**El árbol que quería bailar** Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas, un árbol llamado Olmo. Era un árbol viejo, con raíces profundas que se extendían por debajo de la tierra, y su tronco grueso y retorcido parecía un laberinto de historias ocultas. Pero a pesar de su imponente tamaño y su gran edad, Olmo tenía un sueño muy peculiar: quería bailar. Cada vez que veía al viento moverse entre las hojas de los otros árboles, sentía una envidia inexplicable. El viento les susurraba canciones, y sus ramas se movían al ritmo, como si bailaran. Pero Olmo, a pesar de ser alto y robusto, no podía moverse así. Sus ramas eran pesadas, su tronco rígido, y cada vez que intentaba balancearse, solo lograba hacer crujir su corteza. Un día, mientras el viento jugaba a escondidas con las ramas de los árboles vecinos, Olmo susurró: “¿Por qué no puedo bailar como ellos? ¿Por qué mis raíces me mantienen tan firmemente anclado al suelo?” El viento, que siempre había escuchado sus quejas en silencio, decidió responderle. “Olmo, tienes algo que los demás no tienen. Tienes una sabiduría que viene con los años, y tus raíces te dan una fuerza que pocos árboles pueden comprender. Pero si realmente quieres bailar, necesitarás algo más…” Olmo se quedó pensativo, su corteza crujió al intentar mover un poco sus ramas. “¿Qué me hace falta, viento?” “Te falta mirar más allá de ti mismo,” respondió el viento. “Baila con lo que eres. No con lo que los otros tienen.” Al principio, Olmo no entendió. ¿Cómo podía bailar si sus ramas no se movían como las de los demás árboles? Pero esa noche, cuando el viento soplaba suavemente, Olmo decidió intentarlo. Cerró sus ojos y comenzó a sentir el ritmo del viento, no en sus ramas, sino en la tierra que le rodeaba. Sintió el latido profundo de la tierra, el susurro de las raíces que conectaban con todo lo que vivía bajo sus pies. Y fue entonces cuando comprendió: su baile no era uno de saltos y giros. Su baile era de quietud, de fuerza silenciosa, de resistencia ante las tormentas, de calma en medio de la tempestad. A partir de esa noche, cada vez que el viento soplaba, Olmo se entregaba a su propio baile. No movía sus ramas al ritmo de los demás, pero sus raíces se sumergían más profundamente en la tierra, su tronco vibraba con la energía del viento y las estrellas, y sus hojas se agitaban suavemente, como una melodía silenciosa que solo él podía escuchar. Y así, Olmo descubrió que el verdadero baile no siempre se ve con los ojos. A veces, se siente en lo más profundo, donde la tierra y el viento se encuentran. Desde entonces, los habitantes del pueblo decían que, en las noches más tranquilas, podían oír el suave susurro de Olmo, como si estuviera bailando al ritmo de su propio corazón. Y así vivió, siempre contento, sabiendo que todos pueden bailar, aunque no todos lo hagan de la misma manera.