiso carcelario para trabajar. ¿Qué explicación podemos darle al privilegio que se le concedió y que se le habría negado a casi cualquier otro actor que estuviese cumpliendo una pena de prisión? Quizá fuera que interpretaba a un médico en una serie. Imagen 5.2: No soy médico, pero interpreto a uno en anuncios de medicamentos. Fotos com Connotación, no contenido Desde la primera vez que lo vi, lo que más me llamó la atención del anuncio de Formula 44 de Vicks fue la habilidad para servirse del principio de la autoridad sin aportar ninguna autoridad real. La apariencia era suficiente, lo cual nos deja claro un aspecto importante de nuestras reacciones irreflexivas ante las autoridades. Cuando estamos en modo clic, activación,somos a menudo tan vulnerables a los símbolos de autoridad como a su esencia. Varios de estos símbolos pueden desencadenar de manera fehaciente nuestra conformidad. Por consiguiente, son ampliamente utilizados por los profesionales de la persuasión que están escasos de esencia. Los estafadores, por ejemplo, se disfrazan con los títulos, ropas y paramentos de la autoridad. Nada les gusta más que aparecer elegantemente vestidos bajando de un lujoso automóvil y presentarse a sus presuntas «víctimas» diciendo que son el doctor, el juez, el profesor o el inspector don Fulanito. Saben que, adornándose así, sus posibilidades de persuasión aumentan enormemente. Cada uno de estos tres tipos de símbolos de autoridad –los títulos, la ropa o los paramentos– tiene su propia historia y merece un análisis detenido. Títulos Los títulos son los símbolos de autoridad más difíciles y, a la vez, más fáciles de adquirir. Para ganarse un título son necesarios normalmente años de trabajo y dedicación, pero es posible que alguien, sin ningún esfuerzo, lo adopte como una mera etiqueta para recibir una deferencia automática. Como hemos visto, los actores que aparecen en anuncios de televisión y los estafadores lo hacen constantemente y con mucho éxito. Recientemente hablé con un amigo –profesor de una prestigiosa universidad del Este de los Estados Unidos– que me proporcionó una eficaz ilustración de la manera en que nuestras acciones suelen estar más influidas por el título que por la naturaleza de quien afirma poseerlo. Mi amigo viaja bastante y suele charlar con desconocidos en bares, restaurantes y aeropuertos. Dice que gracias a su larga experiencia ha aprendido a no mencionar nunca en estas conversaciones su título de profesor. Cuando lo hace, nota que el tono de la interacción cambia de inmediato. Personas que han sido contertulios espontáneos e interesantes hasta ese momento, se muestran reservadas, condescendientes y aburridas. Sus opiniones, que antes habían dado lugar a un animado diálogo, provocan ahora largas declaraciones de conformidad de enorme corrección gramatical. Molesto y algo desconcertado por este fenómeno –porque, como él mismo dice, «sigo siendo el mismo tipo con el que llevan treinta minutos hablando»– ahora mi amigo suele mentir al hablar de su ocupación en tales situaciones. Resulta extravagante esta desviación de la clásica pauta de comportamiento, por la cual ciertos profesionales de la persuasión mienten sobre títulos que en realidad no poseen. En cualquier caso, esa falsedad pone de relieve la capacidad que tienen los símbolos de autoridad para influir en el comportamiento. Me pregunto si mi amigo el profesor –que es de poca estatura– estaría igual de dispuesto a ocultar su título si supiera que, además de volver más corteses a los desconocidos, también sirve para que él les parezca más alto. Varios estudios que han investigado la forma en que afecta el nivel de autoridad a la percepción de la estatura muestran que los títulos prestigiosos provocan distorsiones en la apreciación de la altura. En un experimento llevado a cabo en cinco clases de universitarios australianos, se presentó a los estudiantes a un visitante de la Universidad británica de Cambridge. Sin embargo, su estatus en esa universidad se presentó de forma diferente ante cada una de las clases: en una lo presentaron como estudiante; en la segunda, como ayudante de laboratorio; en otra clase, como profesor auxiliar; en otra, como profesor titular; y en la quinta, como catedrático. Cuando salió del aula se pidió a los alumnos que calculasen su estatura. Se observó que con cada incremento de nivel académico, la estatura percibida del mismo hombre crecía algo más de un centímetro de media, de tal modo que entre el «catedrático» y el «alumno» había una diferencia de cerca de seis centímetros. Otros estudios han llegado a dos conclusiones: que, tras ganar unas elecciones, los políticos se vuelven más altos a los ojos de los ciudadanos y que, tras atribuirles el prestigioso rol de «director» (frente al de «empleado») en una tarea, varios estudiantes universitarios se ven a sí mismos más altos. Como consideramos que la estatura y el estatus están relacionados, es posible que ciertos individuos se beneficien de la sustitución de la primera por el segundo. En algunas sociedades de animales en las que el estatus de un animal depende de su capacidad para dominar, el tamaño es un factor importante a la hora de determinar qué estatus logrará tener cada animal dentro del grupo. Imagen 5.3: Altas expectativas. [Texto: Dilbert, te presento a Ben, nuestro nuevo director p En el combate con un rival, es habitualmente el animal de mayor tamaño y más fuerte el que gana. Para evitar las consecuencias perjudiciales que tienen para el grupo los enfrentamientos físicos, muchas especies emplean métodos que suelen basarse más en la forma que en la lucha. Los dos rivales se sitúan uno frente al otro con ostentosos despliegues de agresividad, en los que siempre se valen de trucos para aumentar el tamaño. Algunos mamíferos arquean el lomo y erizan el pelo; los peces extienden las aletas e hinchan sus cuerpos; los pájaros despliegan las alas y las revolotean. A menudo, esta exhibición basta para que uno de los histriónicos guerreros se retire y deje la posición de dominio al rival, aparentemente más grande y más fuerte. Pelo, aletas y plumas. ¿No es curioso cómo pueden explotarse estos elementos tan delicados para crear una sensación de solidez y peso? Podemos extraer dos lecciones de aquí. Una está relacionada específicamente con la asociación entre tamaño y posición social: la conexión entre los dos puede ser utilizada provechosamente por individuos capaces de fingir el primero para conseguir la apariencia de la segunda. Esta es precisamente la razón por la que los estafadores, aunque sean de estatura normal o ligeramente más altos que la media, suelen llevar alzas en los zapatos. La otra lección es más general: los signos externos de poder y autoridad pueden falsearse con los materiales más endebles. Volvamos al ámbito de los títulos para buscar un ejemplo de un experimento que, en varios aspectos, es el más escalofriante que conozco. Un grupo de investigadores, compuesto por médicos y enfermeros relacionados con tres hospitales del Medio Oeste de los Estados Unidos, empezaron a preocuparse cada vez más por el grado de obediencia mecánica de los enfermeros a las órdenes de los médicos. A los investigadores les parecía que ni siquiera los enfermeros con mayor formación y más cualificados utilizaban esos recursos lo suficiente como para verificar la opinión de un médico; por el contrario, cuando se encontraban ante las instrucciones de un médico se limitaban a cumplirlas. Ya hemos visto que este proceso servía para dar explicación a las gotas para el oído administradas por el recto, pero los investigadores del Medio Oeste fueron algo más lejos. En primer lugar, querían averiguar si estos casos eran incidentes aislados o si respondían a un fenómeno más amplio. En segundo lugar, deseaban analizar el problema en el contexto de un error grave en el tratamiento: la prescripción de una dosis excesiva de un fármaco no autorizado a un paciente del hospital. Por último, querían ver qué pasaría si retiraban físicamente la figura de autoridad de dicha situación y la sustituían por una voz desconocida al teléfono con la más endeble prueba de autoridad –la atribución del título de doctor–. Uno de los investigadores hizo una llamada idéntica a veintidós puestos de enfermería de distintas salas de cirugía, consultas, pediatría y psiquiatría. Se identificó como médico y ordenó al enfermero que contestaba el teléfono que administrara veinte miligramos de un medicamento (Astrogen) a un determinado paciente de la sala. Había cuatro muy buenas razones para que el enfermero mostrara cautela ante esta orden: 1) la prescripción se transmitió por teléfono, lo que era un claro incumplimiento de la política del hospital; 2) la medicación en sí no estaba autorizada (el uso de Astrogen no estaba permitido ni aparecía en el inventario del pabellón); 3) resultaba evidente que la dosis prescrita era peligrosamente excesiva (en los envases del medicamento se indicaba claramente que la «dosis máxima diaria» era solo de diez miligramos, la mitad de lo ordenado; 4) la instrucción la había dado un hombre al que el enfermero no conocía, no había visto ni había hablado tan siquiera con él por teléfono previamente. Aun así, tras el 95 por ciento de las llamadas, los enfermeros fueron inmediatamente al botiquín y prepararon la dosis prescrita de Astrogen para, después, disponerse a pasar a la habitación del paciente para administrársela. En ese momento, un observador secreto del experimento lo detenía y le revelaba la naturaleza del mismo. Los resultados son, desde luego, aterradores. Que el 95 por ciento de los enfermeros cumpliera sin vacilar una instrucción tan claramente inadecuada como esta debe constituir para nosotros, como posibles pacientes de hospital, un buen motivo de preocupación. Este estudio demostró que los errores apenas se limitan a deslices sin importancia como, por ejemplo, la administración de unas gotas inofensivas para los oídos, sino que pueden llegar a ser errores graves y peligrosos. A la hora de interpretar estos resultados tan inquietantes, los investigadores llegaron a una conclusión muy ilustrativa: En una situación real equivalente a la del experimento, debería participar, en teoría, la inteligencia de dos profesionales, el médico y el enfermero, que garantizarían que un procedimiento determinado se realizara de tal forma que fuese beneficioso para el paciente o que, al menos, no resultase nocivo. Sin embargo, el experimento indica que, a efectos prácticos, una de estas dos inteligencias no funciona. Ante las instrucciones de un médico, parece ser que los enfermeros desconectaron su «inteligencia profesional» y pasaron a una respuesta de clic, activación. Ni su considerable formación médica ni sus conocimientos participaron en la decisión de lo que había que hacer. Por el contrario, dado que la obediencia a la autoridad legítima había sido siempre la acción preferida y más eficaz en su trabajo, estaban dispuestos a pecar de mostrar obediencia automática. Es más, habían llegado tan lejos en esa dirección que su error llegó como respuesta no a la verdadera autoridad, sino a su símbolo más fácil de falsificar: un simple título[60]. BUZÓN ELECTRÓNICO 5.1 Durante cinco años, un equipo de piratas informáticos de sistemas de seguridad lanzó varios ataques coordinados contra las redes informáticas de casi mil bancos y cooperativas de ahorro y crédito de los Estados Unidos. Su índice de éxito fue espectacular. En 963 casos, pudieron traspasar los sistemas de seguridad de los bancos y extraer elementos como documentos internos protegidos, solicitudes de préstamos y bases de datos de clientes. ¿Cómo consiguieron lograrlo en un 96 por ciento de las ocasiones cuando los bancos están equipados y protegidos con sus sofisticados sistemas de software tecnológico para detectar y evitar las incursiones digitales? La respuesta es tan simple como el método usado por los piratas. No penetraron en la avanzada tecnología de sistemas de seguridad digital con tecnología digital aún más avanzada. De hecho, no usaron ninguna tecnología de este tipo. Lo que utilizaron fue la psicología humana, representada en el principio de la autoridad. Como las intenciones de los piratas informáticos no eran cometer ningún delito – habían sido contratados por los bancos para que trataran de vencer sus sistemas de seguridad– sabemos cómo actuaron para obtener un resultado tan efectivo. Se equiparon con los pertrechos de inspectores de bomberos, supervisores de seguridad del Gobierno y exterminadores de plagas (uniformes, placas, logos) y consiguieron acceder a las instalaciones sin previo aviso, llegando a entrar en las zonas de acceso restringido, donde los dejaron a solas para que hiciesen su trabajo. Sin embargo, no se trataba del «trabajo» que el personal del banco se había esperado. Por el contrario, lo que hicieron fue descargar información y programas especialmente sensibles de ordenadores que no estaban vigilados y, en algunos casos, llevarse discos de datos, ordenadores portátiles e incluso grandes servidores informáticos cuando salieron por la puerta. En un artículo de un periódico sobre este proyecto (Robinson, 2008) Jim Stickley, el cabeza del equipo de piratas informáticos, hacía una declaración de lo más esclarecedora: «[Esto] demuestra un aspecto provocador sobre la forma en que la seguridad ha cambiado con el avance de Internet, que ha destinado la atención y el dinero que se gasta en seguridad a las redes informáticas y las amenazas de la piratería informática». En el ámbito de la persuasión, pocas cosas son tan básicas como la deferencia mostrada a la autoridad. Nota del autor: Entre las autoridades a las que se permite el acceso a las instalaciones de los bancos, no estaban solo las que se pueden considerar que tienen autoridad, como inspectores de bomberos o supervisores de seguridad del Gobierno, sino también las que solo pueden ser consideradas como autoridad en sí mismas, como los expertos en controles de plagas. Resulta ilustrativo que ambas formas de autoridad funcionaran en este caso. Ropa Un segundo tipo de símbolos de autoridad que pueden desencadenar nuestra conformidad de forma mecánica es la ropa. Pese a ser más tangible que un título, el manto de la autoridad es igual de falsificable. Los archivos policiales están llenos registros de estafadores entre cuyos métodos está el cambio rápido. Al igual que un camaleón, adoptan el blanco de hospital, el negro sacerdotal, el verde del ejército o el azul de la policía que la situación requiera para obtener el máximo beneficio. Sus víctimas se dan cuenta demasiado tarde de que el atuendo de autoridad no es ninguna garantía. Una serie de estudios realizados por el experto en Psicología Social Leonard Bickman muestra lo difícil que puede ser resistirse a las peticiones de figuras ataviadas con el atuendo de la autoridad. El procedimiento básico de Bickman consistía en pedir a un transeúnte de una calle que hiciese algo extraño (por ejemplo, que recogiera del suelo una bolsa usada de papel o que se colocara al otro lado de la señal de una parada de autobús). En la mitad de las ocasiones, el solicitante, un hombre joven, iba vestido con ropa de calle normal; en las otras, llevaba puesto un uniforme de guardia de seguridad. Con independencia del tipo de petición, eran muchas más las personas que obedecían al solicitante cuando llevaba el atuendo de guardia. Resultados similares se obtuvieron cuando quien hacía la petición era una mujer. En una versión especialmente ilustrativa del experimento, el solicitante detenía a los peatones y señalaba a un hombre que estaba junto a un parquímetro, a unos quince metros de distancia. El solicitante, ya fuese vestido de calle o con uniforme de guardia de seguridad, decía siempre lo mismo al peatón: «¿Ves a aquel hombre que está junto al parquímetro? Se le ha agotado el tiempo del aparcamiento pero no tiene cambio. ¡Dale una moneda!». En ese momento, el solicitante desaparecía por una esquina y se alejaba, de tal forma que cuando el peatón llegaba al parquímetro, ya no lo veía. Aun así, el poder del uniforme seguía actuando aun después de haberse ido. Casi todos los peatones cumplían su orden cuando iba vestido con el uniforme pero menos de la mitad lo hacían si llevaba ropa de calle. Resulta interesante señalar que, más adelante, Bickman comprobó que un grupo de estudiantes universitarios adivinaba con cierta precisión el porcentaje de conformidad obtenido en el experimento cuando el solicitante iba vestido de calle (50 por ciento, frente al 42 por ciento real); pero los estudiantes menospreciaron enormemente el porcentaje de conformidad cuando iba vestido con el uniforme: un 63 por ciento, frente al 92 por ciento real. De connotaciones menos flagrantes que un uniforme, aunque aun así efectivo, es otro tipo de atuendo que tradicionalmente ha sido indicativo de un estatus de autoridad en nuestra cultura: el traje de oficina. También puede suscitar una eficaz forma de deferencia en completos desconocidos. En un estudio realizado en Texas, los autores del experimento hicieron que un hombre de treinta y un años cruzara una calle en varias ocasiones con el semáforo rojo, con coches pasando e incumpliendo las normas. En la mitad de los casos, llevaba un traje recién planchado y corbata; en las demás ocasiones, una camisa de trabajo y unos pantalones. Los encargados del experimento miraban desde cierta distancia y contaron el número de peatones que siguió al hombre cuando cruzó la calle; un número tres veces y media superior de personas cruzó entre el tráfico por detrás del imprudente peatón vestido con traje. Llama la atención que los dos tipos de indumentaria de autoridad que en estos estudios han demostrado ejercer influencia, el uniforme de guardia de seguridad y el traje de oficina, se combinan hábilmente en un engaño que se conoce como«timo delinspector de banco». La víctima del engaño puede ser cualquiera, pero los ancianos que viven solos suelen ser sus favoritos. La estafa empieza cuando un hombre vestido con un traje tradicional llama a la puerta de la posible víctima. Todo en él, incluida su indumentaria, indica su buena posición y respetabilidad. Su camisa blanca está almidonada, sus zapatos oscuros de punta relucen y su traje es de corte clásico, con solapas de siete centímetros y medio de anchura, ni más ni menos; el tejido es pesado y grueso, pese a estar en pleno julio; sus colores apagados: azul oscuro, gris marengo o negro. Le explica a su presunta víctima –quizá una viuda a la que ha estado siguiendo discretamente desde el banco hasta su casa uno o dos días antes– que es inspector del banco y que, al revisar los libros, ha visto ciertas irregularidades. Cree haber identificado al culpable, un empleado que supervisa habitualmente los informes de movimientos de determinadas cuentas. Le dice a la viuda que su cuenta puede ser una de ellas, pero que no estará seguro hasta que tenga pruebas evidentes. Así que ha venido a solicitarle su colaboración. ¿Le puede ayudar retirando sus ahorros para que un equipo de inspectores y responsables del banco pueda rastrear el registro de la transacción al pasar por la mesa del sospechoso? A menudo, el aspecto y la presentación del «inspector bancario» causan tal impresión que a la víctima ni siquiera se le ocurre comprobar su veracidad con una simple llamada. En lugar de ello, va al banco, retira todo su dinero y vuelve a casa con él, a esperar en compañía del inspector a tener noticias del éxito de la trampa. Cuando reciben el mensaje, quien lo trae es un «guarda del banco» uniformado, que llega después de la hora de cierre para anunciar que todo ha ido bien –al parecer, en la cuenta de la viuda no había ninguna alteración–. Muy aliviado, el inspector expresa su agradecimiento y, como el banco ya está cerrado, encarga al guarda que devuelva el dinero de la viuda a la cámara acorazada, para ahorrarle a ella la molestia de hacerlo al día siguiente. Entre sonrisas y apretones de manos, el guarda se marcha con el dinero mientras el inspector vuelve a dar las gracias unas cuantas veces más antes de irse también. Por supuesto, tal y como la víctima termina descubriendo, el «guarda» ya no lo es como tampoco el «inspector» es quien decía. Lo que sí son es un par de estafadores que han sabido ver la capacidad de unos uniformes cuidadosamente falsificados para hacernos caer en una hipnótica conformidad con la «autoridad». RESEÑAS DE LOS LECTORES 5.2 De un médico destinado en Florida El título de médico conlleva mucha más autoridad cuando aparece en el contexto visual de una bata blanca. Al principio, no me gustaba llevar bata blanca pero a lo largo de mi carrera profesional llegué a entender que el atuendo aporta poder. En múltiples ocasiones, cuando empezaba a trabajar en un nuevo turno en un hospital, cuidaba mucho de llevar la bata. Indefectiblemente, mi transición transcurría sin contratiempos. Es interesante observar que los médicos son muy conscientes de esto e incluso han creado un orden jerárquico por el cual asignan a los estudiantes de medicina las batas blancas más cortas mientras que los residentes en formación llevan las de tamaño medio y los médicos responsables tienen las más largas. En los hospitales donde los enfermeros conocen esta jerarquía, rara vez cuestionan las órdenes de los «batas largas»; pero cuando interactúan con «batas cortas», les hacen sugerencias sobre terapias y diagnósticos médicos alternativos abiertamente y, a veces, de forma grosera. Nota del autor: Este testimonio establece un aspecto importante: en organizaciones jerárquicas, no solo se trata con respeto a los que detentan un estatus de autoridad, sino que, con frecuencia, aquellos que no tienen ese estatus son tratados de forma poco respetuosa. Como hemos visto en la reseña y como veremos en la siguiente sección, los símbolos de estatus que exhibimos pueden indicar a los demás qué tratamiento resulta el adecuado. Paramentos Aparte de su función en el caso de los uniformes, la ropa puede simbolizar otro tipo de estatus. La ropa elegante y cara aporta un aura de categoría y posición económicos. Si el solicitante llevaba una camisa o jersey que mostrara una marca de prestigio, los clientes de un centro comercial estaban más dispuestos a acceder a su petición para participar en una encuesta no retribuida, los propietarios de casas hacían más donaciones a una entidad benéfica que llamó a sus puertas y los supervisores de rendimiento en el trabajo le dieron más altas calificaciones de idoneidad y salarios. Es más, las diferencias fueron sorprendentemente exageradas: un 79 por ciento más de conformidad a hacer la encuesta, un 400 por ciento más de donaciones a la beneficencia y casi un 10 por ciento más de salario a un candidato a un puesto de trabajo. Otro conjunto de estudios ofrece un motivo para los resultados de entrevistas de trabajo. A las personas que van vestidas con ropa de más alta calidad, aunque sean camisetas, se las juzga como más competentes que a los que llevan ropa de calidad inferior. Y estos juicios surgen de forma automática, en menos de un segundo. Otros ejemplos de paramentos, como las joyas y los coches caros, pueden provocar efectos parecidos. El coche como símbolo de estatus es de una especial relevancia en los Estados Unidos, donde «el romance de los estadounidenses con los automóviles» adquiere una importancia inusual. De acuerdo con los resultados de un estudio realizado en la zona de la bahía de San Francisco, los propietarios de coches de lujo reciben una forma especial de deferencia por parte del resto de la gente. Los autores del experimento vieron que los conductores esperaban mucho más tiempo antes de hacer sonar el claxon cuando se abría el semáforo si el coche que estaba detenido delante de ellos era nuevo y lujoso que si era un modelo antiguo y barato. Mostraban poca paciencia con los conductores de los coches baratos. Casi todos hicieron sonar el claxon, la mayoría más de una vez; dos de ellos incluso embistieron contra su parachoques trasero. Sin embargo, tan intimidante resultaba el aura del automóvil de lujo, que el 50 por ciento de los conductores esperaban respetuosos, sin tocar el claxon, hasta que se movía quince segundos después. Más tarde, los investigadores preguntaron a un grupo de estudiantes universitarios qué habrían hecho ellos en esa situación. En comparación con los datos reales del experimento, los estudiantes calcularon, por lo general, muy por debajo el tiempo que habrían tardado ellos en tocar el claxon al coche de lujo. Los universitarios varones fueron los que menos acertaron, pues pensaban que harían sonar antes el claxon al coche de lujo que al coche barato. Por supuesto, el estudio demostró precisamente lo contrario. Puede verse la semejanza de esta pauta de comportamiento con la de muchos otros estudios sobre la presión de la autoridad. Al igual que en el estudio de Milgram, en el de los enfermeros del Medio Oeste y en el del uniforme de guarda de seguridad, los entrevistados no fueron capaces de predecir correctamente cómo reaccionarían ellos mismos u otras personas ante la influencia de la autoridad. En cada uno de los casos se subestimó de forma escandalosa el efecto de esa influencia. Esta propiedad del estatus de autoridad podría explicar gran parte de su éxito como método de persuasión. La influencia no solo actúa con contundencia sobre nosotros, sino que, además, lo hace sin que nos demos cuenta[61]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 5.3 De un asesor financiero de Míchigan Un gran problema que suele haber en mi trabajo es conseguir que los clientes cambien sus antiguas estrategias y objetivos financieros cuando los cambios en las circunstancias, al igual que ocurre en sus vidas personales o en la economía, hacen que esos cambios sean la opción idónea. Tras leer el capítulo de su libro dedicado a la autoridad cambié mi costumbre de basar en mi propia opinión mis consejos a estos clientes y empecé a incluir la opinión sobre ese asunto de un experto en economía. En muchas ocasiones se trataba del director financiero de mi empresa, que es una importante agencia de corretaje con cientos de oficinas en todo el país. Pero, a veces, era un experto de televisión de algún canal económico como Bloomberg o CNBC, o el autor de algún artículo publicado sobre esa materia. Funcionó y logré obtener entre un 15 y un 20 por ciento más de aceptación. Pero, sinceramente, tras leer su libro me había esperado mejores resultados. ¿Hay algo que esté haciendo mal y que si corrigiera me haría obtener mejores resultados? Nota del autor: Esta reseña no es muy habitual. Por varias razones, pocas veces respondo a peticiones de consejos personales, que pueden pasar desde ayuda en algún trabajo relacionado con la influencia que esté elaborando un estudiante universitario hasta asesoramiento sobre cómo convencer a una pareja díscola para que ponga fin a un romance amoroso «de una vez por todas». Pero la petición de este lector es distinta, principalmente porque está relacionada con un par de problemas que suelen ser relevantes para otros lectores. En primer lugar, cuando esas personas, cuyo parecer, como el que este lector está tratando de hacer cambiar, han estado vinculadas durante mucho tiempo a perspectivas y objetivos determinados, resulta difícil conseguir que se muevan de ahí, por lo que un 15 o 20 por ciento de mejora en la conformidad me parece un resultado bastante bueno. Ahondaremos más en este asunto en el capítulo siete, que trata sobre el compromiso y la coherencia. En segundo lugar, sí que hay algo que puedo recomendar para aumentar el impacto del consejo de un experto: multiplicarlo. El público confía en los consejos de un conjunto de expertos y los sigue más que si se trata de uno solo (Mannes, Soll y Larrick, 2014). Así, un comunicador cuya labor es recopilar información y, después, apoyarse en múltiples expertos, tendrá más éxito que otro que se conforme con recurrir a uno solo. La autoridad creíble Hasta ahora hemos visto que ser considerado como alguien que tiene un cargo de autoridad o que es una autoridad conduce a una mayor conformidad. Pero el primero de estos dos tipos simplemente por ocupar un puesto, tiene sus problemas. Por norma, a nadie le gusta que le den órdenes. Por esta razón, en la mayoría de las escuelas de negocios se enseña a los futuros directores a evitar las prácticas de «mando y control» en su liderazgo y acudir a otras prácticas diseñadas para estimular la voluntad de cooperación. Es en este último aspecto en el que resulta tan útil el segundo tipo de autoridad, el de quien se considera que está sumamente informado. Por lo general, la gente se muestra encantada e incluso ansiosa por cumplir las recomendaciones de alguien que sabe más que ella sobre un determinado asunto. La fuerte tendencia a seguir el ejemplo de un experto queda bien ilustrada en una historia que contó el especialista en arte moderno Michel Strauss, que se vio en medio de una guerra de pujas en una subasta de un cuadro de Egon Schiele, el famoso pintor expresionista. Aunque en un principio se calculó que el cuadro alcanzaría entre los doscientos mil y los doscientos cincuenta mil dólares, el señor Strauss se descubrió pujando muy por encima de esa cifra frente a un reconocido experto en Schiele, pensando que ese hombre sabía algo que él desconocía. Al final, al llegar a los seiscientos veinte mil, Strauss se retiró. Cuando más tarde le preguntó a su rival por el cuadro, el hombre le confesó que había pujado tan alto solamente porque pensaba que Strauss sabía algo que él desconocía. Concentrémonos, pues, en los métodos y resultados de ser percibido como una autoridad. Pericia Hay investigaciones que destacan un tipo de autoridad especialmente convincente: la autoridad creíble. Una autoridad creíble posee dos rasgos distintivos ante los ojos de los demás: pericia y fiabilidad. Como ya hemos tratado sobre la capacidad de la pericia de ejercer una significativa influencia, no es necesario extenderse en este punto. Aun así, para garantizar que a este primer pilar de credibilidad se le da el lugar que merece, podemos mencionar algunas pruebas más que son bastante ilustrativas. Por ejemplo, esa pericia parece crear un efecto halo en quienes la poseen. La consulta de un terapeuta con muchos diplomas y títulos en la pared provoca mejores valoraciones no solo en las capacidades del terapeuta, sino también en su amabilidad, su simpatía y el interés que muestra por los clientes. Y tan solo un artículo de opinión escrito por un experto tiene una gran y duradera influencia sobre la opinión de los lectores, provocando una aceptación de la opinión del experto entre ellos de hasta veinte puntos porcentuales en un conjunto de estudios; es más, esto ocurría independientemente del sexo, la edad y las inclinaciones políticas de los lectores. Imagen 5.4: Credibilidad subcontratada. Los elementos de persuasión de este anuncio proc Fiabilidad Además de querer que nuestras autoridades nos den información pericial, deseamos que sean fuentes fiables de esa información. Queremos creer que nos ofrecen su consejo experto de una forma honesta e imparcial, es decir, intentando representar la realidad de forma precisa en lugar de servir a sus propios intereses. Siempre que he acudido a programas diseñados para enseñar aptitudes de influencia, han hecho hincapié en que el hecho de que ser percibido como fiable es un modo eficaz de aumentar la influencia que ejercemos y también en que esa percepción tarda un tiempo en desarrollarse. Aunque la primera de estas afirmaciones ha sido verificada por distintas investigaciones, un conjunto distinto de estudios indica que existe una destacable excepción en la segunda. Resulta que un comunicador puede adquirir de forma rápida el calificativo de fiable si emplea una ingeniosa estrategia. En lugar de sucumbir a la tendencia de describir abiertamente los rasgos más favorables de un caso y dejar la mención de cualquier inconveniente para el final de la presentación (o no hacerlo nunca), un comunicador que haga referencia desde el principio a los puntos débiles será considerado como más honesto. La ventaja de esta secuencia es que, una vez que se ha contado la verdad, cuando se expongan a continuación los puntos fuertes, la audiencia se mostrará más dispuesta a creerlos. Al fin y al cabo, quien los ha expresado ha sido una fuente fiable cuya honestidad ha quedado clara con su disposición a señalar no solamente los aspectos positivos, sino también los negativos. La efectividad de este enfoque ha quedado documentada en distintos ámbitos: 1) entornos legales, cuando un abogado confiesa en un juicio una debilidad antes de que el abogado rival la saque a relucir y, así, se le considera más creíble y suele ganar con más frecuencia; 2) campañas políticas, cuando un candidato que empieza diciendo algo positivo sobre el rival (como, por ejemplo: «Estoy seguro de que mi oponente tiene la mejor de las intenciones con esta propuesta pero…») consigue dar una imagen más fiable y, por tanto, obtiene más votos; y 3) mensajes publicitarios, cuando los vendedores reconocen una desventaja antes de destacar sus puntos fuertes y ven, a menudo, un gran incremento en sus ventas. Después de la campaña del año 2009 de Domino’s llamada «NEW DOMINO’S» en la que admitía la baja calidad de sus pizzas en el pasado, las ventas se dispararon y, por tanto, también el valor de sus acciones. Esta táctica puede resultar especialmente ventajosa cuando la audiencia ya es consciente de esos puntos débiles. Así, cuando un comunicador los menciona, no causa mucho perjuicio, pues no ha dado ninguna información nueva –salvo que el comunicador es una persona honesta–. Un candidato a un puesto de trabajo podría decirle a su entrevistador que tiene delante su currículum: «Aunque no tengo experiencia en esta área, aprendo muy rápido». O un vendedor de sistemas informáticos podría decirle a un experimentado encargado de compras: «Aunque el coste de nuestros equipos no es el más bajo, pronto recuperará la inversión gracias a nuestros grandes rendimientos». Warren Buffet, que junto a su socio Charlie Munger ha llevado a la sociedad de inversión Berkshire Hathaway a unos niveles de crecimiento y valor asombrosos, ha sido reconocido en todo el mundo como el mayor inversionista financiero de nuestra era. No contento con dormirse en los laureles de su pericia, Buffett no deja de recordar a los accionistas actuales y a los potenciales el otro componente de credibilidad que posee: la fiabilidad. Casi al principio de su informe anual, normalmente en la primera o segunda página del texto, menciona un error que ha cometido o un problema que haya sufrido la compañía durante el año anterior y analiza sus implicaciones en resultados futuros. En lugar de ocultar, minimizar o disimular las dificultades, lo cual parece ser demasiado habitual en otros informes anuales, Buffett demuestra, en primer lugar, que es muy consciente de los problemas internos de su empresa y, segundo, que está del todo dispuesto a confesarlos. La ventaja de esto es que cuando, a continuación, pasa a describir los extraordinarios puntos fuertes de Berkshire Hathaway, los lectores están más dispuestos a creerlos que antes, pues proceden de un comunicador claramente fiable. Quizá la ilustración más clara del celo de Buffett para demostrar su transparencia fue la confesión de sus defectos aparecidos en su informe anual de 2016, un año excepcional en el que el precio de sus acciones aumentó el doble que los de S&P 500 y en el que no hubo que informar de ningún tropiezo en las inversiones. ¿Qué hizo Buffett para garantizar ante sus accionistas que las evidencias de su transparencia y honestidad iban a seguir ocupando un lugar primordial? En la segunda página del informe, incluyó un error de inversión del año anterior que describió como el «error especialmente indignante de haber adquirido Dexter Shoe por 434 millones de dólares en 1993. El valor de Dexter cayó de inmediato a cero». Inmediatamente después, detalló lo que había aprendido de ese fracaso: no solo había malinterpretado el valor futuro de Dexter sino que había cometido el error de pagar con acciones de Berkshire Hathaway, cosa que prometía a los accionistas que jamás volvería a hacer: «Ahora, prefiero someterme a una colonoscopia antes que emitir acciones de Berkshire». Tengo claro que Buffett no solo sabe cómo ser un inversor de éxito impresionante. Sabe también cómo comunicar de maravilla lo que es ser un inversor de éxito impresionante[62]. BUZÓN ELECTRÓNICO 5.2 La capacidad de persuasión de las reseñas de Internet también está influenciada por la fiabilidad percibida. El Centro de Investigaciones Spiegel de la Universidad del Noroeste, que proporciona información sobre la efectividad de las comunicaciones en marketing, publicó un resumen de las pruebas del poder de las reseñas de Internet para dar forma al comportamiento de los clientes (https://spiegel.medill.northwestern.edu/online-reviews/). Entre sus hallazgos había tres que estaban directamente relacionados con la fiabilidad percibida: • Las cinco estrellas son demasiado buenas para ser verdad. Cuantas más estrellas se den a un producto, mayores probabilidades hay de que se realice la compra, pero solo hasta cierto punto. Cuando la media de las puntuaciones está por encima del rango óptimo que está entre el 4,2 y el 4,7, los compradores pueden sospechar que esas puntuaciones son falsas y, por tanto, las posibilidades de compra se podrían reducir. • Las reseñas negativas dan credibilidad. En correspondencia con el argumento del Centro de que las puntuaciones casi perfectas pueden minar la fiabilidad, la presencia de una reseña negativa aporta credibilidad a las evaluaciones de los productos. De hecho, si en una página se incluyen reseñas negativas, el grado de conversión se dispara al 67 por ciento. • Las reseñas de los compradores verificados son oro. A los compradores verificados que cuentan con la confirmación de haber realizado compras por Internet previamente (y, por tanto, no son críticos retribuidos) se los considera más creíbles. Por consiguiente, su presencia en una página aumenta las ventas de forma considerable. Nota del autor: Además de las conclusiones del Centro de Investigaciones Spiegel, otro conjunto de investigadores (Reich y Maglio, 2020) apoyaron la práctica de la «mención a un error previo» de Warren Buffett en su versión de reseñas de Internet. Si alguien que escribía una reseña confesaba haber cometido un error previamente en su historial de compras, era más probable que los clientes compraran un producto que recomendara esa persona. Es importante dejar claro lo que no estoy sugiriendo con esto: que al comienzo, un vendedor declare «antes de empezar, permitid que os cuente todos los defectos que tengo yo, mi empresa y nuestros productos y servicios». Lo que quiero indicar, más bien, son dos cosas. En primer lugar, si hay algún inconveniente que se deba apuntar, debería hacerse relativamente pronto dentro del mensaje para que la credibilidad que aporta impregne al resto del reclamo. En segundo lugar, en una comunicación que busque la persuasión, hay un lugar ideal donde incluir el argumento o rasgo más fuerte que puede socavar o superar esa desventaja. Se trata del momento inmediatamente después de la admisión de un defecto cuando, reafirmado por tanto como fuente de credibilidad, el elemento más positivo es probable que se asimile con mayor profundidad y aceptación. Defensa frente a esta regla Una táctica de protección que podemos utilizar frente al estatus de autoridad es la de eliminar el elemento sorpresa. Puesto que normalmente no percibimos el profundo impacto de la autoridad (y sus símbolos) sobre nuestras acciones, no somos lo suficientemente cautos ante su presencia en las situaciones de persuasión. Una forma fundamental de defenderse frente a este problema consiste, por tanto, en tener una mayor conciencia del poder de la autoridad. Cuando esta toma de conciencia va acompañada del reconocimiento de la facilidad con que se pueden falsificar los símbolos de la autoridad, estaremos adecuadamente protegidos ante futuros intentos de usar la influencia de la autoridad. Parece sencillo, ¿verdad? Y en cierto modo lo es. Un mejor conocimiento de cómo funciona la influencia de la autoridad nos ayudará a defendernos ante ella. Pero existe una retorcida complicación, inherente a todas las armas de influencia que ya conocemos. No debemos intentar resistirnos a todas las formas de autoridad ni tampoco siempre. Por lo general, las figuras con autoridad saben de lo que hablan. Médicos, jueces, ejecutivos de empresas y similares han llegado a alcanzar ese puesto, casi siempre, por sus altos conocimientos y su buen criterio. Sus directrices ofrecen en general excelentes consejos. Con frecuencia, las autoridades son expertas en alguna materia. La mayoría de las veces será un error sustituir las opiniones de un experto, una autoridad, por las nuestras, menos informadas. Al mismo tiempo, hemos visto en entornos que pueden variar desde la calle hasta los hospitales, que sería absurdo confiar siempre en la directriz de la autoridad. El truco está en saber reconocer, sin excesiva vigilancia ni esfuerzo, cuándo es mejor seguir las directrices de la autoridad y cuándo no. Sirviéndonos de los dos componentes combinados de una autoridad creíble –la pericia y la fiabilidad– hay dos preguntas que pueden ayudarnos a determinar cuándo debemos seguir las directrices de una autoridad y cuándo no. Autoridad La primera pregunta que debemos hacernos cuando nos encontremos frente a un intento de influencia por parte de una autoridad es: ¿esta autoridad es realmente un experto? Esta pregunta hace que concentremos nuestra atención en dos datos fundamentales: las credenciales de la autoridad y la relevancia de dichas credenciales con el asunto en cuestión. Acudiendo a las pruebas del estatus de autoridad con este sencillo método evitamos las peores trampas de la deferencia automática. Analicemos de nuevo el exitoso anuncio de Formula 44 de Vicks bajo esta perspectiva. Si, en lugar de reaccionar ante este médico de la televisión, los espectadores se hubiesen concentrado en el estatus real del actor como autoridad, estoy seguro de que el anuncio no habría funcionado durante tanto tiempo ni habría resultado tan eficaz. Evidentemente, aquel doctor televisivo no poseía la formación ni los conocimientos de un médico. Lo que sí poseía era un título de médico, el de doctor. Está claro que se trataba de un título vacío, que los telespectadores asociaban mentalmente con el actor a través del personaje que interpretaba. Todo el mundo lo sabía, pero es sorprendente que, cuando nos dejamos llevar, lo evidente no suele importarnos a menos que le prestemos una atención específica. Por este motivo, la pregunta de «¿Esta autoridad es realmente un experto?» resulta tan valiosa. Nos aleja de símbolos que pueden carecer de sentido para llevarnos a considerar las auténticas credenciales de autoridad. Además, nos obliga a distinguir entre autoridades competentes y no competentes. Esta distinción es fácil de olvidar cuando se combina la presión de la autoridad con el ajetreo de la vida moderna. Los peatones de Texas que se movían ajetreados entre el tráfico urbano detrás del individuo del traje constituyen un muy buen ejemplo. Aunque ese hombre fuera la autoridad en los negocios que su ropa sugería, no era una autoridad mayor que quienes iban detrás de él al cruzar la calle entre los coches. Aun así, le siguieron, como si su categoría, su autoridad, sobrepasara la diferencia esencial que existe entre las formas pertinentes y no pertinentes. Si se hubiesen preguntado a sí mismos si ese hombre era un verdadero experto en esa situación, alguien cuyas acciones indicaran que poseía un conocimiento superior, supongo que el resultado habría sido muy diferente. Lo mismo puede decirse de los doctores televisivos que salían en los anuncios de Vicks, que no carecían de pericia. Tenían largas carreras profesionales con muchos éxitos en un sector difícil. Pero sus conocimientos y sus habilidades eran los de los actores, no los de un médico. Si, al ver el famoso anuncio, nos hubiésemos fijado en las verdaderas credenciales del actor, enseguida nos habríamos dado cuenta de que no debemos creerle más que a cualquier otro actor cuando dice que Formula 44 de Vicks es un excelente jarabe para la tos. En un estudio, mis colaboradores y yo demostramos que si formábamos a los participantes para que se centraran en las verdaderas credenciales del representante de un anuncio, empezaban a evaluar mejor los anuncios cuando los veían mucho tiempo después. No solo se convertían en personas menos persuadidas por posteriores anuncios en los que aparecían individuos sin credenciales pertinentes (un actor, Arnold Schwarzenegger, que anunciaba una tecnología de Internet y el presentador de un concurso, Alex Trebek, que hablaba de las propiedades beneficiosas de la leche para la salud) sino que se mostraban más persuadidos por individuos con credenciales pertinentes (un médico que era director de un instituto especializado en el dolor y que recomendaba un analgésico y el director ejecutivo de una empresa que hablaba de la buena y larga experiencia de la misma con una compañía de seguros). ¿Cuál es la lección que aprendemos aquí? Para defendernos ante peticiones engañosas con autoridades de imitación, deberíamos preguntarnos siempre si esa autoridad es realmente un experto. No debemos dar por hecho que somos demasiado listos como para que unos simples símbolos de autoridad nos puedan engañar. Esos símbolos funcionan de manera automática en nosotros. En mi equipo de investigación, fueron los participantes que reconocieron su vulnerabilidad a este proceso automático los que llegaron a ser capaces de interrumpirlo al cuestionar la pertinente pericia de los comunicadores. Y fueron esos participantes solamente los que no cayeron en el engaño. Sinceridad maliciosa Pero supongamos que nos encontramos ante una autoridad sobre la cual decidimos que es un experto competente. Antes de someternos a su influencia deberíamos hacernos una segunda pregunta muy sencilla: ¿qué grado de veracidad puedo suponer que tenga este experto? Puede ser que las autoridades, incluso las mejor informadas, no nos presenten su información de forma honesta; por tanto, tenemos que determinar su fiabilidad en esa situación. Casi siempre lo hacemos. Nos dejamos llevar más por expertos que parecen imparciales que por otros que tienen algo que ganar si nos convencen; varias investigaciones han demostrado que esto ocurre en todo el mundo. Al preguntarnos si un experto puede beneficiarse de nuestra persuasión nos estamos equipando con otro escudo ante la influencia automática e inapropiada. Ni siquiera las autoridades reconocidas en determinado ámbito conseguirán persuadirnos hasta que quedemos convencidos de que sus mensajes reproducen fielmente la realidad. Al preguntarnos a nosotros mismos por la fiabilidad de una autoridad, debemos tener en cuenta una táctica que a menudo utilizan los profesionales de la persuasión para convencernos de su sinceridad: argumentan algo que en cierto modo va en contra de sus propios intereses. Si se sabe aplicar bien, este recurso resulta ser sutil pero efectivo para «demostrar» su honradez. Tal vez mencionen un pequeño defecto de su cargo o de su producto. Pero de forma invariable, ese inconveniente será secundario y fácilmente superado por sus más importantes ventajas –Avis: «Somos el número 2. Nos esforzamos más»; L’Oréal: «Somos más caros y tú te lo mereces»–. Al basar su fiabilidad básica en aspectos relativamente menores, los profesionales de la persuasión que se sirven de esta práctica resultan más creíbles cuando hacen hincapié en los aspectos importantes de su argumentación. Es esencial distinguir entre la versión honesta y la deshonesta de esta práctica. No hay nada inherentemente malo en un comunicador que confiese un defecto o un error previo al principio del mensaje para cosechar después los frutos de la fiabilidad demostrada. ¿Quieres hacer una limonada con tus limones? Hay una forma. Recordemos que Warren Buffett, un hombre de escrupulosa integridad, hace precisamente esto casi al principio de su informe anual. Por lo general, el mostrar sin tapujos a sus lectores su autenticidad no me parece ninguna forma de engaño. Por el contrario, lo veo como una forma de ilustrar que los comunicadores fiables pueden también ser lo suficientemente inteligentes a nivel social como para inducir a la confianza a través de revelaciones veraces y oportunas. Es contra el uso engañoso de esta práctica contra lo que tenemos que ponernos en guardia. He visto cómo se empleaba una versión taimada de esta maniobra para provocar un efecto extraordinario en un lugar que pocos de nosotros identificaríamos como un escenario de persuasión: un restaurante. No es ningún secreto que, debido al nivel descaradamente bajo de los salarios, los camareros de los restaurantes deben complementar sus ingresos con las propinas. Dejando a un lado el factor indispensable del buen servicio, los camareros con más éxito conocen ciertos trucos para conseguir más propinas. También saben que, cuanto mayor sea la cuenta de un cliente, mayor será la cantidad de dinero que probablemente reciban como gratificación. Con respecto a estas dos circunstancias –aumentar el tamaño de la cuenta del cliente y el porcentaje de la misma que se deja como propina– los camareros suelen actuar como agentes de persuasión. Con la esperanza de averiguar cómo actúan, hace unos años solicité trabajo de camarero en varios restaurantes bastante caros. Pero, al carecer de experiencia, lo mejor que pude conseguir fue un puesto de ayudante de camarero que, como luego resultó, me proporcionó un lugar muy bueno desde donde observar y analizar el proceso. No tardé en darme cuenta de algo que los demás empleados ya sabían: el camarero con más éxito de allí era Vincent, quien se las arreglaba de algún modo para que los clientes pidieran más y dejaran mayores propinas. Los demás camareros quedaban muy por debajo de él en sus ingresos semanales. Empecé a alargarme en mis obligaciones alrededor de las mesas atendidas por Vincent para observar su técnica. Rápidamente comprendí que su estilo consistía en no tener una técnica sola. Contaba con un repertorio de actitudes y utilizaba la más adecuada a cada circunstancia. Con una familia se mostraba animado e incluso hasta un poco payaso, dirigiendo sus comentarios tanto a los niños como a los adultos. Con una pareja joven que estaba teniendo una cita romántica se volvía formal y un poco arrogante, con el fin de intimidar al joven y hacerle gastar dinero y dejar grandes propinas. Si se trataba de un matrimonio mayor, conservaba la actitud formal pero cambiaba el aire de superioridad por una respetuosa atención a los dos miembros de la pareja. Cuando un cliente cenaba solo, elegía un comportamiento amistoso: cordial, hablador y cálido. Imagen 5.5: Una cucharada de medicina hace que baje el azúcar. Además de su capacidad Vincent se reservaba el truco de parecer que actuaba en contra de sus propios intereses cuando se trataba de cenas de grupos de más de ocho personas. Su técnica tenía tintes de genialidad. En el momento de anotar la comanda del primer comensal, generalmente una mujer, daba comienzo a su actuación. Cualquiera que fuera el plato que elegía, Vincent reaccionaba siempre igual: fruncía el ceño, dejaba la mano suspendida por encima del papel y, tras mirar de soslayo a su jefe, se encorvaba sobre la mesa en actitud conspiratoria para decirle en voz baja pero de forma que todos pudieran oírle: «Me temo que esta noche ese plato no está tan bien como es habitual. Le recomiendo que lo cambie por el… o por el… (En ese momento, Vincent sugería un par de platos de la carta un poco menos caros que el que había elegido el cliente). Los dos están excelentes esta noche». Con esta sencilla maniobra, Vincent aplicaba varios principios de influencia importantes. En primer lugar, incluso los clientes que no seguían sus sugerencias pensaban que Vincent les había hecho un favor al ofrecerles información valiosa para pedir sus platos. Todos se sentían agradecidos y, por consiguiente, la regla de la reciprocidad actuaba a favor del camarero cuando llegara la hora de decidir su gratificación. Además de elevar el porcentaje de su propina, el ardid de Vincent lo colocaba en una buena posición para aumentar el tamaño de la comanda del grupo. Lo consolidaba como autoridad en las existencias de la casa, pues claramente sabía qué estaba bien y qué no esa noche. También –y es aquí donde aparentaba actuar contra sus propios intereses– demostraba que era un informador fiable, pues recomendó platos ligeramente menos caros que el que había pedido en un principio. En lugar de tratar de llenarse el bolsillo, parecía estar mirando principalmente por los intereses de los clientes. A juzgar por las apariencias, Vincent era una persona bien informada y honrada, una combinación que le proporcionaba una enorme credibilidad. Vincent no tardaba en explotar esa ventaja. Cuando el grupo terminaba de elegir sus platos, él les decía: «Muy bien, ¿y desean que les sugiera los vinos que van mejor con sus platos?». Vi cómo aquella escena se repetía casi cada noche y había una regularidad extraordinaria en la reacción de los clientes –sonrisas, asentimientos y, casi siempre, aprobación por parte de todos–. Desde mi privilegiado puesto de observación hasta podía leer en sus rostros lo que pensaban. «Claro –parecían decir los clientes–, tú sabes qué es lo mejor y es evidente que estás de nuestra parte. Dinos qué debemos tomar». Con expresión de satisfacción, Vincent, que sí conocía muy bien los vinos, respondía con una selección excelente (y cara). Era igual de persuasivo cuando llegaba el momento de decidir los postres. Clientes que de otra forma habrían pasado del postre o lo habrían compartido con algún amigo, pasaban a pedir una ración completa tras las entusiastas descripciones que hacía Vincent de la tarta Alaska o la mousse de chocolate. Al fin y al cabo, ¿hay alguien más creíble que un consumado experto de sinceridad probada? RESEÑA DE LOS LECTORES 5.4 Del antiguo director ejecutivo de una de las 500 empresas más importantes del mundo según la revista Fortune En una clase de la escuela de negocios para futuros ejecutivos de empresa enseño la práctica de reconocer los fracasos como un modo de avanzar en la carrera profesional. Uno de mis antiguos alumnos se ha tomado tan en serio la lección que ha hecho que su papel en el fracaso de una empresa de tecnología ocupe un lugar importante en su currículum, describiendo sobre el papel lo que había aprendido de aquella experiencia. Antes, había tratado de ocultar aquel fracaso, lo cual no le proporcionó ningún logro. Desde entonces, ha sido seleccionado para ocupar múltiples puestos de prestigio. Nota del autor: La estrategia de responsabilizarse de un fracaso no funciona solamente con personas. Parece hacerlo también con organizaciones. Las empresas que asumen la culpa de los malos resultados en los informes anuales consiguen un año después aumentar el valor de sus acciones por encima de las empresas que no asumen esa culpabilidad (Lee, Peterson y Tiedens, 2004). Combinando los factores de reciprocidad y autoridad creíble en una única y elegante maniobra, Vincent conseguía incrementar sustancialmente tanto el porcentaje de sus propinas como la base sobre la que se calculaba. Los ingresos que conseguía con esta táctica eran realmente considerables. Sin embargo, hay que tener en cuenta que gran parte de sus beneficios procedían de una aparente despreocupación por su provecho personal. Aparentar que actuaba en contra de sus intereses económicos le venía extremadamente bien a esos intereses[63]. RESUMEN • En los estudios de Milgram podemos ver pruebas de la fuertes presiones para mostrar conformidad ante las peticiones de una autoridad. Al actuar en contra de sus propias preferencias, muchos individuos normales y con buena salud psicológica se mostraron dispuestos a infligir peligrosos niveles de dolor a otra persona porque así lo ordenaba una autoridad. La fuerza de esta tendencia a obedecer a las autoridades legítimas procede de prácticas sistemáticas de socialización diseñadas para inculcar en los miembros de la sociedad la idea de que tal obediencia es la conducta correcta. Además, esto se puede adaptar a menudo a obedecer los dictados de autoridades auténticas, pues se trata generalmente de individuos con elevados niveles de conocimientos, sabiduría y poder. Por estas razones, puede haber una deferencia irreflexiva hacia las autoridades como forma de atajo en la toma de decisiones. • Cuando se reacciona a la autoridad de forma automática, existe la tendencia a hacerlo más como respuesta a simples símbolos de la autoridad que a su esencia. Tres tipos de símbolos que han resultado eficaces en este aspecto son los títulos, la ropa y los paramentos, como los automóviles. En varios estudios, los individuos que poseían alguno de estos símbolos (aun sin cualquier otra credencial legitimadora) recibieron mayores muestras de deferencia u obediencia por parte de quienes los rodeaban. Además, en todos los casos, los individuos que mostraron deferencia u obedecieron infravaloraban el efecto de la presión de la autoridad sobre su comportamiento. • La influencia de la autoridad mana del hecho de ser considerado como alguien que tiene un cargo de autoridad o que es una autoridad. Pero el primero de estos dos casos, el simple hecho de ocupar el cargo, acarrea sus propios problemas. Ordenar a los demás que hagan algo suele provocar resistencia o resentimiento. El segundo tipo de autoridad, en el sentido de ser visto como alguien muy bien informado, evita ese problema, pues normalmente las personas se muestran dispuestas a seguir las recomendaciones de alguien que sabe más que ellas sobre un asunto determinado. • El efecto persuasivo de ser considerado una autoridad se maximiza si también se considera creíble en cuanto a esa autoridad, siendo percibido tan experto (muy informado en el asunto en cuestión) como fiable (honesto a la hora de presentar tales conocimientos). Para dejar clara su fiabilidad, los comunicadores pueden confesar algún defecto de su parte (normalmente de poca importancia) que puede ser dejado a un lado con la posterior presentación de puntos fuertes que los superan. • Podemos defendernos de los efectos perjudiciales de la influencia de la autoridad haciéndonos dos preguntas: ¿esta autoridad es realmente un experto? ¿Qué grado de fiabilidad podemos suponerle a este experto? La primera pregunta aleja nuestra atención de los símbolos y la dirige hacia las pruebas del estatus de autoridad. La segunda nos aconseja que tengamos en cuenta no solo los conocimientos del experto sobre esa situación, sino también su fiabilidad. Con respecto a esta segunda consideración, debemos estar alerta frente a la táctica de aumento de la confianza mediante la cual los comunicadores nos ofrecen primero alguna información moderadamente negativa sobre sí mismos. A través de esta estrategia, crean una percepción de honestidad que hace que toda información posterior parezca más creíble para los observadores. CAPÍTULO SEIS ESCASEZ LA REGLA DE LOS POCOS La mejor manera de amar algo es ser consciente de que se puede perder. G. K. Chesterton Una amiga mía, Sandy, es una abogada de gran éxito especializada en la resolución de conflictos matrimoniales (es decir, divorcios). A menudo, presta servicio como mediadora entre las partes que se están divorciando y que quieren acordar las condiciones de su separación sin que se alargue en el tiempo, sin molestias y sin los gastos de un juicio. Antes de que Sandy inicie su labor de mediación, se lleva a los miembros de la pareja a habitaciones separadas (acompañados de sus representantes legales) para evitar los bochornosos enfrentamientos a gritos que pueden surgir cuando ambos se encuentran en el mismo espacio físico. Cada parte ha entregado previamente una propuesta por escrito a Sandy, que va pasando de una sala a otra para buscar acuerdos que den lugar a las condiciones definitivas que las dos partes firmarán. Sandy asegura que este proceso requiere más conocimientos de psicología humana que de derecho matrimonial. Por eso me preguntaba si, como psicólogo, yo podría ayudarle con un frecuente y fatídico punto muerto que suele aparecer casi al final de muchas negociaciones y que es tan difícil de salvar que, a veces, hace saltar por los aires todo el proceso de mediación y termina con la pareja acudiendo al juzgado de divorcios. El problema por el que surge el punto muerto puede ser importante, como las condiciones del acuerdo sobre la custodia y visitas de los niños (o del perro, que puede provocar una lucha con la misma fiereza). Pero también puede ser por un problema relativamente poco importante, como el dinero que uno de ellos deberá pagar para comprar la parte del otro de una casa en multipropiedad. Da igual. Los dos combatientes se plantan y se niegan a moverse bajo ningún concepto con respecto a esta última condición del acuerdo, impidiendo que se pueda hacer ningún avance. Le pregunté a Sandy qué es lo que normalmente les dice a las dos partes cuando están en esta situación. Me respondió que lleva la última oferta de una habitación a la otra, la presenta y dice: «Lo único que tiene que hacer es aceptar esta propuesta y tendremos acuerdo». A mí me pareció reconocer cuál era el problema y le sugerí un ligero cambio en la forma de decirlo: «Tenemos acuerdo. Lo único que tiene que hacer es aceptar esta propuesta». Varios meses después, en una fiesta, Sandy se me acercó con una amplia sonrisa y me dijo que el cambio había resultado increíblemente bien. «Funciona siempre», aseguró. Yo le contesté con escepticismo: «Venga ya, ¿siempre?». Me puso la mano en el brazo antes de contestar: «Bob, siempre». Imagen 6.1: Mi reino por un iPhone. Este hombre grita de entusiasmo tras conseguir un nu Aunque sigo siendo escéptico en cuanto a su índice de éxito del cien por cien – estamos hablando de ciencia del comportamiento, no de trucos de magia– me quedé encantado por la efectividad del cambio que le había recomendado. Pero, a decir verdad, no me sorprendió. Le había hecho esa recomendación basándome en dos factores que conocía. Uno era mi conocimiento de importantes trabajos sobre ciencias del comportamiento. Por ejemplo, conocía un estudio realizado con estudiantes de la Universidad Estatal de Florida que, al igual que la mayoría de los estudiantes universitarios que participan en encuestas, calificaban la comida de la cafetería del campus como poco satisfactoria. Nueve días después, según una segunda encuesta, habían cambiado de opinión. Algo había pasado que hizo que les gustara mucho más la comida de la cafetería que antes. Resulta interesante señalar que lo que provocó que cambiaran de opinión no tenía nada que ver con el servicio de la comida, que no había cambiado en nada. El día de la segunda encuesta, a los estudiantes se les había dicho que, debido a un incendio, se habían quedado sin la oportunidad de comer en la cafetería durante las dos semanas siguientes. El otro factor tenía que ver con algo que había visto en la cadena de televisión local en la época en que Sandy me pidió que la ayudara. Se ha convertido en algo común: en las vísperas de la salida a la venta de un nuevo modelo de iPhone de Apple, se forman largas colas de compradores que rodean varias manzanas y, algunos, esperan toda la noche en sacos de dormir a que abran las puertas de la tienda para entrar corriendo a por uno de sus preciados teléfonos. La mañana del lanzamiento del iPhone 5, una de las emisoras de televisión de mi ciudad envió a un reportero a cubrir el fenómeno. Tras acercarse a una mujer que había llegado mucho antes y era la número veintitrés de la cola, el periodista le preguntó cómo había pasado todas esas horas de espera y, específicamente, si había dedicado parte de ese tiempo a hablar con las personas que la rodeaban. Contestó que se había enfrascado en largas conversaciones relativas a las nuevas funciones del iPhone 5 y también en conversaciones sobre ellos mismos. De hecho, contó que había empezado su espera siendo la número veinticinco de la cola pero que durante la noche había entablado una conversación con la número veintitrés – una mujer que había elogiado su bolso de Louis Vuitton de 2800 dólares–. La primera mujer aprovechó la oportunidad y le propuso un trato: «Mi bolso por tu puesto en la cola». Al final del feliz relato de la mujer, el entrevistador, lógicamente sorprendido, balbuceó: «Pero… pero… ¿por qué?». Y recibió una respuesta reveladora de la nueva número veintitrés: «Porque me han dicho que esta tienda no tenía muchas existencias y no quería arriesgarme a perder la oportunidad de comprar uno». Recuerdo que su respuesta hizo que me incorporara en mi asiento cuando la oí, porque encaja a la perfección con los resultados de antiguas investigaciones que muestran que, sobre todo en situaciones de peligro o incertidumbre, la gente se siente muy motivada a tomar decisiones destinadas a evitar perder algo de valor –mucho más que a tomar decisiones destinadas a conseguir eso mismo–. Al reconocer la incertidumbre y el peligro de no asegurarse un teléfono tan deseado, nuestra esperanzada compradora número veintitrés confirmó lo que decía la investigación y diseñó un intercambio costoso para evitar perder ese teléfono tan disputado y deseado. La idea generalizada de la «aversión a la pérdida» –que la gente se vea más estimulada por la perspectiva de perder algo de valor que por la de conseguirlo– es el punto central de la teoría de las perspectivas del premio Nobel Daniel Kahneman, que ha sido apoyada por estudios realizados en muchos países y en distintos ámbitos como, por ejemplo, el empresarial, el militar y el del deporte profesional. En el mundo de los negocios, por ejemplo, las investigaciones han demostrado que los jefes sopesan más en sus decisiones las posibles pérdidas que las posibles ganancias. Lo mismo ocurre con los deportes profesionales, donde quienes toman las decisiones tienen más en cuenta las situaciones que implican posibles pérdidas que las que implican posibles ganancias. Así, los golfistas del PGA Tour dedican más tiempo y esfuerzo a putts para no perder golpes (evitando bogeis) que para ganar golpes (haciendo birdies). ¿Qué es lo que tenían estos dos factores –1) lo que vi sobre la aversión a la pérdida en las investigaciones científicas, y 2) la contundencia con que la había visto recientemente en la cola para comprar un iPhone– que provocó que le diera mi recomendación a Sandy? El cambio del orden de las palabras que le propuse empezaba atribuyendo a sus clientes la posesión de algo que deseaban –«Tenemos acuerdo»– y que perderían si no aceptaban las condiciones. Contrastemos esto con el primer intento de Sandy, por el cual el acuerdo deseado era algo que podrían conseguir: «Acepte esta propuesta y tendremos acuerdo». Sabiendo lo que yo ya sabía, me resultó fácil sugerir el cambio de orden de las palabras. RESEÑAS DE LOS LECTORES 6.1 De una mujer que vive en el norte del estado de Nueva York Hace años estaba comprando los regalos de Navidad cuando vi un vestido negro que me gustaba para mí. No tenía dinero para comprarlo porque estaba comprando regalos para otras personas. Pedí en la tienda que, por favor, me lo reservaran hasta que pudiera volver el lunes después de clase con mi madre para enseñarle el vestido. En la tienda me dijeron que no podían. Fui a casa y se lo conté a mi madre. Ella me dijo que si me gustaba el vestido, me prestaría el dinero para comprarlo hasta que yo pudiera devolvérselo. El lunes, después de clase, fui a la tienda, pero vi que el vestido ya no estaba. Lo había comprado otra persona. Hasta la mañana de Navidad no supe que mientras yo estaba en clase mi madre había ido a la tienda a comprar el vestido que yo le había descrito. Aunque ya hace muchos años de aquella Navidad, aún la recuerdo como una de mis preferidas porque, tras haber creído que había perdido aquel vestido, el hecho de poder tenerlo lo convirtió para mí en un valioso tesoro. Nota del autor: Merece la pena preguntar qué es lo que tiene la idea de pérdida que cobra tanta fuerza en la forma de actuar de los humanos. Una famosa teoría explica la prioridad de la pérdida por encima de la ganancia en términos relacionados con la evolución. Si uno tiene lo suficiente para sobrevivir, un aumento de sus recursos le servirá de ayuda, pero una reducción de esos mismos recursos podría resultar fatídica. Por consiguiente, ser especialmente sensible a la posibilidad de pérdida lo hace flexible (Haselton y Nettle, 2006). Aunque la aversión a la pérdida constituye un punto fundamental de la escasez, no es más que uno de los factores que forman parte de este principio, lo que hace que merezca la pena realizar un repaso más completo. Escasez: menos es mejor que nada Casi todo el mundo es vulnerable de alguna u otra forma al principio de escasez. Los coleccionistas de todo tipo de cosas, desde cromos de béisbol hasta antigüedades, son muy conscientes de la influencia de este principio a la hora de determinar el valor de un objeto. Como norma, si un artículo es difícil de encontrar o puede llegar a escasear, se considera más valioso. De hecho, cuando un artículo deseado es difícil o imposible de encontrar, los consumidores dejan de basar su precio en la calidad percibida. Por el contrario, lo basan en la escasez de ese artículo. Cuando los fabricantes de coches limitan la producción de un nuevo modelo, su valor se eleva entre los potenciales compradores. Especialmente revelador sobre la importancia de la escasez en el mercado de los coleccionistas es el fenómeno del «defecto valioso». Los artículos defectuosos – un sello borroso o una moneda con doble acuñación– son, a veces, los más valorados. Así pues, un sello con un retrato de George Washington con tres ojos tiene un defecto anatómico y resulta poco atractivo estéticamente y, sin embargo, es muy codiciado. Hay en esto una ironía muy ilustrativa: las imperfecciones que en otras ocasiones irían directas a la basura se convierten en posesiones valiosas cuando implican una escasez continuada. A medida que he ido sabiendo más sobre el principio de escasez –que las oportunidades nos parecen más valiosas cuanto más lejos están de nuestro alcance– más he empezado a notar su influencia en gran cantidad de mis propios actos. Se suele decir de mí que tengo la costumbre de interrumpir una interesante conversación cara a cara para responder a una llamada de teléfono. En esas situaciones, el que me llama adquiere un rasgo cautivador que no tiene la persona con la que estoy hablando cara a cara: su posible inaccesibilidad. Si no respondo a la llamada, podría perderla para siempre (además de la información que traería consigo). No importa que la primera conversación esté siendo de lo más interesante o importante, mucho más de lo que cabría esperar de una llamada telefónica normal. Cada vez que no se responde a una llamada de teléfono, la conversación telefónica se vuelve difícil de recuperar. Por esa razón y en ese momento, la deseo más que cualquier otra conversación. Imagen 6.2: Rabiando (demanda) por la reducción (oferta). No es raro que los comerciante Como hemos visto, la gente parece motivarse más ante la idea de perder algo que ante la de obtener algo de igual valor. Por ejemplo, unos estudiantes universitarios experimentaban emociones más fuertes cuando se les pedía que imaginaran pérdidas que cuando se les pedía que imaginaran mejoras de igual valor en sus relaciones de pareja: lo mismo ocurría con su nota media final. En el Reino Unido, era un 45 por ciento más probable que los residentes desearan cambiar a otra compañía de la luz si el cambio les evitaba una pérdida o rebaja en su recibo en contraposición a si les proporcionaba un ahorro. En los grupos de trabajo, es más probable que las personas mientan para evitar una pérdida que para obtener una ganancia, cosa que puede ocurrir en otros sentidos aparte del económico. En un estudio, los miembros de un grupo se mostraban un 82 por ciento más dispuestos a engañar para evitar una pérdida de estatus dentro del equipo que para experimentar una subida equivalente en su estatus. Por último, en comparación con las ganancias, las pérdidas provocan un mayor impacto en la atención (mirada), excitación psicológica (ritmo cardiaco y dilatación de pupilas) y activación cerebral (estimulación cortical). Imagen 6.3: No te pierdas con la pérdida (de visión). Los creadores de este anuncio de una En situaciones de peligro e incertidumbre, la amenaza de la pérdida potencial tiene un papel especialmente poderoso en la toma de decisiones de los humanos. Los investigadores de salud pública Alexander Rothman y Peter Salovey han aplicado esta idea al ámbito médico, donde con frecuencia se insta a los individuos a que se sometan a pruebas para detectar la existencia de enfermedades (mamografías, estudios de VIH, autoexploraciones de tumores). Como esas pruebas implican el peligro de que se descubra alguna enfermedad y la incertidumbre de que se pueda curar, resultan más efectivos los mensajes que hacen hincapié en las pérdidas potenciales. Por ejemplo, los folletos donde se aconseja a las mujeres jóvenes que comprueben si sufren cáncer de mama mediante autoexploraciones tienen mucho más éxito si lo comunican dejando claro más lo que pueden perder que lo que pueden ganar. Incluso nuestro cerebro parece haber evolucionado para protegernos ante la pérdida, pues resulta más difícil atajar estrategias de toma de decisiones cuando se piensa en una posible pérdida que cuando se piensa en una posible ganancia[64]. Serie limitada Con el poder tan fuerte que el principio de escasez ejerce sobre el valor que atribuimos a las cosas, es normal que los profesionales de la persuasión hagan algo parecido buscando su propio beneficio. Quizá la utilización más clara del principio de escasez sea la que aparece en la táctica de la «serie limitada», por la que se informa al cliente de que hay escasez de determinado producto y no se puede garantizar que su suministro dure mucho tiempo. Cuando la página web tan increíblemente famosa sobre reservas de viajes y estancias en hotel Booking.com incluyó por primera vez información sobre el número limitado de habitaciones de hotel aún disponibles con un precio determinado, las ventas se dispararon tanto que su departamento de atención al cliente tuvo que llamar al departamento de tecnología para informar de lo que «debía ser un error del sistema». No había ningún error. El incremento se debió al poder de las series limitadas para convertir a los curiosos en compradores. Durante la época en que, para estudiar las estrategias de persuasión, me infiltré en diversas organizaciones, vi cómo se aplicaba esta táctica de la serie limitada en gran variedad de situaciones: «No quedan más que cinco descapotables con este motor en todo el estado. Y cuando se vendan, se acabó, porque ya no los fabricamos». «Es una de las dos únicas parcelas de esquina sin vender en toda la urbanización. La otra no les gustaría; tiene una mala orientación este-oeste durante el verano». «Quizá deba pensarse seriamente si llevarse hoy más de una caja porque la producción se está acabando y no nos han dicho cuándo recibiremos más». RESEÑAS DE LOS LECTORES 6.2 De una mujer que vive en Phoenix, Arizona He estado empleando el principio de escasez en una tienda que se llama Bookman’s. Se dedican a la compraventa de libros, música y juguetes. Yo tenía varios personajes de la serie de televisión infantil de Richard Scarry de los años noventa y los llevé a Bookman’s. Pero no se quedaron con ninguno. Después, decidí llevarlos de uno en uno. En cada una de las ocasiones, se lo quedaron. Ya los he vendido todos. ¡Principio de escasez! Mi padre hizo lo mismo en eBay con unos vasos de chupito de un equipo de béisbol. Compró una caja de 24 por 35 dólares en total. Después, los vendió de uno en uno en eBay. El primero lo vendió por 35 dólares, dejando cubierto todo el gasto. Esperó un tiempo hasta ofrecer el siguiente, que vendió por 26 dólares. Esperó aún más tiempo y vendió el siguiente por 51 dólares. Luego, la codicia hizo que vendiera otro demasiado pronto y solo consiguió 22 dólares. Aprendió la lección. Aún tiene varios y los está guardando hasta volver a dejar clara su escasez. Nota del autor: Lo astuto de poner varios artículos en venta de uno en uno deja claro que la abundancia es lo opuesto de la escasez y, por consiguiente, que presentar un artículo en abundancia reduce su supuesto valor. A veces, la información de la serie limitada era real y, otras, absolutamente falsa. Sin embargo, en cada caso, el propósito era convencer a los clientes de la escasez de un artículo y, así, aumentar ante ellos su valor inmediato. No pude evitar sentir admiración hacia los profesionales que ponían en práctica esta sencilla técnica en multitud de formas y estilos. Sobre todo, me impresionó una peculiar versión que llevaba esta técnica hasta el extremo al vender un artículo en su momento de máxima escasez, cuando aparentemente ya no se podía adquirir. Esta táctica se realizó a la perfección en una tienda de electrodomésticos que estuve investigando y en la que generalmente tenían en liquidación entre un 30 y un 50 por ciento de las existencias. Supongamos que una pareja entra en la tienda y muestra cierto interés por uno de los artículos que se liquidan. Hay indicios de todo tipo que delatan ese interés –un examen del producto con más atención de la habitual, una ojeada a alguno de los folletos de instrucciones del aparato o un intercambio de impresiones sobre el artículo–. Tras ver que la pareja está tan interesada, se acerca un vendedor y dice: «Les veo interesados en este modelo de aquí. Pero, por desgracia, se lo he vendido a otra pareja no hará ni veinte minutos. Y créanme si les digo que era el último que nos quedaba». Los clientes se muestran claramente decepcionados. Como ya no está disponible, el aparato se vuelve, de repente, más atractivo. Por lo general, uno de los miembros de la pareja pregunta si hay alguna posibilidad de que quede todavía alguno en el almacén o en otro sitio. «Bueno –admite el dependiente– es posible, y puedo ir a mirar. Pero ¿debo entender que este es el modelo que desean y que si se lo consigo a este precio se lo van a llevar?». Aquí está lo mejor de esta técnica. De acuerdo con el principio de escasez, se pide a los clientes que se comprometan a comprar el aparato cuando parece que hay menos disponibilidad y, por tanto, resulta más atractivo. Muchos clientes acceden a comprar en ese momento de tan singular vulnerabilidad. Así, cuando el dependiente vuelve (siempre) con la noticia de que ha encontrado el aparato, lo hace con un bolígrafo y el contrato de venta en la mano. La información de que el modelo deseado está disponible puede hacer que algunos clientes vuelvan a encontrarlo menos atractivo, aunque para entonces la transacción está ya muy avanzada como para que la mayor parte de la gente se eche atrás. La decisión de compra ya tomada y el compromiso expresado en un momento muy temprano se mantienen. Compran. Cuando les hablo a grupos de negocios sobre el principio de escasez, hago hincapié en la importancia de evitar el uso de trucos como dar información falsa sobre la serie limitada. Como respuesta, suelo recibir alguna versión de esta pregunta: «Pero ¿y si no tenemos existencias limitadas de lo que ofrecemos? ¿Y si podemos atender a toda la demanda del mercado? ¿Cómo podemos usar el poder de la escasez?». La solución está en ser consciente de que la escasez no solo se aplica al número de artículos, sino también a las características o elementos del artículo. En primer lugar, hay que identificar una característica del producto o servicio que sea única o tan poco común que no se pueda obtener en ningún otro lugar al mismo precio o a ninguno. Después, se publicita con información veraz basándose en esa característica y los beneficios que se perderán si no se compra. Si el artículo no tiene una característica así, sí que puede tener una combinación singular de características que no puedan igualarse en la competencia. En ese caso, la escasez de ese singular conjunto de características puede publicitarse de forma honesta. Tiempo limitado La ciudad de Mesa, Arizona, donde vivo, es una zona residencial cercana a Phoenix. Quizá una de las características más notables de Mesa es su considerable población de mormones –junto a Salt Lake City, la más grande del mundo– y un enorme templo mormón situado en un terreno exquisitamente cuidado del centro de la ciudad. Aunque yo había visto desde cierta distancia el paisaje y su arquitectura, nunca me había interesado lo suficiente como para entrar, hasta el día en que leí un artículo en el periódico que hablaba de una parte especial del interior de los templos mormones a la que solamente tienen acceso los miembros de esa iglesia. Ni siquiera los posibles conversos pueden verla. Sin embargo, hay una excepción a esa norma. Durante unos días, justo después de que se inaugura un templo, se permite a los que no son miembros de esta confesión recorrer todo el edificio, incluida esa zona restringida. Según el artículo del periódico, el templo de Mesa había sido restaurado recientemente y su renovación había sido tan amplia, que el edificio se consideraba «nuevo» conforme las normas de la iglesia mormona. De esa forma, solo durante unos días, los visitantes no mormones podrían ver la zona del templo que tradicionalmente les está vedada. Recuerdo muy bien el efecto que esta noticia provocó en mí. Decidí de inmediato ir a verla. Pero cuando llamé a mi amigo Gus para pedirle que me acompañara, me di cuenta de algo que me hizo cambiar rápidamente de opinión. Tras declinar la invitación, Gus me preguntó por qué estaba tan interesado en hacer esa visita. Tuve que admitir que nunca antes me había atraído la idea de visitar un templo, que no había ninguna pregunta sobre la religión mormona para la que necesitara respuesta, que, en general, no me interesaba la arquitectura religiosa y que no esperaba encontrar nada más espectacular o conmovedor que lo que podía ver en otras muchas iglesias de la zona. Mientras hablaba, vi con claridad que el atractivo especial de ese templo tenía una sola causa: que si no veía pronto la zona restringida, nunca más tendría oportunidad de hacerlo. Algo que me despertaba poco interés por sí mismo se había vuelto muchísimo más atractivo porque pronto iba a dejar de estar disponible. BUZÓN ELECTRÓNICO 6.1 En un impresionante estudio sobre unos experimentos con páginas de venta por Internet, un par de investigadores recopilaron los resultados de más de seis mil setecientas pruebas en las que se evaluaba la efectividad de la misma página de comercio electrónico cuando en ella se incluía o no alguna característica determinada (Browne y Swarbrick-Jones, 2017). Las veintinueve características que se evaluaban iban desde lo puramente tecnológico (como la presencia o ausencia de una función de búsqueda, de un botón para volver al inicio y de configuración predeterminada) hasta las motivadoras (envío gratuito, etiquetas con información específica del producto y llamadas de atención). Al final de su estudio, los investigadores concluyeron: «Todos los ganadores de nuestro análisis tienen nociones sobre psicología del comportamiento». Por suerte para los lectores de este libro, varios de los aspectos de cada uno de los principios de influencia que hemos visto hasta ahora aparecen entre los seis más efectivos: Escasez: destacando los artículos con pocas existencias. Aprobación social: describiendo los artículos más populares y de moda. Urgencia: valiéndose del tiempo limitado, a menudo con un cronómetro de cuenta atrás. Concesiones: ofreciendo descuentos a visitantes que permanezcan en la página. Autoridad / Pericia: informando a los visitantes de productos alternativos a su disposición. Simpatía: incluyendo un mensaje de bienvenida. Nota del autor: Hay que destacar que dos de los tres factores más importantes se corresponden con las dos presentaciones de escasez que tradicionalmente hemos registrado, desde mucho antes de los comienzos del comercio electrónico: los atractivos de la serie limitada y del tiempo limitado. Una vez más, vemos que aunque las plataformas en las que se ponen en práctica los principios de la influencia pueden haber cambiado de manera radical, el impacto de los principios sobre las reacciones humanas no lo han hecho. También resulta ilustrativo que la clasificación de las dos operaciones de escasez encaja con otros estudios que indican que, en general, el atractivo de las existencias limitadas es más efectivo que el del tiempo limitado (Aggarwal, Jun y Huh, 2011). En un apartado posterior veremos el porqué. Esta tendencia a sentir más deseo por algo a medida que el tiempo se va consumiendo es aprovechada comercialmente por la táctica de la «fecha límite», por la que se impone un tiempo límite oficial a la oportunidad del cliente de poder conseguir lo que el profesional de la persuasión ofrece. Por consiguiente, solemos terminar comprando algo que no deseamos tanto simplemente porque el tiempo para hacerlo se va consumiendo. El experto vendedor se sirve de esta tendencia creando y publicando fechas límites que generan interés donde quizá antes no lo hubiera. A menudo, se ven varias muestras concentradas de esta técnica en los anuncios de películas. De hecho, vi recientemente que el dueño de un cine, con clara intención de demostrar su singularidad, había conseguido recurrir al principio de escasez en tres momentos con tan solo siete palabras: ¡Esta cita exclusiva y limitada termina pronto! Existe una variante de la táctica de la fecha límite que goza del favor de algunos profesionales de la venta directa de alta presión, porque lleva hasta el extremo la fecha límite para la decisión: ahora mismo. Se suele decir a los clientes que si no toman de inmediato la decisión de comprar, tendrán que comprar después el artículo a un precio más alto o no lo podrán adquirir. Puede pasar que un posible miembro de un gimnasio o un probable comprador de un coche se entere de que el trato que le ofrece el vendedor es solo para ese momento; si el cliente sale del establecimiento, la oferta se cancela. Una gran empresa de fotografía dedicada a los retratos infantiles insta a los padres a que compren todas las fotografías y copias de sus hijos que puedan permitirse, porque las limitaciones de almacenamiento nos obligan a quemar en veinticuatro horas todos los retratos que no hayamos vendido. Un representante de revistas a domicilio puede decir que su equipo solo va a estar ese día en la zona donde vive el cliente; después, tanto él como la oportunidad de comprar su lote de revistas habrán desaparecido. En una red de venta a domicilio de aspiradoras en la que me infiltré se instruía a los vendedores para que dijeran: «Tengo tantas personas que ir a ver que solo puedo visitar una vez a cada familia. Por política de la empresa, aunque usted decida más adelante que quiere este aparato, no podré volver por aquí para vendérselo». Por supuesto, esto carece de sentido; la empresa y sus representantes se dedican a la venta, y cualquier cliente que solicitara otra visita sería atendido. Tal y como el director de ventas de la empresa inculcaba a los vendedores en formación, el verdadero propósito de la afirmación de «no podré volver» no tenía nada que ver con reducir el sobrecargado calendario de ventas. Se trata de «impedir que los posibles compradores se tomen su tiempo para pensarse la compra y hacerles temer que más adelante no podrán hacerla, lo que les hace quererla ahora»[65]. Imagen 6.4: El ansia de la urgencia. ESTAFADO Por Peter Kerr The New York Times NUEVA YORK. Daniel Gulban no recuerda cómo desaparecieron los ahorros de toda su vida. Sí recuerda la voz suave de un vendedor que le llamaba por teléfono. Recuerda que soñaba con una fortuna en petróleo y acciones en bolsa. Pero a día de hoy, este jubilado de 81 años sigue sin comprender cómo le convencieron sus estafadores para que les entregara 18 000 dólares. «Solo quería disfrutar de una vida mejor durante mis últimos días», dijo Gulban desde su domicilio en Holder (Florida). «Pero cuando descubrí la verdad perdí el apetito y el sueño. Adelgacé trece kilos. Todavía no puedo creer que haya hecho una cosa así». Gulban fue víctima de lo que las fuerzas del orden llaman «operación de la sala de calderas», una artimaña en la que suelen intervenir decenas de vendedores charlatanes que, apiñados en un pequeño despacho, llaman todos los días a miles de clientes. Estas sociedades estafan cientos de millones de dólares al año a sus desprevenidos clientes, según el informe presentado el año pasado sobre este asunto por una comisión investigadora del Senado estadounidense. «Se sirven de una impresionante dirección de Wall Street, de mentiras y de engaños para conseguir que la gente invierta dinero en varios programas con nombres muy glamurosos», nos aclaró Robert Abrams, fiscal general del estado de Nueva York, quien en los últimos cuatro años se ha dedicado a investigar más de una docena de estafas de este tipo. «A veces, convencen a las víctimas para que inviertan los ahorros de toda su vida». Orestes J. Mihaly, ayudante del fiscal general de Nueva York encargado de la oficina de protección de los inversores, ha afirmado que estas sociedades suelen actuar en tres etapas. La primera, según Mihaly, es la «llamada de presentación», en la que un vendedor se identifica como representante de una empresa con un nombre y una dirección impresionantes. Simplemente pregunta al posible cliente si quiere recibir la información de su empresa. En la segunda llamada, continúa Mihaly, se inicia el discurso de la venta. Después de hablar de los enormes beneficios que se pueden conseguir, el vendedor comunica al cliente que ya no es posible hacer ninguna inversión. En la tercera llamada le ofrece ya la oportunidad de entrar en el negocio, siempre que se decida con la máxima urgencia. «La idea es colocar una zanahoria delante del comprador y, a continuación, retirarla», aclara Mihaly. «El objetivo es que alguien compre rápidamente, sin pensarlo demasiado». A veces, continúa Mihaly, el vendedor parece estar sin aliento durante la tercera llamada, y explica al cliente que es porque ha «salido corriendo del parqué». Con este tipo de tácticas convencieron a Gulban para que les diera los ahorros de toda su vida. Un desconocido le estuvo llamando una y otra vez hasta que le convenció de que enviara 1756 dólares a Nueva York para comprar plata, según contó Gulban. Después de otra serie de llamadas de teléfono, el vendedor le engatusó para que destinara más de 6000 dólares para comprar petróleo. Finalmente, envió otros 9.740 dólares, pero sus beneficios nunca llegaron. «Me destrozaron», recordaba Gulban. «Yo no era codicioso. Simplemente quería vivir mejor». El anciano nunca recuperó sus pérdidas. Nota del autor: Prestemos atención a cómo se usó el principio de escasez durante la segunda y la tercera llamada para hacer que el señor Gulban «comprara rápidamente, sin pensarlo demasiado». Clic, activación (rápidamente). © 1983 por The New York Times. Reimpreso con su autorización. Reactancia psicológica Las pruebas son, por tanto, evidentes. La confianza de los profesionales de la persuasión en la escasez como arma de influencia es frecuente, generalizada, sistemática y variada. Siempre que ocurre esto, podemos estar seguros de que el principio que interviene tiene un notable poder para dirigir las acciones humanas. En el caso del principio de escasez, ese poder procede de dos fuentes principales. La primera ya la conocemos. Al igual que las demás armas de influencia, el principio de escasez explota nuestra debilidad por los atajos. Como antes, esta debilidad es inteligente. Sabemos que las cosas difíciles de conseguir son, por lo general, mejores que las fáciles. Por tanto, nos servimos con frecuencia de la poca disponibilidad de un producto para ayudarnos a juzgar su calidad de forma rápida y segura y no lo queremos perder. Así pues, una de las razones de la fuerza del principio de escasez está en que, al usarlo, normalmente actuamos bien y con eficacia. Además, hay una fuente de poder secundaria y única en el principio de escasez: a medida que se reducen nuestras posibilidades perdemos libertades. Y a ninguno nos gusta perder las libertades que ya tenemos. Este deseo de conservar nuestras importantes prerrogativas ya establecidas es la idea central de la teoría de la reactancia psicológica, elaborada por el psicólogo Jack Brehm para dar explicación a la reacción humana ante la pérdida de control personal. De acuerdo con ella, siempre que nuestra libre elección se ve limitada o amenazada, la necesidad de conservar nuestras libertades nos hace desearlas (junto con los bienes y servicios que las acompañan) mucho más que antes. Por lo tanto, cuando la cada vez mayor escasez –o cualquier otro factor– interfiere en nuestro anterior acceso a un artículo, reaccionamos contra esa interferencia deseando ese artículo y tratando de conseguirlo con más empeño que antes. Por sencillo que pueda parecer el núcleo de esta teoría, sus raíces se van entretejiendo y alargando por buena parte del entorno social. Del jardín de los amores de juventud a la selva de la revolución armada y los frutos del mercado, una enorme cantidad de manifestaciones de nuestra conducta pueden explicarse con el análisis de los tentáculos de la reactancia psicológica. Antes de lanzarnos a dicho análisis, sin embargo, sería útil saber cuándo aparece en las personas el deseo de luchar contra las restricciones a su libertad. Reactancia temprana: juguetes y fibra sensible Los especialistas en psicología infantil han localizado esta tendencia en torno a los dos años de edad, época reconocida por los padres como especialmente problemática y que muchos de ellos conocen como «los horribles dos años». La mayoría de los padres afirman que es en torno a ese periodo cuando observan más conducta contraria en sus hijos. Los niños de dos años se comportan como maestros en el arte de la resistencia a las presiones externas. Si se les dice una cosa, hacen la contraria; si se les da un juguete, quieren otro; si se los toma en brazos contra su voluntad, se revuelven y retuercen para que los dejen en el suelo; si se les deja en el suelo contra su voluntad, mueven los brazos y protestan para que los suban en brazos. Un estudio realizado en Virginia reflejaba muy bien el comportamiento de esa edad terrible en niños varones con un promedio de edad de 24 meses. Esos niños, acompañados de sus madres, entraban en una habitación en la que había dos juguetes igual de atractivos. Los juguetes estaban siempre dispuestos de tal forma que uno quedaba junto a una barrera de plástico transparente y el otro detrás de ella. Con algunos niños se utilizó una barrera de plástico de solo treinta centímetros de altura, que no constituía ningún obstáculo real para llegar al juguete, puesto que podían alcanzarlo perfectamente por encima. Sin embargo, con los demás niños la barrera era de sesenta centímetros, impidiéndoles el acceso al juguete a menos que la rodearan. Los autores del experimento querían averiguar cuánto tardaban los niños en establecer contacto con los juguetes en estas condiciones. Los resultados no dejaron lugar a dudas. Cuando la barrera era demasiado baja como para impedir el acceso al juguete que había detrás, los niños no mostraban especial predilección por ninguno de los dos juguetes; en general, tardaban lo mismo en tocar el juguete que estaba junto a la barrera como el que estaba detrás de ella. Pero cuando la barrera estaba a tal altura que la convertía en un verdadero obstáculo, los niños se dirigían directamente hacia el juguete más difícil de alcanzar e iban a por él tres veces más rápido que a por el otro. En conjunto, los niños del experimento manifestaron la respuesta clásica de esta terrible edad a una limitación de su libertad: una rotunda resistencia. ¿Por qué surge a los dos años la reactancia psicológica? Existe un cambio esencial que la mayoría de los niños sufren alrededor de esa época. Es ahí cuando se identifican a sí mismos por primera vez como individuos. Ya no se ven como simples extensiones del medio social sino como seres identificables, singulares e independientes. El desarrollo de esta idea de autonomía trae consigo la idea de libertad. Un ser independiente puede tomar decisiones; un niño que acaba de darse cuenta de que lo es deseará explorar hasta dónde llegan sus opciones. Quizá no debería sorprendernos ni angustiarnos, por tanto, que nuestros hijos de dos años luchen constantemente contra nuestra voluntad. Acaban de adquirir una nueva y estimulante perspectiva de sí mismos como entes humanos independientes. En sus cabecitas aparecen ahora cuestiones fundamentales sobre la elección, los derechos y el control que necesitan plantearse y responderse. La tendencia a luchar por cada libertad y contra toda restricción puede, por tanto, entenderse corno una búsqueda de información. Al poner seriamente a prueba los límites de su libertad (y, a la vez, la paciencia de sus padres) los niños descubren en qué parte de su mundo van a estar controlados y cuál esperan controlar. Como veremos más adelante, son los padres más sabios los que van a ofrecer información más coherente. Aunque la terrible edad de los dos años puede ser la época en que la reactancia psicológica es más evidente, mostramos una fuerte tendencia a reaccionar contra la restricción de nuestra libertad a lo largo de toda la vida. Sin embargo, hay otra etapa que destaca como periodo en el que esta tendencia adopta una forma especialmente rebelde: la adolescencia. Tal y como aconseja un antiguo proverbio, «Si de verdad quieres que se haga algo, tienes tres opciones: hacerlo tú mismo, pagar un alto precio o prohibir a tus hijos adolescentes que lo hagan». Al igual que el de los dos años, este periodo se caracteriza por la aparición de un sentimiento de individualidad. Para los adolescentes, esta aparición surge del rol de niño, con todo el intrínseco control por parte de los padres, al pasar al rol de adulto, con sus consiguientes derechos y obligaciones. De nuevo, no sorprende que los adolescentes se concentren menos en las obligaciones que en los derechos que creen tener como adultos jóvenes. Tampoco sorprende que la imposición de la autoridad paterna tradicional sea a menudo contraproducente en este periodo; los adolescentes se escabullirán, maquinarán y lucharán para resistirse a estos intentos de control. Pocas cosas ilustran mejor el efecto bumerán de la presión paterna sobre el comportamiento de los adolescentes que el fenómeno que se conoce como efecto Romeo y Julieta. Como ya sabemos, Romeo Montesco y Julieta Capuleto son los infortunados personajes de Shakespeare cuya historia de amor estaba condenada por una enemistad entre sus familias. Desafiando todos los intentos paternos de mantenerlos separados, estos adolescentes, a los que los expertos en Shakespeare colocan en una edad entre los trece y quince años de edad, consiguen unirse para siempre con su trágico suicidio –la afirmación definitiva del libre albedrío–. La intensidad de los sentimientos y acciones de la pareja ha sido siempre fuente de asombro y perplejidad para los espectadores de la obra. ¿Cómo puede desarrollarse tan rápidamente una devoción tan excesiva entre una pareja tan joven? Cualquier romántico podría decir que se trata de un amor único y perfecto. Pero un experto en ciencias del comportamiento podría señalar al papel de la interferencia paterna y de la reactancia psicológica que puede generar. Quizá la pasión de Romeo y Julieta no fuera tan intensa al principio como para superar las enormes barreras que habían levantado sus familias. Puede incluso que estuviese alimentada por la imposición de esas barreras. ¿Podría ser que, si esos adolescentes hubiesen podido actuar según su voluntad, su exacerbada devoción no habría ido más allá de un pasajero amor de juventud? Puesto que se trata de una obra de ficción, las preguntas anteriores son, claro está, hipotéticas y sus respuestas simple especulación. Sin embargo, es posible plantearse preguntas y respuestas similares y más precisas sobre Romeos y Julietas de nuestros días. ¿Las parejas que sufren la interferencia paterna reaccionan comprometiéndose con más fuerza en sus relaciones y enamorándose más? Según un estudio realizado con ciento cuarenta parejas de adolescentes de Colorado, eso es exactamente lo que hacen. Los autores de la investigación vieron que, aunque la interferencia paterna iba unida a ciertos problemas en la relación –los miembros de la pareja se miraban entre sí de una forma más crítica y veían más comportamientos negativos en el otro– dicha interferencia hacía también que la pareja sintiera un amor más intenso y un deseo de contraer matrimonio. A lo largo del estudio, a medida que aumentaba la interferencia paterna, se intensificaba también la experiencia del amor. Cuando la interferencia se debilitaba, los sentimientos amorosos se enfriaban. RESEÑAS DE LOS LECTORES 6.3 De una mujer que vive en Blacksburg, Virginia Las Navidades pasadas conocí a un hombre de veintisiete años. Yo tenía diecinueve. Aunque la verdad es que él no era mi tipo, salí con él – probablemente porque era más una cuestión de prestigio lo de salir con un hombre mayor– pero, en realidad, no sentí ningún interés por él hasta que mis padres expresaron su preocupación por el tema de su edad. Cuanto más insistían en ello, más me fui enamorando. Solo duré cinco meses, pero ya fue unos cuatro meses más de lo que habría durado si mis padres no hubiesen dicho nada. Nota del autor: Aunque Romeo y Julieta murieron hace ya mucho tiempo, parece que el «efecto Romeo y Julieta» sigue vivo y coleando y apareciendo con regularidad en sitios como Blacksburg, Virginia. Reactancia adulta: pistolas y cerveza A los dos años y durante la adolescencia, por tanto, la reactancia psicológica fluye por toda la superficie de la experiencia, siempre turbulenta y enérgica. En la mayor parte del resto de nosotros, el fondo de la energía de reactancia permanece tranquilo y cubierto, y solo de vez en cuando entra en erupción como un géiser. Aun así, estas erupciones se manifiestan en una variedad de formas fascinantes que no solo interesan a estudiantes del comportamiento humano, sino también a los legisladores y los políticos. Por ejemplo, era más probable que los clientes de un supermercado firmaran una petición a favor de un control federal de los precios después de que se les informara de que un agente federal se había opuesto a la distribución de la petición. Los agentes con autoridad para castigar a los infractores mostraban más inclinación a hacerlo en el cumpleaños de los infractores y esto ocurría especialmente cuando esos infractores aprovechaban la circunstancia de su cumpleaños para suplicar clemencia. ¿Por qué? Porque los agentes consideraban que su libertad para decidir los castigos quedaba restringida por esta circunstancia –una típica reacción de reactancia–. Luego, está el extraño caso de Kennesaw (Georgia), ciudad en la que se aprobó una ley que obligaba a todos sus residentes adultos a comprar un arma y munición, bajo pena de seis meses de cárcel y doscientos dólares de multa. Todas las características de esta ley de las armas de Kennesaw la convierten en un objetivo perfecto de reactancia psicológica. La libertad (no de poseer una pistola) que restringía la ley es importante y de larga tradición para la mayoría de los estadounidenses. Además, la ley se aprobó en el Ayuntamiento de Kennesaw por una diferencia mínima de votos de los ciudadanos. La teoría de la reactancia habría predicho que, en estas circunstancias, muy pocos de los 5400 habitantes adultos de la ciudad la obedecerían. Sin embargo, en las informaciones de los periódicos quedó testimonio de que a las tres o cuatro semanas de aprobarse la ley las ventas de armas de fuego en Kennesaw se habían –nunca mejor dicho– disparado. ¿Cómo se puede explicar esta evidente contradicción del principio de reactancia? Habrá que observar con mayor atención a quienes compraron las pistolas en Kennesaw. Las entrevistas con los propietarios de establecimientos de venta de armas revelaron que los compradores no eran residentes de la ciudad, sino forasteros, muchos de ellos atraídos por la publicidad para comprar su primera pistola en Kennesaw. Donna Green, propietaria de una tienda que un periódico describía como «un supermercado de armas de fuego», lo resumía así: «El negocio va de maravilla. Pero la mayoría de las compras las hacen gente de fuera. Solo hemos vendido una o dos armas a personas de aquí que querían cumplir la ley». Tras la aprobación de la ley, por tanto, la compra de armas se había convertido en una actividad habitual en Kennesaw, pero no entre los que se suponía que tenían que cumplir la norma; en su inmensa mayoría, la desobedecieron. Solo los individuos que no habían visto restringida su libertad en ese terreno por la ley estuvieron dispuestos a cumplirla. Una situación similar se dio una década antes y a varios cientos de kilómetros al sur de Kennesaw, cuando, para proteger el medioambiente, las autoridades del condado de Dade, en Miami (Florida), impusieron una ordenanza que prohibía el uso –¡y posesión!– de detergentes y productos de limpieza que tuvieran fosfatos. Un estudio realizado para determinar el impacto social de esta ley reveló dos reacciones paralelas entre los habitantes de Miami. En primer lugar, muchos de ellos recurrieron al contrabando. A veces, formaban con vecinos y amigos enormes «caravanas de jabón» en dirección a los condados cercanos para volver cargados de detergentes con fosfatos. Enseguida empezaron a hacer almacenamiento compulsivo y, en plena fiebre obsesiva tan frecuente entre quienes lo practican, hubo familias que presumían de tener suministro de detergente con fosfatos para veinte años. La segunda reacción a la ley fue más sutil y más generalizada que el deliberado desafío de los contrabandistas y los acaparadores compulsivos. Empujados por la tendencia a desear aquello que ya no podían tener, la mayoría de los consumidores de Miami llegaron a considerar los detergentes con fosfatos como mejores productos que antes. En comparación con los habitantes de Tampa, a los que no afectaba la ordenanza del condado de Dade, los ciudadanos de Miami calificaron los detergentes con fosfatos como más suaves, más eficaces en agua fría, mejores blanqueantes y más poderosos contra las manchas. Tras aprobarse la ley, llegaron incluso a creer que los detergentes con fosfatos se aplicaban con más facilidad. Este tipo de respuesta es común en individuos que han perdido una libertad reconocida y es crucial para comprender cómo actúa la reactancia psicológica y el principio de escasez. Cuando algo se vuelve más escaso, nuestra libertad para tenerlo se ve limitada y sentimos un mayor deseo por conseguirlo. Rara vez sabemos reconocer, sin embargo, que la reactancia psicológica nos ha llevado a desear más ese artículo; lo único que sabemos es que lo queremos. Para dotar de sentido a nuestro deseo aguzado por ese objeto, comenzamos a atribuirle cualidades positivas. Al fin y al cabo, es lógico suponer que si uno se siente atraído hacia algo es por los méritos de ese objeto. En el caso de la ley antifosfatos del condado de Dade –y de otros casos de implantación de recientes restricciones a la disponibilidad de algo– suponer una relación causa-efecto entre el deseo y la cualidad es un error. Los detergentes con fosfatos no limpian, blanquean ni se aplican mejor que antes después haber sido prohibidos. Simplemente suponemos que sí porque los deseamos más. Censura La tendencia a desear lo que está prohibido y, por tanto, a suponerle más valor, no se limita solamente a productos como el detergente; se extiende también a las restricciones en la información. En una época en la que la capacidad de adquirir, almacenar y gestionar información afecta, cada vez más, al acceso a la riqueza y el poder, es importante conocer cómo solemos reaccionar ante los intentos de censura o de limitación a nuestro acceso a la información. Aunque existen muchas pruebas relativas a nuestras reacciones ante la observación de distinto tipo de material potencialmente censurable –violencia en los medios de comunicación, pornografía, discursos políticos radicales– sorprende que haya tan pocas pruebas de nuestras reacciones a la censura de dicho material. Por suerte, los resultados de los relativamente pocos estudios que se han llevado a cabo sobre la censura suelen coincidir. De forma casi invariable, nuestra reacción ante la información prohibida es la de desear acceder a ella y mostrar una actitud más favorable hacia su contenido que antes de la prohibición. El curioso hallazgo de los efectos de la información censurada sobre quienes la reciben no es que quieran acceder a ella más que antes, lo cual resultaría lógico, sino el hecho de que lleguen a creer más en ella, aunque no la hayan recibido. Por ejemplo, cuando los estudiantes de la Universidad de Carolina del Norte se enteraron de que se había prohibido una conferencia en contra de los dormitorios mixtos en el campus universitario, aumentó su oposición a la idea de los dormitorios mixtos. Así, sin siquiera haber oído el discurso, los estudiantes simpatizaron más con su contenido. Esto plantea la inquietante posibilidad de que algún individuo especialmente astuto, que mantenga una postura débil o impopular con respecto a un problema, pueda conseguir que estemos de acuerdo con ella haciendo que la difusión de su mensaje quede restringida. Lo irónico es que para este tipo de personas –miembros de grupos políticos marginales, por ejemplo– la estrategia más eficaz puede que no sea dar publicidad a sus poco populares opiniones, sino conseguir que sean censuradas oficialmente y, a continuación, dar publicidad a esa censura. Quizá los autores de la Constitución de los Estados Unidos actuaron como consumados expertos en psicología social, además de como acérrimos libertarios civiles cuando redactaron la disposición especialmente permisiva sobre la libertad de expresión en la Primera Enmienda. Al negarse a limitar la libertad de expresión, quizá trataban de reducir al mínimo la posibilidad de que nuevas ideas políticas pudieran conseguir apoyo por medio del irracional recurso de la reactancia psicológica. Por supuesto, las ideas políticas no son las únicas susceptibles de sufrir restricciones. El acceso a material de contenido sexual suele estar a menudo limitado. Aunque no tan llamativas como las ocasionales incursiones policiales en librerías y cines para adultos, hay grupos de padres y de acción ciudadana que ejercen presiones constantes para que se censure el contenido sexual del material educativo, desde los textos de educación e higiene sexual hasta los libros de las bibliotecas escolares. Las dos partes enfrentadas parecen tener las mejores intenciones y los asuntos en cuestión no son sencillos, puesto que afectan a temas como la moralidad, el arte, el control de los padres sobre la escuela y las libertades que garantiza la Primera Enmienda. Desde un punto de vista puramente psicológico, sin embargo, quienes están a favor de la censura estricta quizá deseen analizar en detalle los resultados de un estudio realizado con estudiantes de la Universidad de Purdue. Enseñaron a estos estudiantes anuncios de una novela: para la mitad, el anuncio incluía el texto: Obra para adultos. Solo mayores de 21 años. La otra mitad de los universitarios no vieron ningún texto con tales restricciones de edad. Cuando los autores de la investigación pidieron a los estudiantes que dieran su opinión sobre el libro, descubrieron las mismas dos reacciones que hemos visto con respecto a otras prohibiciones: a los que les habían advertido de la limitación de edad mostraron más ganas de leer el libro y pensaban que les iba a gustar más que a los que pensaban que no había restricciones para acceder al libro. Quienes defienden la prohibición oficial del material de contenido sexual de los programas escolares tienen el objetivo expreso de reducir la orientación de la sociedad, y especialmente de la juventud, hacia el erotismo. A la luz del estudio realizado en Purdue, y en el contexto de todos los demás trabajos de investigación sobre los efectos de la imposición de restricciones, habría que preguntarse si la censura oficial, como medio, no sería contraria a este objetivo. Si nos creemos las implicaciones de estas investigaciones, es probable que la censura aumente el deseo de los estudiantes hacia el material de contenido sexual y, por consiguiente, puede hacer que se vean a sí mismos como individuos a los que les gusta dicho material. La expresión «censura oficial» nos suele recordar a prohibiciones de material político o sexual explícito, pero existe otro tipo frecuente de censura oficial en la que pensamos de la misma forma, probablemente porque se produce después. A menudo, en los juicios se presenta una prueba o testimonio y el juez lo considera inadmisible, por lo que puede después advertir al jurado de que no tenga en cuenta dicha prueba. Desde este punto de vista, el juez podría ser considerado como un censor, aunque su forma de ejercer la censura es extraña. No prohíbe la presentación de la información al jurado –demasiado tarde– sino que este utilice esa información que está prohibida. ¿Qué eficacia tienen tales instrucciones del juez? ¿Es posible que, para los miembros del jurado que piensen que tienen derecho a tener en cuenta toda la información disponible, esas declaraciones de inadmisibilidad provoquen en realidad una reactancia psicológica que les lleve a tener más en cuenta tales pruebas? Hay investigaciones que demuestran que, a menudo, es precisamente eso lo que ocurre. Ser conscientes de que valoramos la información restringida nos permite aplicar el principio de escasez en dominios que quedan más allá del de los bienes materiales. Este principio funciona también en los mensajes, las comunicaciones y el conocimiento. Desde esta perspectiva, podemos ver que quizá no sea necesario que la información esté censurada para que le demos más valor; basta con que sea escasa. De acuerdo con el principio de escasez, una información nos parecerá más convincente si creemos que no podemos conseguirla en otro sitio. La mayor demostración que conozco de esta idea –que la información exclusiva es más convincente– procede de un experimento realizado por un alumno mío que, además, era un exitoso hombre de negocios, propietario de una empresa de importación de carne de ternera. En aquella época había vuelto a estudiar para hacer un curso avanzado de marketing. Después de estar hablando en mi despacho sobre la escasez y exclusividad de la información, decidió hacer un estudio a partir de su personal de ventas. Los clientes de su empresa –clientes de supermercados y de otros establecimientos de alimentación– recibían la llamada habitual de un vendedor que les ofrecía una venta de tres formas posibles. A un grupo de clientes le hacía la habitual presentación de ventas antes de tomarles los pedidos. A otro grupo le hacía la presentación habitual además de informarles de que posiblemente hubiese escasez en los suministros de carne de importación en los meses siguientes. A un tercer grupo se le ofreció la presentación de ventas habitual y la información sobre la escasez de suministro de carne pero se les dijo también que dicha información sobre la escasez de suministro no estaba a disposición de todo el mundo –procedía, les dijeron, de ciertos contactos exclusivos de la empresa–. Así, los clientes que recibieron esta última presentación de ventas supieron que la disponibilidad del producto estaba restringida como también lo era la noticia sobre la misma: no solo era escasa la carne, sino la información de que la carne era escasa. El doble revés de la escasez. Los resultados del experimento se evidenciaron de inmediato cuando los vendedores empezaron a instar al propietario a que comprara más carne, porque no había suficientes existencias para atender todos los pedidos que se estaban recibiendo. En comparación con los clientes que solo habían recibido la presentación habitual de ventas, aquellos a quienes también se informó de la futura escasez de carne compraron más del doble que los primeros. Sin embargo, el verdadero incremento de las ventas se produjo entre los clientes que habían recibido la noticia de la inminente escasez mediante la información «exclusiva». Compraron seis veces más que los clientes que solo recibieron la promoción estándar. Al parecer, el hecho de que la noticia sobre la escasez fuera, a su vez, escasa, la volvió especialmente convincente[66]. Reducción de la reactancia Cuando nos encontramos con una información, inmediatamente estaremos menos dispuestos a aceptarla si la vemos como parte de un intento de persuadirnos. Experimentamos una reactancia al sentir que el atractivo persuasivo constituye un intento de reducir nuestra libertad de poder decidir por nosotros mismos. Así, todos los posibles persuasores que piden a su audiencia que realicen algún cambio deben ganar la batalla contra esta reacción reactante. A veces, intentan vencerla proporcionando evidencias de que, a pesar de las reticencias, el cambio es la decisión adecuada. Pueden hacerlo aportando información de que el receptor debería sentirse en deuda con el persuasor por un favor previo (reciprocidad), de que es una buena persona que merece aceptación (simpatía), de que muchos otros han hecho ese cambio (aprobación social), de que los expertos lo recomiendan (autoridad) o de que las oportunidades de hacerlo se van reduciendo (escasez). Asimismo, existe un segundo modo de vencer a la sensación reactante que no implica imponerse a ella con motivaciones más potentes. Por el contrario, la batalla se gana en este caso reduciendo la fuerza de la sensación reactante. Un buen ejemplo es el del comunicador que, desde el principio, menciona una desventaja del cambio sugerido. Con esa maniobra, no solo aumenta la credibilidad del comunicador, sino que da al receptor información sobre las dos caras de su decisión, la positiva y la negativa y, así, reduce la percepción de que se les esté empujando hacia una sola dirección. Se ha desarrollado una táctica de influencia específica con el fin de restablecer la libertad del receptor para decidir cuándo es el objetivo de un intento de influencia. Se conoce como la técnica de «pero eres libre» y funciona enfatizando la libertad del receptor de la petición para decir no. En un conjunto de cuarenta y dos experimentos, al añadir la frase «pero eres libre de decir que no, de rechazarlo, de rehusar» o alguna otra parecida como «haz lo que tú quieras, por supuesto», la conformidad aumentó considerablemente. Es más, esto mismo fue lo que ocurrió en una gran cantidad de peticiones para: dar donativos a una fundación de ayuda por un tsunami, participar en una encuesta no retribuida (ya fuera en persona, por teléfono o por correo), dar un billete de autobús a una persona en la calle, comprar comida a un vendedor a domicilio e incluso aceptar que se clasificara y registrara la basura de sus propios hogares durante un mes. Al final, el impacto de esas palabras sobre el restablecimiento de la libertad fue importante, a menudo superando el doble del éxito de una petición estándar que no incluía esa frase decisiva[67]. Condiciones óptimas Casi como el resto de las armas de influencia, el principio de escasez resulta más efectivo en unas ocasiones que en otras. Una importante defensa práctica es, por tanto, averiguar cuándo funciona mejor la escasez sobre nosotros. Se puede aprender mucho de un experimento elaborado por el experto en psicología social Stephen Worchel y sus colaboradores. El procedimiento básico que utilizaron Worchel y su equipo fue muy sencillo: a los participantes en un estudio sobre preferencias de consumo se les daba una galleta de chocolate de un tarro y se les pedía que la probaran y puntuaran su calidad. Para la mitad de ellos, el tarro contenía diez galletas; para la otra mitad solo dos. Como cabía esperar por el principio de escasez, cuando la galleta era del que solo tenía dos, la calificación que recibía era más favorable que si se trataba de la del tarro de diez. Las galletas más escasas se calificaban como más apetecibles para volver a comerlas en el futuro, más atractivas como producto de consumo y más caras que las más abundantes, que eran idénticas. Tengo la corazonada de que le compañía de Coca-Cola desearía haber contado con esta información cuando en 1985 cometió la histórica torpeza que la revista Time denominó «el fracaso de marketing de la década». El 23 de abril de ese año, la compañía decidió retirar del mercado su tradicional fórmula de la CocaCola y sustituirla por otra, la de New Coke. Fue el día que todo estalló por los aires. Según se afirmaba en un artículo de periódico: La compañía Coca-Cola no ha sabido prever la verdadera frustración y furia que su acto iba a provocar. Desde Bangor hasta Burbank, desde Detroit hasta Dallas, decenas de miles de amantes de la Coca-Cola se han unido para maldecir el sabor de New Coke y exigir que volviera la antigua. Mi ejemplo preferido de la combinación de furia y anhelo que provocó la pérdida de la antigua Coca-Cola es el de la anécdota de un inversor jubilado de Seattle llamado Gay Mullins que se convirtió en una especie de celebridad nacional al crear una sociedad que se llamó Bebedores de la Antigua Coca-Cola de América, un amplio grupo de personas que trabajaban sin descanso por hacer que volviera al mercado la antigua fórmula a través de cualquier medio civil, judicial o legislativo que tuvieran en sus manos. Por ejemplo, el señor Mullins amenazó con poner una demanda colectiva contra la compañía de Coca-Cola para que hiciera pública la vieja fórmula; distribuyó miles de chapas y camisetas contra New Coke; habilitó un número de teléfono adonde podían acudir los ciudadanos furiosos para desahogar su rabia y dar sus opiniones. Y no le importó que en dos catas a ciegas él había preferido el nuevo sabor al antiguo. Interesante, ¿no? Lo que al señor Mullis le había gustado más tenía menos valor para él que lo que le habían negado. Merece la pena destacar que incluso después de ceder a las demandas de sus clientes y volver a llevar la antigua Coca-Cola a los supermercados, los ejecutivos de la compañía sentían remordimientos y cierto desconcierto por lo que les había pasado. Tal y como afirmó Donald Keough, el entonces presidente de la compañía: «Se trata de un maravilloso misterio, un precioso enigma norteamericano. Y no puede medirse como tampoco se puede medir el amor, el orgullo o el patriotismo». En esto discrepo con el señor Keough. En primer lugar, no hay ningún misterio si se conoce la psicología del principio de escasez. Sobre todo, cuando un producto ha estado tan presente en la historia y la tradición de una persona como lo ha estado Coca-Cola en este país, esa persona va a desearlo más si deja de tenerlo a su alcance. En segundo lugar, este ansia sí se puede medir. De hecho, creo que la compañía Coca-Cola lo había medido en su estudio de mercado previo a su controvertida decisión de cambiar, pero no lo habían sabido ver porque no lo buscaban de igual modo que un detective habría buscado los principios de influencia. Los administradores de la compañía no son tacaños en lo que respecta a estudios de mercado. Están dispuestos a destinar cientos de miles de dólares –y más– a garantizar que se analiza el mercado como se debe ante un nuevo producto. En su decisión de cambiar a la nueva fórmula no actuaron de manera distinta. Desde 1981 a 1984 examinaron a conciencia la nueva y la antigua fórmula en catas a ciegas con casi doscientas mil personas de veinticinco ciudades. Lo que vieron en sus catas a ciegas fue una clara preferencia, un 55 por ciento frente a un 45, por la nueva fórmula frente a la antigua. Sin embargo, algunas de las pruebas no se realizaron con muestras sin nombre. En esas pruebas, a los participantes se les dijo cuál era la antigua y cuál la nueva antes de probarlas. En esas circunstancias, la preferencia por la nueva aumentó un 6 por ciento más. Se podría decir: «Qué raro. ¿Cómo se corresponde esto con el hecho de que la gente expresara una clara preferencia por la antigua Coca-Cola cuando la compañía introdujo por fin la nueva?». La única forma de correspondencia es con la introducción del principio de escasez en el juego: durante las catas a ciegas, era la nueva fórmula la que la gente no podía comprar, así que, cuando supieron qué muestra correspondía a cada cual, mostraron una preferencia especialmente fuerte por la que no podían tener a su alcance. Pero, después, cuando la compañía sustituyó la receta tradicional por la nueva, era la antigua la que la gente no podía tener y, por tanto, se convirtió en la favorita. Mi conclusión es que el incremento del 6 por ciento en la preferencia de la nueva fórmula estaba ante sus ojos durante la investigación cuando buscaron la diferencia entre los resultados de las catas a ciegas y las catas con las muestras identificadas, pero lo interpretaron de forma incorrecta. Se dijeron: «Ah, muy bien, esto quiere decir que cuando la gente sepa que está tomando algo nuevo, su deseo por él se disparará». Pero, en realidad, lo que ese incremento del 6 por ciento quería decir de verdad era que cuando la gente fuera consciente de lo que no iba a poder tener, su deseo por él se dispararía. Aunque esta pauta en los resultados proporciona una validación bastante llamativa del principio de escasez, no nos dice nada que no sepamos ya. Una vez más, vemos que se desea y valora más un artículo que es más escaso. El verdadero valor del repaso al estudio de las galletas está en otros dos hallazgos. Analicemos cada uno de ellos. Nueva escasez: galletas más caras y conflicto civil El primero de estos resultados tan notorios implica una pequeña variación en el procedimiento básico del experimento. En lugar de calificar las galletas en condiciones de escasez constante, a algunos participantes se les dio un tarro con diez galletas que, después, era sustituido por otro con dos. De este modo, antes de poder probarlas, determinados participantes veían reducirse su abundante provisión de galletas a una más escasa. Sin embargo, otros participantes solo tuvieron conocimiento desde el principio de que la provisión era escasa, puesto que el número de galletas de sus tarros se quedó en dos. Con este procedimiento, los autores de la investigación buscaban respuesta a una pregunta sobre los tipos de escasez: ¿valoramos más las cosas que recientemente se han vuelto más escasas o las que siempre lo han sido? En el experimento de las galletas la respuesta era evidente. El cambio de la abundancia a la escasez produjo una reacción decididamente más favorable a las galletas que la escasez constante. La idea de que la escasez recién experimentada es la forma más poderosa se puede aplicar a situaciones que traspasan los límites del estudio de las galletas. Por ejemplo, los expertos en ciencias del comportamiento han determinado que esta escasez es una de las principales causas de tormenta política y violencia. Quizá el defensor más destacado de este argumento sea James C. Davies, quien asegura que hay más probabilidad de que haya una revolución cuando un periodo de mejoras en las condiciones económicas y sociales va seguido de un revés brusco y agudo de esas mismas condiciones. Así pues, no son las personas tradicionalmente más oprimidas –que han llegado a ver sus privaciones como parte del orden natural de las cosas– quienes con mayor probabilidad se rebelarán. Por el contrario, será más probable que los revolucionarios sean aquellos que, al menos, han podido saborear una vida mejor. Cuando las mejoras económicas y sociales que han experimentado y esperado quedan, de repente, fuera de su alcance, las desean más que nunca y, a menudo, llegan a sublevarse con violencia para conseguirlas. Por ejemplo, en la guerra de la Independencia, los colonialistas tenían el mayor nivel de vida y los impuestos más bajos del mundo occidental. Según el historiador Thomas Fleming, cuando los británicos empezaron a abogar por la reducción de esta prosperidad tan generalizada (imponiendo nuevas tasas) fue cuando los norteamericanos se sublevaron. Davies ha recopilado pruebas convincentes para su tesis en toda una serie de revoluciones, revueltas y guerras civiles, incluidas las revoluciones francesa, rusa y egipcia, así como algunos de los levantamientos sucedidos en los Estados Unidos, como la rebelión de Dorr en Rhode Island en el siglo XIX, la guerra de Secesión y las revueltas raciales urbanas de la década de 1960. En cada uno de estos casos, una época de creciente bienestar precedió a un tenso conjunto de reveses que acabaron en una explosión de violencia. Los conflictos raciales acaecidos en las ciudades estadounidenses a mediados de la década de 1960 son un ejemplo. En aquella época, no era inusual oír una pregunta: «¿Por qué ahora?». No parecía que tuviera sentido que en sus trescientos años de historia, la mayor parte de los cuales habían transcurrido en la esclavitud y buena parte del resto con grandes privaciones, los negros estadounidenses hubieran elegido una década de progreso social para rebelarse. De hecho, como apunta Davies, las dos décadas posteriores al comienzo de la Segunda Guerra Mundial habían sido de grandes avances políticos y económicos para la población negra. En 1940 los negros se enfrentaban a rígidas restricciones legales en ámbitos tales como la vivienda, el transporte y la educación; es más, aunque la educación fuera la misma, una familia negra media ganaba solo un poco más de la mitad que una familia blanca. Quince años después habían cambiado muchas cosas. Las leyes federales habían eliminado por inaceptables los intentos oficiales y no oficiales de segregación de los negros en escuelas, en lugares públicos, viviendas y empleos. También se habían hecho avances en el terreno económico. Los ingresos de una familia negra habían aumentado de un 56 a un 80 por ciento en comparación con una familia blanca con la misma educación. Por tanto, de acuerdo con el análisis de Davies sobre las condiciones sociales, este rápido progreso se encontró con el obstáculo de unos acontecimientos que agriaron el embriagador optimismo de los años anteriores. En primer lugar, se comprobó que los cambios políticos y legales resultaban mucho más fáciles de llevar a efecto que los sociales. A pesar de todas las leyes progresistas promulgadas en las décadas de 1940 y 1950, los negros veían que en la mayoría de los barrios, profesiones y escuelas seguía habiendo segregación racial. Así, las victorias que se conseguían en Washington las sentían como derrotas en su casa. Por ejemplo, durante los cuatro años que siguieron a la sentencia del Tribunal Supremo en 1954 para que hubiese integración en todas las escuelas públicas, los negros fueron víctimas de quinientos treinta actos de violencia (incluidos intimidación directa a niños y padres, atentados e incendios) para impedir la integración escolar. Esta violencia provocó la percepción de otra forma de revés en el progreso. Por primera vez desde mucho antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando los linchamientos eran espantosamente frecuentes, la preocupación de los negros por la más elemental seguridad para sus familias se intensificó. La nueva violencia no se limitaba al ámbito de la educación. Las pacíficas manifestaciones de aquella época por los derechos civiles sufrieron a menudo el enfrentamiento de muchedumbres hostiles –y de la policía–. Hubo, además, otro tipo de recesión en el progreso económico de la población negra. En 1962 los ingresos de las familias negras habían vuelto a caer hasta un 74 por ciento por debajo de los de las familias blancas de nivel educativo similar. Según Davies, el aspecto más esclarecedor de esta caída no es que supusiera un aumento a largo plazo de la prosperidad con respecto a los niveles anteriores a la guerra, sino que representaba un declive a corto plazo en relación con el equilibrio de mediados de la década de 1950. En 1963 llegaron los disturbios de Birmingham y, poco a poco, montones de manifestaciones violentas que terminaron con los graves levantamientos de Watts, Newark y Detroit. De acuerdo con una clara pauta histórica de revolución, los negros estadounidenses se mostraron más rebeldes cuando vieron de alguna forma restringido su prolongado progreso que antes de que se iniciara. Esta pauta supone una valiosa lección para los gobiernos: en lo concerniente a las libertades, es más peligroso haberlas concedido durante un tiempo que no concederlas nunca. El problema para un Gobierno que pretende mejorar la situación política y económica de un grupo tradicionalmente oprimido es que, al hacerlo, sienta para dicho grupo libertades que no existían antes. Si estas libertades ahora establecidas se restringen, habrá una gran cantidad de consecuencias especialmente terribles. Si buscamos más evidencias de que esta básica regla se sostiene independientemente de la cultura en que se dé, podemos acudir a los acontecimientos que, dos décadas después, sucedieron en la antigua Unión Soviética. Tras varias décadas de represión, el entonces presidente Mijaíl Gorbachov empezó a conceder a los ciudadanos soviéticos nuevas libertades, privilegios y opciones por medio de la combinación de las políticas de glasnost y la perestroika. Alarmados por la dirección que empezaba a tomar su país, un pequeño grupo de funcionarios del Gobierno, el ejército y la KGB dieron un golpe de Estado el día 19 de agosto de 1991 y sometieron a Gorbachov a un arresto domiciliario a la vez que anunciaban que habían asumido el poder y que se disponían a reinstaurar el antiguo orden. En la mayor parte del mundo, todos imaginaron que la población soviética, conocida por su característica aquiescencia al sometimiento, respondería con la misma pasividad que siempre había mostrado. El editor de la revista Time, Lance Morrow, describió de igual modo su propia reacción: «Al principio, el golpe pareció una confirmación de la norma. La noticia supuso un duro golpe y fue seguida por una penosa sensación de resignación: claro, claro, los rusos deben volver a su propia esencia, a su propia historia. Gorbachov y la glasnost eran una aberración; ahora volveremos a la funesta normalidad». Pero no eran tiempos de normalidad. Por un lado, Gorbachov no había gobernado siguiendo la tradición de los zares, de Stalin ni de ninguno de los demás opresivos gobernantes posteriores a la guerra que no habían permitido a las masas la más mínima libertad. Él les había concedido determinados derechos y libertades. Y cuando esas libertades ya establecidas se vieron amenazadas, el pueblo reaccionó. A las pocas horas del anuncio de la junta, miles de personas se lanzaron a las calles para levantar barricadas, enfrentarse a las tropas armadas, rodear los tanques y desafiar los toques de queda. El levantamiento fue tan rápido, masivo y unitario en su oposición a cualquier tipo de retirada de los avances de la glasnost que tras apenas tres días de revueltas, los sorprendidos funcionarios se rindieron, entregaron su poder y pidieron clemencia al presidente Gorbachov. Si los autores de la fallida conspiración hubiesen sido estudiantes de Historia o de Psicología, no se habrían sorprendido tanto ante el maremoto de resistencia popular que acabó con su golpe de Estado. Desde la atalaya que habría supuesto cualquiera de las dos disciplinas, podrían haber aprendido una lección: una vez que se ha concedido alguna libertad, no se puede renunciar a ella sin oponer resistencia. Imagen 6.5: Tanques no, gracias. Indignados ante la noticia de que el entonces presidente s Esta misma lección puede aplicarse tanto a la política de una familia como a la de un país. Los padres que conceden privilegios o establecen reglas de forma errática invitan a la rebelión al instaurar inconscientemente ciertas libertades respecto a su hijo. Un padre que, solo a veces, prohíbe comer caramelos entre horas puede dar a su hijo libertad para tomar esos caramelos. En ese momento, imponer la regla se va a convertir en un problema mucho más difícil y explosivo, pues ese hijo ya no carecerá simplemente de un derecho que nunca ha tenido, sino que estará perdiendo uno que ya está establecido. Como hemos visto en el caso de las libertades políticas y (especialmente relevante en el asunto que ahora tratamos) también en el estudio de las galletas de chocolate, consideramos que algo es más deseable cuando acaba de quedar fuera de nuestro alcance que cuando ha sido escaso desde el principio. No debería sorprendernos, por tanto, que las investigaciones muestren que son los padres que imponen normas y disciplinas de manera irregular los que tienen hijos especialmente rebeldes[68]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 6.4 De un asesor financiero de Nueva York Hace poco leí un artículo en el Wall Street Journal que ilustraba el principio de escasez y cómo deseamos aquello que se nos quita. El artículo contaba cómo la multinacional Procter & Gamble ponía en práctica un experimento en el norte del estado de Nueva York que consistía en eliminar todos los cupones de ahorro de sus productos para sustituirlos por precios más bajos. Esto provocó una gran revuelta entre sus clientes (con boicots, protestas y un aluvión de quejas) aunque los datos de la compañía mostraban que solo se utilizaban un 2 por ciento de los cupones y, de media, durante el experimento de la desaparición de los cupones, los clientes pagaban lo mismo por los productos con menos molestias. Según el artículo, la revuelta se produjo debido a una razón que la compañía no reconocía: «Para muchas personas, los cupones son prácticamente un derecho inalienable». Resulta sorprendente la fuerza con la que podemos reaccionar cuando tratan de quitarnos algo, aunque nunca lo utilicemos. Nota del autor: Aunque puede que los ejecutivos de Procter & Gamble se quedaran perplejos ante esta reacción aparentemente irracional de sus clientes, ellos habían contribuido a la situación sin ser conscientes. Los cupones de descuento han formado parte de la vida estadounidense durante más de un siglo y esta compañía llevaba décadas ofreciendo de forma activa esos cupones para sus productos, ayudando así a que sus clientes considerasen esos cupones como unos derechos adquiridos que daban por sentados. Y siempre pelearemos con más fuerza por conservar unos derechos que hemos tenido desde hace mucho tiempo. Rivalidad por los recursos escasos: una furia ridícula Recordemos de nuevo el estudio de las galletas para ver otro tipo de reacción ante la escasez. Ya hemos visto en los resultados del estudio que las galletas que eran más escasas recibían mejores puntuaciones que cuando abundaban, y que las que recientemente empezaban a escasear alcanzaban mejores calificaciones aún. Si nos centramos en estas últimas, observamos que, entre todas, hubo determinadas galletas que obtuvieron la puntuación máxima –las que empezaron a escasear debido a la demanda de las mismas–. Recordemos que en este experimento, a los participantes que sufrían la reciente escasez se les había dado una tarro con diez galletas que, más tarde, se les cambiaba por otro con solo dos. Lo cierto es que los autores del estudio provocaron esa escasez de dos maneras: a determinados participantes se les dijo que tenían que dar algunas de sus galletas a otros evaluadores para cubrir su demanda durante el estudio. A otro grupo de participantes se les dijo que las galletas que se les habían asignado tenían que reducirse porque el investigador se había equivocado al darles al comienzo el tarro que no les correspondía. Los resultados demostraron que aquellos participantes cuyas galletas escaseaban por la demanda social generada durante el proceso, las apreciaban mucho más que cuando la escasez se debía a un error. De hecho, las galletas que se volvieron escasas por la demanda social fueron calificadas como las más apetecibles de todo el estudio. Imagen 6.6: La rivalidad se ramifica. Tal y como evidencia esta tira cómica, la rivalidad po Este resultado destaca la importancia de la rivalidad cuando se buscan recursos escasos. No solo deseamos más un mismo objeto cuando es escaso, sino que lo deseamos aún más cuando existe una rivalidad por conseguirlo. Las agencias de publicidad tratan a menudo de aprovecharse de esta tendencia nuestra. En sus anuncios vemos que la «demanda popular» de un artículo es tan grande que tenemos que «ir corriendo a comprarlo»; vemos cómo la multitud se apelotona en las puertas de unos grandes almacenes cuando empiezan las rebajas, que una horda de manos deja rápidamente vacío el estante de determinado producto en un supermercado. Hay en esas imágenes algo más que la simple idea de la aprobación social. El mensaje no es solo que el producto es bueno porque otras personas lo creen así, además estamos en competencia directa con esas personas para conseguirlo. La sensación de estar compitiendo por unos recursos escasos tiene potentes propiedades motivadoras. La pasión del amante indiferente aumenta con la aparición de un rival. Por tanto, suele ser por razones estratégicas por lo que los miembros de una pareja confiesan (o inventan) las atenciones de un nuevo admirador. A los vendedores se les enseña a servirse de este mismo truco con los compradores indecisos. Por ejemplo, un agente inmobiliario que esté intentando vender una casa a un cliente dubitativo puede llamarle para darle la noticia de que hay otro posible comprador que ha visto la casa, que le ha gustado y que ha concertado una cita para volver al día siguiente y hablar de las condiciones de la compra. Cuando es completamente inventado, a este nuevo postor se le suele describir como un forastero con mucho dinero: los preferidos son «un inversor de otro estado que compra por motivos fiscales» o «un médico y su mujer que son nuevos en la ciudad». Esta táctica, conocida en ciertos círculos como «hacer que crucen la valla», puede funcionar de maravilla. La idea de perder ante un rival hace que un comprador vacilante se convierta en otro entusiasta. Existe algo casi físico en el deseo de obtener algo que está en disputa. Los asiduos a las grandes liquidaciones y rebajas afirman que estas situaciones les afectan emocionalmente. Acosados por una multitud de competidores, se arremolinan y pelean por productos que en otras circunstancias despreciarían. Este comportamiento recuerda al fenómeno del «frenesí por la comida» de algunos grupos de animales, que engullen de forma desmedida e indiscriminada. Los pescadores comerciales aprovechan este fenómeno arrojando una buena cantidad de cebo a grandes bancos de determinados peces. Enseguida, la superficie del agua se vuelve un revoltijo de aletas y bocas que compiten por la comida. En ese momento, los pescadores se ahorran tiempo y dinero al lanzar cañas sin cebo al agua, pues los enloquecidos peces van a morder lo que sea con ferocidad, incluidos los anzuelos metálicos sin nada. Hay un llamativo paralelismo entre la forma de actuar de los pescadores y de los grandes almacenes para provocar una competencia feroz entre aquellos a quienes quieren pescar. Los pescadores esparcen carnada para atraer a los peces y aumentar la pesca. Con propósitos parecidos, los grandes almacenes hacen durante las rebajas unas cuantas ofertas especialmente buenas en determinados artículos muy publicitados. Si el cebo –de la forma que sea– cumple su función, se forma una muchedumbre que se lanza con avidez sobre él. Rápidamente, en su ansia, el grupo se sacude y se queda casi cegado por lo belicoso de la situación. Seres humanos y peces por igual pierden la perspectiva de lo que quieren y empiezan a pelear por cualquier cosa que esté en disputa. Me pregunto si el atún que da coletazos sobre la cubierta de un barco sin otra cosa en la boca que un anzuelo desnudo comparte la misma perplejidad que el cliente que vuelve de las rebajas cargado de tonterías. Imagen 6.7: Rivalidad contagiosa. Una disgustada empleada atraviesa el campo de batalla Para que no creamos que la fiebre de rivalizar por recursos escasos es exclusiva de formas de vida elementales, como los atunes o los clientes de las rebajas, analizaremos lo que hay detrás de una importante decisión de compra adoptada por Barry Diller, quien fuera vicepresidente de programación de gran audiencia de American Broadcasting Company y que después pasó a dirigir Paramount Pictures y Fox Television Network. Este directivo acordó pagar 3,3 millones de dólares por una sola proyección televisiva de la película La aventura del Poseidón. Esta cifra llamaba la atención porque estaba muy por encima del precio más alto pagado hasta entonces por una sola emisión de una película –los dos millones que se pagaron por Patton–. De hecho, este precio era tan excesivo que ABC calculaba que perdería un millón de dólares con la emisión. Como el subdirector de programas especiales de la NBC, Bill Storke, declaró en aquel entonces: «No hay forma de que puedan recuperar su dinero. No se puede». ¿Cómo es que un hombre de negocios astuto y experimentado como Diller aceptó un trato que iba a generar unas pérdidas de un millón de dólares? La respuesta quizá esté en otro aspecto llamativo de la venta: era la primera vez que se ofrecía una película a las cadenas de televisión en una subasta pública. Nunca antes se habían visto forzadas las cadenas de televisión a luchar de esta forma por un recurso escaso. La novedosa idea de la subasta fue producto de la mente de Irwin Allen, flamante productor de la película, y de William Self, vicepresidente de la 20th Century-Fox, quienes seguramente se quedaron extasiados ante el resultado. ¿Cómo podemos estar seguros de que fue el formato de la subasta y no el gran éxito de la propia película lo que provocó un precio de venta tan espectacular? Los comentarios de algunos de los participantes en la subasta constituyen una prueba impresionante. En primer lugar, hubo una declaración del vencedor, Barry Diller, en la que señaló cuál sería la política de su cadena en el futuro. Con unas palabras que solo podían salir de alguien lleno de rabia, afirmó: «Con respecto a su política para el futuro, ABC ha decidido que nunca más participará en una subasta». Aún más ilustrativas son las observaciones del rival de Diller, Robert Wood, que en aquella época era presidente de CBS Television, y que estuvo a punto de perder la cabeza y superar las pujas de sus competidores de ABC y NBC: Al principio actuamos con mucha sensatez. Calculamos el precio de la película teniendo en cuenta lo que podía producirnos y, después, subimos un poco su valor para cubrir la explotación. Pero entonces, comenzó la puja. ABC la abrió con dos millones, yo respondí con 2,4 y ABC llegó a 2,8. Nos dejamos arrastrar por el frenesí. Como si hubiera perdido la cabeza, seguí pujando. Al final, llegué a 3,2. Y hubo entonces un momento en que me dije: «Madre mía, y si consigo llevarme la película, ¿qué narices voy a hacer con ella?». Cuando finalmente ABC superó mi oferta, mi sensación principal fue de alivio. Fue muy ilustrativo (MacKenzie, 1974). Según Bob MacKenzie, autor de la entrevista, cuando Wood dijo aquello de «Fue muy ilustrativo» estaba sonriendo. Podemos estar seguros de que cuando Barry Diller pronunció su promesa de «nunca más» no sonreía. Los dos habían aprendido algo de aquella subasta. La razón por la que no era posible que los dos sonrieran estaba en que a uno de ellos la lección le había costado un millón de dólares. Por suerte, también nosotros podemos aprender de esto una lección valiosa aunque muchísimo menos cara. Resulta ilustrativo señalar que el hombre que sonreía era el que había perdido el tan codiciado premio. En general, cuando todo se ha calmado y vemos a los perdedores actuar y hablar como ganadores (y viceversa) debemos reflexionar sobre las condiciones que han provocado la vorágine –en este caso, la abierta rivalidad por un recurso escaso–. Tal y como pudieron comprobar los ejecutivos de televisión, es aconsejable extremar la cautela siempre que nos encontremos ante la diabólica combinación de escasez y rivalidad[69]. La distinción de lo distinto Como los que nos rodean dan valor a los recursos escasos, preferimos que nos vean como poseedores de rasgos que nos hacen especiales. Esto ocurre más en unas ocasiones que en otras. Una de ellas es cuando estamos en un contexto romántico. En una situación con posibilidades de romanticismo, queremos diferenciarnos de tal modo que atraigamos el interés de la posible pareja –por ejemplo, exhibiendo una mayor creatividad–. En tales situaciones, incluso preferimos ir a sitios que nos hagan destacar. Junto a otros investigadores, he colaborado en el diseño de un anuncio que insta a la gente a visitar el Museo de Arte de San Francisco y donde se incluía el nombre y una fotografía de dicho museo. Cuando el anuncio mostraba también la frase: «Destaca entre la multitud», la intención de visitar el museo por parte de quienes lo veían se disparaba. Sin embargo, esto solo pasaba si acababan de ver un extracto de una película romántica. Si no habían estado expuestos al vídeo que despertaba el romanticismo, la idea de visitar el museo (que hace que destaques entre la multitud) no resultaba igual de atractiva. Otro contexto en el que sentimos una potente necesidad de expresar nuestro carácter único es en situaciones relacionadas con el gusto. Normalmente, cambiamos nuestras creencias y opiniones para a moldarlas a las de otros y con ello sentimos que hacemos lo correcto. Pero, en lo relativo a cuestiones de gusto, ya sea en ropa, cortes de pelo, aromas, comida, música y cosas por el estilo, hay una motivación contrapuesta para alejarnos de la multitud y enfatizar lo que nos distingue. Pero incluso en cuestiones de gusto, las presiones de grupo pueden resultar fuertes, sobre todo, si se trata de un grupo al que pertenecemos. Un estudio analizó lo que hacen los miembros de tales grupos para encontrar el equilibrio entre el deseo de amoldarse y el de demostrar su individualidad. Si la mayoría de los miembros de nuestro grupo muestra preferencia por una marca de un artículo, es probable que hagamos lo mismo, mientras que, al mismo tiempo, nos diferenciamos en una dimensión que sea visible, como puede ser el color de ese artículo. Los líderes deberían seguir el consejo de tener en cuenta este deseo de singularidad cuando quieren asegurarse de que todos los miembros de su equipo se amoldan a los objetivos básicos de trabajo garantizando también que esos miembros no están obligados a amoldarse exactamente de la misma forma. Los líderes deberían fijarse en lo que pasó con otro factor de acentuación de la individualidad –un merecido símbolo de distinción– cuando un líder con buenas intenciones hizo desaparecer su singularidad. El 14 de junio de 2001, casi todos los soldados estadounidenses cambiaron sus habituales cascos de maniobras por las boinas negras que anteriormente solo llevaban los rangers del ejército de los Estados Unidos, un contingente de élite formado por tropas de combate de entrenamiento especial. Con la intención de levantar la moral de los soldados, este cambio lo ordenó el Jefe de Estado Mayor del ejército estadounidense Eric Shinseki con el fin de unificar a las tropas y que sirviera como «símbolo de la excelencia del ejército». No existen pruebas de que se consiguiera nada parecido entre los miles de soldados afectados que simplemente recibieron una boina negra. Por el contrario, provocó quejas por parte de los rangers, tanto en ejercicio como antiguos, que sentían que les habían robado la merecida exclusividad que representaba la boina. Tal y como declaró una ranger, la teniente Michelle Hyer: «Es una parodia. Las boinas negras son algo por lo que los rangers y los de operaciones especiales han luchado muy duro para distinguirse. Ahora… el hecho de llevar la boina ya no significa nada». La orden del general estuvo equivocada en dos sentidos, ambos ilustrativos de cómo funcionan los símbolos de distinción. El orgullo asociado a la boina negra tenía su origen en su exclusividad. Al hacer que ya no fuera exclusivo, su valor – incluso como símbolo– tuvo poco efecto en el amor propio de los muchos miles de soldados que lo recibieron. Pero entre los que sí se habían ganado la especial importancia de la boina, esa pérdida de exclusividad les hirió en lo más profundo y desató una tormenta de críticas. ¿Qué podía hacer el general Shinseki para solucionar el problema? No podía anular su orden sin más. Se había comprometido con demasiado énfasis y ante demasiadas personas al valor de la boina en cuanto a la solidaridad y camaradería de todo el ejército. Además, a los generales no les viene bien la imagen de verse obligados a hacer una retirada. Su solución fue acertada. Permitió que los rangers eligieran otro color para sus boinas, diferente del negro, para distinguir a los miembros de su grupo de élite. Eligieron el color del ante, un tono que sería único para las boinas de los rangers (y que aún siguen llevando con orgullo). Una genialidad. Tal y como era su intención, Shinseki concedió las boinas negras a la gran mayoría de sus tropas, a las que les gustaba el nuevo y favorecedor estilo; y, por otra parte, los rangers conservaron su carácter distintivo dentro de aquel cambio más general. Doblemente brillante[70]. Defensa frente a esta regla Es bastante fácil estar bien prevenido ante las presiones de la escasez, pero es mucho más difícil actuar ante esas advertencias. Una parte del problema está en que nuestra reacción típica a la escasez entorpece nuestra capacidad para pensar. Cuando vemos que algo que deseamos no está tan a nuestro alcance nos sentimos inquietos. Sobre todo, en los casos en que hay una competencia directa, se nos sube la sangre a la cabeza, centramos nuestra atención únicamente en ese objetivo y las emociones toman el control. En medio de esa excitación, desaparece nuestro lado racional y cognitivo. Resulta complicado mantener la calma. Como comentaba Robert Wood, presidente de CBS TV, tras su personal aventura del Poseidón: «Te ves atrapado por esa obsesión y su frenesí. La lógica sale volando por la ventana». Así pues, este es nuestro dilema: conocer las causas y el funcionamiento de las presiones de la escasez quizá no sea suficiente para protegernos de ellas, pues el conocimiento es un acto cognitivo y los procesos cognitivos quedan reprimidos por nuestra reacción emocional ante las presiones de la escasez. De hecho, puede que esa sea la razón de la enorme efectividad de las tácticas del principio de escasez. Cuando se usan bien, nuestra primera línea de defensa ante el comportamiento estúpido, el análisis reflexivo, puede quedar bloqueada. Si, por esa excitación que nos provoca confusión y obsesión, no podemos confiar en que nuestro conocimiento del principio de escasez estimule un pertinente comportamiento cauteloso, ¿a qué podemos recurrir? Quizá, siguiendo el mejor estilo jujitsu, podemos utilizar la propia excitación como pista principal. De esta forma, podemos usar la fuerza de nuestro enemigo en nuestro beneficio. En lugar de confiar en un análisis cognitivo y reflexionado de toda la situación, podríamos tomar como advertencia nuestra propia sacudida visceral. Al aprender a identificar la experiencia de la intensa excitación en una situación de persuasión, podemos advertirnos a nosotros mismos de la posibilidad de que estemos ante tácticas del principio de escasez y actuar con cautela. Sin embargo, supongamos que conseguimos manejar este truco de servirnos de la intensificación de nuestra excitación como señal para calmarnos y actuar con cautela. ¿Qué pasa ahora? ¿Hay algún otro dato que nos sirva para tomar una decisión correcta ante la escasez? Al fin y al cabo, el simple hecho de ser conscientes de que debemos actuar con cuidado no nos da ninguna pista sobre la dirección en que debemos movernos; solo nos ofrece el contexto necesario para tomar una decisión bien meditada. Por suerte, tenemos a nuestra disposición información en la que basar nuestras decisiones meditadas ante los bienes escasos. Una vez más, tiene su origen en el experimento de las galletas con chocolate, en el cual, sus autores descubrieron algo sobre la escasez que resulta extraño pero parece ser cierto. Aunque las galletas que más escaseaban fueron calificadas como mucho más apetecibles, no se consideró que su sabor fuera mejor que el de las más abundantes. Así pues, a pesar de la creciente ansia que provocaba la escasez (los participantes dijeron que querían tener más de las galletas escasas y que pagarían más por ellas), esto no hizo que esas galletas tuvieran mejor sabor. Aparece aquí una conclusión importante. La felicidad no está en poder disfrutar de un bien escaso, sino en poseerlo. Es importante no confundir estas dos circunstancias. Siempre que nos encontremos ante la presión de la escasez de un artículo, debemos preguntarnos qué es lo que deseamos de él. Si la respuesta es que lo queremos por las ventajas sociales, económicas o psicológicas que proporciona poseer algo tan singular, muy bien; las presiones de escasez nos servirán como indicador de cuánto querremos pagar por él –cuanto menos a nuestro alcance, más valioso resultará para nosotros–. Sin embargo, a menudo no deseamos una cosa por el simple hecho de poseerla. La queremos por su valor utilitario; la queremos para comérnosla, bebérnosla, tocarla, escucharla, conducirla o darle cualquier otro uso. En estos casos, es fundamental recordar que los productos escasos no saben, se sienten, suenan, se conducen ni funcionan mejor solo por su limitada disponibilidad. Aunque este argumento es sencillo, con frecuencia se nos escapa cuando experimentamos el deseo intenso que provocan los productos escasos. Puedo mencionar un caso de mi propia familia. Mi hermano Richard se ganó la vida durante su época de universitario recurriendo a una técnica de persuasión que se beneficiaba de la tendencia de la mayoría de la gente a olvidar ese sencillo argumento. De hecho, esta táctica resultó ser tan eficaz en este sentido, que solo tenía que trabajar unas horas los fines de semana y dedicaba el resto de su tiempo libre a sus estudios. Richard vendía coches, pero no en una tienda ni en un concesionario. Compraba un par de coches usados a particulares a través de los anuncios del periódico un fin de semana y, sin añadir otra cosa aparte de agua y jabón, los vendía con un buen beneficio también con un anuncio en el periódico el fin de semana siguiente. Para ello, necesitaba saber tres cosas. En primer lugar, debía tener suficiente conocimiento sobre coches como para comprar los que se ofrecían en la parte inferior del catálogo de precios pero que se pudieran vender de manera legítima a un precio más alto. En segundo lugar, una vez que tenía el coche, debía saber cómo redactar un anuncio que despertara suficiente interés en el comprador. Por último, cuando llegaba el comprador, tenía que saber cómo utilizar el principio de escasez para generar un deseo por el coche mayor que el que quizá merecía. Richard sabía hacer las tres cosas. Para el asunto que nos concierne ahora, tenemos que analizar su habilidad para la tercera solamente. Publicaba un anuncio del coche que había comprado el fin de semana anterior en el periódico del domingo. Como sabía cómo redactar un buen anuncio, solía recibir varias llamadas de posibles compradores el domingo por la mañana. A cada uno de los que mostraba interés suficiente como para querer ver el coche les daba cita para una hora, la misma hora para todos. Así, si eran tres personas, las citaba a todas, por ejemplo, a las dos de esa tarde. Esta técnica de citar a todos a la vez preparaba el camino para la persuasión y conformidad posteriores, al crear una atmósfera de rivalidad por un recurso limitado. Lo normal era que el primer posible comprador en llegar empezara a examinar el coche concienzudamente y manifestara el comportamiento convencional en esas circunstancias, como señalar cualquier deficiencia o imperfección y preguntar si el precio era negociable. Sin embargo, la psicología de la situación cambiaba radicalmente cuando llegaba el segundo comprador. La disponibilidad del coche para cada posible comprador se veía limitada de repente por la presencia del otro. A menudo, el que había llegado primero, alimentando de forma inconsciente la rivalidad, hacía valer su derecho a ser atendido en primer lugar: «Un momento, yo he llegado antes». Si no mencionaba él ese derecho, era Richard quien lo hacía. Dirigiéndose al segundo comprador, decía: «Perdone, pero este otro caballero ha llegado antes que usted. ¿Le importaría esperar un momento ahí enfrente hasta que haya terminado de mirar el coche? Luego, si no lo quiere o si no se decide, se lo mostraré a usted». Richard asegura que era posible ver cómo aparecía la inquietud en el rostro del primer comprador. Su pausada valoración de los pros y los contras del coche se había convertido, de repente, en prisas por tomar una rápida decisión –ahora o nunca– sobre un recurso en disputa. Si en los minutos siguientes no se decidía por el coche y al precio que Richard pedía, podría perderlo para siempre por culpa de ese… ese… recién llegado que estaba esperando ahí al lado. El segundo comprador estaría igual de inquieto ante la mezcla de rivalidad y disposición limitada. Daba vueltas por los alrededores, visiblemente estresado por poder conseguir ese montón de chatarra que, de repente, se le antojaba tanto. Si el primero que había llegado a la cita de las dos de la tarde no compraba o tardaba en decidirse, allí estaba la segunda cita lista para saltar. Si estas condiciones no bastaban por sí solas para asegurarse una decisión de compra favorable de manera inmediata, la trampa quedaría firmemente cerrada cuando entrara en escena la tercera cita de las dos de la tarde. Según Richard, tanta acumulación de competencia solía ser demasiado para que el primer posible cliente la pudiera soportar. Rápidamente, ponía fin a la presión aceptando el precio fijado por Richard o marchándose de pronto. En este último caso, el segundo comprador aprovechaba la oportunidad para comprar, porque a su sensación de alivio se unía un nuevo sentimiento de rivalidad hacia ese… ese recién llegado que estaba esperando allí al lado. Ninguno de los compradores que contribuyeron a la formación universitaria de mi hermano consiguió darse cuenta de un hecho fundamental relacionado con sus compras: el creciente deseo que los llevaba a comprar tenía muy poco que ver con las cualidades del coche. Y esta falta de conciencia se debía a dos razones. En primer lugar, el escenario que Richard preparaba les producía una reacción emocional que les impedía pensar con claridad. En segundo lugar, y debido a lo anterior, nunca se detenían a pensar en que el motivo por el que querían el coche era para usarlo, y no simplemente para tenerlo. Las presiones de la rivalidad por un recurso escaso que aplicaba Richard afectaban solamente a su deseo de tener el coche en el sentido de poseerlo. Esas presiones no afectaban al valor del coche con respecto al verdadero motivo por el que lo habían querido. RESEÑAS DE LOS LECTORES 6.5 De una mujer que vive en Polonia Hace unas semanas fui víctima de las técnicas sobre las que usted escribe. Me quedé bastante sorprendida porque no soy de esas personas que sean fáciles de convencer y yo acababa de leer su libro, así que estaba realmente sensible a ese tipo de estrategias. Había un puesto de degustación en el supermercado. Una simpática chica me ofreció un vaso de una bebida. Lo probé y no me pareció malo. A continuación, me preguntó si me había gustado. Tras mi respuesta afirmativa, me propuso que comprara cuatro latas de esa bebida (el principio de coherencia –me gustó y, por tanto, debería comprarlo– y el de reciprocidad –primero me había dado algo gratis). Pero yo no fui tan ingenua y dije que no. Pero la vendedora no se rindió. Me dijo: «¿Y quizá una lata solo?» (utilizando la táctica de rechazo y retirada). Pero tampoco cedí. Después, me dijo que esa bebida la habían importado desde Brasil y que no sabía si estaría a la venta en el supermercado en el futuro. La regla de la escasez funcionó y compré una lata. Cuando me la bebí en casa, el sabor seguía pareciéndome bien, pero no estupendo. Por suerte, la mayoría de las dependientas no son tan pacientes ni insistentes. Nota del autor: Resulta interesante ver que pese a que esta lectora conocía el principio de escasez, terminó comprando algo que, en realidad, no deseaba. Para poder estar bien protegida ante esto, debía haber recordado que, al igual que la escasez de galletas, la de la bebida no iba a hacer que tuviera mejor sabor. Y así fue. Por tanto, cuando nos sintamos acosados por la presión de la escasez en una situación de persuasión, debemos reaccionar actuando en una secuencia de dos etapas. Tan pronto como notemos la oleada de la excitación emocional que provoca la influencia de la escasez, debemos aprovecharla para detenernos en seco. Las reacciones de pánico y enfebrecidas no tienen cabida en una decisión acertada en una situación de persuasión. Tenemos que tranquilizarnos y recuperar una perspectiva racional. Una vez que lo hayamos conseguido, podemos pasar a la segunda etapa y preguntarnos por qué queremos ese artículo. Si la respuesta es que lo queremos principalmente para poseerlo, debemos aprovechar entonces que está a nuestro alcance para calcular cuánto queremos pagar por él. Pero si la respuesta es que lo queremos principalmente por su función (es decir, queremos algo bueno para conducir, beber o comer), deberemos recordar que ese producto cumple su función igualmente tanto si escasea como si es muy abundante. Sencillamente, tenemos que recordar que las galletas no sabían mejor por el hecho de ser escasas[71]. RESUMEN • De acuerdo con el principio de escasez, atribuimos más valor a las oportunidades que son menos accesibles. La explotación de este principio para el beneficio propio está presente en técnicas de persuasión tales como las tácticas de las «series limitadas» y las «fechas límite», en las que quienes las practican tratan de convencernos de que, si no actuamos ya, perderemos algo valioso. Esto guarda relación con la tendencia humana a la aversión por la pérdida –por la que nos sentimos más motivados por la idea de perder algo que por la de ganar otra cosa de igual valor–. • El principio de escasez se sostiene por dos razones. En primer lugar, dado que las cosas más difíciles de conseguir son, por lo general, más valiosas, la accesibilidad de un artículo o una experiencia puede servir como un atajo que nos indique su calidad. Y debido a la aversión hacia la pérdida, estaremos motivados para evitar perder algo de mucha calidad. En segundo lugar, cuando las cosas se vuelven menos accesibles perdemos libertades. Según la teoría de la reactancia psicológica, respondemos a la pérdida de las libertades con un mayor deseo de tenerlas (junto con los bienes y servicios que las acompañan). • Como factor de motivación, la reactancia psicológica está presente en una gran parte de nuestra vida. Sin embargo, es especialmente evidente en dos épocas: los terribles dos años y la adolescencia. Ambas etapas se caracterizan por la aparición de un sentimiento de individualidad que pone en primera línea cuestiones como el control, los derechos y las libertades. Por consiguiente, los individuos de estas edades son especialmente sensibles a las restricciones. • Además de su efecto sobre el valor de los productos, el principio de escasez se aplica también en la forma de valorar la información. El hecho de limitar el acceso a un mensaje estimula nuestro deseo de recibirlo y nos predispone en su favor. En el caso de la censura este efecto de disposición más favorable hacia un mensaje restringido se produce incluso antes de que hayamos recibido el mensaje. Además, los mensajes tienen mayor efectividad si la información que contiene se considera exclusiva (escasa). • Es más probable que el principio de escasez se dé en dos circunstancias que lo optimizan. En primer lugar, los artículos escasos aumentan de valor cuando su escasez es reciente. Es decir, valoramos más las cosas a las que recientemente se ha restringido el acceso que las que siempre han estado restringidas. En segundo lugar, nos sentimos más atraídos por los recursos escasos cuando competimos con otros para conseguirlos. • Es difícil resistirse con métodos cognitivos a las presiones de escasez, porque se desatan nuestras emociones y nuestra excitación, y eso hace que nos resulte difícil pensar. Como forma de defensa, debemos intentar estar alerta a nuestra excitación en situaciones en que interviene la escasez. Una vez alertados, podemos dar distintos pasos para tranquilizarnos y analizar las ventajas de la oportunidad de acuerdo con lo que queremos de ella. CAPÍTULO SIETE COMPROMISO Y COHERENCIA LOS DUENDECILLOS DE LA MENTE Soy hoy lo que establecí ayer o algún día anterior. James Joyce Cada año, Amazon se coloca en el primer puesto o entre los primeros de las empresas más ricas y rentables del mundo. Pero todos los años da a cada uno de los empleados de su centro de distribución, que han ayudado a la empresa a ocupar ese puesto, un incentivo de hasta cinco mil dólares si se marchan. Esta práctica, por la que los trabajadores reciben una gratificación si dejan la empresa, ha dejado perplejos a muchos observadores, pues los gastos de rotación de empleados son importantes. Los gastos directos asociados a dicha rotación – por la selección, contratación y formación de los sustitutos– pueden llegar hasta el 50 por ciento del paquete de compensación anual del empleado; además, estos costes pueden ser aún mayores cuando se tienen en cuenta los gastos indirectos en la forma de pérdida de memoria institucional, alteraciones de productividad y bajo estado de ánimo del resto de los miembros del equipo. ¿Cómo justifica Amazon su programa «Pago por renuncia» desde un punto de vista empresarial? Su portavoz Melanie Etches lo deja bien claro: «En Amazon, solo queremos trabajadores que quieran estar aquí. A largo plazo, permanecer en un lugar donde no quieres estar no resulta sano para nuestros empleados ni para la compañía». Así pues, Amazon considera que proporcionar a sus empleados descontentos, insatisfechos o desmotivados una salida atractiva supondrá un ahorro de dinero con respecto a los demostrados gastos más altos de salud y baja productividad de tales empleados. Pero yo dudo que esta sea la única justificación de Amazon en cuanto a este programa. Existe otra razón importante. Conozco su fuerza por los resultados de distintas investigaciones de ciencias del comportamiento y por el hecho de que he visto y sigo viendo la contundencia de su funcionamiento a mi alrededor. Veamos, por ejemplo, la historia de mi vecina Sara y su novio Tim, con el que vive. Después de conocerse, estuvieron saliendo juntos y, finalmente, decidieron vivir juntos. Las cosas nunca fueron perfectas para Sara. Quería que Tim se casara y dejara de beber tanto; pero Tim se resistía a ambas ideas. Después de un periodo especialmente difícil, Sara puso fin a la relación y Tim se fue de casa. Casi en la misma época, un antiguo novio la llamó. Empezaron a salir y rápidamente se comprometieron. Habían llegado incluso a poner fecha a la boda y enviar las invitaciones cuando llamó Tim. Se había arrepentido y quería volver a vivir con ella. Cuando Sara le contó sus planes de boda, él le suplicó que no lo hiciera; quería volver a estar con ella igual que antes. Sara se negó diciéndole que no quería volver a pasar por aquello. Tim se ofreció incluso a casarse con ella, pero Sara siguió diciendo que prefería al otro novio. Al final, Tim se comprometió a dejar el alcohol si ella cedía. Convencida de que, en esas condiciones, Tim aventajaba al otro, Sara decidió romper su compromiso, cancelar la boda, retirar las invitaciones y dejar que Tim volviese a su casa con ella. En menos de un mes, Tim le dijo a Sara que no creía necesario dejar el alcohol, pues ahora lo tenía bajo control. Un mes más tarde decidió que lo mejor que podían hacer era «esperar un poco» antes de casarse. Han pasado dos años desde entonces; Tim y Sara continúan viviendo juntos, exactamente igual que antes. Tim sigue bebiendo y continúan sin planes de boda, pero Sara está más entregada a él que nunca. Dice que, al verse obligada a decidir, se dio cuenta de que Tim ocupa, en realidad, el primer puesto en su corazón. Así que, tras elegir a Tim frente al otro novio, se convirtió en una mujer más feliz, aunque las condiciones por las cuales tomó su decisión nunca se han cumplido. Tengamos en cuenta que el compromiso reafirmado de Sara tuvo su origen en la toma de una difícil decisión a favor de Tim. En mi opinión, por esta misma razón quiere Amazon que sus empleados también tomen esa decisión a favor de la compañía. La elección de quedarse o marcharse ante un incentivo para irse no sirve solo para identificar a los trabajadores que no están comprometidos y que, gracias a un procedimiento muy eficiente, deciden irse. También sirve para consolidar e incluso mejorar la lealtad de quienes, como Sara, optan por quedarse. ¿Cómo podemos estar tan seguros de que este último resultado forma parte del objetivo del programa de «Pago por renuncia»? La respuesta la veremos prestando atención no solo a lo que ha declarado la portavoz del departamento de relaciones públicas de la compañía, Melanie Etches, sobre este asunto, sino también a lo que dice su fundador, Jeff Bezos –un hombre cuya visión empresarial le ha convertido en la persona más rica del mundo–. En una carta a sus accionistas, el señor Bezos dijo que el objetivo de este programa no era otro que el de animar a los empleados a dedicar un momento a pensar en lo que de verdad quieren. También ha señalado lo que dice el título de la nota anual de la propuesta: Por favor, no aceptes esta oferta. Así, el señor Bezos quiere que sus empleados piensen en su marcha pero que no decidan hacerlo, lo cual es exactamente lo que pasa al final, pues son muy pocos los que aceptan la oferta. Tal y como yo lo veo, es la decisión final de quedarse el principal objetivo por el que se diseñó este programa. Y por un buen motivo: el compromiso del empleado está muy asociado a su productividad. El agudo conocimiento que el señor Bezos posee de la psicología humana queda confirmado en muchos estudios sobre nuestra voluntad de creer en la mayor validez de una decisión difícil una vez que se ha tomado. Tengo un favorito. En un estudio realizado por dos psicólogos canadienses se descubrió algo fascinante con respecto a las personas que acuden a las carreras de caballos. Justo después de hacer sus apuestas, se sienten mucho más seguras de lo acertado de su decisión de lo que se sentían apenas un momento antes de hacerlas. Por supuesto, no ha cambiado nada con respecto a las posibilidades de ganar del caballo. Es el mismo caballo en la misma carrera y en el mismo hipódromo. Pero en la mente de los apostantes, su confianza en que han hecho la elección correcta aumenta de forma significativa después de que han tomado su decisión. De igual modo, en el ámbito de la política, los votantes creen de forma más férrea en su decisión justo después de haber depositado su voto. En otro ámbito muy distinto, tras tomar la decisión de forma activa y en público de ahorrar energía o agua, nos comprometemos más con la idea del ahorro, buscamos otras razones para sustentarla y nos esforzamos más por conseguirlo. En general, la principal razón de esos cambios en la dirección de una decisión tiene que ver con otro principio fundamental de influencia social. Al igual que los demás principios, este está en lo más profundo de nuestro ser, dirigiendo nuestros actos con un poder silencioso. Es nuestro deseo de ser (y aparentar ser) coherentes con lo que ya hemos dicho o hecho. Una vez que tomamos una decisión o nos pronunciamos con respecto a algo, nos encontramos con presiones personales e interpersonales para pensar y comportarnos de forma coherente con ese compromiso. Es más, esas presiones harán que respondamos de tal modo que justifiquemos nuestra decisión[72]. El valor de la coherencia Los psicólogos llevan mucho tiempo explorando cómo el principio de la coherencia dirige los actos humanos. De hecho, varios de los primeros teóricos destacados vieron el deseo de ser coherentes como un motivador de nuestra conducta. Pero ¿es lo suficientemente fuerte como para obligarnos a hacer algo que, por lo general, no estaríamos dispuestos a hacer? No cabe ninguna duda. El deseo de ser (y parecer) coherentes constituye una fuerza impulsora muy potente que, a menudo, nos lleva a actuar de manera claramente opuesta a nuestros propios intereses. Veamos lo que ocurrió cuando unos investigadores fingieron unos robos en una playa de la ciudad de Nueva York para ver si los testigos se iban a arriesgar a sufrir algún tipo de perjuicio personal con el fin de impedir el delito. En el estudio, un cómplice de los autores de la investigación colocaba una toalla de playa a metro y medio de la de un individuo elegido al azar, el objeto del experimento. Tras varios minutos de descanso en la toalla escuchando música en una radio portátil, el cómplice se ponía de pie, dejaba la toalla y empezaba a pasear por la playa. Poco después, uno de los investigadores, fingiendo ser un ladrón, se acercaba, cogía la radio y trataba de marcharse corriendo con ella. En condiciones normales, los sujetos del estudio se mostraban reacios a ponerse en peligro deteniendo al ladrón –solo cuatro personas en las veinte ocasiones en que se fingió el robo–. Pero cuando se probó el mismo procedimiento otras veinte veces con un pequeño giro, los resultados fueron completamente distintos. En estos casos, antes de dejar la toalla, el cómplice preguntaba al sujeto si por favor podía vigilar sus cosas. Todos aceptaron. Ahora, impelidos por la norma de la coherencia, diecinueve de los veinte sujetos se convirtieron en vigilantes de verdad y echaron a correr tras el ladrón para detenerlo y exigirle una explicación, a menudo, sujetándole físicamente o quitándole la radio de las manos. Para comprender por qué la coherencia es un motivador tan potente, deberíamos saber antes que en la mayoría de las circunstancias, es valorada y flexible. La incoherencia suele verse como un rasgo indeseable de la personalidad. A las personas cuyas creencias, palabras y actos no concuerdan se las considera confusas, falsas o mentalmente desequilibradas. Por el contrario, el alto grado de coherencia se suele asociar con fuerza personal e intelectual. Es la base de la lógica, la racionalidad, la estabilidad y la honradez. Una cita atribuida al gran químico británico Michael Faraday indica hasta qué punto está aceptada la coherencia –a veces, más que el hecho de tener razón–. Cuando tras una conferencia le preguntaron si su intención era sugerir que un rival académico al que detestaba siempre se equivocaba, Faraday lanzó una mirada amenazadora al que le hacía la pregunta y contestó: «Él no es tan coherente». Así pues, una buena coherencia personal se valora mucho en nuestra cultura –y así debe ser–. La mayor parte de las veces nos irá mucho mejor si nuestra forma de enfrentarnos a las cosas es coherente. Sin la coherencia, nuestra vida será difícil, errática e inconexa. La solución rápida Como normalmente la coherencia actúa a nuestro favor, adquirimos la costumbre de ser coherentes de forma automática, incluso en situaciones en las que no es sensato serlo. Cuando surge de manera irreflexiva, la coherencia puede resultar desastrosa. Aun así, incluso cuando es ciega, tiene su atractivo. En primer lugar, y al igual que la mayoría de las otras formas de respuesta automática, la coherencia supone un atajo a través de las complejidades de la vida moderna. Una vez que nos hemos formado una opinión sobre algún asunto, la coherencia tenaz nos proporciona un lujo muy atractivo: no tenemos que seguir dándole tantas vueltas. Ya no necesitamos entrever entre la polvareda de información que nos encontramos a diario para identificar los datos relevantes; no tenemos que gastar nuestra energía mental en sopesar los pros y los contras; no tenemos que tomar más decisiones difíciles. Lo único que tenemos que hacer cuando nos enfrentamos a ese problema es activar nuestro programa de la coherencia y sabremos qué creer, decir o hacer. Solo tenemos que creer, decir o hacer lo que resulte coherente con nuestra decisión anterior. No debemos restar importancia al atractivo de este lujo. Nos permite disponer de un método cómodo, relativamente sencillo y eficaz para enfrentarnos a las complejidades de la vida diaria que exigen un enorme gasto de energía y capacidad mentales. No es difícil comprender, por tanto, por qué la coherencia automática es una reacción difícil de reprimir. Nos ofrece un modo de evitar los rigores del pensamiento constante. Tal y como apuntó sir Joshua Reynolds: «No hay nada a lo que el hombre no recurra con tal de evitar el arduo trabajo de tener pensar». La fortaleza absurda La coherencia mecánica presenta otro tipo de atracción más perverso. A veces, no es el esfuerzo del duro trabajo cognitivo lo que nos hace esquivar la actividad reflexiva, sino las graves consecuencias de dicha actividad. En ocasiones, es el conjunto de respuestas claramente malditas e inoportunas que nos proporciona la reflexión lo que provoca nuestra pereza mental. Hay determinadas cosas inquietantes que simplemente preferiríamos no saber. Al tratarse de un método de respuesta programado e inconsciente, la coherencia automática puede suponer un escondite seguro ante conclusiones preocupantes. Encerrados dentro de la fortaleza de nuestra rígida coherencia, podemos ser impermeables a los asedios de la razón. Una tarde, en una presentación del programa de meditación trascendental, fui testigo de un claro ejemplo del modo en que nos escondemos tras los muros de la coherencia para protegernos de las molestas consecuencias de la reflexión. La conferencia en cuestión estaba presidida por dos jóvenes muy serios y su objetivo era reclutar nuevos miembros para el programa. Aquellos dos hombres aseguraban que el programa ofrecía una forma exclusiva de meditación que nos permitiría alcanzar todo tipo de cosas deseables, desde la simple paz interior hasta capacidades más espectaculares –como volar o atravesar muros– en sus etapas más avanzadas (y más caras). Yo había decidido asistir a la reunión para observar las tácticas de persuasión que se usan en este tipo conferencias de reclutamiento y había llevado conmigo a un amigo, un profesor universitario especializado en estadística y lógica simbólica. A medida que avanzaba la reunión y los conferenciantes explicaban la teoría en que se basa la meditación trascendental, observé que mi amigo, un hombre de lógica, estaba cada vez más inquieto. Parecía ir sintiéndose más incómodo y no paraba de moverse en su asiento, hasta que por fin no pudo resistir más. Cuando abrieron el turno de preguntas, mi amigo levantó la mano y con tono cortés, aunque firme, rebatió la presentación que acabábamos de oír. En menos de dos minutos señaló todos los puntos y motivos por los que los complejos argumentos de los conferenciantes resultaban contradictorios, incoherentes e indefendibles. El efecto que produjo sobre ellos fue devastador. Después de un confuso silencio, cada uno de los conferenciantes intentó atacar con una débil réplica, para detenerse a medio camino a consultar con su compañero y finalmente admitir que los argumentos de mi amigo eran sólidos y «requerían un análisis más profundo». Aún más interesante para mí fue el efecto sobre el público. Al final del turno de preguntas, los dos conferenciantes se encontraron con una multitud de asistentes que empezaron a pagar los 75 dólares de anticipo para inscribirse en el programa de meditación trascendental. Encogiendo los hombros y disimulando su risa, los reclutadores mostraban su perplejidad a la vez que aceptaban el dinero. Después de lo que parecía haber sido un claro y embarazoso fracaso de su presentación, la reunión se había convertido sin saber cómo en un éxito, y había provocado inexplicables y elevados niveles de conformidad entre el público. Bastante asombrado, atribuí la reacción del público a que no había comprendido la lógica de los argumentos de mi amigo pues, al final, lo que ocurrió fue justo lo contrario. Fuera de la sala de conferencias, se nos acercaron tres de los asistentes que habían pagado su inscripción inmediatamente después de la charla. Querían saber por qué habíamos asistido a la conferencia. Se lo explicamos y les hicimos a ellos esa misma pregunta. Uno era un aspirante a actor que estaba deseando triunfar en su profesión a toda costa y que había asistido a la reunión para averiguar si la meditación trascendental le permitiría alcanzar el autocontrol necesario para dominar su arte; los reclutadores le habían asegurado que así sería. El segundo era una mujer que sufría un grave problema de insomnio y que esperaba que la meditación trascendental le proporcionara un método de relajación para poder dormir por las noches sin problemas. El tercero hizo de portavoz extraoficial. Le iba mal en sus estudios universitarios porque no tenía suficiente tiempo para estudiar. Había asistido a la reunión para ver si la meditación trascendental le ayudaba a dedicar menos horas al sueño por las noches. El tiempo de más podría aprovecharlo para estudiar. Resulta interesante señalar que los reclutadores le dijeron, al igual que a la mujer insomne, que con las técnicas de la meditación trascendental podría resolver sus problemas, aunque fuesen contrarios. Pensando todavía que los tres se habían inscrito porque no habían entendido las tesis expuestas por mi sensato amigo, empecé a hacerles preguntas sobre algunos aspectos de su argumentación. Descubrí que habían comprendido sus comentarios muy bien; demasiado bien, de hecho. Fue precisamente la contundencia de su argumentación lo que les llevó a inscribirse en el programa en ese momento. El portavoz lo expresó a la perfección: «Bueno, yo no iba a dar ningún dinero esta noche, porque lo cierto es que ahora mismo estoy en la ruina; iba a esperar a la próxima reunión. Pero cuando su amigo ha empezado a hablar, he visto que si no les pagaba ahora, me iría a casa, empezaría a pensar en lo que había dicho y nunca me inscribiría». De pronto, todo empezaba a tener sentido. Estas personas tenían problemas reales y buscaban con desesperación un modo de resolverlos. Si los conferenciantes decían la verdad, estas personas habían hallado una posible solución en la meditación trascendental. Acuciados por su necesidad, deseaban con todas sus fuerzas creer que en ella estaba la respuesta. En ese momento, a través de la voz de mi amigo, había aparecido la voz de la razón para demostrar que la teoría en que se basaba su recién encontrada solución era poco sólida. ¡Pánico! Había que hacer algo enseguida, antes de que la lógica les pasara factura y volviera a dejarlos sin esperanza. Rápidamente, fue necesario elevar unos muros para protegerse de la razón y no importaba si la fortaleza que iban a levantar era absurda. «¡Rápido, un escondite donde protegernos del pensamiento! Tomen mi dinero. ¡Uf! Salvado en el último momento. Ya no será necesario seguir pensando en este asunto». La decisión estaba tomada y, a partir de ese momento, podría ponerse en marcha el programa de la coherencia siempre que fuese necesario: «¿La meditación trascendental? Claro que creo que me va a ayudar; claro que espero continuar; claro que creo en la meditación trascendental. Ya he pagado la inscripción, ¿no?». ¡Qué gran consuelo el de la coherencia irreflexiva! «Descansaré aquí solo un rato. Es mucho más agradable que la preocupación y la tensión de la búsqueda intensa». El escondite Si, como parece, la coherencia automática actúa como un escudo frente al pensamiento, no debería sorprendernos que dicha coherencia la puedan explotar quienes preferirían que respondiéramos a sus peticiones sin pensar. Para los oportunistas, que se van a aprovechar de una reacción mecánica e irreflexiva a sus peticiones, nuestra tendencia a la coherencia automática es una mina de oro. Son tan listos a la hora de hacernos activar la coherencia automática en su propio beneficio, que pocas veces nos damos cuenta. En el mejor estilo jujitsu, estructuran sus interacciones con nosotros de modo que nuestra necesidad de ser coherentes conduce directamente a su beneficio. Determinadas grandes fábricas de juguetes se sirven de un planteamiento de este tipo para solucionar un problema creado por la estacionalidad de las pautas de compra. Por supuesto, la mejor época para las fábricas de juguetes es la Navidad. El problema está en que las ventas de juguetes caen luego en picado durante los dos meses siguientes. Los consumidores han agotado ya su presupuesto para juguetes y muestran una férrea resistencia a las súplicas de sus hijos que les piden más. Los fabricantes de juguetes se encuentran con un dilema: ¿cómo mantener un elevado nivel de ventas durante la época de máxima demanda de juguetes y, a la vez, conservar un nivel saludable durante los meses inmediatamente posteriores? La dificultad no radica, desde luego, en motivar a los niños para que deseen más juguetes después de la Navidad. El problema está en motivar a unos padres sin dinero tras las fiestas para que compren otro juguete a sus hijos empachados de regalos. ¿Qué podrían hacer esos fabricantes para provocar esa conducta tan poco probable? Algunos han probado con campañas de publicidad mucho mayores mientras que otros han reducido los precios durante el periodo más flojo, pero ninguno de estos recursos habituales de ventas ha funcionado. Ambas tácticas han resultado costosas e ineficaces para aumentar las ventas hasta los niveles deseados. Los padres no están de humor para comprar juguetes y las influencias de la publicidad o de la reducción de gasto no son suficientes para sacudir su férrea resistencia. Una importante fábrica de juguetes cree haber encontrado una solución. Es muy ingeniosa y no requiere más que un gasto normal en publicidad y cierto conocimiento sobre la poderosa atracción de la necesidad de coherencia. Lo primero que vi sobre el funcionamiento de la estrategia de esta empresa de juguetes fue cuando caí en ella, primero una vez y luego otra, como buena presa fácil que soy. Era el mes de enero y yo estaba en la mayor tienda de juguetes de la ciudad. Tras haber comprado allí demasiados regalos para mi hijo el mes anterior, me había jurado no volver a entrar en aquel establecimiento ni en ninguno parecido en mucho tiempo. Pero allí estaba de nuevo, en aquel lugar diabólico y comprando otro juguete caro para mi hijo –un gran circuito de carreras eléctrico–. Estando delante del circuito me encontré con un antiguo vecino que estaba comprándole a su hijo el mismo juguete. Lo curioso era que casi no nos habíamos vuelto a ver. De hecho, la última vez había sido un año antes en esa misma tienda, cuando los dos estábamos comprando a nuestros hijos un costoso regalo después de la Navidad –en aquella ocasión fue un robot que andaba, hablaba y arrasaba con todo–. Nos reímos de la extraña costumbre de vernos solo una vez al año en la misma época, en el mismo lugar y haciendo lo mismo. Ese mismo día le conté esta coincidencia a un amigo que casualmente había trabajado en el sector del juguete. –No es una coincidencia –me dijo con tono malicioso. –¿Qué quieres decir con que no es una coincidencia? –Mira –respondió–. Deja que te haga unas cuantas preguntas sobre el circuito de carreras que compraste este año. Primero, ¿le prometiste a tu hijo que se lo regalarías por Navidad? –Pues sí. Christopher lo había visto anunciado en los programas de dibujos animados de los sábados por la mañana y había dicho que eso era lo que quería por Navidad. Yo mismo vi un par de anuncios y me pareció divertido, así que acepté. –Primer gol –respondió. Y prosiguió–: Ahora viene mi segunda pregunta: cuando fuiste a comprarlo, ¿te encontraste con que se había agotado en todas las tiendas? –Sí, exacto. En las tiendas me dijeron que lo habían pedido pero que no sabían cuándo recibirían más. Así que, tuve que comprarle a Christopher otros juguetes para compensarle por el circuito de carreras. Pero ¿cómo lo has sabido? –Segundo gol –contestó. Y añadió–: Ahora deja que te haga otra pregunta: ¿no te ocurrió algo parecido el año anterior con el robot de juguete? –Un momento…, es verdad. Eso mismo es lo que pasó. Es increíble. ¿Cómo lo has sabido? –No hace falta tener poderes mentales. Simplemente sé cómo aumentan sus ventas de enero y febrero algunas de las grandes marcas de juguetes. Empiezan antes de Navidad con atractivos anuncios en televisión de ciertos juguetes especiales. Los niños, como es normal, quieren lo que ven y consiguen que sus padres les prometan que se lo van a comprar por Navidad. Y es entonces cuando se pone en marcha el ingenioso plan de estas empresas: hacen llegar a las tiendas menos cantidad de esos juguetes que los padres han prometido comprar. La mayoría de los padres se encuentran con que esos juguetes se han agotado y se ven obligados a sustituirlo por otros de igual valor. Por supuesto, los fabricantes de juguetes se aseguran de suministrar a las tiendas muchos de esos sustitutivos. Luego, después de Navidad, empiezan otra vez a emitir anuncios de los otros juguetes, los especiales. Así, consiguen que los niños los deseen más que nunca. Van corriendo a decir entre gimoteos a sus padres: «Lo prometiste, lo prometiste», y los adultos van a regañadientes hasta la tienda para cumplir lo que habían prometido. –Y allí –añadí yo empezando a sentirme furioso– se encuentran con otros padres a los que no han visto en un año y que han caído en la misma trampa, ¿no es cierto? –Así es. Eh, ¿adónde vas ahora? –A devolver el circuito de carreras a la tienda. –Estaba tan enfadado que casi gritaba. –Espera. Piénsalo bien. ¿Por qué lo compraste esta mañana? –Porque no quiero decepcionar a Christopher y porque quería enseñarle que las promesas se deben cumplir. –Muy bien, ¿y ha cambiado algo de eso? Mira, si devuelves ahora el juguete tu hijo no comprenderá por qué. Solo sabrá que su padre no ha cumplido la promesa que le hizo. ¿Es eso lo que quieres? –No –contesté con un suspiro–. Supongo que no. Entonces, lo que me estás diciendo es que los fabricantes de juguetes duplicaron sus beneficios gracias a mí en los dos últimos años y yo ni siquiera lo sabía. Y ahora que lo sé, sigo atrapado por algo que yo mismo había dicho. Así que, lo que en realidad me estás diciendo es: «tercer gol». –Sí –respondió–. Y has perdido el partido. En los años siguientes he visto en muchos padres gran variedad de compras compulsivas de juguetes similares a la que yo experimenté durante aquellas vacaciones –peluches, muñecos de Elmo, Furbys, consolas de Xbox y de Wii, muñecos Zhu Zhu, muñecas de Elsa la de Frozen, consolas PlayStation 5 y cosas así–. Pero, tradicionalmente, las que mejor se ajustan a esta pauta son las Cabage Patch, unas muñecas de 25 dólares que se anunciaban continuamente en las Navidades de mediados de la década de 1980 pero que, por desgracia, no solían encontrarse en las tiendas. Algunas de las consecuencias de esto fueron la multa por parte del Gobierno por falsa publicidad contra la marca Kids por anunciar de forma continuada unas muñecas que no podían comprarse, que enloquecidos grupos de adultos se pelearan en las tiendas de juguetes o que llegaran a pagar hasta 700 dólares en subastas por unas muñecas que habían prometido a sus hijos, además de unas ventas de 150 millones de dólares al año en ventas que se extendían mucho más allá de los meses de Navidad. Durante las vacaciones de 1998, el juguete más escaso y que todo el mundo quería era el Furby, creado por un departamento del gigante juguetero Hasbro. Cuando se preguntó a un representante de la marca qué debían decir a sus hijos los frustrados padres que no habían conseguido comprar el juguete, este respondió con el tipo de promesa que tan beneficiosa ha resultado para los fabricantes de juguetes durante décadas: «Lo voy a intentar, pero si no te lo puedo comprar ahora, será más tarde»[73]. Imagen 7.1: Sin sacrificio no hay beneficio (ilícito). Jason, el chico aficionado a las consol El compromiso es la clave Una vez que somos conscientes del formidable poder de la coherencia para dirigir la acción humana, surge de inmediato una importante pregunta práctica: ¿cómo se pone en movimiento esa fuerza? ¿Qué es lo que provoca el clic que pone en marcha la activación del poderoso programa de la coherencia? Los expertos en psicología social creen conocer la respuesta: el compromiso. Si puedo conseguir que alguien asuma un compromiso (es decir, que adopte una postura y la haga constar) habré abonado el terreno para que, de forma automática e irreflexiva, actúe de forma coherente con ese compromiso previo. En el momento en que se toma una postura, hay una tendencia natural a comportarse en estricta consonancia con ella. Como ya hemos visto, los expertos en psicología social no son los únicos que conocen la relación existente entre compromiso y coherencia. Casi todo tipo de profesionales de la persuasión utilizan con nosotros estrategias de compromiso. Cada una de esas estrategias tiene como objetivo hacernos emprender alguna acción o hacer alguna declaración que nos obligará después a mostrar conformidad a través de las presiones de la coherencia. Los procedimientos diseñados para crear compromiso adoptan distintas formas. Unos son claramente directos; otros forman parte de las tácticas de persuasión más sutiles que nos vamos a encontrar. Tomemos como ejemplo de los primeros el procedimiento utilizado por Jack Stanko, director de ventas de coches usados en un concesionario de Albuquerque. Durante una sesión que llevaba el nombre de «Comercialización de coches usados» en la convención de la Asociación Nacional de Concesionarios de Automóviles celebrada en San Francisco, aconsejaba lo siguiente a un centenar de encargados de concesionarios ansiosos de aumentar sus ventas: «Por escrito. Conseguid que el cliente exprese por escrito su conformidad. Controladlos. Preguntadles si estarían dispuestos a comprar el coche en ese mismo momento si les parece bien el precio. Arrinconadlos». Es evidente que el señor Stanko –experto en este tipo de asuntos– cree que el modo de conseguir la conformidad de los clientes es a través del compromiso, el cual sirve para controlarlos. Un refinamiento mucho mayor en las prácticas para lograr el compromiso puede resultar igual de efectivo. Supongamos que queremos incrementar el número de personas de nuestro vecindario que estén dispuestas a ir de puerta en puerta pidiendo donativos para nuestra institución benéfica preferida. Lo más prudente sería que analizáramos el planteamiento del psicólogo social Steven J. Sherman. Se limitó a visitar a una muestra de residentes de Bloomington (Indiana) como parte de una encuesta que estaba realizando y les preguntó qué dirían si alguien les pidiera que dedicaran tres horas a recaudar dinero para la Sociedad Americana de Lucha contra el Cáncer. Por supuesto, al no querer parecer poco caritativos ante el que realizaba la encuesta o ante sí mismos, muchas de estas personas respondieron que se ofrecerían voluntarias. La consecuencia de este sutil compromiso fue un incremento del 700 por ciento en el número de voluntarios cuando, unos días después, un representante de dicha sociedad los visitó para pedirles que hicieran de recaudadores de fondos en su vecindario. Sirviéndose de la misma estrategia pero, en esta ocasión, preguntando a los ciudadanos si acudirían a votar el día de las elecciones, otros investigadores consiguieron aumentar de manera significativa la participación en las urnas entre aquellos a los que visitaron. Los abogados que se enfrentan en las salas de justicia parecen haber adoptado esta práctica de conseguir un noble compromiso inicial con el fin de provocar un comportamiento futuro coherente. Cuando está haciendo una criba entre posibles miembros de un jurado antes de un juicio, JoEllen Demitrius, conocida por ser la mejor asesora en la selección de jurados, siempre formula una pregunta ingeniosa: «Si fueses la única persona que cree en la inocencia de mi cliente, ¿podrías soportar la presión del resto del jurado por hacer que cambies de opinión?». ¿Podría decir que no un posible jurado que se precie? Y tras haber prestado juramento, ¿cómo va a negarse después un miembro del jurado que se precie? Una técnica de compromiso aún más taimada ha sido quizá la desarrollada por los operadores telefónicos de las instituciones benéficas. En la actualidad podemos comprobar que muchos de estos representantes que nos piden por teléfono que colaboremos con alguna u otra causa parecen empezar preguntándonos por nuestro estado de salud. «Buenas tardes, señor/señora Tal», dicen. «¿Cómo se encuentra?» o «¿Cómo está?». La intención de esa persona con esta presentación no es solamente parecer simpática y cariñosa, sino hacer que respondamos –como hacemos normalmente ante ese tipo de preguntas corteses y superficiales– con un comentario igual de cortés y superficial: «No estoy mal» o «Muy bien» o «Estupendamente, gracias». Una vez que hemos dejado claro en público que todo va bien, le resulta mucho más fácil a ese operador arrinconarnos para que prestemos ayuda a aquellos que no están bien: «Me alegra saberlo porque le estoy llamando para preguntarle si querría hacer un donativo para ayudar a las desgraciadas víctimas de…». La teoría que se esconde tras esta táctica es que las personas que acaban de afirmar que están o se sienten bien –aun tratándose de una respuesta rutinaria en una conversación amistosa– se sentirán incómodas por parecer tacañas en el contexto de su reconocido estado favorable. Si todo esto puede parecer un poco rebuscado, pensemos en lo que descubrió el investigador de estudios de consumo Daniel Howard, que puso a prueba esta teoría. Llamaron por teléfono a varios residentes de Dallas, Texas, para preguntarles si permitirían que un representante del Comité de Ayuda contra el Hambre fuese a sus casas a venderles galletas, cuyos beneficios irían destinados al suministro de comidas a los necesitados. Cuando se probó por sí sola, esta petición (etiquetada como la petición estándar) consiguió tan solo un 18 por ciento de aceptación. Sin embargo, si el operador preguntaba al principio: «¿Qué tal se encuentra?» y esperaba a oír una respuesta antes de continuar con la petición estándar, ocurrían varias cosas dignas de mención. En primer lugar, de los 120 individuos a los que se llamó, la mayoría (108) dieron la habitual respuesta positiva («Bien», «No estoy mal», «Muy bien», etc.). En segundo lugar, un 32 por ciento de las personas a las que se les preguntó «¿Qué tal se encuentra?» accedieron a recibir en sus casas al vendedor de galletas, casi el doble de éxito que con la petición estándar. En tercer lugar, siguiendo el principio de la coherencia, casi todos (un 89 por ciento) los que aceptaron la visita terminaron comprando de verdad una galleta cuando fueron a su casa. Existe otro ámbito más del comportamiento, el de la infidelidad sexual, en el que los compromisos verbales relativamente pequeños pueden tener efectos importantes. Los psicólogos advierten de que el engaño a una pareja es fuente de graves conflictos y que, a menudo, conduce a la rabia, al dolor y al final de la relación. También han localizado una actividad para evitar que se dé esta destructiva secuencia: la oración –pero no la oración en general, sino un determinado tipo de oración–. Si un componente de la pareja acepta decir una breve oración por el bienestar del otro todos los días, será menos probable que le sea infiel durante el periodo de tiempo en que lo hace. Al fin y al cabo, ese comportamiento sería incoherente con los compromisos activos diarios por el bienestar del otro[74]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 7.1 De un formador de ventas de Texas La lección más importante que he aprendido de su libro estaba relacionada con el compromiso. Hace unos años estuve formando a trabajadores de un centro de venta telefónica para que vendieran seguros. Sin embargo, nuestra principal dificultad era que, en realidad, no podíamos VENDER seguros por teléfono. Solo podíamos establecer un precio y, a continuación, enviar al cliente a la oficina de la empresa que quedara más cerca de su casa. El problema era que los clientes se comprometían a asistir a una cita en la oficina pero luego no aparecían. Me hice cargo de un grupo de nuevos estudiantes en prácticas y cambié su técnica de ventas, que era también la utilizada por otros vendedores. Usaban la misma presentación «enlatada» que los demás, pero incluí una pregunta más al final de la llamada. En lugar de colgar sin más cuando el cliente confirmaba la fecha y hora de su cita, ordenamos a los vendedores que dijeran: «¿Le importaría decirme exactamente por qué ha decidido comprar el seguro con [nuestra compañía]». Al principio, mi intención era solamente recopilar información del servicio de atención al cliente, pero estos nuevos agentes de ventas generaron casi un 19 por ciento más de ventas que los otros agentes. Cuando incluimos esta pregunta en las presentaciones de todos, incluso los antiguos agentes generaron por encima de un 10 por ciento más de negocio que antes. Yo no terminaba de entender del todo cómo se las habían arreglado antes. Nota del autor: Aunque la utilizó de forma casual, la táctica de este lector fue muy sabia porque no solo comprometía a los clientes con su decisión. También los comprometía con las razones de su decisión. Y, como ya hemos visto en el capítulo uno, a menudo, nuestra forma de comportamiento está basada en las razones (Bastardi y Shafir, 2000; Langer, 1989). La efectividad de esta táctica se corresponde con el relato de un conocido mío de Atlanta que –a pesar de seguir el consejo habitual de contar al detalle los motivos por los que debían contratarle– no estaba teniendo éxito en sus entrevistas de trabajo. Para cambiar este resultado, empezó a emplear el principio de la coherencia por su cuenta. Tras asegurar a sus evaluadores que quería responder a todas las preguntas de la forma más detallada posible, añadía: «Pero antes de empezar, me gustaría saber si me podría responder usted a una pregunta. Siento curiosidad. ¿Qué parte de mi currículum le ha llamado la atención para convertirme en candidato?». A continuación, sus evaluadores terminaban hablando de cosas positivas que veían en él y en sus calificaciones, comprometiéndose así a las razones para contratarle antes de que él hablara. Me ha jurado que ha conseguido tres trabajos mejores seguidos empleando esta técnica. Encarcelamientos autoimpuestos La pregunta de qué es lo que hace que un compromiso resulte eficaz tiene distintas respuestas. En la capacidad de un compromiso para guiar nuestro comportamiento futuro intervienen numerosos factores. Un amplio programa diseñado para provocar persuasión sirve para ilustrar cómo actúan varios de estos factores. Lo más destacable de este programa es que ya empleaba sistemáticamente esos factores hace más de medio siglo, mucho antes de que la investigación científica los hubiera identificado. Durante la guerra de Corea, muchos soldados americanos terminaron en campos de prisioneros de guerra dirigidos por los chinos comunistas. Desde el principio del conflicto había quedado claro que los chinos trataban a los prisioneros de una forma muy distinta a como lo hacían sus aliados de Corea del Norte, que defendían los fuertes castigos para conseguir la persuasión. Cuidando evitar cualquier signo de brutalidad, los comunistas chinos iniciaron lo que llamaron «política indulgente», que era en realidad un coordinado y sofisticado ataque psicológico contra los cautivos. Terminada la guerra, muchos psicólogos estadounidenses interrogaron intensamente a los prisioneros liberados para averiguar qué había ocurrido, en parte, debido al inquietante éxito de algunos aspectos del programa chino. A los chinos se les daba muy bien conseguir de los estadounidenses información sobre sus compañeros, en llamativo contraste con el comportamiento que habían tenido los prisioneros estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial. Por esta razón, entre otras, se descubrieron rápidamente los planes de fuga y sus intentos resultaron casi siempre fallidos. «Cuando alguien se fugaba –señaló el psicólogo Edgar Schein, uno de los principales investigadores estadounidenses del programa chino de adoctrinamiento practicado en Corea–, los chinos solían recuperar con facilidad al hombre que se había fugado ofreciendo un saco de arroz a quien lo entregase». De hecho, se dice que casi todos los prisioneros estadounidenses de los campos chinos colaboraron con el enemigo de una u otra forma. Un análisis del programa del campo de prisioneros muestra que los chinos se apoyaron enormemente en las presiones ejercidas por el compromiso y la coherencia. Por supuesto, el primer problema que tuvieron que afrontar fue el de conseguir cualquier tipo de colaboración por parte de los estadounidenses. Los prisioneros habían sido entrenados para no dar ninguna información, aparte del nombre, el rango y el número. Sin poder contar con la violencia física, ¿cómo podían conseguir los captores que esos hombres les proporcionaran información militar, delataran a sus compañeros o denunciaran públicamente a su país? La respuesta china fue sencilla: empezar poco a poco. Por ejemplo, a los prisioneros se les pedía con frecuencia que hicieran declaraciones con cierto tono antiestadounidense o procomunistas que, al parecer, careciera de importancia (tales como «Estados Unidos no es un país perfecto» y «En los países comunistas no tienen el problema del desempleo»). Sin embargo, una vez que habían accedido a estas peticiones sin importancia, los prisioneros se sentían obligados a cumplir otras relacionadas con ellas pero de mayor peso. A un hombre que había aceptado decir a su interrogador chino que Estados Unidos no era un país perfecto, se le podía pedir a continuación que señalase algunos ejemplos de ello. Una vez que lo había hecho, le podían pedir que redactase una lista con esos «problemas de los Estados Unidos» y que la firmara. Luego, se le podría pedir que leyera esa lista en una reunión con otros prisioneros. «Al fin y al cabo, es lo que piensas, ¿no?». Más adelante, podrían pedirle que elaborase un escrito en el que ampliara su lista y tratara esos problemas con mayor detalle. Los chinos podían después utilizar su nombre y su escrito en un programa de radio antiestadounidense, emitido no solo en todo el campo de prisioneros, sino también en otros campos de Corea del Norte, así como entre las fuerzas estadounidenses que estaban en Corea del Sur. De repente, el prisionero se había convertido en un «colaborador» que había prestado ayuda y apoyo al enemigo. Consciente de haber redactado el escrito sin fuertes amenazas ni coacciones, ese hombre cambiaba en muchas ocasiones su propia imagen para que fuera coherente con el escrito y con la etiqueta de «colaborador», lo que a menudo daba lugar a acciones de colaboración de más envergadura. De este modo, mientras «solo unos pocos hombres fueron capaces de evitar toda colaboración – según Schein–, la mayoría colaboraron en alguna u otra ocasión haciendo cosas que les podían parecer triviales pero que los chinos pudieron aprovechar en su propio beneficio (…) Resultó ser un método especialmente eficaz para obtener confesiones, autocríticas e información durante los interrogatorios». Hay otros grupos interesados en la persuasión que también son conscientes de la utilidad y el poder de esta técnica. Las organizaciones benéficas, por ejemplo, se sirven con frecuencia de los compromisos progresivos para inducir a otras personas a que les hagan favores importantes. El primer compromiso trivial de acceder a responder a unas preguntas puede ser el inicio de un «impulso de persuasión» que induzca después a conductas como la de una donación de órganos o de médula ósea. Imagen 7.2: Empezar poco a poco A los cerdos les gusta el barro. Pero no se lo comen. Par Muchas organizaciones empresariales utilizan también con regularidad esta técnica. Para un vendedor, la estrategia consiste en conseguir una gran venta empezando por otra menor. Casi cualquier tipo de venta pequeña servirá, pues la finalidad de esa transacción menor no es el beneficio, sino el compromiso. A partir de ese compromiso se espera que surjan de forma natural otras compras posteriores mucho mayores. Un artículo de la revista económica American Salesman lo resumía de forma sucinta: La idea general es preparar el camino para una distribución de toda la línea empezando por un pedido pequeño… Mírelo de este modo: cuando una persona le ha firmado un pedido de sus productos, aunque el beneficio que obtenga sea tan pequeño que apenas le compense el tiempo y el esfuerzo de la visita, esa persona no es ya un cliente potencial, sino real (Green, 1965, p. 14). La táctica de comenzar con una petición pequeña para llegar finalmente a la conformidad de solicitudes mayores relacionadas con ella tiene un nombre: técnica del pie en la puerta. Los expertos en ciencias sociales vieron por primera vez su efectividad cuando los psicólogos Jonathan Freedman y Scott Fraser publicaron un sorprendente conjunto de datos. Informaron sobre los resultados de un experimento en el que uno de los investigadores, que hacía de trabajador voluntario, había recorrido de puerta en puerta un barrio de California haciendo una petición absurda a los propietarios de las viviendas. Les pedía que autorizasen la instalación de un cartel de interés público en el jardín de sus casas. Para que se hicieran una idea de cómo quedaría el cartel, les enseñaba una fotografía de una bonita casa que no podía verse al quedar tapada casi por completo por un cartel enorme y feo que decía: Conduzca con cuidado. Aunque, como es lógico, la gran mayoría de los residentes de la zona se negaron (solo un 17 por ciento aceptó), un determinado grupo de personas mostró una reacción bastante favorable. Un 76 por ciento de ellos ofreció la valla de su casa. La principal razón de esta sorprendente conformidad está en un pequeño compromiso con la seguridad que habían adquirido dos semanas antes. Otro «voluntario» había llamado a sus puertas y les había pedido que colocaran en su jardín un pequeño cartel de ocho centímetros de lado que decía: Sea prudente al volante. Se trataba de una petición tan insignificante que casi todos habían dicho que sí, pero los efectos de aquella petición fueron enormes. Por haber accedido inocentemente a una solicitud previa y de escasa importancia de conducción segura, estos propietarios se mostraron especialmente dispuestos a acceder a otra similar de un tamaño mucho mayor. Freedman y Fraser no lo dejaron ahí. Probaron con un procedimiento ligeramente distinto con otra muestra de propietarios. A estas personas se les pidió primero que firmaran una petición en favor de la conservación de la belleza de California. Naturalmente, casi todos firmaron, pues la belleza del estado, así como la eficiencia del Gobierno o la atención médica de las embarazadas, son asuntos a los que nadie se opone. Después de esperar unas dos semanas, Freedman y Fraser enviaron a un nuevo «voluntario» a esas mismas casas para pedir a los residentes su autorización para colocar el enorme cartel de Conduzca con cuidado en sus jardines. En algunos aspectos, la respuesta de estos propietarios fue la más sorprendente de todas las del estudio. Aproximadamente la mitad consintieron que instalaran el cartel, aunque el pequeño compromiso que habían asumido dos semanas antes no estaba relacionado con la conducción, sino con un tema de interés público completamente distinto, la belleza de su estado. Al principio, incluso a Freedman y Fraser les desconcertaron sus descubrimientos. ¿Por qué algo tan pequeño como firmar una petición de apoyo al embellecimiento de California había hecho que la gente se mostrara tan dispuesta a acceder a un favor distinto y mucho más importante? Después de analizar y descartar otras explicaciones, los investigadores dieron con la que ofrecía una solución al rompecabezas: la firma para el embellecimiento del estado cambió la opinión que esas personas tenían de sí mismas. Se vieron como ciudadanos responsables que actuaban de acuerdo con sus principios cívicos. Cuando, dos semanas después, les pidieron que realizaran otro servicio público colocando en su jardín el letrero Conduzca con cuidado aceptaron con el fin de ser coherentes con la nueva imagen que se habían forjado de sí mismos. Según Freedman y Fraser: Lo que pudo ocurrir fue un cambio en los sentimientos personales con respecto a la implicación y la participación. Una vez que el individuo ha accedido a una petición, su actitud puede cambiar; puede convertirse, a sus propios ojos, en el tipo de persona que hace esta clase de cosas, que accede a peticiones hechas por desconocidos, que participa en cosas en las que cree, que colabora en las causas nobles. Lo que vemos en los hallazgos de Freedman y Fraser es que debemos ser muy cuidadosos a la hora de acceder a peticiones sin importancia porque puede influir en el concepto que tenemos sobre nosotros mismos. Tal aceptación no solo puede aumentar nuestra predisposición a acceder a peticiones similares de mayor envergadura, sino también a una gran variedad de favores más importantes que apenas están relacionados con el pequeño favor que hicimos al principio. Es este segundo tipo de influencia oculta en los pequeños compromisos lo que me asusta. Me asusta tanto que ya muy pocas veces firmo ninguna petición, aunque sea por una causa que sí apoyo. Esa acción puede influir no solo en mi comportamiento futuro, sino también en mi propia imagen de una forma que no deseo. Además, una vez que se altera la propia imagen, cualquiera que desee explotar la nueva puede obtener todo tipo de sutiles ventajas. Imagen 7.3: Firme en la línea de puntos. Nota del autor: ¿Alguna vez te has preguntado qu ¿Quiénes de entre los propietarios del estudio de Freedman y Fraser se iban a imaginar que el «voluntario» que les pidió la firma para una petición por el embellecimiento de California lo que pretendía realmente era que colocaran un letrero sobre seguridad vial dos semanas más tarde? ¿Quiénes de entre ellos iban a sospechar que su decisión de acceder a la instalación del cartel era, en gran medida, consecuencia de haber firmado aquella petición inicial? Yo diría que ninguno. Si alguien se arrepintió después de que colocaran el letrero, ¿a quién podía responsabilizar salvo a sí mismo y a su maldito y marcado espíritu cívico? Probablemente nunca pensaron en el hombre de la petición del embellecimiento de California ni en todos sus conocimientos de jujitsu social[75]. Corazones y cerebros Cada vez que tomas una decisión, estás convirtiendo esa parte tuya, la que elige, en algo un poco distinto de lo que era antes. C. S. Lewis Hay que tener en cuenta que no todos los expertos en la técnica del pie en la puerta parecen estar entusiasmados por lo mismo: se pueden utilizar esos pequeños compromisos para manipular la imagen que cada uno tiene de sí mismo; se pueden utilizar para convertir a los ciudadanos en «servidores públicos», a los posibles clientes en «clientes reales» y a los prisioneros en «colaboradores». Una vez que has llevado la imagen que una persona tiene de sí misma adonde deseabas llevarla, esa persona accederá de forma natural a todo tipo de peticiones que sean coherentes con esa nueva imagen propia. Sin embargo, no todos los compromisos afectan a la propia imagen por igual. Para que los compromisos sean más efectivos en este aspecto deben darse ciertas condiciones. La intención principal de los chinos no era simplemente extraer información a sus prisioneros, sino adoctrinarlos, cambiar su percepción de sí mismos, de su sistema político, del papel de su país en la guerra y del comunismo. El doctor Henry Segal, jefe del equipo de evaluación de neuropsiquiatría que examinó a los prisioneros liberados al final de la guerra de Corea, señaló que las opiniones relacionadas con la guerra se habían modificado de modo sustancial. Encontraron cambios importantes en las actitudes políticas de los prisioneros: Muchos expresaban su antipatía hacia los comunistas chinos pero, a la vez, les elogiaban por «el buen trabajo que habían realizado en China». Otros declaraban que «aunque el comunismo no funcionaría en Estados Unidos, creo que sí es bueno para Asia» (Segal, 1954, p. 360). Parece que el verdadero objetivo de los chinos era modificar, al menos durante un tiempo, los corazones y los cerebros de sus prisioneros. Si medimos sus logros en términos de «deserción, deslealtad, cambio de actitudes y creencias, falta de disciplina, baja moral, desánimo y dudas sobre el papel de los Estados Unidos –concluyó Segal–, sus esfuerzos les valieron grandes éxitos». Examinemos con más detenimiento cómo lo consiguieron. El acto mágico La mejor prueba que tenemos de los verdaderos sentimientos y creencias de la gente no está tanto en sus palabras como en sus actos. Los observadores que intentan saber cómo son los demás analizan detenidamente sus acciones. Nosotros mismos nos servimos también de esta prueba –nuestro propio comportamiento– para saber cómo somos; constituye una fuente primordial de información sobre nuestras creencias, valores, actitudes y, fundamentalmente, sobre lo que queremos hacer. Las páginas de Internet piden a menudo a sus visitantes que se registren aportando información de sí mismos. Pero el 86 por ciento de los usuarios dicen que, a veces, no completan el registro porque el formulario es demasiado extenso y entrometido. ¿Qué han hecho los desarrolladores de las páginas web para superar esta barrera sin renunciar a la cantidad de información que obtienen de los clientes? Han reducido el promedio de campos de información que solicitan en la primera página del formulario. ¿Por qué? Porque quieren dar a los usuarios la sensación de haber empezado y terminado la primera parte del proceso. Tal y como señala el consultor Diego Poza: «No importa si en la página siguiente hay que rellenar más campos (como ocurre en realidad) pues, gracias al principio del compromiso y la coherencia, es mucho más probable que los usuarios continúen con el registro». La información disponible al respecto le ha dado la razón: solo con reducir el número de campos que hay que rellenar en la primera página de cuatro a tres aumentan los registros en un 50 por ciento. El efecto dominó del comportamiento sobre la percepción propia y el comportamiento futuro se puede observar en las investigaciones sobre el efecto del compromiso activo y el del pasivo. En un estudio, unos estudiantes universitarios se ofrecieron voluntarios en un trabajo de educación sobre el sida en los colegios de su ciudad. Los investigadores hicieron que la mitad de ellos prestaran su colaboración de forma activa, rellenando un formulario en el que declaraban que querían participar. La otra mitad colaboraba de forma pasiva, sin tener que rellenar ningún formulario en el que dijeran que no querían participar. Tres o cuatro días después, cuando se les pidió que comenzaran con su labor de voluntariado, la gran mayoría (un 74 por ciento) de los que se presentaron procedían del grupo de lo que habían prestado su conformidad de forma activa. Es más, los voluntarios de este grupo mostraron más disponibilidad para explicar su decisión dejando claros sus valores, preferencias y cualidades. En definitiva, parece ser que los compromisos activos nos proporcionan el tipo de información que usamos para definir nuestra propia imagen que, después, da forma a nuestras acciones futuras, las cuales consolidan nuestra nueva imagen. Tras tener un conocimiento pleno de esta ruta hacia la percepción propia alterada, los chinos se propusieron organizar la experiencia del campo de prisioneros de tal forma que estos actuaran de manera coherente y de la forma deseada. Los chinos entendieron rápidamente que estas acciones empezarían a tener efecto y provocarían que los prisioneros modificasen la opinión que tenían de sí mismos para que se correspondiera con lo que habían hecho. Escribir era un tipo de compromiso al que los chinos instaban constantemente a los prisioneros. No era suficiente que los prisioneros escucharan en silencio ni mostraran verbalmente su conformidad con la línea de actuación china; se les presionaba continuamente para que lo dejasen por escrito. Schein (1956) describe una táctica que utilizaban habitualmente los chinos en las sesiones de adoctrinamiento: Otra técnica consistía en obligar al prisionero a escribir la pregunta y luego la respuesta (procomunista). Si se negaba a escribirla voluntariamente, se le pedía que la copiase de sus cuadernos de notas, lo cual debía parecerles una concesión inofensiva (p. 161). Pero de «inofensiva» no tenía nada. Ya hemos visto que los compromisos aparentemente insignificantes pueden dar lugar a un comportamiento posterior coherente con ellos. Como instrumento de compromiso, una declaración por escrito ofrece grandes ventajas. En primer lugar, proporciona una prueba física de que el acto es real. Una vez que el prisionero escribía lo que los chinos querían, le era muy difícil pensar que no lo había hecho. No había forma de olvidarlo ni de negarse a sí mismo que lo había hecho, como sí ocurre con las declaraciones puramente verbales. No. Ahí estaba, escrito de su puño y letra, un acto documentado con pruebas irrevocables y que le obligaba a hacer que sus creencias y la imagen que tenía de sí mismo se adaptaran para ser coherentes con lo que, sin lugar a dudas, había hecho. En segundo lugar, una declaración por escrito puede mostrarse a otras personas. Por supuesto, eso significa que puede utilizarse para convencer a esas personas. Podía persuadirles de que cambiaran su actitud para parecerse a la de la declaración y, lo que es más importante para el compromiso, de que el autor de la misma creía de verdad en lo que había escrito. Las personas tenemos una tendencia natural a pensar que una declaración refleja la verdadera actitud de la persona que la ha hecho. Lo sorprendente es que sigan pensándolo aun cuando saben que esa persona no ha decidido libremente hacer esa declaración. Existen pruebas científicas de este fenómeno en un estudio realizado por los psicólogos Edward Jones y James Harris, quienes mostraron a un grupo de personas un ensayo favorable a Fidel Castro y les pidieron que dijeran cuáles eran los verdaderos sentimientos del autor. Jones y Harris contaron a algunas de esas personas que el autor había decidido escribir un ensayo favorable a Castro y a otras que le habían obligado a hacerlo. Lo curioso fue que incluso aquellos que sabían que al autor le habían encargado que escribiera un ensayo favorable a Castro supusieron que era realmente partidario suyo. Parece ser que una declaración de opiniones produce una respuesta de clic, activación en quienes la ven. A menos que exista una prueba contundente de lo contrario, los observadores suponen automáticamente que quien hace tal declaración la piensa de verdad. Pensemos en el doble efecto que esto provoca en la imagen propia de un prisionero que ha escrito una declaración favorable a China o en contra de los Estados Unidos. No solo sería un persistente recordatorio personal de su acción, sino que probablemente convencería a quienes le rodean de que esa declaración reflejaba sus verdaderas creencias. Como ya vimos en el capítulo cuatro, lo que piensan sobre nosotros quienes nos rodean determina de forma considerable lo que pensamos sobre nosotros mismos. Por ejemplo, un estudio mostró que, a la semana de haberse enterado de que sus vecinos los consideraban personas caritativas, esas mismas personas dieron mucho más dinero a un voluntario miembro de la Asociación de Esclerosis Múltiple. Al parecer, el simple hecho de saber que los demás los consideraban caritativos provocó que estos individuos hicieran que sus actos se correspondieran con esa opinión. Un estudio en la sección de frutas y verduras de un supermercado sueco concluyó con un resultado similar. Los clientes de esta sección vieron dos contenedores distintos de plátanos, uno con la etiqueta de cultivo ecológico y el otro sin esa etiqueta. En tales circunstancias, los del contenedor ecológico fueron un 32 por ciento más elegidos. Otros dos grupos de clientes vieron un cartel entre los dos contenedores. Para uno de estos grupos, el cartel que anunciaba el precio de los plátanos ecológicos (Los plátanos ecológicos tienen el mismo precio que los de la competencia) hizo que aumentara su venta en un 46 por ciento. Para el último grupo de clientes, el cartel que anunciaba los plátanos ecológicos y atribuía a quienes los compraban una imagen pública de personas respetuosas con el medioambiente (Hola, defensores del medioambiente, nuestros plátanos ecológicos están aquí) hizo que la venta de estos plátanos aumentara hasta un 51 por ciento. Los políticos perspicaces llevan mucho tiempo aprovechándose enormemente del compromiso que implican las etiquetas. Uno de los que más partido supo sacar de esto fue el antiguo presidente egipcio Anwar Sadat. Antes de iniciar alguna negociación internacional, aseguraba a sus oponentes de la negociación que tanto ellos como los ciudadanos de su país eran bien conocidos por su carácter colaborador y justo. Con este tipo de halagos, no solo provocaba en sus oponentes unos sentimientos positivos, sino que conectaba las identidades de estos con una línea de actuación beneficiosa para sus objetivos. Según el experto negociador Henry Kissinger, el éxito de Sadat estaba en que conseguía que los demás actuaran conforme a sus propios intereses otorgándoles una reputación que debían mantener. Una vez que se presta un compromiso activo, la imagen de uno mismo sufre las presiones de coherencia desde dos lados. Está la presión interna de hacer que la percepción propia se corresponda con las acciones. Y hay una presión externa, más taimada, para adaptar esta imagen al modo en que los demás nos perciben. Dado que los demás creen que pensamos de verdad lo que hemos escrito (aun cuando no hayamos tenido otra elección) sentimos un deseo de adecuar la imagen que tenemos de nosotros mismos a esa declaración escrita. En Corea se utilizaron varios procedimientos sutiles para conseguir que los prisioneros escribiesen, sin ninguna coacción directa, lo que los chinos querían. Por ejemplo, los chinos sabían que muchos prisioneros estaban deseando que sus familias supieran que estaban vivos. Al mismo tiempo, esos hombres sabían que sus captores censuraban la correspondencia y que solo dejaban salir algunas cartas del campo de prisioneros. Para asegurarse de que las cartas llegaban a su destino, algunos prisioneros empezaron a incluir en sus mensajes llamamientos a la paz, afirmaciones de estar recibiendo un buen trato y declaraciones de simpatía hacia el comunismo. Esperaban que los chinos querrían que esas cartas saliesen a la luz y que, por tanto, permitirían su envío. Naturalmente, los chinos se mostraron encantados de cooperar porque esas cartas servían maravillosamente a sus intereses. En primer lugar, su propaganda mundial se beneficiaba con la aparición de declaraciones procomunistas hechas por soldados estadounidenses. En segundo lugar, con respecto al adoctrinamiento de los prisioneros, y sin mover un dedo ni emplear la fuerza física, los chinos conseguían que muchos hombres dejasen patente su apoyo a la causa comunista. En los campos se aplicaba con regularidad una técnica similar que incluía concursos de redacción de textos políticos. Los premios para los ganadores eran siempre pequeños –unos cuantos cigarrillos o un poco de fruta– pero al ser tan escasos despertaban un gran interés entre los hombres. Normalmente el texto ganador mostraba una clara postura procomunista…, pero no siempre. Los chinos eran lo suficientemente astutos como para ser conscientes de que la mayoría de los prisioneros no iban a participar en un concurso así si pensaban que solo podían ganar escribiendo un panfleto comunista. Es más, eran lo bastante inteligentes como para conocer la forma de plantar en los prisioneros la semilla de pequeños compromisos con el comunismo que después pudiesen dar sus frutos. Así pues, en ocasiones, la redacción ganadora era alguna que apoyara en conjunto a los Estados Unidos pero se inclinaba una o dos veces hacia el punto de vista chino. Los efectos de esta estrategia eran exactamente lo que los chinos buscaban. Los prisioneros seguían participando voluntariamente en los concursos porque veían que podían ganar con textos muy favorables a su propio país. Pero, quizá sin darse cuenta, comenzaban a incluir en sus textos ciertos toques de apoyo al comunismo para así aumentar las posibilidades de ganar. Los chinos estaban dispuestos a lanzarse sobre cualquier concesión al dogma comunista y a hacer presión para conseguir la coherencia con ella. Si había una declaración por escrito incluida en un texto redactado de manera voluntaria, contaban con un compromiso perfecto a partir del cual conseguir la colaboración y la conversión. Otros profesionales de la persuasión conocen también el poder de las declaraciones escritas para provocar el compromiso. El enorme éxito de Amway Corporation, por ejemplo, está en cómo consigue impulsar al personal de ventas hacia compromisos cada vez mayores. Se pide a sus empleados que fijen objetivos individuales de ventas y se comprometan personalmente a cumplirlos poniéndolos por escrito: Un último consejo antes de empezar: fíjate un objetivo y escríbelo. Sea cual sea, lo importante es que lo fijes, que tengas algo a lo que apuntar –y que lo dejes escrito–. Hay algo mágico en el hecho de anotar las cosas. Así que, fíjate un objetivo y escríbelo. Cuando lo consigas, fíjate otro y escríbelo. Conseguirás una gran ventaja. Si en Amway han descubierto que hay algo mágico en anotar las cosas, lo mismo ha pasado en otras organizaciones empresariales. Algunas compañías de venta a domicilio han utilizado la magia de los compromisos por escrito para combatir las leyes de «enfriamiento» de buena parte de los Estados Unidos. Estas leyes están diseñadas para conceder a los consumidores unos cuantos días después de realizar una compra para poder anularla y recuperar su dinero. Al principio, esta legislación perjudicó mucho a las empresas de venta a domicilio. Como hacen especial hincapié en tácticas de gran presión, a menudo sus clientes compran, no porque deseen los productos, sino porque se ven engañados o intimidados para realizar la compra. Cuando estas leyes entraron en vigor, esos clientes empezaron a anular sus compras en masa durante el periodo de enfriamiento. Estas compañías aprendieron enseguida a emplear un sencillo truco que redujo notablemente el número de cancelaciones. Hicieron que fuera el cliente, y no el vendedor, quien rellenase el acuerdo de compra. De acuerdo con el programa de formación de vendedores de una importante editora de enciclopedias, el simple compromiso personal ha demostrado ser «una ayuda psicológica muy importante para evitar que los clientes den un paso atrás con respecto a sus contratos». Al igual que Amway Corporation, estas organizaciones han descubierto que ocurre algo especial cuando la gente establece sus compromisos sobre el papel: quiere cumplir con lo escrito. Imagen 7.4: Escribir es creer. Este anuncio invita a sus lectores a participar en un sorteo si Otra fórmula habitual que tienen las empresas para sacar partido a la «magia» de las declaraciones por escrito es la que se sirve de un recurso promocional en apariencia inocente. Antiguamente, me preguntaba a menudo por qué grandes empresas como Procter & Gamble y General Foods lanzaban constantemente concursos testimoniales de 25, 50 o 100 palabras o menos. Todos me parecían iguales. Cada concursante tenía que redactar una breve declaración personal que empezara con las palabras: Me gusta [el producto] porque… y continuara elogiando las características del pertinente pastel o la cera para el suelo. La compañía juzgaba los textos y daba premios a los ganadores. Lo que me desconcertaba era lo que esas empresas obtenían a cambio. A menudo, el concurso no exigía hacer ninguna compra; cualquiera que enviara un texto podía ser el elegido. Pero las empresas parecían dispuestas a asumir los costes de todos esos concursos. Ya no me sorprende. El propósito que hay detrás de los concursos testimoniales –conseguir que la mayor cantidad posible de gente apoye el producto– es igual que el que había detrás de los concursos de textos políticos de Corea: conseguir apoyos para el comunismo chino. En ambos casos el proceso es el mismo. Los participantes escriben textos de forma voluntaria para conseguir atractivos premios que tienen pocas probabilidades de ganar. Saben que para que un texto consiga ganar deberá incluir elogios del producto. Así que buscan características que sean dignas de destacar y las describen en su texto. El resultado es que centenares de prisioneros de la guerra de Corea o centenares de miles de estadounidenses dejen testimonio por escrito del atractivo de los productos y, por consiguiente, experimenten el impulso mágico de creer en lo que han escrito[76]. RESEÑAS DE LOS LECTORES 7.2 De un director creativo de una importante agencia de publicidad A finales de la década de 1990, le pregunté a Fred DeLuca, fundador y director ejecutivo de los restaurantes Subway, que por qué insistía en poner la predicción de 10 000 establecimientos en 2001 en las servilletas de cada Subway. No tenía sentido, pues yo sabía que aún estaba muy lejos de su objetivo, que a sus clientes no les importaba en realidad cuáles fueran sus planes y que sus franquicias atravesaban graves problemas por la competencia en relación con dicho objetivo. Su respuesta fue: «Si declaro mis objetivos por escrito y dejo que todo el mundo los vea, me comprometo a alcanzarlos». No hace falta decir que no solo los ha alcanzado, sino que los ha rebasado. Nota del autor: A partir del 1 de enero de 2021, Subway tenía programado contar con 38 000 restaurantes en 111 países. Así que, como veremos también en el siguiente apartado, los compromisos escritos y que se hacen públicos pueden servir no solamente para influir en los demás de la forma deseada, sino también influir en nosotros mismos de igual manera. A los ojos de todos Una razón por la que los testimonios por escrito son efectivos a la hora de conseguir un cambio personal real es que pueden hacerse públicos con mucha facilidad. La experiencia de los prisioneros de Corea demostró que los chinos conocían muy bien un importante principio psicológico: los compromisos públicos tienden a ser duraderos. Los chinos conseguían constantemente que las declaraciones procomunistas de sus cautivos fueran vistas por los demás. Se publicaban por todo el campo, las leía el propio autor ante un grupo de prisioneros o incluso se transmitían por radio. Para los chinos, cuanto más pública fuera, mejor. Siempre que adoptamos una postura que es visible para los demás, aparece una fuerza que nos lleva a mantenerla para así parecer personas coherentes. Recordemos que anteriormente, en este mismo capítulo, decíamos lo deseable que es la coherencia personal como rasgo de carácter; que quien no la tiene puede ser considerado voluble, inseguro, dócil, despistado o inestable, mientras que a quien la posee se le ve como una persona racional, segura, digna de confianza y sensata. Así pues, no es raro que la gente trate de no parecer incoherente. Por el bien de las apariencias, cuanto más pública sea una postura, más reacios seremos a cambiarla. BUZÓN ELECTRÓNICO 7.1 CÓMO CAMBIAR TU VIDA Por Alicia Morga Owen Thomas escribió hace poco con tono de asombro en The New York Times que había conseguido perder casi 38 kilos de peso gracias a una aplicación de móvil. Se llamaba MyFitnessPal. Los desarrolladores de la aplicación descubrieron que los usuarios que publicaban su peso ante sus amigos perdían un 50 por ciento más de peso que un usuario normal. Resulta evidente que una red social puede ayudarnos a cambiar, pero no es tanto la forma en que lo consigue. Muchos mencionan la aprobación social –recurrir a los demás para saber cómo comportarnos– como el factor de influencia, pero lo que mejor explica esta transformación es el compromiso y la coherencia. Cuanto más público se haga nuestro compromiso, más presión sentimos a la hora de actuar conforme a él y, por tanto, aparentar coherencia. Esto puede convertirse en un círculo «virtuoso» (o destructivo) pues, según Robert Cialdini, «se pueden usar pequeños compromisos para manipular la imagen que una persona tiene de sí misma» y una vez que cambia esa imagen propia se puede conseguir que dicha persona se comporte conforme a esa imagen nueva, de cualquier forma que resulte coherente con esa nueva visión de sí misma. Así que, si deseas cambiar de vida, haz un compromiso específico, sírvete de los medios sociales para difundirlo y utiliza la presión que sientes en ese momento en tu interior para lograrlo. Esto puede provocar que, a cambio, te veas a ti mismo de una forma nueva y, por tanto, continúes adelante hasta conseguirlo. A la vez que la experiencia del señor Thomas sirve para demostrar el poder de esta teoría aplicado a la dieta, puedo ver otras muchas aplicaciones posibles en distintos ámbitos. Como, por ejemplo, alumnos hispanos de instituto que sufren penurias (cuentan con el porcentaje más alto de abandono de estudios). ¿Por qué no hacer que se comprometan en público a asistir a clase? ¿Irían más? Debería haber una aplicación para eso. Nota del autor: En este artículo, su autora ha sabido ver que aunque guarda relación con la presión de los semejantes, el principio que provoca el cambio deseado en el señor Thomas no era la aprobación social, sino el del compromiso y la coherencia. Es más, el compromiso efectivo se había hecho público, lo cual se corresponde con las investigaciones que demuestran que los compromisos adoptados con el objetivo de perder peso tienen cada vez más éxito, tanto a corto como a largo plazo, a medida que se hacen más públicos (Nyer y Dellande, 2010). Un ejemplo de cómo pueden conducir los compromisos públicos a una acción que guarde coherencia con ellos es el que proporcionó un famoso experimento que realizaron dos destacados expertos en psicología social: Morton Deutsch y Harold Gerard. El procedimiento básico consistía en que unos estudiantes universitarios calcularan mentalmente la longitud de una serie de líneas que les habían mostrado. A continuación, una parte de los estudiantes tenía que comprometerse públicamente con su cálculo inicial escribiéndolo, poniendo su firma y entregándoselo al autor del experimento. Una segunda muestra de estudiantes se comprometía también con sus primeros cálculos, pero en privado, anotándolos y, después, borrándolos antes de que nadie pudiera ver lo que habían escrito. Un tercer grupo no se comprometía con su estimación inicial; simplemente la retenía en su mente. Deutsch y Gerard consiguieron de forma ingeniosa que algunos estudiantes se comprometieran públicamente con sus decisiones iniciales, que otros lo hicieran en privado y que los demás no se comprometiesen en absoluto. Los investigadores querían averiguar cuál de los tres tipos de estudiantes estaría más dispuesto a mantener su opinión inicial tras ser informado de que tal opinión es incorrecta. Por consiguiente, a todos los estudiantes les aportaron pruebas de que sus cálculos iniciales eran incorrectos y se les dio la oportunidad de cambiarlos. Los estudiantes que no anotaron su primer cálculo fueron los que se mostraron menos fieles a él. Cuando les proporcionaron nuevas pruebas que cuestionaban lo correcto de unas decisiones que no habían salido de su mente, estos estudiantes estuvieron más influenciados para cambiar lo que antes habían considerado una decisión «correcta». En comparación con estos estudiantes no comprometidos, los que habían anotado durante un momento sus decisiones se mostraron muchísimo menos dispuestos a cambiar de opinión cuando se les dio la oportunidad. Aunque se habían comprometido de forma anónima, el acto de escribir su primera opinión hizo que mostraran resistencia ante la influencia de nuevos datos que la contradecían y se mantuvieran firmes en sus decisiones iniciales. Sin embargo, fueron los estudiantes que habían registrado públicamente su primera elección los que, de lejos, se negaron con más determinación a cambiar de opinión después. Su compromiso público les había convertido en los más obstinados de todos. Este tipo de obstinación puede surgir incluso en situaciones en las que la precisión resulte más importante que la coherencia. En un estudio, cuando unos jurados experimentales compuestos de seis o doce personas tenían que tomar una decisión sobre un caso similar, era mucho más frecuente que los jurados estuvieran en desacuerdo si sus miembros tenían que expresar sus opiniones levantando la mano de forma visible en lugar de mediante una votación secreta. Una vez que los miembros del jurado habían expresado públicamente su opinión inicial, se mostraban más reacios a cambiarla también públicamente. En caso de que el portavoz de un jurado se vea en una situación así, se puede reducir el riesgo de que el jurado quede sin veredicto si se opta por un método de votación secreta en lugar de pública. La conclusión de que somos más fieles a nuestras decisiones si nos atamos a ellas públicamente puede ser provechosa. Pensemos en organizaciones dedicadas a ayudar a personas para que se deshagan de algún mal hábito. Muchas clínicas especializadas en la reducción de peso, por ejemplo, son conscientes de que, a menudo, la decisión privada de una persona para perder peso será demasiado débil como para resistirse a las lisonjas de los escaparates de las pastelerías, los aromas de las cocinas arrastrados por el viento y los anuncios de pizzas a domicilio. Así que intentan que esa decisión esté reforzada por los pilares del compromiso público. Exigen a sus clientes que escriban su objetivo inmediato de perder peso y lo muestren a tantos amigos, parientes y vecinos como les sea posible. Los responsables de las clínicas aseguran que esta sencilla técnica suele funcionar cuando todas las demás han fracasado. Por supuesto, no es necesario pagar una clínica especializada para contraer un compromiso visible que sirva de aliado. Una mujer de San Diego me contó que se había servido de una promesa en público como ayuda para dejar de fumar. Se compró unas tarjetas de visita en blanco y escribió en el dorso de cada una: «Te prometo que nunca más volveré a fumarme otro cigarro». A continuación, entregaba las tarjetas a «todas las personas que están en mi vida y que quería que me respetaran». Más tarde, cuando sentía la necesidad de fumar, decía que pensaba en lo que pensarían esas personas de ella si incumplía la promesa que les había hecho. Nunca más volvió a fumar. En la actualidad, las aplicaciones de cambio de conducta vinculadas a nuestras redes sociales nos permiten utilizar esta técnica de influencia en nosotros mismos entre un conjunto de amigos mucho mayor que el que podría alcanzarse con unas cuantas tarjetas[77]. Véase, por ejemplo, el buzón electrónico 7.1. RESEÑAS DE LOS LECTORES 7.3 De un profesor universitario canadiense Acabo de leer un artículo en un periódico que cuenta cómo el dueño de un restaurante se sirvió de los compromisos públicos para resolver un gran problema de «no presentados» (clientes que no aparecían tras haber reservado una mesa). No sé si él había leído o no su libro con anterioridad, pero hizo algo que se ajusta a la perfección al principio del compromiso y la coherencia del que usted habla. Les dijo a sus recepcionistas que dejasen de decir: «Por favor, llámenos si cambia de planes» y que empezaran a preguntar: «¿Haría el favor de llamarnos si cambiara de planes?» y esperaran una respuesta. Su índice de no presentados pasó inmediatamente de un 30 a un 10 por ciento. Eso es una reducción del 67 por ciento. Nota del autor: ¿Qué tenía este cambio tan sutil para provocar un variación tan importante? En mi opinión, fue la petición del recepcionista de pedir al cliente que hiciese una promesa (y que hiciera una pausa para que la expresara). Con la incitación a los clientes a que expresaran un compromiso en público, esta técnica consiguió que aumentaran las posibilidades de que lo cumplieran. Por cierto, el astuto propietario era Gordon Sinclair, del restaurante Gordon’s de Chicago. En el Buzón electrónico 7.2 podemos ver la versión de Internet de esta táctica. BUZÓN ELECTRÓNICO 7.2 [Texto: Qué emoción. Tu reserva es para mañana. ¿Vas a asistir? Allí estaré Mesa para 4 el sábado, 31 de agosto de 2019 a las 6:30 de la tarde Número de conformación 2109809112 Ver menú / Cómo llegar 4175 N Goldwater Blvd Scottsdale, AZ 85251 (480) 265-9814 Calendario Modificar Cancelar CONFIRMADO Nota del autor: En la actualidad, los restaurantes están reduciendo la cantidad de clientes no presentados al pedirles que expresen por Internet de forma activa y pública su compromiso antes de la fecha de su reserva. Recientemente, la consulta de mi médico empezó a hacer lo mismo, pero con un elemento adicional que elevaba el nivel de conformidad. En el correo electrónico de confirmación, la enfermera me proporcionaba un motivo para que yo hiciera público y activo mi compromiso: «Si me dice si puede o no venir me ayuda a asegurarme de que todos los pacientes van a recibir la atención que necesitan». Cuando pregunté por el éxito de ese procedimiento de confirmación por Internet, el director de la consulta me dijo que había reducido las faltas de asistencia en un 81 por ciento. El esfuerzo adicional Las pruebas son claras: cuanto más esfuerzo se dedique a un compromiso, mayor será la capacidad de influir en las actitudes y acciones de la persona que lo ha expresado. Podemos ver estas pruebas en escenarios tan cercanos como nuestras casas y escuelas o tan lejanos como las regiones más remotas del mundo. Empecemos más cerca de casa con las exigencias a los habitantes de muchas localidades a que separen los residuos de sus hogares por motivos medioambientales. Estas exigencias pueden diferir según el grado de esfuerzo necesario para su eliminación. Este es el caso de Hangzhou, en China, donde las medidas para una correcta separación y eliminación de residuos son más arduas en unas zonas de la ciudad que en otras. Tras informar a los residentes de los beneficios para el medioambiente de una correcta eliminación de residuos, los investigadores de allí querían saber si los residentes que tenían que esforzarse más para cumplir esos estándares medioambientales se mostrarían más comprometidos con el medioambiente en general, como habían demostrado también al llevar a cabo una reducción del consumo de electricidad de sus casas con fines medioambientales. Eso es lo que ocurrió. Los residentes que tenían que esforzarse más para cuidar del medioambiente mediante la separación de residuos también se esforzaron más con el ahorro en electricidad. La importancia de estos resultados está en que el hecho de mostrar un mayor compromiso con una misión, en este caso con un mayor esfuerzo para poder conseguirlo, nos puede inspirar para avanzar en otras misiones parecidas. Existen ejemplos más lejanos del poder de los compromisos realizados con esfuerzo. Hay una tribu en el sur de África, la de los tonga, que exige a sus adolescentes que pasen por una elaborada ceremonia de iniciación antes de considerarlos adultos. Al igual que en muchas otras tribus, los muchachos tonga deben superar muchas pruebas antes de ser admitidos entre adultos del grupo. Los antropólogos W. M. Whiting, Richard Kluckhohn y Albert Anthony describieron, de forma breve pero gráfica, esta dura experiencia de tres meses de duración: Los muchachos de entre 10 y 16 años de edad son enviados por sus padres a la «escuela de circuncisión» que se celebra cada cuatro o cinco años. Allí, junto a otros chicos de su edad, son sometidos a severas pruebas por los varones adultos de la tribu. La iniciación da comienzo cuando cada muchacho pasa por un pasillo entre dos hileras de hombres que lo golpean con palos. Al final del mismo, le quitan la ropa y le cortan el pelo. A continuación, se encuentra con un hombre cubierto con una piel de león y se sienta sobre una piedra frente a este «hombre-león». Entonces, alguien le golpea por detrás y, cuando gira la cabeza para ver quién ha sido, el «hombre-león» le agarra el prepucio y se lo corta con dos movimientos. Después, se le recluye durante tres meses en el «patio de los misterios», donde solo le podrán ver los iniciados. En el periodo de su iniciación, el muchacho es sometido a seis pruebas principales: golpes, exposición al frío, sed, ingestión de comidas repugnantes, castigo y amenaza de muerte. Con el menor de los pretextos puede ser golpeado por uno de los recién iniciados, a quien los ancianos de la tribu encargan esta labor. Duerme sin poder taparse y sufre amargamente el frío del invierno. Se le prohíbe beber una sola gota de agua durante tres meses. A menudo, hacen que su comida sea nauseabunda al echarle por encima la hierba a medio digerir que han sacado del estómago de un antílope. Si le sorprenden incumpliendo alguna norma importante de la ceremonia, recibe un severo castigo. Por ejemplo, en uno de esos castigos, le pueden colocar palos entre los dedos y, a continuación, un hombre fuerte cierra la mano sobre la del principiante, prácticamente rompiéndole los dedos. Se le asusta y somete diciéndole que en anteriores ocasiones, a los muchachos que han tratado de escapar o que han revelado los secretos a alguna mujer o a algún no iniciado se les ha ahorcado y se les ha quemado en la hoguera (p. 360). A primera vista, estos ritos resultan extraordinarios y extraños, pero son sorprendentemente parecidos, en teoría e incluso en sus detalles, a las habituales ceremonias de iniciación de las hermandades universitarias. Durante la tradicional Semana Infernal que se celebra cada año en los recintos de las universidades estadounidenses, los aspirantes a miembros de dichas hermandades deben superar una serie de actividades preparadas por los miembros más antiguos para poner a prueba los límites del esfuerzo físico, el estrés psicológico y la humillación pública. Al final de la semana, los chicos que han soportado la dura experiencia son aceptados como miembros del grupo. En la mayoría de los casos las tribulaciones sufridas los dejan terriblemente agotados y algo débiles aunque, a veces, los efectos negativos son mucho más graves. Resulta interesante ver lo mucho que se parecen las pruebas de la Semana Infernal y las de los ritos de iniciación tribal. Recordemos que los antropólogos identificaron seis pruebas principales que debían soportar los iniciados tonga durante su estancia en el «patio de los misterios». Un repaso de los artículos de la prensa sobre este tema muestra que cada una de estas pruebas puede formar parte de las novatadas de las hermandades: • Golpes. Un muchacho de 14 años llamado Michael Kalogris pasó tres semanas en un hospital de Long Island recuperándose de las lesiones internas sufridas durante una ceremonia de iniciación de su hermandad del instituto, la Omega Gamma Delta. Sus futuros hermanos le habían administrado la «bomba atómica». Le dijeron que se pusiera las manos sobre la cabeza y las mantuviera allí mientras ellos le rodeaban y le daban puñetazos en el estómago y la espalda de manera simultánea y repetida. • Exposición al frío. Una noche de invierno, a Frederick Bronner, estudiante de un colegio universitario de California, sus futuros compañeros de la hermandad le llevaron unos quince kilómetros hacia el interior de un bosque situado a mil metros de altitud. Abandonado allí para que encontrara el camino de vuelta vestido tan solo con una fina camiseta y unos pantalones cortos, el Gordo Freddy, que era como le llamaban, estuvo temblando bajo el gélido viento hasta que cayó por un empinado barranco, fracturándose varios huesos y haciéndose una herida en la cabeza. Al no poder continuar por culpa de las heridas, se quedó acurrucado allí hasta que murió de frío. • Sed. Dos novatos de la Universidad Estatal de Ohio terminaron en el «calabozo» de su futura hermandad por incumplir la norma que exigía a todos los aspirantes a entrar en el comedor arrastrándose durante la Semana Infernal. Una vez encerrados en la despensa de la casa, solo se les permitió comer alimentos salados durante casi dos días. No se les proporcionó nada de beber, a excepción de unos vasos de plástico en los que podían recoger su propia orina. • Ingestión de comidas repugnantes. En la casa de la hermandad Kappa Sigma de la Universidad del Sur de California, once aspirantes se quedaron estupefactos cuando vieron la repugnante tarea que tenían ante ellos. En una bandeja había trozos de alrededor de cien gramos de hígado crudo. En cortes grandes y empapados en aceite, cada candidato debía tragarse un trozo entero, sin masticarlo. Al atragantarse, el joven Richard Swanson no consiguió tragarse su trozo en tres ocasiones. Decidido a conseguirlo, se metió por fin la carne empapada en aceite por la garganta y se le quedó atascada y, a pesar de todos los esfuerzos por sacársela, terminó muriendo. • Castigos. En Wisconsin un aspirante fue castigado por olvidar una parte del conjuro de un ritual que debían memorizar todos los iniciados. Se le obligó a dejar los pies bajo las patas de una silla plegable mientras el más pesado de sus compañeros de hermandad se sentaba a tomarse una cerveza. Aunque el aspirante no se quejó durante el castigo, terminó con un hueso roto en cada pie. • Amenazas de muerte. Un aspirante de la hermandad Zeta Beta Tau fue conducido a una playa de Nueva Jersey y allí se le ordenó que cavara su «propia tumba». Segundos después de estar cumpliendo la orden de tumbarse en el agujero recién cavado, las paredes se derrumbaron y murió asfixiado antes de que sus futuros hermanos pudieran sacarlo. Hay otra sorprendente similitud entre los ritos de iniciación tribales y los de las hermandades de estudiantes: no van a desaparecer. Han resistido todos los intentos para eliminarlos o reprimirlos y han resultado tener una fuerza fenomenal. Las autoridades, ya sea en forma de gobiernos o de administraciones universitarias, han probado con amenazas, presión social, acciones legales, exilios, sobornos y prohibiciones para convencer a esos grupos de que supriman los peligros y humillaciones de sus ceremonias de iniciación. No lo han conseguido. Quizá haya algún cambio mientras dura la estrecha vigilancia de la autoridad, pero por lo general son cambios más aparentes que reales, pues siguen realizándose en secreto pruebas muy severas, hasta que la presión desaparece y pueden volver a salir a la superficie. Los rectores de algunas universidades han intentado eliminar esas novatadas peligrosas sustituyéndolas por una «semana de ayuda» con algún servicio cívico o asumiendo el control directo de esos rituales de iniciación. Cuando las hermandades no han sabido evitar esos intentos se responde a ellos con clara resistencia física. Por ejemplo, tras la muerte por asfixia de Richard Swanson en la Universidad del Sur de California, el rector aprobó unas nuevas normas que establecían que todas las novatadas debían ser revisadas por las autoridades académicas antes de ser llevadas a cabo y que a las ceremonias de iniciación debían asistir asesores adultos. Según una revista de ámbito nacional, «este nuevo “código” provocó una protesta tan violenta que la policía y las brigadas de bomberos de la ciudad no se atrevieron a entrar al campus universitario». Resignándose ante lo inevitable, otros representantes universitarios han renunciado a la posibilidad de abolir las humillaciones de la Semana Infernal. «Si las novatadas constituyen una actividad humana universal, y todo apunta hacia esa conclusión, lo más probable es que no puedan prohibirse de un modo efectivo. Si se prohíben abiertamente, seguirán practicándose en la clandestinidad. No se puede prohibir el sexo, no se puede prohibir el alcohol y probablemente tampoco se puedan suprimir las novatadas». ¿Qué tienen las novatadas que las hacen tan valiosas en este tipo de sociedades? ¿Qué es lo que puede provocar que estos grupos quieran eludir, socavar o desafiar cualquier esfuerzo por prohibir los aspectos degradantes y peligrosos de sus ritos de iniciación? Algunos han argumentado que esos grupos están compuestos por malhechores con problemas psicológicos o sociales cuyas necesidades retorcidas exigen que otros sufran daños o humillaciones. Pero las pruebas no apoyan esta opinión. Algunos estudios sobre los rasgos de la personalidad de miembros de hermandades, por ejemplo, muestran que son, si acaso, algo más sanos en el plano psicológico que otros estudiantes universitarios. De igual modo, las hermandades de estudiantes son conocidas por su disposición a participar en proyectos beneficiosos para la comunidad y por el bien común. Sin embargo, a lo que no están dispuestos es a sustituir sus ceremonias de iniciación por proyectos así. Una encuesta realizada en la Universidad de Washington concluyó que, entre los estatutos de las hermandades examinadas, la mayor parte incluía una especie de Semana de Ayuda pero que este servicio comunitario era complementario a la Semana Infernal. Solo en un caso el servicio estaba directamente relacionado con los procedimientos de iniciación. La imagen que surge de los responsables de las novatadas es la de unos individuos normales que suelen mostrar estabilidad psicológica y preocupación social, pero que, en grupo, manifiestan una crueldad aberrante en determinado momento –justo antes de la admisión de nuevos miembros a su sociedad–. Las pruebas señalan como culpable a la ceremonia. Debe de haber algo en su severidad que resulta vital para el grupo. Su crueldad debe de tener alguna función que esa sociedad lucha implacablemente por mantener. ¿Cuál será? En mi opinión, la respuesta apareció en los resultados de un estudio poco conocido fuera del ámbito de la psicología social. Dos investigadores, Elliot Aronson y Judson Mills, decidieron poner a prueba su idea de que «las personas que sufren muchas dificultades o dolor por alcanzar algo suelen valorarlo muchísimo más que las que consiguen lo mismo con un esfuerzo mínimo». El verdadero toque de inspiración llegó cuando eligieron las ceremonias de iniciación para analizar esta posibilidad. Descubrieron que las estudiantes universitarias que habían soportado una ceremonia de iniciación tremendamente vergonzosa para acceder a una reunión de grupo sobre sexo estaban convencidas de que su nuevo grupo y sus debates eran sumamente valiosos, aunque Aronson y Mills habían aleccionado a las otras integrantes del grupo para que se mostraran todo lo «mezquinas y aburridas» que pudieran. Otras estudiantes que habían pasado por una ceremonia de iniciación mucho más suave o que no habían tenido que soportar ceremonia alguna se mostraron decididamente menos defensoras del grupo de «mezquinas» al que habían entrado. En otra investigación hubo los mismos resultados cuando a unas estudiantes se les exigió que soportaran dolor físico, en lugar de vergüenza, para ingresar en el grupo. Cuanto más fuerte era la descarga eléctrica que recibía una estudiante como parte de la ceremonia de iniciación, más convencida estaba después de que su nuevo grupo y sus actividades eran interesantes, inteligentes y atractivas. RESEÑAS DE LOS LECTORES 7.4 De Paola, diseñadora gráfica italiana Me gustaría hablarle de una situación que viví el mes pasado. Estaba en Londres, con mi novio, cuando vimos un cartel de un centro de tatuajes que decía: «Los piercings para cejas más baratos de Londres». Me daba miedo la idea de sufrir dolor, pero decidí hacérmelo. Tras la emoción por hacerme el piercing, casi me desmayé. No podía moverme ni abrir el ojo. Me sentía tan mal que solo tuve fuerzas para decir: «hospital». Un médico me dijo que me iba a poner bien. Diez minutos después, me sentí mejor, pero le aseguro que aquellos fueron los peores diez minutos de mi vida. Después, empecé a pensar en mis padres. No les iba a gustar lo que había hecho y pensé en quitarme el aro. Pero decidí que no. Había sufrido demasiado como para quitármelo. Me alegro de haber tomado aquella decisión porque ahora estoy muy contenta de llevar este aro en mi ceja. Nota del autor: Al igual que las jóvenes del estudio de Aronson y Mills, Paola se sentía feliz y comprometida por algo por lo que había tenido que sufrir para conseguirlo. Ahora empiezan a cobrar sentido el acoso, el esfuerzo e incluso los golpes de los rituales de iniciación. El miembro de la tribu tonga que ve, con lágrimas en los ojos, cómo tiembla su hijo de diez años al pasar una noche sobre el frío suelo del «patio de los misterios» y el estudiante de segundo año que interrumpe con carcajadas nerviosas la paliza del «hermano menor» de su hermandad, no están realizando actos de sadismo. Se trata de actos de supervivencia del grupo. Aunque resulte extraño, servirán para hacer que los futuros miembros de esa sociedad encuentren al grupo más atractivo y valioso. Siempre que a la gente le guste y crea en aquello por lo que está luchando por conseguir, estos grupos seguirán preparando sus arduos y complicados ritos de iniciación. La lealtad y dedicación de los que los superen aumentarán considerablemente las posibilidades de cohesión y supervivencia del grupo. De hecho, en un estudio de 54 culturas tribales se vio que aquellas con las ceremonias de iniciación más dramáticas y severas contaban con una gran solidaridad grupal. En vista de la demostración hecha por Aronson y Mills de que la severidad de una ceremonia de iniciación aumenta el compromiso hacia el grupo del recién llegado, apenas sorprende que los grupos se opongan a todo tipo de intento de eliminación de ese vínculo tan crucial para su fuerza futura. Los grupos y organizaciones militares no están exentos de este tipo de procedimientos. Las agonías de las novatadas en los «campos de entrenamiento» de las fuerzas armadas son legendarios y efectivos. El novelista William Styron documentó su efectividad tras relatar el sufrimiento de su «pesadilla de entrenamiento» parecido al de un campo de concentración al entrar en los marines estadounidenses. No conozco a ningún antiguo marine (…) que no recuerde el entrenamiento como una prueba de la que salió en cierto modo más fuerte, sencillamente un hombre más valiente y mejor, a pesar de todo (Styron, 1977, p. 3)[78]. La elección íntima El análisis de actividades tan diversas como las prácticas de adoctrinamiento en los campos de prisioneros dirigidos por chinos en Corea y los rituales de iniciación de las hermandades estudiantiles proporciona valiosa información sobre el compromiso. Al parecer, los compromisos más efectivos a la hora de cambiar la propia imagen y el comportamiento futuro de una persona son los que se hacen de forma activa, pública y que requieren esfuerzo. Sin embargo, hay otra propiedad del compromiso efectivo más importante que la suma de las tres anteriores. Para comprender de qué se trata, tenemos antes que resolver un par de enigmas que aparecen en la actuación de los interrogatorios comunistas de prisioneros y de los miembros de las hermandades universitarias. El primero surge del rechazo de las hermandades estudiantiles a permitir que se incluyan actividades de servicio público en sus ceremonias de iniciación. Recordemos que en la encuesta de la Universidad de Washington se vio que los proyectos de servicios comunitarios de las hermandades, aunque frecuentes, casi siempre eran independientes del programa de iniciación. ¿Por qué? Si lo que estas hermandades buscan en sus ritos de iniciación es un compromiso adquirido con esfuerzo, seguramente podrían organizar actividades cívicas lo suficientemente desagradables y extenuantes para sus novatos. Resultan bastante agotadoras e incómodas en tareas como la rehabilitación de casas de ancianos, la colaboración con centros de salud mental y la recogida de basura de las calles. Además, actividades comunitarias de este tipo mejorarían mucho la mala imagen ante el público y los medios de comunicación de los ritos de la Semana Infernal de las hermandades; en una encuesta se demostró que por cada noticia positiva aparecida en la prensa sobre la Semana Infernal había cinco negativas. Así pues, aunque solo fuese por razones de imagen pública, las hermandades estudiantiles deberían estar dispuestas a incorporar acciones de servicio comunitario en sus prácticas de iniciación. Pero no lo hacen. Para analizar el segundo enigma, tenemos que volver a los campos chinos de prisioneros en Corea y a los concursos de redacción sobre temas políticos para los prisioneros estadounidenses. Los chinos querían que en esos concursos participasen tantos prisioneros americanos como fuera posible para que pudieran escribir comentarios favorables sobre el comunismo. Pero, si la idea era atraer a un gran número de participantes, ¿por qué eran tan pequeños los premios? Unos cuantos cigarrillos o un poco de fruta fresca era con frecuencia lo único que el ganador podía esperar. En aquel contexto, incluso este tipo de premios tenían valor. Pero, aun así, había recompensas mucho mayores –ropa de abrigo, privilegios especiales con el correo, mayor libertad de movimiento dentro del campo de prisioneros– que los chinos podrían haber utilizado para aumentar el número de escritores. Sin embargo, prefirieron emplear los premios menores antes que los mayores y más estimulantes. Aunque se trata de un ámbito muy distinto, las hermandades estudiantiles de la encuesta se negaron a incluir actividades cívicas en sus ceremonias de iniciación por la misma razón que los chinos se guardaban los premios grandes en favor de incentivos menos potentes: querían que los participantes se sintieran dueños de sus actos. No se permitían excusas ni escapatorias. Al aspirante que sufría una dura novatada no se le podía dar la oportunidad de creer que lo había hecho con fines caritativos. Al prisionero que salpicaba su redacción política con comentarios antiestadounidenses no se le podía permitir que pensara que lo había hecho motivado por una gran recompensa. Tanto las hermandades estudiantiles como los comunistas chinos querían seguir subsistiendo. No les bastaba conseguir compromisos de sus hombres; tenían que responsabilizarse íntimamente de sus propios actos. Varios expertos en ciencias sociales han declarado que «aceptamos íntimamente la responsabilidad de un comportamiento cuando creemos que hemos elegido realizarlo sin que hubiese ninguna presión externa fuerte». Una gran recompensa sería una presión externa fuerte. Podría llevarnos a realizar ciertos actos, pero no a asumir íntimamente la responsabilidad de los mismos. Por consiguiente, no nos sentiremos comprometidos con ellos. Lo mismo pasa con las amenazas fuertes; pueden motivar una persuasión inmediata, pero es poco probable que provoque un compromiso a largo plazo. De hecho, las grandes recompensas o amenazas pueden incluso reducir o «socavar» nuestra responsabilidad íntima con respecto a un acto y provocar excesiva renuencia a realizarlo cuando la recompensa ya no está presente. Todo esto tiene importantes implicaciones en la educación de los niños. Nos indica que nunca deberíamos abusar de los sobornos o las amenazas con nuestros hijos para que hagan cosas en las que realmente queremos que crean. Estas presiones provocarán probablemente una persuasión temporal acorde a nuestros deseos. Sin embargo, si queremos algo más que eso, si queremos que nuestros hijos crean que lo que han hecho es lo correcto, si queremos que sigan actuando de la forma deseada cuando no estemos presentes para aplicar esas presiones externas, debemos conseguir de algún modo que asuman la responsabilidad íntima de las acciones que queremos que realicen. Un experimento realizado por el experto en psicología social Jonathan Freedman nos ofrece algunas pistas de lo que tenemos que hacer y lo que no a este respecto. Freedman quería ver si podía evitar que unos niños de segundo, tercero y cuarto curso jugaran con un juguete fascinante solo porque les había dicho seis semanas antes que no estaba bien que lo hicieran. Cualquiera que esté familiarizado con niños de entre siete y nueve se dará cuenta enseguida de que se trata de una tarea de gran dificultad; pero Freedman tenía un plan. Si podía conseguir primero que los niños se convencieran de que no estaba bien divertirse con el juguete prohibido, quizá esa creencia les impidiera jugar con él más adelante. Lo difícil era conseguir que los niños creyeran que estaba mal divertirse con ese juguete – un caro robot de control remoto–. Freedman sabía que sería bastante fácil conseguir que un niño le obedeciera temporalmente. Lo único que debía hacer era amenazarle con graves consecuencias si le sorprendía con ese juguete. Pensaba que mientras estuviese cerca para imponer un duro castigo, pocos niños se arriesgarían a jugar con el robot. Tenía razón. Tras mostrar a un niño cinco juguetes distintos y advertirle: «No está bien jugar con el robot. Si lo haces, me enfadaré mucho y tendré que hacer algo al respecto», Freedman salía de la habitación unos minutos. Durante ese tiempo, observaba al niño sin que este lo supiera, a través de un espejo. Freedman puso en práctica este procedimiento de la amenaza con veintidós niños, y veintiuno de ellos no tocaron el robot ni una vez mientras él no estaba. Una amenaza tan fuerte sirvió mientras los niños pensaban que podían sorprenderlos y recibir un castigo. Pero Freedman ya se lo había imaginado. Lo que realmente le interesaba era la efectividad de la amenaza sobre el comportamiento de los niños más adelante, cuando él ya no estuviese. Para averiguar qué pasaría entonces, envió a una joven al colegio de esos niños unas seis semanas después de que él hubiese estado allí. La joven sacó a los niños de la clase de uno en uno para que participaran en un estudio. Sin mencionar su relación con Freedman, acompañaba a cada niño a la habitación donde estaban los cinco juguetes y le hacía una prueba de dibujo. Mientras ella corregía la prueba, le decía al niño que jugara si quería con alguno de los juguetes de la habitación. Por supuesto, casi todos los niños eligieron uno para jugar. Lo interesante del resultado es que, de los chicos que lo hicieron, el 77 por ciento decidió jugar con el robot que se les había prohibido anteriormente. La fuerte amenaza de Freedman, que tanto éxito había tenido seis semanas atrás, resultó casi del todo ineficaz cuando él ya no estaba allí para castigarles. Sin embargo, Freedman no había terminado todavía. Hizo un ligero cambio en su procedimiento con un segundo grupo de niños. A estos también les mostró al principio cinco juguetes distintos y les advirtió que no jugaran con el robot porque «no está bien jugar con el robot». En esta ocasión, Freedman no hizo ninguna amenaza contundente para asustar a los niños y que obedecieran. Simplemente salió de la habitación y observó por el espejo para ver si su orden de no jugar con el robot era suficiente. Lo era. Al igual que con el otro grupo, solo uno de los veintidós niños tocó el juguete prohibido durante la breve ausencia de Freedman. La verdadera diferencia entre los dos grupos de niños apareció seis semanas después, cuando tuvieron oportunidad de jugar mientras Freedman ya no estaba allí. Ocurrió algo sorprendente con estos niños, a los que se había advertido que no jugaran con el robot pero no se les había amenazado: cuando se les dio libertad para elegir cualquier el juguete que quisieran, la mayoría evitó jugar con el robot, aun cuando era, con mucho, el juguete más atractivo de los cinco disponibles (los otros eran un submarino de plástico barato, un guante infantil de béisbol sin pelota, un rifle de juguete y sin balas y un tractor de juguete). Cuando fueron a jugar con uno de los cinco juguetes, solo el 33 por ciento de los niños eligió el robot. Algo sorprendente había pasado con los dos grupos de niños. En el caso del primero, había sido la severa amenaza que oyeron de los labios de Freedman además de su afirmación de que jugar con el robot «no estaba bien». Había resultado bastante efectiva mientras Freedman podía sorprenderlos incumpliendo su orden. Pero posteriormente, cuando ya no estuvo presente para observar el comportamiento de los niños, su amenaza perdió fuerza y su orden fue incumplida. Parece evidente que la amenaza no había enseñado a los niños que jugar con el robot no estaba bien, únicamente que no era sensato hacerlo cuando había posibilidad de que los castigaran. Para los otros niños, lo sorprendente ocurrió en su interior, no en el exterior. Freedman les había dicho también que jugar con el robot no estaba bien, pero no los había amenazado con ningún castigo si le desobedecían. Hubo dos resultados importantes: en primer lugar, la orden de Freedman fue suficiente, por sí sola, para evitar que los chicos jugaran con el robot mientras él salía un momento de la habitación. En segundo lugar, los niños se responsabilizaron personalmente de su decisión de mantenerse alejados del robot durante ese tiempo. Decidieron que no jugarían con él porque no querían. Al fin y al cabo, no había ningún severo castigo asociado con el juguete que explicara que se comportaran de otro modo. Así pues, cuando unas semanas más tarde Freedman ya no estaba presente, los niños siguieron sin prestar atención al robot, porque habían experimentado un cambio en su interior y creían que no querían jugar con él. Los adultos que se enfrentan a la experiencia de tener que educar a sus hijos pueden seguir el ejemplo del estudio de Freedman. Supongamos que una pareja quiere convencer a su hija de que no está bien mentir. Una amenaza clara y contundente («No está bien mentir, así que si te veo mintiendo te coseré la boca») podría resultar eficaz mientras los padres estén presentes o la niña crea que la pueden descubrir. Sin embargo, no se conseguirá el objetivo más importante de convencerla de que es ella la que no quiere mentir porque cree que no está bien. Para ello, la pareja necesita una técnica más sutil. Deben darle una razón lo suficientemente fuerte como para que la niña diga la verdad la mayor parte de las veces, pero no tan fuerte como para que la vea como la razón evidente de su sinceridad. Es difícil, porque lo que es una razón suficiente para un niño no lo es para otro. Para uno, puede bastar una sencilla petición («No está bien mentir, cariño, así que espero que no lo hagas»); para otro, quizá sea necesario añadir una razón más fuerte («… porque si mientes me habrás decepcionado»); y para un tercero, tal vez haya que añadir también una suave advertencia («… y probablemente tendré que hacer algo que no quiero»). Unos padres inteligentes sabrán qué tipo de razón va a funcionar mejor con sus propios hijos. Lo importante es usar una razón que provoque desde el principio el comportamiento deseado y que, al mismo tiempo, permita al niño asumir la responsabilidad personal de dicho comportamiento. Por lo tanto, cuanto menos evidente sea la presión externa que contiene una razón, mejor. Elegir la razón más adecuada no es una tarea fácil para los padres, pero el esfuerzo se verá recompensado. Probablemente será lo que provoque la diferencia entre una persuasión a corto plazo y un compromiso duradero. Tal y como escribió Samuel Butler hace más de trescientos años: «Aquel que acepta actuar en contra de su voluntad / sigue teniendo la misma opinión»[79]. Unos pilares sobre los que apoyarse Por un par de razones que ya hemos visto, a los profesionales de la persuasión les encantan los compromisos que provocan un cambio interior. En primer lugar, porque ese cambio no se limita a la situación en que apareció inicialmente, sino que cubre también toda una gama de situaciones parecidas. En segundo lugar, porque los efectos del cambio son duraderos. Cuando una persona ha sido inducida a emprender acciones que modifican la imagen que tiene de sí misma para ajustarla, por ejemplo, a la de un ciudadano con espíritu cívico, es probable que muestre ese civismo en otras circunstancias en las que también puede ser deseable su conformidad. Y es probable que el individuo continúe con dicho comportamiento cívico mientras siga teniendo esa nueva imagen de sí mismo. Pero los compromisos que conducen a un cambio interior cuentan con un atractivo más: «desarrollan sus propios pilares». No es necesario que un profesional de la persuasión realice un esfuerzo costoso y continuado para reforzar tal cambio; la presión de la coherencia ya se encargará de hacerlo. Una vez que las personas llegan a considerarse a sí mismas ciudadanos con espíritu cívico, empiezan automáticamente a ver las cosas de otro modo. Se convencen a sí mismas de que esa es la forma correcta de ser, y empiezan a prestar atención a informaciones que antes no habían visto relacionadas con el valor del servicio a la comunidad. Se muestran dispuestos a escuchar argumentos en favor del civismo que antes no habían oído y los ven mucho más convincentes. En general, debido a la necesidad de ser coherente con su sistema de creencias, se dicen a sí mismas que su decisión de pasar a la acción cívica ha sido acertada. Lo importante en este proceso de buscar razones que justifiquen el compromiso es que esas razones sean nuevas. Así, aunque la razón original del comportamiento cívico desapareciese, estas otras recién descubiertas serían suficientes para respaldar la sensación de haberse comportado correctamente. La ventaja para los profesionales de la persuasión sin escrúpulos es tremenda. Como levantamos nuevos puntales donde sustentar las decisiones con las que nos hemos comprometido, cualquier oportunista puede inducirnos a tomar esa decisión. Una vez tomada, ese individuo puede retirar esa inducción, consciente de que la decisión se mantendrá sobre sus pilares recién levantados. Los vendedores de coches suelen tratar de aprovecharse de este proceso mediante una táctica a la que llaman «lanzamiento a la baja». La vi por primera vez cuando me hice pasar por aspirante a vendedor en un concesionario de Chevrolet de mi ciudad. Tras una semana de formación básica, me permitieron observar cómo trabajaban habitualmente los vendedores. Una práctica que me llamó la atención enseguida fue la del lanzamiento a la baja. A ciertos clientes interesados por un coche se les ofrece un buen precio, quizá de hasta setecientos dólares por debajo de los precios de la competencia. Sin embargo, esa ganga no es real; la intención del vendedor nunca es la de cerrar el trato. Su único objetivo es hacer que los posibles clientes se decidan a comprar uno de los coches de ese concesionario. Una vez tomada la decisión, una serie de actividades aumentan el sentimiento de compromiso personal del cliente hacia el coche: rellena unos cuantos impresos de compra, se acuerdan amplias condiciones de financiación y, a veces, se anima al cliente a que pruebe el coche durante un día antes de firmar el contrato, «para que vea lo bueno que es y se lo enseñe a sus vecinos y a sus compañeros de trabajo». El vendedor ya sabe que, durante ese tiempo, los clientes suelen desarrollar toda una gama de nuevas razones que respalden su decisión y justifiquen la inversión que han hecho. Entonces, pasa algo. En ciertas ocasiones, se descubre un «error» en el cálculo – quizá que el vendedor olvidó añadir el coste del sistema de navegación y, si el cliente sigue queriéndolo, habrá que añadir setecientos dólares al precio–. Para no levantar sospechas, algunos vendedores dejan que el banco que se ocupa de la financiación sea el que descubra el error. Otras veces, la operación queda desautorizada en el último momento, cuando el vendedor hace la comprobación con su jefe o jefa, que será quien anule la venta porque «el concesionario saldría perdiendo dinero». Solo por setecientos dólares más puede tener el coche, lo que en el contexto de una venta de varios miles no parece demasiado pues, tal y como recalcará el vendedor, el precio es igual al de la competencia y «este es el coche que usted eligió, ¿no?». Otra forma aún más insidiosa de esta táctica de lanzamiento a la baja es la que se da cuando el vendedor hace una oferta inflando el precio de compra del coche usado del cliente potencial como parte de la operación. El cliente es consciente de la generosidad de la oferta y la acepta sin dudar. Luego, antes de firmarse el contrato, interviene el encargado del concesionario de coches usados y dice que la estimación del vendedor se había excedido en setecientos dólares y reduce el precio para adecuarlo al nivel que marca realmente en su catálogo de precios. El cliente, al ver que la reducida oferta es razonable, le parece adecuada y, a veces, hasta se siente culpable por haber tratado de aprovecharse de la estimación excesiva del vendedor. Una vez fui testigo de cómo una mujer se disculpaba, avergonzada, ante un vendedor que había utilizado con ella esta táctica del lanzamiento a la baja –y eso que estaba firmando un contrato por un nuevo coche que iba a dar al vendedor una importante comisión–. Él se mostraba como si estuviese ofendido, pero se las arreglaba para poner una sonrisa indulgente. Cualquiera que sea la versión del lanzamiento a la baja empleada, la secuencia es siempre la misma: se ofrece una ventaja que induce a una decisión de compra favorable. Luego, después de tomada la decisión, pero antes de que se haya cerrado el trato, se retira hábilmente la ventaja. Parece casi increíble que un cliente quiera comprar un coche en estas circunstancias. Pero la táctica funciona –no con todo el mundo, claro, pero es lo suficientemente efectiva como para ser un procedimiento de persuasión básico en muchos concesionarios de automóviles–. Los vendedores de coches han sabido apreciar la capacidad que tiene el compromiso personal para crear su propio sistema de soporte compuesto por justificaciones nuevas para respaldar ese compromiso. A menudo estas justificaciones proporcionan tantos y tan fuertes pilares para la decisión a la que sirven de apoyo que, cuando el vendedor retira uno de ellos, el original, no hay ningún derrumbe. El cliente puede menospreciar esa pérdida y se consuela al ver el resto de buenas razones que apoyan su decisión. Al comprador jamás se le ocurre que todas esas razones adicionales quizá no hubiesen surgido nunca si no hubiese tomado su decisión inicial. Después de ver lo impresionantemente bien que funciona la técnica del lanzamiento a la baja en el concesionario de automóviles, decidí poner a prueba su efectividad en un contexto diferente en el que pudiera ver si la idea básica funcionaba después de darle un pequeño giro. Es decir, los vendedores de coches a los que estuve observando hacían el lanzamiento a la baja proponiendo tratos atractivos al cliente, obteniendo unas decisiones favorables y, después, retirando el factor atractivo de las ofertas. Si mi idea sobre la esencia del lanzamiento a la baja era correcta, debería ser posible conseguir que la táctica funcionara de una forma algo distinta: podía ofrecer un buen trato, con el que obtendría el fundamental compromiso de la decisión, y podría añadir después un factor desagradable al acuerdo. Dado que el efecto de la técnica del lanzamiento a la baja consistía en conseguir que un individuo quisiera seguir adelante con un trato, aun cuando las circunstancias hubiesen cambiado hasta convertirlo en poco atractivo, la táctica debería funcionar tanto si se eliminaba del trato un aspecto positivo como si se añadía uno negativo. Para poner a prueba esta última posibilidad, dirigí con mis colegas John Cacioppo, Rod Bassett y John Miller un experimento diseñado para conseguir que unos estudiantes universitarios aceptasen involucrarse en una actividad molesta –levantarse muy temprano para participar en un estudio sobre «procesos mentales» a las siete de la mañana–. Cuando llamamos a la primera muestra de estudiantes, les informamos de inmediato que la hora de comienzo era a las siete de la mañana. Solo el 24 por ciento se mostró dispuesto a participar. Sin embargo, cuando llamamos a los estudiantes de la segunda muestra, realizamos un lanzamiento a la baja. Les preguntamos primero si querían participar en un estudio sobre procesos mentales y, después de que respondieran –el 56 por ciento de ellos afirmativamente–, mencionamos la hora de comienzo y les dimos la oportunidad de cambiar de opinión. Ninguno lo hizo. Es más, cumpliendo con su compromiso de participar, el 95 por ciento de los estudiantes del lanzamiento a la baja se presentó a las siete de la mañana, tal y como habían prometido. Sé que fue así porque en aquel momento contraté a dos ayudantes de investigación para que dirigieran el experimento sobre procesos mentales y anotaran los nombres de los estudiantes que habían asistido. (Como información adicional, diré que carece de fundamento el rumor de que a la hora de contratar a mis ayudantes de la investigación para que realizaran esta tarea les pregunté primero si querían dirigir un estudio sobre los procesos mentales y, después de que aceptaran, les informé de que empezaba a las siete de la mañana). Lo impresionante de la táctica del lanzamiento a la baja es su capacidad para hacer que una persona se muestre encantada tras tomar una mala decisión. Quienes solo pueden ofrecer malas elecciones son especialmente favorables a esta técnica. Podemos encontrarlos realizando lanzamientos a la baja en ámbitos comerciales, sociales y personales. Por ejemplo, está mi vecino Tim, un verdadero aficionado a esta técnica. Recordemos que es el que, tras prometer cambiar de actitud, consiguió que su novia Sara suspendiese su inminente boda con otro hombre para volver junto a él. Desde que tomó la decisión de elegir a Tim, Sara siente por él más entrega que nunca, a pesar de que él no haya cumplido sus promesas. Ella lo explica diciendo que ha visto toda clase de cualidades positivas en Tim que anteriormente no había sabido reconocer. Sé muy bien que Sara es una víctima de la táctica del lanzamiento a la baja. Igual que vi cómo caían los compradores del concesionario de automóviles en la estrategia de «dar una ventaja y quitarla después», vi también cómo caía ella en la trampa con Tim. Por su parte, él sigue siendo el mismo de siempre. Como Sara considera que son reales los nuevos atractivos que ha descubierto (o creado) en Tim, ahora parece estar satisfecha con la misma situación que antes de su gran compromiso consideraba inaceptable. La decisión de elegir a Tim, por muy mala que objetivamente pueda ser, ha levantado sus propios pilares y parece haber satisfecho a Sara. Nunca he hablado a Sara de lo que sé sobre el lanzamiento a la baja. La razón de mi silencio no es que crea que es mejor que ella no sepa nada del tema. Es solo que estoy seguro de que si le dijera algo, Sara me odiaría y probablemente no cambiaría nada. Defendiendo el bien común Dependiendo de los motivos por los que cada persona desee usarlas, cualquiera de las técnicas de persuasión que hemos tratado en este libro pueden ser empleadas para bien o para mal. Por tanto, la táctica del lanzamiento a la baja podrá emplearse para fines más beneficiosos para la sociedad que vender coches o restablecer relaciones con antiguos amantes. Por ejemplo, un proyecto de investigación realizado en lowa y dirigido por el experto en psicología social Michael Pallak, muestra cómo el procedimiento del lanzamiento a la baja influyó en el ahorro de energía en las casas de ciertos propietarios. El proyecto se inició a comienzos del invierno en lowa, cuando varios residentes que usaban en sus casas calefacción de gas natural, recibieron la visita de un entrevistador que les dio algunos consejos sobre ahorro de energía y les pidió que en el futuro trataran de ahorrar combustible. Aunque todos aceptaron intentarlo, cuando los entrevistadores analizaron los registros de consumo de estas familias un mes después de la visita y, de nuevo, al final del invierno, comprobaron que no habían hecho ningún ahorro. Los residentes que habían mostrado intención de ahorrar energía habían consumido tanto gas natural como una muestra al azar de vecinos que no habían recibido la visita del entrevistador. Las buenas intenciones, combinadas con información sobre ahorro energético, no fueron suficientes para modificar sus hábitos. Antes incluso de iniciarse el proyecto, Pallak y su equipo de investigación habían visto que iban a necesitar algo más para cambiar unos hábitos de consumo de energía tan arraigados. Así que probaron con un procedimiento distinto en una muestra similar de consumidores de gas natural. Estas personas recibieron también la visita de un entrevistador que les proporcionó asesoramiento sobre cómo ahorrar energía y les pidió que redujeran su consumo; pero a estas familias el entrevistador les ofreció algo más: quienes estuvieran de acuerdo en ahorrar energía, verían publicados sus nombres en artículos de prensa, como ciudadanos solidarios y preocupados por el ahorro de la energía. El efecto fue inmediato. Un mes más tarde, cuando las compañías de gas comprobaron los contadores, vieron que los residentes de este grupo habían ahorrado una media de doce metros cúbicos de gas natural cada uno. La oportunidad de ver sus nombres en la prensa les había motivado para realizar importantes esfuerzos de ahorro durante un mes. Después, cambiaron las condiciones. Los investigadores retiraron la razón que había provocado, en un principio, que los residentes ahorraran energía. Cada familia a la que habían prometido la publicidad recibió una carta en la que decía que, al final, no iba a ser posible que publicaran sus nombres. Al final del invierno, el equipo de investigación analizó el efecto de la carta en el consumo de gas natural de las familias. ¿Habían vuelto a su antiguo hábito de derroche cuando desapareció la posibilidad de aparecer en el periódico? Apenas. Durante los restantes meses del invierno, estas familias ahorraron más combustible que en la época en que creían que recibirían el reconocimiento público por ello. Habían conseguido un ahorro de gas del 12,2 por ciento durante el primer mes porque esperaban verse elogiados en la prensa. Sin embargo, después de haber recibido la carta que les informaba de lo contrario, no volvieron a su anterior nivel de consumo de energía, sino que aumentaron su ahorro hasta el 15,5 por ciento durante el resto del invierno. Aunque no podemos estar del todo seguros en este tipo de cosas, surge de inmediato una explicación para la persistencia de su comportamiento. Estas personas habían recibido el lanzamiento a la baja para realizar un ahorro energético mediante la promesa de la publicidad en la prensa. Una vez establecido, el compromiso empezó a generar sus propios pilares: los residentes comenzaron a adquirir nuevos hábitos de consumo de energía, a sentirse bien por sus esfuerzos cívicos, a sentirse orgullosos de su capacidad de sacrificio y, lo que es más importante, a verse como personas concienciadas con el ahorro de energía. Con estas nuevas razones para justificar el compromiso de consumir menos energía, no es de extrañar que ese compromiso se mantuviera firme aun después de que la razón primera, la publicidad en la prensa, hubiese desaparecido (véase imagen 7.5). Imagen 7.5: El lanzamiento a la baja a largo plazo. En esta ilustración de la investigación s Pero, curiosamente, cuando el factor de la publicidad dejó de ser posible, estas familias no solo mantuvieron su esfuerzo de ahorro de combustible, sino que lo potenciaron. Podrían darse múltiples interpretaciones para este esfuerzo aún mayor, pero yo tengo mi preferida. De todas las razones para apoyar la decisión de ahorrar energía, solo había una que procedía del exterior –la única que impedía a los propietarios pensar que estaban ahorrando gas porque creían en ello–. Así que, cuando llegó la carta que cancelaba el acuerdo de la publicidad, desapareció el único impedimento de que esas personas se vieran a sí mismas como ciudadanos plenamente preocupados y concienciados con el ahorro de energía. Esta nueva imagen de sí mismos sin condiciones les empujó a realizar un ahorro energético aún mayor. Al igual que Sara, esos ciudadanos aparentemente se habían comprometido con una decisión mediante un factor inductor inicial y se entregaron aún más a su cumplimiento después de que ese factor desapareciera[80]. Continuación de la coherencia: recordatorios como regeneradores Los procedimientos de la persuasión basada en el compromiso cuentan con una ventaja añadida. Un simple recordatorio de compromisos anteriores puede servir de estímulo para que un individuo actúe de acuerdo con esas previas posturas, decisiones o acciones. Al traer el compromiso de vuelta a la mente, la necesidad de coherencia toma el control para adaptar de nuevo una reacción asociada con él. Revisemos un par de ejemplos del campo de la medicina para ilustrar este planteamiento. Siempre que hablo con grupos de gestión de asistencia sanitaria sobre el proceso de influencia, les hago la siguiente pregunta: «¿En qué personas del gremio resulta más difícil influir?». La respuesta es siempre la misma y siempre rotunda: «¡Los médicos!». Por una parte, esta circunstancia parece lógica. Para llegar a su elevado puesto dentro de la jerarquía sanitaria, los médicos pasan por varios años de formación y ejercicio, incluidas las especializaciones en la facultad de Medicina, los periodos de prácticas y los de residencia, que les proporcionan una gran cantidad de información y experiencia sobre la que basar sus decisiones y les vuelven comprensiblemente reacios a moverse de esas decisiones. Por otra parte, este tipo de resistencia puede resultar un problema cuando los médicos no aceptan recomendaciones de cambios que podrían ser ventajosos para sus pacientes. Al principio de sus carreras profesionales, la mayoría de los médicos adoptan una versión del juramento hipocrático que les hace comprometerse a actuar principalmente por el bienestar de sus pacientes y, especialmente, a no provocarles ningún perjuicio. Entonces, ¿por qué no se lavan las manos con la frecuencia que se supone que deberían antes de examinar a un paciente? Un estudio en un hospital nos ofrece una conclusión sobre este asunto. Los investigadores, Adam Grant y David Hofmann, comprobaron que pese a que se recomienda con insistencia el lavado de manos antes de pasar a examinar a cada paciente, la mayoría de los médicos lo hacen menos de la mitad de las veces que lo establecen sus normas; es más, varias intervenciones destinadas a reducir este problema han resultado ineficaces y han provocado que los pacientes corran un peligro mayor. El motivo de este problema no es que los médicos hayan dejado de lado su compromiso con la seguridad del paciente ni que no sean conscientes de su vínculo con el lavado de manos, sino que, al entrar en la consulta, ese vínculo ya no ocupa en su conciencia un lugar tan primordial como otro tipo de factores, tales como el aspecto del paciente, lo que le dice la enfermera que le asiste, lo que aparece en el historial, etc. Grant y Hofmann pensaron que podían poner remedio a esta lamentable situación si se les recordaba a los médicos su compromiso con sus pacientes y su conexión con la higiene de manos cuando se dispusieran a examinarlos. Los investigadores se limitaron a colocar carteles sobre los dispensadores de jabón y gel de la consulta que decían: La higiene de manos protege a los pacientes de contraer enfermedades. Esos carteles recordatorios incrementaron en un 45 por ciento el consumo de jabón y gel. Otro tropiezo en el que incurren los médicos es el de recetar antibióticos en exceso, lo cual constituye un problema cada vez mayor en los Estados Unidos e influye en la muerte de veintitrés mil pacientes al año. Al igual que en el caso del lavado de manos, se pusieron en práctica varias estrategias –programas formativos, alertas electrónicas y pagos– que tuvieron poco efecto. Pero un grupo de investigadores médicos han tenido un extraordinario éxito con un planteamiento basado en el compromiso y probado con médicos de distintas clínicas ambulatorias de Los Ángeles. Los médicos colocaron un cartel en sus consultas durante un periodo de doce semanas. Para la mitad de los médicos, el cartel daba información estándar a los pacientes referente a la toma de antibióticos. Para la otra mitad incluía, además de esa información, una fotografía del médico y una carta firmada por este donde se comprometía a no recetar antibióticos en exceso. Lo cierto es que durante el resto del año, las recetas de antibióticos aumentaron en un 21 por ciento entre los médicos que estaban expuestos a diario a los carteles con la información estándar. Pero en el caso de los que veían el cartel que les recordaba su compromiso personal de reducir las prescripciones inadecuadas, estas descendieron en un 27 por ciento. Los recordatorios de compromisos previos poseen una cualidad adicional. No solo hacen que se recupere el compromiso, sino que también parecen fortalecerlo con una reafirmación de la propia imagen en ese aspecto. En comparación con consumidores que previamente habían realizado acciones de defensa del medioambiente pero que no se les hizo ningún recordatorio de las mismas, los que sí lo recibieron llegaron a verse a ellos mismos como personas más concienciadas con el medioambiente y, a continuación, se mostraron particularmente más propensos a comprar productos que fuesen respetuosos con el mismo –entre ellos, bombillas, toallas de papel, desodorantes y detergentes–. Así pues, el hecho de pedir a los demás que recuerden anteriores compromisos con el medioambiente no es simplemente una forma fácil de estimular posteriormente unas respuestas coherentes, sino también una forma especialmente efectiva, pues esos recordatorios aumentan su propia imagen de persona concienciada[81]. Defensa frente a esta regla «La coherencia es el duendecillo de las mentes estrechas». O al menos eso dice la cita que se suele atribuir a Ralph Waldo Emerson. Pero es una afirmación extraña. Si miramos a nuestro alrededor es evidente que la coherencia interna es una señal de fortaleza lógica e intelectual, mientras que su carencia se considera característica de los dispersos y menos dotados intelectualmente. ¿Qué quiso decir, entonces, un pensador de la talla de Emerson cuando atribuyó el rasgo de la coherencia a los estrechos de mente? Al repasar la fuente original de esta afirmación, su ensayo La confianza en uno mismo, queda claro que el problema no está en Emerson, sino en la versión popular de lo que dijo. Lo que Emerson escribió en realidad fue: «La absurda coherencia es el duendecillo de las mentes estrechas». Por alguna oscura razón, se había perdido una distinción capital a medida que el paso de los años fue erosionando la versión exacta de esta afirmación para cobrar un sentido muy distinto y, analizado en profundidad, totalmente erróneo. Sin embargo, esa distinción no debiera pasar desapercibida, puesto que es fundamental para la única defensa efectiva que conozco contra las armas de influencia presentes en la combinación de los principios del compromiso y la coherencia. Aunque la coherencia es generalmente buena –incluso vital– hay una variante absurda y rígida que se debe evitar. Debemos ser cautelosos con la tendencia a ser coherentes de forma automática e irreflexiva, ya que nos deja expuestos ante las maniobras de aquellos que quieren aprovecharse de la secuencia mecánica del compromiso y la coherencia. Como la coherencia automática nos permite tener una forma económica y adecuada de comportamiento la mayoría de las veces, no podemos decidir eliminarla sin más de nuestras vidas. Los resultados serían desastrosos. Si, en lugar de actuar en consonancia con nuestras decisiones y actos previos, nos parásemos a repasar los beneficios de cada nueva acción antes de realizarla, jamás tendríamos tiempo de lograr nada importante. Necesitamos incluso esa peligrosa forma de coherencia mecánica. La única salida al dilema es saber cuándo es probable que esa coherencia nos lleve a tomar una mala decisión. Hay ciertas señales –dos tipos de señales distintas– que nos sirven de advertencia. Percibimos cada una de ellas en una parte distinta de nuestro cuerpo. RESEÑAS DE LOS LECTORES 7.5 De una estudiante universitaria de Nueva Delhi, India Le escribo para comentarle un incidente en el que el principio de la coherencia me impelió a tomar una decisión que, en circunstancias normales, no habría tomado. Yo había ido a la zona de restaurantes de un centro comercial y decidí comprar una Coca-Cola pequeña. –Una Coca-Cola, por favor –le dije al dependiente del mostrador. –¿Grande o mediana? –me preguntó mientras cobraba a otro cliente. «Ya he comido bastante. Me va a ser imposible engullir una Coca-Cola grande», pensé. –Mediana –contesté con seguridad mientras le pasaba la tarjeta para pagar. –Lo siento –dijo el dependiente con cara de haber cometido un error grave–. ¿Pequeña o mediana? –Eh… mediana –repetí siguiendo el principio de la coherencia. Cogí el refresco y me fui para que la siguiente persona pudiese hacer su pedido, pero me di cuenta de que había cometido la ingenuidad de comprar la más grande de las dos opciones. Me pilló con la guardia baja y, para ser coherente con lo que había pedido antes, respondí «mediana» sin siquiera asimilar la nueva información que me había dado. ¡No hay duda de que una absurda coherencia parece ser el duendecillo de las mentes estrechas! Nota del autor: Creo que la lectora, que parece haberse considerado como una mente estrecha en esa situación, está siendo demasiado dura consigo misma. Cuando tenemos prisa o no podemos pensar bien nuestra decisión, la coherencia mecánica es la norma (Fennis, Janssen y Vohs, 2009). Señales en el estómago La primera señal es fácil de reconocer. Aparece justo en la boca del estómago cuando nos damos cuenta de que estamos obligados a cumplir una petición que sabemos que no queremos hacer. Me ha pasado cientos de veces. Un ejemplo especialmente memorable ocurrió una tarde de verano cuando, siendo joven y mucho antes de empezar a escribir este libro, llamaron a mi puerta y, cuando abrí, vi a una chica impresionante vestida con pantalones cortos y una camiseta también corta. Aun así, también noté que llevaba un cuaderno de notas y me pedía que participara en una encuesta. Para causarle buena impresión, acepté y, debo admitirlo, cambié un poco la verdad en mis respuestas para dar una mejor imagen de mí mismo. Nuestra conversación fue como sigue: Chica impresionante: ¡Hola! Estoy realizando una encuesta sobre los hábitos de ocio de los residentes de esta ciudad. ¿Podría responder a unas cuantas preguntas? Cialdini: Claro, pasa. ChI: No, gracias. Me quedo aquí mismo y empiezo. ¿Cuántas veces a la semana sale a cenar? C: Pues, probablemente, tres o quizá cuatro veces por semana. En realidad, siempre que puedo; me encantan los buenos restaurantes. ChI: Qué bien. ¿Suele pedir vino con la cena? C: Solo si es de importación. ChI: Entiendo. ¿Y películas? ¿Ve muchas? C: ¿En el cine? No me canso de ver buenas películas. Me gustan especialmente las sofisticadas y con subtítulos por debajo de la pantalla. ¿Y a ti? ¿Te gusta ver películas? ChI: Eh… Sí, me gusta. Pero volvamos a la encuesta. ¿Va a muchos conciertos? C: Desde luego. Sobre todo, música sinfónica, claro. Pero también disfruto con grupos pop de calidad. ChI: (Toma nota a gran velocidad). ¡Estupendo! Solo una pregunta más. ¿Qué me dice de las representaciones de compañías de teatro o de ballet? ¿Las ve cuando vienen a la ciudad? C: ¡Ah, el ballet! El movimiento, la elegancia, la forma… Me encanta. Pon ahí que me encanta el ballet. Voy siempre que tengo oportunidad. ChI: Bien. Permítame que repase mis notas, señor Cialdini. C: Bueno, en realidad soy doctor Cialdini. Pero suena demasiado formal. ¿Por qué no me llamas Bob? ChI: Muy bien, Bob. Por la información que me ha dado, me alegra decirle que podría usted ahorrarse hasta 1 200 dólares al año si se hace socio de Clubamérica. Con una módica cuota tiene derecho a descuentos en la mayor parte de las actividades que ha mencionado. Seguro que alguien con una vida social tan activa como la suya deseará aprovecharse de la ventaja del ahorro tan grande que puede ofrecerle nuestra empresa en todas esas cosas que me ha dicho que hace. C: (Sintiéndome atrapado como una rata). Bueno…, eh…, yo…, eh…, supongo que sí. Recuerdo muy bien que noté un nudo en el estómago mientras tartamudeaba mi respuesta. Fue un claro aviso para mi cerebro: «¡Eh, has caído!». Pero no veía la forma de salir. Me había acorralado con mis propias palabras. Declinar su oferta en ese momento hubiera significado tener que enfrentarme a dos alternativas desagradables: si intentaba echarme atrás diciendo que, en realidad, no era el hombre de mundo que había asegurado ser, quedaría como un mentiroso; si me negaba sin darle ese argumento, quedaría como un estúpido por no querer ahorrarme 1200 dólares. Acepté aun sabiendo que había caído en una trampa. La necesidad de ser coherente con lo que había dicho me había llevado hasta ella. Pero nunca más. Ahora presto atención a mi estómago y he descubierto el modo de enfrentarme a la gente que intenta utilizar conmigo el principio de la coherencia. Me limito a decirles exactamente lo que están haciendo. Esa táctica se ha convertido en el contraataque perfecto. Siempre que mi estómago me dice que sería un idiota si acepto una petición simplemente porque, al hacerlo, estoy siendo coherente con un compromiso previo en el que caí, les trasmito ese mensaje. No niego la importancia de la coherencia; solo señalo lo ridículo de la coherencia absurda. Cuando el solicitante responde retirándose avergonzado o desconcertado, me quedo contento. He ganado; el explotador ha perdido. A veces, pienso en qué pasaría si aquella chica impresionante de hace unos años intentase ahora venderme aquella membresía. Lo tengo todo pensado. La conversación sería la misma, salvo el final: ChI: … Seguro que alguien con una vida social tan activa como la suya deseará aprovecharse de la ventaja del ahorro tan grande que puede ofrecerle nuestra empresa en todas esas cosas que me ha dicho que hace. C: Te equivocas. Soy consciente de lo que está pasando aquí. Sé que esto de la encuesta no es más que un pretexto para que la gente te cuente con qué frecuencia sale y que en esas circunstancias muestran una tendencia natural a exagerar. Y me niego a dejarme encerrar en una secuencia mecánica de compromiso y coherencia cuando sé que es errónea. Conmigo no va lo de clic, activación. ChI: ¿Eh? C: Vale, te lo explicaré de otra forma: 1) sería estúpido por mi parte gastar dinero en algo que no quiero; 2) sé de muy buena fuente, concretamente por mi estómago, que no deseo el plan que me estás ofreciendo; 3) por consiguiente, si todavía crees que lo voy a comprar, probablemente será porque sigues creyendo en los cuentos de hadas. Seguro que alguien tan inteligente como tú lo sabrá entender. ChI: (Atrapada como una rata joven e impresionante). Bueno…, eh…, yo…, eh…, supongo que sí. Señales de lo más profundo del ser El estómago no es un órgano especialmente perceptivo ni sutil. Es probable que solo registre y transmita su mensaje cuando sea evidente que estamos a punto de caer en una trampa. En otras ocasiones, cuando no esté tan claro que nos están engañando, es posible que nuestro estómago no lo note. En esas circunstancias, tendremos que buscar pistas en otra parte. La situación de mi vecina Sara es un muy buen ejemplo. Asumió un importante compromiso con Tim cuando canceló su boda. Ese compromiso desarrolló sus propios pilares, así que, aunque hayan desaparecido las razones originales de su compromiso, sigue estando en armonía con él. Se ha convencido a sí misma de que ha hecho lo correcto con nuevas razones, por lo que sigue estando con Tim. No es difícil ver por qué no ha sentido Sara ningún nudo en su estómago: el estómago nos lanza su mensaje cuando creemos estar haciendo algo malo para nosotros. Pero Sara no cree tal cosa. En su opinión, ha tomado la decisión acertada y actúa de forma coherente con ella. Pero, a no ser que me equivoque, hay una parte de Sara que reconoce que su decisión ha sido un error y que su actual modo de vida es una forma de coherencia absurda. No podemos saber exactamente dónde se encuentra esa parte de Sara, pero nuestro idioma sí sabe darle un nombre: lo más profundo de su ser. Por definición, se trata del único lugar en el que no podemos engañarnos a nosotros mismos. Es el lugar al que no pueden llegar nuestras justificaciones ni nuestro raciocinio. Ahí se encuentra la verdad de Sara, aunque ahora mismo ella no pueda oír sus señales con claridad por las interferencias del nuevo sistema de pilares que ha levantado. Si Sara se ha equivocado al elegir a Tim, ¿cuánto tiempo va a tardar en reconocerlo sin sufrir el ataque a gran escala de lo más profundo de su ser? Es imposible saberlo. Pero sí hay una cosa cierta: a medida que pasa el tiempo, las distintas alternativas a Tim van desapareciendo. Más vale que Sara se dé cuenta pronto si está cometiendo un error. Por supuesto, es más fácil decir las cosas que hacerlas. Sara debe responder a una pregunta extremadamente complicada: «Sabiendo lo que ahora sé, si pudiera retroceder en el tiempo, ¿volvería a tomar la misma decisión?». El problema está en la primera parte de la pregunta: «Sabiendo lo que sé ahora». ¿Qué es lo que sabe ahora Sara exactamente acerca de Tim? ¿Cuánto de lo que piensa de él responde a un intento desesperado de justificar el compromiso que ha asumido? Asegura que, desde que decidió volver con él, Tim la cuida más, que se está esforzando mucho por no beber tanto y ha aprendido a hacer unas tortillas maravillosas. Yo he probado sus tortillas y tengo mis dudas. Pero lo importante es si ella cree de verdad todo esto, no solo a nivel intelectual, sino en lo más profundo de su ser. Puede que haya un pequeño recurso del que podría servirse Sara para averiguar hasta qué punto su satisfacción actual con Tim es real y hasta qué punto se trata de coherencia absurda. Hay investigaciones psicológicas que indican que experimentamos nuestros sentimientos hacia algo una fracción de segundo antes de poder racionalizarlos. Supongo que el mensaje enviado por lo más profundo del ser es un sentimiento puro y básico. Por tanto, si nos acostumbramos a estar atentos podremos percibir ese sentimiento un poco antes de que se active nuestro aparato cognitivo. Según este planteamiento, si Sara se hiciese la pregunta crucial de «¿Volvería a tomar la misma decisión?», debería estar alerta y buscar el primer destello de sentimiento que experimente y confiar en él antes de responder. Probablemente sea la señal de lo más profundo de su ser que trata de salir sin distorsionar antes de que aparezcan otros factores que la puedan engañar[82]. Yo he empezado a utilizar este mismo recurso siempre que sospecho que pueda estar actuando con coherencia absurda. En una ocasión, por ejemplo, me había detenido en una gasolinera en la que se anunciaba un precio por litro algo inferior al de otras gasolineras de la zona; pero, al coger surtidor, vi que el precio que allí aparecía era algo superior al que anunciaba. Cuando le señalé esa diferencia a un empleado, que luego supe que era el propietario, balbuceó con poca convicción que las tarifas habían cambiado hacía pocos días y que no había tenido tiempo de corregir el cartel. Traté de decidir qué hacer. A mi mente acudieron varias razones para quedarme: «Realmente necesito gasolina»; «Tengo un poco de prisa»; «Creo recordar que mi coche funciona mejor con esta marca de gasolina». Tenía que saber si esas razones eran auténticas o meras justificaciones para la decisión de detenerme allí. Entonces me hice la pregunta crucial: «Sabiendo lo que sé ahora sobre el precio real de esta gasolina, si pudiera retroceder en el tiempo, ¿volvería a tomar la misma decisión?». Concentrándome en la primera impresión que apareciera, recibí una respuesta clara y rotunda. Habría pasado de largo. No me habría detenido. Supe entonces que, sin aquella ventaja del precio, las demás razones no me habrían llevado allí. No habían sido ellas las que habían provocado la decisión, sino al revés. Una vez que lo tuve claro, había otra decisión a la que debía enfrentarme. Como ya tenía la manguera en la mano, ¿no sería mejor usarla que sufrir la incomodidad de irme a otro sitio para pagar el mismo precio? Por suerte, el dueño de la gasolinera se acercó y me ayudó a decidirme. Me preguntó por qué no estaba poniéndome gasolina. Le respondí que no me gustaba lo de la discrepancia en el precio. «Oiga –me gruñó–, nadie va a decirme cómo tengo que dirigir mi negocio. Si cree que le estoy engañando, suelte ahora mismo esa manguera y lárguese de mi gasolinera». Seguro ya de que era un estafador, me sentí encantado de actuar de acuerdo con mi creencia y sus deseos. Dejé la manguera en el surtidor y me dirigí con mi coche a la salida más cercana. A veces, la coherencia puede tener recompensas maravillosas. Vulnerabilidades especiales ¿Existe un tipo en particular de personas cuya necesidad de actuar de manera coherente con lo que han manifestado o hecho previamente les haga especialmente susceptibles de utilizar las tácticas de compromiso que se han tratado en este capítulo? Sí. Para analizar los rasgos que caracterizan a estos individuos, vendría bien repasar un doloroso incidente en la vida de uno de los deportistas más famosos de nuestra era. Los hechos acaecidos, según se describieron en un artículo de Associated Press de aquel entonces, parecen desconcertantes. El 1 de marzo de 2005, el nieto de la leyenda del golf Jack Nicklaus, de diecisiete meses de edad, se ahogó en un jacuzzi. Una semana después, un todavía destrozado Nicklaus rechazó todo pensamiento de participar en ninguna actividad relacionada con el golf en el futuro, incluido el próximo torneo de Masters, diciendo: «Creo que, dado lo que ha sucedido en nuestra familia, voy a dedicar mi tiempo a cosas muy distintas. No tengo ningún plan en absoluto relacionado con el golf». Pero el día que dijo estas palabras, sí que hizo dos excepciones: dio una charla a un grupo de futuros miembros del club de golf de Florida y participó en un torneo benéfico celebrado por su antiguo rival Gary Player. ¿Qué había tenido tanta fuerza como para apartar a Nicklaus de su doliente familia y hacer que asistiera a dos eventos que claramente carecían de importancia en comparación con lo que estaba sufriendo? Su respuesta fue sencilla: «Uno adquiere compromisos y hay que cumplirlos». Aunque se tratara de eventos que carecían de importancia por sí mismos desde una perspectiva general, sus anteriores compromisos de participar en ellos sí que la tenían, al menos, para él. Pero ¿por qué esos compromisos del señor Nicklaus eran tan… importantes para él? ¿Había en él algún rasgo que le impelía hacia esa virulenta forma de coherencia? En realidad, dos: tenía sesenta y cinco años y era estadounidense. EDAD No debería sorprender que las personas con cierta tendencia especialmente fuerte a la coherencia entre sus actos y sus predisposiciones suelan ser víctimas de tácticas de influencia basadas en la coherencia. Mis compañeros y yo hemos desarrollado una escala para medir la preferencia de una persona por la coherencia en sus reacciones y hemos llegado a esa conclusión. Los individuos que muestran mayor preferencia por la coherencia eran los que con más probabilidad iban a acceder a una petición que les hiciera alguien que, o bien usaba la técnica del pie en la puerta o la del lanzamiento a la baja. En un estudio posterior realizado con sujetos entre los dieciocho y los ochenta años, vimos que la preferencia por la coherencia aumentaba con los años y que, por encima de los cincuenta, la gente mostraba la mayor inclinación de todos a ser coherentes con sus anteriores compromisos. Yo creo que este hallazgo ayuda a explicar la lealtad del Jack Nicklaus de sesenta y cinco años a sus promesas previas, aun estando en medio de una tragedia familiar que le habría proporcionado una excusa absolutamente comprensible para no presentarse. Para ser fiel a sí mismo, tenía que ser coherente con esas promesas. También creo que ese mismo hallazgo puede servir para explicar por qué los delincuentes que estafan a personas mayores se suelen servir de tácticas de compromiso y coherencia para cazar a sus presas. Usemos como prueba un destacado estudio realizado por una asociación estadounidense de jubilados a quienes preocupaba la creciente incidencia (y angustioso éxito) de estafas telefónicas entre sus más de cincuenta miembros. Junto a investigadores de doce estados, la organización participó en una operación antiestafas para sacar a la luz los engaños de estafadores que tenían como objetivo a personas ancianas. Uno de los resultados fue la gran cantidad de conversaciones transcritas entre los estafadores y sus víctimas potenciales. Un exhaustivo análisis de las grabaciones realizado por los investigadores Anthony Pratkanis y Doug Shadel reveló los generalizados intentos por parte de estafadores para conseguir –o, a veces, simplemente pedir– un pequeño compromiso inicial de uno de esos ancianos y, después, sustraerle su dinero haciendo responsables a sus propias víctimas. En los siguientes extractos de grabaciones podemos ver cómo el estafador se sirve del principio de la coherencia sobre sus víctimas cuya preferencia por la coherencia personal proporciona a este principio un peso importante. «Pero no solo hablamos de ello. ¡Usted hizo el pedido! Dijo que sí. Dijo que sí». «Bueno, usted se inscribió el mes pasado, ¿no lo recuerda?». «La semana pasada usted me hizo una promesa y se comprometió». «No puede hacer una compra e incumplirla cinco semanas después. No puede». INDIVIDUALISMO Hay otro factor aparte de la edad que puede explicar la gran necesidad de Jack Nicklaus de ser coherente con sus compromisos. Ya lo he dejado caer previamente: es estadounidense, nacido y criado en el corazón (Ohio) de una nación famosa por su devoción al «culto por el individuo». En las naciones individualistas como los Estados Unidos y las de Europa occidental, el individuo es el centro de todo, mientras que en las sociedades más colectivistas, el centro es el grupo. Por consiguiente, los individualistas deciden lo que se debería hacer en una situación atendiendo principalmente a sus propias experiencias, opiniones y decisiones más que a las de sus semejantes, y dicha forma de toma de decisiones los convierte en personas tremendamente vulnerables a las tácticas de influencia que usan como arma lo que una persona ha dicho o hecho con anterioridad. Para poner a prueba esta teoría, mis compañeros y yo utilizamos una versión de la técnica del pie en la puerta entre un grupo de estudiantes de mi universidad. La mitad eran nacidos en los Estados Unidos y la otra mitad extranjeros procedentes de países asiáticos y menos individualistas. En primer lugar, pedimos a todos ellos que participaran en una encuesta por Internet de veinte minutos de duración sobre «relaciones escolares y sociales». Luego, un mes después, les pedimos que rellenaran una encuesta sobre el mismo tema de cuarenta minutos de duración. Entre los que hicieron la primera encuesta de veinte minutos, los estudiantes estadounidenses más individualistas mostraban el doble de disposición que los asiáticos a hacer también la de los cuarenta minutos (un 21,6 por ciento frente a un 9,9). ¿Por qué? Pues porque habían aceptado personalmente acceder a una petición similar; y los individualistas deciden qué hacer después basándose en lo que ellos mismos han hecho antes. Así pues, los miembros de las sociedades individualistas –especialmente los de mayor edad– deben estar alerta ante las tácticas de influencia que empiezan pidiendo que den tan solo un pequeño paso. Esos pasos pequeños y cautelosos pueden convertirse después en grandes saltos a ciegas[83]. RESUMEN • Los psicólogos supieron reconocer hace tiempo que en la mayoría de las personas existe el deseo de ser y parecer coherentes con sus palabras, creencias, actitudes y acciones. Esta tendencia hacia la coherencia se alimenta de tres fuentes. En primer lugar, la coherencia personal es muy valorada por la sociedad. En segundo lugar, aparte de su efecto sobre la imagen pública, una conducta en general coherente nos proporciona un planteamiento beneficioso para la vida diaria. En tercer lugar, una orientación coherente nos aporta un valioso atajo a través de la complejidad de la existencia moderna. Al actuar en coherencia con anteriores decisiones reducimos la necesidad de procesar toda la información relacionada en situaciones futuras similares; en lugar de ello, lo único que necesitamos es recordar aquella decisión y actuar en consonancia. • En el ámbito de la persuasión, es fundamental asegurarse un compromiso inicial. Tras asumir un compromiso (es decir, realizar un acto o tomar una postura) las personas se muestran más dispuestas a acceder a peticiones que estén en consonancia con el compromiso anterior. Así, muchos profesionales de la persuasión tratan de inducir a la gente a tomar una postura inicial que sea coherente con un comportamiento que van a solicitar más adelante a esas mismas personas. No todos los compromisos son igual de eficaces a la hora de provocar una acción futura consecuente. Los compromisos son más efectivos cuando son activos y públicos, cuando exigen un esfuerzo y se considera que han sido provocados por una motivación interna (voluntarios), porque cada uno de estos elementos contribuye a cambiar la propia imagen. La razón por la que lo hacen es que cada elemento nos proporciona información sobre lo que de verdad debemos creer. • Las decisiones de asumir compromisos, aunque sean equivocadas, tienden a perpetuarse porque pueden «desarrollar sus propios pilares». Es decir, las personas añaden a menudo nuevas razones y justificaciones para apoyar lo sensato de los compromisos que ya han contraído. Por consiguiente, algunos compromisos siguen vigentes mucho tiempo después de que hayan cambiado las condiciones que los provocaron. Este fenómeno explica la efectividad de ciertas prácticas de persuasión engañosas, tales como el «lanzamiento a la baja». • Otra ventaja de las tácticas basadas en el compromiso es que un sencillo recordatorio de un compromiso anterior puede volver a generar su capacidad de guiar el comportamiento, incluso en situaciones novedosas. Además, esos recordatorios, aparte de servir para restaurar el vigor del compromiso, parecen intensificarlo fortaleciendo la propia imagen del individuo en relación con él. • Para identificar y oponer resistencia a la influencia excesiva de las presiones de la coherencia sobre nuestras decisiones de persuasión, deberíamos prestar atención a las señales que nos llegan de dos lugares de nuestro interior: el estómago y lo más profundo de nuestro ser. Las señales del estómago aparecen cuando nos damos cuenta de que las presiones del compromiso y la coherencia nos están empujando a acceder a peticiones que sabemos que no queremos realizar. En estas circunstancias, lo mejor es explicar al que hace la petición que prestar nuestra conformidad constituiría una forma de coherencia absurda en la que preferimos no entrar. Las señales de lo más profundo de nuestro ser son distintas. Tienen más utilidad cuando no tenemos muy claro si ha sido un error acceder al compromiso inicial. Ahí es cuando deberíamos hacernos la pregunta crucial: «Sabiendo lo que sé ahora, si pudiera retroceder en el tiempo, ¿volvería a adoptar el mismo compromiso?». Quizá aparezca una respuesta instructiva cuando percibamos el primer destello de sentimiento. Es más probable que las tácticas del compromiso y la coherencia funcionen especialmente bien sobre miembros de sociedades individualistas, sobre todo, en aquellos que tienen más de cincuenta años de edad y que, por tanto, deberían recelar particularmente de su uso. CAPÍTULO OCHO UNIDAD EL «NOSOTROS» ES EL YO COMPARTIDO Si no tenemos paz es porque hemos olvidado que nos pertenecemos unos a otros. Madre Teresa Muchos de nosotros hemos tenido un compañero de piso peculiar cuya vida personal nos ha hecho tambalear, desconcertarnos y ser conscientes de la variedad de habilidades humanas que puede existir. Pero probablemente ninguno pueda dar cuenta de las mismas de una forma tan indeleble como el que en su día fue compañero de piso del antropólogo Ronald Cohen. En una conversación nocturna, aquel hombre, que había sido guardia de un campo de concentración nazi, contó una anécdota tan extraordinaria que le resultaba imposible de olvidar, y a partir de ese momento, también a Cohen. De hecho aún le sigue asaltando aquella historia muchos años después. Cohen la utilizó como tema central de un artículo académico. En los campamentos de trabajo nazis, cuando un prisionero incumplía una norma, no era raro que todos terminaran colocándose en fila y que un guardia recorriera la cola contando hasta diez, deteniéndose ante el décimo para matarle de un tiro. Según contaba el compañero de piso, un guardia veterano al que habían encargado esa tarea la estaba realizando con la misma rutina de siempre cuando, inexplicablemente, hizo algo no tan común: al llegar al que aparentemente iba a ser el desgraciado prisionero número diez, levantó una ceja, se giró y ejecutó al undécimo. Más adelante contaré el motivo de aquel cambio del guardia que acabó con otra vida. Pero, para ello, es necesario tener en cuenta el tan arraigado principio de la influencia social que proporciona a esta razón toda su fuerza. Unidad De forma automática e incesante, todo el mundo divide a los demás en dos grupos, aquel en el que se aplica el pronombre nosotros y otro en el que no. Las implicaciones en la influencia son extraordinarias pues, en el seno de nuestras tribus, todo lo que esté relacionado con la influencia resulta más fácil de lograr. Aquellos que se encuentran dentro de los límites del «nosotros» obtienen más aceptación, confianza, ayuda, simpatía, colaboración, apoyo emocional y perdón, e incluso son considerados como individuos más creativos, con más principios y más humanidad. Este favoritismo hacia los que pertenecen al mismo grupo no solo parece haber tenido un dilatado impacto en la acción humana, sino que también es primitivo, pues aparece en otros primates y en niños humanos de muy corta edad. Grupo, activación[84]. Así pues, una influencia social lograda suele estar basada principalmente en las relaciones de «nosotros». Aun así, surge una pregunta fundamental: ¿cuál es la mejor manera de describir esas relaciones? Para dar respuesta a esto es necesario hacer una distinción sutil pero crucial: las relaciones basadas en el «nosotros» no son las que hacen que la gente diga «Ah, esa persona es como nosotros», sino las que les llevan a decir «Ah, esa persona es una de las nuestras». La norma de influencia de la unidad puede, por tanto, enunciarse así: «Las personas tienden a decir que sí a alguien que consideran uno de los suyos». La experiencia de la unidad no consiste solo en simples semejanzas (aunque pueden funcionar también gracias al principio de la simpatía), sino en identidades. En identidades compartidas. Consiste en categorías parecidas a las tribus que usan los individuos para definirse a sí mismos y a sus grupos, ya sean de raza, etnia, nacionalidad o familia, así como afiliaciones políticas y religiosas. Por ejemplo, yo puedo tener muchos más gustos y preferencias en común con un compañero de trabajo que con alguno de mis hermanos, pero no hay duda de cuál de los dos diría que es de los míos y cuál diría simplemente que es como yo. Una característica esencial de estas categorías es que sus miembros tienden a sentirse «en unidad» o fusionados unos con otros. Son categorías en las que la conducta de un miembro influye en la autoestima de los otros. En otras palabras, ese «nosotros» es el yo compartido. Por consiguiente, dentro de grupos con relación de «nosotros», suele pasar que sus integrantes no consigan hacer una correcta distinción entre sus propios rasgos y los de los otros miembros, lo cual lleva a una confusión entre el yo y el otro. La neurociencia ha proporcionado una explicación para esa confusión: pedir a alguien que se imagine al yo o a otro cercano implica la utilización del mismo sistema de circuitos cerebrales. Esta coincidencia puede provocar una «excitación cruzada» de los dos –por lo que poner el foco en uno activa de forma simultánea al otro y, por tanto, puede dar lugar a una difuminación de identidades–. Mucho antes de que apareciesen estas pruebas neurocientíficas, los expertos en ciencia social estaban midiendo esa sensación de fusión entre el yo y el otro pidiendo a la gente que indicara en qué medida pensaban que coincidían en identidad con otra persona en particular (véase, por ejemplo, la imagen 8.1). Una vez obtenida esa medida, los investigadores han estudiado qué factores son los que conducen a mayores sentimientos de identidad compartida y cómo funcionan esos factores[85]. La gama de circunstancias y escenarios en los que las relaciones basadas en el «nosotros» afectan a las reacciones humanas es impresionante y variada. Aun así, han surgido tres constantes. En primer lugar, los miembros de los grupos basados en el «nosotros» muestran preferencia –muchísima más– por los resultados y el bienestar de los miembros de su grupo antes que por los que no lo son. Por ejemplo, los miembros de grupos de trabajo rivales (compuestos cada uno por dos humanos y dos robots) no solo mostraban actitudes más positivas hacia los compañeros de su equipo sino que incluso mostraban actitudes más positivas hacia los robots de su equipo que hacia los robots –¡y humanos!– del equipo rival. En segundo lugar, existen muchísimas probabilidades de que los miembros del grupo de «nosotros» se sirvan de preferencias y acciones de otros miembros de su grupo para guiar las suyas, lo cual es una tendencia que garantiza la solidaridad en el grupo. Por último, estos deseos partidistas de favorecer y seguir a los demás miembros del grupo han resultado ser, en sentido evolutivo, formas de sacar provecho para nuestros grupos de «nosotros» y, en última instancia, para nosotros mismos. De hecho, tras revisar la obra científica relacionada con este tema y desarrollada a lo largo de varias décadas, un grupo de expertos llegó a la conclusión de que no solo el tribalismo es universal, sino que «el tribalismo forma parte de la naturaleza humana». Un análisis de nuestros ámbitos sociales más básicos demuestra la forma generalizada y poderosa con que funciona esta inclinación, a menudo, a la manera de una respuesta de clic, activación[86]. Imagen 8.1: Círculos superpuestos, yos superpuestos. Desde su publicación en 1992, vario Ámbito empresarial VENTAS Recordemos que en el capítulo tres hablamos del increíble éxito en ventas de Joe Girard, el hombre que aparece coronado en El libro Guinness de los récords como el «mayor vendedor de coches» por haber vendido más de cinco coches y camiones al día durante doce años seguidos, cosa que consiguió por su don de gentes (le gustaban de verdad sus clientes), demostrando su simpatía enviando a su público tarjetas con la frase «Me caes bien», asegurándose de que su clientela recibía un trato rápido y cortés cuando llevaban sus coches y ofreciéndoles siempre un precio justo. Más recientemente, varios artículos sobre cifras de ventas han indicado que Joe ha sido destronado por otro vendedor de coches de Dearborn, Míchigan, llamado Ali Reda y cuya facturación anual está muy por encima incluso de los mejores años de Joe. En algunas entrevistas, Reda ha confesado que ha seguido escrupulosamente las recomendaciones específicas de Joe Girard para lograr el éxito. Pero si Ali se ha limitado a imitar a Joe, ¿cómo ha conseguido superar a su maestro? Debe haber añadido a la receta un ingrediente secreto y diferenciador. Y así es, pero no se trata de ningún ingrediente secreto. Lo que ha añadido ha sido un buen puñado de «nosotros» étnico. Dearborn, una ciudad de unos cien mil habitantes, tiene la mayor población árabe-estadounidense o de descendientes de árabes. Reda, que es árabeestadounidense, se empeña en ser un miembro visible y activo de la muy unida comunidad árabe, concentrando incluso sus ventas en esta comunidad. Un gran porcentaje de sus clientes acuden a él porque saben que es uno de ellos y confían en él. En esa dimensión de «nosotros» como etnia, Joe Girard ha sido absolutamente superado por Ali. El apellido original de Joe era Girardi, lo cual es una señal de su pasado siciliano y de su no pertenencia al «nosotros» étnico a los ojos de la mayor parte de sus clientes. De hecho, afirmó que tuvo que cambiar su apellido porque, en aquel entonces, ciertos clientes no querían hacer negocios con un macarroni[87]. Imagen 8.2: Reda en su salsa. Ali Reda es un habitual de la comunidad árabe de Dearborn, TRANSACCIONES ECONÓMICAS Si la identidad étnica compartida puede servir para explicar cómo Ali Reda, siguiendo escrupulosamente los métodos de Joe Girard, ha podido superar el rendimiento de este, es posible que ese mismo factor pueda explicar también otro misterio empresarial. El que seguramente ha sido la mayor estafa en el ámbito de las inversiones es el esquema Ponzi orquestado por el infiltrado en Wall Street, Bernard Madoff. Aunque muchos analistas se han centrado en determinados aspectos extraordinarios de esta estafa, como pueden ser su magnitud (más de quince mil millones de dólares) y su duración (al haber pasado inadvertido durante décadas), a mí me ha impresionado otro elemento sorprendente: el nivel de sofisticación financiera de muchas de sus víctimas. La lista de los estafados por Madoff está plagada de nombres de implacables economistas, veteranos asesores financieros y empresarios de enorme éxito. Aunque los supuestos beneficios para sus clientes eran tan poco corrientes, esta desconfianza debería haber prevalecido. Lo de Madoff no ha sido un caso más de un zorro que ha sabido engañar a las gallinas; este zorro ha timado a otros zorros. Pero ¿cómo? Muy pocas veces ocurre que los grandes acontecimientos estén provocados por una sola cosa. Casi siempre se deben a una mezcla de distintos factores. El caso Madoff no es una excepción. La larga presencia de este hombre en Wall Street, lo intricado del mecanismo financiero basado en derivados que aseguraba estar utilizando y el supuesto círculo limitado de inversores a los que él «permitía» entrar en su fondo fueron todos parte de la causa. Pero hubo otro elemento activo que se unió a la mezcla: el de la identidad compartida. Madoff era judío, así como también lo eran la mayoría de sus víctimas, que a menudo fueron reclutados por los lugartenientes de Madoff, que también eran judíos. Además, esos nuevos fichajes conocían y eran semejantes en lo étnico a fichajes anteriores que también sirvieron de recursos similares de aprobación social en la creencia de que una inversión con Madoff debía ser una sabia decisión. Por supuesto, este tipo de fraudes no se limitan solamente a una etnia o un grupo religioso. Conocidos como fraudes de afinidad, estas estafas de inversión siempre han implicado a miembros de un grupo que cazan a otros miembros de ese mismo grupo –baptistas a otros baptistas, latinos a otros, armeniosamericanos a otros armenios-americanos–. Charles Ponzi, quien dio nombre al tristemente famoso esquema Ponzi que dirigió Madoff, fue un inmigrante italiano que tras llegar a los Estados Unidos desplumó a otros inmigrantes italianos que habían emigrado al país estafándoles varios millones de dólares entre 1919 y 1920. Clic, perdición. Las decisiones basadas en el «nosotros» impregnan otras transacciones económicas aparte de las de inversión. En el seno de firmas de asesoramiento financiero estadounidenses, es dos veces más probable que la falta de ética profesional de un asesor sea imitada por otro asesor si los dos comparten la misma etnia. En China, las declaraciones financieras falsas de los auditores para favorecer a una empresa son más frecuentes cuando el auditor y el director general de la empresa son del mismo lugar de origen. Un estudio de los registros de un importante banco indio reveló que los agentes encargados de los préstamos aprobaban más solicitudes de préstamo y en condiciones más ventajosas cuando los solicitantes eran de su misma religión. Es más, el favoritismo podía funcionar en ambos sentidos: un préstamo en el que había afinidad religiosa entre ambos terminaba con una amortización del préstamo mucho mayor. En otro ejemplo de favoritismo en un mismo grupo, tras un mal servicio en un restaurante de Hong Kong, los clientes se mostraban menos dispuestos a culpar al camarero que compartía su apellido. Si el alcance internacional de estos estudios no es suficiente para dar fe de la trascendencia intercultural de los efectos en un mismo grupo, veamos un último ejemplo. En Ghana, los taxistas y sus pasajeros suelen negociar el precio del trayecto antes de ponerse en marcha. Cuando las dos partes de la negociación son seguidores del mismo partido político, el taxista les concede una tarifa inferior por el viaje, pero con un giro interesante. Este descuento solo se da durante las semanas inmediatamente anteriores y posteriores a las elecciones, cuando se hace más visible la membresía de los votantes a un partido político. Este hallazgo sirve para ilustrar un aspecto importante de la reacción al grupo basado en el «nosotros». Se intensifica con señales o circunstancias que hacen aparecer las identidades de grupo. En este sentido, la fuerza de la unidad (o de cualquier otro de los principios de influencia) no funciona como un potente imán cualquiera, con una fuerte y constante atracción. Más bien, actúa como un electroimán, con una atracción que se modula por la intensidad de la corriente de ese momento. Veamos lo que ocurrió en Polonia, país predominantemente católico, cuando unos investigadores dejaron en distintos puntos de la ciudad unas cartas aparentemente perdidas que iban dirigidas bien a un destinatario con apellido polaco (posible católico) o bien con apellido árabe (posible musulmán). Los polacos que encontraron las cartas se mostraron más dispuestos a depositarlas en un buzón si el nombre del supuesto destinatario era Maciej Strzelczyk que si era Mohammed Abdullah. Sin embargo, esto era aún más evidente si se hacía en torno a la fiesta religiosa de la Navidad. Aunque los envíos de cartas dirigidas a Maciej aumentaban un 12 por ciento cuando era en una fecha próxima al día de Navidad, los envíos a Mohammed cayeron en un 30 por ciento. Claramente, la benevolencia era desigual y favorecía especialmente a un grupo religioso[88]. Ámbito político Existe un nuevo tipo de mentiras que queda a medio camino del espectro entre mentira piadosa o blanca, ficciones para no herir los sentimientos de otros («No, en serio, ese vestido/corte de pelo/piercing te queda bien») y mentira maliciosa o negra, falsedad destinada a perjudicar los intereses de otros («Y si apareces así en tu cita con mi ex, le va a encantar»). Las mentiras azules poseen elementos esenciales en las otras dos. Tienen la intención tanto de proteger como de perjudicar a otros, pero aquellos a los que protegen y aquellos a los que perjudican se diferencian por su inclusión en el grupo del «nosotros». Hay mentiras que pronuncia deliberadamente algún miembro de un grupo – normalmente contra alguien externo– con el fin de proteger la reputación de ese grupo. Dentro de estos grupos fusionados por factores de identidad, la unidad triunfa sobre la verdad. Dicho de otro modo y usando un lenguaje no tan políticamente correcto, el engaño que fortalece a un grupo basado en el «nosotros» es considerado por sus integrantes como moralmente superior al hecho de decir la verdad, pues con ella se perjudicaría al grupo. Los partidos políticos exhiben una forma enconada de este problema. Tal y como se concluyó en una investigación: «Este tipo de mentiras [por conseguir mayor apoyo político] parece desarrollarse mejor en atmósferas de odio, resentimiento y marcada polarización. La identificación con un partido es tan fuerte que la crítica al mismo es considerada como una amenaza a la propia persona, lo cual desencadena una multitud de mecanismos psicológicos de defensa». ¿No recuerda esto a algo? Además de aceptar mentiras que apoyan y protegen a nuestro partido, existen otros mecanismos de defensa que se disparan con esa ferviente identificación con el partido. Los individuos que poseen identidades «fusionadas» con su partido político mostraron una mayor disposición a ocultar pruebas de fraude fiscal cometido por un político del mismo partido. Al mostrarles pruebas de contribuciones equivalentes al bienestar de sus ciudades, los fervorosos miembros de algunos partidos estaban convencidos de que el suyo había hecho las mayores contribuciones. Cuando se les pedía que elaboraran una lista de pacientes que sufrían enfermedades del riñón teniendo en cuenta de mayor a menor quién merecía más el siguiente tratamiento disponible, la gente elegía antes a aquellos que eran de su mismo partido. No solo sentimos preferencia por los miembros de nuestro mismo partido político, sino que también les creemos más, incluso en circunstancias de desconcierto. En un estudio realizado en Internet, a los participantes se les mostraban unas formas físicas y se les pedía que las clasificaran según un conjunto de directrices. Cuantas más formas clasificaban de manera correcta, más dinero se les pagaba. Cuando tenían que decidir la mejor manera de clasificar una forma, los participantes podían elegir entre saber qué otro participante, cuyas preferencias políticas conocían por informaciones previas, había respondido. En gran parte, eligieron ver y utilizar la respuesta de un participante de ideas políticas semejantes a las suyas, aun cuando ese individuo había mostrado un rendimiento relativamente bajo en su tarea. Pensémoslo bien: estaban más dispuestos a juzgar la labor de un aliado político sin importar a) que esa labor no tenía nada que ver con la política, b) que el aliado mostraba un rendimiento inferior en esa labor y c) que, por consiguiente, era muy probable que perdieran dinero. En general, estos resultados se corresponden con incipientes estudios que indican que los seguidores de un partido político fundamentan muchas de sus decisiones basándose menos en la ideología que en la lealtad, que nace del sentimiento del «nosotros»[89]. Ámbito deportivo Conscientes del absoluto favoritismo natural hacia sus grupos por parte de sus partidarios, los organizadores de eventos deportivos han considerado durante varios siglos la necesidad de evaluadores independientes (árbitros, jueces y similares) para hacer que se respeten las normas y declarar a los ganadores de una forma imparcial. Pero ¿hasta qué punto podemos esperar que muestren esa imparcialidad? Al fin y al cabo, «si el tribalismo se encuentra en la naturaleza humana», ¿es lógico que creamos que van a ser imparciales? En vista de lo que ya sabemos sobre el favoritismo hacia el propio grupo, deberíamos ser escépticos. Además, existen pruebas científicas directas que apoyan este escepticismo. En partidos internacionales de fútbol, los jugadores que proceden del mismo país que el árbitro consiguen un 10 por ciento más de ventajas y este favoritismo surge igualmente tanto entre árbitros de élite como entre otros menos experimentados. En los partidos de las principales ligas de béisbol, un strike puede estar influido por la coincidencia racial entre el árbitro y el lanzador. En los partidos de la NBA, los árbitros pitan menos faltas contra jugadores de su misma raza; los prejuicios son tan claros que, según han concluido varios investigadores, «la probabilidad de que un equipo gane está muy marcada por la composición racial del equipo de árbitros que se han asignado al partido». Así pues, la preferencia por el grupo del «nosotros» carcome incluso los juicios de individuos nombrados y formados específicamente para que puedan desterrar dichas preferencias. Para entender los motivos de esto, debemos reconocer que ocurre lo mismo entre los árbitros de deportes como entre infames seguidores de equipos que se muestran parciales. Tal y como señaló el reconocido escritor Isaac Asimov al describir nuestras reacciones ante las competiciones que vemos: «Siendo todos iguales, apoyamos a nuestro propio sexo, nuestra propia cultura, nuestra localidad… y lo que queremos demostrar es que somos mejores que los otros. A quienquiera que apoyemos nos representa; y cuando gana, ganamos nosotros». Visto bajo este prisma, cobra sentido la intensa pasión de los fanáticos de los deportes. El juego no es una diversión ligera que se puede disfrutar por su forma y habilidades inherentes. Lo que está en juego es el yo. Por eso, las multitudes de una ciudad se muestran tan fanáticas y contundentemente agradecidas ante los responsables de las victorias de sus equipos. También es por eso por lo que esas mismas muchedumbres son a menudo tan violentas en su trato hacia jugadores, entrenadores y árbitros que han participado en un fracaso deportivo. Una buena ilustración de esto es la que aparece en una de mis anécdotas preferidas. Es sobre un soldado de la Segunda Guerra Mundial que regresó a su casa en los Balcanes después de la guerra y, sin más, dejó de hablar. Tras diversos exámenes médicos no encontraron ninguna causa física. No había heridas, daño cerebral ni disfunción vocal. Podía leer, escribir, entender las conversaciones, seguir órdenes. Pero no hablaba. Ni a sus médicos, ni a sus amigos ni a su suplicante familia. Exasperados, sus médicos le llevaron a otra ciudad y le ingresaron en un hospital de veteranos de guerra, donde permaneció durante treinta años sin romper su silencio autoimpuesto y sumergido en una vida de aislamiento social. Pero un día, ocurrió que en una radio de su pabellón empezaron a emitir un partido de fútbol entre el equipo de su ciudad y su rival de siempre. Cuando en un momento crucial del partido el árbitro pitó una falta contra el equipo del veterano mudo, este saltó de su silla, lanzó una mirada de odio a la radio y pronunció sus primeras palabras en más de tres décadas: «¡Tonto del culo! ¿Estás tratando de regalarles el partido?» y dicho lo cual, volvió a sentarse y a guardar silencio y nunca más volvió a hablar. De esta historia se desprenden dos lecciones importantes. La primera es con respecto al verdadero poder de este fenómeno. El deseo del veterano de que el equipo de su ciudad ganara era tan fuerte que por sí solo consiguió una clara alteración en su arraigada forma de vida. La segunda lección constituye una gran revelación sobre el tipo de unión entre los deportes y sus seguidores, lo cual es fundamental en su esencia: es una cuestión personal. Por muy pequeña que fuera la porción de identidad que aquel desolado hombre aún poseía se activó con un partido de fútbol. Por muy debilitado que estuviera su ego tras treinta años de letargo silencioso en un hospital, apareció en el resultado de aquel partido. ¿Por qué? Porque personalmente quedaría menoscabado por la derrota de su ciudad y, también personalmente, se realzaría con su victoria. ¿Cómo? A través de la simple conexión del lugar de nacimiento que le tenía enganchado, envuelto y atado a ese triunfo o esa derrota. Puedo contar otro ejemplo relacionado con el deporte y con la parcialidad irracional dentro de un grupo. Una anécdota personal. Me crie en el estado de Wisconsin, donde el equipo de la Liga Nacional de Fútbol Americano siempre ha sido el de los Green Bay Packers. No hace mucho, mientras leía un artículo en la presa que contaba cuáles eran los equipos preferidos de distintos personajes famosos, vi que, al igual que yo, Justin Timberlake y Lil Wayne son muy forofos del Packer. Enseguida, sentí que me gustaba más la música de los dos. Es más, sentí deseos de que en el futuro tuvieran mayores éxitos. El veterano de guerra mudo y yo somos distintos en muchos aspectos (por mencionar uno, a mí nunca ha tenido que suplicarme nadie que hable), pero en el ámbito del favoritismo irreflexivo hacia mi grupo, somos idénticos. No sirve de nada negarlo. Clic, activación[90]. Ámbito de las relaciones personales RELACIONES DE PAREJA En todas las relaciones de pareja hay desacuerdos, fuentes de conflicto que, si no se solucionan, alimentan la discordia y la insatisfacción a la vez que perjudican la salud psicológica y física de ambas partes. ¿Hay algún tipo de influencia especialmente efectiva que pueda usar uno de ellos para convencer al otro de que cambie y así reducir los puntos de discordia? Lo hay. Es más, se trata de una técnica fácil de poner en marcha. En un estudio, varias parejas que llevaban juntas una media de veinte meses aceptaron hablar de un problema que estaban sufriendo en ese momento en su relación para tratar de encontrar una solución. Los autores de la investigación observaron un par de aspectos importantes en las conversaciones resultantes. En primer lugar, de forma invariable, uno de los miembros de la pareja asumía el rol de persuasor y trataba de hacer que el otro cambiara de postura. En segundo lugar, la técnica empleada por parte del persuasor para influir en el otro adoptaba una de las siguientes tres formas, con resultados muy diferentes. La primera, la técnica coactiva, se basaba en comentarios degradantes y amenazas del tipo: «Más vale que cambies o te vas a arrepentir»; no solo no se lograba nada con este tipo de ataques, sino que resultaba contraproducente, pues el receptor se alejaba aún más de la postura del persuasor. Otra, la técnica lógica/realista, reivindicaba la superioridad racional de la postura del persuasor, con comentarios del tipo: «Si lo piensas, verás que tengo razón»; en este caso, el receptor se limitaba a rechazar esas afirmaciones y no cambiaba de postura. Por último, la tercera técnica, la de mención de la pareja, conseguía el premio gordo simplemente dejando patente la identidad fusionada de ambos, como pareja. Al hacer referencia a los sentimientos compartidos y al tiempo que habían vivido juntos o simplemente usando los pronombres «nosotros», «nuestro» –en afirmaciones como «¿Sabes? Llevamos juntos mucho tiempo y nos cuidamos el uno al otro; me encantaría que hicieses esto por mí»– estos persuasores consiguieron el cambio que deseaban. Surge aquí una pregunta que merece atención: ¿por qué la petición termina con la aparente solicitud egoísta de «que hicieses esto por mí» en lugar de con una petición colectiva de «que hicieses esto por nosotros»? Creo que la respuesta es reveladora. Para entonces, tras dejar clara la esencia de unión de la pareja, esa distinción se hizo innecesaria. Además de la demostrada efectividad de esta técnica que saca a la luz la unidad, hay otras dos cualidades que son dignas de mención. En primer lugar, su esencia funcional es una forma de evidencia non sequitur o inconexa. Decir «¿Sabes? Llevamos juntos mucho tiempo y nos cuidamos el uno al otro» no establece de ningún modo la validez lógica ni empírica de la postura del que lo pronuncia. Por el contrario, proporciona una razón completamente distinta para realizar el cambio: la lealtad a la pareja. La segunda cualidad digna de destacar del camino hacia el cambio haciendo mención a la pareja es que no proporciona nada nuevo. En general, las dos partes saben bien que son una pareja. Pero esa información cargada de connotaciones puede fácilmente venir de la misma conciencia cuando otras consideraciones compitan por el mismo espacio. Como bien indica su nombre, la técnica de la mención de la pareja simplemente hace surgir la conciencia de esa conexión. Esta base del cambio se corresponde muy bien con la forma en que últimamente me enfrento a buena parte de las investigaciones sobre la influencia social. Lo que con mayor probabilidad guía las decisiones de comportamiento de una persona no es el aspecto potente e ilustrativo de la situación entera, sino el que destaca más en la conciencia en el momento de la decisión[91]. AMISTADES ÍNTIMAS Además de las relaciones de pareja, las relaciones basadas en el «nosotros» pueden surgir a partir de otras formas de fuerte conexión personal. La amistad es una de ellas. No sorprende, por tanto, que sea más probable que la actividad del ejercicio físico de los individuos coincida con la de sus amigos y no con la de otros conocidos suyos, como sus compañeros de trabajo. BUZÓN ELECTRÓNICO 8.1 Hoy en día es frecuente que muchos grupos de amigos se creen a través de Internet, generando un subconjunto de actividad de comercio electrónico conocido como f-commerce (comercio electrónico en Facebook). Según el proveedor de software y redes sociales Awareness, que asesora a grandes marcas, los beneficios del f-commerce pueden ser enormes. Veamos lo que Awareness publicó en relación con la actividad en f-commerce de un par de comercios tradicionalmente físicos: Macy’s y Levi’s. La aplicación Fashion Director de Macy’s permite a los usuarios crear un atuendo y, a continuación, recopilar opiniones y votos de amigos sobre si comprarlo o no. Mediante la opción de Fashion Director, Macy’s ha conseguido doblar sus «fans» de Facebook hasta 1,8 millones y aumentar sus ventas en un 30 por ciento durante el tiempo de su lanzamiento. Friends Store de Levi’s crea tiendas personalizadas compuestas por artículos que gustan a los amigos. Esta opción atrajo a más de treinta mil seguidores en su lanzamiento y permitió que Levi’s aumentara su presencia social hasta conseguir más de nueve millones de seguidores. Friends Store tiene un índice de ventas un 15 por ciento más alto y un valor promedio de pedidos de un 50 por ciento superior. Nota del autor: Estoy especialmente sorprendido con el dato de la Friends Store de Levi’s, pues su influencia no procede de amigos que dicen si les gustan las prendas que han elegido los miembros de la Store, sino del conocimiento respecto a las preferencias ya existentes de los amigos, lo cual provoca un incremento en las ventas de esas prendas. Cuanto más íntima es la amistad (y el consiguiente sentimiento de unidad), más fuerte es la influencia que nuestros amigos ejercen sobre nosotros. En un gran experimento sobre preferencias políticas realizado con más de sesenta y un millones de personas, un mensaje de Facebook que les instaba a votar resultaba eficaz si incluía fotografías de amigos de Facebook que ya habían votado y, aún más, si una de las fotografías era de un amigo íntimo. Por último, más que entre amigos íntimos, existe un tipo de sentimiento de unidad aún mayor entre los mejores amigos. Etiquetas y afirmaciones especiales –tales como «Somos las mejores amigas» o «Amigos para siempre»– verbalizan la fuerza del vínculo. En un estudio sobre hábitos de bebida entre estudiantes universitarios, la ingesta de alcohol semanal de un universitario, la frecuencia y los problemas relacionados con el alcohol coincidían en la mayoría de los casos con los de su mejor amigo[92]. MASCOTAS Todos bostezamos, a menudo, debido a un estado de soñolencia o aburrimiento. En el contexto de este libro, hay una causa más interesante psicológicamente y que está relacionada con el proceso de influencia: el bostezo contagioso, que ocurre simplemente porque otra persona ha bostezado antes. De acuerdo con lo que sabemos sobre el efecto de los sentimientos de unidad en las reacciones humanas, la frecuencia del bostezo contagioso está directamente relacionada con el grado de vínculo personal entre la persona que bosteza primero y la que lo hace después. El bostezo contagioso suele ocurrir sobre todo entre parientes, seguidos por los amigos, después, los conocidos y, por último, los desconocidos. Algo parecido sucede con otras especies (chimpancés, babuinos, bonobos y lobos), cuando el bostezo de un animal provoca bostezos, especialmente, entre sus hermanos y contactos. Sabemos que los bostezos contagiosos se dan entre miembros de la misma especie y, principalmente, en el seno de las unidades de esas especies basadas en el sentimiento de «nosotros». ¿Existe algún indicativo de que este tipo de influencia funcione entre especies distintas? Un estudio realizado en Japón nos confirma que sí y las pruebas nos dejan boquiabiertos. Las especies que se han estudiado son, por un lado, humanos y, por otro, perros (que, a menudo, han recibido el revelador calificativo de «los mejores amigos del hombre»). De hecho, el vínculo de «nosotros» se utiliza con frecuencia trascendiendo la amistad más allá de la propia especie. Por ejemplo, es común oír cómo muchas personas incluyen a sus perros entre los miembros de su familia, con afirmaciones como «Soy padre de tres niños y de un terrier escocés». Imagen 8.3: Contagiando bostezos. Las mascotas y sus dueños muestran evidencias de bos El procedimiento del estudio fue similar para los veinticinco perros objeto de la investigación. Durante veinticinco minutos, cada perro veía cómo el investigador o su dueño bostezaba varias veces. Las reacciones de los perros fueron grabadas en vídeo para posteriormente ser analizadas y ver el número de bostezos contagiosos. Los resultados fueron evidentes: sí que había bostezos contagiosos entre especies distintas, pero solo entre los perros y sus dueños. Una vez más, vemos cómo la influencia es más eficaz en el seno de unidades basadas en el «nosotros» y, además, que los límites de esas unidades pueden ampliarse de forma notable, incluso, como en este caso, hasta en miembros de otras especies[93] [94]. Es evidente que los expertos en ciencias del comportamiento han estado muy ocupados estudiando las dimensiones y la profundidad del impacto del principio de unidad en las reacciones humanas. En el camino, han descubierto dos categorías principales de factores que provocan una sensación de unidad: los que implican formas de estar juntos y formas de actuar juntos. La Unidad I: estar juntos Parentesco Desde un punto de vista genético, pertenecer a la misma familia –al mismo linaje– es la forma definitiva de unidad entre el yo y el otro. De hecho, suele asumirse en el ámbito de la biología evolutiva que los individuos no se esfuerzan tanto por garantizar su propia supervivencia como la de las réplicas de sus genes. Esto quiere decir que el «propio» del interés propio puede estar fuera de nuestro cuerpo y existir dentro de la piel de otros con los que compartimos una gran cantidad de nuestro material genético. Por este motivo, nos mostramos especialmente dispuestos a ayudar a nuestros parientes genéticamente cercanos, sobre todo, en decisiones relativas a la supervivencia, como puede ser la donación de un riñón en los Estados Unidos, el rescate de una persona que está en el interior de un edificio en llamas en Japón o la participación en una pelea con machetes en las junglas de Venezuela. Varios estudios de imágenes cerebrales han identificado una causa: las personas experimentamos una estimulación inusualmente alta en los centros de la autorrecompensa de nuestros cerebros tras ayudar a un miembro de nuestra familia. Es casi como si, al hacerlo, nos estuviéramos ayudando a nosotros mismos… ¡Y esto sucede incluso en los adolescentes! RESEÑAS DE LOS LECTORES 8.1 De una enfermera que vivía en Sídney, Australia, durante la pandemia de la COVID-19 Hace poco entré en una tienda a comprar algunos productos de primera necesidad y me apliqué un poco de gel de manos que me ofreció el guardia de seguridad. Vi que una persona que trabajaba en la sección de productos farmacéuticos no quiso usar el gel al entrar. Esto no ocurre solamente en este contexto. He visto muchos más casos de personas que se han mostrado de forma poco responsable en el interior de las tiendas, por ejemplo, con la recomendación de la distancia física. Más tarde, llamé por teléfono a la encargada de la tienda y me dijo que no tenía autoridad para realizar ningún cambio pero que se aseguraría de comentar el problema con los «jefes», lo cual no provocó ningún cambio destacable. Después, me puse en contacto con el diputado de mi ciudad. Dejé un mensaje en el teléfono en el que le decía lo siguiente: «Imagínese, señor diputado, que su abuela o su esposa caen enfermas cuando se podría haber evitado con unas buenas medidas de control de la infección. Por favor, evangelice a otros para que también se lo imaginen». Dos días después, recibí una llamada y un correo electrónico del diputado. Se había puesto en contacto con el Ministerio de Sanidad, con el ministro y con los directores generales de dos cadenas de tiendas a nivel nacional a los que planteó mi mismo escenario. Más tarde, estaba consultando las noticias en Internet y vi que las dos cadenas de tiendas estaban imponiendo, de repente, nuevos dispensadores de gel antiséptico y nuevas restricciones de distanciamiento. Los artículos de la prensa animaban a la gente a ponerse en contacto con el diputado que había impulsado el cambio. Creo que pude ser yo quien provocara aquel cambio. Aunque el diputado se llevó el mérito, no me importó. Nota del autor: Aunque resulta difícil saber qué factores condujeron a los cambios que esta enfermera presenció, sospecho que uno de ellos fue la conmovedora referencia a los miembros de la familia que le hizo al diputado y el hecho de que le recomendara que la usara en sus intentos para lograr influir en los demás. (La lectora que me envió esta carta me pidió permanecer en el anonimato. Su nombre tampoco aparece en la lista de personas que han colaborado en las Reseñas de los lectores que aparece en el prólogo de este libro). Desde una perspectiva de la evolución, deberíamos fomentar cualquier tipo de ventaja a un pariente, incluso si es de relativa poca importancia. Consideremos como prueba la técnica de influencia más efectiva que he empleado nunca en mi carrera profesional. En una ocasión quise comparar las actitudes de unos estudiantes universitarios con las de sus padres en distintos asuntos, lo cual significaba tener que lograr que ambos grupos rellenaran el mismo cuestionario, que era extenso. Conseguir que un grupo de estudiantes universitarios realizara esa tarea no fue complicado; encargué el cuestionario como parte de un ejercicio en una numerosa clase de Psicología en la que yo enseñaba y la incluí dentro del temario del día. El mayor problema fue buscar el modo de convencer a los padres, pues no tenía dinero que ofrecerles y sabía que los índices de participación de adultos en ese tipo de encuestas son pésimos –a menudo, por debajo del 20 por ciento–. Un compañero me sugirió que usara la carta del parentesco ofreciendo un punto adicional en el siguiente examen (de los varios que realizaría en esa clase) a cada alumno cuyo padre respondiera al cuestionario. El efecto fue asombroso. Los 163 alumnos de la clase enviaron el cuestionario a sus padres y 159 (un 97 por ciento) de ellos me envió el formulario completado en menos de una semana. Por un punto, en un examen, en un curso, en un semestre, por uno de sus hijos. Como investigador de la influencia, jamás he visto nada igual. Sin embargo, por mi experiencia posterior, ahora creo que sí hay algo que podría haber hecho para conseguir resultados aún mejores: podría haber pedido a mis alumnos que enviaran un cuestionario también a sus abuelos. Me imagino que de los 163 que envié, habría recibido 162 en menos de una semana. Probablemente, el cuestionario que falta se debería a la hospitalización de ese abuelo por el infarto sufrido mientras iba corriendo a la oficina de correos. Clic, activación… de la carrera al buzón. Imagen 8.4: La familia es lo primero. La preeminencia de los lazos familiares no solo apar Vi la verificación de este tipo de favoritismo por parte de los abuelos cuando leí el relato del columnista humorístico Joel Stein al tratar de convencer a su abuela para que votara a un candidato a presidente en particular, cosa que, al principio, ella no se mostraba muy dispuesta a hacer. En medio de sus insistencias a «Mama Ann», le quedó claro que sus argumentos no estaban resultando convincentes o no se estaba haciendo entender. Aun así, la abuela dijo que votaría al candidato que le proponía el nieto. Cuando el perplejo Stein le preguntó por qué, ella le explicó que era porque su nieto se lo había pedido. Pero ¿existe algún modo de que individuos sin una conexión genética especial con nosotros puedan servirse del poder del parentesco para ganarse nuestro favor? Una posibilidad es la de emplear lenguaje e imágenes que hagan aparecer en nuestra conciencia la idea del parentesco. Por ejemplo, los colectivos que generan la sensación de un «nosotros» entre sus miembros se caracterizan por el uso de imágenes y etiquetas familiares –tales como «hermanos», «sororidad», «progenitores», «madre patria», «ancestros», «legado», «herencia» y cosas así– lo que conduce a una mayor disposición a sacrificar los intereses propios por el bien del grupo. Como los humanos somos criaturas que usamos símbolos, un equipo internacional de investigadores descubrió que estas «familias ficticias» generan niveles de sacrificio normalmente asociados con clanes muy unidos. En un par de estudios, el hecho de recordar a los españoles el carácter casi familiar de sus lazos nacionales llevó a que aquellas personas que se sentían «fusionadas» con sus conciudadanos se mostraran de inmediato mucho más dispuestas a luchar y morir por España[95]. Ahora, hagámonos una pregunta similar sobre alguien que no pertenezca a nuestros colectivos. ¿Podría un único comunicador sin relación genética emplear la fuerza del parentesco para obtener una conformidad? Cuando hablo en mis conferencias sobre empresas de servicios financieros, suelo preguntar: «¿Quién diríais que es el inversor financiero con más éxito de nuestro tiempo?». La respuesta, pronunciada al unísono siempre es: «Warren Buffett». En exquisita colaboración con su socio Charlie Munger, Buffett ha llevado a Berkshire Hathaway –un holding empresarial que invierte en otras empresas– a asombrosos niveles de valoración por parte de sus accionistas desde que se pusieron al frente de la compañía en 1965. Hace unos años, me regalaron acciones de Berkshire Hathaway. Fue un regalo que ha generado otros más y no solamente en el plano económico. Me ha proporcionado un lugar estratégico desde el que observar los planteamientos de Buffett y Munger en inversiones estratégicas, campo del que sé muy poco, y en el ámbito de la comunicación estratégica, que conozco bastante bien. Ciñéndome a lo que conozco, puedo decir que me ha impresionado la cantidad de talento que he visto. Resulta irónico que los éxitos financieros de Berkshire Hathaway han sido tan extraordinarios que ha surgido un problema de comunicación: cómo conseguir que los actuales y los posibles accionistas confíen en que la empresa va a mantener ese mismo éxito en el futuro. Sin esa confianza, podría muy bien suceder que los accionistas vendieran sus acciones mientras los compradores potenciales podrían invertir en otras empresas. No nos confundamos. Según un excelente modelo de negocio y varias ventajas de escala únicas, Berkshire Hathaway tiene que aportar argumentos muy convincentes para seguir siendo valiosa en el futuro. Pero tener argumentos convincentes no es lo mismo que actuar convincentemente, cosa que Buffet hace siempre en los informes anuales de la compañía con una mezcla de honestidad, humildad y humor. Pero en febrero de 2015, parecía necesario algo que ejerciera más influencia de lo habitual. Había llegado el momento de resumir en una carta especial a los accionistas con motivo del cincuenta aniversario los resultados de la compañía a lo largo de los años y presentar el argumento para que Berkshire Hathaway siguiera teniendo el mismo vigor en los años próximos. En aquel cincuenta aniversario había implícita una preocupación que había estado fraguándose durante un tiempo pero que iba tomando cuerpo en los comentarios por Internet: medio siglo de la empresa, Buffet y Munger ya no eran ningunos chavales y si alguno de los dos no estaba presente para dirigir la compañía, sus perspectivas de futuro y el precio de sus acciones podrían caer. Recuerdo haber leído aquellos comentarios y quedarme preocupado. ¿Aguantaría el valor de mis acciones, que se había más que cuadruplicado bajo la gestión de Buffett y Munger, si alguno de los dos se marchaba debido a su edad? ¿Había llegado el momento de vender y recibir mis extraordinarios beneficios antes de que se pudieran evaporar? En su carta, Buffett trató este asunto de frente –específicamente en la sección titulada «Los próximos 50 años en Berkshire», en la que exponía las consecuencias positivas y de gran alcance del probado modelo de negocio de Berkshire Hathaway, su bastión de activos financieros casi inauditos y la ya absoluta identificación de la «persona adecuada» dentro de la firma para ocupar el cargo de director ejecutivo cuando fuese pertinente. Más revelador fue para mí, en calidad de experto en ciencias de la persuasión, el modo en que Buffett empezaba aquel apartado tan importante. De una forma muy característica, volvió a dejar claro que era una persona digna de confianza al afrontar abiertamente una posible debilidad: «Echemos un vistazo ahora al camino que nos espera. Tengamos en mente que si hace cincuenta años hubiese tratado de calibrar lo que iba a pasar, algunas de mis predicciones habrían sido muy equivocadas». A continuación, hizo algo que nunca le he visto ni oído hacer en ningún foro público. Añadió: «Con esa advertencia, os digo lo que le diría hoy a mi familia si me preguntaran por el futuro de Berkshire». Lo que seguía era una cuidadosa redacción del previsible estado de salud económica de Berkshire Hathaway –el probado modelo de negocio, el bastión de activos financieros, el próximo director ejecutivo escrupulosamente elegido–. Por muy convincentes que fueran estos aspectos de su argumento, Buffett había hecho algo que me hizo juzgarle como una persona aún más convincente. Había asegurado que me iba a asesorar sobre ellos del mismo modo que lo haría con un miembro de su familia. Debido a todo lo que yo ya conocía sobre ese hombre, creí esa afirmación. Como consecuencia, nunca más he vuelto a plantearme seriamente vender mis acciones de Berkshire Hathaway. Hay un momento memorable en la película Jerry Maguire en el que el personaje que da título a la película, y que está interpretado por Tom Cruise, irrumpe en una habitación, saluda a los presentes (incluida su mujer, de la que está separado, Dorothy, interpretada por Renée Zellweger) y se zambulle en un largo soliloquio en el que enumera las razones por las que ella debería continuar siendo su pareja. En mitad de aquella lista, Dorothy levanta los ojos e interrumpe de pronto aquel monólogo con su ya famosa frase: «Ya me tenías con el hola». En su carta, Buffett ya me tenía con lo de familia. Resulta ilustrativo que en medio de la favorable reacción a su carta del cincuenta aniversario (con títulos como «Warren Buffett acaba de escribir su mejor carta anual» y «Hay que ser un tonto para no invertir en Berkshire Hathaway») nadie destacó el marco familiar en el que tan hábilmente había encajado Buffett sus argumentos. No puedo decir que me sorprendiera esta falta de reconocimiento. En el mundo de las inversiones tan firmemente basadas en datos concretos, por defecto nos centramos en el mérito del mensaje. Y, por supuesto, es cierto que el mérito (de los argumentos) puede ser el mensaje. Pero, al mismo tiempo, hay otras dimensiones de la comunicación efectiva que pueden convertirse en el mensaje esencial. Gracias al gurú de las comunicaciones Marshall McLuhan supimos que el medio (el método por el que se entrega el mensaje) puede ser el mensaje; gracias al principio de la aprobación social que la multitud puede ser el mensaje; gracias al principio de la autoridad que el mensajero puede ser el mensaje; y ahora, gracias a la idea de unidad, hemos aprendido que la fusión (de identidades) puede ser el mensaje. Merece la pena, por tanto, pensar qué otros aspectos de una situación determinada, aparte del parentesco directo, se prestan a la percibida fusión de identidades. Llama la atención ver cuántos de estos aspectos son, no obstante, atribuibles a señales de parentesco intensificado. Evidentemente, nadie puede mirar en el interior de otro para determinar el porcentaje de genes que comparte con él. Por eso, para actuar de una forma cautelosa en el sentido evolutivo, tendemos a confiar en ciertos aspectos que son perceptibles y, a la vez, están relacionados con la superposición genética, siendo los más evidentes las semejanzas físicas. La atracción de otros que son similares a nosotros nos lleva a agruparnos en a) unidades de amistad, b) hermandades universitarias y c) incluso equipos de béisbol con personas que se parecen a nosotros. En el seno de las familias, los individuos suelen mostrarse más serviciales con los familiares a los que se parecen. Fuera de la unidad familiar, la gente usa la semejanza facial para juzgar (con bastante precisión) su grado de parentesco genético con los desconocidos. Sin embargo, pueden verse embaucados a mostrar un favoritismo inapropiado en este aspecto. Unos individuos que estén observando una fotografía de una persona cuyo rostro ha sido modificado digitalmente para parecerse más a ellos llegan a confiar mucho más en esa persona. Si esa cara ahora más parecida es la de un candidato político, se muestran más dispuestos a votar por esa persona[96]. Además de las comparaciones físicas, las personas nos servimos también de las semejanzas en la actitud para valorar el parecido genético y, por consiguiente, para formar grupos y decidir a quién ayudar. Pero resulta ilustrativo ver que no todas las actitudes son equivalentes en este aspecto; las actitudes básicas desde un punto de vista religioso y político hacia asuntos como la conducta sexual y la ideología liberal o conservadora, parecen funcionar con más fuerza a la hora de determinar las identidades de un grupo. Se puede considerar que esto es así por otro motivo basado en el parentesco: son los tipos de actitudes que con más seguridad se pasarán por herencia y que, por tanto, reflejarán el «nosotros» genético. Este tipo de actitudes heredadas son también tremendamente resistentes a los cambios, quizá porque estamos menos dispuestos a variar posturas que pensamos que nos definen[97]. Lugar Existe normalmente otra señal más de alto nivel de similitud genética. Tiene menos que ver con la semejanza física que con la proximidad física. Se trata de la percepción de ser del mismo lugar que el otro, y su impacto sobre el comportamiento humano puede ser impresionante. No se me ocurre mejor forma de documentar este impacto que con la resolución de algunas incógnitas de conducta humana que aparecieron durante una de las épocas más horrorosas de nuestra historia: los años del Holocausto. Empecemos por la forma más pequeña desde el punto de vista físico del lugar de procedencia y veamos, después, otras formas más amplias. HOGAR Tanto los humanos como los animales reaccionamos ante los que conviven con nosotros en nuestros hogares como si fuesen parientes. Aunque este indicio de parentesco puede, en ocasiones, resultar engañoso, normalmente no lo es, puesto que tradicionalmente los que están en el hogar son miembros de la misma familia. Además, cuanto más tiempo dure la cohabitación en el hogar, mayor será su efecto sobre la sensación de familia y, a la vez, su disposición a sacrificarse por el otro. Pero existe un factor parecido que provoca estas mismas consecuencias sin que exista un largo periodo de convivencia. Cuando las personas ven que sus padres se preocupan por las necesidades de otro que esté en el hogar, experimentan también una sensación parecida a la de la familia y se muestran más dispuestas a ayudar a ese otro. Un resultado interesante de este proceso es que los niños que ven que sus padres abren sus casas a diferentes personas, será muy probable que, cuando lleguen a adultos, ayuden a otros. Para ellos, la sensación del «nosotros» trascendería a sus familiares tanto inmediatos como no y se aplicaría también a la familia humana. ¿Cómo ayuda este planteamiento a resolver un misterio tan importante como el del Holocausto? La historia ha registrado los nombres de las personas más famosas de aquel periodo que más consiguieron ayudar a otros: Raoul Wallenberg, el valiente ciudadano sueco cuyos incesantes esfuerzos por rescatar a otros le costaron finalmente la vida, y el industrial alemán Oskar Schindler, cuya «lista» salvó a 1100 judíos. Pero el acto de ayuda concentrado que quizá haya resultado más efectivo durante la época del Holocausto ha pasado relativamente desapercibido en los años posteriores. Comenzó casi al amanecer de un día del verano de 1940, cuando doscientos judíos polacos se agolparon a las puertas del consulado japonés en Lituania para suplicar ayuda en un intento por escapar del arrasador avance nazi por el Este de Europa. El hecho de que decidieran buscar la ayuda de los funcionarios japoneses refleja una incógnita en sí mismo. En aquella época, los Gobiernos de la Alemania nazi y del Japón imperial compartían estrechos vínculos e intereses. Entonces, ¿por qué estos judíos, objetivo del odio del Tercer Reich, se lanzaron a pedir clemencia a uno de los socios internacionales de Hitler? ¿Qué ayuda podían esperar de Japón? Antes de su fuerte unión estratégica con la Alemania de Hitler a finales de la década de 1930, Japón había estado facilitando que judíos desplazados accedieran a sus territorios como forma de conseguir parte de los recursos financieros y favores políticos que la comunidad judía internacional pudiera proporcionarle a cambio. Como el apoyo a este plan siguió teniendo fuerza entre algunos círculos japoneses, el Gobierno jamás llegó a revocar del todo sus políticas de concesión de visados a judíos europeos. El paradójico resultado fue que en los años anteriores a la guerra, mientras la mayoría de los países del mundo (incluidos los Estados Unidos) se apartaban de las desesperadas «víctimas» de la Solución Final de Hitler, fue Japón –aliado de este– quien les proporcionó refugio, permitiéndoles permanecer en los asentamientos judíos controlados por japoneses tanto de Shanghái, China, como de la ciudad de Kobe, Japón. En julio de 1940, cuando doscientos judíos se apelotonaron ante la puerta del consulado japonés en Lituania, sabían que el hombre que estaba tras aquella puerta les ofrecía la mejor y quizá la última oportunidad de ponerse a salvo. Se llamaba Chiune Sugihara y, por lo que parece, era un improbable candidato a poder ocuparse de ponerlos a salvo. Diplomático de categoría intermedia, fue nombrado cónsul general de Japón en Lituania tras varios años de compromiso y obediente servicio en distintos puestos. Sus credenciales facilitaron su ascenso en el cuerpo diplomático: era hijo de un alto cargo del Gobierno y de una familia samurái. Tenía objetivos profesionales ambiciosos y había adquirido un gran dominio del idioma ruso con la esperanza de que algún día sería el embajador japonés en Moscú. Al igual que su equivalente más conocido, Oskar Schindler, Sugihara era gran amante de los juegos, la música y las fiestas. A primera vista, había pocos indicios de que este acomodado y hedonista diplomático de toda la vida fuese a poner en peligro su carrera, su reputación y su futuro intentando salvar a aquellos extranjeros que le despertaron de su profundo sueño a las 5:15 de la mañana. Pero eso es lo que hizo, a sabiendas de las posibles consecuencias tanto para él como para su familia. Tras hablar con varios miembros de aquella muchedumbre que esperaba al otro lado de su verja, Sugihara supo ver sus apuros y envió un telegrama a Tokio para pedir que le autorizaran visados de viaje para todos ellos. Aunque algunos aspectos de las indulgentes políticas del visado y permiso de residencia japonés seguían vigentes para los judíos, a los superiores de Sugihara en el Ministerio de Asuntos Exteriores les preocupaba que la continuación de dichas políticas perjudicara las relaciones diplomáticas de Japón con Hitler. Por tanto, su petición fue rechazada, al igual que también una segunda y una tercera más urgentes. Fue en ese momento de su vida –a los cuarenta años, sin indicio alguno de deslealtad o desobediencia previas– cuando este diplomático de conducta licenciosa en lo personal y ambiciosa en lo profesional hizo lo que nadie habría esperado. Empezó a redactar los necesarios documentos de viaje como desafío directo a sus órdenes claramente dictadas y confirmadas dos veces más. Aquella decisión hizo saltar por los aires su carrera. En menos de un mes, fue trasladado de su puesto como cónsul general a un cargo muy inferior lejos de Lituania, donde ya no podría prestar servicios de forma autónoma. Al final, le expulsaron del Ministerio de Asuntos Exteriores por insubordinación. Deshonrado tras la guerra, se ganó la vida vendiendo bombillas. Pero durante las semanas anteriores a la clausura del consulado en Lituania, permaneció fiel a la decisión que había tomado y se dedicó a entrevistar a solicitantes desde primera hora de la mañana a última de la noche y a emitir los documentos necesarios para que pudieran huir. Incluso después de que el consulado hubiese cerrado y él cambiara su residencia a un hotel, continuó redactando visados. Aun después de que una tarea de tanta presión le dejara delgado y exhausto y de que aquella misma presión provocara que su mujer se viera incapaz de cuidar a su bebé, siguió escribiendo sin descanso. Incluso en el andén del tren que le alejaría de aquellas personas y también dentro del mismo tren, redactó documentos que salvaban vidas y los lanzaba a unas manos que se aferraban a ellos, consiguiendo así salvar a miles de inocentes. Y, al fin, cuando el tren empezó a avanzar, hizo una profunda reverencia con la cabeza y se disculpó ante aquellos a los que había dejado abandonados, suplicándoles que le perdonaran por no poder ayudarles. Imagen 8.5: Sugihara y su familia: dentro y fuera. Tras redactar miles de visados para judío La decisión de Sugihara de ayudar a miles de judíos a escapar a Shanghái quizá no se pueda atribuir a un solo factor. Por lo general, son muchas fuerzas las que actúan e interactúan en este tipo de benevolencia extraordinaria. Pero en el caso de Sugihara, destaca un factor relacionado con el hogar. Su padre, un funcionario de Hacienda que había estado destinado un tiempo en Corea, se llevó allí a su familia y abrió una pensión. Sugihara recordaba lo muchísimo que le había marcado la disposición de sus padres de dar cobijo a una amplia mezcla de huéspedes, atendiendo a sus necesidades básicas de alimento y techo en la casa de su familia e incluso proporcionándoles baños y lavándoles la ropa, a pesar del hecho de que algunos eran demasiado pobres como para poder pagar. Desde esta perspectiva, podemos ver una razón –la fuerte sensación de familia fluyendo desde los cuidados de sus padres hacia diversos individuos dentro de su casa– para los últimos esfuerzos de Sugihara con el fin de ayudar a miles de judíos europeos. Tal y como declaró en una entrevista cuarenta y cinco años después de aquellos sucesos, la nacionalidad y religión de los judíos no significaban nada. Lo único importante era que se trataba de miembros, como él, de la familia humana. Su experiencia sirve como consejo para padres que quieran que sus hijos desarrollen un marcado carácter caritativo: haced que en el hogar tengan contacto con personas de muy distintos ambientes y tratad a esas personas como si fuesen miembros de vuestra familia, no como huéspedes. La madre Teresa, una leyenda humanitaria, solía contar una historia parecida sobre su infancia, con similares implicaciones de los actos de sus padres. Se crio en Serbia –en una familia rica que pasó a ser pobre cuando su padre murió– y vio cómo su madre, Drabna, daba de comer, vestía, limpiaba y daba cobijo a cualquiera que lo necesitara. Al volver del colegio, tanto ella como sus hermanos se encontraban con frecuencia a desconocidos en su mesa, comiendo las reservas limitadas de la familia. Cuando ella preguntaba qué hacían allí, su madre respondía: «Son nuestra gente». Tengamos en cuenta que «nuestra gente» equivale conceptualmente a «nosotros»[98]. LOCALIDAD Dado que los seres humanos hemos evolucionado a partir de reducidas pero estables agrupaciones de individuos relacionados genéticamente, también hemos desarrollado una tendencia a favorecer y seguir a las personas que, fuera del hogar, viven próximas a nosotros. Existe incluso un «ismo» –localismo– que representa esta tendencia. Su enorme influencia puede verse tanto desde el ámbito del barrio como en el de la comunidad. Una mirada a un par de incidentes ocurridos en el Holocausto nos ofrece una fascinante confirmación. El primero nos permite resolver el enigma del comienzo de este capítulo, el del guardia de un campo de prisioneros nazi que cuando estaba ejecutando a cada prisionero que ocupaba el décimo puesto de una cola, apartó la vista de uno de ellos sin motivo alguno y disparó al número once. Es posible imaginar distintas razones posibles para este acto. Quizá anteriormente había visto que el prisionero al que perdonaba había dado muestras de esfuerzo o había visto en él un alto nivel de fuerza, inteligencia o salud que podría resultarle productivo en el futuro. Pero cuando otro de los guardias le pidió que se explicara, quedó claro que su decisión no tenía nada que ver con ninguna de estas prácticas consideraciones. Por el contrario, se trataba de una espantosa forma de localismo: había reconocido a aquel hombre por ser de su misma ciudad. Al contar este incidente en un artículo académico, el antropólogo Ronald Cohen describió un aspecto incongruente de esta historia: «Mientras estaba realizando un asesinato en masa de forma escrupulosa, el guardia mostró piedad y compasión por un miembro en particular del grupo de víctimas». Aunque Cohen no insistió en el tema, es importante identificar el factor con la entidad suficiente como para convertir a un frío homicida que estaba cometiendo un asesinato en masa en un actor que muestra «piedad y compasión». Fue la relación del lugar mutuo. Pensemos también cómo ese mismo factor unificador, durante el mismo periodo histórico, terminó con un resultado radicalmente opuesto. Muchos informes históricos de salvadores de judíos del Holocausto revelan un fenómeno poco estudiado pero digno de destacar. En la gran mayoría de los casos, los salvadores que decidían acoger, alimentar y esconder a estas víctimas de la persecución nazi no fueron en busca de esas víctimas para ofrecerles ayuda de manera espontánea. Lo que resulta aún más extraordinario es que, en general, no fueron las mismas víctimas las que les pidieron esa ayuda. Por el contrario, el solicitante fue, casi siempre, un pariente o vecino que les pidió aquella ayuda en nombre de otra persona o familia angustiada. En realidad, por tanto, estos salvadores no accedían tanto a las peticiones de esos desconocidos como a sus parientes y vecinos. Por supuesto, no es que los rescatadores no actuaran principalmente movidos por la compasión por aquellas víctimas. El francés André Trocmé, tras acoger en su casa a un primer refugiado solitario que apareció en su puerta, convenció a otros vecinos de su pequeña ciudad de Le Chambon para que dieran de comer, acogieran, escondieran y ayudaran a escapar a miles de judíos durante la ocupación nazi. El componente ilustrativo de la extraordinaria historia de Trocmé no es cómo se las arregló para cuidar de aquel primer refugiado, sino cómo consiguió hacerlo con los otros muchos que llegaron después. Empezó pidiendo la ayuda de personas a las que les habría resultado difícil decirle que no, parientes y vecinos, y después, los presionó para que hicieran lo mismo entre sus propios parientes y vecinos. Este aprovechamiento estratégico de las unidades existentes hizo de él algo más que un héroe compasivo. Le convirtió, además, en un héroe con un enorme éxito. Otros comunicadores de gran éxito han aprovechado las «unidades existentes» dentro de una localidad. Durante la campaña presidencial de 2008 en los Estados Unidos, cuando, basándose en estudios que mostraban que determinados tipos de contacto personal directo con los votantes podrían cambiar de forma significativa los resultados de las elecciones, los estrategas de Obama dedicaron una cantidad inaudita de dinero a la creación de más de setecientas oficinas locales concentradas principalmente en los estados más disputados. La principal responsabilidad de los encargados y voluntarios de estas oficinas no era convencer a los ciudadanos de la zona sobre la idoneidad de Obama para el cargo. Más bien, tenían que asegurarse de que esos residentes que probablemente se mostraban a favor de su candidatura se inscribieran para votar y acudieran el día de las elecciones. Para lograr ese objetivo, a los voluntarios de esas oficinas locales se les encargaba que hiciesen campaña puerta por puerta dentro de sus comunidades, lo cual se sabía que provocaría un mayor contacto entre los vecinos y, por tanto, una mayor influencia. Un análisis posterior de los efectos de esta estrategia de las oficinas locales reveló que había funcionado, pues Obama ganó en tres de los estados en disputa (Florida, Indiana y Carolina del Norte) y, según el autor del análisis, hizo que el resultado nacional pasara de ser una cuestión de suerte a una victoria electoral aplastante[99]. REGIÓN Incluso la pertenencia a la misma región geográfica puede provocar la sensación de un «nosotros» y sus sorprendentes efectos. Por todo el planeta, los campeonatos de equipos de deportes estimulan los sentimientos de orgullo personal entre los habitantes de las zonas cercanas a esos equipos, como si ellos mismos fuesen los que han ganado. Solo en los Estados Unidos, hay investigaciones que refuerzan esta idea general en muchas y variadas formas: unos ciudadanos aceptaban en mayor medida participar en una encuesta si provenía de una universidad de su estado; los compradores de productos de Amazon mostraban más disposición a seguir la recomendación de una reseña si su autor vivía en el mismo estado; la gente suele sobreestimar enormemente el papel de sus estados en la historia de los Estados Unidos; los lectores de un artículo de prensa sobre un incidente con una víctima mortal en Afganistán se mostraban más opuestos a la guerra si se enteraban de que el soldado caído era de su propio estado; y durante la guerra de Secesión, si un soldado de infantería procedía de la misma región que otro, era menos probable que desertaran, pues se mantenían leales a camaradas de sus unidades «más unificadas». Desde aficionados deportivos hasta combatientes, podemos ver el importante impacto de las identidades regionales en sus reacciones del tipo «nosotros». Pero es otro suceso del Holocausto igual de desconcertante el que sirve como ejemplo más instructivo. Aunque los visados de Chiune Sugihara salvaron a miles de judíos, cuando llegaron a territorios bajo el dominio de Japón, pasaron a formar parte de un contingente aún mayor de refugiados judíos concentrados en la ciudad nipona de Kobe y en Shanghái, ciudad controlada por los japoneses. Tras el ataque de 1941 sobre Pearl Harbor, se puso fin a cualquier entrada o salida de refugiados de estas ciudades y la seguridad de su comunidad judía se volvió precaria. Al fin y al cabo, Japón era ya un cómplice de pleno derecho de Adolf Hitler y tenía que proteger su alianza con este despiadado antisemita. Es más, en enero de 1942, el plan de Hitler de aniquilar al pueblo judío a escala internacional quedó formalizado en la Conferencia de Wannsee en Berlín. Con la Solución Final instaurada como política del Eje, las autoridades nazis empezaron a presionar a Tokio para que extendiera esa «solución» a los judíos de Japón. Tras la conferencia, enviaron a Tokio propuestas de campos de exterminio, experimentos médicos y ahogamientos masivos en el mar. Pero a pesar del posible impacto perjudicial en sus relaciones con Hitler, el Gobierno japonés resistió dichas presiones a primeros de 1942 y mantuvo esa resistencia hasta el final de la guerra. ¿Por qué? La respuesta puede tener que ver con una serie de sucesos que se produjeron varios meses antes. Los nazis habían enviado a Tokio al coronel de la Gestapo Josef Meisinger, conocido como «el carnicero de Varsovia» por ordenar la ejecución de dieciséis mil polacos. A su llegada en abril de 1941, Meisinger empezó a ejercer presión por instalar una política de brutalidad hacia los judíos que se encontraban bajo el dominio japonés –una política que declaró que estaría encantado de ayudar a elaborar y promulgar–. Inseguros al principio de cómo responder y con el deseo de escuchar todas las versiones, varios miembros de mayor rango del gobierno militar de Japón hicieron un llamamiento a la comunidad de refugiados judíos para que enviaran a dos de sus líderes a una reunión que tendría una importante influencia en el futuro. Los representantes elegidos eran respetados líderes religiosos, pero ese respeto lo habían ganado de formas distintas. Uno de ellos, el rabino Moses Shatzkes, era un conocido académico y uno de los eruditos talmúdicos más importantes de Europa antes de la guerra. El otro, el rabino Shimon Kalisch, era mucho mayor y se le conocía por su extraordinaria capacidad para comprender los mecanismos básicos del comportamiento humano –una especie de experto en psicología social–. Después de que entraran en la sala de la reunión, tanto ellos como sus traductores se colocaron ante un tribunal de poderosos miembros del Alto Mando japonés que serían quienes decidieran la supervivencia de su comunidad y que no tardaron en formular un par de preguntas fatídicas: ¿por qué nuestros aliados los nazis les tienen tanto odio? ¿Y por qué deberíamos tomar partido por ustedes y ponernos en contra de ellos? El rabino Shatzkes, el erudito, consciente de la enrevesada complejidad de los problemas históricos, religiosos y económicos que aquello implicaba, no pudo ofrecer ninguna respuesta. Pero los conocimientos del rabino Kalisch sobre la naturaleza humana le habían dado armas para poder hacer la declaración persuasiva más impresionante que he visto en más de treinta años de estudio de este proceso: «Porque somos asiáticos, como ustedes», dijo con voz calmada. Aunque breve, aquella afirmación fue acertada. Cambió la identidad reinante en el grupo de aquellos oficiales japoneses haciéndola pasar de una identidad basada en una alianza temporal para la guerra a otra basada en la región que compartían. Y lo hicieron con la implicación de la afirmación racial de los propios nazis de que la «raza superior» de los arios era genéticamente distinta y, por naturaleza, estaba por encima de los pueblos de Asia. Con una única y perspicaz observación, fueron los judíos los que quedaron alineados con los japoneses y no los nazis (por su autoproclamación). La respuesta del rabino más anciano tuvo un potente efecto sobre los oficiales japoneses. Tras un silencio, consultaron entre ellos y anunciaron un receso. Cuando regresaron, el oficial militar de mayor rango se puso de pie y pronunció la confirmación que los rabinos habían estado esperando de que llevarían a casa a su comunidad: «Vuelvan con su gente. Díganles… que garantizaremos su seguridad y su paz. No tienen nada que temer mientras estén en territorio japonés». Y así fue[100]. No cabe duda de que los poderes unificadores de la familia y el lugar pueden ser aprovechados por un comunicador diestro, como lo atestiguan la eficacia de Warren Buffett y el rabino Kalisch a este respecto. Imagen 8.6: Rabinos en Japón. A lo largo de la Segunda Guerra Mundial, los japoneses no Al mismo tiempo, existe otro tipo de efecto unificador para aquellos que persiguen una mayor influencia. No tiene que ver con estar juntos en la misma genealogía o geografía, sino con actuar juntos, ya sea de manera sincronizada o colaborativa. La Unidad II: actuar juntos Mi colega, la profesora Wilhelmina Wosinska, recuerda con sentimientos encontrados su infancia en las décadas de 1950 y 1960 en la Polonia controlada por los soviéticos. Por el lado negativo, aparte de la continua escasez de las necesidades básicas, sufría también deprimentes limitaciones en todo tipo de libertades personales, incluidas las de expresión, intimidad, información, disentimiento y movimiento. Pero tanto a ella como a sus compañeros de colegio les enseñaron a vivirlas de una forma positiva, lo cual era necesario para establecer un orden social justo y equitativo. Estos sentimientos positivos se exhibían y alentaban normalmente en celebraciones en las que los participantes cantaban y desfilaban juntos a la vez que movían banderines en el aire. Los efectos de aquello, dice, eran impresionantes: estímulo físico, mejora del ánimo y validación psicológica. Nunca se había sentido más impelida por la idea del «Todos para uno y uno para todos» que en medio de aquellas participaciones tan escrupulosamente coreografiadas y poderosamente coordinadas. Siempre que he oído a la profesora Wosinska hablar de estas actividades lo ha hecho en sobrias presentaciones académicas sobre psicología grupal. A pesar del contexto académico, la descripción de su participación siempre ha aportado volumen a su voz, rubor a su rostro y luz a sus ojos. Hay algo indeleblemente visceral en esas experiencias que las marca como primigenias y esenciales en la condición humana. De hecho, los registros arqueológicos y antropológicos son claros en esta materia: todas las sociedades humanas han desarrollado formas de reaccionar juntas, al unísono o de forma coordinada, con canciones, desfiles, rituales, coros, oraciones y bailes. Es más, lleva siendo así desde épocas prehistóricas; la danza colectiva, por ejemplo, aparece con extraordinaria frecuencia en los dibujos, esculturas y pinturas rupestres del Neolítico y el Calcolítico. Los registros de la ciencia del comportamiento son igual de claros en cuanto al motivo. Cuando las personas actúan de forma unitaria, se unifican. La sensación resultante de solidaridad grupal sirve muy bien a los intereses de las sociedades, generando unos grados de lealtad y sacrificio que, por lo general, se asocian con unidades familiares mucho más pequeñas. Así pues, las sociedades humanas, incluso las antiguas, han descubierto «tecnologías» de vínculo grupal que implican respuestas coordinadas. Los efectos son parecidos a los del parentesco – sensación de pertenencia al «nosotros», fusión, confusión del yo y el otro, y disposición a sacrificarse por el grupo–. No sorprende, pues, que en las sociedades tribales, los guerreros bailen a menudo juntos, al mismo ritmo, antes de la batalla. Imagen 8.7: ¿Danza en fila del Neolítico? Según el arqueólogo Yosef Garfinkel, las represe La sensación de estar fusionado con otros puede parecer rara, pero no lo es. Puede surgir fácilmente y de múltiples formas. En un conjunto de estudios, los participantes que leían una historia con una pareja, al unísono y en voz alta (o en coordinación mediante turnos de lectura de frases de la historia) llegaban a sentir una mayor pertenencia al «nosotros» y mayor solidaridad con su pareja que los participantes que leían la historia de manera independiente a esa pareja. Otra investigación mostraba los efectos positivos de actuar juntos. En grupos de veintitrés a veinticuatro miembros cada vez, algunos grupos pronunciaban juntos unas palabras en el mismo orden que los miembros de su grupo, mientras que en otros pronunciaban las mismas palabras pero no en el mismo orden que el resto de su grupo. Los grupos que hablaban al unísono no solamente sentían más esa pertenencia al «nosotros» con respecto a los demás miembros de su grupo, sino que, después, mientras jugaban a algún videojuego en grupo, sus compañeros conseguían mejores puntuaciones al coordinar más sus esfuerzos con otro. Una última demostración de este fenómeno procede de un estudio de actividad cerebral. Cuando los participantes estaban muy implicados en proyectos conjuntos, sus patrones de ondas cerebrales empezaron a coincidir unos con otros, subiendo y bajando a la vez. Así, cuando las personas actúan juntas y de forma sincronizada, están en la misma onda, literalmente. Si actuar juntos –de forma motora, vocal o cognitiva– puede servir como sustituto de estar juntos en una unidad de parentesco, deberíamos ver similares consecuencias a partir de estas formas de unión. Y así es. Dos de estas consecuencias son especialmente importantes para los individuos que tratan de ser más influyentes: simpatía reforzada y mayor apoyo por parte de los demás[101]. Simpatía Cuando las personas actúan al unísono, no solamente se ven más parecidas sino que también se juzgan entre sí posteriormente de una forma más positiva. Su mayor parecido se convierte en mayor simpatía. Esas acciones pueden implicar golpeteos con los dedos en un laboratorio, sonreír en una conversación o mover el cuerpo en una interacción entre profesor y alumno –todas ellas, si son sincronizadas, pueden hacer que las personas se evalúen unas a otras de una forma más favorable–. Pero un grupo de investigadores canadienses quiso saber si podría aplicarse a algo más significativo a nivel social que el movimiento coordinado: ¿podía emplearse esa capacidad de convertir el parecido en simpatía para reducir los prejuicios raciales? Los investigadores vieron que aunque normalmente tratamos de «estar a tono» (armonizar) con los miembros de nuestro propio grupo, por lo general no lo intentamos con los que no pertenecen a él. Especularon con la idea de que las consiguientes diferencias en los sentimientos de unidad podrían ser, al menos en parte, responsables de una tendencia automática en los humanos a favorecer al grupo propio. Si es así, organizar a los demás para que armonicen sus actos con los miembros de grupos ajenos podría reducir los prejuicios. Para poner en práctica esta idea, realizaron un experimento en el que varios sujetos blancos veían siete vídeos de individuos negros dando un sorbo a un vaso de agua y, después, colocándolo sobre una mesa. Algunos de los sujetos simplemente observaban los vídeos y sus actos. A otros se les pedía que imitaran las acciones dando sorbos a un vaso de agua que tenían delante de ellos en total coordinación con los movimientos que veían en los vídeos. Después, en un procedimiento diseñado para medir sus ocultas preferencias raciales, los sujetos que simplemente habían observado a los actores negros mostraban el tradicional favoritismo de los blancos por los blancos antes que por los negros. Pero los que habían sincronizado sus actos con los de los actores negros, no mostraban ese favoritismo. Antes de conceder demasiada importancia a los resultados del experimento, debemos saber que el cambio positivo se midió apenas unos minutos después del procedimiento de unificación. Los investigadores no observaron evidencias de que esos cambios persistieran más allá del momento o el lugar del estudio. Aun así, incluso con dicha advertencia en mente, existe espacio para el optimismo, pues un enfoque menos sesgado en las preferencias por individuos que pertenecen o no a nuestro grupo podría bastar para marcar una diferencia dentro de los límites de un contexto específico como puede ser una entrevista de trabajo, una visita de venta a domicilio o una primera reunión[102]. Apoyo Vale, existen muchas pruebas de que el hecho de actuar junto a otros, incluso con desconocidos, provoca sentimientos de unidad y de mayor simpatía. Pero ¿esas formas de unidad y simpatía son las mismas que surgen de una reacción coordinada lo suficientemente fuerte como para alterar de forma significativa el patrón oro de la influencia social: la conducta derivada? Dos estudios ayudan a responder a esta pregunta. Uno de ellos analizaba la ayuda prestada a un único individuo previamente incorporado a la unidad grupal, mientras que el otro analizaba la colaboración con un grupo de miembros de un equipo previamente unificado; en ambos casos, el comportamiento requerido implicaba un sacrificio. En el primer estudio, los participantes escuchaban por unos auriculares varias señales de audio grabadas mientras golpeteaban una mesa al ritmo de lo que oían. Unos escuchaban los mismos tonos que su pareja y, por tanto, empezaban ellos mismos a golpetear a la vez que esa persona; otros escuchaban otras señales de audio distintas a las de su pareja y, por tanto, los dos no actuaban en sincronía. Más tarde, se dijo a todos los participantes que tenían libertad para dejar el estudio pero que sus parejas debían quedarse para responder a una larga serie de problemas de matemáticas y lógica. Sin embargo, podían decidir quedarse a ayudarles si se encargaban de algunas de esas tareas. Los resultados no dejaron lugar a dudas sobre la capacidad de la actividad coordinada para aumentar una respuesta de sacrificio y apoyo. Mientras solo el 18 por ciento de los participantes que no habían golpeteado los dedos en sincronía con sus parejas decidió quedarse a ayudar, un 49 por ciento de los que sí lo hicieron renunciaron a su tiempo libre para prestar ayuda a sus parejas. Otros investigadores realizaron el segundo estudio y emplearon una tradicional táctica militar para infundir una sensación de cohesión grupal. Tras distribuir a los participantes en equipos, los investigadores pidieron a algunos de los equipos que caminaran juntos, al mismo paso, durante un rato; pidieron a otros que caminaran juntos durante el mismo tiempo, pero como lo harían normalmente. Más tarde, todos los miembros de los equipos participaron en un juego de economía en el que podrían aprovechar al máximo la oportunidad de aumentar sus propias ganancias o, por el contrario, renunciar a esa oportunidad para asegurar que a los compañeros de su equipo les fuera bien económicamente. Los miembros de los equipos que habían desfilado juntos se mostraron un 50 por ciento más colaboradores con respecto a sus compañeros que los que se habían limitado a caminar con sus equipos con normalidad. Un estudio posterior sirvió para explicar el porqué. La sincronía inicial generó una sensación de unidad que llevó a una mayor disposición a sacrificar las ganancias personales por el bien del grupo. No sorprende, pues, que desfilar al unísono siga siendo aún una práctica en la formación militar, aunque su valor como técnica de combate desapareció hace mucho tiempo. Su valor como intensificador de la unidad explica que siga existiendo[103]. Por tanto, los grupos pueden fomentar la unidad, la simpatía y la posterior conducta solidaria en distintas circunstancias si primero se dispone una reacción sincronizada. Pero las tácticas que hemos visto hasta ahora –la lectura de historias de forma simultánea, el golpeteo de la mesa y los sorbos de agua– no parece que se puedan implementar fácilmente o, al menos, no a gran escala. En este sentido, la de desfilar al unísono podía resultar mejor, pero solo ligeramente. ¿No existe algún mecanismo que se pueda aplicar de forma generalizada y que las entidades sociales puedan utilizar para provocar dicha coordinación a fin de influir en los miembros para lograr objetivos grupales? Sí. La música. Y, por suerte para los comunicadores individuales, se puede emplear para llevar a los demás hacia los objetivos de un único agente de influencia. La música en la lucha por la influencia: algo suena por ahí Existe una buena explicación por la que la presencia de la música se ha extendido tanto desde los comienzos documentados de la historia de la humanidad y a lo ancho de las sociedades humanas. Debido a un conjunto único de regularidades detectables (ritmo, métrica, intensidad, compás y tiempo), la música posee un excepcional poder de coordinación. Los que la escuchan pueden fácilmente alinearse entre sí a través de las dimensiones motora, vocal y emocional –un contexto que conduce a marcadores ya conocidos de unidad tales como la fusión del yo y el otro, la cohesión social y la conducta solidaria–. En este último aspecto, tengamos en cuenta los resultados de un estudio de niños de cuatro años de edad realizado en Alemania. Como parte de un juego, algunos de los niños caminaban alrededor de un círculo con un compañero mientras cantaban y se movían al compás de la música. Otros niños hacían casi lo mismo pero sin el acompañamiento de la música. Cuando, después, los niños tenían oportunidad de mostrar benevolencia, los que habían cantado y caminado juntos al compás de la música se mostraban tres veces más dispuestos a ayudar a sus compañeros que los que no habían tenido una experiencia musical conjunta. Los autores del estudio extrajeron un par de conclusiones muy ilustrativas en cuanto a la ayuda. En primer lugar, vieron que implicaba un sacrificio al pedirle al niño que renunciara a un rato de juego para ayudar a un compañero. El hecho de que la música y el movimiento experimentados de forma conjunta aumentara posteriormente la predisposición al sacrificio de una forma tan impresionante debe ser toda una revelación para cualquier padre que haya intentado cambiar las típicas decisiones egoístas de un niño de cuatro años a la hora de jugar («Leia, es hora de dejar a Dawson que juegue con ese juguete… ¿Leia?… ¡Leia!… ¡Leia, trae eso aquí ahora mismo!»). La segunda conclusión destacable de los autores me parece, como poco, tan importante como la primera: el sacrificio de los niños no surgió de ninguna reflexión racional de las razones por las que prestar la ayuda o negarla. La ayuda no tenía ninguna base racional. Fue espontánea, intuitiva, y se basaba en una sensación emocional de conexión que acompaña de forma inherente a la experiencia musical compartida. Las implicaciones de esta conclusión para gestionar el proceso de influencia social son importantes[104]. Ingeniería de sistemas Los psicólogos llevan mucho tiempo reivindicando la existencia de dos modos de valorar y conocer. La reivindicación más reciente en este sentido y que más atención ha atraído es el tratamiento de Daniel Kahneman de la distinción entre el pensamiento del Sistema 1 y Sistema 2. El primero es rápido, asociativo, intuitivo y, a menudo, emocional, mientras que el segundo es más lento, reflexivo, analítico y racional. Para apoyar la distinción entre los dos están las pruebas que demuestran que la activación de uno inhibe el otro. Al igual que resulta complicado pensar en algo que está ocurriendo a la misma vez que se está experimentando a nivel emocional, la experimentación completa de ese suceso resulta difícil mientras se analiza desde una perspectiva lógica. Hay aquí una implicación con respecto a la influencia: los persuasores deberían hacer corresponder un acercamiento basado en una orientación del Sistema 1 o el 2 dependiendo de la orientación correspondiente por parte del receptor. Así pues, si estamos pensando en comprar un coche, principalmente desde la perspectiva de sus características más relevantes a nivel emocional (diseño atractivo y potente aceleración), un vendedor haría bien en acercarse a nosotros con argumentos relativos a las sensaciones. Hay investigaciones que indican que decir «Siento que este está hecho para usted» tendría más éxito. Pero si estamos pensando en comprarlo principalmente basándonos en argumentos racionales (ahorro de combustible y valor en el mercado), en ese caso, decir «Pienso que este está hecho para usted» serviría mejor para cerrar el trato[105]. La influencia de la música es de la variedad del Sistema 1 más que del Sistema 2. Tomemos como ejemplo la cita del músico Elvis Costello relativa a la dificultad de saber describir bien la música a través del proceso cognitivo de la escritura: «Escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura», declaró. Como respaldo adicional de la falta de correspondencia entre cognición y emoción, esta vez en una relación romántica, veamos los versos de la canción de Bill Withers Ain’t no sunshine sobre un hombre angustiado por una mujer que ha vuelto a marcharse de su casa: «Y lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé, lo sé / Eh, debería dejarla en paz / Pero cuando ella se va no brilla el sol» [en inglés, ‘And I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know, I know / Hey, I oughta leave young thing alone / But ain’t no sunshine when she’s gone (N. del T.)]. Withers deja claro lo que piensa en la forma más pura de poesía que jamás he oído en una canción: en la agonía del amor romántico, lo que se puede reconocer de forma cognitiva (¡veintiséis veces!) no cambia lo que uno siente en lo emocional. En nuestras respuestas sensoriales y viscerales a la música, cantamos, nos balanceamos y contoneamos alineándonos rítmicamente con ella y, si estamos varios, también entre nosotros. Rara vez pensamos de forma analítica mientras la música ocupa un lugar prominente en la conciencia. Bajo la influencia de la música, la ruta deliberativa y racional hacia el conocimiento resulta complicada y, por consiguiente, inaccesible. Hay dos comentarios que son muestra de un resultado lamentable. El primero, una cita de Voltaire, es desdeñoso: «Todo lo que es demasiado estúpido como para ser dicho, se canta». La segunda, un proverbio del mundo de la publicidad, es táctico: «Si no puedes convencer al público con tus argumentos, cántaselo». Así, los comunicadores cuyas ideas tengan poca potencia racional no tendrán que rendirse; pueden hacer una maniobra de flanqueo. Armándose con música y canciones pueden llevar su campaña hasta un campo de batalla en el que la racionalidad posee poca fuerza y se imponen las sensaciones de armonía, sincronía y unidad. Ser consciente de esto me ha ayudado a resolver un viejo enigma personal que me sacaba especialmente de quicio cuando era un joven sin ningún talento para la música. ¿Por qué las chicas jóvenes se sienten tan atraídas por los músicos? No tiene ninguna lógica, ¿no? Exacto. No importa que las probabilidades de una próspera relación con la mayoría de los músicos sean extraordinariamente pocas; eso son probabilidades racionales. Y no importa que la perspectiva económica actual y futura de la mayoría de los músicos sea igual de mala; son razones económicas. La música no se basa en ese tipo de aspectos prácticos. Se basa en armonías –melódicas que conducen a las emocionales–. Además, debido a que las dos tienen sus raíces en la emoción y la armonía, la música y la relación romántica mantienen una fuerte vinculación entre sí en la vida. ¿Cuál diríamos que es el porcentaje de canciones actuales con el amor como tema principal? Un 80 por ciento, la amplia mayoría. Es increíble. El amor no es el tema principal la mayor parte de las veces que hablamos, pensamos o escribimos, pero sí cuando cantamos. Ahora entiendo por qué las chicas jóvenes, que están en su punto máximo de interés tanto por el amor como por la música, muestran debilidad por los músicos. Los poderosos vínculos entre los dos tipos de experiencias hacen que resulte difícil resistirse a un músico. ¿Queréis alguna prueba científica? Si no, simplemente fingid que os canto los resultados de un estudio francés en el que sus investigadores (escépticos en un principio) hicieron que un hombre se acercara a unas jóvenes y les pidiera su número de teléfono a la vez que llevaba en las manos una funda de guitarra, una bolsa de deporte o nada: Aquellos científicos de la France / preocupados por aumentar la probabilidad / de que una guitarra un «Oui» provocara / ante una petición que nadie esperara / no tenían por qué haberse preocupado. / Las probabilidades de obtener los teléfonos se habían doblado. Imagen 8.8: Convertir a los don nadie en héroes (con guitarra). [Texto: Ventas de guitarras Para cualquiera que esté interesado en aumentar al máximo su éxito en la persuasión, la moraleja fundamental de este apartado no debería ser simplemente que la música está relacionada con el tipo de respuestas del Sistema 1 ni que, cuando se la canaliza hacia ese tipo de respuesta, la gente actúa de forma imprudente. La lección mucho más generalizada de este apartado es la de la importancia de hacer corresponder la naturaleza del Sistema 1 o 2 de una comunicación persuasiva con la actitud del Sistema 1 o 2 del público al que se dirige. A los receptores con objetivos hedonistas y no racionales se les deberá dirigir mensajes que contengan elementos no racionales tales como el acompañamiento musical, mientras que a aquellos que tienen objetivos racionales y pragmáticos habrá que dirigirse con mensajes que contengan elementos racionales como pueden ser los datos reales. En su excepcional libro Persuasive Advertising, el experto en marketing J. Scott Armstrong indicaba que en un análisis de 1513 anuncios de televisión, el 87 por ciento incluía música. Pero este habitual añadido de la música al mensaje puede resultar erróneo, pues Armstrong revisó también las investigaciones pertinentes y llegó a la conclusión de que la música solo debería usarse para anunciar productos familiares y basados en los sentimientos (tales como tentempiés y perfumes) en un contexto emocional –es decir, circunstancias en las que no suele tener cabida el pensamiento–. Para productos con importantes consecuencias personales y sólidos argumentos de venta (como equipos de seguridad y programas informáticos) –es decir, para aquellos en los que es probable que haya que reflexionar para que resulten productivos– la música de fondo reduce en realidad la efectividad del anuncio[106]. Intercambio recíproco repetido A principios de 2015, un artículo del The New York Times provocó una explosión de interés y comentarios entre sus lectores, haciendo que se volviera viral y se convirtiera en uno de los artículos más difundidos de su historia. Para un medio de noticias como el Times, este suceso quizá no parezca extraordinario, dado su gran prestigio periodístico en materias de enorme importancia tanto nacional como internacional. Pero este artículo en particular no pareció en sus páginas de Política, Negocios, Tecnología o Salud, sino en la sección de Estilo de los domingos. Tal y como se refleja en el título del ensayo, To fall in love with anyone, do this (en español: Para enamorarte de cualquiera, haz esto), su autora, Mandy Len Catron, aseguraba haber encontrado un modo maravillosamente efectivo para provocar la intensa intimidad emocional y los vínculos sociales del amor –¡en cuarenta y cinco minutos! Sabía que funcionaba porque había funcionado con ella y su novio–. La técnica tenía su origen en un programa de investigación puesto en marcha por un equipo compuesto por un matrimonio de psicólogos, Arthur y Elaine Aron, que dieron con ella en el transcurso de sus investigaciones sobre relaciones íntimas. Implica una forma de acción coordinada diferente a las que hemos visto hasta ahora y en la cual las pautas de comportamiento consisten en una secuencia de intercambio recíproco y por turnos. Otros psicólogos han demostrado que un historial de intercambio de favores recíprocos hace que los individuos hagan más favores aún a su pareja de intercambio… sin que importe quién haya sido el que hizo el último. Los Aron y sus colaboradores ayudaron a explicar este tipo de pacto voluntario mostrando lo mucho que unen a las partes los prolongados intercambios recíprocos. Lo hicieron sirviéndose de un tipo de intercambio recíproco especialmente unificador, lo suficientemente fuerte como para «unificar» a las personas en una relación de amor mutuo: la sinceridad recíproca. El procedimiento no era complicado. Por parejas, los participantes se turnaban en la lectura de unas preguntas a sus parejas, que debían responder y, después, recibían la respuesta de su pareja a la misma pregunta. Para poder avanzar por las treinta y seis preguntas, los participantes debían ir revelando poco a poco más información personal sobre sí mismos y, a cambio, conocer más información personal sobre sus parejas. Una de las primeras preguntas era: ¿Qué sería para ti un día perfecto? Mientras que más adelante, una de las preguntas era: ¿Qué valoras más en una amistad? Y casi al final de la lista, una de las preguntas podría ser: De todos los miembros de tu familia, ¿qué muerte te perturbaría más? Las relaciones profundizaban más allá de toda expectativa. El procedimiento hacía surgir sentimientos de intimidad y unidad sin parangón en un lapso de cuarenta y cinco minutos, especialmente entre absolutos desconocidos en un entorno emocionalmente aséptico como es un laboratorio. Es más, el resultado no era casual. Según una entrevista con uno de los investigadores, Elaine Aron, cientos de estudios que han usado este método desde entonces han ido confirmando ese efecto y algunos de los participantes han terminado casándose. En esa misma entrevista, la doctora Aron describía dos aspectos del procedimiento que consideraba claves para su efectividad. En primer lugar, las preguntas aumentan el nivel de sinceridad de cada uno. Al ir respondiendo, los participantes se van abriendo cada vez más ante el otro mostrando una mayor confianza, lo cual es reflejo de que las parejas están muy unidas. En segundo lugar, y en consonancia con el hilo temático de este apartado del capítulo, los participantes se van abriendo actuando juntos; es decir, de una forma coordinada y por turnos, haciendo que la interacción esté inherente y continuamente sincronizada[107]. Sufrir juntos Se hace necesario aportar una solución para otro enigma más de la época del Holocausto que nos proporciona otra ruta hacia la unificación. En el verano de 1940, mientras la Gestapo de Düsseldorf se dedicaba a identificar y transportar de manera sistemática a residentes judíos a campos de exterminio de toda Europa, recibieron una curiosa carta de su líder, el Reichsführer de las SS Heinrich Himmler. En ella les ordenaba que evitaran la persecución de un judío, un juez de la ciudad llamado Ernst Hess, por órdenes de un oficial nazi de alto rango que había ordenado que Hess «no fuese importunado de forma alguna». Ninguno de los recursos de unidad que hemos visto hasta ahora pueden explicar este tratamiento especial para Hess. El juez no había emitido ninguna sentencia favorable sobre ningún caso que estuviese relacionado con la familia del oficial nazi ni se había criado en su misma ciudad, como tampoco había desfilado simplemente con él en las columnas de ninguna unidad militar, aunque esto último lo habían hecho años antes. La razón estaba más allá: durante su época de servicio miliar en la Primera Guerra Mundial, habían sufrido juntos las adversidades, penurias y miserias de aquel espantoso y prolongado conflicto. De hecho, ambos habían soportado heridas de guerra sufridas con menos de veinticuatro horas de diferencia en la famosa ofensiva de 141 días de Somme que costó la vida a un millón doscientos mil soldados, medio millón de ellos solo de las filas alemanas. Quizá el Enrique V de Shakespeare supo capturar mejor las consecuencias de aquello en su famoso discurso de la «banda de hermanos»: «Porque el que hoy derrame su sangre conmigo, será mi hermano». Ah, por cierto, que el nazi de alto rango de la carta de Himmler que ordenó el cambio del proceso habitual en el caso de Hess no era cualquier oficial importante. La carta decía que Hess debía recibir «asistencia y protección por deseos del Führer», Adolf Hitler, el verdugo más malicioso y eficaz del pueblo judío que jamás haya conocido el mundo. Existe aquí un inquietante parecido con la anécdota de Ronald Cohen sobre el guardia nazi que, mientras ejecutaba a cada persona que ocupaba el décimo puesto de una cola de presos de un campo de concentración, se desvió inesperadamente de su rutina y mató al undécimo. Recordemos el desconcierto de Cohen porque «mientras estaba realizando un asesinato masivo de forma escrupulosa, el guardia mostró piedad y compasión por un miembro en particular del grupo de las víctimas». Resolvimos este enigma sirviéndonos de un elemento unificador del guardia y el prisionero: un lugar de nacimiento común. En este caso, Hitler –el monstruo que había instaurado los procedimientos de tormento y aniquilación de millones de judíos– decidió también desviarse de aquel procedimiento general para beneficiar con «piedad y compasión» a un hombre en particular. Aunque, una vez más, la causa parece estar en un factor unificador que hacía de vínculo de aquellos dos hombres, en esta ocasión no era la coincidencia del lugar de nacimiento. Esta vez, se trataba del sufrimiento compartido. A lo largo de la historia de la humanidad, el dolor compartido ha sido un aglutinante que ha fusionado identidades para convertirlas en vínculos basados en el «nosotros». La identificación de William Shakespeare de este fenómeno en la declaración de «la banda de hermanos» de Enrique V, escrita en 1599, es solo un ejemplo. Otros más recientes proporcionan pruebas científicas de los procesos que intervienen. Tras los atentados de la maratón de Boston en 2013, los habitantes que declararon alguna implicación directa con aquel negativo suceso (por ejemplo, haber visto u oído en persona cualquier aspecto del atentado) y los que simplemente declararon haber sufrido mucho tanto a nivel físico como emocional experimentaron una mayor fusión en sus identidades con aquella comunidad de Boston que los residentes que no habían sufrido tanto. Además, cuantas más veces y con más intensidad pensaban en aquella tragedia, más se sentían «unidos» con los otros bostonianos. Un segundo conjunto de investigadores quiso asegurarse de que los efectos vinculantes del sufrimiento mutuo no se debían al hecho de haber experimentado juntos ningún tipo de actividad. Al fin y al cabo, ya hemos visto que la realización conjunta de lecturas, de golpeteo con los dedos o de desfilar generaba sentimientos del «nosotros». ¿Surge un resultado más intenso cuando interviene el dolor en la ecuación? Sí. Los miembros de un grupo que realizaron una tarea en la que se les pedía que sumergieran las manos en agua helada se sentían más unidos entre sí que los miembros de un grupo que realizaron una tarea idéntica pero metiendo las manos en agua a temperatura ambiente. Más tarde, cuando participaban en un juego de economía con los miembros de su grupo, los que habían sufrido juntos se mostraban considerablemente más dispuestos a tomar decisiones económicas destinadas a enriquecer a todo el grupo en lugar de a ellos solos. Imagen 8.9: En comunión con la madre naturaleza… y el barro. A menudo, las empresas p El poder del sufrimiento mutuo para generar unidad y sacrificio personal puede verse en su capacidad para forjar vínculos entre grupos étnicos. En 2020, cuando los pueblos nativos americanos, especialmente los navajo, estaban siendo devastados por la pandemia de la COVID-19, recibieron una gran ayuda de un benefactor inesperado. Los voluntarios locales que habían creado la página web GoFundMe para abastecer de alimentos y otras necesidades, empezaron a recibir de repente cientos de miles de dólares de ayuda desde Irlanda. La razón por la que los irlandeses se estarían mostrando tan dispuestos a hacer tan fuertes donaciones podría encajar fácilmente con nuestro capítulo dos sobre la reciprocidad: fue un acto de reciprocidad que había atravesado varios siglos, nacionalidades y miles de kilómetros. Durante el punto álgido de la Gran Hambruna irlandesa en 1847, un grupo de nativos americanos pertenecientes a los choctaw recaudaron 170 dólares (unos 5000 dólares de hoy en día) y los enviaron para ayudar a aliviar la Gran Hambruna. Ahora había llegado el momento de que los irlandeses respondieran a aquel acto de bondad. Tal y como declaró uno de los donantes: «En Irlanda no olvidaremos nunca vuestro maravilloso acto de solidaridad y compasión durante la hambruna irlandesa. Estamos con vosotros durante vuestra lucha contra la COVID-19». Si, tal y como he indicado, esta historia se ajusta perfectamente al capítulo dos con otros sorprendentes ejemplos de la regla de la reciprocidad en el trabajo, ¿por qué aparece en este apartado de sufrimiento compartido? Para responder, debemos ver más allá de la pregunta de por qué los irlandeses decidieron ayudar en 2020 para llegar a la pregunta de por qué los choctaw decidieron prestar su ayuda en 1847. Su solidaridad se produjo apenas unos años después de que el pueblo choctaw sufriera un traslado masivo ordenado por el Gobierno a cientos de miles de kilómetros al oeste, conocido como Sendero de las Lágrimas, en el que llegaron a morir hasta seis mil personas. Tal y como explicó la coordinadora nativa americana Vanessa Tully: «La muerte de tantas personas en el Sendero de las Lágrimas despertó la empatía del pueblo irlandés en un momento de necesidad. Por eso es por lo que los choctaw prestaron su ayuda». Llama la atención que muchos otros participantes en los comentarios de Internet aludían al vínculo entre las dos naciones diciendo que se había forjado a partir de la adversidad compartida y la hambruna, lamentando las dificultades de «nuestros hermanos y hermanas nativos americanos» y la mutualidad del «recuerdo de la sangre»[108]. BUZÓN ELECTRÓNICO 8.2 Durante los últimos años, los investigadores han empezado a explotar un filón de información sobre el comportamiento humano analizando rastros de la conducta que se muestra en las plataformas de redes sociales (Meredith, 2020). Uno de esos análisis trata sobre la cantidad y la naturaleza de actividad en Twitter tras los atentados terroristas de París del 13 de noviembre de 2015 y nos proporciona un novedoso prisma por el cual ver los efectos de la adversidad compartida sobre la solidaridad grupal. Empezando a partir de la fecha de los atentados y siguiendo durante varios meses después, los expertos en ciencias del comportamiento, David García y Bernard Rimé (2019) examinaron casi dieciocho millones de tweets a partir de una muestra de 62 114 cuentas de usuarios franceses de Twitter. Examinaron la forma de expresar sentimientos de angustia emocional, la sincronía de esa angustia (reflejando su naturaleza colectiva) y expresiones de solidaridad y apoyo grupal. El suceso en sí generó unos picos inmediatos de ansiedad y tristeza compartidos, que cayeron en menos de dos o tres días. Pero, durante las semanas y meses que siguieron, las expresiones de solidaridad y apoyo siguieron teniendo elevada presencia en los tweets. Es más, la fuerza y duración de las expresiones de unidad y apoyo estaban directamente relacionadas con la medida en que apareció la angustia inicial de un modo compartido y sincronizado. Tal y como concluyeron los autores: «Nuestros resultados aportaron una nueva luz a la función social de las emociones colectivas, poniendo de relieve que una sociedad golpeada por un trauma colectivo no solo responde con emociones negativas simultáneas […] Estos resultados indican que no es que estemos más unidos a pesar de nuestra angustia, sino que precisamente debido a nuestra angustia compartida nuestros vínculos se hacen más fuertes y nuestra sociedad se adapta para enfrentarse a la próxima amenaza». Nota el autor: Siempre me quedo impresionado cuando una pauta de comportamiento en particular aparece de manera semejante en una variedad de métodos distintos de observarla. La considerable influencia del sufrimiento compartido en la cohesión y fomento de un grupo es para mí una de esas pautas que inspiran confianza. Cocreación Mucho antes de que la protección del medioambiente se convirtiera en un valor para muchos estadounidenses, un hombre llamado Aldo Leopold ya lideraba la causa en su país. Fundamentalmente, durante las décadas de 1930 y 1940, mientras ocupó la primera cátedra de Gestión medioambiental de los Estados Unidos en la Universidad de Wisconsin, desarrolló un particular planteamiento ético de la disciplina. Tal y como cuenta en su éxito de ventas Un año en Sand County, ese planteamiento desafiaba el modelo imperante de conservación medioambiental, según el cual las ecologías naturales debían gestionarse con el fin de ser explotadas por el hombre. Pero lo que él proponía era una alternativa basada en el derecho de toda especie animal o vegetal a existir en su medio natural siempre que sea posible. Desde tan claro convencimiento, un día se sorprendió al verse hacha en mano, contraviniendo su propia postura al talar un abedul en su propiedad para que uno de sus pinos tuviera más luz y espacio. Se preguntó por qué había actuado en beneficio del pino por encima del abedul, cuando, según la ética que defendía, este tenía el mismo derecho a existir en condiciones naturales que cualquier otro árbol de su propiedad. Perplejo, rebuscó en su conciencia para hallar la «lógica» de ese sesgo y, al plantearse varias diferencias entre los dos tipos de árboles que podrían dar una explicación a aquella preferencia, dio tan solo con una que estaba convencido que constituía un factor principal. No tenía nada que ver con la lógica, sino que estaba basada por completo en los sentimientos: «Bueno, para empezar, el pino lo planté con mi pala, mientras que el abedul vino reptando por debajo de la valla y se plantó solo. Por tanto, mi sesgo, hasta cierto punto, tiene algo de paternal»[109]. Leopold no fue el único en sentir una afinidad especial hacia algo en cuya creación había participado. Es un comportamiento habitual en el ser humano. Por ejemplo, en lo que algunos investigadores han denominado el efecto Ikea, la gente que construye algo con sus propias manos llega a dar a «sus creaciones de aficionado un valor similar a las de los expertos». En vista de que esto encaja con nuestro actual interés en los efectos positivos de actuar juntos, merece la pena plantearnos otro par de posibilidades más. ¿Las personas que hayan participado en la creación de algo mano a mano con otra llegan a sentir una afinidad especial no solo hacia esa creación, sino hacia su cocreador? Es más, ¿esta extraordinaria afinidad brota a partir de un sentimiento de unidad con el otro que se puede detectar en forma de las típicas consecuencias de aumento de la simpatía y sacrificio por el bien del compañero? Busquemos la respuesta a esas preguntas resolviendo una previa: ¿por qué he dado comienzo a este apartado sobre la cocreación con la explicación de Aldo Leopold de plantar un pino con sus propias manos? Porque no estaba solo en ese proceso. Fue un cocreador, con la naturaleza, del pino maduro que antes plantó cuando era un retoño. La intrigante duda que surge aquí es si, como consecuencia de haber actuado con la madre naturaleza llegó a sentirse más unido a ella y, por consiguiente, aún más enamorado y respetuoso con su compañera en aquella colaboración. Si fue así, estaríamos ante un indicador de que la cocreación puede llevar a la unificación. Por desgracia, Leopold no puede ser objeto de nuestras preguntas sobre la materia desde 1948. Pero estoy seguro de cuál es la respuesta. Parte de esa certeza viene de los resultados de un estudio que ayudé a realizar para investigar los efectos del grado de implicación personal de unos directivos en la creación de un proyecto. Yo esperaba que, cuanta más implicación sintieran los directivos en la realización del producto final codo con codo con un empleado, mejor evaluarían su calidad, cosa que vimos: los directivos a los que se les hacía creer que habían tenido un papel importante en el desarrollo del producto final (un anuncio para un nuevo reloj de pulsera) evaluaron el anuncio un 50 por ciento más positivamente que aquellos a los que se hizo creer que habían tenido poca implicación, aunque el anuncio definitivo que se les mostró fuese idéntico en todos los casos. Además, vimos que los directivos que percibían mayor implicación por su parte también se consideraban más responsables de la calidad de los anuncios por su percepción de mayor control directivo sobre su empleado, lo cual era algo que yo también me esperaba. Imagen 8.10: Para no estancarte, haz de jefe. La contabilidad creativa es un reconocido tru Pero hubo un tercer hallazgo que no esperaba en absoluto. Cuanto más mérito se atribuían los directivos por el éxito del proyecto, más se lo daban también a las habilidades de su empleado. Recuerdo que, al ver la tabla de resultados, me sorprendí, quizá no tanto como Leopold cuando se vio con el hacha en la mano, pero me sorprendí. ¿Cómo podía ser que los supervisores con una percepción de una mayor implicación en el desarrollo de un producto se vieran a sí mismos y a un empleado del proyecto como más responsables que el otro a la hora de su exitoso resultado? Solo puede repartirse un 100 por cien de responsabilidad personal. Por tanto, si sube la contribución personal que uno siente que ha hecho, por simple lógica, la del compañero de trabajo debería bajar. En aquel momento no lo entendí, pero ahora creo que sí. Si la cocreación genera una fusión al menos temporal de las identidades, entonces lo que se atribuye a una de las partes también se aplica a la otra, a pesar de lo que diga la lógica distributiva. Pedir consejo es un buen consejo Todos admiramos la sabiduría de los que han acudido a nosotros en busca de consejo. Ben Franklin La cocreación no solo reduce el problema de conseguir que los jefes atribuyan más mérito a los empleados que han trabajado provechosamente en un proyecto. Puede también atenuar muchas otras dificultades que por lo general son difíciles de combatir. Los niños menores de seis o siete años suelen ser egoístas en lo de compartir las recompensas y rara vez las reparten de manera equitativa entre sus compañeros de juegos, a menos que las hayan obtenido mediante un esfuerzo en colaboración con alguno de ellos. En este caso, incluso los niños de tres años las reparten de forma equitativa la mayoría de las veces. En la típica clase, los alumnos tienden a agruparse siguiendo criterios raciales, étnicos y socioeconómicos, y suelen encontrar amigos y compañeros principalmente dentro de sus propios grupos. Pero este patrón disminuye de manera considerable después de que hayan realizado alguna actividad cocreativa con alumnos de los otros grupos, en algún ejercicio de «aprendizaje cooperativo». Las empresas se esfuerzan por conseguir que los consumidores se sientan vinculados con sus marcas y, por tanto, se mantengan leales a ellas; es una batalla que han ido ganando a base de invitar tanto a los actuales como a los potenciales clientes a cocrear con ellos productos y servicios nuevos o actualizados, casi siempre ofreciendo a las empresas información valiosa sobre atractivas prestaciones. Sin embargo, en este tipo de operaciones de marketing, las aportaciones de los consumidores deben enmarcarse bajo la categoría de consejos a la empresa, no como opiniones ni expectativas con respecto a la misma. Esta precisión terminológica puede parecer poco importante, pero resulta fundamental para lograr el objetivo unificador de la empresa. El hecho de dar un consejo nos coloca en una actitud de fusión, lo cual estimula una vinculación de la propia identidad con la de la otra parte. Por otro lado, expresar una opinión o nuestras expectativas nos coloca en una actitud introspectiva, que implica el concentrarnos en nosotros mismos. Esta ligera diferencia en las formas de ofrecer una respuesta –y las diferentes actitudes de fusión o de separación que generan– pueden tener un impacto significativo en la implicación del consumidor con una determinada marca. Eso fue lo que le ocurrió a un grupo de encuestados de Internet de todos los Estados Unidos, a quienes se les mostraba una descripción del plan de negocio de un nuevo restaurante de comida rápida, Splash!, que tenía la esperanza de destacar entre sus competidores por lo saludable de su menú. A todos los participantes se les pidió que hicieran aportaciones tras leer la descripción. Pero a unos se les pidió cualquier tipo de «consejo» que pudieran aportar con respecto al restaurante, mientras que a otros se les pidió que aportaran «opiniones» o «expectativas» que pudieran tener sobre él. Por último, tenían que indicar su disposición a convertirse en clientes de un restaurante Splash! Los participantes que habían ofrecido sus consejos se mostraron mucho más dispuestos a comer en el restaurante que los que habían ofrecido cualquiera de los otros tipos de respuesta. Y, tal como cabría esperar si el ofrecimiento de consejos es realmente un mecanismo de unificación, el aumento del deseo de apoyar al restaurante procedía de la sensación de una mayor vinculación con la marca. Hay otra conclusión que confirma ese carácter unificador: los participantes evaluaron las tres clases de respuesta y las consideraron igual de útiles para los hosteleros. Así pues, quienes aportaron consejos no se sintieron vinculados a la marca porque pensaran que la habían ayudado más. Por el contrario, el hecho de tener que dar consejo colocó a los participantes en una actitud mucho más solidaria que individualista, justo antes de que tuvieran que pensar en lo que iban a decir sobre la marca. Este conjunto de resultados también me demuestra lo inteligente (y ético, si se hace cuando de verdad se busca obtener información útil) de pedir consejo a amigos, compañeros de trabajo y clientes, en interacciones cara a cara. Incluso debería poder resultar efectivo en nuestras interacciones con nuestros superiores. Por supuesto, es lógico preocuparnos por un posible inconveniente: que, por pedir consejo a un jefe, podamos parecer incompetentes, dependientes o inseguros. Pese a que es lógica esta preocupación, también me parece errónea porque los efectos de la cocreación no suelen captarse bien mediante la racionalidad o la lógica. Pero sí que se captan muy bien a través de un sentimiento en particular que genera vínculos en este contexto: la sensación de estar juntos. El novelista Saul Bellow señaló que «cuando pedimos consejo, lo que normalmente buscamos es un cómplice». Basándome en pruebas científicas, yo simplemente añadiría que, cuando recibimos ese consejo, normalmente sí conseguimos ese cómplice. ¿Y qué mejor compinche se puede tener en un proyecto que alguien que está al mando?[110]. Unirse Es momento de mirar atrás –y, aunque dé miedo, algo más allá– y repasar las que hemos visto que son las consecuencias más positivas de estar juntos y de actuar juntos. Hemos aprendido, por ejemplo, que al aplicar a las personas alguna de estas dos experiencias unificadoras, podemos aconsejar una elección, solidificar el apoyo de los accionistas de una empresa y de sus clientes, lograr que los soldados luchen en el combate y no deserten y proteger a una comunidad de la aniquilación. Además, hemos visto que podemos servirnos de esas dos mismas experiencias unificadoras para lograr que los compañeros de juegos, de clase o de trabajo se caigan simpáticos, se ayuden y cooperen unos con otros; que el 97 por ciento de los padres rellenen una larga encuesta sin recibir compensación económica alguna; e incluso que surja el amor en un laboratorio. Pero hay aquí una pregunta que no se ha respondido: ¿será posible aplicar las lecciones aprendidas en estos contextos a otros mucho más amplios, como por ejemplo, antiguas hostilidades entre naciones, violentos enfrentamientos religiosos y encendidos conflictos raciales? ¿Podrían estas lecciones de lo que sabemos sobre el hecho de estar y actuar juntos aumentar las posibilidades de unirnos, como especie? Es una pregunta difícil de responder, en gran parte por las muchas complicaciones inherentes a tales diferencias tan angustiosamente difíciles. Aun así, incluso en estos contextos de tensión, creo que los procedimientos que generan un sentimiento de unidad establecen un contexto de cambio deseable. Aunque esta idea pueda parecer prometedora en teoría, todas las dificultades procedimentales y culturales hacen que resulte una ingenuidad pensar que funcionaría sin problemas en la práctica. Habría que diseñar bien e implementar las características de los procedimientos unificadores, sin olvidar todas esas complejidades –algo con lo que seguramente estarían de acuerdo los expertos en dichas materias, y quizá podría ser el tema central de todo un libro–. No es necesario decir que, a este respecto, son bienvenidas todas las opiniones –o, mejor dicho, los consejos– de todos esos expertos. A pesar del tono de burla de esta última línea, la importancia de evitar soluciones demasiado sencillas para problemas complicados, persistentes y de gran calibre no es para tomarla a broma. En relación con esto está lo que el galardonado biólogo Steve Jones observó sobre los científicos de, digámoslo suavemente, cierta edad. Observó que en esas edades, a menudo, empiezan a bramar sobre Grandes Temas, actuando como si su conocimiento adquirido en un ámbito especializado les permitiera hablar con seguridad sobre asuntos más generales y que quedan mucho más allá de su esfera. La advertencia de Jones parece corresponder con mi situación en este momento; en primer lugar, porque he entrado en la categoría de edad que él describía y, en segundo lugar, para decirlo en términos más generales, yo tendría que extraer conclusiones relativas a la diplomacia internacional, los conflictos religiosos y étnicos y las hostilidades raciales sin tener un conocimiento de experto en ninguno de esos ámbitos. Simplemente, estaría «bramando» sin saber. Por tanto, será mejor que formule la pregunta de cómo unirnos bajo la luz proporcionada por las enseñanzas de este capítulo, expuestas a través del prisma del proceso de la influencia. También sería mejor que pensáramos en modos de establecer, con antelación, una sensación de «nosotros» con la familia humana en lugar de hacerlo con formas tribales –de modo que cuando se intente ejercer influencia en la gente para que responda de acuerdo con la versión ampliada, su pertenencia a la familia mayor esté ya instalada y lista para aparecer con rapidez en la mente–. Empecemos, pues, con los años de formación de los niños y las técnicas paternales que los moldean y pasemos, después, a técnicas que con más probabilidad influyan en los adultos. Unificar prácticas LO QUE YA SABEMOS DE LAS INFLUENCIAS EN EL HOGAR En el hogar, hay dos influencias infalibles que hacen que los niños traten a cualquier persona presente en él como miembros de su familia, incluso sin ser parientes. La primera es la duración de la convivencia. Si un adulto que no es pariente (un amigo de la familia, por ejemplo) vive durante un largo tiempo con la familia, suele adquirir el título de «tía» o «tío»; si se trata de un niño que no es miembro de la familia, la etiqueta que se le da es la de «hermano» o «hermana». Además, cuanto más tiempo se conviva, más probabilidad existe de que esa persona que no es miembro de la familia reciba las ventajas propias del parentesco, como la ayuda y el sacrificio de los miembros de la familia. La segunda es la observación de cuidados paternales y, sobre todo, maternales, hacia esa persona que no es de la familia –algo que, al ser observado, conduce a una conducta parecida a la del parentesco–. Recordemos que en los relatos autobiográficos de Chiune Sugihara y de la madre Teresa, dos de los benefactores humanitarios más importantes de nuestro tiempo, cada uno contó haber visto a sus padres ocuparse generosamente de forasteros que aparecían en su casa. Llama la atención que dichas muestras de afecto (dar cobijo, asear, vestir o hacer arreglos, sin recibir pago alguno a cambio) se reservan normalmente a los miembros de la familia. IMPLICACIONES EN LAS ACCIONES Para los padres que deseen que sus hijos amplíen la sensación del «nosotros» a la familia humana, estas conclusiones presentan determinadas implicaciones para el hogar. La primera –proporcionar una residencia de larga duración a niños de diversos grupos– aunque admirable, no es viable en la mayoría de los hogares. Los requisitos, gastos y compromisos necesarios para la paternidad adoptiva o de acogida suelen ser demasiado grandes. Sin embargo, una segunda implicación –la de proporcionar experiencias parecidas a las familiares dentro del hogar para niños de diversos grupos– es mucho más fácil de gestionar. Consiste en un proceso de dos pasos en el que los padres identifican a niños de grupos diversos en los colegios, equipos deportivos o clases de danza de sus hijos y, a continuación, invitan a uno (con la aprobación de sus padres) para que vaya a la casa a jugar o a dormir. Una vez allí, la clave, según mi punto de vista, está en no dar al visitante el estatus de invitado. La familia de esos niños debería procurar que al visitante se le trate como a uno más. Si los niños tienen que hacer alguna tarea en casa, se debe encargar a ese visitante que les ayude. Si la madre es de las que normalmente se ocupa de la colada de la familia y ve manchas de hierba en la ropa del visitante tras haber estado jugando en el patio de atrás, debería lavársela. Asimismo, debería estar alerta ante cualquier arañazo que pueda curar con desinfectante y una tirita. Si el padre es de los que normalmente enseña a practicar algún deporte, el hecho de participar en alguna de esas actividades con los niños juntos no sería suficiente. Debería enseñar a cada niño –ajustando sus manitas sobre el bate o sobre el palo de golf para dar mejor a la bola, explicando cómo lanzar un balón de fútbol con la espiral adecuada, mostrando cómo despistar al portero antes de lanzar la pelota–. Lo mismo cabe decir si su rol es el de hacer tareas del hogar, tomar la lección o reparar el coche. Las oportunidades de enseñar no deben aplazarse hasta que el visitante se marche. Por supuesto, estas prácticas deberían repetirse en otras visitas y para otros visitantes de otros grupos. En mi opinión, es fundamental que a los niños que estén de visita no se les dé ventaja, cosa que unos padres juiciosos podrían estar tentados de hacer para mostrar su falta de prejuicios. Por el contrario, por el bien de sus hijos, todo debería hacerse de tal forma que se incluya en la rutina familiar a los compañeros de juegos procedentes de otros grupos en lugar de excluirlos de ella. Se pueden aplicar unas recomendaciones parecidas en las invitaciones a cenar a las familias de los compañeros de juegos. Si se trata de una cena formal en la mesa, los padres deberían esperar a poner la mesa hasta que los invitados lleguen para que se les pueda pedir que ayuden igual que cualquier otro miembro de la familia. Si se trata de una merienda o una barbacoa en el patio, las mesas y sillas no deberían estar colocadas hasta que los miembros de la familia que viene de visita puedan echar una mano. En ambos casos, todos los asistentes a la comida deberían ser invitados a participar en la limpieza. Puedo oír la reacción de mi madre a estas recomendaciones como si aún estuviese aquí: «Robert, ¿qué te pasa? Esa no es forma de tratar a los invitados». Quizá tuviera razón en un aspecto. «Pero, mamá –respondería yo–, no son invitados. Son personas con identidades interétnicas, raciales, religiosas o sexuales de las que quieres que se sientan de inmediato aceptadas o integradas en la vida de nuestra casa. Es más, se trata de personas que, según muestran las investigaciones, probablemente se sentirán en mayor unidad con nosotros a partir de tareas de colaboración como ordenar y limpiar, además de las conversaciones informales que suelen acompañar a esas tareas. Una unidad que nosotros también sentiríamos». Hay otra cosa más que se me ocurriría pero que no diría en voz alta, pues mi madre me enseñó a no ser «tan sabiondo» cuando discutía con ella. Sería que aunque ella tuviese razón en cuanto a lo de estar incumpliendo los formalismos habituales de las invitaciones a cenar, lo importante no sería la buena hospitalidad. La intención de la invitación sería la de inculcar en los niños que están observando un sentido más amplio del «nosotros» que abarcaría a todos los otros. Una vez más, no lo diría en voz alta, pero estaría pensando: «Mamá, ¿preferirías que tus hijos te recordaran como una persona que trata a las visitas como invitados o como familia?»[111]. LO QUE SABEMOS DE LAS AMISTADES Y LOS VECINDARIOS DIVERSOS Esto es lo que sabemos en cuanto a las amistades y los barrios diversos: los que viven en barrios con diversidad étnica o racial se muestran más dispuestos a identificarse con toda la humanidad, lo cual los vuelve, por lo general, más serviciales; además, ese mayor contacto suele hacer que se muestren más favorables y menos discriminatorios con respecto a individuos de otros grupos. Unos efectos parecidos ocurren con las amistades diversas, que conducen a una mayor positividad y solidaridad con respecto a los grupos étnicos y raciales de los amigos. Estos resultados no surgen solamente dentro de grupos mayoritarios; también en miembros de grupos minoritarios que llegan a tener más sentimientos positivos hacia un grupo mayoritario si tienen un amigo dentro de ese grupo. Y lo que es aún mejor, las amistades intergrupales aumentan las expectativas de que las interacciones con otros miembros de otros grupos terminarán también en amistad, dados los mayores sentimientos de unidad con el grupo. Y lo mejor de todo es que las amistades intergrupales tienen una influencia indirecta que pasa desapercibida: el simple hecho de saber que un miembro de nuestro grupo tiene un amigo en otro grupo reduce nuestros sentimientos negativos con respecto a ese otro grupo. IMPLICACIONES EN LAS ACCIONES ¿Qué deberían hacer los padres cuando sepan que sus hijos pueden estar más dispuestos a identificarse con toda la raza humana si viven en un vecindario con diversidad cultural? Hacer las maletas y mudarse de inmediato a ese entorno podría ser pedirles demasiado, incluso para padres que valoren esa actitud. Pero para esos padres, incluir la diversidad de un barrio en la lista de características que deben buscar para su casa del futuro podría ser un buen paso. Dependiendo de lo mucho que valoren esa actitud, podrían decidir en qué lugar de la lista colocar la diversidad. Las implicaciones de la diversidad en la amistad, en comparación con la diversidad del vecindario, se prestan a más opciones. Una de ellas coincide con la recomendación anterior de que los padres busquen en el colegio, eventos deportivos o parques de juegos a niños que puedan ser amigos especialmente compatibles con sus hijos. Una invitación para ir a jugar, para quedarse a dormir o para una fiesta de cumpleaños puede ser una forma natural de avanzar en el proceso, seguido después de una invitación a cenar en casa de la familia del niño, lo cual sentaría la base para el surgimiento de una amistad intergrupal entre los padres. Esas alianzas de los adultos pueden afianzarse con encuentros a solas fuera del hogar para almorzar o tomar un café. Los encuentros a solas fuera del hogar son importantes. En primer lugar, son públicos, lo cual significa que esa amistad podrá ser observada por otros que, según nos dicen las investigaciones, reducirán sus prejuicios hacia otros grupos y se mostrarán más dispuestos ellos mismos a entablar una amistad parecida. De hecho, cuanto más público sea ese encuentro, más probabilidades habrá de que los demás avancen hacia relaciones intergrupales, lo cual podría influir en más observadores para que actúen de la misma forma. Durante la época del brote de la COVID-19, fuimos testigos del lamentable funcionamiento de las leyes del contagio exponencial en grupos. Pero en el caso de las amistades intergrupales exhibidas en público, las mismas leyes funcionarían más a favor que en contra del bienestar de la especie. Una segunda e importante razón para organizar encuentros intergrupales a solas con otros padres (o con cualquier adulto de otro grupo) tiene menos que ver con la ampliación del impacto de la amistad y más con su profundidad. Las interacciones proporcionan una oportunidad de otra forma infalible más de afianzar la solidaridad en las relaciones: la sinceridad recíproca. En el capítulo dos vimos que la regla de la reciprocidad domina todo tipo de comportamientos. Uno de ellos es la sinceridad. Cuando uno de los participantes en una conversación revela algún dato personal, casi siempre el otro responde con otra información. Si se hace a través de la técnica de las treinta y seis preguntas de Aron y Aron, este tipo de intercambio puede generar vínculos sociales similares a los del amor. Aunque algunos investigadores han empleado este método para reducir prejuicios intergrupales, una excursión pausada por las treinta y seis preguntas no sería adecuada para una interacción social en un Starbucks. No estamos buscando aquí reacciones de amor romántico. Pero hay estudios que muestran que incluso un acto limitado de sinceridad hace que las relaciones intergrupales puedan ser más profundas. La conclusión queda clara y no resulta especialmente difícil de entender: si nuestro objetivo es disminuir los sentimientos de hostilidad y los prejuicios que normalmente acompañan a las divisiones intergrupales de nuestro mundo, esforcémonos por entablar una amistad intergrupal, adaptemos esa amistad a las demás que nos rodean, encontrémonos con ese amigo en un lugar público y contémosle alguna información personal durante el posterior diálogo[112]. LO QUE SABEMOS SOBRE LOS TIPOS DE CONEXIONES QUE GENERAN SENTIMIENTOS DE UNIDAD Ya hemos visto que los diferentes tipos de conexiones que surgen de actuar juntos (incluidos la danza, el canto, la lectura, los paseos o el trabajo) de manera sincronizada o colaborativa crean un sentimiento más amplio del «nosotros». Hay conexiones de otro tipo y que proceden de características compartidas organizadas que provocan lo mismo. Existe un aspecto especialmente útil entre estos elementos compartidos para individuos que esperan despertar sentimientos de unidad en otros. Pueden conseguirse simplemente haciendo que aparezcan en la conciencia. Sirviéndose de la forma más efectiva de características compartidas en este sentido, la de la identidad mutua, el rabino Kalisch fue capaz de salvar a su pueblo recurriendo a una identidad asiática compartida con los captores japoneses; y un miembro de una pareja en medio de una discusión logró llegar a un acuerdo simplemente por recordar al otro su identidad común como pareja. ¿Queremos que los demócratas y republicanos estadounidenses alberguen sentimientos más positivos los unos hacia los otros? Recordémosles su identidad común como ciudadanos de los Estados Unidos. Del mismo modo, judíos y árabes que pudieron consultar el alto nivel de identidad genética que comparten entre ambos grupos se volvieron menos intolerantes y hostiles entre sí a la vez que mostraban más apoyo hacia los esfuerzos de alcanzar la paz entre israelíes y palestinos. Este tipo de favoritismo es tan potente que incluso los psicópatas (por lo general, egoístas) muestran mayor interés por miembros de su grupo basado en el «nosotros». Dado que los psicópatas son conocidos por su falta de interés por los demás, ¿qué explicación podemos dar a este extraño hallazgo? Solo hay que recordar que las técnicas de unificación de identidad fusionan más del yo con los otros; por tanto, los psicópatas no estarían actuando de forma extraña. Hay otras formas de características compartidas que funcionan de igual modo. Por ejemplo, los grupos opuestos se pueden unir gracias a un enemigo común. Tras leer declaraciones sobre los terroristas islámicos, tanto estadounidenses blancos como negros se vieron menos diferentes entre sí; lo mismo ocurrió con judíos y árabes israelíes que leyeron sobre su compartida vulnerabilidad a enfermedades como el cáncer. Es más, estos cambios surgieron de manera automática, sin que fuese necesaria una reflexión cognitiva. Otro tipo de característica compartida, la experiencia emocional básica, funciona por una senda distinta. Los componentes de un grupo suelen justificar sus prejuicios, actitud discriminatoria y malos tratos hacia otro grupo deshumanizando a sus miembros –negándoles la posesión de sentimientos y cualidades humanos fundamentales tales como la simpatía, el perdón, el refinamiento, la moral y el altruismo–. A estas amargas creencias se puede hacer frente con pruebas de emociones humanas elementales que se experimentan del mismo modo. Resulta difícil tener una consideración deshumanizada de un miembro de otro grupo que derrama lágrimas con nosotros por el mismo suceso trágico, se ríe con nosotros por el mismo chiste ingenioso o se enfada de igual modo ante el mismo escándalo gubernamental. Cuando los judíos israelíes supieron que los palestinos experimentaban un similar grado de rabia por el aumento de atropellos o ante la muerte de miles de delfines por los vertidos de una fábrica, desarrollaron una percepción más humanizada de los palestinos y se mostraron más dispuestos a apoyar medidas políticas que los beneficiaran. Existe una última variedad de conexión que genera unidad digna de destacarse y que requiere la acción de adoptar la perspectiva del otro, colocarnos en el lugar del otro para imaginar lo que esa persona debe de estar pensando, sintiendo o experimentando. Durante buena parte de mi carrera como investigador, he estudiado los factores que hacen que las personas se inclinen a ayudar a otros. No había pasado mucho tiempo cuando aprendí una verdad fundamental: si nos ponemos en la piel de alguien que esté pasando necesidades, es probable que terminemos ayudándole. Y también, al poco tiempo, aprendí la base de esta verdad. Colocarnos en el lugar del otro aumenta la sensación de superposición del yo y el otro. Como consecuencia de esto, unos estudiantes universitarios de Australia que adoptaron la perspectiva de los australianos indígenas, unos serbios que adoptaron la de los musulmanes bosnios y unos habitantes de Florida que tomaron la de personas transgénero se mostraron más favorables a medidas políticas que favorecieran a estas minorías. En un giro interesante de los acontecimientos, saber que alguien más ha tratado de ponerse en nuestro lugar en una interacción nos lleva a percibir mejor una superposición del yo y el otro con aquel que adopta nuestra perspectiva, además de sentir una mayor simpatía y benevolencia. Al parecer, las consecuencias de este intercambio de perspectiva pueden ser mutuas[113]. Ah, pero hay un problema. Al contrario que los efectos de establecer relaciones parecidas a las familiares, de vecindario o de amistad con personas de otros grupos, las conexiones forjadas por la existencia de enemigos comunes, por la mayoría de los tipos de identidad compartida, por las reacciones emocionales parecidas y por los intentos de adoptar la perspectiva del otro no funcionan en muchas situaciones: el propósito unificador de dichas conexiones actúa por lo general en contra de la poderosa acción de las presiones darwinianas, que empujan a los grupos a competir con otros rivales por la viabilidad y la dominancia. La idea de «Somos el mundo» está maravillosamente expresada en la cita atribuida a Séneca, el filósofo de la antigua Roma: «Somos olas del mismo mar, hojas del mismo árbol, flores del mismo jardín». Aunque no cabe duda de la validez del sentimiento, su habitual fuerza motivadora no se puede corresponder con la del principio evolutivo de la selección natural que establece una verdad opuesta. Cada ola, hoja y flor rivaliza con otras por los recursos, las reservas y los medios de madurar, y sin los cuales, simplemente se encogería y desaparecería. Hay algo peor para los defensores del punto de vista de la unidad: existe otra característica poderosa de la naturaleza humana que nos empuja hacia la rivalidad y la separación: la experiencia de la amenaza. Cuando el bienestar y la reputación de nuestro grupo se ven amenazados, atacamos, menospreciando los poderes, el valor e incluso la humanidad de los grupos rivales. En un contexto en el que entidades nacionales, étnicas y religiosas enfrentadas tienen la capacidad de infligir terror y daño a gran escala sobre otras a través de la tecnología demoledora y el armamento destructor, más nos valdría encontrar modos de reducir la hostilidad intergrupal y buscar la armonía[114]. IMPLICACIONES EN LAS ACCIONES Aquellos que aceptamos el valor de esta misión nos enfrentamos a un adversario aterrador que se nutre de potentes presiones evolutivas. Es el incesante ímpetu de asegurar la supervivencia de réplicas de nuestros genes y que está sobrerrepresentado en miembros de nuestros principales grupos. Un análisis científico muestra que poseemos definitivamente más superposición genética con aquellos con los que tenemos lazos de familia, amistad, localidad, política y religión. No es de extrañar que, por lo general, actuemos para potenciar los resultados de estos individuos por delante de los que pertenecen a grupos con menos vinculación genética. Con un rival tan poderoso como la selección natural ante nosotros, ¿cómo podemos esperar ganar la batalla de la mayor unidad intergrupal? Quizá podríamos de nuevo lidiar con el imperativo darwiniano y aprovechar su fuerza en nuestro beneficio. Recordemos lo que dijimos en el capítulo uno sobre una mujer que, mediante el uso del jujitsu, podía vencer a un rival más fuerte canalizando el poder de su oponente (la energía, el peso y el impulso) en su propio beneficio. Fue mediante esta táctica como propuse crear unidad haciendo que miembros de otros grupos estén más presentes en nuestros hogares, barrios y redes de amistades, que han evolucionado en señales fiables de semejanza genética a las que la gente responde de manera instintiva. En lo que se refiere a redirigir las presiones evolutivas hacia la unidad, el lema no debería ser el de «Que la fuerza te acompañe» de La guerra de las galaxias, sino su versión del jujitsu: «Que su fuerza te acompañe». Sirviéndonos del mismo enfoque general, ¿cómo podríamos enfrentarnos al proceso de la evolución para fortalecer los efectos variables y, a menudo, efímeros sobre la unidad de conexiones tales como los enemigos comunes («Todos somos vulnerables al cáncer»), las identidades compartidas de relativa poca importancia («A ambos nos gusta el baloncesto»), las emociones humanas sentidas de la misma forma («En mi familia, también todos nos enfadamos con la decisión del alcalde») y los esfuerzos por adoptar la perspectiva del otro («Ahora que me he puesto en tu lugar puedo entender mejor tu situación»)? Aunque, como ya hemos visto, estas conexiones pueden tener un impacto en el momento, sus efectos suelen ser demasiado frágiles y desaparecer fácilmente como para llevar a una conducta duradera. Por suerte, existe un factor que puede reafirmar su fuerza y estabilidad. Se trata del foco de atención –un acto que puede posibilitar creencias, valores y decisiones por los que mostrar inclinación–. Cuando centramos nuestra atención en algo, cobra de inmediato mayor importancia para nosotros. El premio Nobel Daniel Kahneman denominó este fenómeno como «la ilusión del enfoque», por la que las personas asumimos de manera automática que si prestamos atención a una cosa en particular, debe ser digna de interés. Incluso resumió esta ilusión en un ensayo que escribió: «Nada en la vida es tan importante como pensamos que es mientras pensamos [centramos el foco] en ello». Es más, hay estudios que demuestran que si el foco de atención tiene rasgos atractivos, estos también nos parecen más importantes y, por tanto, aún más atractivos. Todas las ilusiones cognitivas surgen por una peculiaridad en un sistema que normalmente funciona bien. En el ejemplo de la ilusión del enfoque, el sistema que nos suele servir hábilmente es eminentemente sensato. En un contexto de información, sabemos concentrarnos en su aspecto más importante para nosotros –un repentino ruido en medio de la oscuridad, el olor a comida cuando tenemos hambre, la visión de nuestro jefe levantándose para hablar. Esto provoca un gran sentido evolutivo; menos, sería inaceptable–. Aquí está la peculiaridad. Nuestra atención no siempre se dirige al aspecto más importante de una situación. En ocasiones, podemos llegar a creer que algo es importante no por su significancia inherente sino, más bien, porque otro factor ha dirigido nuestra atención hacia ese aspecto. Cuando en una encuesta realizada en los Estados Unidos se pidió a los participantes que nombraran dos sucesos nacionales que consideraban haber sido «especialmente importantes» en la historia de su país, nombraron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 alrededor de un 30 por ciento de las veces. Pero cuando la cobertura de los medios de comunicación aumentó durante los días anteriores a su décimo aniversario, la percepción subió hasta un 65 por ciento. Poco después del aniversario, cuando dejaron de aparecer artículos en los medios sobre dicho suceso, también se redujo la importancia de la tragedia, cayendo hasta el nivel del 30 por ciento. Claramente, los cambios en la cobertura por parte de los medios, que influyeron en la atención de los observadores, alteraron de forma considerable la estimación de su importancia nacional. Un estudio de visitantes a una tienda de muebles por Internet dirigía a la mitad de ellos a una página de destino que hacía que centraran su atención en una imagen de nubes esponjosas antes de que pudieran ver las ofertas de la tienda. Ese foco de atención dispuesto por los investigadores hizo que los visitantes calificaran la comodidad de los muebles como el factor más importante para ellos y, por consiguiente, para su preferencia de compra de muebles más cómodos. Sin embargo, la otra mitad de los visitantes no mostraron esta pauta. Calificaron el precio como lo más importante y mostraron preferencia por los muebles más baratos. ¿Por qué? Habían sido enviados a una página de destino que hacía que centraran su atención en una imagen relacionada con el precio: unas cuantas monedas. Así pues, el concepto sobre el que se había centrado estratégicamente la atención de los visitantes cambió sustancialmente su relevancia. Por último, a los participantes en un estudio de Internet se les pidió que dirigieran su atención a unas fotografías de sí mismos que o bien los mostraba como eran o bien con el aspecto que tendrían cuando envejeciesen. Aquellos que consideraron estas versiones envejecidas de sí mismos se mostraron más dispuestos a dedicar más fondos a sus planes de pensiones. Llama la atención que esto no ocurría si veían fotografías envejecidas de otras personas. El efecto se limitaba específicamente a su propio bienestar futuro. Al centrar la atención en imágenes de sí mismos cuando estuvieran más cerca de la jubilación hacía que los individuos elevaran la importancia de cuidar de esa persona. Si las personas que se dedican a la información, los diseñadores de páginas web y los investigadores de ahorros pueden servirse del foco de atención para aumentar la importancia experimentada de los atentados del 11 de septiembre, las características de los muebles y la financiación de un plan de pensiones, ¿por qué no podemos hacer lo mismo para promover la causa de la unidad? ¿Por qué no podemos usar el poder del foco que mejora el estatus para aumentar el valor percibido de las conexiones intergrupales? Eso implicaría formarnos a nosotros mismos para estar en sintonía con la contracorriente del resentimiento, la hostilidad o los prejuicios hacia miembros de otros grupos y redirigir nuestra atención a conexiones compartidas legítimas. El acto de esa redirección no solo nos haría pasar mentalmente de las divisiones a las conexiones, sino que el posterior cambio de atención serviría para debilitar las divisiones y dar más fuerza a las conexiones a través del impacto de la atención que magnifica la importancia. ¿Es esto una ingenuidad por mi parte? Puede ser. O puede que no. En primer lugar, contaríamos con un extraordinario socio en nuestra misión. Contaríamos con el foco de atención como nuestro amigo, nuestra fuerza y nuestro combustible. En segundo lugar, existen evidencias de que las personas pueden ser formadas para apartar su atención de pensamientos amenazantes y dirigirla a otros que lo sean menos, un cambio que provocaría una menor preocupación en lo concerniente a los orígenes de esos pensamientos. Por último, si nos empeñamos en alejar nuestra atención de los aspectos que separan para llevarla a los que nos conectan siempre que estemos ante otros grupos o simplemente tengamos noticias de ellos, y conseguimos que funcione, lograríamos cumplir con nuestra gran misión. Pero si nuestra lucha por basar nuestros pensamientos en las conexiones compartidas no funciona –quizá porque incluso con el impulso del foco de atención, los vínculos simplemente no son lo suficientemente fuertes– aún contaremos con un as bajo la manga. Solo tendremos que reflexionar sobre nuestro intento sincero de conseguir la sensación de un «nosotros» con el otro grupo como prueba de nuestro verdadero deseo personal por conseguirlo. En cualquier caso, la unidad intergrupal debería ganar puntos en nuestros principios. En cualquier caso, la unidad intergrupal debería desarrollarse[115]. Defensa frente a esta regla La mayoría de las empresas tienen «Códigos de conducta» que se espera que sus empleados lean al tomar posesión de su empleo para cumplirlo durante el tiempo que trabajen para dicha organización. En muchos casos, ese código sirve de base de una formación ética que reciben los trabajadores. Un estudio sobre empresas de producción que aparecían en el índice bursátil S&P 500 concluyó que las empresas se dividen entre las que redactan su código de conducta principalmente con un lenguaje vinculado con la unidad y que se refiere a su personal con expresiones como «nosotros» y las que usan un lenguaje más formal y que utilizan expresiones del tipo «miembro» o «empleado» para referirse a su personal. Resulta muy sorprendente que las organizaciones que usan el lenguaje basado en el «nosotros» para reflejar las responsabilidades éticas son más proclives a practicar conductas ilegales durante su ejercicio. Para entender los motivos, los investigadores dirigieron una serie de ocho experimentos en los que los participantes realizaban una tarea tras mostrarles las instrucciones éticas del código de conducta que usaban bien un lenguaje de unidad (describiendo a los trabajadores con términos basados en el «nosotros») o bien un lenguaje impersonal (describiéndolos como «miembros»). Surgieron varias conclusiones reveladoras. Los participantes con el primer tipo de código de conducta se mostraban más dispuestos a mentir o engañar para obtener incentivos y, por tanto, para enriquecerse a expensas de la empresa. Otras dos conclusiones sirven para dar una explicación a esto. En primer lugar, el lenguaje basado en el «nosotros» hacía que los participantes creyeran que la organización no estaría tan dispuesta a realizar labores de vigilancia para cazar a los que incumplieran la política ética. En segundo lugar, los participantes que recibían esas instrucciones creían que, si sorprendían a algún infractor, la organización se mostraría más tolerante e indulgente. Como hemos visto en capítulos anteriores, cada uno de los principios de influencia puede ser aprovechado por oportunistas que se adueñan de su fuerza en beneficio propio –dando pequeños e insignificantes regalos para obligar a sus receptores a corresponder con favores mayores, mintiendo en estadísticas para dar la falsa impresión de que existe aprobación social para sus ofertas, falsificando credenciales para dar a entender una autoridad sobre una materia, etcétera–. El principio de unidad no es diferente. Una vez que los explotadores perciben que se han adentrado en nuestro grupo basado en el «nosotros», tratan de aprovecharse de nuestra primigenia tendencia a minimizar, excusar e incluso permitir las fechorías de otros miembros. En este aspecto, las empresas no son las únicas. A partir de un par de desagradables experiencias personales puedo mencionar otro tipo de unidades de trabajo que pueden hacer que surjan esos mismos oportunistas y esas mismas tendencias regidas por la unidad para tolerarlos. Los sindicatos son una de ellas –como se evidencia en la disposición en sindicatos de policías, de bomberos, del sector de la industria y del sector servicios para ponerse del lado de sus miembros, incluso de los peores–. Los sindicatos proporcionan enormes beneficios, no solo a sus sindicados, sino también a la sociedad en general, en forma de mejores normativas de seguridad, garantías de ajustes de salarios, políticas de permisos de paternidad y una clase media más amplia y económicamente solvente. Pero en la esfera de la adecuada conducta ética en el trabajo, los sindicatos muestran un claro defecto. Protegen a individuos que no actúan con ética y los defienden, a menudo, ante claras evidencias de indignantes y persistentes incumplimientos, simplemente porque ese infractor es uno de los suyos. Un familiar mío, ya fallecido, era uno de esos infractores. En su trabajo como soldador en una fábrica, fingió estar enfermo, se comportaba como un gandul, ladrón de poca monta, engañaba a la hora de fichar y falsificaba accidentes laborales y se vanagloriaba de todo ello, riéndose de los vanos intentos de sus jefes para despedirle. Decía que las cuotas de su sindicato constituían la mejor inversión económica que había hecho nunca. Su sindicato le defendía en cada incumplimiento ético –no porque le preocupara lo que estaba bien o mal, sino por otro tipo de responsabilidad ética: la de la lealtad a sus miembros–. El subsiguiente modo inflexible con que el sindicato le permitía aprovecharse de esa lealtad en beneficio propio siempre me inquietó. Los actos de un segundo tipo de unidad laboral, la del clero católico romano, me han afectado de igual modo. Me crie en un hogar católico, he vivido en un barrio católico, he asistido a un colegio católico y he participado en los servicios de la Iglesia católica hasta mi juventud. Aunque ya no soy practicante, sigo manteniendo un vínculo que me permite sentirme orgulloso de los proyectos de beneficencia de la Iglesia para aliviar la pobreza. Ese mismo vínculo me ha hecho avergonzarme del modo escandaloso con que la jerarquía eclesiástica ha tratado los abusos perpetrados por sacerdotes que, más que rezar por los niños, los convertían en sus presas. Cuando empezaron a aparecer noticias de la penosa gestión de esta situación por parte de la jerarquía eclesiástica –perdonando a los sacerdotes que cometían abusos, ocultándolos y dándoles una segunda y tercera oportunidad en otras parroquias– oí a varios defensores dentro de mi grupo que trataban de restar importancia a esa mala conducta. Argumentaban que esa jerarquía está compuesta también por sacerdotes y que una de sus principales características es conceder el perdón de los pecados. Por tanto, se estaban limitando a hacer lo que se correspondía con sus obligaciones religiosas. Yo sabía que esta no era una verdadera justificación. Las autoridades de la Iglesia no solo perdonaban esos abusos, sino que ocultaban información al respecto. Con el fin de proteger a su grupo, los encubrían de tal forma que permitían que volviese a ocurrirles lo mismo a nuevas poblaciones de niños que pronto estarían aterrorizados y marcados de por vida. Habían descendido a una zanja moral desde la que podrían justificar sus actos basándose en el sentimiento del «nosotros». ¿Sería posible impedir a miembros maliciosos de grupos de trabajo basados en el «nosotros» que ejerzan actividades de las que ellos mismos se benefician y que vemos en alianzas tan diversas como pueden ser las unidades empresariales, los sindicatos y las organizaciones religiosas? Yo así lo creo, pero para ello sería necesario que cada una de esas alianzas dé estos tres pasos: 1) ver que sus miembros corruptos asumen que están protegidos por la disposición de los grupos basados en el «nosotros» de justificar a miembros que incumplan las normas; 2) anunciar a todos los involucrados que dicha indulgencia no estará a su disposición en este grupo de «nosotros» en particular; y 3) establecer posteriormente unas normas de despido de cero tolerancia ante abusos demostrados. ¿Cuándo y dónde debería realizarse ese compromiso con el comportamiento ético? Desde el principio, con el acceso como miembro del grupo en el código de conducta de la organización. Y a partir de ahí, con cierta regularidad, en reuniones de equipo donde quede definida la conducta ética y no ética y donde se reitere y explique la firmeza de la política de intolerancia. Una revisión del estudio descrito en el capítulo siete sugiere que este tipo de compromiso por escrito ante valores importantes podría, de hecho, servir de estimulante para que esos valores sigan en pie. Una vez aprendí, de primera mano y por casualidad, lo bien que pueden funcionar este tipo de compromisos. Durante una época de mi carrera profesional, actué como testigo experto en casos legales, la mayoría relativos a publicidad y prácticas de marketing engañosas por parte de fabricantes. Pero, tres años después, lo dejé. La razón principal fue la urgencia del trabajo que tenía que realizar. No era inusual recibir montones de documentación que tenía que conocer –declaraciones, alegatos, peticiones, informes de pruebas y sentencias previas– antes de poder redactar una declaración preliminar propia con mi opinión. Ese informe tenía que entregarlo y defenderlo después cuando, en una declaración formal, era interrogado por un conjunto de abogados de la otra parte. Antes de la fecha de la declaración, se esperaba que yo me reuniera, a menudo en múltiples ocasiones, con miembros del equipo de abogados que me habían contratado para organizar y pulir mi alegato con el fin de provocar el máximo impacto. Lo que ocurría en esas reuniones generaba para mí un problema completamente distinto de carácter ético. Me convertí en miembro de un grupo unificado basado en el «nosotros» con un objetivo específico: ganar el caso contra el equipo de abogados y testigos expertos del otro grupo. Durante la época en que trabajamos juntos, fui entablando amistad con mis compañeros y llegué a apreciar sus habilidades intelectuales en nuestras conversaciones, a adquirir gustos compartidos en la comida y la música y a sentirme más unido a ellos durante las copas gracias a las muestras de sinceridad recíprocas (que por lo general, salían a la luz durante la segunda ronda). Durante los preparativos, me quedó claro que mi opinión sería un arma importante entre el resto del armamento que se iba a emplear contra nuestros rivales. Cuanto más respaldo diera mi opinión a nuestro caso y más seguridad mostrara yo al expresarla, mejor nos iría. Aunque rara vez se expresaban en voz alta estos sentimientos, supe enseguida cómo elevar mi estatus como miembro del equipo. En la medida en que durante mi declaración yo pudiera hacer hincapié en la importancia de los aspectos de las pruebas –incluida la documentación que tenía que estudiar– que se correspondieran con nuestros argumentos mientras restaba importancia a los aspectos que no, me considerarían cada vez más leal al grupo y a sus objetivos. Desde el principio, sentí las presiones del conflicto moral en que me encontraba. Como científico, me veía obligado a hacer una presentación de las pruebas lo más precisa posible y, además, a mostrar una confianza sincera en mi análisis de esas pruebas. Al mismo tiempo, formaba parte de un grupo basado en el «nosotros» que estaba éticamente obligado (por sus obligaciones profesionales) a buscar el mayor beneficio para sus clientes. Aunque en ocasiones yo hice mención a los valores de la integridad científica ante mis compañeros, nunca estuve seguro de que entendieran del todo aquella prioridad. Un tiempo después, pensé que sería mejor expresar con claridad ante mis compañeros de equipo (y ante mí mismo) mi compromiso con esos valores antes que con los de ellos y hacerlo a través de una declaración formal. Empecé a añadir a mis informes un párrafo final en el que indicaba que mis opiniones se basaban en parte en la información y argumentos que me habían proporcionado los abogados que me habían contratado y que dichas opiniones podrían estar sujetas a modificaciones ante cualquier dato o argumento nuevo que pudiera aparecer, incluidos los que ofrecieran los abogados de la otra parte. Este párrafo marcó de inmediato una diferencia y provocó que mis compañeros me consideraran menos leal, lo cual hizo que me sintiera reafirmado en mi rol preferido. Asimismo, ese párrafo tuvo una ventaja inesperada en un caso legal en el que declaré que las campañas de publicidad de una empresa eran engañosas en lo que respectaba a las propiedades saludables de sus productos. La empresa era muy rentable y contaba con los recursos para contratar a un equipo de abogados dirigidos por el que quizá era el letrado más hábil que he conocido nunca. En una declaración que requería que yo mostrara mi opinión preliminar, mi labor era la de defender mi postura; la suya, la de tratar de diezmar mis opiniones, mi credibilidad y mi integridad de la forma que fuese posible, cosa que hizo con críticas a modo de estocadas que yo tuve que evitar constantemente. Curiosamente, yo estaba disfrutando de aquella interacción por el desafío intelectual que representaba, cuando él hizo algo que jamás me habría esperado. Me recordó mis escritos sobre la táctica de influencia del pie en la puerta (véase el capítulo siete) y también un estudio en el que unos vecinos aceptaban colocar un pequeño cartel en sus ventanas que defendía la conducción segura y que hizo que, semanas después, se mostraran más dispuestos a hacer algo al respecto que, de lo contrario, jamás habrían hecho (colocar un cartel grande en sus jardines con el mismo propósito). Me preguntó si yo pensaba que eso quería decir que un compromiso expresado en público, como podía ser un cartel colocado en una ventana, podría conducir a la gente a adoptar posturas más extremas sobre esa misma idea. Cuando respondí que sí, él aprovechó la ocasión para levantar en el aire mi declaración preliminar y decir: «Esta declaración me parece un primer compromiso público que usted ha expresado y que, según sus propias palabras, le empujará a mantener una actitud coherente con el mismo, incluso hasta el punto de adoptar una postura más extrema, sea cual sea. Por lo tanto, ¿por qué vamos a tener que creer nada de lo que usted tenga que decir a partir de ahora? Es evidente, profesor Cialdini, que usted ya ha colocado un cartel en su ventana». Me quedé tan impresionado que apoyé la espalda en mi asiento y admití: «¡Eso es muy ingenioso!». Él movió la mano en el aire como rechazando el cumplido e insistió en que respondiera, mientras mostraba en todo momento la sonrisa de un cazador que veía una nueva presa atrapada en su cepo. Por suerte, yo no estaba atrapado. Le pedí que leyera el último párrafo de mi declaración en el que me comprometía a aceptar cualquier nueva información y realizar el consiguiente cambio y no mantener una postura coherente con lo que previamente había declarado. «En realidad –le dije cuando él levantó los ojos del papel– ese sí que es mi cartel de la ventana». Él no apoyó la espalda en su asiento ni lo dijo en voz alta, pero estoy casi seguro de que le vi pronunciar en silencio las palabras: «Eso es muy ingenioso». Me alegra que pensara eso pero, a decir verdad, aquel párrafo no estaba diseñado para defenderme de su ataque a mi declaración. Mi objetivo era abordar una cuestión distinta que yo tenía que tratar como testigo experto: la presión que ejercía mi grupo de abogados basado en el «nosotros» –y, a medida que había ido creciendo la amistad, la presión cada vez mayor que sentía dentro de mí– para dar forma a una versión de la realidad que fuese fiel a mi obligación ética hacia mi grupo. Aquel párrafo suponía un intento, logrado, en mi opinión, de hacer que todo el mundo viera por escrito que yo no iba a desviarme de esa dirección. ¿Cuál es la importancia de esta anécdota para organizaciones que quieren recoger los frutos de la cultura del trabajo grupal basado en el «nosotros», tales como una mayor cooperación y armonía, sin incurrir en las corruptelas de oportunistas desatados que puedan surgir entre sus filas? En su código de conducta, cada organización debería incluir un «cartel en la ventana» donde se comprometa con una cláusula de cero tolerancia y donde se especifique que habrá despido sobre la base de un grave incumplimiento o varios incumplimientos leves del código que queden probados. La base de esa norma de cero tolerancia debería enmarcarse en virtud de la satisfacción y el orgullo asociados con una cultura ética en el trabajo –y, lo que es más importante, en virtud de un deseo sincero de defender la sensación de unidad en el trabajo–. ¿Por qué esta última inclusión? Porque si de verdad funcionara para rescatar a la organización de una deficiencia del sentimiento del «nosotros» apelando a la necesidad de ese «nosotros»… eso sería muy ingenioso[116]. RESUMEN • Las personas damos nuestra conformidad a quien consideramos que es uno más de nosotros. Experimentar la sensación de un «nosotros» (unidad) con otros consiste en experimentar identidades compartidas –categorías parecidas a las tribales que los individuos usan para definirse a sí mismos y a sus grupos, tales como la raza, la etnia, la nacionalidad y la familia, así como las afiliaciones políticas y religiosas–. • Las investigaciones sobre los grupos basados en un «nosotros» han dado como resultado tres conclusiones generales. Los miembros de estos grupos favorecen los resultados y el bienestar de miembros de sus grupos por encima de los de otros. Los miembros que pertenecen al «nosotros» se sirven también de las preferencias y acciones de los miembros de sus grupos como guía de las propias, cosa que eleva la solidaridad grupal. Por último, estas tendencias partidistas han surgido de manera evolutiva como formas de favorecer a nuestros grupos basados en un «nosotros» y, en última instancia, a nosotros mismos. Estas tres constantes han salido a la luz en una amplia variedad de ámbitos, incluidos el empresarial, el político, el deportivo y el de las relaciones personales. • La percepción de estar juntos con otras personas constituye un factor fundamental que conduce a sentimientos basados en un «nosotros». Esta percepción está generada por las similitudes en el parentesco (cantidad de superposición genética) así como en las de lugar (incluidos el hogar, la localidad o la región). • La experiencia de actuar juntos al unísono o de forma coordinada es un segundo factor fundamental que conduce a una sensación de unidad con los demás. La experiencia musical compartida es una forma en que las personas pueden actuar juntas y sentir una consiguiente unidad. Otros modos implican el intercambio recíproco repetido, el sufrimiento juntos y la cocreación. • Puede que resulte posible la utilización de los efectos unificadores de estar juntos y actuar juntos para aumentar las posibilidades de unirnos como especie. Ello implicaría la decisión de compartir con miembros de otros grupos experiencias de familia en nuestros hogares, experiencias de vecindad en nuestras comunidades y experiencias de amistad en nuestras interacciones sociales. • Otros tipos de conexiones que implican identidad nacional, enemigos mutuos, experiencias emocionales conjuntas y perspectivas compartidas conducen también a sensaciones de unidad con miembros de otros grupos. Por desgracia, suelen ser a corto plazo. Sin embargo, la concentración y repetición de la atención en esas conexiones puede hacerlas más duraderas si se aumenta su importancia percibida. CAPÍTULO NUEVE INFLUENCIA INSTANTÁNEA CONSENTIMIENTO PRIMITIVO PARA UNA ERA AUTOMÁTICA Todos los días, en todos los aspectos, me va mejor. Émile Coué Todos los días, en todos los aspectos, estoy más ocupado. Robert Cialdini En la década de 1960, un hombre llamado Joe Pyne presentaba un programa de entrevistas en la televisión bastante conocido que se realizaba en California. El programa se caracterizaba por el estilo incisivo y cáustico de Pyne con sus invitados, en su mayoría artistas ansiosos por alcanzar notoriedad, aspirantes a famosos y representantes de organizaciones políticas o sociales marginales. El carácter mordaz del presentador estaba destinado a conseguir que sus invitados se enzarzaran en discusiones, hicieran confesiones embarazosas y quedaran en ridículo. No era inusual que Pyne presentara a un invitado y, de inmediato, se lanzara a atacar sus creencias, su talento o su aspecto. Algunos afirmaban que el estilo ácido de Pyne se debía, en parte, a que la amputación de una de sus piernas le había agriado el carácter para siempre; otros decían que simplemente era aficionado al insulto por naturaleza. Una noche invitaron al programa al músico de rock Frank Zappa. En aquel momento de la década de 1960, ver a chicos con el pelo largo seguía siendo poco corriente y resultaba controvertido. Tan pronto como Zappa fue presentado se produjo el siguiente diálogo: Pyne: Por su pelo largo, supongo que es usted una chica. Zappa: Por su pata de palo, supongo que es usted una mesa. Automaticidad primitiva Aparte de contener la que podría ser mi improvisación favorita, el diálogo entre Pyne y Zappa sirve para ilustrar un tema fundamental de este libro: cuando tomamos una decisión sobre alguien o sobre algo, no solemos hacer uso de toda la información pertinente de la que disponemos. Utilizamos solo una parte muy representativa del total. Un elemento aislado de la información, aunque por lo general nos oriente de forma adecuada, puede llevarnos a cometer errores claramente estúpidos que, cuando son hábilmente aprovechados por otra persona, nos harán parecer ridículos, como poco. Al mismo tiempo, también ha aparecido otro tema paralelo que contribuye a complicar el problema: a pesar de la vulnerabilidad al adoptar decisiones estúpidas que acompaña a la confianza en un solo elemento de la información disponible, el ritmo de la vida moderna nos exige utilizar con frecuencia ese atajo. Recordemos que en el capítulo uno comparábamos dicho atajo con la respuesta automática propia de los animales inferiores, cuyas complejas pautas de comportamiento podrían desencadenarse por la presencia de un único estímulo: un piar característico, un tono rojo en las plumas del pecho o una secuencia determinada de destellos de luz. La razón por la que estos animales inferiores han de apoyarse en tales estímulos aislados está en su limitada capacidad mental. Sus pequeños cerebros no pueden registrar y asimilar toda la información importante que proporciona el entorno. Por tanto, estas especies han desarrollado sensibilidades especiales hacia determinados aspectos de la información. Dado que esos elementos de información seleccionados suelen ser suficientes para indicar una respuesta correcta, el sistema suele resultar eficiente: por ejemplo, cuando una pava oye el piar –clic, activación– despliega el comportamiento maternal correspondiente de una forma mecánica que deja libre gran parte de la limitada capacidad de su cerebro para hacer frente a las otras situaciones y decisiones a las que debe enfrentarse. Por supuesto, nosotros contamos con unos mecanismos cerebrales más eficaces que los que poseen las mamás pavas o cualquier otro animal. Nuestra capacidad para tener en cuenta una multitud de datos y, por consiguiente, tomar decisiones acertadas no tiene parangón. De hecho, esta ventaja sobre otras especies para poder asimilar la información nos ha ayudado a convertirnos en la forma de vida dominante en el planeta. Aun así, nuestra capacidad tiene también limitaciones. Para ser eficientes, nos vemos obligados a cambiar a veces el largo, complejo y detallado proceso de la toma de decisiones por un tipo de respuesta más automático y primitivo, basado en un solo dato. Por ejemplo, a la hora de decidir si accedemos o no a una petición, solemos prestar atención a una parte sola de la información de la situación. En capítulos anteriores hemos explorado varios de los elementos aislados de información que más usamos para tomar nuestras decisiones relacionadas con la persuasión. Son las guías más populares precisamente por ser las más fiables, las que normalmente nos señalan cuál es la decisión correcta. Esta es la razón por la que empleamos los factores de la reciprocidad, la simpatía, la aprobación social, la autoridad, la escasez, el compromiso y la coherencia y la unidad con tanta frecuencia y de forma tan automática a la hora de tomar nuestras decisiones en relación con la persuasión. Cada uno por sí mismo ofrece una indicación muy fiable de cuándo nos conviene más decir que sí en lugar de no. Es más probable que usemos estas indicaciones aisladas cuando carecemos de ganas, tiempo, energías o recursos cognitivos para realizar un análisis completo de la situación. Cuando tenemos prisa o nos sentimos estresados, inseguros, indiferentes, distraídos o cansados, prestamos menos atención a toda la información a nuestro alcance. En estas circunstancias, solemos recurrir a la técnica, bastante primitiva pero necesaria, «de considerar una sola prueba» para tomar una decisión. Todo ello nos conduce a un panorama perturbador: con el sofisticado aparato mental que hemos usado para llegar a ser la especie superior en el mundo, hemos creado un entorno tan complejo, acelerado y cargado de información, que cada vez más tenemos que enfrentarnos a él del mismo modo que los animales a los que superamos hace mucho tiempo. Automaticidad moderna John Stuart Mill, el economista, pensador político y filósofo de la ciencia británico, murió hace un siglo y medio. El año de su muerte (1873) es importante porque se dice que fue el último hombre del mundo que llegó a saber todo lo que se podía saber. Hoy nos parece ridícula la idea de que alguno de nosotros podamos llegar a abarcar todo lo que se conoce. Tras miles de años de lenta acumulación, el conocimiento humano ha entrado en una era de expansión en crecimiento imparable y monstruoso. Ahora vivimos en un mundo en el que la mayor parte de la información tiene menos de quince años de antigüedad. Solo en ciertos campos de la ciencia (la física, por ejemplo), se dice que el conocimiento se duplica cada ocho años. La explosión de la información científica no se limita tan solo a materias arcanas como la de la química molecular o la física cuántica, sino que se extiende a ámbitos de conocimiento más cotidianos en los que tenemos que esforzarnos por mantenernos al día – salud, educación, nutrición…–. Es más, probablemente este rápido crecimiento continúe dándose porque los investigadores van introduciendo sus más recientes hallazgos en una media de dos millones de artículos al año en publicaciones científicas. Aparte del impresionante avance de la ciencia, las cosas también están cambiando con rapidez en ámbitos más cotidianos. Según los sondeos anuales realizados por Gallup, los temas que se consideran más importantes entre el público son cada vez más diversos y cortoplacistas. Además, viajamos más y más rápido; nos mudamos con más frecuencia a nuevos domicilios, que se construyen y derriban con más rapidez; contactamos con más personas y mantenemos relaciones más cortas con ellas; en el supermercado, en los concesionarios de coches, en los centros comerciales, nos enfrentamos a múltiples decisiones sobre estilos, productos y aparatos tecnológicos que desconocíamos el año anterior y que muy bien pueden quedar obsoletos y en el olvido al siguiente. La novedad, la transitoriedad, la diversidad y la aceleración son las principales características de la existencia civilizada. Esta avalancha de información y decisiones se hace posible por la expansión de los avances tecnológicos. En primera línea están los avances en nuestra capacidad de recopilar, almacenar, recuperar y comunicar información. Al principio, los frutos de tales avances estaban limitados a las grandes organizaciones –organismos gubernamentales o poderosas corporaciones–. Con el desarrollo posterior de las telecomunicaciones y la tecnología informática, el acceso a tan asombrosas cantidades de información ha quedado al alcance de todos. Los sistemas inalámbricos y por satélite proporcionan rutas para que la información pueda ser accesible al hogar y a la persona media. El poder de información de un único teléfono móvil supera al que tenían universidades enteras apenas unos años atrás. Pero tengamos en cuenta un dato revelador: nuestra era moderna, a la que a menudo se conoce como la Era de la Información, nunca ha sido denominada la Era del Conocimiento. La información no se corresponde de forma directa con el conocimiento. Primero, se debe procesar… acceder a ella, asimilarla, comprenderla, integrarla y retenerla. BUZÓN ELECTRÓNICO 9.1 ¿Aceptas a este teléfono? Sí, quiero… a todas partes. Nota del autor: El poder informativo de nuestros aparatos informáticos no solo no tiene precedentes, sino que puede resultar adictivo (Foerster et al., 2015; Yu y Sussman, 2020). Algunos estudios demuestran que las personas miran su teléfono de media más de cien veces al día y un 84 por ciento aseguran que «no podrían pasar un solo día sin sus móviles». BIZZAROCOMICS.COM Facebook.com/BizarroComics Distribuido por King Features Santificarás los atajos Dado que la tecnología puede evolucionar mucho más deprisa que nosotros, es posible que nuestra capacidad innata de procesar información sea cada vez menos apropiada para manejar la abundancia de cambios, opciones y desafíos que caracterizan la vida moderna. Cada vez resulta más frecuente que nos encontremos en la misma situación que los animales inferiores, dotados de un aparato mental inadecuado para hacer frente a la complejidad y riqueza de su entorno. Pero, a diferencia de estos animales, cuya capacidad cognitiva ha sido siempre relativamente deficiente, nosotros hemos creado nuestra propia deficiencia al construir un mundo radicalmente más complejo. Las consecuencias son las mismas que han sufrido siempre los animales: a la hora de tomar una decisión, cada vez dispondremos menos de un análisis ponderado y completo de toda la situación. En respuesta a esta «parálisis del análisis» centraremos cada vez más nuestra atención en un elemento aislado y normalmente fiable de la situación[117]. Cuando esos elementos aislados son de verdad fiables, no hay nada inherentemente malo en la técnica del atajo de concentrar la atención en un dato concreto y responder automáticamente a él. El problema aparece cuando algo provoca que las indicaciones habitualmente fiables actúan como malas consejeras y nos llevan a acciones equivocadas o decisiones erróneas. Como hemos visto, una de esas causas está en las argucias de determinados profesionales de la persuasión, que intentan aprovecharse de la naturaleza irreflexiva y mecánica de la respuesta del atajo. Si, como parece, la frecuencia de esta forma de respuesta aumenta a la vez que el ritmo y la forma de la vida moderna, podemos estar seguros de que se terminará también incrementando la frecuencia de estas argucias. ¿Qué podemos hacer ante estos ataques intensificados contra nuestro sistema de atajos? Más que una acción evasiva, yo recomiendo un enérgico contraataque; sin embargo, hay que hacer una importante salvedad. Los profesionales de la persuasión que juegan limpio con la respuesta automática no deben considerarse como adversarios; son, por el contrario, aliados nuestros en un proceso de intercambio eficiente y adaptativo. Los verdaderos objetivos de nuestra contraofensiva son solamente los que falsifican, engañan o desfiguran las pruebas que de forma natural indican nuestras respuestas de los atajos. Tomemos un ejemplo del que tal vez sea el atajo que con más frecuencia usamos. De acuerdo con el principio de aprobación social, a menudo decidimos hacer lo que hacen otras personas como nosotros. Esto tiene toda la lógica, puesto que la mayoría de las veces una acción que es popular en determinada situación suele ser también práctica y adecuada. Así, un anunciante que, sin recurrir a estadísticas engañosas, informe de que una marca de pasta de dientes es la que más se vende, nos habrá ofrecido pruebas valiosas de la calidad del producto y una probabilidad de que nos va a gustar. Cuando vayamos a comprar pasta de dientes, es posible que queramos confiar en ese dato aislado para probar esa marca. Es muy probable que esta estrategia nos lleve en la buena dirección y poco probable que haga que nos equivoquemos, y con ella conservaremos nuestras energías cognitivas para enfrentarnos al resto de nuestro entorno, que cada vez está más sobrecargado de información y de decisiones. El anunciante que nos permite usar esta eficaz estrategia no es nuestro antagonista, sino nuestro socio colaborador. Sin embargo, la cosa cambia un poco cuando un profesional de la persuasión trata de provocar que respondamos con un atajo al ofrecernos una señal falsa para que lo hagamos. Nuestro enemigo es el anunciante que trata de crear una imagen de popularidad para una marca de pasta de dientes, por ejemplo, fingiendo una serie de «entrevistas espontáneas» falsas en las que unos actores interpretan a ciudadanos corrientes que elogian el producto. En este caso, con una falsificación de las pruebas, se está aprovechando de nosotros, del principio de aprobación social y de que respondamos con un atajo. En un capítulo anterior recomendaba no comprar ningún producto que se anunciara con falsas «entrevistas espontáneas» e instaba a que enviáramos a los fabricantes de ese producto cartas en las que detalláramos la razón y les sugiriéramos que cambiaran de agencia de publicidad. También recomendaba extender esta postura agresiva a cualquier situación en la que un profesional de la influencia se aproveche así del principio de la aprobación social (o cualquier otro principio de influencia). Deberíamos negarnos a ver programas de televisión que hagan uso de las risas enlatadas. Si, tras esperar en la cola de una discoteca, vemos que hay mucho espacio vacío dentro y que nos han hecho esperar para llamar la atención de los transeúntes con la falsa evidencia de la popularidad del local, deberíamos marcharnos de inmediato e informar del motivo a los que aún siguen en la cola. Deberíamos boicotear las marcas que descubramos que están publicando reseñas falsas en páginas de Internet sobre valoración de productos y publicarlo en nuestras redes sociales. En definitiva, deberíamos estar dispuestos a utilizar la vergüenza, la amenaza, la confrontación, la censura, el alegato o lo que haga falta para contraatacar. No me considero una persona belicosa por naturaleza, pero defiendo activamente este tipo de acciones beligerantes porque, en cierto modo, estoy en guerra contra los explotadores. Todos lo estamos. Sin embargo, es importante reconocer que la búsqueda de su propio beneficio no es la causa de las hostilidades; al fin y al cabo, eso es algo que, en mayor o menor medida, todos compartimos. La verdadera traición y lo que no podemos tolerar, son los intentos de obtener ese beneficio de tal forma que constituyan una amenaza para la fiabilidad de nuestros atajos. La complejidad de la vida cotidiana actual nos exige que contemos con atajos fiables, reglas sensatas para poder enfrentarnos a ella. Ya no se trata de lujos; son verdaderas necesidades, que cada vez se vuelven más cruciales a medida que se acelera nuestro ritmo. Por esta razón, deberíamos contraatacar cada vez que veamos que alguien traiciona una de nuestras reglas de oro en su propio beneficio. Queremos que esas reglas sean lo más efectivas posible. A medida que su efectividad vaya quedando minada por los engaños de un oportunista, las iremos usando menos y nos sentiremos menos capaces de afrontar con eficiencia la carga diaria de las decisiones que debamos tomar cada día. No podemos consentir que eso ocurra sin plantarle cara. Nos estamos jugando demasiado. RESEÑAS DE LOS LECTORES 9.1 De Robert, un investigador de la influencia social de Arizona Hace un tiempo fui a una tienda a comprar una cosa cuando vi que vendían una televisión de pantalla grande y alta definición a un precio atractivo. Yo no había ido a comprar una televisión nueva, pero la combinación del precio y la alta valoración del producto hicieron que me parara a mirar las características. Brad, uno de los dependientes, se acercó a mí y me dijo: «Veo que está interesado en esta televisión. Y entiendo el porqué. Con este precio es una ganga. Pero tengo que decirle que es la última que nos queda». Eso hizo que mi interés se disparara de inmediato. A continuación, me contó que acababa de recibir una llamada de una mujer que le había dicho que iría esa misma tarde a comprarla. Yo había dedicado toda mi vida profesional a la investigación de la persuasión, así que supe que estaba utilizando conmigo el principio de escasez. No importó. Veinte minutos después, yo estaba saliendo de la tienda llevando en mi carro el «premio» que había conseguido. Dígame, doctor, ¿fui un tonto al reaccionar así ante la técnica de la escasez que empleó Brad? Nota del autor: Como ya habrán reconocido los lectores, el tal Robert era yo, lo cual me coloca en una posición especialmente bien informada para responder a su pregunta. Si debería sentirse o no engañado por aquel reclamo dependerá de si Brad le había sido sincero en cuanto a los aspectos de aquella situación relacionados con la escasez. Si es así, Robert debería estarle agradecido a Brad por haberle brindado aquella información. Por ejemplo, imaginemos que si Brad no hubiese informado a Robert de las circunstancias reales, este habría vuelto a casa, se lo habría estado pensando y habría regresado esa tarde para hacer la compra, descubriendo a continuación que ya habían vendido la última televisión que quedaba. Se habría enfadado con el dependiente: «¿Qué? ¿Por qué no me dijo que era la última antes de marcharme? ¿En qué estaba pensando?». Ahora, supongamos que en lugar de proporcionarnos una información sincera, Brad se hubiese inventado los datos de escasez relativos a la televisión. En ese caso, una vez que Robert se hubo ido, él volvió al almacén, cogió otro aparato del mismo modelo y lo colocó en el estante para poder vendérselo al siguiente cliente utilizando la misma argucia (por cierto, a los empleados de Best Buy se les sorprendió haciendo esto mismo hace unos años). Ya no sería el portador de información valiosa para Robert, sino un maldito oportunista. ¿Cuál sería el caso? Robert estaba decidido a averiguarlo. Volvió a la tienda a la mañana siguiente para ver si había a la venta otra televisión igual. No la había. Brad había sido honesto con él, lo cual animó a Robert a ir a su despacho y escribir una muy positiva reseña de la tienda y, especialmente, sobre Brad. Si Brad hubiese mentido, la respuesta habría sido igual de contundente en su condena. Cuando nos vemos expuestos a los principios de la influencia, deberíamos indefectiblemente fomentar aquellos que pretenden armarnos y degradar a los que buscan perjudicarnos. RESUMEN • La vida moderna es distinta de la de cualquier época anterior. Debido a los extraordinarios avances tecnológicos, la información no para de crecer, las alternativas se multiplican y el conocimiento se expande. Ante esta avalancha de cambios y opciones, hemos tenido que adaptarnos. Uno de esos ajustes fundamentales está en el modo en que tomamos nuestras decisiones. Aunque todos deseamos que nuestras decisiones sean lo más meditadas y ponderadas en cada circunstancia, los cambios y el ritmo acelerado de la vida moderna nos privan habitualmente de las condiciones adecuadas para realizar ese cauteloso análisis de todas las ventajas e inconvenientes. Nos vemos obligados cada vez más a recurrir a otra técnica en la toma de nuestras decisiones: un atajo en el cual la decisión de acceder (aceptar, creer o comprar) se hace sobre la base de un solo elemento de la información que por lo general es fiable. Los más fiables y, por tanto, los más populares entre estos únicos desencadenantes de la persuasión son los que se describen a lo largo de este libro. Se trata de los compromisos, las oportunidades de reciprocidad, el comportamiento de aquellos que son semejantes a nosotros, los sentimientos de simpatía o unidad, las instrucciones de autoridades y la información de la escasez. • Dada la tendencia cada vez mayor a la sobrecarga cognitiva en nuestra sociedad, es probable que haya un incremento proporcional de la frecuencia de los atajos al tomar una decisión. Los profesionales de la persuasión que incluyen en sus peticiones alguna de estas armas de influencia son los que tienen mayor probabilidad de éxito. La utilización de estas armas por parte de los profesionales no tiene necesariamente un propósito de explotación. Esto solo ocurre cuando dicha arma no es una característica natural de la situación, sino una invención del profesional de la persuasión. Con el fin de conservar el carácter ventajoso de la respuesta mediante el atajo, es importante mostrar oposición a esta invención con todos los medios posibles. AGRADECIMIENTOS Son muchas las personas que merecen y tienen mi gratitud por la ayuda prestada desde el principio para hacer posible este libro. Varios de mis compañeros académicos han leído todo el manuscrito desde su borrador inicial y han aportado inteligentes comentarios al mismo, afianzando enormemente sus posteriores versiones. Se trata de Gus Levine, Doug Kenrick, Art Beaman y Mark Zanna. Además, el primer borrador lo leyeron unos cuantos familiares y amigos –Richard y Gloria Cialdini, Bobette Gorden y Ted Hall– que no solo me ofrecieron apoyo emocional, sino también comentarios de lo más perspicaces y de peso. Un segundo grupo mucho mayor ha aportado útiles sugerencias en determinados capítulos o en varios: Todd Anderson, Sandy Braver, Catherine Chambers, Judi Cialdini, Nancy Eisenberg, Larry Ettkin, Joanne Gersten, Jeff Goldstein, Betsy Hans, Valerie Hans, Joe Hepworth, Holly Hunt, Ann Inskeep, Barry Leshowitz, Darwyn Linder, Debbie Littler, John Mowen, Igor Pavlov, Janis Posner, Trish Puryear, Marilyn Rall, John Reich, Peter Reingen, Diane Ruble, Phyllis Sensenig, Roman Sherman y Henry Wellman. Hay determinadas personas que han sido decisivas en las primeras etapas. John Staley fue el primer editor que supo ver el potencial de este proyecto. Jim Sherman, Al Goethals, John Keating, Dan Wagner, Dalmas Taylor, Wendy Wood y David Watson me proporcionaron las primeras y positivas críticas que animaron tanto al autor como a los editores. Me gustaría dar las gracias a los siguientes lectores por sus respuestas a una encuesta telefónica: Emory Griffin, de Wheaton College; Robert Levine, de la Universidad Estatal de California, en Fresno; Jeffrey Lewin, de la Universidad Estatal de Georgia; David Miller, del Colegio Universitario de Daytona Beach; Lois Mohr, de la Universidad Estatal de Georgia; y Richard Rogers, del Colegio Universitario de Daytona Beach. Las anteriores ediciones se beneficiaron enormemente de las reseñas de Assaad Azzi, de la Universidad de Yale; Robert M. Brady, de la Universidad de Arkansas; Amy M. Buddie, de la Universidad Estatal de Kennesaw; Brian M. Cohen, de la Universidad de Texas en San Antonio; Christian B. Crandall, de la Universidad de Florida; Maria Czyzewska, de la Universidad Estatal de Texas; A. Celeste Farr, de la Universidad Estatal de Carolina del Norte; Arthur Frankel, de la Universidad Salve Regina; Catherine Goodwin, de la Universidad de Alaska; Robert G. Lowder, de la Universidad de Bradley; James W. Michael, Jr., del Instituto Politécnico y la Universidad Estatal de Virginia; Eugene P. Sheehan, de la Universidad de Colorado del Norte; Jefferson A. Singer, del Connecticut College; Brian Smith, de la Universidad de Graceland; y Sandi W. Smith, de la Universidad Estatal de Míchigan. En cuanto a la presente edición, hay varias personas que merecen un agradecimiento especial. Mi agente, Jim Levine, ha sido fuente de exquisitos consejos. Mi editora de Harper Business, Hollis Heimbouch, y yo estuvimos tan de acuerdo tanto en asuntos de mayor como de menor importancia que el proceso de redacción y edición fue mucho más fluido de lo que yo había experimentado antes. Wendy Wong y la correctora Plaegian Alexander, también de Harper Collins, han hecho una labor extraordinaria al dar forma a mi manuscrito para su producción. Mi colega Steve J. Martin me ha proporcionado información privilegiada extraída de sus experimentos tan brillantemente realizados y que ha enriquecido y condimentado mis contenidos. Dado el alcance internacional de anteriores ediciones, pedí a Anna Ropiecka que me diera su opinión desde la perspectiva de un angloparlante no nativo, cosa que hizo con gran perspicacia y beneficio para el manuscrito final. En mi equipo de Influence At Work, Eily Vandermeer y Cara Tracy se mostraron dispuestas a ir más allá de sus obligaciones y, en el proceso, hicieron gala de nuevas e inestimables competencias. Cometería un grave error si no reconociera el continuo apoyo de Charlie Munger, que aportó al libro una credibilidad instantánea entre lectores pertenecientes a las comunidades financieras y de inversión. Y luego está Bobette Gorden –ayudante, compañera de trabajo, compañera de juegos y alma gemela– cuyos amables comentarios siempre han servido para mejorar la obra y cuyo amor ha hecho que cada día sea una alegría. Notas [1]. Merece la pena tratar de entender por qué, desde la publicación de Influencia, no he tenido que enfrentarme nunca a la indignante condescendencia que Boyle predijo en 2008, ni siquiera por parte de mis colegas académicos de la línea más dura. Creo que se debe, principalmente, a dos razones. La primera, que al contrario de las formas de ciencia social más populares que aparecen en los artículos de «interés humano» de los periódicos, yo hice el decidido esfuerzo de citar las publicaciones individuales (cientos) en las que basaba mis afirmaciones y conclusiones. La segunda, que en lugar de tratar de ensalzar mis propias investigaciones ni ningún conjunto de investigaciones en particular, intenté enaltecer un planteamiento en particular en la investigación de las reacciones humanas, el de la ciencia experimental del comportamiento. Aunque en aquel momento no fue esa mi intención, el efecto apabullante sobre mis compañeros en el ámbito de la ciencia experimental del comportamiento podría ser la confirmación de una creencia que he albergado desde hace mucho tiempo: las personas no hunden los barcos en los que van. [2]. Por desgracia, ciertas búsquedas en Internet revelaron que no puedo atribuir el origen de esa cita tan perspicaz a mi abuelo. Procede de su famoso compatriota Giuseppe Tomasi di Lampedusa. [3]. Merece la pena dejar claro que no he incluido entre estos siete principios la sencilla regla del egoísmo material: que la gente quiera obtener lo máximo posible y pagar lo mínimo. Esta omisión no se debe a ninguna idea por mi parte de que el deseo de conseguir el máximo beneficio y minimizar los costes carezca de importancia a la hora de tomar nuestras decisiones. Ni tampoco procede de ninguna prueba que haya obtenido de que los profesionales de la persuasión no conozcan el poder de esta regla. Más bien se trata de lo contrario. En mis investigaciones, he visto con frecuencia profesionales que, a veces de forma honesta y otras no, se sirven del persuasivo acercamiento del «Te ofrezco una ganga». He preferido no analizar en este libro la regla del interés propio por separado porque lo considero como un factor motivacional y evidente que merece su reconocimiento pero no una amplia descripción. [4]. El experimento de las bebidas energéticas lo dirigieron Shiv, Carmon y Aliery en 2005. En el momento en que leí el artículo (y pensé «¿Qué?»), yo estaba comprando bebidas energéticas que me ayudaran a terminar de redactar un gran trabajo para el que se acercaba la fecha de entrega. Antes de ver los resultados del estudio, nunca habría imaginado que el hecho de conseguir las bebidas a mejor precio, cosa que yo intentaba hacer siempre que me era posible, implicara que fueran menos eficaces para mí. [5]. Una descripción detallada del experimento de la pava madre aparece en un monográfico de M. W. Fox (1974) –en serio, el investigador de este animal se apellida Fox (‘zorro’, en inglés)–. Sobre el petirrojo y el pechiazul se pueden consultar los trabajos de Lack (1943) y Peiponen (1960), respectivamente. [6]. Tal vez la respuesta «porque… porque sí», tan común en los niños cuando se les pide que expliquen su forma de actuar venga del astuto reconocimiento intuitivo de la inusual importancia que los adultos dan a la palabra «porque». Esa palabra implica una razón y las personas quieren razones para actuar (Bastardi y Shafir, 2000). En un capítulo muy ilustrativo, Langer (1989) explora las más amplias implicaciones del experimento de la fotocopiadora (Langer, Blank y Chanowitz, 1978) y expone las razones de la generalizada respuesta automática en el comportamiento humano, un argumento compartido por Bargh y Williams (2006). Aunque existen varias e importantes coincidencias entre este tipo de automaticidad en humanos y en animales inferiores, también existen diferencias. Las pautas de comportamiento automático de los humanos suelen más bien aprenderse que ser innatas, son más flexibles que las rígidas pautas de los animales inferiores y responden a un mayor número de desencadenantes. [7]. Cronley et al. (2005) y Rao y Monroe (1989) han demostrado que cuando la gente no está familiarizada con un producto o servicio, es especialmente probable que hagan uso de la regla de caro = bueno. Tradicionalmente, en el campo del marketing, el clásico caso de este fenómeno es el del Chivas Regal Scotch Whiskey, que era una marca muy poco conocida y que se encontraba en apuros hasta que sus dueños decidieron elevar su precio muy por encima del de sus competidores. Las ventas se dispararon, pese a que no se había cambiado nada en el producto en sí (Aaker, 1991). Además de los estudios de la bebida energética (Shiv, Carmon y Ariely, 2005) y del analgésico (Waber et al., 2008), otros estudios han demostrado que hay personas que ven una conexión mayor de la necesaria entre el precio de un artículo y su calidad y, después, permiten que esta conexión errónea influya en sus respuestas (Kardes, Posavac y Cronley, 2004). Un estudio de un escáner cerebral ayuda a explicar por qué el estereotipo caro = bueno es tan poderoso. Cuando degustaban el mismo vino, los que lo estaban probando no solo indicaban que estaban experimentando más placer si pensaban que su precio era de 45 dólares y no de 5, sino que el centro del placer de sus cerebros se activaba realmente mucho más al degustar el vino que supuestamente costaba 45 dólares (Plassmann et al., 2008). [8]. Para encontrar evidencias de la necesidad y el valor de la automaticidad en nuestras vidas y de cómo esa automaticidad aparece en heurísticos críticos, véase: Collins (2108); Fennis, Janssen y Vohs (2008); Fiske y Neuberg (1990); Gigerenzer y Goldstein (1996), Kahneman, Slovic y Tversky (1982); Raue y Scholl (2018); Shah y Oppenheimer (2008); y Todd y Gigerenzer (2007). Petty et al. (2019) ofrecen múltiples ejemplos de cómo, a menos que contemos tanto con la motivación como con la capacidad de examinar con atención la información que se recibe, las personas nos servimos de la heurística para responder a esa información. El estudio de los exámenes exhaustivos (Petty, Cacioppo y Goldman, 1981) es uno de esos ejemplos; véase Epley y Gilovich (2006) para otro más. Resulta ilustrativo que, aunque a menudo no afrontamos asuntos importantes a nivel personal con un enfoque complejo y deliberativo (Anderson y Simester, 2003; Klein y O’Brien, 2018; Milgram, 1970; Miller y Krosnick, 1998), queremos que nuestros asesores –nuestros médicos, contables, abogados y corredores de bolsa– hagan precisamente eso por nosotros (Kahn y Baron, 1995). Cuando nos vemos abrumados ante una decisión complicada y de graves consecuencias, seguimos deseando tener un análisis completo, punto por punto, un análisis que nosotros no podemos hacer salvo a través de un atajo, lo cual resulta irónico: acudir a un experto. Un informe de Thomas Watson, Jr., antiguo presidente de IBM, ofrece una prueba gráfica de este fenómeno en otro ejemplo de capitanitis. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue designado para investigar accidentes de aviación en los que murieron altos ejecutivos o resultaron heridos. En uno de los casos aparecía un famoso general de aviación llamado Uzal Girard Ent, cuyo copiloto cayó enfermo antes de un vuelo. A Ent le designaron a un sustituto que se sentía honrado por poder volar junto al legendario general. Durante el despegue, Ent empezó a tararear en voz baja una canción mientras movía la cabeza al compás. El nuevo copiloto interpretó el gesto como una señal para que elevara las ruedas. Aunque iban demasiado despacio como para poder volar, levantó el tren de aterrizaje, lo cual provocó que el avión cayera de inmediato sobre su panza. En el accidente, una hélice se introdujo por la espalda de Ent, le rebanó la columna vertebral y le dejó parapléjico. Watson describió la explicación del copiloto: Cuando tomé declaración al copiloto, le pregunté: «Si usted sabía que el avión no iba a despegar, ¿por qué levantó el tren de aterrizaje?». Me respondió: «Pensé que era lo que el general quería que hiciera. Fue un estúpido» (1990, p. 117). ¿Estúpido? En esas circunstancias en particular, yo diría que sí. ¿Comprensible? En medio del laberinto de la vida moderna que exige tomar atajos, también diría que sí. [9]. Al parecer, esta tendencia de los machos a dejarse embaucar por potentes señales de apareamiento trasciende a las luciérnagas (Lloyd, 1965) hasta llegar a los humanos. Dos biólogos de la Universidad de Viena, Astrid Jütte y Karl Grammer, expusieron en secreto a hombres jóvenes a productos químicos por transmisión aérea (llamados copulins) que imitan el olor vaginal de las humanas. En ese momento, los hombres evaluaron el atractivo de unos rostros de mujer. La exposición a copulins hizo que aumentara el ratio de atractivo de todas las mujeres enmascarando las auténticas diferencias en el atractivo físico entre ellas (Arizona Republic, 1999). Aunque el romanticismo no es el asunto en cuestión, ciertos agentes patógenos primitivos también imitan sustancias químicas para conseguir que unos cuerpos sanos (células) se muestren receptivos a ellos (Goodenough, 1991). Stevens (2016) muestra numerosos ejemplos de cómo funcionan muchas plantas y animales, artistas del engaño que están en la naturaleza. Otros ejemplos de similares engaños de impostores humanos se pueden ver en Shadel (2012) y Stevens (2016). [10]. Para consultar el estudio completo de los investigadores de Cornell, véase Ott et al. (2011). Las comparaciones entre lectores de las reseñas en Internet en 2014 y en 2018 las proporcionó Shrestha (2018). En 2019, la Comisión Federal de Comercio de los Estados Unidos presentó una queja contra el propietario de una empresa de cosméticos al que acusaba de escribir reseñas falsas de productos. En la queja se incluía una cita del propietario a sus empleados que ilustra lo bien que saben entender su potencial los creadores de reseñas falsas: «Si veis que alguien dice algo parecido a no me ha gustado ‘x’, escribid una reseña diciendo lo contrario. El poder de las reseñas es impresionante; la gente consulta qué es lo que dicen los demás para convencerse y encontrar respuesta a las preguntas que puedan tener» (Maheswari, 2019). Mi amiga no fue en absoluto original en su uso particular de la regla caro = bueno para engañar a los que buscaban una ganga. Treinta años de investigación prueban que la estrategia de poner a un artículo la etiqueta de «Precio reducido» funciona de maravilla (Kan et al., 2014). De hecho, muchas tiendas han estado usando esta regla con éxito incluso antes de que los investigadores confirmaran su eficacia. El humanista y escritor Leo Rosten puso el ejemplo de los hermanos Drubeck, Sid y Harry, que eran propietarios de una sastrería masculina en el barrio de Rosten en los años treinta. Cuando Sid tenía algún cliente nuevo que se estaba probando trajes delante del espejo de tres caras del establecimiento, decía que tenía problemas de oído y le pedía al hombre una y otra vez que hablara más alto. Una vez que el cliente encontraba un traje que le gustaba y preguntaba el precio, Sid llamaba a su hermano, el jefe de sastrería, que estaba en la trastienda: «Harry, ¿cuánto cuesta este traje?». Harry levantaba la vista de lo que estuviera haciendo y le respondía exagerando muchísimo el verdadero precio del traje: «Por ese precioso traje de lana, cuarenta y dos dólares». Fingiendo no haberle oído a la vez que se ponía la mano junto a la oreja, Sid volvía a preguntarle. De nuevo, Harry respondía: «Cuarenta y dos dólares». En ese momento, Sid miraba al cliente y le informaba: «Dice que veintidós dólares». Muchos hombres se apresuraban a comprar el traje y salían corriendo de la sastrería con su ganga de caro = bueno antes de que el pobre Sid se diera cuenta de su «error». [11]. Alexander Chervnev (2011) realizó el estudio del cálculo de calorías. El experimento que muestra la disminución de la atracción sexual por las parejas tras la exposición a los cuerpos desnudos en medios de comunicación lo llevaron a cabo Kenrick, Gutierres y Golberg (1989). Otros investigadores han visto efectos similares sobre la atracción ante obras de arte y han demostrado que un cuadro abstracto resulta mucho menos atractivo si se mira después de ver otro cuadro abstracto de mayor calidad que si se viese solo (Mallon, Redies y HaynLeichsenring, 2014). La evidencia de que el efecto del contraste puede funcionar sin el reconocimiento cognitivo (Tormala y Petty, 2007) queda reforzada por otras evidencias de que funciona incluso sobre ratas (Dwyer et al., 2018). [12]. Ciertas sociedades han convertido la regla de la reciprocidad en un ritual. Consideremos, por ejemplo, la Vartan Bhanji, una costumbre institucionalizada de intercambio de regalos muy común en algunas zonas de Pakistán y de la India. En sus comentarios sobre la Vartan Bhanji, Gouldner (1960) señala: Es… notable cómo impide de forma concienzuda la supresión total de las obligaciones pendientes. Así, con ocasión de una boda, los invitados reciben al marcharse dulces de regalo; la anfitriona los pesa y dice: «Estos cinco son tuyos», es decir, «son la devolución de los que tú me diste antes», y luego añade unos cuantos más, diciendo: «Estos son míos». En la siguiente ocasión los volverá a recuperar, además de unos cuantos más que devolverá después, y así sucesivamente (p. 175). El primer estudio de las cartas de felicitación lo realizó Philip Kunz (Kunz y Woolcott, 1976) y, en un ejemplo de continuidad digno de tener en cuenta, se amplió un cuarto de siglo después gracias a su hija Jenifer Kunz (2000), estudiosa del comportamiento, que vio una mayor reciprocidad si el que enviaba la primera tarjeta era de un estatus superior. Un informe completo de la solicitud de un pago diario por parte de un empleado de banca de inversión se puede ver en https://assetspublishing.service.gov.uk/gobernment/uploads/system/uplodas/attaachment_data/ (pp. 20-21). El deseado intercambio recíproco dentro de una sociedad o entre varias quedó reconocido por científicos sociales mucho antes que sociólogos como Gouldner (1960), arqueólogos como Laky y Lewin (1978) y antropólogos culturales como Tiger y Fox (1989). Véase, por ejemplo el revolucionario examen etnográfico de Bronislaw Malinowski sobre las pautas de comercio de las islas Trobriand, Argonautas del Pacífico Occidental (1922). Estudios más recientes demuestran que la norma no solo se aplica en intercambios positivos. Activa también los negativos (Hugh-Jones, Ron y Zultan, 2019; Keysar et al., 2008), lo cual encaja en el poema de W. H. Auden: «El público y yo sabemos / lo que aprende el colegial; / el que ha sufrido mal / el mal devuelve». En un sentido más general, puede decirse que la regla de reciprocidad establece que si el fruto de nuestros actos es dulce o amargo, cosechamos lo que sembramos (Oliver, 2019). Esto mismo ocurre en los intercambios entre hombres y máquinas. Los usuarios que habían recibido información de buena calidad de un ordenador, proporcionaban después mejor información a ese ordenador que a otro distinto; es más, los usuarios que proporcionaban información de baja calidad de un determinado ordenador contraatacaban proporcionándole información de más baja calidad que la que habían dado a otro (Fogg y Nass, 1997). En general, la reciprocidad en todas sus formas es impulsora de la conducta humana (Melamed, Simpson y Abernathy, 2020). [13]. La longevidad de la obligación de Etiopía de ayudar a México («Cruz Roja Etíope», 1985) y la obligación de Lord Weidenfeld de ayudar a familias cristianas (Coghlan, 2015) pueden verse superadas por el caso del deseo intergeneracional de un grupo de niños franceses de ayudar a un grupo de niños australianos a los que no conocen. Los días 23 y 24 de abril de 1918, cerca del comienzo de la Primera Guerra Mundial, varios batallones de soldados australianos perdieron la vida cuando liberaban al pueblo francés de VillersBretonneux de las fuerzas alemanas. Cuando, en 2009, los escolares de VillersBretonneux tuvieron noticia de un incendio forestal que había destruido la ciudad australiana de Strathewen, hicieron una recolecta de 21 000 dólares para ayudar a la reconstrucción de la escuela de Strathewen. Según se contaba en un periódico, «sabían muy poco de los niños a los que iban a ayudar. Solo sabían que sus bisabuelos habían prometido noventa y un años atrás que nunca olvidarían Australia ni a los mil doscientos soldados australianos que habían muerto por liberar a su pequeño pueblo». (The Australian, 2009). Aunque unas previas medidas de ayuda de enormes consecuencias y dignas de ser recordadas, como las antes mencionadas, pueden provocar sentimientos de agradecimiento que perduren en el tiempo, sería un error pensar que todo tipo de actos parecidos provocan lo mismo. De hecho, existen muchas pruebas de que muchos favores cotidianos pierden su poder de obligatoriedad a medida que va pasando el tiempo (Burger et al., 1997; Flynn, 2003). Un conjunto de estudios llegó incluso a descubrir que los receptores de un favor se sienten más en deuda con el que lo hace antes de que el favor se haya hecho (Converse y Fishbach, 2012). ¿Cuál es el resultado? Pequeños actos de ayuda que se ajustan a la «regla del bagel»: personas que se muestran más agradecidas cuando los bagels están calientes y recién hechos que cuando están fríos y rancios. [14]. Incluso antes de entrar en el colegio, los niños llegan a comprender la obligación de devolver después de recibir y de responder de manera acorde (Chernyak et al., 2019; Dunfield y Kuhlmeier, 2010; Yang et al., 2018). El estudio de Regan (1917) se realizó en la Universidad de Stanford. El periodista, ganador del premio Pulitzer, Joby Warrick (2008) informó del caso del agradecido líder de la tribu afgana, que se corresponde con unas informaciones relacionadas de que, en el Oriente Medio, unos métodos «suaves», como los de favores que inducen a la reciprocidad, proporcionan mejores resultados que las técnicas de interrogatorios coercitivos que implican privaciones, adversidades o tortura (Alison y Alison, 2017; Gosh, 2009; Goodman-Delahunty, Martschuk y Dhami, 2014). Para obtener más información al respecto, véase www.psychologicalscience.org/index.php/news/were-only-human/the-scienceof-interrogation-rapport-not-torture.html. [15]. El patrón de información del experimento del cheque-regalo de 5 dólares (James y Bolstein, 1992) se ajusta a nuevas investigaciones que muestran que las encuestas que proporcionan un pago antes de la participación (en las que se incluye el dinero en una carta de solicitud) reciben más conformidad que las que proporcionan un pago igual o mayor después de la participación (Mercer et al., 2015). Se ajusta también a un estudio en el que los huéspedes de un hotel se encuentran en sus habitaciones con una tarjeta que les pide que reutilicen las toallas. También decía la tarjeta que el hotel ya había hecho una donación a una organización de protección del medioambiente en nombre de sus clientes o que haría dicha donación después de que los clientes reutilizaran sus toallas. La donación previa demostró ser considerablemente más efectiva que la posterior (Goldstein, Griskevicius y Cialdini, 2011). El obsequio de un caramelo por parte de los camareros antes de que los clientes pagaran sus cuentas incrementó de manera significativa las propinas por parte de clientes estadounidenses en un restaurante de Nueva Jersey (Strohmetz et al.,2002) y por clientes de siete nacionalidades en un restaurante polaco (Zemla y Gladka, 2016). Por último, el estudio del regalo del globo en McDonald’s lo realizaron mis colaboradores de Influenceatwork.com, Steve J. Martin y Helen Mankin junto a Daniel Gertsacov, que en aquella época era director de marketing de Arcos Dorados S. A., propietaria de los locales de McDonald’s. Para más información sobre este y otros estudios sobre McDonald’s realizados por nuestro equipo, véase www.influenceatwork.com/wp-content/uploads/2020/03/Persuasion-PilotsMcDonalds-Arcos-Dorados-INFLUENCE-AT-WORKpdf.pdf. Los beneficios de hacer obsequios previamente en los negocios aparecen y se estudian de manera especial y convincente en un par de libros de Adam Grant (2013) y Tom Rollins (2020). Para una ilustración humorística, véase https://youtu.be/c6V_zUGVlTk. Para una serie de distintos enfoques basados en la reciprocidad muy apreciados en ventas por Internet, véase https://sleeknote.com/blog/reciprocity-marketing-examples. [16]. No es solo que los regalos de empresas farmacéuticas afecten a las conclusiones de los científicos en cuanto a la eficacia de sus medicamentos (Stelfox et al., 1998). Esos regalos afectan también a la disposición de los médicos a recetarlos. Los pagos de la industria farmacéutica a médicos (para formación, honorarios por dar conferencias, viajes, tarifas por asesoramiento, inscripción en conferencias, etc.) están vinculados con la frecuencia con que los médicos recetan los medicamentos que les han patrocinado (Hadland et al., 2018; Wall y Brown, 2007; Yeh et al., 2016). Incluso la invitación a una comida es suficiente para realizar el truco –aunque las comidas más caras están relacionadas con la mayor cantidad de recetas (DeJong et al., 2016)–. Algunos estudios que muestran los efectos de las donaciones a legisladores son los descritos por Salant (2003) y Brown, Drake y Wellman (2014). [17]. El estudio más completo que apoya el nuevo relato de cómo terminó la crisis de los misiles de Cuba pertenece a Sheldon Stern (2012), que prestó servicios como historiador durante veintitrés años en la Biblioteca Presidencial John F. Kennedy. Véase también el análisis esclarecedor de Schwartz en www.theatlantic.com/magazine/archive/2013/01!the-real-cuban-missilecrisis/309190. [18]. El estudio de la tienda de caramelos lo realizó Lammers (1991). En otra pauta de compras que se ajusta a la regla de la reciprocidad, en un supermercado se regalaba a unos compradores un cupón sorpresa para un tipo específico de artículos y, después, compraban una considerable cantidad adicional de artículos de la tienda, teniendo como resultado un incremento del 10 por ciento del total de la compra (Heilman, Nakamoto y Rao, 2002). El experimento de Costco quedó recogido por Pinsker (2014). Anderson y Zimbardo (1984) describieron la utilidad de la regla de la reciprocidad en el caso de Diana Louie en Jonestown. [19]. La información que aporta la pauta del llavero frente a la del yogur (Friedman y Rahman, 2011) aparece también en un estudio de un supermercado (Fombelle et al., 2010) que regalaba a los clientes que entraban al establecimiento un obsequio no relacionado con ningún alimento (llavero) o un obsequio relacionado con la comida (unas patatas fritas), lo cual aumentó las ventas totales en un 28 y un 60 por ciento, respectivamente. Michael Schrange (2004) escribió el artículo que describía los decepcionantes resultados del programa de experiencia perfecta para el cliente de una cadena hotelera al estudiar la satisfacción de los clientes. La customización del regalo para adaptarlo a las necesidades no funciona solamente en un entorno comercial. Prestar apoyo en una relación conduce a una mayor satisfacción dentro de esa relación solo cuando se ajusta a las necesidades del receptor (Maisel y Gable, 2009). [20]. Paese y Gilin (2000) demostraron la fuerza de los favores no solicitados en contextos de negociación. Unos ofrecimientos de colaboración no solicitados dieron lugar a colaboraciones que los receptores realizaban a cambio, aun cuando hacerlo iba en detrimento de sus intereses económicos. En una ilustración de la influencia de los favores no solicitados en el mundo real, Uber pudo aumentar de manera considerable su cantidad de trayectos en Boston después de hacer a la ciudad un regalo que no había pedido: durante la huelga de autobuses urbanos de 2013, la compañía alquiló autobuses y proporcionó un servicio gratuito de transporte a todas las escuelas públicas de Boston. Marcel Mauss publicó su obra maestra Ensayo sobre el don: forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas en 1925, de la que existen varias ediciones en castellano. [21]. Aunque es evidente que no nos gustan los que reciben sin dar nada a cambio (por ejemplo, Wedekind y Milinski, 2000), un estudio intercultural ha demostrado que quienes incumplen la regla de la reciprocidad en la dirección contraria –dando sin permitir que el receptor tenga la oportunidad de corresponder– tampoco resultan de nuestro agrado. Se demostró que este resultado tenía lugar en cada una de las tres nacionalidades investigadas – norteamericanos, suecos y japoneses (Gergen et al., 1975)–. Existen suficientes indicios de que, con frecuencia, la gente no pide ayuda con tal de evitar sentirse en deuda socialmente (DePaulo, Nadler y Fisher, 1983; Greenberg y Shapiro, 1971; Riley y Eckenrode, 1986). Hay un estudio que es conocido por sus diez años de duración y su investigación de un dilema al que muchos nos hemos enfrentado: si pedir o no a amigos y familia que nos ayuden a mudarnos a una nueva residencia o encargar toda la tarea a una empresa profesional. El estudio demostró que, a menudo, la gente evita recurrir a la ayuda de conocidos, no por miedo a que por no ser profesionales puedan dañar algún objeto valioso, sino por miedo a la «deuda» que dicha ayuda pueda generar en ellos (Marcoux, 2009). Otra investigación ha dejado clara la fuerza motriz de la sensación de deuda en los intercambios recíprocos. Por ejemplo, Belmi y Pfeffer (2015), Goldstein, Griskevicius y Cialdini (2011) y Pillutla, Malhorta y Murninghan (2003), identificaron la razón principal por la que dar antes puede funcionar tan bien: provoca una sensación de obligación por parte del receptor para devolver el favor. Aun así, merece la pena tener en cuenta que en el conjunto de factores relacionados con la reciprocidad, la obligación tiene una hermana más dulce pero igual de activa –la gratitud– que sirve para estimular la correspondencia, no tanto porque los receptores de los favores tengan una sensación de deuda, sino porque esos receptores tienen una sensación de gratitud. Aunque ambas sensaciones incitan de manera fehaciente a una reciprocidad positiva, la gratitud parece estar relacionada con la intensificación de las relaciones más que con su simple instigación o mantenimiento. Existen evidencias a este respecto en la investigación de Sara Algoe y sus colaboradores (Algoe, 2012; Algoe, Gable y Maisel, 20210; Algoe y Zhaoyang, 2016). George, Gournic y McAfee (1988) realizaron la investigación que da fe de la percepción de disponibilidad sexual de una mujer que permite que un hombre la invite a unas copas. Véase Clark, Mills y Corcoran (1989) para consultar las informaciones que demuestran que existe una diferencia en el tipo de norma de reciprocidad que se aplica entre miembros de una familia y entre amigos íntimos (norma comunal) y la que se aplica entre desconocidos (norma de intercambio). De manera más reciente, Clark et al. (2010) demostraron que las férreas normas comunales en el seno de un matrimonio están relacionadas con el éxito del mismo. Kenrick (2020) presenta una perspectiva más actualizada sobre la distinción entre normas comunales y de intercambio que se pueden aplicar a las amistades; véase http://spsp.org/news-center/blog/kenrick-truefriendships#gsc.tab=0. [22]. Los resultados del experimento de la excursión al zoo realizado por mi equipo fueron analizados en Cialdini et al. (1975). El estudio israelí sobre los efectos de las primeras peticiones inaceptables lo dirigieron Schwarzwald, Raz y Zvibel (1979). Se demostró que la técnica del rechazo y la retirada funcionaba también en otras culturas como Grecia (Rodafinos, Vucevic y Sideridis, 2005). Quizá mi resultado preferido sea el que se dio en Francia, donde unas camareras preguntaron a los clientes de tres restaurantes si deseaban tomar postre mientas retiraban los platos de la mesa. Si un cliente decía que no, la camarera hacía entonces la retirada y le proponía tomar café o té, lo cual casi triplicó el porcentaje de esos pedidos. Lo que me pareció especialmente ilustrativo aparecía en otro caso del estudio en el que, en lugar de hacer una inmediata retirada a la propuesta del café o el té, la camarera esperaba tres minutos a hacerla. En este caso, esos pedidos solamente se doblaron (Guéguen, Jacob y Meineri, 2011). Al parecer, la conclusión de que el sentido de obligación a corresponder a pequeños favores se reduce con el tiempo (Flynn, 2003) tiene también aplicación en la obligación de corresponder ante pequeñas concesiones. [23]. Tal y como ya he afirmado, los hallazgos de que la táctica del rechazo y la retirada hace que sea más probable que sus sujetos accedan de verdad a un favor que se les solicita (Miller et al., 1976) y que accedan a favores similares (Cialdini y Ascani, 1976) son compatibles con las sensaciones resultantes de responsabilidad y satisfacción que se vieron en el experimento de la UCLA (Benton, Kelley y Liebling, 1972). Recordemos que había otro resultado en este último experimento –empezar con una posición exagerada y, después, retirarse a otra más moderada resultaba mucho más efectiva que empezar con una posición moderada y no moverse de ella–. Ese resultado es compatible con la lección de negociación aprendida por los dueños de la empresa canadiense de productos para mascotas antes descrita. Los estudios realizados por Robert Schindler sobre los niveles de satisfacción de clientes se publicaron en 1998. [24]. La información sobre el porcentaje de estadounidenses que creen que la evolución de los humanos se debe plenamente a procesos naturales procede de una encuesta de Pew Research Center (www.pewresearch.org/facttank/2019/02/II/darwin-day), que también documentó el importante papel de la creencia religiosa en la resistencia a la teoría de la evolución. Unos análisis realizados por Andrew Shtulman (2006) y Dan Kahan (www.culturalcognition.net/blog/2014/5/24/weekend-update-uou-have-to-bescience-illiterate-to-think-b.html) revelan la ausencia de relación entre la comprensión de la teoría de la evolución y la creencia en ella. La cita de la abogada especializada en negligencias médicas, Alice Burkin, procede de una entrevista con Berkeley Rice (2000). La investigación sobre George Clooney y Emma Watson (Arnocky et al., 2018) es más ilustrativa de lo que he descrito y se debe a otro par de procedimientos experimentales. El primero ampliaba el ámbito del efecto básico con la demostración de que las opiniones de personajes famosos que despiertan simpatías no solo tenían el poder de incrementar la aceptación de la evolución, sino también de reducirlo. Cuando a unos participantes del estudio se les decía que Clooney y Watson habían hecho comentarios favorables con respecto a un libro antievolucionista, el apoyo a la teoría de la evolución caía considerablemente entre estos participantes. Así, la influencia de la simpatía no es solo unidireccional; puede orientar el tráfico de las actitudes en direcciones positivas y negativas. Un segundo procedimiento experimental defendía lo inteligente de servirse de comunicadores simpáticos (más que expertos) para provocar un cambio en la materia. Estos investigadores presentaron a los participantes una muestra distinta de comentarios favorables, supuestamente escritos por un profesor de Biología de una prestigiosa universidad, en relación con un libro y en los que o bien defendía la teoría de la evolución o se mostraba en contra. La opinión del experto –a favor o en contra– no tuvo un efecto importante en la aceptación de la teoría por parte de los participantes. Aquí vemos la prueba más clara que conozco del motivo por el que los esfuerzos de los comunicadores científicos por aumentar el apoyo a la teoría de la evolución han sido un fracaso a lo largo de los años: han elegido el campo de batalla equivocado en el que luchar. [25]. La prueba que demuestra que es la calidad de las conexiones sociales –más que los productos en sí– lo que determina la compra en una reunión de Tupperware procede de estudios realizados por Taylor (1978) y Frenzen y Davis (1990). Para un análisis económico de cómo Tupperware Brands ha empleado con éxito los principios de la influencia social, sobre todo en mercados emergentes, véase https://seekingalpha.com/article/4137896-tupperware-brandssealed-nearly-20-percent-upside?page=2. Como testimonio de la base social del éxito de los productos de Tupperware después de que surgiera en todo el mundo la amenaza del coronavirus en febrero de 2020, el precio de las acciones de Tupperware Brands sufrió un grave descenso en la Bolsa de Nueva York. La caída (de un 90 por ciento de su valor comparado con el mes de febrero anterior) se debió en gran parte a la percepción de que las reuniones, aunque fueran de amigos, ya no se consideraban lugares seguros por parte de los consumidores. La encuesta de Nielsen Company que muestra una mayor confianza hacia la recomendación de un amigo se recoge en www.nielsen.com/us/en/insights/news/2012/trust-in-advertising--paid-ownedand-earned.html. Pero esta pauta se invierte cuando la simpatía por el amigo se convierte en antipatía, tal y como suele ocurrir con una antigua pareja. En ese caso, que los consumidores confíen en la opinión que sus exparejas tengan sobre un producto es un 66 por ciento menos probable que la confianza que depositan en reseñas de Internet: www.convinceandconvert.com/word-of-mouth/statisticsabout-word-of-mouth. En ambos ejemplos, la simpatía parece ser la clave. La investigación sobre el rendimiento de un banco con respecto a clientes recomendados aparece en https://hbr.org/2011/06/why-customer-referrals-candrive-stunning-profits. [26]. La idea de que el atractivo físico provoca un efecto halo a la hora de juzgar a otros no es nueva. Recordemos lo que dijo Leon Tolstoi hace ciento veinte años: «Resulta sorprendente lo grande que es la ilusión de que la belleza es bondad». Desde siempre se ha visto el fuerte apoyo que ha recibido la idea de los efectos generales (Langlois et al., 2000), inmediatos (Olson y Marshuetz, 2005) y tempranos (Dion, 1972; Ritts, Patterson y Tubbs, 1992) de la atracción física en diversos ámbitos sociales (Benson, Karabenic y Lerner, 1976; Chaiken, 1979; Stirrat y Perrett, 2010), profesionales (Judge, Hurst, y Simon, 2009; Hamermesh y Biddle, 1994; Hamermesh, 2011; Mack y Raney, 1990) y políticos (Efran y Patterson, 1976; Budesheim y DePaola, 1994). Un estudio más reciente (Maestripieri, Henry, y Nickels, 2017) no solo actualiza esta idea sino que también ofrece una explicación evolutiva de buena parte de este efecto básico: que nuestros sentimientos positivos y comportamientos favorables hacia personas atractivas surgen a partir de sentimientos románticos automáticos y excesivamente generalizados hacia ellos. [27]. El estudio que medía los sentimientos favorables de niños hacia otros similares fue realizado por Hamlin et al. (2013) sirviéndose de marionetas cuyas preferencias de sabores (galletas saladas contra judías) eran similares o diferentes de las de los niños. El estudio sobre las preferencias en la web de citas lo llevaron a cabo Levy, Markell y Cerf (2019). El impacto inconsciente de los estilos similares en la ropa en una manifestación pacifista se estudió en una época de enormes conflictos civiles durante la guerra de Vietnam (Suedfeld, Bochner y Matas, 1971). Los efectos de semejanzas aparenteme