Subido por Fabio Elias Huahuamullo J.

mariategui 7 ensayos

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(1894-1930)
SIN LA INSISTENCIA mariateguiana en el lugar necesario de la “comunidad
indígena” en la trayectoria de toda revolución socialista en estas tierras […]
el nuevo imaginario revolucionario que se va constituyendo en el nuevo
horizonte histórico, tardaría mucho más en madurar, en hacerse perceptible
como un proceso de producción democrática de una sociedad democrática,
aprendiendo a vivir con estado y sin estado, con mercado y sin mercado, al
mismo tiempo, frente a las tendencias de hiper-fetichización del mercado,
asociadas a una re-medievalización de la subjetividad, que el capitalismo
mundial ya está tratando de imponer, para perpetuar la globalización de
toda la población del mundo bajo un único patrón de poder.
Es pues ahora el tiempo de reconocer que sin esos momentos de
subversión teórica contra el eurocentrismo, en el movimiento de la reflexión
mariateguiana, la investigación actual no hubiera podido llegar en medio de
la crisis actual, a percibir que el entero patrón de poder mundial es,
precisamente, una configuración histórica específica, en la cual uno de los
ejes constitutivos es la idea de “raza”, como el fundamento de todo un
nuevo sistema de dominación social, del cual el eurocentrismo es uno de los
más eficaces instrumentos; y el otro eje es la articulación de todos los
“modos de producción” en una única estructura de producción de
mercaderías para el mercado mundial, precisamente como Mariátegui
alcanzó a percibir en la economía peruana de su tiempo.
Aníbal Quijano
Portada: Detalle de Cuesta de Pumacurco (1933)
de Camilo Blas (1903-1986).
Óleo 0,63 x 0,58 m.
Colección Museo Banco Central de
Reserva del Perú,
Lima.
7 ENSAYOS
DE INTERPRETACIÓN
DE LA REALIDAD PERUANA
Colección Clásica
69
José Carlos Mariátegui
ELIZABETH GARRELS
Profesora de literatura hispanoamericana en
el Massachusetts Institute of Technology,
Estados Unidos, desde 1979. Ha publicado
entre otros: Mariátegui y la Argentina:
Un caso de lentes ajenos (Ediciones
Hispamérica, 1982) y Las grietas de la
ternura: Nueva lectura de Teresa de la Parra
(Monte Ávila, 1987). Es también editora y
co-traductora de la primera traducción
completa al inglés de Recuerdos de Provincia,
la autobiografía de Domingo. F. Sarmiento
(Recollections of a Provincial Past, Oxford
University Press, 2005).
José Carlos Mariátegui
José Carlos Mariátegui
7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN
DE LA REALIDAD PERUANA
ANÍBAL QUIJANO
Docente e investigador en varias
universidades de América Latina, Europa y
Estados Unidos. Autor, entre otros de:
Nacionalismo, imperialismo y militarismo en
el Perú (1971), Imperialismo, clases sociales y
estado en el Perú (1978), Reencuentro y
debate. Una introducción a Mariátegui (1981);
La economía popular y sus caminos en
América Latina (1998). Director del Centro
de Investigaciones Sociales (CEIS) de Lima y
director de la revista Anuario mariateguiano.
BIBLIOTECA AYACUCHO es una de las
experiencias editoriales más importantes de la
cultura latinoamericana. Creada en 1974 como
homenaje a la batalla que en 1824 significó la
emancipación política de nuestra América, ha
estado desde su nacimiento promoviendo la
necesidad de establecer una relación dinámica y
constante entre lo contemporáneo y el pasado
americano, a fin de revalorarlo críticamente con
la perspectiva de nuestros días.
El resultado es una nueva forma de enciclopedia
que hemos denominado Colección Clásica, la
cual mantiene vivo el legado cultural de nuestro
continente, como conjunto apto para la
transformación social, política y cultural.
Las ediciones de la Colección Clásica, algunas
anotadas, con prólogos confiados a especialistas
y con el apoyo de cronologías y bibliografías,
hacen posible que los autores y textos
fundamentales, comprendidos en un lapso que
abarca desde la época prehispánica hasta el
presente, estén al alcance de las nuevas
generaciones de lectores y especialistas en las
diferentes temáticas latinoamericanas y
caribeñas, como medios de conocimiento y
disfrute que proporcionan sólidos fundamentos
para nuestra integración.
(1894-1930)
SIN LA INSISTENCIA mariateguiana en el lugar necesario de la “comunidad
indígena” en la trayectoria de toda revolución socialista en estas tierras […]
el nuevo imaginario revolucionario que se va constituyendo en el nuevo
horizonte histórico, tardaría mucho más en madurar, en hacerse perceptible
como un proceso de producción democrática de una sociedad democrática,
aprendiendo a vivir con estado y sin estado, con mercado y sin mercado, al
mismo tiempo, frente a las tendencias de hiper-fetichización del mercado,
asociadas a una re-medievalización de la subjetividad, que el capitalismo
mundial ya está tratando de imponer, para perpetuar la globalización de
toda la población del mundo bajo un único patrón de poder.
Es pues ahora el tiempo de reconocer que sin esos momentos de
subversión teórica contra el eurocentrismo, en el movimiento de la reflexión
mariateguiana, la investigación actual no hubiera podido llegar en medio de
la crisis actual, a percibir que el entero patrón de poder mundial es,
precisamente, una configuración histórica específica, en la cual uno de los
ejes constitutivos es la idea de “raza”, como el fundamento de todo un
nuevo sistema de dominación social, del cual el eurocentrismo es uno de los
más eficaces instrumentos; y el otro eje es la articulación de todos los
“modos de producción” en una única estructura de producción de
mercaderías para el mercado mundial, precisamente como Mariátegui
alcanzó a percibir en la economía peruana de su tiempo.
Aníbal Quijano
Portada: Detalle de Cuesta de Pumacurco (1933)
de Camilo Blas (1903-1986).
Óleo 0,63 x 0,58 m.
Colección Museo Banco Central de
Reserva del Perú,
Lima.
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DE LA REALIDAD PERUANA
Colección Clásica
69
José Carlos Mariátegui
ELIZABETH GARRELS
Profesora de literatura hispanoamericana en
el Massachusetts Institute of Technology,
Estados Unidos, desde 1979. Ha publicado
entre otros: Mariátegui y la Argentina:
Un caso de lentes ajenos (Ediciones
Hispamérica, 1982) y Las grietas de la
ternura: Nueva lectura de Teresa de la Parra
(Monte Ávila, 1987). Es también editora y
co-traductora de la primera traducción
completa al inglés de Recuerdos de Provincia,
la autobiografía de Domingo. F. Sarmiento
(Recollections of a Provincial Past, Oxford
University Press, 2005).
José Carlos Mariátegui
José Carlos Mariátegui
7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN
DE LA REALIDAD PERUANA
ANÍBAL QUIJANO
Docente e investigador en varias
universidades de América Latina, Europa y
Estados Unidos. Autor, entre otros de:
Nacionalismo, imperialismo y militarismo en
el Perú (1971), Imperialismo, clases sociales y
estado en el Perú (1978), Reencuentro y
debate. Una introducción a Mariátegui (1981);
La economía popular y sus caminos en
América Latina (1998). Director del Centro
de Investigaciones Sociales (CEIS) de Lima y
director de la revista Anuario mariateguiano.
BIBLIOTECA AYACUCHO es una de las
experiencias editoriales más importantes de la
cultura latinoamericana. Creada en 1974 como
homenaje a la batalla que en 1824 significó la
emancipación política de nuestra América, ha
estado desde su nacimiento promoviendo la
necesidad de establecer una relación dinámica y
constante entre lo contemporáneo y el pasado
americano, a fin de revalorarlo críticamente con
la perspectiva de nuestros días.
El resultado es una nueva forma de enciclopedia
que hemos denominado Colección Clásica, la
cual mantiene vivo el legado cultural de nuestro
continente, como conjunto apto para la
transformación social, política y cultural.
Las ediciones de la Colección Clásica, algunas
anotadas, con prólogos confiados a especialistas
y con el apoyo de cronologías y bibliografías,
hacen posible que los autores y textos
fundamentales, comprendidos en un lapso que
abarca desde la época prehispánica hasta el
presente, estén al alcance de las nuevas
generaciones de lectores y especialistas en las
diferentes temáticas latinoamericanas y
caribeñas, como medios de conocimiento y
disfrute que proporcionan sólidos fundamentos
para nuestra integración.
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MINISTERIO DEL PODER POPULAR
PARA LA CULTURA
Francisco Sesto Novás
Ministro
Héctor Enrique Soto
Viceministro de Identidad y Diversidad Cultural
Emma Elinor Cesín Centeno
Viceministra para el Fomento de la Economía Cultural
Iván Padilla Bravo
Viceministro de Cultura para el Desarrollo Humano
FUNDACIÓN BIBLIOTECA AYACUCHO
CONSEJO DIRECTIVO
Humberto Mata
Presidente (E)
Luis Britto García
Freddy Castillo Castellanos
Luis Alberto Crespo
Roberto Hernández Montoya
Gustavo Pereira
Manuel Quintana Castillo
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José Carlos Mariátegui
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DE INTERPRETACIÓN
DE LA REALIDAD PERUANA
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PRÓLOGO
Aníbal Quijano
NOTAS, CRONOLOGÍA Y BIBLIOGRAFÍA
Elizabeth Garrels
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© Javier Mariátegui
© Fundación Biblioteca Ayacucho, 2007
Colección Clásica, No 69
Primera edición Biblioteca Ayacucho: 1979
Segunda edición con correcciones: 1995
Primera reimpresión de la segunda edición: 2006
Tercera edición con correcciones y adiciones de nuevos textos: 2007
Hecho Depósito de Ley
Depósito legal lf50120059004576 (rústica)
Depósito legal lf50120059004577 (empastada)
ISBN 978-980-276-415-0 (rústica)
ISBN 978-980-276-416-7 (empastada)
Apartado Postal 14413
Caracas 1010 - Venezuela
www.bibliotecayacucho.gob.ve
Director Editorial: Edgar Páez
Coordinadora Editorial: Gladys García Riera
Jefa Departamento Editorial: Clara Rey de Guido
Asistente Editorial: Shirley Fernández
Jefa Departamento Producción: Elizabeth Coronado
Asistente de Producción: Jesús David León
Auxiliar de Producción: Nabaida Mata
Coordinador de Correctores: Henry Arrayago
Correctores: Silvia Dioverti, Mirla Alcibíades
y Samuel González
Concepto gráfico de colección: Juan Fresán
Actualización gráfica de colección: Pedro Mancilla
Diagramación: IMPRIMATUR, Artes Gráficas y Francisco Vázquez
Impreso en Venezuela/Printed in Venezuela
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PRÓLOGO
JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI:
REENCUENTRO Y DEBATE
EN POCO más de diez años, más de una veintena de trabajos, cuya gran
mayoría corresponde a la última década, han sido publicados sobre el
pensamiento y la acción de José Carlos Mariátegui. A pocos años del cincuentenario de su muerte y a pocos meses del de la primera edición de sus
7 ensayos, se renueva y se amplía, nacional e internacionalmente, el interés
por estudiarlo, por encontrar su lugar y su significado en el desarrollo del
pensamiento revolucionario contemporáneo, al cual, como todos reconocen, hizo originales y perdurables contribuciones.
¿Qué significa eso? ¿Qué significa hoy reflexionar sobre Mariátegui?
En el ámbito peruano es, ante todo, el testimonio irrecusable del reencuentro, cada día más profundo, después de varias décadas, entre el movimiento revolucionario de un proletariado que avanza a la conquista de su
madurez política y de la dirección de las luchas de los demás explotados
peruanos, y la memoria del hombre a quien debe la contribución central al
nacimiento de sus primeras organizaciones sindicales y políticas nacionales, y la aún fecunda matriz de una teoría y de una orientación estratégica
revolucionarias en la sociedad peruana.
En el plano internacional, europeo en particular, el interés actual por
Mariátegui, de algún modo forma parte del activo proceso de revitalización de la investigación y la reflexión marxista, en la brega por cancelar
plenamente el largo período de su aherrojamiento y anquilosamiento burocrático. Por reencontrar, también en este plano, las bases genuinas de la
vitalidad revolucionaria del marxismo en la propia obra de sus creadores y
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en el rescate de las aportaciones hechas por quienes, como Rosa Luxemburgo o Gramsci, fueron relegados, durante ese período, a una discreta
penumbra mistificatoria de su herencia teórica. En ese proceso es inevitable reconocer ahora, por encima de las fronteras eurocentristas que han
constreñido el pensamiento marxista occidental, la contribución creadora y vivificante de los revolucionarios no-europeos al desarrollo del pensamiento marxista, y en especial de los que provienen de lo que la ideología
al uso ha bautizado como Tercer Mundo. En América Latina, Mariátegui
ocupa un sitial cimero.
Desde la Segunda Guerra Mundial, las más intensas y decisivas luchas
revolucionarias han tenido escenarios distantes de Europa. Triunfantes o
derrotadas, aquellas han revelado en Asia, África y América Latina, un
nuevo territorio del pensamiento revolucionario, y han colocado, junto a
la lista de los “clásicos” europeos del marxismo, los nuevos nombres cuyo
pensamiento y acción ocupan hoy gran parte del debate internacional:
Mao, Ho Chi-Minh, Castro, Guevara, Amílcar Cabral, para citar sólo a los
más ilustres. Hoy el pensamiento marxista no podría ser concebido solamente a través de la retina occidental. Y ahora, cuando las luchas de clases
vuelven a desarrollarse también en los propios centros del mundo capitalista, el debate marxista actual en Europa o en Estados Unidos, no podría
prescindir de ese nuevo marco. De otro lado, en la crisis actual, no son solamente las ilusiones burguesas, alimentadas por un largo período de esplendor capitalista, las que están declinando y perdiendo su influencia en
el seno de la clase obrera. Son también las infecciones ideológicas de raíz
burocrática, que pierden terreno en el marxismo, como consecuencia de
la revitalización de las luchas de clases, no solamente en el orden capitalista, sino también en Europa del Este, de modo cada vez más visible.
Y en América Latina, la historia trágica de las derrotas de los movimientos revolucionarios después de Cuba, así como el reciente desarrollo
de las luchas de clases en algunos países como Perú, Ecuador, Colombia,
principalmente, explica la paralela intensidad de la búsqueda de nuevas
bases para la teoría y la práctica revolucionarias, distintas de las que fueron resultado del dominio de direcciones burocrático-reformistas sobre
las luchas de los explotados de este continente.
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En este camino, el reencuentro de los trabajadores peruanos con el
pensamiento de Mariátegui, constituye todo un signo: el ingreso de las luchas de clases en el Perú, en un período histórico nuevo, caracterizado,
fundamentalmente, por la depuración y la profundización, en la misma
medida, del carácter histórico de la sociedad peruana, y de la madurez de
clase de su proletariado. Y como todo reencuentro, en plena lucha, es un
debate, no una canonización.
EL PERÚ DE MARIÁTEGUI: 1894-1930
José Carlos Mariátegui nació en Moquegua el 14 de junio de 18941, y murió en Lima el 16 de abril de 1930. Su biografía forma parte, así, de un período excepcionalmente significativo en la historia peruana, y que puede
ser considerado como un auténtico puente histórico entre la sociedad colonial y la actual, porque durante él tiene lugar una compleja combinación
entre los principales elementos de la herencia colonial, apenas modificados superficialmente desde mediados del siglo XIX, y los nuevos elementos que con la implantación dominante del capital monopolista, de control imperialista, van produciendo una reconfiguración de las bases
económicas, sociales y políticas, de la estructura de la sociedad peruana.
La accidentada y compleja dialéctica del desarrollo y la depuración de esa
estructura, ha dominado desde entonces la historia peruana, ha enmarcado y condicionado sus luchas sociales y políticas y definido los temas centrales de su debate. Y aunque desde la crisis de 1930 hasta la actual, ese
proceso de depuración está en lo fundamental, realizado, el peso objetivo
y subjetivo de lo ocurrido durante ese período está aún, en muchos sentidos, presente. No es, por eso, un azar, que algunos de los temas centrales
del debate ideológico de ese momento, sean todavía vigentes en el actual,
1. Mariátegui creía haber nacido en Lima y en 1895. Actualmente, sin embargo, está plenamente probado que nació en Moquegua, el 14 de junio de 1894. Véase de Guillermo
Rouillon: Bio-bibliografía de José Carlos Mariátegui, Lima, Universidad Nacional Mayor
de San Marcos, 1963; y La creación heroica de José Carlos Mariátegui. La edad de piedra,
Lima, Editorial Arica, 1975. Esta última obra, contiene una abundante información sobre los antecedentes familiares de Mariátegui y sobre su vida hasta 1919.
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y por lo cual el estudio de la obra de Mariátegui no tenga, en modo alguno,
un interés solamente histórico.
Cuando Mariátegui nace, transcurrida una década desde la derrota
frente a Chile, el Perú está saliendo de los desastrosos efectos de esa guerra, y en la víspera de un cambio político que marca, en la práctica, el comienzo del nuevo período.
En efecto, desarticulada la economía durante el conflicto, debilitado
consiguientemente el poder económico y político de los núcleos de burguesía comercial y terrateniente de la costa, en plena constitución antes de
la guerra, y casi desmantelado el aparato estatal y el orden político que,
bajo la creciente dirección de esos núcleos burgueses, estaba en desarrollo, tras la derrota el país había recaído bajo un nuevo caudillaje militar,
que era ante todo la representación política de la inconexa clase terrateniente señorial del interior, dirigido por el general Andrés A. Cáceres, el
prestigioso jefe de la resistencia contra el invasor chileno.
En tales condiciones, los debilitados núcleos burgueses y las capas
medias urbanas, organizados desde antes de la guerra en el Partido Civil,
principalmente, se encontraron obligados no solamente a transar con el
régimen militarista-señorial, sino en cierto modo a sostenerlo. Asesinado
su principal dirigente, Manuel Pardo, en 1878, no disponían en ese momento de un jefe del prestigio necesario para encabezar la oposición. Debido a ello, al final de esa década era Nicolás de Piérola, jefe del Partido
Demócrata, y antes representante de las capas de comerciantes y terratenientes menores provincianos y de orientación señorialista, quien surgía
como vocero de la oposición, consiguiendo al final, el tácito apoyo del
Partido Civil, del cual había sido opositor político antes de la guerra.
La relativa reactivación de la economía, permitía a los núcleos de burguesía comercial y terrateniente de la costa volver a fortalecer su poder
económico y forzar su regreso a la dirección del Estado, apoyándose en el
inmenso descontento popular, que la rigidez autoritaria y la arbitrariedad
y corrupción de los regímenes militares venía acumulando, y que se alimentaba además de un generalizado sentimiento de frustración nacional
por la derrota.
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Eso permitió a Piérola canalizar ese descontento con una prédica populista y encabezar la sublevación triunfante de 1895, que desalojando del
poder al caudillaje militar y lo que éste representaba, inauguró la precaria
estructura política que duró hasta 1919, pero, sobre todo, señaló el paso a
un período de reconfiguración de la estructura de la sociedad peruana.
HISTORIA LOCAL Y COYUNTURA MUNDIAL
Al estudiar el proceso de expansión de la gran propiedad agraria en la Sierra del Sur peruano, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, François
Chevalier señaló que ello fue el resultado del encuentro entre la “historia
local y la coyuntura mundial”2. Tal conclusión es válida no solamente para
ese problema específico, sino también para el conjunto de la problemática
peruana de ese período.
En el tránsito del siglo XIX, la “coyuntura mundial” estaba presidida
por dos fenómenos básicos: la expansión imperialista del capital monopólico y la disputa entre las burguesías de Inglaterra y de Estados Unidos por
la hegemonía en el control de ese proceso, especialmente en lo que respecta a la América Latina.
La “historia local” estaba marcada, ante todo, por la incipiencia del
capitalismo, en el seno de una formación social cuya base abrumadoramente predominante eran las relaciones precapitalistas de producción,
aunque ya ampliamente condicionadas por la expansión del capital comercial. De ahí la consiguiente debilidad de los núcleos de burguesía, básicamente mercantil y terrateniente, su aún precaria diferenciación como
clase social respecto de la clase terrateniente señorial, dominadora de
campesinos enfeudados y también, en gran parte, de campesinos independientes o agrupados en comunidades. Y debido a lo cual, esos núcleos
burgueses no habían logrado aún adueñarse enteramente del poder político y llevar a cabo su propia revolución democrática en la economía y en
2. François Chevalier, “L’expansion de la grande proprieté dans le Haut-Perou au XXème Siècle”, Annales, 4, Juillet-Août, 1966, pp. 821-825.
BIBLIOTECA AYACUCHO
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el Estado. La precariedad institucional del Estado, no solamente por los
efectos de la reciente guerra, sino también como expresión de la debilidad
burguesa y de la dispersión política de la clase terrateniente señorial. Y en
ese marco, finalmente, por un debate ideológico signado por un sentimiento de “urgencia nacional”, unánimemente compartido, pero parejamente cabal demostración de la perplejidad y el desconcierto ideológico y
de la incongruencia de los proyectos políticos de las principales fracciones burguesas y señoriales dominantes.
La inserción de esa historia local en la coyuntura mundial, no podía
dejar de implicar un dominio decisivo de la última en la determinación de
las características del nuevo período.
Tres procesos centrales conducen, desde entonces hasta 1930, la historia peruana: la implantación y consolidación del capital monopolista,
bajo control imperialista, como dominante de una compleja combinación
con las relaciones precapitalistas de producción, hasta entonces dominantes; la reconstitución, sobre esa base, de los intereses y de los movimientos de clases, y de sus modos de relación en el Estado; y el desarrollo
y renovación del debate ideológico-político, en una primera etapa sólo
dentro de las clases dominantes, y después de 1919, entre ellas y las clases
explotadas y medias.
LA IMPLANTACIÓN Y DOMINIO DEL CAPITAL
MONOPÓLICO IMPERIALISTA
Antes de fines del siglo XIX, en el Perú se había iniciado la formación de
incipientes núcleos de relaciones capitalistas de producción, bajo modalidades primitivas de acumulación, como consecuencia, principalmente,
de la reactivación del comercio internacional sobre la base del guano y del
salitre, primero, y del algodón posteriormente. Ese proceso tuvo lugar
casi exclusivamente en la costa. Pero permitió, también, la relativa dinamización del comercio interno y la ampliación del capital comercial en las
zonas más inmediatamente vinculadas a la costa.
Como resultado, fueron constituyéndose los primeros núcleos importantes de burguesía comercial y terrateniente, desde luego principalmen7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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te en la costa. Sin embargo, esos núcleos burgueses no surgían en condiciones de desarrollar una “revolución industrial” interna y autónoma,
porque se constituían ya como burguesía “compradora”, dependientes de
la burguesía industrial europea. Solamente algunos reducidos núcleos
burgueses se orientaban a la capitalización del beneficio comercial, acumulado en precarios establecimientos manufactureros, en su mayoría semifabriles.
Esa dependencia congénita de la emergente burguesía peruana, no
solamente limitó su capacidad de acumulación interna, sino también contribuyó a desarrollar su orientación consumista y su propensión a parasitar los ingresos fiscales, procedentes de la renta guanera y salitrera y de los
cuantiosos préstamos en Inglaterra y Francia, que reforzaban la dependencia global del país respecto de la burguesía europea. Y, asimismo, la
condujo a acumular casi exclusivamente en la producción agrícola exportable, destinada al mercado europeo y norteamericano, y en la actividad
comercial de importación de la producción industrial de esos países3.
Esa burguesía, pues, tendía a desarrollarse básicamente como burguesía terrateniente y comercial, bloqueando sus posibilidades de avanzar hacia su “revolución industrial”. Debido a eso, no estaba en condiciones, ni interesada, en llevar adelante su propia revolución democrática en
la economía y en el Estado, es decir, de avanzar hacia la desintegración de
las relaciones de producción de origen precapitalista, serviles o comunales,
para liberar mano de obra y recursos de producción, y hacia la democratización del Estado, conforme a la ideología liberal formalmente adoptada,
sobre todo desde mediados de siglo. Por ello, no solamente se encontraba
colocada en situación de permitir la continuación del predominio del precapitalismo y de su clase terrateniente dominante, sino que también era
incapaz de diferenciarse de ésta rápida y plenamente, ni social ni ideológicamente.
3. Sobre este período y estas cuestiones, puede consultarse de Heraclio Bonilla, Guano y
burguesía en el Perú, Lima, IEP, 1974; de Jonathan Levin, The Export Economies, Cambridge 1960; de Shane Hunt, Growth and Guano in the 19th Century in Perú, Princeton
University Press, 1973; y de Ernesto Yépez, Perú 1820-1920: un siglo de desarrollo capitalista, Lima, IEP, 1972.
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Sin ser inexistentes, las bases del capitalismo en el Perú eran no sólo
precarias y débiles, sino, lo que resultaba mucho más importante y decisivo, eran llevadas por una tendencia a la deformación y a la dependencia, con
todo lo que ello implica para el destino histórico de la burguesía en el Perú.
Sin embargo, los más poderosos grupos de la emergente burguesía,
influidos por un difuso positivismo introducido hacia mediados de siglo4,
y enfrentados a la desorganización y corrupción administrativa bajo los
sucesivos regímenes militares, se movilizaron a fines de la década de los 60
hacia la disputa del poder político con una ideología de desarrollo nacional, lo que cristalizó en la formación del Partido Civil en 18715 y en el primer proyecto de desarrollo capitalista nacional, bajo la conducción de
Manuel Pardo, asumiendo el gobierno en 1872.
A pesar de algunas medidas de reforma administrativa y educacional,
que mostraban su orientación modernizante, este primer gobierno civil
de la burguesía peruana, no fue capaz de tocar ningún interés fundamental de la clase terrateniente, ni de enfrentarse exitosamente a la grave crisis
económica en que había encallado la economía peruana a comienzos de
los años 70, estrangulada por una deuda externa crecida.
Administrando una economía en crisis, e impotente para remover el
piso del poder de los terratenientes, no solamente fracasó en su intento de
ganar el apoyo de las masas populares urbanas, sino que tuvo que enfrentarse a ellas y a los representantes políticos de los terratenientes, poniendo
en evidencia los límites y deformaciones de su desarrollo como clase. Se
4. Así lo afirma, aunque sin referencias explícitas, Augusto Salazar Bondy, Historia de las
ideas en el Perú contemporáneo, Lima, Moncloa Editores, 1965. Véase t. 1, p. 3.
5. Manuel Pardo fue el más importante ideólogo de la burguesía comercial-terrateniente
del Perú, en el siglo XIX. Fundó el Partido Civil, culminación de un movimiento contra el
militarismo caudillesco, preconizando la modernización económica y administrativa del
país, con una orientación nacionalista que llegó inclusive a proponer la estatización del
guano y del salitre, los dos principales recursos de exportación del Perú en esa época,
aunque bajo su gestión presidencial no se tomó ninguna medida para eso. Su pensamiento puede estudiarse en la compilación de sus escritos: El centenario de Manuel Pardo,
Lima, 1935, 2 v. También puede consultarse sobre los intentos de modernización oligárquica en el Perú, de Howard Karno, The Oligarchy and the Modernization of Perú (18701920), Los Angeles, University of California (tesis no publicada).
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dice que fue en ese momento cuando el término oligarquía, de tanta significación en nuestra historia, hizo su ingreso en el Perú6.
Al término de la década de los 70 sobrevino el conflicto con Chile y
sus consecuencias enterraron definitivamente las posibilidades de un proyecto de desarrollo capitalista nacional.
Debido a ello, la implantación del capitalismo, en tanto que relación
social de producción dominante, se lleva a cabo en el Perú ya bajo su forma monopólica y en esa condición, bajo control imperialista de burguesías extranjeras, desde fines del siglo XIX.
El proceso de implantación del capital monopólico se inicia poco después de la guerra con Chile, cuando en 1890 los tenedores de bonos de la
deuda externa, incrementada durante la guerra, obligaron al gobierno de
Cáceres a la firma del Contrato Grace, mediante el cual dichos acreedores
se organizaron en la Peruvian Corporation Ltd. y obtuvieron la concesión
del control de los ferrocarriles, por un período de 75 años. Piérola, al ocupar el gobierno en 1895, desarrolló un modelo ya establecido, con una
política abiertamente destinada a atraer capital extranjero, que en la coyuntura era, precisamente, capital monopólico.
Entre 1895 y 1914, se habían instalado en el Perú las primeras cuatro
grandes corporaciones, la ya mencionada Peruvian Corporation Ltd., Cerro de Pasco Corporation, Internacional Petroleum Corporation, y Grace. La primera de capital británico y las demás norteamericanas. Ocupaban, junto a otras empresas extranjeras menores, el lugar de predominio
en la minería, en el petróleo, en la agricultura de exportación y en el transporte pesado. Y en la misma etapa, el capital imperialista conseguía también el dominio de casi toda la banca, del comercio internacional y de la
empresa principal de servicio eléctrico.
Después de la crisis económica iniciada en 1913 y continuada durante
la Primera Guerra Mundial (14-18), el capital imperialista ocupó también
el control de las empresas industriales más importantes, en la textilería y
otras ramas menores, consolidando su dominio de la economía peruana,
6. Véase de Jorge Basadre, “La aristocracia y las clases medias civiles en el Perú republicano”, en Mercurio Peruano, Lima, XLIII, 1963, pp. 437-440.
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en todos aquellos sectores donde se implantaba el capital como relación
social de producción, y dejando, de ese modo, a la burguesía interna en
una posición totalmente subordinada y, sobre todo, despojada de sus
principales recursos de producción7.
CAPITAL MONOPÓLICO Y PRECAPITAL
El capital monopólico se implanta en la economía peruana constituyendo
núcleos de relaciones capitalistas de producción, en los principales sectores productivos de la economía cuya matriz previa era casi enteramente
precapitalista.
La investigación social latinoamericana ha difundido la denominación de “enclave” para esa forma de implantación del capital en estos países8. El término, sin embargo, contiene más una imagen que un concepto,
pues más bien dificulta que permite desocultar el tipo de relaciones que se
establecen entre esos núcleos de relaciones capitalistas de producción y la
matriz de origen precapitalista.
Ausente un circuito interno de acumulación, integrador de los sectores productivos, y liquidados en su nacimiento los elementos que llevaban
a su desarrollo9, por la propia acción del capital imperialista, cada uno de
los sectores en los cuales éste se implanta en condición dominante, es articulado al circuito capitalista nacional de donde proviene ese capital, esto
es, a un circuito externo de acumulación y de realización de la plusvalía
generada en esos núcleos capitalistas.
7. Acerca de la penetración del capital norteamericano y sus consecuencias inmediatas en
la economía peruana, aparte del conocido estudio de James Carey, Perú and The United
States, Notre Dame, 1964, hay recientes investigaciones con un enfoque más productivo:
William Bollinger, The Rise of United States Influence in the Peruvian Economy (18681921), Berkeley, University of California, (tesis no publicada); Heraclio Bonilla, “La
emergencia del control norteamericano sobre la economía peruana”, en Desarrollo Económico, 1977, No 64, v. 16; y hay amplia información en un estudio sobre un período mayor, de Rosemary Thorp y Geoff Bertram, Industrialización en una economía abierta. El
caso del Perú en el período 1890-1940, Lima, Universidad Católica de Lima, publicación
del CISEPA, 1974.
8. El más célebre texto es el de Cardoso-Faletto, Dependencia y desarrollo en América Latina, México, Siglo XXI, 1973.
9. Véase de Bollinger, op. cit.
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Debido a ello, ni la producción industrial interna, ni el mercado interno del Perú, tienen interés para el capital monopolista durante ese período, sino de manera limitada a las propias necesidades de exportación de la
producción industrial europea o norteamericana al país. Por su carácter
reducido y concentrado en núcleos, en determinadas ramas de producción, ese capital no tendrá, tampoco, interés en una masiva liberación de
mano de obra, sino en la formación de un mercado limitado de fuerza de
trabajo libre.
Sobre esas bases, el capital monopolista implantado en ese período,
resulta en una situación estructuralmente condicionada para no entrar en
conflicto con las relaciones precapitalistas de producción que predominan en el resto de la economía.
Por el contrario, las necesidades del capital implantado en tales condiciones, encuentran en las relaciones precapitalistas un elemento decisivo para su operación. En la medida en que el valor de la fuerza de trabajo
explotada por el capital monopólico, se constituye fundamentalmente en
el área no capitalista de la economía, la tasa de ganancia de ese capital resulta mucho más alta en este país en relación con la que puede obtener en
la economía metropolitana, en las mismas ramas de producción.
De ese modo, para el capital imperialista no solamente no será necesaria la desintegración de las relaciones no capitalistas, sino, por el contrario, su perduración será útil para sus necesidades de acumulación, por el
tiempo que requiera el mantenimiento de esta modalidad de operación.
Ese tiempo fue largo.
Capital monopólico y precapital, se combinarán así, contradictoriamente, en una estructura económica conjunta, bajo el dominio del primero, en una tendencia de acentuación de ese dominio10.
Una de las consecuencias más importantes de esa configuración económica, será –como Chevalier señala–11 la expansión de la gran propiedad
10. Sobre el modo de implantación del capital monopólico en el Perú y sus implicaciones
económico-sociales y políticas, puede verse de Aníbal Quijano, “Imperialismo, clases sociales y Estado en el Perú (1895-1930)”. Escrito en 1973, acaba de ser publicado en Clases
sociales y crisis política en América Latina, México, Siglo XXI, 1977.
11. François Chevalier, op. cit.
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agraria bajo control de los terratenientes señoriales, en toda la sierra peruana, y el consiguiente enfeudamiento de una mayor cantidad de campesinado, bajo esa dominación. La ampliación del mercado interno de productos alimenticios de origen agropecuario, conforme se ampliaban los
centros urbanos y la mano de obra en los “enclaves” y en actividades de
comercio y de servicios, impulsará a los terratenientes señoriales a extender sus tierras y a contar con una masa mayor de campesinado para su explotación.
Esa expansión de la gran propiedad agraria y de campesinado enfeudado bajo el dominio terrateniente señorial, no dejará de tener consecuencias sobre esta clase. Una parte importante de ella se irá convirtiendo
en burguesía comercial-terrateniente, controlando capital comercial en
medida muy significativa en determinadas zonas12.
Esa reactivación del mercado interno impulsa la expansión del capital
comercial, que pasa a servir como correa de transmisión entre la producción mercantil procedente del área no capitalista y las necesidades del capital monopólico. Y ello implica la ampliación de una capa de pequeña y
mediana burguesía comercial, intermediadora entre la burguesía capitalista y los terratenientes señoriales y también una parte del campesinado
no directamente enfeudado.
BURGUESÍA IMPERIALISTA Y BURGUESÍA INTERNA:
LA CUESTIÓN NACIONAL
En el curso de la implantación del capital monopólico, con esas modalidades, la burguesía comercial y terrateniente formada en el período anterior,
mientras era despojada de sus principales recursos de producción y del
control de su dominio nacional sobre el proceso capitalista, fue también,
sin embargo, impulsada a la acumulación capitalista en los reducidos márgenes de operación que le habían sido impuestos, y en los mismos sectores
12. Sobre este problema hay investigaciones demostrativas. Rodrigo Montoya, El proceso
histórico de articulación del capitalismo y el no capitalismo. 1890-1977, Lima, Mosca Azul
Editores, en prensa.
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y ramas de producción en que se implantaba el control de la burguesía
monopolista extranjera.
De ese modo, en el mismo proceso, cumplía su tránsito definitivo de
su condición de burguesía básicamente comercial a la de burguesía capitalista stricto sensu, y de otro lado, su opción histórica de clase nacional
dominante, quedaba castrada dando lugar a su constitución como apéndice semicolonial de la burguesía imperialista, durante todo ese período.
Lo último, no solamente por el carácter minoritario y subordinado de la
parte de capital que quedaba bajo su control, sino, particularmente, por
acumular en los mismos cauces y modalidades impuestos por la burguesía
imperialista dominante.
Las tasas de ganancia eran mucho más altas en las ramas de producción exportable: algodón, caña de azúcar, minerales, lo que arrastraba a
la raquitizada burguesía peruana principalmente en esas ramas que dominaba ya la burguesía imperialista. Y aun cuando, sobre todo después de la
crisis de mediados de la segunda década de este siglo, algunos grupos de
capitalistas peruanos pudieron acumular en la industria fabril y semifabril, consiguiendo legislación protectora, eso no cambió en lo fundamental la situación configurada.
La nueva burguesía capitalista peruana no dejó de enriquecerse, pero
sólo a condición de la pérdida de su hegemonía en el proceso capitalista,
en el mismo momento en que éste ganaba el dominio en el conjunto de la
estructura económica del país.
Las características y tendencias de este proceso, no dejaron de ser percibidas y resistidas por algunas fracciones de la burguesía peruana. Pero
esas fracciones eran no solamente las más débiles, sino, paradójicamente,
las más apegadas a las tradiciones señorialistas de su origen terrateniente.
Y quienes, en el debate de fines de siglo, reclamaban protección estatal
para los capitalistas nacionales, señalando las vías de un desarrollo capitalista bajo control nacional, eran solamente aislados ideólogos, de filiación
positivista, sin suficiente influencia en el seno de la clase13.
13. Particularmente, Joaquín Capello y Luis Petriconi, Estudio sobre la independencia
económica del Perú, Lima, 1876. Reproducido en la serie Biblioteca Peruana, 1971. De
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Por esos factores, las fracciones nacionalistas de la burguesía peruana
fueron debilitándose y perdiendo su lugar en la dirección de la clase, a lo
largo de las dos primeras décadas del siglo XX. Y cuando, como consecuencia de la crisis del 14-18, la pugna hegemónica entre las burguesías
norteamericana y británica se resuelve en favor de la primera, estarán dadas en el Perú las condiciones para que las fracciones más proimperialistas de la burguesía interna, asuman la plena dirección de la clase y el lugar
de ésta en la dirección del Estado, derrotando a las fracciones más renuentes a la dominación del capital norteamericano, en nombre del progreso y
de la modernidad.
Allí culmina el proceso de semicolonalización de la burguesía peruana, ocasionando la pérdida de su hegemonía nacional, incapacitándola
para todo proyecto en esa dirección y, en consecuencia, para toda movilización y organización política de clase fuera del Estado, por un largo período. Con el golpe de Leguía en 1919 y la desintegración del Partido Civil
y de los otros menores, que no fueron reemplazados por ningún otro en
que la clase se organizara para dirigir al Estado, se cierra esa etapa de las
disputas por la hegemonía nacional14.
LA ASOCIACIÓN DE INTERESES DOMINANTES
EN EL ESTADO: LA OLIGARQUÍA
Sobre esa base material (combinación de capitalismo monopólico y precapital bajo el dominio del primero) y social (articulación de intereses entre burguesía y terratenientes señoriales), definidas las relaciones de poder entre burguesía imperialista e interna, se fue consolidando un Estado,
cuya base es conformada por esa asociación de intereses dominantes.
Capello es útil también ver, para apreciar su posición modernista y nacionalista, La sociología de Lima, Lima, 1895-1902, 4 v. y El problema de la educación pública, Lima, 1902.
14. Sobre el proceso de reconstitución y crisis de la hegemonía oligárquica, v. de Aníbal
Quijano, El Perú en la crisis de los años treinta, Santiago, 1969. Reproducido en América
Latina en la crisis de los años treinta, México, Instituto de Investigaciones Sociales,
UNAM, 1977. Y el panorama histórico bien orientado de Jesús Chavarría, “La desaparición del Perú colonial”, en Aportes, París, No 3, enero 1972, pp. 120-155.
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Si bien la burguesía peruana, reconstituida bajo esas condiciones, logra, en el curso de ese proceso, volver a la dirección del Estado, no puede
hacerlo sino admitiendo la amplia influencia de la clase terrateniente señorial en todo el orden político del país, y la representación de las fracciones terratenientes-comerciantes en el seno mismo de la dirección del aparato estatal.
En la medida en que no sólo se mantiene sino se expande el dominio
terrateniente sobre el campesinado, se expande y se consolida también
todo un sistema de poder político local y regional, controlado por los terratenientes, sólo a través del cual y en conflicto con él, puede el Estado
central presidir la estructura nacional de poder político. Los términos de
“caciquismo” y de “gamonalismo”, designan ese sistema de poder terrateniente.
De ese modo, el Estado central es la representación de una asociación
de intereses de dominación, entre la burguesía capitalista peruana y los
terratenientes, ambos subordinados, aunque de distinta manera, a la burguesía imperialista, en la medida en que ese Estado administra y controla
una formación social en cuya base son predominantes los intereses de la
burguesía imperialista.
Y en tanto que el sistema de poder local y aun regional, en las áreas de
dominio terrateniente señorial y/o comercial, no es atacado en su base, las
relaciones de producción de origen precapitalista, ahora articuladas a la
lógica y a las necesidades de la acumulación capitalista, ese Estado central
es el remate de una estructura global de poder político, una de cuyas bases
y de vasta presencia en el país, el caciquismo gamonal, no está integrado a
él aunque sí vinculado de modo conflictivo.
En esas condiciones, por su estructura y por la lógica de su movimiento histórico, tal sistema de poder –es decir, los intereses sociales que lo
constituyen y lo dominan– excluye totalmente la participación de las masas campesinas a todo canal de influencia en el Estado central y en particular en el orden del caciquismo gamonal local. Permite solamente resquicios estrechos de participación de las capas medias que, sin embargo, se
van ampliando. Y rechaza la participación de los núcleos de proletariado
que la presencia del capital está constituyendo como nueva clase social.
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El entero sistema de poder político y su Estado central, por su específico carácter de clase, es decir, el que se deriva de esta particular historia,
asume, así, un carácter oligárquico.
Oligarquía, en el Perú, es un término que comenzó a usarse en el siglo
pasado, bajo la primera administración civil burguesa, designando un estilo de dominación política. Pero la perduración de este estilo llevó a dotar
al término de una connotación más compleja, denominando ya no solamente a esta peculiar combinación de intereses de dominación en el Estado, sino a las clases sociales mismas que sostenían el Estado oligárquico.
Ello no nos exime, no obstante, de la necesidad de reconocer que, en rigor, el concepto de oligarquía mienta, en el Perú, a esa estructura de poder
político, con un Estado cuyo carácter de clase no es depurado, ya que su
dominio es compartido por clases que, como la burguesía y los terratenientes señoriales o “gamonales” son, en la totalidad histórica, conflictivas, pero que por determinaciones históricas particulares aparecerán, durante un período, articulando contradictoriamente sus intereses en el
seno del mismo Estado. Y que, por el carácter de sus bases materiales, implicaba el control monopólico de las clases dominantes sobre la orientación de su comportamiento.
El Estado que se reconstituye en el proceso de implantación y de consolidación del dominio del capital monopolista imperialista, estará caracterizado, así, por dos rasgos definitorios: su indefinición nacional, debido
al carácter semicolonial que asume la burguesía interna que lo dirige; y su
indefinición de clase, por constituirse como articulación de intereses entre burguesía y terratenientes, y de lo cual derivará su carácter oligárquico.
A partir de entonces, el ciclo burgués de la historia peruana no podrá
encauzarse por una revolución democrático-burguesa, en el sentido de
una conquista burguesa del poder estatal, a la cabeza de las clases dominadas y aburguesando su conciencia, para destruir la base material del poder
de la clase terrateniente señorial. El proceso burgués asumirá, en cambio,
el carácter sui generis de una “revolución antioligárquica y nacionalista”.
Esto es, de gradual, aunque conflictiva y eventualmente violenta, depuración del contenido de clase del Estado, por el desplazamiento gradual de
los terratenientes señoriales y de las mismas fracciones burguesas asocia7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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das a ellos, de su lugar en la dirección del Estado. Y, de otro lado, por
intentos de rescate de la autonomía del dominio nacional de la clase burguesa. Ninguno de estos planos del proceso, podría desarrollarse independientemente del otro.
La erradicación de la base material del poder señorial, habrá de ser en
la historia posterior, fundamentalmente el resultado de la gradual generalización del capital, en tanto que relación social de producción, a todas y
cada una de las ramas de la economía del país. El lugar de esa clase en el
Estado se irá por ello reduciendo paulatinamente. Serán las luchas campesinas las que acelerarán la desintegración del caciquismo gamonal, y
muy significativamente, entrando en conflicto con la burguesía dominante, en el momento más fuerte y exitoso de sus luchas, desde fines de los
años cincuenta.
Los intentos de rescate de la autonomía nacional del dominio de la
burguesía interna, si bien pudieron ser, en breves momentos, interés de
minoritarias y débiles fracciones burguesas, no fueron tanto la obra de la
clase, dadas sus raíces y las tendencias de su movimiento. Y por eso se encontraron sus ideólogos y protagonistas entre las capas medias y populares bajo la influencia de las primeras y tuvieron que llevarse a cabo, también significativamente, en buena medida en contra de la opinión y de la
conducta de la propia burguesía interna.
LUCHAS SOCIALES Y DEBATE IDEOLÓGICO
ANTES DE 1919
Seis años antes del nacimiento de Mariátegui, Manuel González Prada, en
el célebre discurso del Politeama15, había roto los fuegos de la primera
fase de la batalla contra la dominación oligárquica de los terratenientes,
denunciando la incapacidad y la corrupción de la clase dominante y de su
instrumento militar, la sujeción de las masas campesinas a la ignorancia y a
la servidumbre, y llamando a la juventud a la lucha contra esa situación
nacional.
15. Compilado en Manuel González Prada, Páginas libres, Madrid, Editorial América,
1915.
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Pocos meses después, en el Teatro Olimpo, arremetía contra la mediocridad y el servilismo hipócrita de los intelectuales oficialistas, reclamando a la nueva generación “romper con el pacto infame de hablar a
media voz”16. Y, a fines del mismo año, publicaba “Propaganda y ataque”17, señalando que el verdadero fundamento de la nación lo constituían las masas indígenas y que hasta tanto ellas no estuvieran plenamente
representadas en el Estado, no se podía esperar un cambio sustantivo de
los problemas del país.
De ese modo, armada de la implacable y bruñida violencia de los
apóstrofes de don Manuel, tomaba carta de ciudadanía política, por primera y efímera vez en la historia peruana, una versión revolucionaria del
liberalismo, que no se paraba como hasta entonces, en la crítica de los vicios políticos e ideológicos solamente, y avanzaba hasta poner en cuestión
la base misma del orden oligárquico, introduciendo en el debate nacional
lo que será uno de sus temas centrales por varias décadas, el problema del
campesinado indio, y estableciendo los primeros elementos consistentes
de un proyecto democrático-burgués avanzado, que no puede ser considerado como una mera prolongación del liberalismo del período anterior.
El tema del indio, y con él una de las cuestiones centrales de todo el
orden oligárquico, entraba al debate, no solamente porque la derrota frente a
Chile había puesto de manifiesto de qué modo la dominación terrateniente sobre la masa indígena, en un característico régimen de “colonialismo
interno”, era el fundamento de la falta de integración nacional, a su vez
factor decisivo de esa derrota, sino ante todo porque en ese mismo momento
comenzaba un nuevo ciclo de las luchas del campesinado indio en el país.
Poco antes del discurso del Politeama, había tenido lugar la primera
gran insurrección del campesinado indio en esa etapa, en el Callejón de
Huaylas, Sierra Norte del Perú, y cuya fuerza y extensión conmovieron
amplios sectores de la opinión política e intelectual18. Esa insurrección inauguraba el ciclo de intermitentes guerras campesinas contra la domina16. Op. cit.
17. Op. cit.
18. Acerca de esa insurrección, Ernesto Reyna, El Amauta Atusparia, Lima, Ed. Amauta,
1930. Prólogo de José Carlos Mariátegui, Jorge Basadre, Historia de la República del
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ción terrateniente, que dura hasta mediados de la década de los 30, precisamente como reacción contra la expansión de la gran propiedad agraria,
bajo control de los terratenientes señoriales, impulsada por el nuevo interés que éstos adquirían en este período, por el modo en que se establecían
las relaciones con la dominación del capital monopolista.
No era, pues, sólo una coincidencia que tres años después de esa insurrección vencida, tronara el discurso del Politeama y se publicara “Propaganda y ataque”; que en el mismo año se publicara también la primera
novela indigenista, La trinidad del indio o costumbres del interior, donde
su autor, José T. Itolararres19, ponía en la picota la trinidad del cura, el juez
y el costeño, en la opresión del indio, y que al año siguiente, Clorinda Matto de Turner, discípula de González Prada y miembro del Círculo Literario que éste presidía, publicara Aves sin nido, destinada a convertirse en la
pieza más importante de la narrativa indigenista peruana20. El ciclo de esta
narrativa, es coetáneo del ciclo de las luchas del campesinado indio contra
la expansión del latifundio gamonal.
Durante las tres décadas siguientes, el propio González Prada dedicó
una vigilante atención al desarrollo de las luchas campesinas, apoyándolas
desde la prensa, mientras maduraba su concepción del problema del indio hasta su ensayo Nuestros indios21, que dejó incompleto e inédito a su
muerte en 1918, donde por primera vez se vincula claramente la situación
del indio al sistema vigente de propiedad agraria, a los rasgos feudales en
el régimen de la hacienda andina, y al caciquismo local de los gamonales.
Todavía él mismo un positivista liberal en ese momento, al introducir
este crucial incordio en el debate ideológico que los demás positivistas liberales realizaban entonces sobre los problemas nacionales, González
Prada puso al descubierto los límites que el desarrollo de clase de la burguesía peruana imponía al pensamiento de la mayor parte de sus ideóloPerú, t. II, pp. 272-273. Aníbal Quijano, Los movimientos campesinos contemporáneos de
América Latina, en Lipset y Solari (eds.); Élites y desarrollos en América Latina, Buenos
Aires, 1966.
19. Seudónimo de José Torres Lara.
20. La primera edición apareció en Valencia, España, en 1889.
21. En Manuel González Prada, Horas de lucha, 2a ed., Callao, 1924.
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gos. Esos límites irán acentuándose, conforme la implantación del capital
monopolista y el dominio de la burguesía imperialista iban reduciendo a
la burguesía peruana a la condición semicolonial, impidiéndole recoger
ella misma las banderas de la revolución democrática.
Por ello, más que por las características personales de González Prada, según opinará más tarde Mariátegui, el movimiento político que sus
inmediatos seguidores intentaron alzar con esa orientación, no tenía las
bases sociales necesarias para su desarrollo y se frustró al nacer, llevando
al mismo González Prada a transitar hacia un positivismo anarco, cuando
toma parte en el debate de las luchas del naciente proletariado a comienzos del siglo XX.
Entre fines del XIX y comienzos del siglo XX, ingresaba en la palestra
ideológica peruana la llamada generación del 900, la mayoría de cuyos
más influyentes miembros tenía también filiación positivista liberal, y era
portavoz de las fracciones más modernizantes de la burguesía peruana. Y
no es que desconocieran la existencia del problema indio en la falta de integración nacional. Pero de una parte, su atención estaba más concentrada en los problemas institucionales del Estado y las cuestiones políticas
concomitantes con la actividad capitalista en plena dinamización. Y, de
otra parte, su visión del problema del indio estaba inevitablemente mutilada por la aún indecisa diferenciación de su clase con los terratenientes
señoriales, orientándolos a discutir el problema exclusivamente en términos culturales, y en particular morales y educacionales.
De allí que los temas de la educación y de la cultura, y la modernización institucional del Estado, fueran, junto con la especulación académico-filosófica, los ejes de su producción ideológica y fue en torno de ellos
que llevaron a cabo sus debates más resonantes.
Todos ellos se reclamaban de una postura nacionalista y modernista,
acorde con su ideal positivista del progreso. Algunos, como Francisco
García Calderón22, desde una perspectiva optimista, sin duda estimulada
por la dinamización de la actividad económica resultante de la penetra22. De Francisco García Calderón, véase: Le Pèrou Contemporain, Paris, 1907; Les Démocraties Latines de l’Amerique, Paris, 1912; y La creación de un continente, París, 1913.
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ción capitalista imperialista, ponían su esperanza en el surgimiento de regímenes como el de Porfirio Díaz y sus “científicos”, o el de Juan Vicente
Gómez y el “cesarismo democrático” que los intelectuales a su servicio
proponían como modelo, para establecer la integración nacional y salir de
la anarquía caudillesca hacia algo como esa inventada “pax porfiriana”,
como marco del reordenamiento nacional.
Otros, como Víctor Andrés Belaúnde23, reconociendo que “la nacionalidad no está formada todavía” y que “nuestro ideal debe ser eminentemente nacionalista”, sólo podían reclamar la moralización y la racionalización institucional del Estado, como recursos para lograr el cumplimiento
de tal ideal24. Y en un plano más concreto, Garland y Gubbins25 sostenían
la necesidad de facilitar la entrada y la implantación del capital extranjero,
como camino de la modernización y el progreso del país. Atrás habían
quedado los reclamos de Capello y otros, y aun las proposiciones de Manuel Pardo, para preservar el control nacional de los recursos, y la protección estatal de los capitalistas nacionales para afianzarlo.
Cuando las necesidades del capital planteen exigencias de tecnificación y modernización a la cultura y a la educación en el país, todavía la
burguesía aparecerá dividida entre quienes, como Manuel Vicente Villarán26 preconizan una educación pragmática y de orientación técnica al alcance de las masas, y quienes como Alejandro Deustua27 encontrarán la
ocasión de destilar los más encostrados prejuicios señoriales contra el indio, para oponerse, en nombre del progreso, a una educación dirigida a
las capas populares, reclamando una educación elitista e intelectualista.
23. De Víctor Andrés Belaúnde, en ese período, principalmente: La crisis presente, Lima,
1914; La realidad nacional, Lima, 1930, libro destinado a la refutación de los 7 ensayos de
Mariátegui; véase también sus Memorias, Lima, 1961 y 1962, 2 v.
24. V.A. Belaúnde, La crisis presente, p. 98.
25. De Alejandro Garland, sobre todo, El Perú en 1906, Lima, 1907; y Reseña industrial
del Perú, Lima, 1905.
26. De Manuel Vicente Villarán, los ensayos reunidos en Estudios sobre la educación nacional, Lima, 1922; de ellos, principalmente: “Las profesiones liberales en Perú”; “El factor económico en la educación nacional”, Lima, 1905.
27. De Alejandro Deustua, introductor de la filosofía de Bergson y de los neohegelianos
italianos en el Perú, acerca de este problema véase sus ensayos en La cultura nacional,
Lima, 1937.
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Fue sin duda debido a esta debilidad social y política de la burguesía
peruana y de sus ideólogos reconocidos, que al ir produciéndose los primeros grandes conflictos sociales engendrados en el seno del nuevo capitalismo, el grueso de esos intelectuales se encontraba enfrentado contra
toda posibilidad de una legislación que institucionalizara esas luchas y sus
organizaciones como parte de un régimen burgués. Sólo muy minoritarias
fracciones, lideradas por quienes como Billinghurst28 traían una formación hecha íntegramente en el extranjero, intentaron abrir paso a esa legislación y aun apoyarse en esas luchas para buscar una relativa democratización del Estado. Y, por supuesto, fue rápidamente derrotado.
En esas condiciones, ningún puente ideológico y político podía ser
establecido entre el naciente movimiento obrero y popular en las ciudades y en los latifundios capitalistas de la costa y las fracciones modernizantes de la burguesía, para cualquier tentativa exitosa de democratización
de las bases y la estructura institucional del Estado. Y las capas medias de
profesionales e intelectuales que iban ampliándose gradualmente, vagamente, orientadas en esa dirección, comenzaban a ser empujadas a colocarse políticamente más cerca del movimiento obrero y popular que del
establishment oligárquico. Y después de la crisis de mediados de la segunda década de este siglo, frustrada la posibilidad de Billinghurst, las tendencias en esa dirección se consolidaron.
Aunque sin una relación orgánica con las luchas del campesinado
contra la expansión del gamonalismo, las del naciente proletariado y de
las capas medias y populares urbanas se desarrollaban paralelamente en
28. Guillermo Billinghurst, rico comerciante, nacido en Iquique cuando era aún territorio peruano, y educado en Santiago y Valparaíso, fue alcalde de Lima y Presidente del
Perú (1912-1914). Candidato anticivilista de ideología populista y modernista, comandó
el primer movimiento de las masas de las capas medias y populares de Lima, para imponer su candidatura contra la negativa oficialista, en un gran mitin callejero en que con el
lema del “pan grande”, las masas expresaban su protesta en la severa situación económica
bajo la crisis de ese momento, y hacían su ingreso en una orientación antioligárquica que
se clarifica y consolida desde entonces. Bajo su fugaz gobierno hizo algunas concesiones
al movimiento obrero, legalizando las huelgas y sindicatos, lo que acarreó su caída por un
golpe militar dirigido por Benavides. Véase: Jorge Basadre, Historia, t. VIII; Quijano, El
Perú en la crisis de los años treinta, cit. No hay hasta ahora ningún estudio específico sobre
Billinghurst.
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esas primeras décadas. Desde la primera gran huelga de los “braceros” de
Chicama en 1912, las luchas por la sindicalización, la legalización de la jornada de 8 horas, se hicieron más fuertes y se generalizaron. Encontraron
un punto de unión con las luchas políticas por la democratización del Estado en las movilizaciones que impusieron la candidatura de Billinghurst,
bajo cuyo fugaz gobierno lograron las primeras leyes de reconocimiento
sindical. Y tras la caída de ese régimen, se desarrollaron hasta imponer la
legalización de la jornada de 8 horas, y su primera central sindical en 1919,
cuando ya la generación joven de los intelectuales de las capas medias ingresaba también en la lucha por la democratización de la educación superior, y el conflicto dentro de la burguesía se resolvía en favor de su fracción
más proimperialista, pero también menos señorialista29.
La implantación del capital en su fase monopólica durante esas décadas, había ido reconfigurando las bases de la estructura de la sociedad
peruana, a través de una compleja combinación con la expansión del latifundio señorial. Eso implicaba que en el mismo momento en que se desarrollaban las luchas campesinas contra los terratenientes, estuvieran ya en
escena las luchas obreras bajo orientación anarquista y anarcosindicalista.
Y mientras el Estado, en representación de la asociación contradictoria de
intereses de aquellas clases dominantes, se enfrentaba a esa doble vertiente de las luchas de clases de los dominados, al interior de la burguesía se
iba produciendo una diferenciación política que se resolvería por el triunfo de las fracciones más ligadas a los intereses de la burguesía imperialista
norteamericana, que asentaba su hegemonía sobre la británica tras la guerra del 14-18. Y del mismo modo, al interior de los terratenientes señoriales, sus sectores ligados más directamente al capital comercial, iban apareciendo aliados a las fracciones burguesas vencedoras, en el condominio
inmediato del Estado. El golpe de Estado de Leguía en 1919, y la política
estatal de la década siguiente, la desintegración de los partidos históricos
de burgueses y terratenientes, así como el debate ideológico nacional, fueron una cabal expresión de esas tendencias y conflictos.
29. Véase de Denis Sulmont, El movimiento obrero en el Perú: 1900-1956, Lima, Universidad Católica de Lima, 1975.
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De un lado, el radicalismo burgués del primer González Prada evolucionó al anarquismo, y formó parte de esa corriente ideológica en las luchas y organizaciones del proletariado fabril, semifabril y rural. La posta
de ese radicalismo burgués, que la propia burguesía no recogió, ni amparó, será, después de 1919, tomada y redefinida como corriente “antioligárquico-nacionalista”, por las capas medias nuevas que se reclamaron herederas del primer González Prada.
El desarrollo de las luchas obreras convergió, después de la guerra,
con las luchas iniciales de las capas medias intelectuales por la democratización de la educación y en esa coyuntura, ya bajo el impacto de la onda de
expansión internacional del socialismo, producto de las luchas europeas y
de la Revolución Rusa, en 1918 surgieron los primeros brotes de una versión pequeño-burguesa del socialismo, influyendo sobre algunos intelectuales y obreros.
En cambio, el positivismo liberal cedía, en ese mismo momento, su
puesto rector en la ideología burguesa en favor del idealismo bergsoniano, acogido entusiastamente por los representantes intelectuales de las
fracciones burguesas que perdían terreno en la lucha por la hegemonía30,
y esa tendencia fue consolidándose en la década siguiente, como reacción
frente al régimen leguiísta que había llegado al poder enarbolando los señuelos del progreso y de la modernización, caros al positivismo, que utilizaba desde el poder a algunos de los intelectuales positivistas, pero que, al
mismo tiempo, rebajaba los ideales positivistas a una función de taparrabo de una política de venalidad, de corrupción, de arribismo y despotismo.
Esa situación ayuda a explicar por qué, en la década siguiente, el idea30. Principalmente Deustua y Belaúnde, ya citados. Y José de la Riva Agüero; los dos últimos prologuistas y comentadores de la tesis de Mariano Iberico, La filosofía de Enrique
Bergson, presentada en San Marcos en 1916. Iberico fue diputado por la derecha y por la
izquierda intelectual en el Perú, antes de 1930. En 1926, Mariátegui le publicó, en su Editorial Minerva, El nuevo absoluto, en el cual Iberico defendía el vitalismo bergsoniano
como base filosófica del socialismo, desde que éste tenía una vocación redentora y en “su
profundo sentido, es una voluntad religiosa”, posición que fue explícitamente comentada y apoyada por Mariátegui en “25 años de sucesos extranjeros”, publicado ese mismo
año, incorporado después en Historia de la crisis mundial (v. 8 de las Obras completas, en
adelante OC).
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lismo vitalista de inspiración bergsoniana será utilizado contra el positivismo, simultáneamente desde la derecha y desde la izquierda.
LAS PRINCIPALES ETAPAS DE MARIÁTEGUI
Ese complejo escenario histórico fue el que produjo a Mariátegui y que
desde 1918 en adelante fue también en parte su producto. Pues nadie
como él, en el Perú, fue simultáneamente tan hijo de su tiempo, como de
su propia fuerza para dominarlo.
Al caracterizar su etapa anterior a su viaje a Europa en 1919 como su
“edad de piedra”, Mariátegui estableció una separación de su historia vital en dos grandes etapas. Y, de modo general, esa división es admisible31.
No hay duda, en efecto, de que su estancia europea fue crucial para el
desarrollo de Mariátegui en todos los órdenes de su experiencia personal.
Allí hizo su primer aprendizaje marxista, decidió consagrar su vida al socialismo revolucionario en el Perú, encontró a la compañera de su vida y
universalizó su horizonte de ideas y emociones. Es cierto, igualmente, que
de entonces arranca lo fundamental de su obra y de su influencia en la historia peruana.
No obstante, fue también el propio Mariátegui quien se encargó de
recordar el significado de su labor anterior a esa fecha, particularmente en
los años inmediatamente previos32. Y, en verdad, si la experiencia europea
maduró y redefinió sus opciones personales, fue sobre la base de una
orientación establecida ya, en lo fundamental, antes. Si bien son perceptibles rupturas significativas entre ambas etapas, particularmente en su
pensamiento político, en otros planos se trata más bien de afirmamientos
y desarrollos.
31. Ese juicio de Mariátegui ha influido en sus herederos familiares, que hasta ahora no
publican sus escritos anteriores a 1919, en las llamadas OC, y en sus biógrafos como Rouillon, ya citado. Diego Messeguer ha trazado recientemente, en un extenso estudio sobre
Mariátegui, una periodización más próxima a la realidad. Véase de Diego Messeguer,
José Carlos Mariátegui y su pensamiento revolucionario, Lima, IEP, 1974.
32. En comunicación enviada a la Primera Conferencia de Partidos Comunistas de América Latina, en junio de 1929, Mariátegui señala: “el tratado de Mariátegui con los tópicos
nacionales no es, como algunos creen, posterior a su regreso de Europa ... no hay que olviBIBLIOTECA AYACUCHO
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Por eso, aunque no se trata aquí de reconstruir su biografía, es necesario, especialmente para el lector no peruano, sumarizar brevemente las
principales etapas del desarrollo del pensamiento mariateguiano.
REPLIEGUE FÍSICO Y AVENTURA INTELECTUAL:
1894-1914
Mariátegui era el segundo de tres hijos sobrevivientes, de un inestable matrimonio entre Francisco Javier Mariátegui, limeño, de familia terrateniente encumbrada, nieto de un conocido ideólogo liberal del mismo
nombre, y de María Amalia Lachira, campesina del pueblo de Sayan, en la
sierra Norte de Lima. No conoció a su padre33.
Cuando tenía ocho años, en 1902, a su pobreza material y a la ausencia
paterna, le sobrevino una enfermedad que dejó baldada para siempre su
pierna izquierda, inmovilizándolo durante una larga convalecencia.
En el ambiente religioso de su familia, su enfermedad reforzó probablemente en el niño Mariátegui su adhesión religiosa, dando lugar al desarrollo de inclinaciones místicas. Y, al mismo tiempo, el repliegue forzoso
consigo mismo le permitió iniciar la lectura de la pequeña biblioteca dejada por su padre antes de eclipsarse del todo del hogar, y comenzar su formación autodidacta procurándose ávidamente material de lectura. Su inquietud desatada lo llevará poco después a estudiar francés por su cuenta.
Por la misma época comenzaría también a escribir sus primeros versos34,
de contenido místico-religioso.
Esa experiencia infantil, de pobreza y de ausencias, de enfermedad y
de inactividad física, de soledad y de melancolía, de religiosidad y de poética mística, de inquietas e interrogadoras lecturas, es sin duda fundamendar que a los catorce o quince años, empezó a trabajar en el periodismo y que, por consiguiente, a partir de esa edad tuvo contacto con los acontecimientos y cosas del país, aunque para enjuiciarlos carecía de puntos de vista sistemáticos”. En esa carta consigna su
revista Nueva Época y su periódico La Razón, así como su participación en la huelga obrera de 1919. Véase el texto respectivo en Ricardo Martínez de la Torre, Apuntes para una
interpretación marxista de la historia del Perú, 4 v., t. II, p. 403.
33. Rouillon, La edad de piedra, cit.
34. Op. cit., p. 70.
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tal para la comprensión de la obra adulta mariateguiana. Cómo no ver allí
el origen de los resortes emocionales que atravesarán permanentemente
una parte de su desarrollo, y en especial esa tensión de agonista entre una
concepción metafísica de la existencia, alimento de una voluntad heroica
de acción, y las implicaciones necesarias de la adhesión al marxismo, que
caracterizan gran parte de su pensamiento.
DEL COLONIALISMO A LA CRÍTICA SOCIAL Y POLÍTICA:
1914-1919
Mariátegui entró como obrero alcanza-rejones al periódico La Prensa, en
1909, y fue subiendo de posición hasta que en 1913 asumió la redacción
del periódico y a partir de 1914 comenzó a publicar con el seudónimo de
Juan Croniqueur.
Juan Croniqueur, autodidacta de vasta y varia lectura, principalmente
literaria, espíritu crítico aún sin derrotero y temperamento artístico, estación de un viaje hacia la identidad social y personal, peregrina un tiempo,
entre los 20 y 23 años, entre la influencia de D’Annunzio y el esteticismo,
la incursión por el mundo de la sociedad oligárquica, en su calidad de cronista hípico y social (hasta llegó a dirigir El Turf), la crónica literaria, retiros espirituales y poesía místico-sensual, y todavía, el mismo año de la Revolución Rusa, organiza con otros periodistas de la bohemia provinciana
de Lima, una sesión de danza en el cementerio para Norka Ruskaya, con el
consiguiente escándalo de la beatería limeña.
Mariátegui, pues, estaba entonces principalmente ocupado en explorar sus posibilidades de encontrar un lugar en el establishment social y cultural. Eran, sin embargo, los años de la crisis y de la guerra mundial, del
encrespamiento de las luchas de clases en Europa, y en el Perú la etapa de
intensificación de las luchas obreras, del creciente descontento de las nuevas capas medias, y la agudización del debate y del conflicto político dentro de las clases oligárquicas. Hasta 1916 no parecen haber registros del
impacto de esos procesos en Mariátegui. Y no obstante, fue en el curso de
esa etapa y sobre todo después de esa fecha, que fue despertando en él la
preocupación por las cuestiones políticas y sociales, agudizándose su miBIBLIOTECA AYACUCHO
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rada crítica de la sociedad, lo que irá apareciendo inclusive en sus crónicas
de tono levemente irónico sobre temas banales.
En 1916, con César Falcón, Félix del Valle y bajo la dirección de
Abraham Valdelomar, sus compañeros de La Prensa, funda la revista Colónida, de la que se publicarán cuatro números y en los cuales Mariátegui
colabora con su producción literaria. Años después, sostendrá que cuando colabora en Colónida era aún un “literato inficionado de decadentismo
y bizantinismo finiseculares”35. Eso era aún en efecto. A pesar de ello, Colónida representaba ya el ingreso, aunque vacilante y confuso, de un nuevo estado mental que portaba una generación intelectual heredera de las
enseñanzas de González Prada, que aprendía a rechazar la presencia de la
engolada mentalidad señorial y su academicismo. Y la actitud crítica en la
literatura, pronto se extenderá, en Mariátegui y su generación, a la crítica
de la sociedad y del Estado.
No en vano Valdelomar había sido secretario de Billinghurst durante
su campaña a la presidencia de la República, que pudo triunfar sobre los
hombros de una inmensa movilización popular anticivilista. Y Mariátegui, a la sazón, ya había conocido a González Prada y era amigo de su hijo,
poeta también, Alfredo González Prada. Y en ese mismo año, Mariátegui
publica en La Prensa, un artículo comentando irónicamente una conferencia de Riva Agüero, y defendiendo el modernismo literario contra el
academicismo. Riva Agüero ya era, en ese momento, uno de los más destacados intelectuales de los grupos más señoriales de la coalición oligárquica en el poder, y que ya en 1915 había fundado el Partido Nacional Democrático y el movimiento “futurista”, como parte de una orientación de
abandono del positivismo y de repliegue en un idealismo reaccionario de
raíz bergsoniana. Enjuiciando una década después ese movimiento “futurista”, Mariátegui lo señalará como un movimiento de “restauración colonialista y civilista en el pensamiento y en la literatura del Perú”36.
Fue, sin embargo, otro hecho lo que contribuyó a despertar su interés
político y al abandono de la negación de la política que era una de las mar35. Carta a Samuel Glusberg, en OC, t. II, contracarátula.
36. 7 ensayos, Lima, 1968, 13a ed., p. 216.
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cas de la experiencia colónida. A mediados de 1916, la oposición leguiísta
contra el régimen de José Pardo (1915-1919), y con la participación de las
corrientes que apoyaron a Billinghurst, fundó un nuevo periódico, El
Tiempo, y Mariátegui renunció a La Prensa para incorporarse al nuevo diario. Allí fue encargado de la crónica parlamentaria, que ejerció hasta 1919.
A pesar de que en los dos años siguientes, Mariátegui todavía intensificará sus incursiones en el mundo oligárquico, escribiendo crónicas sociales e hípicas, y mantendrá su adhesión religiosa escribiendo sobre temas costumbristas y religiosos (inclusive ganó en 1917 el premio de la
Municipalidad de Lima, por su artículo “La Procesión tradicional”), la
concurrencia a los debates parlamentarios fue, seguramente, una puerta
de entrada a la observación y a la reflexión sobre los problemas políticosociales del país y del mundo, tan intensamente agitados en esos mismos años.
El Parlamento peruano de esos años era el escenario en que se debatían las opciones ideológicas y los conflictos políticos dentro de la coalición dominante, poco antes de la derrota de las fracciones más señorialistas, tres años después, con el golpe de Leguía. Eran también los años de la
prédica wilsoniana, cuyos ecos resonaban también en el Perú, junto con
los de las tempestades políticas europeas, particularmente el triunfo de la
Revolución Rusa, y los primeros impactos de la Revolución Mexicana,
mientras se extendían las luchas obreras y la influencia del anarquismo y el
anarco-sindicalismo, y los jóvenes de las nuevas capas medias intelectuales iniciaban su enfrentamiento a la educación oligárquica en la Universidad.
En la redacción de El Tiempo convergían las corrientes positivistas liberales, de leguiístas y billinghuristas, y más débilmente la influencia del
gonzález-pradismo y las primeras ideas socializantes.
La influencia de esta atmósfera puede registrarse en la creciente ironía de las crónicas de Mariátegui, en la nueva seguridad de su prosa de
tono polémico, presumiblemente también en la medida en que su conocimiento de la fauna oligárquica, en su calidad de cronista de publicaciones
como El Turf y Lulú, le iba revelando una realidad que ya era capaz de mirar como indeseable.
Por ello, desde 1917, la casi totalidad de su producción de periodista
en El Tiempo, aparece ya consagrada exclusivamente a los temas de la poBIBLIOTECA AYACUCHO
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lítica nacional y ahora observada ya también desde fuera de los debates
parlamentarios. El periodismo comienza en Mariátegui a convertirse en
un vehículo de expresión de una nueva mirada crítica de la sociedad,
como para varios de sus compañeros de redacción, y principalmente César Falcón, Félix del Valle y otros, ganados según parece antes que Mariátegui al interés por las luchas sociales y las ideas socialistas, y que probablemente ejercieron una importante influencia sobre él en esos años.
Como la orientación de El Tiempo ya les resulta muy moderada, a mediados de 1918 todos ellos se agrupan para publicar la revista Nuestra
Época, como vocero de una tendencia socializante, inspirada en las ideas y
en el modelo de la revista España, que en ese país dirigía Luis Araquistain
y donde colaboraba una parte de la generación del 98. Unamuno entre ellos.
La orientación ideológica y vital de José Carlos Mariátegui comienza
a definirse. Y no tardará en pagar sus primeras consecuencias. Tras la publicación en esa revista de su artículo “Malas tendencias: el deber del ejército y del Estado”, defendiendo la idea de emplear más los recursos fiscales en la promoción de la educación y del trabajo, en lugar de armas, un
grupo de oficiales llegará hasta la redacción de El Tiempo, en cuyos talleres se imprimía Nuestra Época, y maltrata físicamente al indefenso y débil
autor.
Poco después, los redactores de Nuestra Época y otros de la misma
tendencia se agrupan en el Comité Organizador del Partido Socialista.
Uno de los miembros más influyentes, Luis Ulloa, propone convertir ese grupo en partido, lo que Mariátegui y Falcón rechazan, apartándose del grupo.
Las inevitables dificultades resultantes de esos hechos, con los directores de El Tiempo, empujan finalmente a Mariátegui y Falcón a fundar el
periódico La Razón, en mayo de 1919. Es el año y el mes de la gran huelga
obrera por las ocho horas y el abaratamiento de las subsistencias, y, al mismo tiempo, del movimiento abierto de los estudiantes de San Marcos, por
la reforma universitaria, secuencia del movimiento de Córdoba, del año
anterior. Es también el año del golpe de Leguía.
La Razón apoya enérgicamente ambos movimientos, obrero y universitario, y de cierto modo toma parte en la campaña leguiísta. El gobierno
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de Pardo apresa a los dirigentes de la huelga obrera, pero poco después
Leguía, y ante la extensión de la misma, se ve obligado a liberarlos. La gran
manifestación obrera que celebra ese hecho, llegará hasta las puertas del
periódico, aclamando a Mariátegui, que tuvo que pronunciar un discurso
desde el balcón del local.
Mariátegui ha entrado, finalmente, en la lucha política al lado del naciente proletariado, orientándose hacia el socialismo. Sus ideas socialistas, en ese momento, corresponden aún, en rigor, a una orientación democrática radicalizada por elementos socializantes. Pero está formada la
base de su posterior afirmación socialista revolucionaria; y el piso emocional de su temperatura de combate, está liberado de sus afanes de esnobismo aristocratizante y esteticista.
Al arreciar el movimiento de los estudiantes reformistas, chocando
con el rápido repliegue del régimen de Leguía desde su inicial prédica democrática hacia el despotismo pro imperialista que fue su marca, manteniéndose la movilización obrera, La Razón se enfrenta críticamente a Leguía, hasta ser considerado por éste como un peligro para su régimen.
Después de la publicación de un editorial que denunciaba “el tinglado de
la patria nueva”, en agosto de ese año, se prohíbe la circulación del periódico.
Leguía, a través de un emisario relacionado con Mariátegui, ofrece a
Mariátegui y a Falcón optar entre la cárcel o un viaje a Europa en calidad de
agentes de propaganda del gobierno peruano. Era en realidad, un poco disimulado destierro. Ambos optaron por el viaje a Europa. Se dice que ese gesto de Leguía se debió al hecho de estar casado con una parienta de Mariátegui, por la rama paterna37. Y en esas gestiones familiares, sin duda influía el
hecho de ser ya Mariátegui un escritor e intelectual de renombre en el país.
En octubre de 1919, Mariátegui partió con destino a Europa. Después de una breve escala en Nueva York, llegó a Francia primero y fue a
fines de ese año a radicarse en Italia. Tenía 25 años.
37. Rouillon, op. cit., pp. 308-310. Transcribe la resolución gubernamental que autoriza
al Consulado Peruano en Génova, a pagar a Mariátegui un salario por su labor de “agente
de propaganda periodística en Italia”, a partir de enero de 1920.
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LA EXPERIENCIA EUROPEA Y EL APRENDIZAJE
MARXISTA: 1919-1923
Mariátegui testimonió el impacto emocional e intelectual de su breve estadía en la capital francesa. Con su experiencia de periodista parlamentario,
no dejó de asistir a algunas sesiones de la Cámara de diputados. Pero fueron, sobre todo, el contacto personal con el grupo Clarté y principalmente
con Henri Barbusse y Romain Rolland, y su asistencia a los mítines obreros de Belleville, lo que retendrá en su memoria.
Antes de salir del Perú había ya leído L’Enfer y leyó Le Feu apenas llegado a París. Poco después conoció personalmente a Barbusse en las oficinas de Clarté. El impacto debió ser recíproco y se estableció una relación
duradera. Barbusse no lo olvidó y su huella fue intensa en Mariátegui38.
De su contacto con el proletariado parisino en los mítines de Belleville, guardará una imagen impregnada de uno de los temas recurrentes de
la obra mariateguiana posterior, la emoción religiosa: “Mis mejores recuerdos son los mítines de Belleville, donde sentí en su más alta intensidad
el calor religioso de las nuevas multitudes”, dirá más tarde a uno de sus
biógrafos39.
A pesar de que París era la meca de la peregrinación europea de la
mayor parte de los intelectuales y artistas latinoamericanos del período,
Mariátegui escogió Italia como sede de su experiencia europea. ¿Por qué
Italia? Según Bazán, Mariátegui recordaba que “en París, su metro, su clima húmedo y los grises impertérritos de su cielo llegaron a quebrantar mi
salud. Me dirigí sin más hacia el sur. Hacia Italia, de donde me llamaba un
viejo amigo mío, peruano”40.
Dada la salud quebradiza de Mariátegui, esa explicación es segura38. Armando Bazán, Mariátegui y su tiempo, Santiago, 1939, consigna que Barbusse se
refería a Mariátegui como “una nouvelle lumière de l’Amerique, un specimen nouveau de
l’homme americain” (p. 14).
39. Bazán, op. cit., p. 71. En la edición de 1969, v. 20 de las OC de Mariátegui, ese texto ha
sido cambiado por el siguiente: “mis mejores recuerdos son los mítines de Belleville, donde sentí en su más alta intensidad la emoción social revolucionaria de las nuevas multitudes” (p. 56), lo que es evidentemente una falsificación contra el espíritu de Mariátegui.
40. Bazán, 1939, p. 71.
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mente real. Pero no fue quizás la más importante. Después de todo, él
estaba habituado a los “grises impertérritos” y a la humedad de Lima. Estuardo Núñez41 ha esclarecido bien que no fue circunstancial enteramente la opción italiana de Mariátegui, demostrando la influyente presencia
de la cultura italiana en el Perú, a comienzos del siglo XX, y la relativa familiaridad que Mariátegui y sus amigos más cercanos ya tenían con ella.
Valdelomar, que había ejercido notable influencia en la orientación inicial
de las actividades literarias y estéticas de Mariátegui, ya había residido en
Italia en la preguerra y publicó también unas Cartas de Italia, como lo hará
después Mariátegui, aunque sobre una temática totalmente distinta. Y un
personaje como Riva Agüero, tan antitéticamente opuesto a Mariátegui,
social e ideológicamente, coincidió con éste en Italia y juntos caminaron
en Roma, y no dejó de proclamar su adhesión a Italia, aunque por motivos
políticos distintos. Riva Agüero se hará fascista.
Y puesto que la estadía en Italia tuvo una influencia tan decisiva en la
formación de Mariátegui, en particular en el modo en que comenzó su
encuentro con el marxismo, es oportuno señalar que el idealismo neohegeliano y el actualismo, de Croce y Gentile, ya estaban presentes en la atmósfera intelectual peruana desde comienzos de la segunda década de
este siglo, inspirando, junto con Bergson, una de las corrientes filosóficas
que, en ese entonces, debatía los problemas de la cultura y de la educación
en el Perú. Alejandro Deustua, tan influyente en esos años en la oposición
contra el positivismo, había publicado La cultura superior en Italia ya en
191242, que el propio Mariátegui cita en sus 7 ensayos43.
Cuando Mariátegui llega a Italia, al fin del año 1919, el país estaba sacudido por una grave crisis económica, sobre cuyo piso se enfrentaban las
masas obreras y los capitalistas, poniendo en crisis el liberalismo tanto
como el socialismo, entre cuyas brechas ascendía el fascismo. A ello se
añadía un sentimiento de frustración, porque las expectativas de expansión hacia los Balcanes habían sido bloqueadas por los resultados de la
41. Estuardo Núñez, Prólogo a Cartas de Italia, v. 15 de las OC.
42. Alejandro Deustua, La cultura superior en Italia, Lima, Ediciones Rosay, 1912.
43. 7 ensayos, p. 22.
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Paz de Versalles. Y ese sentimiento nacional de frustración, que sobre
todo la pequeña burguesía italiana destilaba, era uno de los alimentos de
la propaganda nacionalista y fascista, y en cuyo clima habían brotado los
oropeles de la prédica de D’Annunzio, su famosa marcha sobre Fiume y
su Constitución44, que tanta resonancia tendrían en el crecimiento del fascismo.
Mariátegui encontró aún el eco de la Constitución d’annunziana y
apenas llegado, es sobre ese tema que escribió (“El Estatuto del estado libre de Fiume”), en su calidad de corresponsal de El Tiempo, de Lima, en
cuyas páginas publicará sus observaciones europeas45. Como Bazán recuerda46, el poético inicio de la Constitución, no dejó de impactar en Mariátegui, d’annunziano en sus primeros pasos de escritor: “La vida es bella
y digna de ser bellamente vivida”, reclamaba el poeta y Mariátegui lo recordará años más tarde, señalando que en ese proyecto de Constitución
existen elementos de comunismo, de filiación utópica47.
En su copiosa producción periodística como corresponsal de El Tiempo, puede notarse la apasionada avidez con que Mariátegui vigila la política
italiana y europea en general, preocupado por los signos históricos de la coyuntura más bien que en una interpretación teórica, como se reafirmará
después, ya en el Perú, al ordenar en un panorama global su visión de la crisis europea: “Pienso que no es posible aprehender en una teoría el entero
panorama del mundo contemporáneo. Que no es posible, sobre todo, fijar
en una teoría su movimiento. Tenemos que explorarlo y conocerlo, episodio por episodio, faceta por faceta. Nuestro juicio y nuestra imaginación se
sentirán siempre en retardo respecto de la totalidad del fenómeno”48.
Es, sin embargo, en esos mismos años que está iniciando su formación
marxista y absorbiendo la atmósfera política e intelectual del debate marxista en Italia, y asistiendo como testigo privilegiado a las ocupaciones
obreras de las fábricas, a las vacilaciones y a las luchas internas del Partido
44. Véase de Robert Paris, Les Origines du Fascisme, Paris, Flammarion, 1968, pp. 64-66.
45. Estuardo Núñez, op. cit.
46. Bazán, op. cit., p. 72.
47. La escena contemporánea, OC, t. 1, p. 22.
48. Op. cit., Prólogo.
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Socialista Italiano y al nacimiento del Partido Comunista Italiano, en el
Congreso de Livorno (1921), donde quizás pudo conocer a Gramsci49. De
allí, sin duda, no obstante el carácter periodístico de su indagación de la
escena europea, que sobre todo a partir de 1921 se aprecia la seguridad de
su orientación y de su evaluación de los acontecimientos políticos, la crisis
de la democracia liberal y de su ideología, la crisis de la socialdemocracia y
el significado del fascismo, que son los temas dominantes de sus crónicas50.
En particular, su evaluación del fascismo y de los factores que le dieron origen y que impulsaron su ascenso al poder, por la impotencia del liberalismo y la crisis interna de la socialdemocracia italiana, cuya mayoría
adhería a una orientación reformista. Como lo señala uno de sus comentaristas51, Mariátegui es una importante fuente para el estudio de la vida política italiana de esa etapa.
El año de 1921 parece haber sido el punto de llegada a una nueva etapa, no solamente personal, sino del pensamiento político de Mariátegui,
pues entonces ya se considera un marxista: “desposé una mujer y algunas
ideas”, afirmará más tarde acerca de su experiencia en ese momento.
La atmósfera cultural e ideológica italiana de esos años, muy influida
por la obra de los filósofos neohegelianos y actualistas como Croce y Gentile, el primero de los cuales contaba con la admiración de muchos de los
ideólogos marxistas más importantes del debate italiano de ese momento
y al que Mariátegui conoció personalmente, enmarcó e impregnó de
modo importante el desarrollo de los estudios de éste y, presumiblemente,
el modo de su encuentro con el marxismo. Y, en particular, su relación con
Piero Gobetti, antiguo gentiliano, seguidor de Croce, y liberal radicaliza49. No existe información concreta y eficiente acerca de las posibles relaciones personales entre Mariátegui y Gramsci. Su viuda afirma que se conocieron. En todo caso, es probable que Mariátegui haya visto a Gramsci en Livorno, con ocasión del Congreso del Partido Socialista de Italia, y probablemente lo leyera en L’Ordine Nuovo, que se publicaba
ya cuando Mariátegui residía en Italia.
50. Recopiladas principalmente en Cartas de Italia (t. 15, OC), La escena contemporánea
(t. 1, OC), El alma matinal (t. 3, OC), principalmente.
51. Antonio Melis, “Mariátegui primer marxista de América”, Mariátegui, tres estudios,
Lima, Biblioteca Amauta, 1971.
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do que colaboraba en L’Ordine Nuovo, la revista del ala comunista del socialismo italiano, ejerció un impacto reconocido y evidenciado por Mariátegui muchas veces en su obra posterior. Asimismo, en Italia fue donde él
se familiarizó con la obra de Sorel, que tanta presencia llegó a tener en su
concepción filosófica personal. Algunos, como Robert Paris, han sugerido también que el aire de movimiento épico y heroico que el mussolinismo fungía incorporar a la atmósfera emocional italiana, habría tenido
alguna parte en la evolución del sentido mítico-heroico presente en la
concepción mariateguiana de la existencia y atribuible también a algunos
revolucionarios italianos formados en ese período52.
Italia, pues, fue una estación decisiva en la formación de Mariátegui,
intelectual, política y emocionalmente, llegando a ser un permanente
punto de referencia de su visión de los problemas. Recorrió sus principales ciudades, se familiarizó con su acervo histórico y cultural, se vinculó a
algunas de las figuras del primer plano intelectual y político del país, reorganizó su tesitura personal sobre el mundo y pudo adquirir allí las bases
de su prodigioso y vital aliento de agonista.
A comienzos de 1922, poco antes de abandonar Italia, acordó con algunos peruanos su decisión de iniciar la acción socialista en el Perú.
Entre marzo de 1922 y marzo de 1923, Mariátegui recorrió Alemania,
Austria, Hungría, Checoslovaquia y, brevemente otra vez, Francia. De ese
periplo da cuenta en sus crónicas, impactado por la crisis social y política del
continente, afirmándose en su adhesión a la necesidad de una revolución socialista, su rechazo del reformismo socialdemócrata y la para él declinación y
crisis final de la democracia liberal y de la cultura occidental, ya bajo la evidente influencia de sus lecturas de Spengler53. No pudo llegar a Rusia, como era,
obviamente, su gran deseo, por las dificultades de salud de su mujer y de su
hijo. Pero estaba seguro de que Alemania sería pronto el segundo país soviéti52. Robert Paris, “El marxismo latinoamericano de Mariátegui”, compilado en volumen
del mismo título, Buenos Aires, Ediciones Crisis, 1973. De este autor, véase también:
“Mariátegui, un ‘sorelisme’ ambigue”, en Aportes, No 22, 1977, pp. 178 y ss.; “Mariátegui
et Gobetti”, Bolletino, Milano, Centro di Studio Piero Gobetti, marzo 1967; y su “Preface” a la edición francesa de los 7 ensayos, París, Maspero.
53. Bazán, op. cit.
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co de Europa, estimulado por la atmósfera política de las calles de Berlín y las
huelgas renanas54. En marzo de 1923, se embarcó de regreso al Perú.
DE REGRESO EN EL PERÚ: DOS ETAPAS
En la labor de Mariátegui en el Perú, desde el 18 de marzo en que llega,
hasta el 16 de abril de 1930, fecha de su muerte, pueden reconocerse dos
etapas principales:
1–. 1923-1928. Cuando Mariátegui llega al Perú, el movimiento de la
reforma universitaria y el movimiento obrero ya han avanzado en la relación iniciada con motivo de las huelgas de 1919 y la iniciación de la lucha
por la reforma universitaria. Acordadas por el Congreso de Estudiantes
del Cuzco en 1920, bajo la presidencia de Haya de la Torre, ya están en
funciones las Universidades Populares González Prada, cuyo propósito
era desarrollar la formación intelectual de los obreros, permitiendo también la formación de lo que González Prada había reclamado antes, un
Frente Único de Trabajadores Manuales e Intelectuales.
Entretanto, el gobierno de Leguía, tras un breve inicio populista, ya
ha hecho ostensible su viraje hacia el despotismo y hacia el entreguismo a
la dominación imperialista norteamericana. Y ese movimiento de obreros
y estudiantes, está enfrentado a esa política. Un mes después de la llegada
de Mariátegui, oponiéndose a una ceremonia de consagración del Perú al
“Corazón de Jesús”, decretada por Leguía, una tumultuosa manifestación
de obreros y estudiantes se enfrenta, el 23 de mayo, a la represión policial,
muriendo un obrero y un estudiante. Durante esa manifestación, el dinamismo y la oratoria de Haya de la Torre lo llevan al comando de la movilización55. Mariátegui no quiso participar en ese acto, por considerarlo ineficaz y circunstancial. Haya y sus seguidores, considerarán después, que
esa manifestación fue el bautismo político del Frente Único de Trabajadores Manuales e Intelectuales, que daría origen al APRA.
Poco después, sin embargo, Haya invitó a Mariátegui a participar en
las Universidades Populares González Prada. Y en junio de ese año, Ma54. Bazán, ibid.
55. Jorge Basadre, Perú, problema y posibilidad, Lima, 1931.
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riátegui inicia un ciclo de conferencias sobre la crisis mundial56, con lo
cual comienza su propaganda socialista entre los obreros, y el debate, cauteloso al comienzo, con el anarcosindicalismo dominante entre los obreros politizados hasta entonces.
Y cuando en octubre de ese año, el gobierno de Leguía pasa a una represión sistemática contra los líderes de ese movimiento y Haya y otros
son deportados, Mariátegui asume la dirección de Claridad, la revista que
bajo dirección de Haya venía iniciando el debate ideológico contra el régimen de Leguía. Y, al mismo tiempo, comienza a colaborar en Variedades, y
en Mundial, revistas de orientación liberal, donde sus temas dominantes
serán, por varios años, el fascismo y la Revolución Rusa, las principales figuras de la política europea y las tendencias de la literatura y el arte europeo.
Mientras procura no enfrentar abiertamente al régimen de Leguía, de
otro lado, sin embargo, se dedica a intensificar sus contactos con los obreros, y es encarcelado por breve tiempo, en enero de 1924. Aún está tratando de no chocar abiertamente con las corrientes anarco-sindicalistas y con
la naciente influencia democrático-nacionalista en el medio obrero, como
aparece de su mensaje a los obreros por el 1o de mayo de 192457, donde
insiste en que “somos todavía pocos para dividirnos” y llama a orientarse
por un programa de Frente Único, siguiendo claramente las decisiones
del III y IV Congreso de la III Internacional58, sobre el Frente Único Proletario entre los revolucionarios y el frente Único Antimperialista con las
corrientes nacionalistas, aunque la idea del partido y la autonomía política
del socialismo revolucionario sobre esa base, en lo cual insisten también
las resoluciones de la III Internacional antes de 1924, no están presentes.
A fines de mayo de 1924, recrudece su antigua enfermedad y se le
amputa su pierna derecha, hasta entonces no afectada. Desde entonces
quedará fijado a una silla de ruedas. Su inagotable coraje le permitirá sobreponerse a ello, y mantener una activa producción periodística e intelectual en plena convalecencia y hacer aún más intensa su actividad posterior59.
56. Historia de la crisis mundial, t. 8, OC.
57. Martínez de la Torre, op. cit., p. 46.
58. Traducidas al español en “Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista”, Cuadernos de pasado y presente, No 47, Buenos Aires, 1973.
59. Bazán, op. cit., p. 104.
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Funda la Editorial Minerva para publicar una serie de libros nacionales
y extranjeros destinados a desarrollar la atmósfera intelectual y anímica que
permita romper la influencia ideológica oligárquica sobre la nueva generación de intelectuales y artistas. En 1925 publica su colección de ensayos sobre la Escena contemporánea, y comienza a estudiar concretamente la historia económica-social y política peruana y su realidad de entonces, y para
poder tener una tribuna propia para todo ese vasto proyecto, funda en 1926
la revista Amauta, tan central en su influencia sobre su tiempo peruano y latinoamericano. Amauta fue, durante esa etapa, vehículo de debate con la
ideología oligárquica, en frente único con el nacionalismo democrático radical del APRA y Haya de la Torre, y antena alerta a todos los movimientos
intelectuales y artísticos de su tiempo, dentro y fuera del Perú.
2–. A partir de 1928, hasta su muerte, la labor de Mariátegui es marcada, ante todo, por el desarrollo y maduración de su pensamiento político y
sus trabajos de organización sindical y política del proletariado peruano.
En el primer terreno, definido ya el APRA como una alternativa distinta y opuesta a la III Internacional en América Latina, mientras al propio
tiempo la orientación de ésta sufre un brusco viraje después de la derrota
de la revolución china en 1927, Mariátegui entra en polémica con el APRA
y decide la creación del Partido Socialista del Perú, rompiendo con el
APRA y con Haya de la Torre60. Paralelamente polemiza con el revisionismo de Henri De Man, escribiendo su Defensa del marxismo y el mismo
año de 1928 publica sus 7 ensayos.
Al propio tiempo, organiza la Confederación General de Trabajadores del Perú y comienza la publicación del periódico Labor para los fines
de la propaganda socialista entre los obreros.
El año siguiente, 1929, marca el comienzo de una etapa crucial en el
desarrollo del pensamiento revolucionario de Mariategui, que su muerte
interrumpirá. En efecto, su designación como miembro del Consejo General de la Liga contra el Imperialismo, organismo de la III Internacional,
en el segundo congreso de Berlín, a comienzos del año, formaliza su vinculación orgánica con la III Internacional. En tal calidad, su grupo es invi60. Martínez de la Torre, op. cit., pp. 272 y ss.
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tado al Congreso Constituyente de la Confederación Sindical Latinoamericana de Montevideo, en mayo, y a la Primera Conferencia Comunista
Latinoamericana de Buenos Aires, en junio del mismo año.
Imposibilitado por su enfermedad de concurrir a estos dos eventos de
la III Internacional, Mariátegui envía con una delegación documentos sobre el problema indígena, la situación política y las tareas sindicales del
movimiento obrero, para la reunión de Montevideo, y Punto de vista antimperialista y El problema de las razas en América Latina, escrito en colaboración con Hugo Pesce, para la reunión de Buenos Aires. Y, especialmente en esta última, su posición política expresada en esos documentos,
así como su concepción del partido y del carácter y el programa estratégico de la revolución peruana, entran en fuerte polémica con la dirección
oficial de la III Internacional en esa reunión61, iniciándose así una etapa en
la cual, al mismo tiempo, Mariátegui y su Partido Socialista del Perú entran a formar parte de la III Internacional, y abren una polémica fundamental con la dirección oficial de aquella.
Las dificultades políticas de Mariátegui con el despotismo de Leguía
se hacen más graves. Al ser clausurado su periódico Labor, decide, a fines
de año, preparar su viaje a Buenos Aires, para ir a establecerse allí, contando con las previas gestiones de Waldo Frank y de Samuel Glusberg. Pero
el empeoramiento de su salud se lo impedirá. Su actividad no cesa, sin embargo, hasta su muerte el 16 de abril de 1930.
Las banderas rojas de los sindicatos obreros, La Internacional en miles de voces, acompañaron su féretro. El proletariado organizado rindió
homenaje a su primer dirigente socialista revolucionario, y después los intelectuales de América a uno de sus adelantados.
EL DEBATE SOBRE EL PENSAMIENTO
Y LA OBRA DE MARIÁTEGUI
Mariátegui muere en un momento crucial de la historia peruana, cuando
los conflictos sociales acumulados desde comienzos de siglo estallan, bajo
61. Op. cit., pp. 402 y ss.
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el impacto local de la crisis económica internacional, en la más grave crisis
política antes de la actual. Durante ella, revolución y contrarrevolución
dominaron la escena nacional por primera vez de manera abierta, hasta la
derrota de los movimientos revolucionarios62. El proletariado peruano y
el movimiento revolucionario no pudieron contar con la lucidez de su
conductor, mientras la dirección del partido que él organizara era asumida, precisamente, por la tendencia contra la cual él había iniciado una polémica fundamental y que ahora abandonaba lo medular del pensamiento
de Mariátegui, a la sombra de su propio nombre.
La disputa por su herencia teórica y política y el debate sobre su pensamiento, se iniciaron inmediatamente después de su muerte, entre el nacionalismo radical aprista de esos años y los seguidores de la III Internacional, terciando en ella los portavoces intelectuales de la coalición oligárquica63.
Empero, después de la derrota del movimiento popular revolucionario, y consolidado nuevamente el poder oligárquico, a través de sucesivas
dictaduras militares y civiles, el pensamiento de Mariátegui fue virtualmente enterrado durante casi treinta años, hasta que el nuevo desarrollo
de las luchas de clases en el Perú y en el mundo, y la crisis política de la dirección del movimiento comunista oficial, lo han devuelto al primer plano
del debate político actual en el Perú, sobre todo desde la década pasada.
62. Véase de Aníbal Quijano, El Perú en la crisis de los años treinta, ya citado.
63. En la revista Claridad, de Buenos Aires, se publicaron, de la parte aprista, de Manuel
Seoane, “Contraluces de Mariátegui”; de Luis E. Heysen, “Mariátegui, bolchevique
d’annunziano”; de Carlos M. Cox, “Reflexiones sobre José Carlos Mariátegui”; fueron
contestados por Armando Bazán, “La defensa de Amauta”; por Juan Vargas, “En defensa de José Carlos Mariátegui”; y con un interesante debate sobre “Aprismo y Marxismo”,
de Jorge Núñez Valdivia. Todos estos artículos están compilados en El marxismo latinoamericano de Mariátegui, Buenos Aires, 1973. Escritores liberales como Sanín Cano,
Jesualdo y otros tomaron parte en esos homenajes en Claridad, Repertorio Americano y
otras publicaciones. Sus artículos están incorporados al t. 10 de las OC. Por su parte, los
adláteres peruanos del fascismo mussoliniano, se dedicaron a atacar a Mariátegui. RivaAgüero publicó su “Origen, desarrollo e influencia del fascismo en el Perú”, Revista de la
Universidad Católica de Lima, t. V, No 30, haciendo un encendido elogio del fascismo;
Raúl Ferrero publicó Marxismo y nacionalismo, Lima, 1934, que es la pieza ideológica
más destacada del fascismo peruano. Y desde la tienda católica reaccionaria, V.A. Belaúnde publicaba La realidad nacional, ya citado, y Mario Alzamora Valdez, El marxismo
filosófico, Lima, 1934.
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Si bien es verdad que la derrota del movimiento revolucionario fue
determinante en ese entierro, fue también la derrota de la dirección revolucionaria del proletariado y del socialismo revolucionario frente al
APRA, un factor importante, que gravitó en el posterior desarrollo del
pensamiento social y político peruano hasta no hace mucho, oscureciendo la memoria política de una clase obrera que, sin embargo, se había
orientado resueltamente por la línea de Mariátegui, en los años inmediatamente anteriores a la muerte del Amauta, pero que después de la derrota
de los años treinta fue cayendo bajo la influencia dominante del aprismo,
que ya declinante llegó aún hasta mediados de los años sesenta.
La responsabilidad central en ese retroceso político del proletariado
peruano, debe cargarse ante todo a la orientación errónea e inconducente
que los seguidores de la III Internacional stalinista imprimieron al pensamiento y a la práctica políticos del Partido Comunista Peruano (nombre y
carácter que el Partido Socialista del Perú, fundado por Mariátegui, asumió a su muerte), distintos y opuestos en aspectos esenciales respecto de
las líneas principales del programa estratégico que Mariátegui había comenzado a desarrollar, en polémicas con la dirección oficial de la III Internacional, en el último año antes de morir.
También, sin duda, la ignorancia acerca del pensamiento y la acción
mariateguianos, para la mayor parte de los miembros de las generaciones
siguientes dentro y fuera de la clase obrera, durante toda esa etapa, fue
mantenida por el hecho de que sus herederos familiares iniciaron con
mucho retardo (1959), la publicación de la producción periodística, literaria, sociológica y política de Mariátegui, hasta el punto de que los textos
políticos más importantes y en especial los de su polémica con la dirección
latinoamericana oficial de la III Internacional, no fueron publicados dentro de la serie de sus Obras Completas, sino en 1969 y aun así de modo incompleto, ya que solamente en las rápidas reediciones posteriores se ha
ido exhumando otros materiales para el volumen respectivo64. Y aún no
64. En la edición de 1977, han sido incorporados dos nuevos materiales, que precisan la
visión mariateguiana acerca de la presencia y papel del capitalismo en el Perú. Pero aún
faltan otros textos. Ya Moretic observó en 1970, que en las llamadas Obras completas, no
han sido incluidos artículos de los cuatro que Mariátegui escribió sobre Trotzky, que tra7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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aparece uno de sus textos fundamentales65, ni se ha vuelto a publicar los
textos correspondientes a su “edad de piedra”, hasta 1919. Irónico destino para quien fundó una editorial, cuyo prestigio actual proviene, precisamente, del masivo interés por la obra mariateguiana y que obliga a sucesivas reediciones de cada uno de los volúmenes que se vienen publicando.
LAS CUATRO CARAS DE UN MITO
En la ya extensa y engamada investigación sobre Mariátegui, no son todavía numerosos los esfuerzos de una reconquista crítica de lo que en su
pensamiento sigue teniendo la vigencia de una genuina y fecunda matriz
teórica para el proletariado revolucionario del Perú actual.
Su copiosa y en gran parte inorgánica producción, y las importantes
diferencias registrables en la evolución de su pensamiento, entre las varias
etapas y los diversos planos de su reflexión, han dado lugar a varios y contrapuestos intentos de recuperación mistificatoria de matices y áreas particulares de la obra mariateguiana, para distintos intereses político-sociales.
Y esa parcelación de una obra compleja y con frecuencia incongruente, ha ido enmalezando de tal modo el camino del reencuentro de Mariátegui, que es lícito decir que de ese boscaje de varias visiones separadas, es la
imagen de un mito lo que surge para ocupar el lugar de la historia.
Cuatro son, principalmente, los rostros que se entrecruzan para componer ese mito:
1–. El que han procurado armar los representantes de las corrientes
reformistas socializantes de las capas medias intelectuales, adversas al
tan de la separación de éste del gobierno, de su expulsión del partido y de su exilio: “El
partido bolchevique y Trotzky” (Variedades, 31-1-1925); “Trotzky y la oposición comunista” (Variedades, 25-11-1928), y “El exilio de Trotzky” (Variedades, 25-11-1919). En
los dos primeros, Mariátegui apoya cautamente a Trotzky, pero en el último justifica el
exilio. Véase de Yerko Moretic, José Carlos Mariátegui, Santiago, 1970, p. 153.
65. Mariátegui consideraba el libro sobre política e ideología peruanas, como “la exposición de sus puntos de vista sobre la revolución socialista en el Perú”. Conforme lo iba escribiendo fue enviándolo a su amigo César Falcón para que lo editara en España, durante
1928 y 1929. Falcón nunca dio cuenta de los envíos. Ya a su regreso al Perú, muerto Mariátegui, afirmó no haberlo recibido nunca. Martínez de la Torre, op. cit., p. 404. Puede
medirse la significación de esa pérdida.
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marxismo y al socialismo revolucionario, y que actúan en la política peruana, desde mediados de los años cincuenta, fungiendo de ala izquierda
humanista de los últimos intentos reformistas, desde Belaúnde a Velasco.
Dentro de esta vertiente, unos, como Salazar Bondy, oponiéndose,
desde una posición influida por el Merleau-Ponti de Les Aventures de la
Dialectique y Humanisme et Terreur, al “marxismo dogmático” (en realidad a la versión de la burocracia dirigente del movimiento comunista oficial), han tratado de encontrar en Mariátegui lo que sería un “marxismo
abierto”, resaltando como demostración presunta la presencia del bergsonismo en su postura antipositivista, la idea del mito, de origen soreliano,
en su concepción del mundo, y la huella del humanismo idealista del neohegeliano Croce o de Gobetti en la ideología mariateguiana66.
Otros, como Hernando Aguirre Gamio para demostrar que no hay
que ser marxista para ser socialista, han buscado recomponer un Mariátegui que casi no era marxista o lo era de manera adjetiva, puesto que no sólo
reconocía el valor del sentimiento religioso sino partía de él, admitía su
creencia en Dios, y hacía explícita su concepción metafísica de la existencia, fundada en la idea soreliana del mito y en la centralidad de la voluntad
agonista del individuo, tan cara a Unamuno, en la historia67. Así, Aguirre
Gamio cree haber encontrado las bases para emparentar la ideología mariateguiana y el misticismo irracionalista de un Berdiaev.
2–. Junto a aquellos, los representantes de las corrientes hoy democrático-burguesas como el APRA y nacionalistas, el “velasquismo”, cada
uno por sus propias necesidades en la arena actual de la lucha de clases en
el Perú, se esfuerzan hoy día en recuperar a Mariátegui para su propio lote.
El APRA, desde la muerte de Mariátegui, ha navegado entre dos
aguas, por distintas necesidades en distintos momentos, con relación a la
obra mariateguiana.
En un primer momento, apenas muerto el Amauta, el APRA se establecía en el Perú y el aprismo en varios otros países de América Latina,
como una corriente democrático-nacionalista radical, que se proclamaba
66. Augusto Salazar Bondy, Historia de las ideas en el Perú contemporáneo, Lima, Moncloa Editores, 1965 (2 v.). Véase t. II, pp. 311-337.
67. Hernando Aguirre Gamio, Mariátegui, destino polémico, Lima, 1975.
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como la más idónea alternativa de la revolución latinoamericana, inspirada en el marxismo, en contra de la III Internacional, en ese momento en
pleno viraje hacia su postura de ultraizquierda de comienzos de los años
treinta. Era necesario para el APRA, por eso, recalcar la adhesión de Mariátegui a la III Internacional y diferenciarse nítidamente de su posición.
Y esa fue la intención de los artículos con que los dirigentes apristas en el
exilio, participaron en los homenajes necrológicos a Mariátegui, en Claridad y otras revistas. Algunos, como Cox y Seoane, reconocieron las altas
calidades humanas e intelectuales del hombre, pero ubicándolo alejado
de la realidad. Otros, como Heysen, llevando su encono personal hasta
calificarlo como “bolchevique d’annunziano”, mientras citaba la frase de
Haya, según la cual “Mariátegui ha hecho del problema de la tierra el renegar el fascismo. Pero el fascismo no puede renegar a D’Annunzio”68.
Sin embargo, ya a fines de los años 50, conforme las masas populares
peruanas comenzaban confusamente su descontento con el APRA, al ir
depurándose el contenido de clase de la política aprista asumiendo los intereses de la burguesía modernizante y renunciando a su radicalismo nacionalista, los intelectuales apristas comenzaron a sentir la necesidad de
una nueva legitimación, a través de la recuperación aprista de Mariátegui.
Chang Rodríguez69 fue el primero en sostener que aquél no dejó de ser
aprista ideológicamente hasta su muerte, y que sólo las intrigas de los
agentes de la III Internacional, aprovechándose de la enfermedad de los
últimos meses de Mariátegui, lo llevaron a romper con Haya y con el
APRA. Consecuentemente, trató de demostrar que el pensamiento mariateguiano es, fundamentalmente, heredero en línea recta del de González
Prada, como el de Haya, por supuesto.
Actualmente, esa tentación aprista es casi una urgencia. Tras la experiencia del militarismo reformista en el Perú y del militarismo fascistoide
en los demás países del cono sur, el APRA asume una postura socialdemócrata como alternativa a la una y a la otra. Esa posición, en las presentes
circunstancias peruanas, no es ya la bandera de un intento de revolución
68. Véase El marxismo latinoamericano de Mariátegui, citado.
69. Eugenio Chang-Rodríguez, La literatura política de González Prada, Mariátegui y
Haya de la Torre, México, 1957, pp. 127-203.
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antimperialista, sino la de una consolidación de la democracia burguesa
bajo las condiciones establecidas de una asociación entre el capital monopólico internacional y el reducido capital monopólico interno, depurada
ya del sueño velasquista de pretensión de la hegemonía del capital estatal.
Pero no se trata de una empresa con fáciles ganancias. Las masas obreras
están terminando de emanciparse del liderazgo aprista y se orientan hacia
el socialismo revolucionario, en cuya dirección gravitan también grandes
sectores de las otras capas dominadas. Dada esta situación, no es sorprendente que el APRA haya vuelto a exhibir en su prensa el recuerdo de sus
preliminares impregnaciones marxistas, ni que como aval frente a esas
masas, la recuperación de Mariátegui comience a ser un tópico recurrente
en la propaganda aprista. De lo último, el reciente libro de Luis Alberto
Sánchez70 es un claro ejemplo, aunque también de la torsión mental que
esta tentativa no puede dejar de implicar aun para sus propios autores en
su actual ubicación.
Y no ha faltado, desde luego, en el apogeo del “velasquismo”, la apelación, con propósito de legitimación frente a las masas, a la inevitable cita
del “ni calco ni copia” de Mariátegui, para contrabandear la obra de ese
régimen como una opción revolucionaria original, “ni capitalista ni comunista”, o de la frase “peruanicemos el Perú” que Mariátegui adoptara,
para cohonestar, con el apoyo del PCP, un nacionalismo parcial e inconsecuente como toda una revolución71.
3–. Del otro lado, los seguidores y voceros del movimiento comunista
fiel a la dirección moscovita, dentro y fuera del Perú han comenzado, desde hace algunos años, a desplegar un enérgico esfuerzo de divulgación de
su particular memoria de la vida y la obra de Mariátegui, buscando imponer, a un público ya sospechoso e inquieto por demasiadas razones, una
figura de cuyo pensamiento son resaltados solamente ciertos rasgos y ele70. Luis Alberto Sánchez, Apuntes para una biografía del Apra, Lima, Mosca Azul Editores, 1978.
71. Discurso del general Juan Velasco Alvarado, al inaugurar el VI Congreso Latinoamericano de Industriales, publicado en El Peruano, 6 de abril de 1971. Véase también el comentario elogioso de Jorge del Prado, secretario general del Partido Comunista Peruano,
en “La ideología de Mariátegui”, compilado en el volumen Vigencia de José Carlos Mariátegui, Lima, 1972, p. 4.
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mentos que permiten presentarlo como el anticipado teórico de la actual
ideología y de la práctica del Partido Comunista Peruano y como fiel intérprete de la dirección de la III Internacional staliniana.
Del conjunto del pensamiento mariateguiano se minimiza, a veces
hasta el ridículo, los elementos de filiación no marxista y la huella de influencias recibidas y depuradas en diversas etapas de su formación72. De
la relación con el APRA y con Haya de la Torre, se rescata el certero valor
de su polémica, pero no se examina ni se explica su etapa de colaboración
por varios años73. De sus relaciones con la III Internacional, se recalca su
adhesión y se pasa por alto su polémica final o se la minimiza74. Inclusive,
la fundación por Mariátegui de un Partido Socialista del Perú, como partido no exclusivamente obrero pero bajo la dirección de una línea proletaria, y de una célula comunista, se la explica por las dificultades del clima
represivo de entonces, para hacer pasar con naturalidad el actual Partido
Comunista como el fundado por Mariátegui, a pesar de los documentos
conocidos del debate sobre el carácter del partido75. Y, en fin, de la concepción mariateguiana de la naturaleza particular de la formación social
peruana, dentro del mundo capitalista, así como de las líneas centrales de
un programa estratégico específico para aquella, dentro de la revolución
socialista internacional, se escamotea todo aquello que no concurra al
apoyo de la línea de una “revolución antimperialista y antifeudal” del actual PCP, contra los textos explícitos de Mariátegui76. A la antigua y grosera acusación de “populista”, que todos reconocen ahora como parte del
72. Del Prado, op. cit.; Adalbert Dessau, Literatura y sociedad en las obras de José Carlos
Mariátegui, Mariátegui, tres estudios, Lima, Biblioteca Amauta, 1971; sin embargo, otros
como Álvaro Mosquera, han eludido esa tentación y debaten críticamente esas influencias en la obra de Mariátegui. Véase su “Aproximación al estudio de la ideología de Mariátegui”, Vigencia de José Carlos Mariátegui, citado.
73. Del Prado, op. cit., Manfred Kossok, “José Carlos Mariátegui y su aporte al desarrollo
de las ideas marxistas en el Perú”, en Mariátegui, tres estudios, Lima, Biblioteca Amauta,
1971.
74. Ibidem; Semionov-Shulgovsky, “El papel de Mariátegui en la formación del Partido
Comunista del Perú”, El marxismo latinoamericano de Mariátegui, citado.
75. Ibidem.
76. Del Prado, op. cit.; Semionov-Shulgovsky, op. cit.; José Martínez, “Mariátegui y la
Revolución Peruana”, Vigencia de José Carlos Mariátegui, ya citado.
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ambiente staliniano de los años treinta77, le sustituye así la adjudicación de
teórico de la revolución en dos etapas, una democrático-burguesa, nacionalista además en el caso peruano, y otra socialista, que no obstante sus
orígenes mencheviques, sirve tan bien a la línea política del PC peruano,
desde mediados de los años treinta.
Es verdad que, no tan urgidos como rusos o peruanos por esa construcción sobre Mariátegui, otros estudiosos europeos como Melis no han
dejado de reconocer el valor del esfuerzo mariateguiano de “situar los rasgos específicos de una formación económico-social en un modelo general
de desarrollo histórico”78, pero no han llevado esa comprobación al análisis de las implicaciones políticas de tal esfuerzo, para el carácter del proceso revolucionario peruano. Por lo demás, en su trabajo hay anotaciones de
interés sobre la relación entre Mariátegui y la historia italiana y sobre los
paralelos posibles entre aquél y Gramsci, que todavía requieren de mayor
documentación. Y del mismo modo, en Dessau pueden encontrarse contribuciones útiles para el examen de las ideas mariateguianas sobre las relaciones entre literatura y sociedad79.
Empero, no solamente los ideólogos e historiadores pro-soviéticos
son los que tratan ahora de una reapropiación de Mariátegui. Después de
la división del Partido Comunista Peruano, entre los seguidores de la dirección rusa y los de la china, a comienzos de la década pasada, no podía
faltar en el debate sobre Mariátegui el esfuerzo de los “prochinos”, para
convertirlo en teórico de la revolución de la “nueva democracia” y de la
“liberación nacional”, y de la revolución en dos etapas80, o de su más reciente versión peruana “revolución nacional democrática popular”81.
4–. Y para no faltar en esta liza, una parte de los trotzkistas han comenzado su propia polémica con Mariátegui, acusándolo de ser responsable de la ampliación y la consolidación del APRA en la dirección de las ma77. Tanto Dessau como Semionov-Shulgovsky, reconocen que esas acusaciones corresponden al ambiente político stalinista durante ese período.
78. Melis, op. cit.
79. Dessau, op. cit.
80. Véase el folleto Retomemos a Mariátegui y reconstituyamos su partido, Lima, 1975.
81. Véase “Mariátegui es del pueblo y no de la burguesía”, separata de la revista Crítica
marxista-leninista (mimeo), Lima, s/f.
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sas peruanas, por haber tardado, en obediencia a las consignas de la III Internacional, en romper su colaboración con el APRA y en comenzar la organización del partido del proletariado, llegando a calificarlo de nacionalista “hostil al marxismo”82, lo que supone el completo olvido de su
contribución esencial al estudio de la historia social y la sociedad peruana,
y de sus fundamentales ideas sobre el carácter y las modalidades de la revolución peruana, que lo llevaron al final de su vida a polemizar dentro de
la III Internacional, y que constituyen, precisamente, el piso sobre el cual
Mariátegui se levanta entre los más importantes marxistas latinoamericanos.
Ya puede, pues, apreciarse que no es sencilla tarea para los estudiosos
de Mariátegui, abrirse paso entre esta densa mitificación y mistificación
que de su pensamiento y de su acción política, sobre todo, se ha venido
acumulando y cuyo tiempo de perduración puede no ser corto.
No es, sin embargo, casual que así suceda. Primero, porque es la más
completa demostración de la importancia de Mariátegui en el actual debate peruano y en alguna medida en el internacional. Segundo, porque en
su producción intelectual como en su acción política, no son inexistentes
las bases para todas y cada una de esas tentativas de recuperación o de negación parcelaria de la obra revolucionaria del Amauta.
El pensamiento de Mariátegui fue desarrollándose en el curso de una
frenética exploración personal del horizonte histórico de su tiempo, ramificándose en una insólita riqueza de facetas y en diversos planos, y fue
madurando sobre todo a medida en que fue concretándose su condición
de dirigente revolucionario del proletariado peruano, y conforme éste, en
gran parte bajo su influencia, comenzaba a alzarse a un piso nuevo de organización y de conciencia.
Aunque no ha sido consecuente con la metodología implícita en su afirmación, es un acierto de Jorge del Prado señalar que “la personalidad de Mariátegui fue desarrollándose simultáneamente que la personalidad de la
clase obrera” peruana83. Pero ello implica la necesidad de aproximarse a
82. En “Mariátegui y el trotzkismo”, publicado en la revista Comunismo, año II, No III,
septiembre de 1974, pp. 24 y ss.
83. Jorge del Prado, “José Carlos Mariátegui y su época”, en Unidad, semanario del PSP,
15 de abril de 1965, p. 4.
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su estudio no como a un compendio sistemático y cerrado, lo que suele
hacerse, sino como a un proceso que, como el de cualquier hombre abrasado por la pasión del conocimiento y de la acción, va haciéndose y rehaciéndose en todo o en parte, en función de la atmósfera en que vive en
cada momento, de las herencias ideológicas y emocionales recibidas, de
las necesidades particulares de la polémica en cada situación, de la disponibilidad o no de ideas y de conocimientos dentro del horizonte de la reflexión de su tiempo, lo que pocos ensayan. Y mucho más el de un hombre
como Mariátegui, autodidacto desde las bases de su formación, en lucha
sin tregua contra la adversidad física y el tiempo. Lo esencial de su obra
fue hecho en siete años, y no de modo sistemático, sino frente a las necesidades polémicas y vitales de esos tensos años.
Contra esa manera de conocer, conspira, inclusive, la forma en que
han sido compilados y editados los trabajos de Mariátegui, por afinidades
temáticas, con frecuencia establecidas arbitrariamente por los editores o
compiladores, más bien que por su lugar en las etapas del desarrollo de la
formación de su autor.
Por todo ello, desafortunadamente, nos faltan aún estudios organizados dentro de esa perspectiva, que permitan seguir el movimiento de su
reflexión y las razones de sus búsquedas y perplejidades, en lugar del habitual ordenamiento de citas, cosechables para muy distintas razones en una
producción por igual copiosa y no sistemática.
Y estas páginas no pueden, tampoco, por su carácter y por sus límites,
escapar a esas dificultades. Pues no se trata aquí de otra cosa sino de marcar ciertas señales necesarias para la exploración del territorio mariateguiano, que como pocos en América Latina debe ser hoy día urgente y plenamente explorado y reconocido.
MARIÁTEGUI EN LA FUNDACIÓN DEL MARXISMO
EN AMÉRICA LATINA
Mariátegui no fue, ciertamente, ni el primero, ni el único que, antes de
1930, contribuyó a la introducción del marxismo en América Latina, y a la
educación y organización políticas de la clase obrera de estos países den7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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tro del socialismo revolucionario. En la misma época, actuaban Recabarren en Chile, Codovilla y Ponce en Argentina, Mella en Cuba, Pereyra en
Brasil, y las primeras ideas marxistas ya habían comenzado antes a circular, en pequeños cenáculos, en México, a través de Rhodakanaty y otros.
Inclusive, algunos de ellos pudieron, quizás, acceder a un conocimiento
intelectual del marxismo más elaborado que el de Mariátegui84.
¿Por qué, entonces, cuando todos los demás sólo pueden ser estudiados ante todo por razones históricas, Mariátegui sigue vigente? ¿Por qué,
no obstante las insuficiencias y las incongruencias de su formación de
pensador marxista, ocupa aún un lugar decisivo en nuestro actual debate?
Algunos, como Dessau, contestan que fue el atraso del desarrollo histórico del Perú y de la mayor parte de los países latinoamericanos, lo que
favoreció a Mariátegui para lograr una obra “de resultados relevantes
para todos los países latinoamericanos”, ya que en otros, como Argentina
y Chile, “los pensadores progresistas y revolucionarios se veían obligados
a renovar y adaptar tradiciones estancadas o cubiertas por procesos históricos ulteriores”, como, según Dessau, habrían sido los casos de Ingenieros y de Ponce85. Y añade que “además, tienen (las enseñanzas de Mariátegui) la particularidad de que él concibió su obra desde el principio como
una empresa de trascendencia nacional orientada a la vez a organizar a la
clase obrera y a orientar a sus aliados”86.
Sin embargo, el hecho de que el sedimento ideológico liberal o socialista fuera en el Perú menor que en otros países, puede otorgar a Mariátegui una nitidez mayor a su gloria de fundador, pero ¿de qué modo responde por la originalidad, no meramente cronológica, y por la perdurable
validez de su contribución al marxismo y a la revolución en América Lati84. Por ejemplo, Jaime Labastida sostiene que Aníbal Ponce logró una formación marxista teóricamente más consistente que la de Mariátegui, no obstante reconocer que Ponce
no intentó la investigación crítica de la historia y la sociedad argentinas. Pero este es, precisamente, el problema. Porque ¿cómo se demuestra la profundidad real de la asimilación del instrumental teórico y metodológico marxista, si no se lo lleva al descubrimiento
de una realidad histórica concreta? Véase de Jaime Labastida, Introducción a humanismo
y revolución, selección de ensayos de Aníbal Ponce, México, Siglo XXI, 1973, 2a ed.
85. Dessau, op. cit., p. 72.
86. Op. cit., p. 73.
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na? ¿De qué modo podía favorecer a esa calidad de su obra, el tener que
lidiar con el atraso histórico-social e intelectual del medio peruano de esa
época? ¿No concibieron Recabarren o Mella su propia obra como “una
empresa de trascendencia nacional”?
Más certero y perspicaz, Melis señala en Mariátegui “su propósito de
situar los rasgos específicos de una formación económico-social en un
modelo de desarrollo histórico, lo cual es lo único que confiere un valor
auténticamente científico al marxismo, más allá de toda interpretación
deformadora en el sentido del historicismo idealista”87. En otros términos, es el marxismo de Mariátegui y menos el atraso o adelanto relativos
del Perú y otros países, lo que da cuenta del valor y de la vigencia de su obra.
Esa es, en verdad, la respuesta. Si Mariátegui fue capaz de dejar una
obra en la cual los revolucionarios de América Latina y de otros países,
pueden aún encontrar y reconstruir una matriz de indiscutible fecundidad para las tareas de hoy, se debe ante todo al hecho de haber sido, entre
todos los que contribuyeron a la implantación del marxismo en la América Latina de su tiempo, el que más profunda y certeramente logró apropiarse –y no importa si de modo más intuitivo que sistemático y elaborado, o cruzado con preocupaciones metafísicas– aquello que, como Melis
apunta, “confiere un valor auténticamente científico (revolucionario,
pues, A.Q.) al marxismo”. Esto es, su calidad de marco y punto de partida
para investigar, conocer, explicar, interpretar y cambiar una realidad histórica concreta, desde dentro de ella misma. En lugar de ceñirse a la “aplicación” del aparato conceptual marxista como una plantilla clasificatoria
y nominadora, adobada de retórica ideológica, sobre una realidad social
determinada, como durante tanto tiempo fue hecho entre nosotros, lo
mismo por los herederos de la retina eurocentrista que por los seguidores
de la “ortodoxia” de la burocracia oficial del movimiento comunista, después de Lenin.
Más allá de las limitaciones de su formación, en una vida corta y como
pocas dura, sujeta también a las limitaciones del horizonte de ideas y de
conocimientos de su tiempo sobre los problemas específicos de la historia
87. Melis, op. cit., p. 30.
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peruana y latinoamericana: más allá de nuestros acuerdos y desacuerdos
con sus formulaciones concretas, como investigador y como dirigente político del proletariado revolucionario, es por aquellas razones que Mariátegui tiene hoy el sitial de un fundador y de un guía actual para el marxismo en América Latina.
Es, por eso, desde esta perspectiva y en función de ella, que debe hacerse el debate de su pensamiento y de su acción, y el balance de los elementos
que concurrieron a su desarrollo. En particular, de aquellos de origen no
marxista que llegaron a tener presencia destacada en su formación intelectual y emocional, como la concepción, en muchos aspectos metafísica, que
atravesaba su fascinada avidez por explorar todos los ámbitos de la experiencia humana sobre la tierra, o su admiración por figuras que hoy nadie
admira, como Sorel, o su frecuente referencia a Dios y al sentido religioso de
su vocación política. Nada añade a Mariátegui la minimización inútil de esos
elementos en su pensamiento, como unos procuran, ni le rebaja destacarlos
por sobre todos los demás, como otros hacen. No está en ellos, ni el valor
ejemplar de su vida, ni lo perdurable de su lugar histórico entre nosotros.
LOS PROBLEMAS EN EL MARXISMO DE MARIÁTEGUI
A partir de esas consideraciones, dos áreas de problemas pueden señalarse, principalmente, en el modo mariateguiano de asumir el marxismo:
1–. La no resuelta tensión entre una concepción del marxismo como
teoría de la sociedad y de la historia, y método de interpretación y acción
revolucionaria, de un lado, y filosofía de la historia, apta para recibir las
aguas de otras vertientes filosóficas que contribuyeran a la permanencia
de la voluntad de acción revolucionaria, de otro lado.
2–. Vinculada a la anterior, la insistencia en la centralidad de la voluntad individual como fundamento de la acción histórica, y por ello en la necesidad de un alimento de fe y de fundamento metafísico para la restauración de una moral humana despojada de los lastres de la conciencia
burguesa.
En el primer plano, son muchos los pasajes de su varia producción
escrita donde esa tensión está presente, aunque como tensión teórica obBIBLIOTECA AYACUCHO
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jetiva, más bien que como tensión psicológica o subjetivamente percibida
por Mariátegui. Pero es sobre todo en Defensa del marxismo88, escrita en
su madurez (1928), contra el revisionismo de Henri de Man (Más allá del
marxismo), a donde hay que acudir para tomar su más ordenada y explícita reflexión sobre ese problema.
En esos ensayos, Mariátegui aparece preocupado fundamentalmente
con problemas de carácter ético-filosóficos, más bien que con problemas
de carácter epistemológico o metodológico, o sobre éstos sólo por implicación, en particular sobre el problema del determinismo y la voluntad, o
del materialismo y la producción de valores espirituales.
Posada señala, a propósito de ese texto, que “Mariátegui no plantea
en su obra una problemática metodológica y ella carece de un conjunto de
conceptos filosóficos estructurados. El marxismo era para él fruto exclusivamente de la confrontación, no fruto de la ciencia y de una práctica teórica. Mariátegui representa en Latinoamérica la tesis de que el marxismo
se define como tal en la controversia, descalificándose así implícitamente
su valor como teoría”89. Pero, si lo primero es en gran medida cierto, lo
último es mucho más el testimonio de la presencia, en Posada, de esa infección althuseriana que distingue entre “práctica teórica” y “práctica
política”, como dos cuestiones separadas, lo que no son sino, tan mal llamadas de ese modo, dos momentos de una misma práctica.
Lo cierto es, sin embargo, que Mariátegui sostiene que “El materialismo histórico no es, precisamente, el materialismo metafísico o filosófico,
ni es una filosofía de la historia, dejada atrás por el progreso científico.
Marx no tenía por qué crear más que un método de interpretación histórica
de la sociedad actual”90. (El subrayado es mío, A.Q.).
No se plantea, pues, el aparato epistemológico que funda ese “método de interpretación histórica”, ni parece distinguir que, además de método, y de interpretación, el marxismo es una teoría de la sociedad, es decir,
con la capacidad de dar cuenta de las leyes que mueven la sociedad y de los
88. Defensa del marxismo, vol. 5 de las OC.
89. Francisco Posada, Los orígenes del pensamiento marxista en Latinoamérica. Política y
cultura en José Carlos Mariátegui, Madrid, 1968, p. 21.
90. Op. cit., p. 36.
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elementos que concurren a la constitución de esas leyes, y de donde nace
su poder explicativo y de interpretación.
“Vana es toda tentativa –afirma más adelante– de catalogarla (a la crítica marxista) como una simple teoría científica, mientras obre en la historia como evangelio y método de un movimiento de masas. Porque “el materialismo histórico –habla de nuevo Croce– surgió de la necesidad de
darse cuenta de una determinada configuración social, no ya de un propósito de investigación de los factores de la vida histórica; y se formó en la cabeza de políticos y revolucionarios, no ya de fríos y acompasados sabios
de biblioteca”91. (Subrayado mío, A.Q.).
Mariátegui se apoya en Croce, admitiendo la idea contenida en la frase subrayada, extraña y aun adversa a la naturaleza del marxismo, para relievar de éste solamente su dimensión de método de interpretación y de
acción, idea que aparece reiterada en otros pasajes de este y otros textos.
En refuerzo de su opinión según la cual “Marx no tenía por qué crear
más que un método de interpretación histórica de la sociedad actual”, Mariátegui parece levantar el problema de la necesidad de una filosofía de la historia
para completar la obra de Marx, y para ello apela a otras fuentes filosóficas.
“Si Marx –dice Mariátegui– no pudo basar su plan político ni su concepción histórica en la biología de De Vries, ni en la psicología de Freud,
ni en la física de Einstein; ni más ni menos que Kant en su elaboración filosófica tuvo que contentarse con la física newtoniana y la ciencia de su
tiempo: el marxismo –o sus intelectuales– en su curso posterior, no ha pasado de asimilar lo más sustancial y activo de la especulación filosófica e
histórica posthegeliana o post-racionalista. Georges Sorel, tan influyente
en la formación espiritual de Lenin, ilustró el movimiento revolucionario
socialista –con un talento que Henri de Man no ignora, aunque en su volumen omita toda cita del autor de Reflexiones sobre la violencia– a la luz de
la filosofía bergsoniana, continuando a Marx que, cincuenta años antes, lo
había ilustrado a la luz de la filosofía de Hegel, Fichte y Feuerbach”92.
Y añade inmediatamente: “Vitalismo, activismo, pragmatismo, relativismo, ninguna de estas corrientes filosóficas, en lo que podían aportar a
91. Ibid., pp. 36-37.
92. Ibid., pp. 38-39.
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la revolución, han quedado al margen del movimiento intelectual marxista. William James no es ajeno a la teoría de los mitos sociales de Sorel, tan
señaladamente influida, de otra parte, por Wilfredo Pareto”93.
De ese modo, una curiosa amalgama de tendencias filosóficas, todas
no solamente ajenas sino opuestas al marxismo, ingresan a componer una
suerte de filosofía de la historia, que para Mariátegui no sólo no contradice, sino complementa y enriquece, o como él dice “ilustra”, al marxismo.
No ignora Mariátegui que la base epistemológica del marxismo es
materialista y dialéctica: “La concepción materialista de Marx nace, dialécticamente, como antítesis de la concepción idealista de Hegel. Y esta
misma relación no aparece muy clara a críticos tan sagaces como Croce”94.
No obstante, no es tampoco seguro que la epistemología dialéctica y materialista, y no solamente un método de interpretación histórica materialista por reconocer una base material en la historia, sea lo que Mariátegui
está poniendo de relieve en esa afirmación. Porque vuelve a citar a Croce
(“éste es uno de los representantes más autorizados de la filosofía idealista, cuyo dictamen parecerá a todos más decisivo que cualquier deploración jesuita de la inteligencia pequeño burguesa”), respaldando su idea de
que la denominación de materialista cumplía en Marx y Engels la función
de subrayar que la cuestión social no es una cuestión moral. La larga cita
de Croce continúa: “Y, finalmente, no carece en esto de eficacia la denominación de ‘materialismo’, que hace pensar en seguida en el interés bien
entendido y en el cálculo de los placeres. Pero es evidente que la idealidad
y lo absoluto de la moral, en el sentido filosófico de tales palabras, son presupuesto del socialismo”95.
Es sin duda por esas oscilaciones, que Robert Paris ha creído ver en la
Defensa del marxismo, una “tentativa de espiritualización del marxismo”
coincidente con la de Gentile, aunque su adhesión posterior al fascismo
hace de Croce una autoridad mayor, con la mediación de Gobetti96.
No es eso tan claro. Mariátegui se opone explícitamente a toda espiri93. Ibid, p. 39.
94. Ibid, p. 36.
95. Ibid, pp. 47-48.
96. Paris, El marxismo latinoamericano de Mariátegui, ya citado, p. 14.
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tualización del marxismo: “la primera posición falsa en esta meditación
–dice refiriéndose a ello– es la de suponer que una concepción materialista del universo no sea apta para producir grandes valores espirituales”97.
No se trata, por tanto, de una espiritualización. El problema es otro: la
dialéctica materialista, como epistemología y como método, parece excluida como problema del debate, para ser reemplazada por otro, materialismo y valores espirituales, un problema ético-metafísico.
Un sesgo equivalente guía la discusión sobre el problema del determinismo. Vuelve el problema moral a dominar el planteamiento, trátese del
carácter voluntarista del socialismo, sin perjuicio de su “fondo determinista”, o de la “moral de productores” que es el sello de un proletariado
cuando ingresa a la historia como clase social, y del sentido heroico y creador del socialismo:
“El carácter voluntarista del socialismo no es, en verdad, menos evidente, aunque sí menos entendido por la crítica, que su fondo determinista. Para valorarlo, basta, sin embargo, seguir el desarrollo del movimiento
proletario, desde la acción de Marx y Engels en Londres, en los orígenes
de la I Internacional, hasta su actualidad, dominada por el primer experimento de Estado socialista: la URSS. En ese proceso, cada palabra, cada
acto del marxismo tiene un acento de fe, de voluntad, de convicción heroica y creadora, cuyo impulso sería absurdo buscar en un mediocre y pasivo sentimiento determinista”98.
Aquí, sin embargo, bajo la cara externa de problema ético-filosófico,
Mariátegui maneja una intuición certera: el lugar fundamental de la praxis
en la determinación de la historia, y la relación esencial entre la acción de
los condicionamientos objetivos (externos a la conciencia) y la acción
consciente, como integrantes de las mismas leyes de movimiento de la sociedad, como momentos recíprocamente activos en la constitución de la
praxis global de la sociedad. Y ese problema surge más claramente aún,
bajo esa luz, cuando sostiene: “En la lucha de clases, donde residen todos
los elementos de lo sublime y heroico de su ascensión, el proletariado
97. Defensa del marxismo, p. 85.
98. Ibid., p. 58.
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debe elevarse a una ‘moral de productores’, muy distante y muy distinta
de la ‘moral de los esclavos’ de que oficiosamente se empeñan en proveerlo sus gratuitos profesores de moral, horrorizados de su materialismo”99.
La conciencia ocupa su lugar exacto en la praxis, y ésta en la determinación de la historia.
3–. Aquella necesidad que Mariátegui sentía de una filosofía de la historia, en la cual cupieran al mismo tiempo la obra de Marx y todas las otras
vertientes filosóficas “en lo que podían aportar a la revolución”, asume en
su pensamiento la forma de una lucha contra el positivismo, para lo cual se
afirma en una concepción según la cual la acción humana requiere bases
metafísicas, y en particular la acción revolucionaria, pues sólo la fe permite sobrepasar un “pasivo determinismo” y galvanizar la voluntad de acción y sostener el heroísmo.
Esa concepción se emparenta al existencialismo que, con la difusión
de la obra de Heidegger y de Kierkegaard y la vuelta de Nietzsche, dominó una gran parte del debate filosófico inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, impregnando también el propio debate marxista
a través de la obra de Jean-Paul Sartre. Mariátegui conoció la obra de Nietzsche y no es sorprendente, por todo eso, que sea una cita de ese autor que
encabece los 7 ensayos y que su huella, y especialmente la de su Zaratustra,
se registre en diversos pasajes de la producción mariateguiana.
“Los revolucionarios, como los fascistas, se proponen por su parte vivir peligrosamente. En los revolucionarios, como en los fascistas, se advierte análogo impulso romántico, análogo humor quijotesco”, sostiene
Mariátegui en 1925100, tras citar un trozo de un discurso de Mussolini, en
el cual el nietzscheano “vive peligrosamente” y las reminiscencias del pórtico de la Constitución d’annunziana de Fiume, son explícitas.
Y más adelante, en el mismo texto, afirma “La vida, más que pensamiento, quiere ser hoy acción, esto es, combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe, que puede ocupar su yo profundo,
es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuándo, los tiempos de
99. Ibid., pp. 60-61.
100. El alma matinal, v. 3, OC, p. 17.
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vivir con dulzura. La dulce vida pre-bélica no generó sino escepticismo y
nihilismo. Y de la crítica de este escepticismo y nihilismo, nace la ruda, la
fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un mito que mueva a los
hombres a vivir peligrosamente”101.
Proclamando que “ni la razón ni la ciencia pueden satisfacer toda la
necesidad de infinito que hay en el hombre” y que “únicamente el mito
posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo”, llega a decir Mariátegui
que el hombre “como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se
vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene
ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia, por una esperanza superhumana; los demás
hombres son el coro anónimo del drama”102. Nietzsche, otra vez.
Pareciera, así, que Mariátegui se hunde en un misticismo irracionalista; contra la razón y la ciencia, opone el mito y la fe. Contra la idea marxista
según la cual es la lucha de clases la que mueve la historia, recurre a la idea
del superhombre nietzscheano. Y todavía, más adelante, afirma que
“Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo”103.
No es así, exactamente. Mariátegui enfrenta un doble enemigo: el escepticismo nihilista, el “alma desencantada” (Ortega y Gasset), y al mismo tiempo, el positivismo y el cientificismo de esa raíz, entre cuyos polos
está desgarrada la inteligencia burguesa entre las dos crisis y las dos guerras.
Citando un poema (La danza delante del arca) de Henri Frank, observa que a pesar de la “voluntad de creer” del poeta, “el arca está vacía” y
que el poeta tiene que partir en busca de Dios, como la demostración de
que la cultura burguesa está en crisis y que el escepticismo es infecundo.
Pero, de otro lado, “los filósofos nos aportan una verdad análoga a la de
los poetas. La filosofía contemporánea ha barrido el mediocre edificio
positivista. Ha esclarecido y demarcado los modestos confines de la ra101. Ibid., pp. 17-18.
102. Ibid., pp. 18-19.
103. Ibid., p. 22.
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zón. Y ha formulado las actuales teorías del mito y de la acción. Inútil es,
según estas teorías, buscar una verdad absoluta. La verdad de hoy no será
la verdad de mañana. Una verdad es válida sólo para una época. Contentémonos con una verdad relativa”104.
Y en la lucha contemporánea, esa es para Mariátegui la ventaja del
proletariado sobre la burguesía: el primero tiene una postura afirmativa;
contra el escepticismo y el nihilismo, tiene una fe y un mito. Contra el positivismo, es, además, relativista. La burguesía, en cambio, es prisionera
de la negación escéptica o de su chato positivismo105. Para él, pues, es, sobre esa base, que la voluntad de acción revolucionaria adquiere un fundamento seguro: el mito. Y la lucha contra el conformismo y la mediocridad
burguesas, tiene dos caras: “el pesimismo de la realidad y el optimismo del
ideal”, según la frase tomada de Vasconcelos y que evoca, como todo el
mundo advierte, la que Gramsci adoptara106 de Romain Rolland.
Así como en su debate con Henri de Man, los problemas del materialismo y el determinismo son colocados por Mariátegui dentro de una
perspectiva ético-filosófica, aquí la lucha contra el positivismo encuentra,
también, la misma ubicación, en el mismo plano que el problema del conformismo y el escepticismo nihilista, las cuestiones metodológicas están
ausentes, y los fundamentos epistemológicos del debate marxista contra
el positivismo, no se plantean, y son reemplazados por la metafísica: “lo
metafísico –insiste– ha recuperado su antiguo rol en el mundo después del
fracaso de la experiencia positivista. Todos sabemos que el propio positivismo cuando ahondó su especulación se tornó metafísico”107.
No hay, pues, duda de que Mariátegui ensambló en su formación intelectual, una concepción del marxismo como “método de interpretación
histórica y de acción” y una filosofía de la historia de explícito contenido
metafísico y religioso.
104. Ibid., pp. 20-21.
105. Ibid., p. 22.
106. Ibid., p. 28.
107. Ibid., p. 146.
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LAS FUENTES DEL MARXISMO Y DE LA FILOSOFÍA DE
LA HISTORIA MARIATEGUIANOS
Dessau afirma que “resulta evidente que Mariátegui se ocupó relativamente poco de la economía política marxista que, sin embargo, es uno de
los tres elementos fundamentales del marxismo-leninismo. Parece que
este hecho, que no puede tener que ver con la poca accesibilidad de los
textos, porque El Capital ya existía traducido a idiomas que Mariátegui
sabía leer, se debe en primer lugar a que los teóricos italianos, incluso
Gramsci, no prestaron mucha atención a la economía política marxista,
concentrándose más en la filosofía y en la teoría política y prestando mucha atención a los problemas espirituales y culturales, lo que estaba en
consonancia con las preocupaciones del propio Mariátegui”108.
En la misma línea, Messeguer cree que “Mariátegui se acercó al marxismo” a través de Croce y Labriola, y que recibió un “marxismo filtrado a
través de Sorel, Gramsci, Clarté, los líderes rusos y aun autores no marxistas como A. Tilgher, P. Gobetti y B. Croce”109.
Y Paris, que es sin duda quien más detenidamente ha investigado las
fuentes de la formación intelectual de Mariátegui en Europa, aporta una
evidencia consistente sobre la influencia del bergsonismo soreliano y del
neohegelianismo de Gentile, Croce y Gobetti, en la filosofía de la historia
mariateguiana110.
No está, sin embargo, establecido suficientemente a través de cuáles
textos fue Mariátegui asimilando el marxismo, y de qué forma gravitaron
en ese aprendizaje las influencias verificadas. Como advierte Paris, si bien
Mariátegui se apoyó numerosas veces en la autoridad de Croce en su polémica con De Man, especialmente, no dejó de hacer explícito en ningún
momento su reconocimiento de la posición liberal y no marxista de Croce,
lo mismo que la de Gobetti. Por ello, el neohegelianismo crociano o su
versión radicalizada en Gobetti, aparece en Mariátegui más bien como un
108. Dessau, op. cit., p. 83.
109. Messeguer, op. cit., pp. 136-141.
110. Paris, op. cit.
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constante punto de referencia y como una atmósfera que envuelve de
modo “latente” (Paris), su reflexión sobre la historia y la filosofía. Es cierto, sin embargo, que Croce medió –como lo demuestra Paris– en el conocimiento de Mariátegui acerca de Labriola y que la huella de su lectura,
particularmente del Materialismo Storico ed Economia marxistica de Croce, es registrable en el modo mariateguiano de ensamblar la “metodología
marxista de interpretación histórica” en una filosofía de la historia.
En cambio la influencia de Sorel, y a través de él, principalmente, del
Bergson de La evolución creadora, es mucho más directa en Mariátegui y
éste no ocultó su inmensa admiración por el ideólogo del “sindicalismo
revolucionario”. De él toma la idea del mito social como fundamento de la
fe y de la acción revolucionaria de las multitudes, así como antídoto contra el escepticismo de los intelectuales y alimento esencial de una concepción metafísica de la existencia. Reflexiones sobre la violencia, de Sorel,
ocupa un lugar tan privilegiado en la admiración de Mariátegui y son tantas veces las citas de este autor a las que recurre como apoyo y autorizada
palabra, que Dessau ha podido decir que pareciera que “conoció más a
Sorel que a Lenin”111.
Para Mariátegui, Sorel es “uno de los más altos representantes del
pensamiento francés del siglo XX”112, y Reflexiones sobre la violencia,
“representan por su magnitud y consecuencias históricas, otro de los libros del nuevo siglo”113, poco después de afirmar que La evolución creadora, de Bergson, a cuyo conocimiento y admiración llegó a través de Sorel,
“constituye, en todo caso, un acontecimiento mucho más considerable
que la creación del reino servio-croata-sloveno, conocido también con el
nombre de Yugoslavia”114. Y no titubea en repetir una afirmación del periódico Journal de Genéve, recogida en el artículo del propio Sorel, “Pour
Lenine”, según la cual aquél tuvo una influencia muy grande en la “formación espiritual” de Lenin115. Y todavía en los 7 ensayos lo coloca junto a
111. Dessau, op. cit., p. 83.
112. El alma matinal, p. 23.
113. Historia de la crisis mundial, p. 200.
114. Op. cit., p. 198.
115. Defensa del marxismo, pp. 17-19.
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Marx, ya que para Mariátegui “(la civilización) de Marx y de Sorel es una
civilización industrial” y Sorel es un “economista moderno”116.
En su combate contra el positivismo, Mariátegui apela ante todo a la
autoridad de Bergson-Sorel: “superando las bases racionalistas y positivistas del socialismo de su época, Sorel encuentra en Bergson y los pragmatistas, ideas que vigorizan el pensamiento socialista, restituyéndolo a la
misión revolucionaria de la cual lo habían gradualmente alejado el aburguesamiento intelectual y espiritual de los partidos y de sus parlamentarios, que se satisfacían en el campo filosófico con el historicismo más chato y el evolucionismo más pávido...”117.
Cincuenta años después, sorprende en un hombre como Mariátegui
esa desaforada admiración a un pensamiento tan confuso y prescindible
como el de Sorel. Sorprende aún más que crea en la gran influencia de
Sorel sobre Lenin, a pesar de conocer y citar el Materialismo y empiriocriticismo del último, donde Sorel es vapuleado como “confusionista bien
conocido” y una de esas personas que “no pueden pensar más que contrasentidos”118, y donde Lenin se dedica a demoler prolijamente todas aquellas corrientes filosóficas que, como las que Sorel defiende, encarnan la
hostilidad reaccionaria al marxismo. Por lo demás, como hace bien en
anotarlo Paris119, las obras que contienen ya todo el fundamento del “leninismo”, fueron publicadas por Lenin antes de la aparición de Reflexiones
sobre la violencia.
Sin embargo, la sorpresa no debe ser mucha, si se recuerda que en la
atmósfera del debate ideológico italiano durante los años de la estadía de
Mariátegui, Sorel tenía una presencia importante y que, en general, en
Europa, el llamado sindicalismo revolucionario, cuyo ideólogo más conocido era aquél, llegó en los años de la primera postguerra a tener una influencia amplia entre obreros e intelectuales revolucionarios.
116. 7 ensayos, pp. 52 y 66.
117. Defensa del marxismo, p. 17.
118. Lenin, Materialismo y empiriocriticismo, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras,
1948, p. 336.
119. Paris, op. cit., p. 19.
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Mariátegui habría conocido a Sorel en Italia, por sus vinculaciones con
Croce. Pero quizás también conocía, leyendo el Ordine Nuovo, que el propio Gramsci no ocultaba su deferente consideración para con Sorel, no obstante su explícita condenación del “sindicalismo revolucionario” y su advertencia de que no había en Sorel un método consistente que pudiera usarse
con resultados siempre eficaces120. A pesar de lo cual, Gramsci elogiaba en
Sorel haber heredado “un poco de las virtudes de sus dos maestros: la áspera
lógica de Marx y la conmovida y plebeya elocuencia de Proudhon”, por lo
cual “su palabra no puede dejar indiferentes a los obreros turineses”121.
Y Gramsci no podía, sin embargo, ignorar que la apología soreliana
de la violencia no desembocaba en la destrucción del capitalismo y de la
burguesía, sino que estaba explícitamente concebida como un mecanismo de utilización de la lucha de clases y de su violencia, para galvanizar de
nuevo la voluntad de la burguesía, impidiendo su apoltronamiento, para
alcanzar el “perfeccionamiento histórico de la sociedad capitalista”. Mariátegui, tampoco.
En efecto, Sorel sostenía que “La violencia proletaria no solamente
puede asegurar la revolución futura, sino mucho más aún parece ser el
único medio del cual disponen las sociedades europeas, embotadas por el
humanitarismo, para recuperar su antigua energía. Esta violencia fuerza
al capitalismo a preocuparse únicamente de su función material y tiende a
devolverle las cualidades belicosas que antes poseía. Una clase obrera
creciente y sólidamente organizada puede forzar a la clase capitalista a
mantenerse ardiente en la lucha industrial; si frente a una burguesía hambrienta de riquezas y de conquista, se yergue un proletariado unido y revolucionario, la sociedad capitalista alcanzará su perfección histórica”.
“Así la violencia proletaria ha devenido un factor esencial al marxismo. Agreguemos, una vez más, que ella tendrá por efecto, si es conducida
convenientemente, de suprimir el socialismo parlamentario, que no podrá más pasar como dirigente de las clases obreras y como guardián del
orden”122.
120. Gramsci, L’Ordine Nuovo, Milano, Einaudi, 3a ed., 1954, p. 146.
121. Gramsci, op. cit., pp. 460-461.
122. Georges Sorel, Reflexions sur la Violence, Paris, Marcel Rivière, 3a ed., 1936, p. 120.
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Sorel estaba, pues, interesado menos en la revolución socialista del
proletariado, cuanto en la destrucción del orden burgués liberal y socialdemócrata. Nada sorprende, en consecuencia, que enfatizara el sindicalismo y no la lucha por el Estado como estrategia revolucionaria, y que fuera el fascismo mussoliniano el que mejor entendiera el mensaje soreliano.
Es obvio que ni Gramsci ni Mariátegui podían compartir esa entraña
contrarrevolucionaria que la fraseología revolucionaria soreliana encerraba. No obstante no disimularon su aprecio por el maestro del “sindicalismo revolucionario”. Pero lo que en el primero era una muy consciente y
discriminadora atención al sorelismo, en Mariátegui aparece como una
admiración tan grande que lo lleva a ponerlo en la estantería marxista
nada menos que junto al propio Marx. Y aunque parece probable que no
conociera la obra teórica de Rosa Luxemburgo, por ejemplo, y la del propio Engels quizás principalmente a través de Croce, no hay modo de justificar hoy esa admiración.
De todos modos, lo que resulta demostrable es que esas influencias en
la formación intelectual y espiritual de Mariátegui, provienen en una medida principal del hecho de que su aprendizaje marxista fue realizado
dentro de la particular atmósfera italiana de comienzos de los años veinte.
Eso, no obstante, no equivale a decir, como Messeguer, que Mariátegui
recibió solamente un “marxismo filtrado” por Croce, Sorel o Gobetti.
Mariátegui conoció de primera mano varias de las obras más importantes de Marx, Lenin, Kautsky, Hilferding, Trotzky, Bujarin, a los cuales
cita en sus principales trabajos. Y aunque es dudoso como medida de lo
que un hombre lee, el registro de su biblioteca, Vanden123 ha podido establecer que la biblioteca personal de Mariátegui contenía todas esas obras,
anotadas y subrayadas por su dueño.
Surge, entonces, la pregunta necesaria acerca de por qué Mariátegui
acordaba un lugar tan prominente en su pensamiento a la obra de Croce,
Gobetti y, especialmente, de Sorel, y a través de éste, a la influencia del
bergsonismo y del pragmatismo, y en menor medida del Unamuno de
123. Harry Vanden, Mariátegui, influencias en su formación ideológica, Lima, Biblioteca
Amauta, 1975.
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Agonía del cristianismo y Sentimiento trágico de la vida. Y otra aún más difícil: ¿en qué medida todas esas influencias están presentes en su obra de
investigador de la historia social y política peruana, y de teórico de la revolución socialista en América Latina?
Sobre la primera, no soy el primero en sospechar que la angustia mariateguiana, su necesidad de una concepción heroica de la existencia y de
fundamentos metafísicos para su voluntad de acción revolucionaria, tienen mucho que ver con el pasado de inclinaciones místico-religiosas y estéticas del Mariátegui anterior al viaje a Europa, y cuyo confrontamiento
con el materialismo marxista no pudo ser resuelto a través de una discusión en el terreno epistemológico y metodológico, dadas las insuficiencias
implicadas en su formación enteramente autodidacta, y encontró un cauce ético-filosófico de solución que, no por ser teóricamente inconsistente,
era menos eficaz psicológicamente en el Mariátegui maduro. A ello contribuyó mucho el carácter mismo del debate ideológico italiano y el predominio de las cuestiones culturales y políticas, pero sobre esa base de la
propia formación de Mariátegui.
Cuando a su regreso de Europa, Mariátegui encuentra el positivismo
rebajado a la ideología del corrupto arribismo del período de Leguía, su
convicción de que el positivismo era responsable del reformismo parlamentario de la social-democracia, y de la crisis del liberalismo, que se habían revelado impotentes para contener el fascismo el uno, y para desarrollar la revolución socialista la otra, quedará fortalecida. Y, a pesar de que la
más reaccionaria inteligencia peruana se apoyaba en el vitalismo bergsoniano contra el positivismo, él se sentirá justificado en el uso del mismo
bebedero ideológico para combatir al positivismo y a Leguía. Lo que le
parecía importante no era el origen y la relación de esas ideas con el marxismo, sino su eficacia, en un determinado momento histórico, para
coadyuvar a la causa de la revolución moviendo a las mentes fuera del conformismo que, en el Perú, era naturalmente equivalente a sostener el orden oligárquico-imperialista.
De allí, por ejemplo, la adopción de la idea del mito social, como instrumento para movilizar a las masas indias, que no estaban en condiciones
de acceder a un plano más elaborado del conocimiento de la teoría revolu7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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cionaria; “el vulgo no sutiliza tanto”, dirá una vez, para sostener la necesidad del mito. Se equivoca, por eso, Paris, al sostener que la adhesión de
Mariátegui a Sorel y a su idea del mito social, era sólo una expresión del
recóndito reconocimiento que aquél tenía, de que en las condiciones peruanas la idea misma de una revolución socialista era un mito, al cual tenía
que aferrarse para continuar actuando y difundiendo el socialismo124. Sería necio decir que toda esa ideología que en Mariátegui enmarcaba al
marxismo, era sólo exterior e instrumental, o que el lugar que tenía en su
pensamiento fuera superficial o pequeño. No; estaba en la capa más honda de la tensión emocional del hombre. Pero es necesario, también reconocer que él hacía de esa ideología un uso particular y consciente; piso
emocional y ético para mover el ánimo y la conducta propia y ajena hacia
la revolución socialista.
Por todo eso, carecen igualmente de asidero real la idea acuñada por
Salazar Bondy, sobre un “marxismo abierto” que en Mariátegui sería la
alternativa a un “marxismo dogmático”, o la aún más peregrina pretensión de Aguirre Gamio sobre un Mariátegui ideólogo de un socialismo religioso pariente del de Berdiaev. Es más correcto señalar que no todo en el
pensamiento mariateguiano era marxista y que en su polémica contra el
revisionismo y el positivismo, son las cuestiones ético-filosóficas las que
tienen primacía sobre las epistemológicas y metodológicas, acerca de las
cuales su formación era insuficiente.
Robert Paris ha señalado que esos problemas y en especial la impronta soreliana en el pensamiento de Mariátegui, “hace que resulte tan ambiguo el aparato conceptual de los 7 ensayos, así como tan difícil en todo
momento la clarificación política e ideológica de este mismo período”125.
Y Posada parece retener a duras penas la tentación de tirar el niño junto
con el agua sucia, afirmando que Mariátegui corresponde “más bien a la
fase de gestación del marxismo en América Latina…, no consciente de la
especificidad teórica de la filosofía marxista”126, sin duda porque él mis124. Paris, op. cit., pp. 33-34.
125. Paris, op. cit., p. 21.
126. Posada, op. cit., p. 14.
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mo estaba más interesado en la “práctica teórica” autónoma, ajena al marxismo.
Lo que hoy nos asombra en la obra mariateguiana es que a pesar de
sus ambigüedades conceptuales y de la insuficiencia de su formación teórica, haya logrado hacer los descubrimientos teóricos más importantes de
la investigación marxista de su tiempo en y sobre América Latina, que
constituyen puntos de partida necesarios para la crítica revolucionaria actual de nuestra sociedad. Porque es por eso que la obra de Mariátegui es
importante en la historia del Perú o de América Latina, y no porque en ella
se encuentren todas esas ambigüedades, o por cuanta admiración tenía
por Sorel o Croce o Unamuno. Y no es acaso muy grande el riesgo de decir
que, de algún modo, sus descubrimientos marxistas de la realidad fundamental del Perú de su tiempo, fueron la conquista de una mentalidad cuya
autonomía y osadía intelectual, eran apoyadas inclusive en esos elementos, teóricamente espurios y, sin embargo, psicológicamente eficaces para
permitir que no se plegara simplemente a una adhesión acrítica a las “ortodoxias” burocráticas.
Porque fue la enhiesta voluntad de acción revolucionaria del hombre,
y no importa si alimentada por una concepción metafísica de la existencia
individual, lo que le permitió llevar a la práctica lo que está implicado en la
XI Tesis sobre Feuerbach, por debajo de su apariencia de reclamo ético:
quien quiera conocer la realidad ha de saber que sólo puede lograrlo en
combate con ella, metiéndose dentro de ella, para transformarla. O renunciar al conocimiento profundo y contentarse con el de su apariencia.
Y eso es lo que, más allá de la connotación voluntarista a la que todos
aluden, otorga su más pleno sentido a su admirativo elogio de la frase de
Lenin, en boca de Unamuno: “Tanto peor para la realidad”.
LA CONTRIBUCIÓN MARXISTA DE MARIÁTEGUI
AL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA LATINA
Lo fundamental de la producción mariateguiana sobre los problemas peruanos, con implicaciones sobre toda América Latina, está contenida en
sus 7 ensayos y en las recopilaciones que forman los volúmenes de Ideolo7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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gía y política, Peruanicemos al Perú, Temas de educación, Temas de nuestra
América, y en los documentos sobre la organización y debate del Partido
Socialista del Perú, reproducidos por Martínez de la Torre en sus Apuntes
para una interpretación marxista de la historia del Perú”127.
Desaparecido hasta hoy el único libro orgánico que Mariátegui produjo, sobre la evolución política e ideológica del Perú, anunciada en la
“Advertencia” de los 7 ensayos, junto a éstos, son los materiales que están
reunidos en Ideología y política los de mayor significación política, y en
especial Punto de vista antimperialista, escrito casi un año antes de su
muerte y expresión del punto más alto de su madurez política. Debe esperarse una mayor difusión de estos materiales fuera del Perú, ya que conociendo solamente los 7 ensayos no puede obtenerse una cabal apreciación
de la originalidad y del valor de la contribución marxista de su autor.
El conjunto de sus investigaciones sobre la historia económico-social
y política del Perú, de sus trabajos editoriales y culturales, así como su acción de organizador sindical y político y los lineamientos de una perspectiva estratégica de la revolución peruana, que alcanzó a trazar antes de su
muerte, dan cuenta de que, desde su regreso y en especial desde 1925,
Mariátegui se enfrentó a los problemas peruanos a través de una triple
polémica. Esta fue desenvolviéndose conforme avanzaba en el reconocimiento de la realidad peruana y latinoamericana, y maduraba su vinculación política concreta con el movimiento obrero y con el entero movimiento popular.
Esa triple polémica lo enfrentó, sucesivamente, a los ideólogos del orden oligárquico-imperialista, al nacionalismo democrático aprista, entonces radicalizado con elementos socializantes y marxizantes, y a la dirección oficial de la III Internacional en América Latina.
No es mi propósito aquí, en el marco de un ensayo introductorio, presentar y discutir cada uno de los elementos de esa polémica y en cada una
de sus etapas, sino aquello que, en mi opinión, constituye lo más original y
de ese modo más valioso y perdurable de su contribución a nuestro conocimiento de la realidad concreta del Perú.
127. Martínez de la Torre, op. cit., t. II.
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LA NATURALEZA ESPECÍFICA DE LA FORMACIÓN
SOCIAL PERUANA
Al enjuiciar la evolución de la economía peruana desde la Primera Guerra
Mundial, Mariátegui constata que con la implantación de la industria moderna, el dominio del capital financiero, y la definición de la disputa hegemónica entre Estados Unidos e Inglaterra en favor del primero, se ha acelerado la inserción de la economía peruana en el orden capitalista
internacional, y que eso se traduce, además, en un “reforzamiento de la
hegemonía de la costa en la economía peruana”, porque en esa región es
donde más plenamente se implanta el capitalismo, en la industria y en los
latifundios capitalistas.
Como consecuencia, verifica que se produce “el desenvolvimiento de
una clase capitalista, dentro de la cual cesa de prevalecer como antes la
antigua aristocracia. La propiedad agraria conserva su potencial; pero declina la de los apellidos virreinales. Se constata el robustecimiento de la
burguesía”128.
Sobre esa base y dentro de esa perspectiva, concluye: “Apuntaré una
constatación final: la de que en el Perú actual coexisten tres economías
diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista
subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena. En la costa, sobre un suelo feudal, crece una economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una
economía retardada”129.
En otros términos, tres modos de producción coexisten en el Perú.
Pero, bajo la “hegemonía de la costa”, esto es, del capitalismo, aunque éste
da “la impresión de una economía retardada”, es decir, en nuestra jerga
actual, subdesarrollada, es por eso que se “robustece la burguesía”, ya
diferenciada como clase aparte de la “antigua aristocracia”, o sea de los
terratenientes señoriales, y éstos “dejan de prevalecer como antes”. A la
hegemonía del capital en la economía, corresponde la hegemonía de la
burguesía en la sociedad.
128. 7 ensayos, pp. 23-24.
129. Ibid., p. 24.
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Más adelante observa que los sectores capitalistas (minería, comercio, transportes), están en manos del capital extranjero, y que la burguesía
criolla carece de los atributos empresariales de la europea o norteamericana: “El capitalista, o mejor el propietario, criollo, tiene el concepto de la
renta antes que el de la producción. El sentimiento de aventura, el ímpetu
de la creación, el poder organizador, que caracterizan al capitalista auténtico, son entre nosotros casi desconocidos”130.
Esa condición de la burguesía criolla, es el resultado de dos determinaciones. Su relación con el capital extranjero, con el cual se “han contentado con servir de intermediarios”131, de un lado, y su relación con los rezagos
feudales en la costa capitalista y el predominio del feudalismo en la sierra132.
Con genial perspicacia, afirma: “En el Perú, contra el sentido de la
emancipación republicana, se ha encargado al espíritu del feudo –antítesis y negación del espíritu del burgo– la creación de una economía capitalista”133.
Este enfoque del carácter de la economía peruana, como compleja y
contradictoria articulación entre capital y precapital, bajo la hegemonía
del primero, del mismo modo como todavía se articulan “feudalismo” y
“comunismo indígena”, en la sierra, ambos bajo el capital, produciendo
efectos no solamente sobre la lógica del desenvolvimiento económico
sino también sobre la mentalidad de las clases, es el hallazgo básico de la
investigación mariateguiana, y de donde se derivarán sus desarrollos sobre el carácter y las perspectivas de la revolución peruana.
Aparte del debate, hasta hoy inacabado, sobre el problema del “feudalismo colonial” y del “comunismo incaico”, que eran visiones compartidas ampliamente con las corrientes democrático-nacionalistas y Haya
de la Torre134, quien desde 1923 venía sosteniendo en el exilio esas tesis,
ese enfoque mariateguiano era el único que en toda América Latina podía,
en ese momento, dar cuenta de la especificidad profunda, de la originali130. Ibid., p. 29.
131. Ibid., p. 26.
132. Ibid., pp. 25-29.
133. Ibid., p. 29.
134. Haya de la Torre, Obras completas, Lima, Editorial Mejía Baca, 1977, t. I, pp. 67 y 85.
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dad del proceso histórico de estas formaciones sociales dentro de su común pertenencia a la legalidad general del orden capitalista imperialista.
Era el único enfoque que no era ni un invento de la realidad, ni una mera
“aplicación” exterior de las categorías marxistas a nuestra realidad.
Y fue desde esta base que Mariátegui pudo después diferenciarse nítidamente del APRA y de Haya de la Torre, no obstante sus amplias y abiertas coincidencias sobre numerosos otros aspectos del debate sobre el orden oligárquico-imperialista, como lo testimonian los mismos 7 ensayos si
se los confronta con la producción de Haya de la Torre, anterior en este
debate. Y, asimismo, en ese enfoque se fundará inmediatamente después
su polémica contra la orientación oficial de la III Internacional, al ingresar
ésta en su viraje posterior al fracaso de su intervención en la revolución
china, en 1927.
Él podía no tener suficiente formación metodológica, tener una parte
de su pensamiento sujeto a la influencia de ideólogos no marxistas; eso,
como se ve, no impidió que elaborara un enfoque en el cual la teoría materialista de la historia y su fundamento dialéctico, están en la práctica plenamente presentes. Y la investigación actual no ha hecho sino confirmar
este descubrimiento fundamental de Mariátegui, como he procurado
mostrarlo en las primeras páginas de este texto.
Mariátegui logra poner de manifiesto cómo, a pesar de sus diferencias
profundas, los tres modos vigentes de producción concurren a la configuración de una misma y unitaria estructura económico-social, sobre la base
de su articulación recíproca bajo la lógica hegemónica del capital.
Esa concepción contrasta inequívocamente con la visión dualista elaborada por Haya, y adoptada más tarde por los seguidores de la propia III
Internacional y los ideólogos del modernismo desarrollista, tan en boga
hasta no hace mucho en América Latina.
Y, al mismo tiempo, en esa concepción mariateguiana estaba y está,
necesariamente, implicada una oposición fundamental a la idea de una
secuencia, derivada de un razonamiento lógico abstracto pero en modo
alguno dialéctico marxista, entre una etapa revolucionaria antifeudal previa a una anticapitalista, como la experiencia europea sugería y aún sigue
sugiriendo a muchos, en la medida en que las luchas de clases que eran
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determinadas por esta particular cambiación histórica, no podían desenvolverse, en tanto que revolucionarias, de otro modo que afectando no
solamente al conjunto de esa estructura, sino a su eje articulador y dominante en primer término; esto es, al capitalismo. Y en tanto que dentro de
este capitalismo era el capital monopólico imperialista el dominante, el
ataque al capital era, al mismo tiempo y no en dos tiempos, un ataque al
imperialismo y al capitalismo como tal.
No hay que ser muy perspicaz, tras el largo y fatigoso camino recorrido por el debate latinoamericano de las dos últimas décadas, para ver que
la teoría de la revolución por etapas es heredera y tributaria entrañable de
la teoría dualista de nuestras formaciones sociales, entre un sector feudal y
otro capitalista, que sólo tienen en común un territorio jurídicamente delimitado por un país o un continente.
Unidad de elementos contradictorios, en una determinada y concreta
situación histórica, donde se combinan desiguales niveles de desarrollo, interpenetrándose y condicionándose constantemente y donde no se puede
destruir uno de sus elementos sin afectar el conjunto y a la inversa, es la visión
categóricamente marxista y dialéctica que nos entrega Mariátegui como formulación específica y como postura epistemológico-metodológica.
Es verdad, sin embargo, y sería ocioso negarlo, que esa concepción no
llegó a ser plena y sistemáticamente elaborada por Mariátegui, y aparece
en buena medida intuida y poco consolidada.
De otro lado es notorio que la mayor atención de Mariátegui se concentra en el análisis del sector no capitalista de la economía, como tema
dominante de su investigación y de su reflexión económico-social. Eso no
indica, no obstante, sino el hecho de que el problema del campesinado era
obviamente el tema central de todo el debate político de la época en el
Perú, cubierto en abrumador predominio por las corrientes democráticonacionalistas que Haya acaudillaba, mientras que la figura marxista de
Mariátegui fue, durante la mayor parte del período, solitaria. Y, de otro
lado, el hecho demostrable de que el propio pensamiento mariateguiano
compartía en amplia medida muchas de las concepciones ambientes, lo
que sin duda era facilitado porque hasta 1928 Haya estaba en su fase ideológica más radical y bajo una apreciable influencia marxista.
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A pesar de eso, es también demostrable que aun dentro de esa común
perspectiva, la base del enfoque mariateguiano lleva a diferencias sustantivas en la teorización del problema campesino y del feudalismo. Aparte
del hecho de que el dualismo no está presente en Mariátegui, mientras que
para Haya y sus seguidores lo que existía en la estructura económica de la
sierra era un feudalismo total, de origen colonial, Mariátegui coloca el
problema en otra perspectiva. Lo que él observa en la sierra como predominante, y como rezagos en la costa capitalista, es un “semi-feudalismo”
en la economía, y un “gamonalismo” como forma específica de la dominación política local de los terratenientes135.
¿Por qué “semi-feudal”? Mariátegui no ofrece una respuesta directa.
“Las expresiones de la feudalidad sobreviviente –afirma– son dos: latifundio y servidumbre”136. Pero, al mismo tiempo, plantea que “la hora de
ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pasado
ya”137. ¿Por qué? Porque la liquidación de la feudalidad hace ya parte,
para él, del problema de la liquidación del conjunto del orden vigente,
dominado por el capital, como acaba de señalarlo inmediatamente antes.
En otros términos, la feudalidad existente en la sierra es tal feudalismo sólo si se lo considera separadamente de su lugar en el conjunto de la
estructura económica del país. Tomado dentro de este conjunto, es decir,
articulado al capital y bajo su dominio, es “semifeudal”. Si la solución del
problema del campesinado indio y del problema agrario es la destrucción
de la feudalidad, eso no puede realizarse sino dentro del proceso global de
la revolución anticapitalista. Ni antes, ni después, como enfáticamente
sostiene al discutir el problema del indio en particular138.
Por ello, la lucha del proletariado contra el capital, en la costa, es indesligable de la del campesinado contra la feudalidad. Y ambas son la
base de la revolución socialista indoamericana, como sostendría después.
La misma diferente perspectiva entre Haya y Mariátegui se encuentra
a propósito del problema de la “comunidad indígena” y de su lugar en el
135. 7 ensayos, pp. 44 y ss.
136. Ibid., p. 43.
137. Ibid., p. 44.
138. Ibid., p. 32.
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proceso revolucionario. Ambos compartían la tesis del carácter “comunista primitivo” de la sociedad incaica, de la cual procedía la “comunidad
indígena”, como elemento superviviente de ese “comunismo incaico”.
Haya había formulado esa tesis poco antes de Mariátegui, siguiendo a Von
Hanstein, Ernesto Quesada y Tomás Joyce139 e insistirá en ella en artículos
publicados en la propia Amauta, en 1926 y 1928140. Inclusive, en una carta
a Gabriel del Mazo, en junio de 1925, Haya propone una solución del problema indígena o campesino, que eliminando el feudalismo revierta la tierra a la comunidad, “como se trata ahora de hacerlo en Rusia. Colectivismo o Socialismo”, y añade líneas más adelante, que “la nueva comuna rusa
–ya lo ha dicho Montandon en Clarté– es la vieja comunidad incaica modernizada”141.
Empero, mientras que en Haya esa solución colectivista del problema
agrario hace parte de un desarrollo capitalista, en un régimen de capitalismo de Estado, para Mariátegui esa misma fórmula de resolver el problema agrario e indígena hace parte de una perspectiva socialista de reorganización de la entera sociedad peruana.
Después de la muerte de Mariátegui, Miroshevsky publicó en 1942
una crítica a Mariátegui en Dialéctica, la revista del Partido Comunista de
Cuba142 acusándolo de “populista” y “representante de la democracia revolucionaria” primero y después de “propagandista del socialismo pequeño burgués” y de la “revolución campesina socialista”, por sostener
que la “comunidad indígena” podía ser el punto de partida para una reorganización socialista de la estructura agraria, dentro de una revolución
socialista en el Perú. Ese artículo era un eco algo tardío de la polémica entre Mariátegui y la III Internacional stalinista, en 1929.
Mariátegui estaba limitado por el horizonte del conocimiento científico de su tiempo acerca del problema de la sociedad incaica, y en coinci139. Haya de la Torre, op. cit., pp. 59 y ss.
140. Ibid., pp. 115 y ss.
141. Ibid., p. 84.
142. V. Miroshevsky, El populismo en el Perú. Papel de Mariátegui en la historia del pensamiento social latinoamericano. Publicado originalmente en Moscú, y reproducido en
Dialéctica, revista del Partido Comunista Cubano, La Habana, Cuba, No 1, mayo-junio,
1942.
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dencia con Haya de la Torre, Castro Pozo143, Valcárcel144, y dentro de la
clásica esquematización de la evolución histórica en cinco modos de producción del marxismo de esa época, antes del redescubrimiento del concepto de modo de producción asiático en Marx, admitió la tesis del carácter comunista primitivo de la sociedad incaica, aunque reconociendo el
despotismo teocrático del Estado inca, y en ese sentido yendo más lejos
que la simplificación de Engels sobre la “barbarie media” en que habría
estado esa sociedad, que todavía hoy repiten con ingenuidad algunos comentaristas peruanos de esas tesis de Mariátegui145.
Eso, sin embargo, en nada apoya la banal tergiversación que Miroshevsky fabrica sobre el lugar que Mariátegui plantea para el destino de la
“comunidad indígena” en el proceso de la revolución socialista peruana,
pues aquí vuelve a encontrarse una de las más originales y valiosas contribuciones del Amauta para el problema de la revolución peruana en ese período, y que coinciden, sin que él lo supiera, con algunas ideas de Lenin
sobre el problema del pasaje al socialismo de sociedades en que todavía
quedaban amplios sectores precapitalistas.
En efecto, en el informe presentado en nombre de la Comisión sobre
el problema nacional y colonial, al Segundo Congreso de la Internacional
Comunista, en 1920, Lenin sostenía que “La Internacional comunista
debe establecer y justificar, en el plano teórico, el principio de que con la
ayuda del proletariado de los países avanzados, los países atrasados pueden arribar al régimen soviético y, pasando por ciertas etapas de desarro-
143. Hildebrando Castro Pozo, Nuestra comunidad indígena, Lima, 1919 y Del ayllu al
cooperativismo socialista, Lima, 1934.
144. Luis Eduardo Valcárcel, De la vida incaica, Lima, 1925; Del ayllu al imperio, Lima,
1926 y Tempestad en los Andes, Lima, 1927, publicado en la Editorial Minerva, de Mariátegui, con prólogo de éste.
145. Véase la reciente compilación Los modos de producción en el Perú, Lima, 1977.
146. Lenin, Oeuvres, t. XXXI, p. 252. En el Congreso de la Internacional Comunista, de
1920, Lenin polemizando con N. Roy, delegado hindú, sostenía que “el campesinado sujeto a dominación semifeudal podría asimilar plenamente la organización soviética” bajo
conducción política comunista en una línea proletaria, aun si no era posible un movimiento puramente proletario. Citado en Garaudy, Le Problème Chinoise, Paris, Ed. Seghers, 1967, pp. 77-84.
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llo, al comunismo, evitando el estadio capitalista”146, desechando así enérgica y nítidamente esa suerte de “economismo” que sostiene que no es
posible saltar la etapa capitalista bajo ninguna condición histórica, tan
cara a los mencheviques, al revisionismo de Bernstein (Conditions du Socialisme) y al stalinismo después.
Por lo demás, esas tesis leninistas provenían directamente de Marx y
Engels, quienes en el Prefacio a la traducción rusa del Manifiesto, en 1882,
señalaban que: “En Rusia, junto a la especulación capitalista que se desarrolla febrilmente y de la propiedad agraria burguesa en plena formación,
más de la mitad de la tierra es propiedad comunal de los campesinos. Se
trata, por tanto, de saber si [en] la comunidad campesina rusa, esta forma
ya descompuesta de la antigua propiedad comunal de la tierra, pasará directamente a la forma comunista superior de la propiedad agraria, o bien
ella debe seguir primero el mismo proceso de disolución que ha sufrido en
el curso del desarrollo histórico de Occidente”.
“La única respuesta que se puede dar hoy día a esta cuestión es la siguiente: si la Revolución Rusa da la señal de una revolución obrera en Occidente, y si las dos se complementan, la propiedad comunal actual de
Rusia podrá servir de punto de partida a una evolución comunista”147.
Mariátegui redescubría, en suelo peruano y por su cuenta, ideas con
una ya larga e ilustre historia en el desarrollo de la teoría revolucionaria
marxista, precisamente porque venía de hacer aquel descubrimiento fundamental ya señalado, como la base de todo su enfoque teórico acerca del
carácter de la sociedad peruana y de sus perspectivas revolucionarias. Y
era lo que, en sus propios términos, puede ser calificado como “determinismo pávido” y “positivismo chato”, infectando profundamente la nueva
“ortodoxia” burocrática de la III Internacional stalinista, el único e ineficaz respaldo a la torpe argumentación de Miroshevsky en representación
de esa dirección.
147. Marx-Engels, Prefacio a la edición rusa del Manifiesto comunista citado en Garaudy,
op. cit., p. 58.
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LA CRÍTICA MARIATEGUIANA DEL APRA
Y DE LA DIRECCIÓN DE LA III INTERNACIONAL
Aunque con fundamentales diferencias en las bases de sus respectivos enfoques, tal como queda señalado, las coincidencias ideológicas y políticas
entre Mariátegui y la corriente nacionalista democrática que lideraba Haya
de la Torre, fueron relativamente amplias en tanto que durante la etapa entre 1923 y 1928, el debate ideológico peruano estaba centrado básicamente
en el esclarecimiento de la sobrevivencia de los elementos de origen colonial en la sociedad vigente y en el carácter oligárquico del Estado y de la
cultura. Y Mariátegui tomó parte activa en las tareas intelectuales y políticas del frente único que entonces constituía el APRA, entre las capas medias nuevas que emergían y el naciente proletariado y el campesinado.
El carácter de Amauta, la revista de Mariátegui, correspondió a ese
contexto, en su pluralidad ideológica unificada por su connotación antioligárquica y nacionalista, dentro de la cual la propaganda socialista de
Mariátegui tenía un lugar destacado, pero sin una nítida diferenciación.
Eso se prolongará, aunque en una línea de creciente depuración, hasta el
No 17 de septiembre de 1928, en que Mariátegui anuncia, en el célebre
editorial “Aniversario y balance”, la definición socialista de la revista.
Del mismo modo, en tanto que los 7 ensayos fueron publicados desde
1926 en Amauta, y aparecieron como volumen solamente en 1928, puede
apreciarse que, no obstante las diferencias básicas de enfoque, son muchos los aspectos específicos en los cuales se puede registrar coincidencias
entre el pensamiento de Haya y el de Mariátegui, particularmente en todo
aquello que se refiere a los problemas de la colonia y al carácter oligárquico de la cultura. Es útil comparar, en ese sentido, la producción de ambos
hasta 1927, en que las diferencias comienzan a precisarse y sistematizarse.
Aquella ubicación de Mariátegui dentro de una política poco diferenciada en un frente único democrático-nacionalista radicalizado que encarnaba el APRA, no correspondía solamente a la gradual maduración y
depuración de su propio enfoque sobre la realidad concreta, sino también
coincidía ostensiblemente con la orientación política que, después de la
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muerte de Lenin, la dirección stalinista había conseguido imponer en la
III Internacional.
Apoyándose formalmente en las resoluciones del II, III y IV Congreso
de la Internacional, la dirección stalinista había terminado por enfatizar
las coincidencias circunstanciales sobre las diferencias y la necesaria autonomía política, como señalan aquellas resoluciones, en la política de frente único antimperialista. Esa política era conducida principalmente en
Asia y en particular en el caso de China, donde se condujo al Partido Comunista hasta su integración y casi disolución dentro del Kuo Min Tang,
hasta su fracaso, que culminaría con las masacres de Shangai en marzo de
1927 y el baño de sangre de la heroica “Comuna de Cantón” del proletariado chino, en diciembre del mismo año, bajo las balas del ejército del
Kuo Min Tang conducido por Chiang-Kaishek.
Y puesto que Haya de la Torre definía entonces al APRA como el Kuo
Min Tang latinoamericano, Mariátegui pudo sentirse justificado no solamente en su participación dentro del APRA, sino en la cautela y lentitud de
la diferenciación y autonomización política frente a la corriente democrático-nacionalista predominante dentro de ese frente único. A pesar de que
sus tareas de organizador sindical y su propaganda socialista fueron intensas y reales, es también efectivo que solamente al final de esa etapa, Mariátegui se concentró en la polémica diferenciadora y en la organización política autónoma de la corriente socialista dentro del frente, en 1928.
Hasta comienzos de 1927, la dirección de la III Internacional estaba
aún claramente interesada en atraer a su órbita al APRA y presumiblemente en ganar la adhesión del propio Haya de la Torre. Pero al hacerse claro
el fracaso de la política con el Kuo Min Tang en China, y la cada vez más
definida actitud de Haya como alternativa latinoamericana a la III Internacional, la ruptura será inevitable. Todavía, sin embargo, Haya es invitado al Congreso Antimperialista de Bruselas, en febrero de 1927, un mes
antes de la masacre de Shangai, y a pesar de la enérgica oposición de algunos dirigentes comunistas latinoamericanos, Mella principalmente, la
conducta de la dirección de la Internacional aún es ambigua frente a Haya
y al APRA. Pero, a partir de entonces, los campos son claramente demarcados y opuestos.
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De su lado, Haya entra en una acelerada actividad de organizador y
propagandista del APRA como alternativa a la III Internacional, y ya no
como frente único sino como un Partido donde deben integrarse los componentes de ese frente, bajo la dirección de las clases medias, y bajo un
comando férreamente centralizado. Y frente a eso, los dirigentes de los
partidos comunistas ya formados como tales en América Latina, lo combaten resueltamente, Mella sale a la palestra con su folleto ¿Qué es el
APRA?, a comienzos de 1928 en México. Y Mariátegui, aunque todavía da
cabida en el mismo momento al artículo definitorio de Haya “Sobre el
papel de las clases medias”, en Amauta, comienza un intercambio polémico con Haya y con los grupos apristas en el exilio, lo que lleva a la ruptura
final y a la formación del Partido Socialista del Perú, en el segundo semestre de 1928, paralelamente a la definición socialista de Amauta.
La polémica exige a Mariátegui sistematizar y depurar su enfoque de
la realidad peruana y latinoamericana y su pensamiento político concreto,
cuyas bases últimas ya eran formuladas desde 1926. Y es entonces cuando
Mariátegui pone en juego su excepcional perspicacia para penetrar la realidad específica, históricamente determinada, de la realidad peruana y latinoamericana, alzándose como el más fecundo y profundo teórico y dirigente marxista revolucionario de su tiempo en América Latina.
César Germaná, en un lúcido estudio recientemente publicado148, ha
contrastado sistemáticamente el pensamiento mariateguiano y el de
Haya, para demostrar la validez original y la vigencia del primero, confirmada enteramente en la experiencia histórica desde la crisis de los años
treinta hasta hoy.
Empero, no es solamente contra el APRA y contra Haya que Mariátegui endereza su crítica revolucionaria. En el curso de esa polémica, no
puede dejar de hacer el balance crítico de la experiencia de la dirección
oficial de la III Internacional, dentro y fuera de América Latina, y en especial en China. Y, como consecuencia, es llevado a polemizar con esa dirección, tanto sobre el problema de las especificidades históricas de las for148. César Germaná, “La polémica Haya-Mariátegui. Reforma o Revolución en el Perú”,
Cuadernos de Sociedad y Política, Lima, No 2, 1977, colección dirigida por Aníbal Quijano.
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maciones sociales latinoamericanas, dentro del orden imperialista internacional, como, y más claramente, sobre el carácter de la revolución y del
partido, con ocasión de la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, en junio de 1929, en Buenos Aires.
El eje de la polémica contra el APRA y contra Haya, así como con la
dirección de la III Internacional stalinista, es el carácter específico del imperialismo en América Latina, y su papel ordenador en las tendencias de
las luchas de clases. Sobre esa base, en ambos frentes de su polémica,
avanza hasta descubrir el carácter específico, en ese período, de la revolución en estos países y el del partido destinado a su dirección.
EL CARÁCTER DEL IMPERIALISMO Y SUS
IMPLICACIONES SOBRE LA LUCHA DE CLASES
Frente al APRA y Haya de la Torre, Mariátegui pone de relieve el contenido de clase del imperialismo, como más significativo que su contenido nacional, y como determinante del propio rol del problema nacional dentro
del imperialismo, y sobre cuya base solamente puede aprehenderse la naturaleza y el movimiento histórico concreto de las luchas de clases en
América Latina.
Para el APRA y para Haya de la Torre, el imperialismo se define por
dos rasgos básicos: 1) el carácter extranjero del origen y de la propiedad
del capital invertido en nuestros países; 2) en tanto que es sólo a través de
esa inversión que el capitalismo aparece en éstos, tal capitalismo es incipiente. Consiguientemente, el imperialismo es, contrariamente a lo que
Lenin afirma, la primera fase del capitalismo entre nosotros y, en esa condición, un primer y necesario paso progresivo contra la feudalidad de origen colonial149.
149. V.R. Haya de la Torre, El antimperialismo y el Apra, Lima, 1972, pp. 18-19. François
Bourricaud, en un libro escrito más bien con simpatía hacia el APRA y Haya de la Torre,
no ha podido dejar de observar que “tal ideología se construyó sobre la base de abruptas
antítesis” y que el “peso del esquema dualista” explica a qué “peligros de rigidez expone
al Apra antes de librarlo a los riesgos del oportunismo cuando Víctor Raúl Haya de la
Torre quiera imprimir más flexibilidad a su acción”. Véase Poder y sociedad en el Perú
contemporáneo, Buenos Aires, Ediciones Sur, 1967, p. 139.
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Aparte de la tesis de que el imperialismo implica en América Latina la
constitución de una dualidad histórica entre capitalismo y feudalismo,
entre los que sólo es común el territorio geográfico y jurídico (país), que
recorre toda su obra, en Haya el imperialismo asume así un carácter ambiguo: al mismo tiempo es la dominación extranjera, indeseada, y la iniciación del progreso, deseado y necesario.
Para Mariátegui, en cambio, no solamente no hay tal dualismo, como
ya quedó demostrado antes, sino que el imperialismo es, ante todo, capital
monopólico en expansión internacional, y su emergencia constituye la internacionalización de la estructura del capital, en tanto que relación social
de producción. Es decir, es sobre todo el carácter de clase de la dominación imperialista lo que así se pone al descubierto: capital monopólico,
explotador del trabajo; burguesía monopolista, explotadora de la clase
obrera. Y solamente a partir de ello, puede ubicarse apropiadamente la
relación nacional: burguesía extranjera sobre trabajador peruano o latinoamericano150.
De esa manera, en pleno acuerdo con Lenin, citado explícitamente, la
penetración imperialista en América Latina, es la de la última fase del capitalismo y no de su primera, como Haya quiere para resaltar su “originalidad” frente a Lenin.
Debido a ello, y no tanto por lo extranjero de su origen y control, el
capital que penetra en América Latina no puede operar como el capital
competitivo operó en las fases previas del desarrollo capitalista en Europa
o en Estados Unidos: “La época de la libre concurrencia en la economía
capitalista ha terminado en todos los campos y aspectos. Estamos en la
época de los monopolios, vale decir de los imperios. Los países latinoamericanos llegan con retardo a la competencia capitalista. Los primeros
puestos están asignados. El destino de estos países, dentro del orden capitalista, es el de simples colonias”151, afirma Mariátegui.
En consecuencia, cuanto más se expanda el capitalismo y se modernice
en nuestros países, tanto mayor será la presencia del capital monopólico y
150. Ideología y política, v. 13, OC, p. 160.
151. Ibid., pp. 82 y 248.
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del imperialismo que en él se funda: “A medida que crezca su capitalismo,
y en consecuencia, la penetración imperialista, tiene que acentuarse ese
carácter (semicolonial) de su economía” dice ya en las primeras líneas de
Punto de vista antimperialista152.
En el período que Mariátegui estudia el capital imperialista, que domina en nuestra economía está, por su articulación con el mercado externo, interesado casi exclusivamente en acumular en la producción exportable de materias primas, en su comercialización y financiamiento. No
tiene necesidad de ampliar rápidamente ni el mercado interno de bienes
de producción industrial interna, ni el de mano de obra libre. No sólo no
necesita, sino que requiere no enfrentarse conflictivamente con los intereses de los terratenientes gamonales153.
De ello no se deriva, sin embargo, la inevitabilidad de la permanencia
de esa asociación de intereses entre la burguesía imperialista y los terratenientes gamonales, para todo el tiempo. Aquí Mariátegui se enfrenta simultáneamente al pensamiento aprista, según el cual es necesaria la alianza con el capital interno y la burguesía interna nacionalista para enfrentar
esa alianza imperialista terrateniente, y a la dirección de la III Internacional, para la cual, lo revelaba la experiencia en China y la aplicación
menchevique de las tesis leninistas de los anteriores congresos de la Internacional, la alianza con la burguesía progresista y nacionalista es imprescindible, inclusive bajo su comando, para la lucha antimperialista y antifeudal.
Mariátegui se pregunta: “¿Los intereses del capitalismo imperialista
coinciden necesaria y fatalmente en nuestros países con los intereses feudales y semifeudales de la clase terrateniente? ¿La lucha contra la feudalidad se identifica forzada y completamente con la lucha antimperialista?”.
Y responde luego: “Ciertamente, el capitalismo usa el poder de la clase
feudal, en tanto que la considera la clase políticamente dominante. Pero
sus intereses económicos no son los mismos. La pequeña burguesía, sin
exceptuar a la más demagógica, si atenúa en la práctica sus impulsos más
152. Ibid., p. 86.
153. 7 ensayos, pp. 78-80.
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marcadamente nacionalistas, puede llegar a la misma estrecha alianza con
el capitalismo imperialista. El capital financiero se sentirá más seguro, si el
poder está en manos de la clase más numerosa, que satisfaciendo ciertas
reivindicaciones apremiosas y estorbando la orientación clasista de las
masas, está en mejores condiciones que la vieja y odiada clase feudal de
defender los intereses del capitalismo, de ser su custodio y su ujier. La
creación de la pequeña propiedad, la expropiación de los latifundios, la
liquidación de los privilegios feudales, no son contrarios a los intereses del
imperialismo de modo inmediato. Por el contrario, en la medida en que
los rezagos de la feudalidad entraban el desenvolvimiento de una economía capitalista, ese movimiento de liquidación de la feudalidad, coincide
con las exigencias del crecimiento capitalista, promovido por las inversiones y los técnicos del imperialismo: que desaparezcan los grandes latifundios, que en su lugar se constituya una economía agraria basada en lo que
la demagogia burguesa llama la ‘democratización’ de la propiedad del
suelo, que los viejos aristócratas se vean desplazados por una burguesía y
una pequeña burguesía más poderosa e influyente –y por lo mismo más
apta para garantizar la paz social– nada de esto es contrario a los intereses
del imperialismo”154.
¿Mariátegui profeta del ulterior destino aprista y “velasquista”, de las
experiencias peronistas y democristianas? Nada de eso. Es el más lúcido y
penetrante análisis marxista revolucionario de las tendencias centrales del
movimiento histórico de las formaciones sociales latinoamericanas, lo que
esta notable formulación pone en evidencia, enfrentando al aprismo y, al
propio tiempo, haciendo el balance crítico de las implicaciones de la política de la III Internacional en el Asia, para América Latina, en plena Conferencia Comunista Latinoamericana de Buenos Aires, en 1929.
Señalando las diferencias específicas entre el papel del imperialismo
en Centroamérica y en Suramérica, y aludiendo implícitamente al problema del imperialismo en Asia, Mariátegui sostiene que para los países de
América del Sur, por su estructura y por su política, el imperialismo no
supone el mismo problema colonial que para los otros, y que en conse154. Ideología y política, pp. 92-93.
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cuencia no se trata aquí de una política de liberación nacional como interés percibido por la burguesía o la pequeña burguesía, y que justifique
aliarse y subordinarse a ella en la lucha revolucionaria.
Sitúa así, desde dentro de las determinaciones históricas concretas de
las formaciones sociales latinoamericanas del Sur, el papel político de las
burguesías nacionales respecto del imperialismo, y los límites inevitables
en la oposición pequeño burguesa al imperialismo, ciega para el contenido de clase de esta dominación.
A través de la crítica al APRA, Mariátegui se enfrenta a la línea política
central de la III Internacional stalinista, sosteniendo la inviabilidad histórica de una burguesía con sentido nacional y progresista: “Pretender que en
esta capa social prenda un sentimiento de nacionalismo revolucionario,
parecido al que en condiciones distintas representa un factor en la lucha
antimperialista en los países semicoloniales avasallados por el imperialismo, en los últimos decenios en Asia, sería un grave error”155. Y haciendo
explícita su crítica a la dirección de la Internacional, aclara: “Ya en nuestra
discusión con los dirigentes del aprismo, reprobando su tendencia a proponer a la América Latina un Kuo Min Tang, como modo de evitar la imitación europeísta y acomodar la acción revolucionaria a una apreciación
exacta de nuestra propia realidad, sosteníamos hace más de un año la siguiente tesis”156, la que alude a la importancia de los factores culturales, en
la común defensa, por parte de burgueses y trabajadores, de la nacionalidad avasallada en países donde dentro de una cultura común se diferencian las clases sociales y sus subculturas, al contrario de lo que ocurre en el
Perú y los países andinos, donde una oposición cultural agudiza el conflicto de clases y lleva a la burguesía a robustecer su identificación con los intereses extranjeros, con los cuales ya está asociado en la economía.
Contra la tesis aprista de la necesidad de la dirección de las clases medias en el frente revolucionario antimperialista, Mariátegui se apoya en la
experiencia mexicana reciente para demostrar la necesaria inconsecuencia del nacionalismo de la pequeña burguesía en la lucha contra el impe155. Ibid., pp. 85-86.
156. Ibid., p. 86.
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rialismo, porque en nuestros países, por sobre el problema nacional, “el
factor clasista es más decisivo, está más desarrollado” y “No hay razón
para recurrir a vagas fórmulas populistas tras de las cuales no pueden dejar de prosperar tendencias reaccionarias” como ocurrió en México157.
Porque, aclara Mariátegui, “¿qué cosa puede oponer a la penetración
capitalista la más demagógica pequeña burguesía? Nada, sino palabras.
Nada, sino una temporal borrachera nacionalista. El asalto del poder por
el antimperialismo, como movimiento demagógico populista, si fuese
posible, no representaría nunca la conquista del poder por las masas proletarias, por el socialismo. La revolución socialista encontraría su más encarnizado y peligroso enemigo –peligro por su confusionismo, por su demagogia– en la pequeña burguesía afirmada en el poder, ganado mediante
sus voces de orden”158.
De esa manera, desde dentro de las determinaciones históricas concretas, específicas, que mueven a las formaciones sociales latinoamericanas del Sur y del Norte, a partir del modo en que se implanta el capital
imperialista, en articulación con el precapital, y sobre la base de la previa historia colonial que escindió la cultura peruana y otras, en un conflicto cultural
radical, Mariátegui desoculta el papel ordenador del capital monopólico
imperialista, en la economía y en el contenido y orientación concreta de
los intereses y de los movimientos de las clases sociales, para demostrar la
incorrección científica y su correlato político oportunista, en toda política
que, como la del APRA y la de la dirección stalinista de la III Internacional,
pretenda apoyarse solamente en el problema nacional planteado por la
dominación imperialista, subordinando a ello el problema de clase.
EL CARÁCTER DE LA REVOLUCIÓN:
“SOCIALISMO INDOAMERICANO”
“La misma palabra Revolución, en esta América de las pequeñas revoluciones, se presta bastante al equívoco. Tenemos que reivindicarla rigurosa
e intransigentemente. Tenemos que restituirle su sentido estricto y cabal.
157. Ibid., p. 92.
158. Ibid., p. 91.
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La revolución latinoamericana, será, nada más y nada menos, que una etapa, una fase de la revolución mundial. Será simple y puramente, la revolución socialista. A esta palabra se puede agregar, según los casos, todos los
adjetivos que queráis: ‘antimperialista’, ‘agrarista’, ‘nacionalista-revolucionaria’. El socialismo los supone, los antecede, los abarca a todos”159.
Esta rotunda afirmación que Mariátegui estampa en el editorial de la
nueva etapa de Amauta al romper con el APRA, en 1928, destaca dos de los
elementos cruciales de la concepción política de su madurez. En primer
término, acorde con su enfoque de que el orden capitalista es una totalidad, toda revolución socialista en cualquiera de sus partes, es parte de la
revolución mundial contra el capitalismo, y no se enclaustra en una remisión solamente a los problemas internos de un país. En algún sentido, anticipa lo que, acaso, habría sido su posición sobre el “socialismo en un solo
país”, que en ese momento estaba ya en el aire. En segundo lugar, como
toda revolución profunda y genuina, la de América Latina no puede sino
estar destinada, en primer término, a dar cuenta y a resolver los problemas
específicos de su realidad, en el momento y en el contexto concreto en que
tiene lugar. De allí, la referencia al problema antimperialista, como solución de clase del problema nacional, y al problema agrario, que tal como
ya lo establecía en sus 7 ensayos, aparece como el problema medular del
período y no puede tener solución efectiva sino dentro del desarrollo de
una transición socialista. El socialismo latinoamericano “supone” la solución de esos problemas, porque sólo en él son “abarcados” realmente, y
por ello es la perspectiva estratégica de la revolución socialista y no de
otra, la que está antes de todo, la que “antecede” a todo.
Ambos elementos son reiterados, un año después en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana de Buenos Aires: “En conclusión,
somos antimperialistas porque somos marxistas, porque somos revolucionarios, porque oponemos al capitalismo el socialismo como sistema
antagónico llamado a sucederlo, porque en la lucha contra los imperialismos extranjeros cumplimos nuestros deberes de solidaridad con las masas revolucionarias de Europa”160.
159. Ibid., pp. 247-248.
160. Ibid., p. 95.
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Más cerca de Perón y de Haya que de Marx, Ramos comenta este texto: “cada palabra es un error”, sostiene en su confusión161, plegándose a la
acusación aprista acerca del europeísmo de Mariátegui. Y, a su turno, los
jefes del Partido Comunista Peruano, no ocultan su esfuerzo por encajar a
Mariátegui la idea de una revolución en dos etapas, contra las explícitas
afirmaciones de su “guía”162, para oponerse a esa misma acusación.
Mariátegui continúa enfrentando, hoy, el nacionalismo democrático
burgués y pequeño burgués y, al mismo tiempo, el oportunismo reformista-burocrático del movimiento comunista oficial.
En ese momento, Haya y los apristas sostenían que el único modo de
rescatar la realidad específica de América Latina en una estrategia revolucionaria, era basarse en el problema nacional y no en el problema de clase
para enfrentar al imperialismo. La revolución era en su carácter esencial y
específico, una revolución antimperialista en ese sentido. Sólo un Estado
antimperialista, fundado en una alianza nacional de clases nacionalistas,
podía resolver al mismo tiempo las dos cuestiones de fondo: la necesidad
del capital, que tal Estado podía controlar en beneficio del desarrollo nacional; y la emancipación nacional, al producir la integración nacional y
liberarla de la dominación imperialista. Además, esa perspectiva estratégica era la única que permitiría el siguiente paso al socialismo. A su modo,
Haya se plegaba, en el fondo, a la tesis de las dos etapas de la revolución y
a la del carácter antifeudal y antimperialista de su primera etapa, por lo
cual ésta tenía que estar bajo la dirección de las clases medias y sostener el
capital163.
De su lado, la dirección de la III Internacional, equipada con las tesis
sobre la Cuestión China, de Stalin, había puesto en práctica de modo consistente una política no muy distinta en la fundamental. Y antes de 1930,
aun después del fracaso de esa experiencia china, estaba aún empeñada en
la orientación antimperialista y no socialista en América Latina, organi161. Jorge Abelardo Ramos, “La discusión sobre Mariátegui”, en El marxismo latinoamericano de Mariátegui, ya citado, p. 157.
162. Jorge de Prado, op. cit.; y José Martínez, op. cit.
163. Haya de la Torre, Sobre el papel de las clases medias, Obras completas, t. 1, pp. 171-175;
El antimperialismo y el APRA, ya citado.
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zando las Ligas Antimperialistas, aunque inmediatamente después, en
plena crisis internacional del 30, viraría intempestivamente hacia una política ultraizquierdista, cuyas primeras puntas estaban ya en el debate de la
Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, de junio de 1929.
Mariátegui se enfrentaba, pues, a ambas direcciones, cuando en su
texto presentado a esa Conferencia y que no fue aprobado, declara: “El
antimperialismo, para nosotros, no constituye, ni puede constituir, por sí
solo un programa político, un movimiento de masas apto para la conquista del poder. El antimperialismo, admitido que pudiese movilizar al lado
de las masas obreras y campesinas, a la burguesía y a la pequeña burguesía
nacionalistas (ya hemos negado terminantemente esta posibilidad) no
anula el antagonismo entre las clases, no suprime su diferencia de intereses”164, reclamando una estrategia socialista.
En América Latina, insiste Mariátegui, esa línea es inconducente a la
revolución de los explotados. América Latina no es Asia, y sólo los países
centroamericanos pueden aquí ser escenario de una estrategia revolucionaria de “liberación nacional” sin, al mismo tiempo, liberación de clase.
En el resto, “el factor clasista es más decisivo” por el carácter del desarrollo capitalista y de la dominación nacional imperialista.
Varias décadas después, en combate con su propia y específica realidad, Amílcar Cabral descubrirá exactamente lo mismo: “Una de las distinciones importantes entre la situación colonial y neocolonial reside en
las perspectivas de la lucha. En el caso colonial (en el que la “Nación-Clase”
combate contra las fuerzas de represión de la burguesía del país colonizador) puede conducir, al menos en apariencia, a una solución nacionalista
(revolución nacional): la Nación conquista su independencia y adopta, en
hipótesis, la estructura económica que más le conviene. El caso neocolonial (en que las clases trabajadoras y sus aliados, luchan simultáneamente
contra la burguesía imperialista y la clase dirigente nativa) no se resuelve
por una solución nacionalista; exige la destrucción de la estructura capitalista implantada por el imperialismo en el territorio nacional, y postula
justamente una solución socialista. Esta distinción resulta principalmen164. Ideología y política, p. 90.
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te, de la diferencia de nivel de las fuerzas productivas en los dos casos, y de
la consiguiente agravación de la lucha de clases”165.
Empero, ¿de qué socialismo hablaba Mariátegui? Los apristas habían
difundido contra él la acusación de europeísta, porque postulaba una solución socialista de los problemas peruanos y latinoamericanos, lo que, en
opinión de Haya y sus seguidores, equivalía a tratar la realidad latinoamericana como si fuera de la Europa, donde el capitalismo estaba ya plenamente establecido y el proletariado era una clase numerosa y madura, apta
para dirigir el proceso de una revolución socialista, mientras que en América Latina, la nacionalidad estaba aún en formación, la feudalidad era
dominante, el capitalismo estaba “en su primera fase”, y el proletariado
era una clase en incipiente constitución. Por ello los apristas reclamaban
un amplio frente social y político dirigido por las clases medias, para contender con esa realidad y resolver aquellos problemas, tal como la experiencia mexicana y china demostraban como la más viable alternativa.
Una visión superficial y parcelaria de la realidad, daba a esa prédica aprista una persuasiva apariencia de realismo.
El propio Mariátegui, antes de 1927, había expresado con frecuencia
su apoyo y su esperanza en los procesos de México y de China, donde las
corrientes y organizaciones socialistas combatían bajo la dirección de la
burguesía y pequeña burguesía nacionalistas y revolucionarias. Pero, de
un lado, su propia investigación de la realidad latinoamericana bajo la dominación imperialista, con sus específicos rasgos, era ya una base teórica
cuyo desarrollo y depuración sistemática conducía a una opción diferente. Y, de otro lado, la orientación que comenzaba a tomar el proceso mexicano, y la desastrosa experiencia del Kuo Min Tang chino y de la política
allí seguida por la III Internacional, se constituían como lecciones que en
convergencia con su propio enfoque de la situación latinoamericana, reforzaban su opción socialista revolucionaria.
Él no podía, sin embargo, desconocer que la visión aprista de la realidad latinoamericana no era descaminada en todas y cada una de sus partes, aunque las bases de esa visión fueran radicalmente equivocadas. En
165. Amílcar Cabral, “L’Arme de la Téorie”, Partisans, No 6-7, 1966.
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efecto, aunque moviéndose dentro una tendencia de creciente subordinación a la hegemonía del capital, los rezagos serviles y semiserviles aprisionaban aún a una inmensa mayoría de la población trabajadora, situando el
problema agrario y campesino en una perspectiva totalmente diferente de
la europea. Los terratenientes gamonales tenían una presencia muy grande en el orden político, no solamente en el caciquismo local, sino en el
seno del propio Estado central. El proletariado era realmente una minoría, y aunque de extraordinaria combatividad y militancia, su educación
socialista y su organización política no hacían más que comenzar, principalmente bajo la acción del propio Mariátegui. Y estaba también allí el
problema nacional, en su doble dimensión: la dominación imperialista y
la desintegración social y política interna.
No obstante, su investigación demostraba que no había, ni podría haber más adelante, una clase burguesa nacionalista con interés y con capacidad de disputar revolucionariamente a la burguesía imperialista el dominio nacional. Y que, aun cuando bajo determinadas condiciones no
existentes en el Perú y en la mayor parte de América Latina, eso pudiera
ocurrir, México y China demostraban los límites cortos de una política
puramente nacionalista y democrática, que no incluyera desde la partida
la posibilidad de destrucción del capital como tal. Aunque la pequeña
burguesía podía llegar más lejos en su verbalismo, en la práctica no iba
tampoco más allá del capitalismo nacional. Y en esa medida, todos los
problemas de fondo, nacionales y sociales, no quedaban resueltos, ni siquiera dentro de los límites de resolución que el propio capitalismo moderno permitía. En la era del imperialismo, la generalización y desarrollo
del capitalismo en nuestros países, no podía implicar sino la modificación
de los términos de la dominación, pero al mismo tiempo su ampliación y
su profundización. Esas eran las conclusiones presentadas en Punto de
vista antimperialista y en El problema de las razas en América Latina, a la
Conferencia Comunista de Buenos Aires.
Por todo ello, Mariátegui levanta contra el nacionalismo aprista, el
socialismo, pero, al mismo tiempo, la orientación oficial de la III Internacional, tras el fracaso de su política en China, iniciaba un viraje hacia una
política de la cual las alianzas con los movimientos nacionalistas pequeño
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burgueses serán excluidas, el lugar acordado a los problemas sociales del
campesinado antes, será sustituido por los problemas nacionales supuestos de esas masas, como bases de una política que con el nombre de proletaria era, en el fondo, obrerista y burocrática. Las primeras puntas de ese
viraje están ya activas en el debate de Buenos Aires, en 1929, y se harán
predominantes luego, hasta mediados de los años treinta. Y, frente a esas
opciones, Mariátegui levanta como la opción revolucionaria que nace de
la realidad concreta, lo que él denomina el “socialismo indoamericano”.
“Profesamos abiertamente el concepto de que nos toca crear el socialismo indo-americano, de que nada es tan absurdo como copiar literalmente fórmulas europeas, de que nuestra praxis debe corresponder a la
realidad que tenemos delante”, afirma Mariátegui ya en 1928, en una carta
escrita a los grupos del APRA en el exilio, definiendo posiciones con
Haya166. Y el mismo año, al presentar la nueva etapa de Amauta ya desprendida del APRA y definida como socialista, reitera: “No queremos,
ciertamente, que el socialismo sea en América ni calco ni copia. Debe ser
creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en
nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano. He ahí una misión
digna de una generación nueva”167.
¿Cómo concebía Mariátegui el “socialismo indoamericano”?
EL DEBATE DE BUENOS AIRES:
CARÁCTER DEL PARTIDO Y DEL PROGRAMA
El Secretariado Latino de la III Internacional, ya desde 1927, había urgido
al grupo de Mariátegui en Lima a organizar inmediatamente un Partido
Comunista, integrante de la Internacional, para oponerse a la influencia
aprista entre los obreros, una vez que se produjo la ruptura entre la Internacional y el APRA en el Congreso Antimperialista de Bruselas168.
No obstante, Mariátegui y su grupo demoraron un año, antes de decidir la organización de un partido diferente del APRA, y, significativamente,
166. Martínez de la Torre, op. cit., t. II, p. 300.
167. Ideología y política, pp. 246-253.
168. Martínez de la Torre, op. cit., pp. 392-396.
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al hacerlo, acordaron fundar no un partido comunista, sino el Partido Socialista del Perú, cuyo Comité Organizador quedó constituido el 7 de octubre de 1928, con Mariátegui como su secretario general. El año previo
transcurrió entre la activa correspondencia del debate interno del APRA, y
la maduración y depuración del pensamiento del propio Mariátegui.
La explicación de esa decisión, diferente de la que la III Internacional
recomendaba con apremio, se encuentra en los textos preparatorios para
el programa del Partido Socialista del Perú, y en los documentos enviados
a la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana (El problema de las
razas en América Latina y Punto de vista antimperialista) en junio de 1929,
en Buenos Aires, y en el debate que sobre ellos y el carácter del partido y
del programa se suscitó en esa reunión, entre la dirección latinoamericana
de la Internacional y la delegación enviada por Mariátegui y su Partido
Socialista del Perú.
En los documentos de la fundación del Partido Socialista y de la elaboración de su programa, el partido es definido con un doble carácter: de
un lado, sus bases sociales son las masas obreras y el campesinado; de otro
lado, su dirección es proletaria169.
“La organización de los obreros y campesinos, con carácter netamente clasista, constituye el objeto de nuestro esfuerzo y nuestra propaganda
y la base de la lucha contra el imperialismo extranjero y la burguesía nacional”, reza el artículo primero del documento de fundación. Y más adelante, en el artículo 3, se reitera y precisa: “La lucha política exige la creación
de un partido de clase, en cuya formación y orientamiento se esforzará tenazmente por hacer prevalecer sus puntos de vista revolucionarios clasistas. De acuerdo con las condiciones concretas actuales del Perú, el Comité
concurrirá a la constitución de un partido socialista, basado en las masas
obreras y campesinas organizadas”.
Y, de su lado, el documento preparatorio del programa del partido, se
abre con una declaración doctrinal según la cual, reconociendo el carácter
internacional de la economía y el del movimiento revolucionario del proletariado, “el Partido Socialista adapta su praxis a las circunstancias concre169. Op. cit., pp. 397-402.
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tas del país; pero obedece a una amplia visión de clase y las mismas circunstancias nacionales están subordinadas al ritmo de la historia mundial”.
Reiterando su concepción del imperialismo, en una ajustada línea leninista, Mariátegui afirma que “La praxis del socialismo marxista en este
período es la del marxismo-leninismo. El marxismo-leninismo es el método revolucionario de la etapa del imperialismo y de los monopolios. El
Partido Socialista del Perú lo adopta como su método de lucha”.
Con ese método marxista-leninista en el análisis de la realidad peruana, Mariátegui descubre que “bajo el régimen burgués enfeudado a los
intereses imperialistas, coludido con la feudalidad gamonalista y clerical,
y las taras y rezagos de la feudalidad colonial”, no es posible la solución de
los problemas sociales ni de los problemas nacionales del país. “La emancipación de la economía del país es posible únicamente por la acción de las
masas proletarias, solidarias con la lucha antimperialista mundial. Sólo la
acción proletaria puede estimular primero y realizar después las tareas de
la revolución democrático-burguesa que el régimen burgués es incompetente para desarrollar y cumplir”.
Casi medio siglo después, los jefes del actual Partido Comunista Peruano, han hecho el esfuerzo de encontrar en ese último párrafo la justificación de su propia tesis de las dos etapas separadas de un proceso revolucionario conducente al socialismo170. Pero no advierten la contradicción
que eso significa con la contraposición que Mariátegui establece entre la
necesidad de resolver las “tareas democrático-burguesas”, y la incapacidad estructural del “régimen burgués”, para cumplirlas.
Pero el movimiento del razonamiento mariateguiano se precisa en seguida: “El socialismo encuentra lo mismo en la subsistencia de las comunidades que en las grandes empresas agrícolas, los elementos de una solución socialista de la cuestión agraria, solución que tolerará en parte la
explotación de la tierra por los pequeños agricultores ahí donde el yanaconazgo o la pequeña propiedad recomiendan dejar a la gestión individual, en tanto que se avanza en la gestión colectiva de la agricultura, las
zonas donde ese género de explotación prevalece. Pero esto, lo mismo
170. Del Prado, op. cit.; José Martínez, op. cit.
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que el estímulo que se preste al libre resurgimiento del pueblo indígena, a
la manifestación creadora de sus fuerzas y espíritu nativos, no significa en
lo absoluto una romántica y antihistórica tendencia de reconstrucción o
resurrección del socialismo incaico, que correspondió a condiciones históricas completamente superadas y del cual sólo quedan como factor
aprovechable, dentro de una técnica de producción perfectamente científica, los hábitos de cooperación y de socialismo de los campesinos indígenas. El socialismo presupone la técnica, la ciencia, la etapa capitalistas; y
no puede importar el menor retroceso en la adquisición de las conquistas
de la civilización moderna, sino por lo contrario la máxima y metódica
aceleración de la incorporación de esas conquistas en la vida nacional”.
Y más adelante: “Cumplida su etapa democrático-burguesa, la revolución deviene en sus objetivos y en su doctrina revolución proletaria. El
partido del proletariado, capacitado por la lucha para el ejercicio del poder y el desarrollo de su propio programa, realiza en esa etapa las tareas de
la organización y defensa del orden socialista”.
No hay información disponible acerca del conocimiento o no, que
Mariátegui podía haber tenido de las Tesis de Abril, de Lenin, o del debate acerca de la revolución permanente. Por eso mismo, lo que es notable
en el despliegue del razonamiento mariateguiano, es la nitidez de su concepción acerca del proceso de la revolución socialista como una transición. Esto es, durante la cual se articulan de modo necesario las tareas y los
problemas que corresponden a la revolución democrática que la burguesía ya es inapta para realizar bajo su dominio, y los que corresponden al
socialismo, como socialización de los recursos de producción y de la apropiación de los productos, una vez que las masas logran levantar como Estado sus organizaciones de poder, en todo tipo de formación social donde
el capital se presente aún articulado con el pre-capital, pero ya bajo su hegemónico dominio. Y, precisamente, el descubrimiento sustantivo de
Mariátegui, al investigar las modalidades específicas de implantación del
capital monopolista y sus implicaciones sobre los intereses y el movimiento de las clases sociales, en el Perú, era lo que conducía a considerar o interpretar la formación social peruana en ese específico sentido.
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Y no se trata, como puede apreciarse de sus textos, de una idea simplista de proceso “ininterrumpido”, como hoy se estila decir, entre una
etapa democrático-burguesa diferenciada y separada y previa a una etapa
socialista. Cuando Mariátegui señala que “cumplida su etapa democrático-burguesa, la revolución deviene en sus objetivos y en su doctrina revolución proletaria”, se cuida bien de precisar en seguida: “En esa etapa (el
partido del proletariado) realiza las tareas de organización y defensa del
orden socialista”.
En otros términos, al mismo tiempo en que están llevándose a cabo las
“tareas” democrático-burguesas, están ya en curso las tareas específicamente socialistas, dentro de un mismo y único proceso, durante el cual ese
proceso va depurándose en su contenido de clase, “deviene” proletaria
conforme madura la transición. Así, las “tareas democrático-burguesas”
asumen, desde la partida, en el proceso, un sentido tendencial no burgués, pues están enmarcadas y condicionadas por el carácter socialista del
proceso global.
Por eso y para eso, la dirección proletaria de la revolución es la piedra
de toque. Y ello sólo puede ser asegurado por un partido cuya dirección
sea proletaria. Pero, en las condiciones concretas del Perú, señala Mariátegui, eso no supone un partido obrero, sino uno de base social más amplia, y en el caso peruano, obrera y campesina fundamentalmente. Es, por
lo tanto, el carácter de clase de su línea política estratégica, de su dirección
(no sólo de sus dirigentes), lo que define el carácter de clase del partido.
¿Qué tipo de poder político, cuál estructura de Estado, implica esa
revolución, ese “socialismo indoamericano”? Mariátegui no tuvo tiempo
de desarrollar su teoría hasta lograr una respuesta precisa. Pero el movimiento de su razonamiento, el carácter del partido y de la revolución,
apuntan evidentemente a un poder de las masas explotadas todas, bajo la
dirección del proletariado; es decir, de una línea proletaria de dirección.
En las condiciones peruanas de la época, la gran mayoría de las masas explotadas eran aún campesinas, y la clase obrera una reducida minoría. En
tales condiciones, la dictadura del proletariado es, al comienzo, la dirección proletaria de un poder estatal de base social más amplia, donde el
campesinado tiene un lugar fundamental. Pero, en su “devenir” va depu7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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rándose, convirtiéndose en sus objetivos y en su programa, proletaria
cada vez más. Es decir, el carácter de clase del Estado revolucionario va
depurándose en un sentido de acentuación del carácter proletario del poder, conforme va depurándose la estructura social básica de la sociedad en
la transición socialista.
Ese concepto de la dictadura del proletariado, ya había sido enfatizado por Lenin en el II Congreso de la III Internacional, en el debate con N.
Roy, y en un sentido claro está implicado ya en el proceso de la propia
Revolución Rusa, como el mismo Lenin lo esclarece en su polémica con
Kautsky, en La Revolución proletaria y el renegado Kautsky, que Mariátegui ciertamente conocía.
Era exactamente el mismo momento en el cual Mao recogía críticamente la experiencia de la revolución china hasta 1927, a partir de su célebre Informe sobre la encuesta en Hunan. El desarrollo de la reflexión de
Mao, lo lleva a caracterizar la revolución china en esa etapa, como “antimperialista y antifeudal”, es decir, nacional y democrática. Pero su realización ya no puede ser la obra de la burguesía, sino la de un amplio movimiento de masas, donde el campesinado, por su volumen y su lugar en la
sociedad china, desempeñaría un rol fundamental, pero bajo la dirección
del proletariado. Y también en Mao, dadas esas condiciones de la sociedad china, esa dirección proletaria no era concebida tanto como la dirección física de la clase obrera china, minoritaria y diezmada bajo la represión de Kuo Min Tang, sino la de una línea política que asume los intereses
del proletariado chino e internacional, en el partido comunista. Única garantía de que la revolución comenzada de ese modo, se desenvolviera sin
interrupción hacia el socialismo. Mao llamó a ese proceso como algo sui
generis, una “nueva democracia”171, fase de transición al socialismo. El
paralelo con el razonamiento de Mariátegui señala las convergencias y las
171. Mao Tse-tung, La Nouvelle Démocratie, Paris, Editions Sociales, 1951. Acerca del
debate sobre los problemas de la revolución china, véase también de Stalin, Obras, v. 9,
Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1954, pp. 209 y ss. y v. 10, pp. 10-39; de Trotsky, León Trotsky en China, Nueva York, Monad Press, 1976; de Stuart Schram, The Political Thought of Mao Tse-tung, London, Pall Mall Press, 1964; Helene Carrere d’Encausse
et Stuart Schram, Le Marxisme et l’Asie, Armand Colin, 1965; y de Garaudy, op. cit.
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diferencias de fondo. Es Mariátegui que alcanza una precisión teórica más
limpia e históricamente verificada. La propia revolución china, tras la
conquista del poder por el Partido Comunista bajo la dirección de Mao, es
una demostración de ello: combinación, desde la partida, de las tareas democráticas y las socialistas, inclusive en el campo. Así, las tareas democráticas son “nuevas”, sui generis, esto es, no propiamente burguesas, porque
hacen parte de un proceso global de contenido tendencialmente socialista
en el largo plazo, y ya parcialmente socialista en el corto.
La delegación enviada por Mariátegui y el Partido Socialista del Perú,
a la Primera Conferencia de los Partidos Comunistas de América Latina,
de Buenos Aires, llevaba esa perspectiva estratégica sobre la revolución
peruana y latinoamericana. Los dos textos centrales que esa delegación
llevaba, fueron escritos por Mariátegui: El problema de las razas en América Latina y Punto de vista antimperialista, además de los documentos sobre el Partido Socialista del Perú.
La dirección oficial de la III Internacional en esa Conferencia, debatió
y criticó con dureza esos planteamientos, y no fue aprobado el documento
principal, Punto de vista antimperialista172.
Frente a la posición mariateguiana de que el problema del campesinado indígena era de carácter económico-social y político (servidumbre y
semiservidumbre, caciquismo gamonal, bajo dominio imperialista), Codovilla y otros respondieron con el planteamiento de la “autodeterminación nacional” de los campesinos quechuas y aymaras. Así, ofrecían al
campesinado una salida “nacional”, y los problemas de su explotación de
clase le eran escamoteados.
Frente al planteamiento mariateguiano sobre el carácter del partido,
como organización política de base social obrera y campesina, bajo dirección política proletaria, la dirección oficial de la III Internacional staliniana, insiste en el carácter obrero del partido, pues según ellos es en la composición social, ante todo, donde reside el carácter proletario del partido.
Frente al problema del carácter de clase de la revolución, esa dirección insiste en lo “antimperialista y antifeudal”. No obstante, contra Ma172. Martínez de la Torre, op. cit., pp. 402-485.
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riátegui, se opone a toda táctica de alianzas con los movimientos nacionalista-democráticos pequeño-burgueses, como el APRA, apelando a la experiencia china.
Sin embargo, el Partido Socialista del Perú logró mantenerse, aunque
en una posición especial, dentro de la III Internacional. Pero, apenas
muerto Mariátegui, la III Internacional envió al grupo dirigente de ese
partido, un largo documento173, en el cual se reiteran las tesis oficiales de
esa dirección internacional, y se urge a cambiar el nombre del partido por
el Partido Comunista Peruano y a someterse a la disciplina de la III Internacional.
Coincidiendo con ello, llega a Lima Eudocio Ravines, miembro importante de la dirección latinoamericana de la Internacional stalinista, y
en el debate con la dirección del Partido Socialista del Perú, logra imponer las directivas de la Internacional. En la reunión del 20 de mayo de
1930, y tras la separación de algunos miembros de la dirección del Partido
Socialista, y con la oposición de Martínez de la Torre, quien defendía las
posiciones de Mariátegui, habiendo sido su más cercano colaborador antes de su muerte, el partido se convierte en el Partido Comunista Peruano,
miembro de la III Internacional. Martínez de la Torre renunciaría después174.
Eudocio Ravines, elegido secretario general del Partido Comunista
peruano, asume inmediatamente la tarea de “liquidación del Amautismo”175, esto es, la ideología mariateguiana. No muchos años después, Ravines pasaría con armas y bagajes al servicio del imperialismo y de la fracción más reaccionaria de la burguesía peruana.
En la crisis política que estallaba en el Perú en ese preciso momento,
173. Ibid., pp. 497-508.
174. Ibid., pp. 508-519.
175. En la sesión del 20 de septiembre de 1962, en la Cámara de Diputados del Perú, Sandro Mariátegui, hijo mayor de José Carlos y en ese momento diputado del partido Acción
Popular, de Belaúnde, tras declarar que “me molesta que el nombre de mi padre se mencione en un debate de carácter político” (!), afirmó que Eudocio Ravines “alentaba a sus
huestes” con el slogan de “Hay que liquidar el amautismo”. Citado en Sánchez, op. cit., p.
190. También Romualdo Valle, en su “Prólogo” a figuras y aspectos de la vida mundial (v.
17, OC), consigna que “Hay que acabar con el amautismo” era el slogan de Ravines, op.
cit., p. 12.
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gran parte de las capas medias y populares eran organizadas y lideradas
por el APRA y por Haya de la Torre, orientándose hacia un nacionalismo
democrático radical. De su lado, los sindicatos obreros urbanos y mineros, agrupados en la Confederación General de Trabajadores, fundada
por Mariátegui, pasaron a ser dirigidos por el Partido Comunista. Dieron
una heroica lucha, bajo la represión más severa, contra la dictadura oligárquico-militar. Pero la dirección de la III Internacional estaba ya, en ese
momento, en pleno curso de su período ultraizquierdista, que duraría
hasta mediados de esa década. Bajo su disciplina, el Partido Comunista
peruano, condenaba al APRA como fascista, rechazando de ese modo
toda convergencia táctica con el más importante movimiento de masas
bajo orientación “antimperialista y antifeudal”, de las capas medias. Llamaba a los campesinos a luchar por la “autodeterminación de las nacionalidades quechua y aymara”, más bien que por la tierra y la liquidación del
latifundio y la servidumbre. Y por todo ello, el heroico movimiento obrero dirigido por el partido, fue quedando aislado políticamente, lo mismo
que el movimiento popular democrático-nacionalista dirigido por el
APRA, facilitándose así la represión y la derrota de ambos movimientos.
Tras esa derrota, el campo para el enraizamiento de la influencia
aprista en el seno de las masas populares del Perú, incluidas las masas
obreras hasta entonces dirigidas hacia el socialismo, quedaba pavimentado por un largo período. Por su parte, la dictadura militar oligárquica, logró la destrucción de la Confederación General de Trabajadores, ilegalizando todo el movimiento sindical y político de las masas.
Pasada esa etapa ultraizquierdista de la III Internacional staliniana,
ésta amparó en América Latina el predominio ideológico del “browderismo” (Earl Browder era el líder del Partido Comunista de los Estados
Unidos), que significó la aplicación mecánica, y en el caso peruano reaccionaria, de una política destinada a la colaboración con las burguesías
nacionales y progresistas (que eran, según Mariátegui, inexistentes e inviables en el Perú), en una línea “antimperialista y antifeudal” y para una
estrategia revolucionaria en dos etapas. La ya dudosa táctica de los “frentes populares” en Europa, encontraba así en América Latina una corres-
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pondencia política que, en el caso peruano, tenía casi nada en común con
el pensamiento de Mariátegui y con la realidad.
Inútil ejercitarse en el “ifismo”, preguntándose cuál habría sido la posición y la práctica políticas de Mariátegui frente a esos vaivenes de la línea
general de esa Internacional. En China, Mao siguió, con éxito, una conducta pragmática: pertenencia y autonomía, en la III Internacional bajo
Stalin.
ESCRITURA Y CRÍTICA LITERARIA EN MARIÁTEGUI
Yo no tengo competencia para discutir con profundidad y acaso ni siquiera con propiedad, este tema. Sólo quiero apuntar un par de ideas.
La primera, es que Mariátegui, con Vallejo y Eguren, es uno de los tres
más importantes escritores del movimiento que se inicia bajo el estímulo y
la obra de Valdelomar, en el Perú. A Vallejo y a Eguren, lo emparenta la
tensión metafísica de su visión personal de la historia176, presente en la escritura mariateguiana, a través de esa particular intensidad emocional registrable en la nerviosa concisión de la frase. Y que, se me ocurre, no puede ser atribuida únicamente a su largo ejercicio de periodista, ni puede ser
calibrada solamente como un atuendo técnico externo, en quien sostenía
que era el espíritu y no la técnica meramente lo que expresa los cambios en
la sensibilidad estética de un período. Y aunque hoy su lenguaje ha envejecido en parte, esa intensidad emocional de agonista, la concisión de la
frase, la economía de palabras de su escritura, mantienen vigentes la modernidad actual de su prosa.
La segunda, es que la postura estética que se va elaborando en sus
muy numerosos artículos y ensayos de crítica literaria, puede ser mirada
en dos planos. Uno, referido a sus juicios sobre el proceso de la literatura
peruana, contenidos en sus 7 ensayos. En ellos, Mariátegui aparece inten176. Mariátegui sostiene que: “mi concepción estética se unimisma, en la intimidad de mi
conciencia, con mis convicciones morales, políticas y religiosas, y que, sin dejar de ser
concepción estrictamente estética, no puede operar independientemente o diversamente”, 7 ensayos, p. 182.
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tando menos un enfoque clasista del fenómeno literario, que empeñado
en acelerar y ampliar la emancipación de la producción literaria peruana
de su tiempo, del andamiaje mental oligárquico y colonialista. Inclusive su
esbozo de periodización del proceso literario peruano, en colonial, cosmopolita y nacional, y no en períodos marcados por regímenes de clase,
así lo demuestran. En ese sentido, la posición de Mariátegui hace parte de
un movimiento ideológico nacionalista-democrático, en cuyo seno surge
la estética que ha dominado la crítica y la historia literarias del Perú, desde
los años 20 de este siglo, como lo apunta Mirko Lauer177, al iniciar el enjuiciamiento de la obra histórica y crítica de Luis Alberto Sánchez, la principal de todo este período.
El otro, concierne al parentesco de la obra crítico-literaria de Mariátegui, con las posiciones antiburguesas y antiburocráticas surgidas en el
debate posterior al dominio danoviano del “realismo socialista”. En particular, con el “realismo crítico” lukacsiano178, y la más reciente, anticipada
en mucho por la obra de Mariátegui, discusión sobre lo “real maravilloso”
o “realismo mágico”, tan actual en la crítica y la producción literaria narrativa de América Latina, y de la cual García Márquez, Carpentier, Rulfo o
Arguedas, suelen ser considerados como principales exponentes.
Contra lo colonial y lo oligárquico en el Perú, Mariátegui opuso el
cosmopolitismo, el regionalismo y el indigenismo, en busca de la afirmación del carácter nacional de nuestra literatura. Contra lo burgués en Europa (lo burocrático estaba aún en brote no percibido), opuso el realismo
como antídoto del encubrimiento; pero, al mismo tiempo, contra el realismo chato de la literatura burguesa y populista, sostuvo la libertad imaginativa. Lo “real maravilloso”, como camino al descubrimiento de la realidad global más profunda. El “realismo crítico”, como desocultamiento de
la dominación dentro de esa realidad.
Antena universal y creadora, para él la información abierta, la crítica y
la libertad estéticas son los alimentos de un arte de vanguardia. Sin perder
177. Mirko Lauer, Luis Alberto Sánchez. Notas sobre el pensamiento burgués en la crítica
literaria peruana, Lima, 1978 (mimeo).
178. Véase de Georges Lukács, La Signification Présente du Realisme Critique, Paris, Gallimard, 1960.
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de vista que en todo nacimiento magmático son numerosos los riesgos de
impurezas y desorientaciones, defendió enfáticamente la libertad de experimentación artística y literaria, a condición de su autenticidad, de que
no se encerrara en un formalismo tecnicista o en la pura negación. Y contra las fáciles tentaciones de encasillar la perspectiva de una clase revolucionaria en la cultura, dentro de los cortos moldes de un régimen político
determinado o en el dudoso gusto de una burocracia, se apoyó en una
perspectiva histórica de largo plazo y en la fecundidad creadora de las
masas en el movimiento de la historia.
Por todo ello, también en este terreno, Mariátegui es una fuente necesaria para el actual debate sobre estas cuestiones en América Latina179.
A PARTIR DE MARIÁTEGUI
A casi ya cincuenta años de su muerte, Mariátegui sigue siendo la experiencia intelectual fundamental del Perú del siglo XX.
Hoy día, en el Perú y en América Latina toda, con la solitaria excepción de Cuba, el capitalismo y a través de éste la dominación imperialista
se han generalizado y profundizado. El proletariado está pasando plenamente al primer plano del escenario político, conquistando la dirección
179. No obstante que en la obra publicada de Mariátegui, cerca de un cuarenta por ciento
está dedicado a la crítica literaria y a la reflexión sobre las relaciones entre sociedad y literatura, este aspecto de su labor es, en general, poco conocido y estudiado. La gran atención que prestó a esos problemas, muestra que no se trata sólo de un tributo a sus inclinaciones literarias, sino de su convicción sobre la importancia política de primer orden que
esos problemas tienen, en la lucha ideológica por el surgimiento de una cultura nueva en
el curso de la revolución socialista. En ese sentido, su obra se asemeja a la de Trotsky, crítico literario y teórico de la crítica literaria, cuya orientación siguió Mariátegui, y se emparenta con la visión gramsciana del lugar de estas cuestiones en la lucha revolucionaria.
Aparte de las referencias que se encuentran en muchas de las historias literarias de América Hispana, como las de Bazin, Henríquez Ureña, Zum Felde, Anderson Imbert, el único estudio específico que conozco es el de Yerko Moretic, José Carlos Mariátegui. Su vida
e ideario. Su concepción del realismo, Santiago, Chile, 1970. Véase Partes III y IV. También hay indicaciones útiles en Dessau, op. cit., que lo considera “fundador de la ciencia
literaria marxista en América Latina”. Puede verse también, de Augusto Tamayo Vargas,
“El proceso de la literatura”, Presencia y proyección de los 7 ensayos, Lima, Editorial
Amauta, 1976.
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de las masas explotadas. Bajo su influencia, una nueva inteligencia revolucionaria pugna por liberarse de las apariencias realistas de las quimeras
desarrollistas burguesas y pequeño-burguesas, y de sus andaderas neopositivistas, así como del reformismo obrero-burocrático internacionalmente en crisis.
Lo que Mariátegui alcanzó a descubrir como tendencias profundas
del movimiento histórico de nuestras formaciones sociales, es ahora una
situación consolidada. Históricamente victorioso de su combate contra el
ambiguo nacionalismo democrático aprista y contra el dogmatismo oportunista de la dirección stalinista en la III Internacional, el tiempo de Mariátegui es hoy más presente que nunca y más fecunda su voz.
El proletariado peruano puede enorgullecerse legítimamente de haber nacido al socialismo revolucionario y de poder madurar, todavía, bajo las enseñanzas de un Amauta de esa talla, rescatando su primera y más
perdurable lección: conocer y transformar la realidad desde dentro de ella
misma. En este camino, el reencuentro con Mariátegui es un punto de partida.
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TREINTA AÑOS DESPUÉS: OTRO REENCUENTRO
Notas para otro debate
“JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI: reencuentro y debate”1 abrió las cuestiones principales sobre las cuales se ha concentrado en las últimas décadas
el debate sobre la obra mariateguiana. Esas cuestiones fueron producidas
confrontando a dos de las más profundas instancias de la crisis histórica
de la que no terminamos de salir.
En primer término, la crisis del “materialismo histórico”, como fue
denominada desde fines del siglo XIX la versión eurocentrista de la herencia intelectual y política de Marx. Dicha versión comenzó a ser producida con la hibridación de los elementos más eurocéntricos de aquella
herencia con el positivismo spenceriano, hegemónico en el pensamiento
liberal “progresista” en el tramonto entre los siglos XIX y XX y durante el
auge de la social-democracia en el movimiento socialista2. En el debate
respecto de ese positivismo dentro de la social-democracia, las fracciones
más críticas se orientaron hacia un cierto regreso al movimiento hegeliano, cuya perspectiva histórico-teleológica, implicada en la idea de un macro-sujeto histórico, permitía legitimar la perspectiva de evolucionismo
unilineal y unidireccional de la secuencia de los “modos de producción”.
Tras la imposición del despotismo burocrático en Rusia bajo el estalinis-
1. Fue escrito en 1978, a instancias de Ángel Rama, y se publicó en 1979, como prólogo a
la edición de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de esta colección en la
Biblioteca Ayacucho.
2. Ver de Theodore Shanin, The Late Marx, New York, Monthly Review Press, 1983.
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mo, desde mediados de los años 20 del siglo XX, esas hibridaciones fueron codificadas en un corpus sistémico, desnaturalizando las propuestas
teóricas de Marx –es decir, propuestas de una perspectiva de conocimiento, de cuestiones de indagación y de debate, un movimiento consistente y
al mismo tiempo heterogéneo de reflexión y de investigación– en una doctrina –esto es, un corpus de formulaciones sistémicamente organizadas
como definitivas e indiscutibles– que fue difundida como “el marxismo”
o más ceñidamente como “marxismo-leninismo”. Después de la Segunda
Guerra Mundial, esa doctrina fue sometida a una lectura estructuralista y
fue así administrada con sus manuales y cánones de procedimiento político, una suerte de “vulgata marxista”3 como fue nombrada por los críticos
del poder imperante y estudiosos radicales del legado de Marx y de la
historia de los movimientos de la sociedad.
Al comenzar el tramo final del siglo XX, los límites eurocéntricos del
“materialismo histórico”, o “marxismo-leninismo”, se hacían más perceptibles y aún más distorsionantes del conocimiento y de las prácticas políticas asociadas, cuanto más instrumentales para las necesidades tecnocráticas y políticas del despotismo burocrático que regía el llamado “campo
socialista”. De ese modo, el “materialismo histórico” se asociaba más cercana y profundamente a las tendencias de tecnocratización instrumental
del conjunto del eurocentrismo, precisamente en el mismo período en el
cual, en su condición de modo hegemónico de producción de subjetividad –imaginario, memoria histórica, conocimiento– dentro del patrón de
poder colonial /moderno y del capitalismo mundial en especial, asociaba
sus tendencias a las nuevas necesidades de informatización, de acumulación financiera, y de reducción del espacio democrático dentro del actual
poder.
En ese contexto, el “materialismo histórico” no sólo perdía rápidamente espacio en el nuevo debate intelectual y político que la crisis mundial producía, entre los defensores y los críticos del patrón imperante de
3. En América Latina, quizá el primero en denominarla de ese modo fue Francisco Oliveira, el conocido científico social brasileño, en un debate organizado por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), en Montevideo, 1986.
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poder mundial. Sobre todo, perdía atractivo y legitimidad entre los nuevos movimientos sociales y políticos que se producían, en especial desde
los años 60 y comienzos de los 70 del siglo XX, tratando de subvertir ese
poder (desde el “centro”, como en el Mayo 1968, en Francia, o en el Otoño Caliente de 1969, en Italia) y/o buscando contener la agresión imperial/colonial en Viet-Nam, Argelia, África y América Latina, en medio del
turbión de lo que se demostraría pronto como la más profunda y duradera crisis histórica de los quinientos años del patrón de poder mundial
imperante4.
En segundo término, se confrontaba la crisis del propio despotismo
burocrático, expresada en dos dimensiones principales. De un lado, la
erosión rápida del “campo socialista”, organizado después de la Segunda
Guerra Mundial en torno de la hegemonía de la llamada Unión Soviética,
en particular con los países de Europa del Este. De otro lado, la deslegitimación y la conflictividad crecientes del despotismo burocrático, no obstante haber sido rebautizado como “socialismo realmente existente” frente
a la crítica de las nuevas generaciones y de los nuevos movimientos revolucionarios. En rigor, reiterar el pleonasmo de tales apellidos no logró
sino hacer más patente la ilegitimidad del uso del término socialismo, en
particular desde los años 30 del siglo XX, para nombrar esa específica
configuración de poder que se fue haciendo cada vez más ajena a las aspiraciones y a las luchas por la liberación de los miembros de nuestra especie, de toda forma de control impuesto sobre las dimensiones centrales de
la existencia social5. En otros términos, en lugar de velar la profundización de la crisis en el “campo socialista”, tales apellidos hicieron finalmente perceptible para una amplia mayoría, que en esa configuración de
poder se había impuesto, bajo el nombre de socialismo, una real aliena4. Esa atmósfera intelectual, intersubjetiva en general, durante la crisis, fue agudamente
expresada en el debate producido con la publicación de Hegemony and Socialist Strategy,
de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (Londres, Verso, 1985) seguida casi inmediatamente de Retreat from Class, de Ellen Meiksins Wood (Londres, Verso, 1986).
5. Sobre el debate dentro del movimiento revolucionario mundial, respecto de esas cuestiones, aquí es pertinente mencionar sobre todo dos estudios. El de Rudolph Bahro, Die
Alternative (Frankfurt, Europaische Verlagansalt, 1977); y de Charles Betterlheim, Les
Luttes de Classes en URSS… (Paris, Seuil/Maspero, 1974, 1977, 1982, 3 v.).
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ción de las aspiraciones de liberación social y de las luchas de los dominados/explotados/reprimidos del mundo que habían sido originalmente
cobijadas en ese nombre.
En efecto, no se trataba ya solamente de conflictos enconados entre
tendencias políticas asociadas a regímenes “socialistas” rivales, como ocurrió primero entre “stalinistas” y “titoístas” y luego entre “pro-chinos” y
“moscovitas”, sino, mucho más profunda y decisivamente, de las sucesivas y crecientes revueltas dentro de cada uno de los países de tal “campo
socialista”, de movimientos de trabajadores, de estudiantes y de intelectuales, llamados “disidentes”, luchando contra el despotismo burocrático. Unos, orientándose hacia una democratización radical del poder, organizando instituciones de control social de la autoridad pública, y otros
hacia una liberalización, por lo menos, del “socialismo realmente existente”. Todos fueron víctimas de sangrientas represiones ejecutadas por la
URSS, en la llamada República Democrática Alemana, en Hungría, en
Polonia, en Checoeslovaquia, en Rumania, así como en la propia URSS y
en China. Ese fue, como bien se sabe, el cauce que condujo a la desintegración de dicho “campo socialista” y finalmente a la súbita implosión de
la llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
En ese contexto, en torno de la obra mariateguiana era pues indispensable, no solamente tratar de salir de las prisiones de la “vulgata marxista” que exaltaba el nombre de José Carlos Mariátegui, dentro y fuera
del Perú, mientras defendía el “socialismo realmente existente” en su discurso y en su práctica políticos, sino también, y sobre todo, abrir el debate de una perspectiva alternativa de conocimiento, de algún modo ya implicada en el legado mariateguiano, y que permitiera, precisamente, hacer
perceptibles sus elementos y sus instancias más fértiles, para ayudarnos a
trabajar, de nuevo, una crítica radical del poder vigente.
Es en ese sentido que en: “José Carlos Mariátegui: reencuentro y debate” fueron abiertas y planteadas las siguientes cuestiones principales: 1)
la necesidad de una desmistificación del legado intelectual de Mariátegui
y de una desmitificación de su figura política, primero frente a la en verdad variopinta gama intelectual y política asociada al “materialismo histórico”, en defensa o en crítica del “socialismo realmente existente”: “mos7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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covitas”, “pro-chinos” de varias denominaciones, “rumanos”; los aún más
numerosos grupos rivales de linaje “trotskista”; y también social-demócratas (incluidos los apristas de ese momento), social-liberales y socialcristianos; 2) la heterogeneidad del lugar y de la trayectoria de la escritura
mariateguiana en el debate marxista, en particular en torno de las relaciones entre la materialidad y la inter-subjetividad de las relaciones sociales y
en torno de las relaciones históricas entre los “modos de producción”, en
especial respecto del caso específico de la realidad peruana; 3) la subversión teórica crucial que implicaba que en el propio momento de intentar
emplear la perspectiva y las categorías de la secuencia evolutiva unilineal
y unidireccional de los “modos de producción”, eje del “materialismo
histórico”, para interpretar la realidad peruana, Mariátegui llegara a la
conclusión de que en el Perú de su tiempo dichos “modos de producción” actuaban estructuralmente asociados, conformando así una compleja y específica configuración de poder en un mismo momento y en un
mismo espacio históricos; 4) la propuesta mariateguiana del “socialismo
indoamericano”como una especificidad histórica, cuyo sentido no podría
ser aprehendido sino en relación con aquel descubrimiento teórico; 5) en
fin, su consiguiente y paralela contienda teórica y política con el APRA y
con el estalinismo hegemónico en la Tercera Internacional Comunista.
Como cabe a los límites de un texto de introducción, tales cuestiones
fueron allí apenas planteadas. Desde entonces mucha tinta ha corrido en el
territorio mariateguiano. De una parte, la obra escrita de Mariátegui comenzó a ser difundida más allá de los 7 ensayos6. Y pronto se desarrolló la publi6. Casi coincidiendo con la final desintegración del “campo socialista”, fueron publicadas
dos compilaciones de textos de Mariátegui, con finalidades, contenido y organización muy
diferentes. Una, antológica, hecha por Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero, con
el título de Invitación a la Vida Heroica, Lima,1989. Y otra hecha por Aníbal Quijano, Textos básicos, Lima-México, Fondo de Cultura Económica, 1991, dividida en secciones destinadas a mostrar las instancias básicas del movimiento de la reflexión mariateguiana, su
perspectiva implícita de producción de conocimiento, y las principales áreas de cuestiones
filosóficas y sociológico-políticas. El prólogo de ese volumen y los de cada sección, me permitieron hacer explícitas mis propuestas sobre los momentos de subversión mariateguiana
contra el eurocentrismo dominante en el “materialismo histórico” y que permiten explicar,
precisamente, que el estudio de esa obra no tenga sólo un valor histórico, y, sobre todo, su
excepcional fecundidad para el nuevo debate mundial sobre la producción de conocimiento y la crítica radical del poder mundial vigente.
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cación sistemática de la obra entera. En las décadas recientes han sido publicados virtualmente todos los escritos de Mariátegui. Con tales nuevas fuentes, no ha cesado de crecer la lista de publicaciones sobre su vida y su
obra, sobre todo desde las conmemoraciones del primer cincuentenario
de su muerte (1930-1980) y del primer centenario de su nacimiento (18941994). Aunque la mayoría de dichas publicaciones aún está destinada, principalmente, a enriquecer la documentación histórica de la trayectoria personal,
intelectual y política de Mariátegui, comienza a ser más sistemática la exploración de los ámbitos específicos de su pensamiento en relación con el debate
actual sobre las cuestiones implicadas en ellos, entre otras las cuestiones de
“género”, de lo “indígena”, las de “raza” y “nación”, sobre las “vanguardias”
estéticas, sobre las anécdotas vitales de su ruptura con el mundo oligárquico,
sobre América Latina y sobre la propuesta de “socialismo indoamericano”7.
Buena parte de dichos estudios han sido presentados en numerosas reuniones internacionales destinadas a debatir la herencia mariateguiana y han sido
recogidos en volúmenes colectivos8. Y por supuesto, continúa la indagación
acerca de la ubicación de dicho legado en “el marxismo”9.
7. Entre otros, de Sara Beatriz Guardia, José Carlos Mariátegui. Una visión de género,
Lima, Ed. Minerva, 2005. De Fernanda Beigel, El itinerario y la brújula: el vanguardismo
estético-político de Mariátegui, Buenos Aires, Biblos 2003. De Horacio Tarcus, Mariátegui en la Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg, Buenos Aires, Ed. El Cielo por Asalto, 2001. De Gerardo Leibner, El mito del socialismo indígena en Mariátegui,
Lima, Universidad Católica del Perú, 1999. De William W. Stein, Dance in the Cemetery,
New York-Oxford, University Press of America, 1997. De César Germaná, El socialismo
indoamericano de José Carlos Mariátegui, Lima, Amauta, 1995. De Alfonso Castrillón
Vizcarra, José Carlos Mariátegui, crítico de arte, Lima, Universidad de San Marcos, Cuadernos de Reflexión y Crítica, No 6, 1993. De José Aricó, Marx y América Latina, Lima,
Centro de Estudios para el Desarrollo y la Participación, 1980.
8. De los volúmenes colectivos, deben ser citados el de José Aricó, Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano, México, Pasado y Presente, 1978; de Roland Forgues,
ed., Mariátegui y Europa. El otro descubrimiento, Lima, Amauta, 1993, y Mariátegui. Una
verdad siempre renovada, Lima, Amauta, 1994; Manuel Monereo, comp., Mariátegui
(1884-1994). Encuentro Internacional: un marxismo para el siglo XXI, Madrid, Talasa,
1995; Gonzalo Portocarrero, Eduardo Cáceres y Rafael Tapia, eds., La aventura de Mariátegui. Nuevas perspectivas, Lima, Universidad Católica del Perú, 1995; David Sobrevilla, ed., El marxismo de José Carlos Mariátegui, Lima, Amauta, 1995; y, por supuesto, los
trabajos que fueron publicados en el Anuario Mariateguiano entre 1989 y 1999, y a cuya
co-dirección, con Antonio Melis, me incorporé a la muerte de uno de sus fundadores, el
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TREINTA AÑOS DESPUÉS
Lo que, sin duda, caracteriza el tiempo transcurrido en estos tres últimos
decenios, es el más profundo y significativo cambio histórico que haya
ocurrido con el patrón de poder mundial, desde la llamada “Revolución
Industrial”. En otros términos, se trata nada menos que de su ingreso en
un nuevo período histórico. Este cambio consiste en la total re-configuración del actual patrón de poder, en un complejo proceso que está en curso
y que tuvo sus inicios con el estallido de la crisis mundial capitalista a
mediados de 1973.
Dicha re-configuración del actual patrón de poder consiste, ante todo,
en la profundización y en la aceleración de sus tendencias centrales en la
disputa por el control de la existencia social. Aquí es pertinente destacar,
primero, la re-concentración mundial del control de la autoridad política,
el Estado ante todo, y, en segundo lugar, la re-concentración mundial del
control del trabajo10.
En la primera de tales dimensiones del proceso, se trata de la formación
de un Bloque Imperial Mundial y de la erosión continua de la autonomía de
los Estados cuyo proceso de nacionalización y democratización no pudo
ser consolidado, o era precario e incipiente, debido a la colonialidad del
historiador Alberto Tauro del Pino, a quien se debe gran parte del rescate, investigación y
publicación de la obra mariateguiana.
9. Entre los más influyentes, de Alberto Flores Galindo, “La agonía de Mariátegui”, José
Carlos Mariátegui, Obras completas, Lima, Fundación Andina/Sur, 1994, t. 2; Carlos
Franco, Del marxismo eurocéntrico al marxismo latinoamericano, Lima, CEDEP, 1981;
Osvaldo Fernández Díaz, Mariátegui y la experiencia del otro, Lima, Amauta, 1994; Francis Guibal, Vigencia de Mariátegui, Lima, Amauta, 1999; Michael Lowy, “Marxisme et
romantisme chez José Carlos Mariátegui”, Actuel Marx (Paris), No 25 (1999); Antonio
Melis, Leyendo a Mariátegui, Lima, Amauta, 1999; David Sobrevilla, El marxismo de José
Carlos Mariátegui, Lima, Universidad de Lima, 2005.
10. Véase sobre esta cuestión “Colonialidad del poder, globalización y democracia”, Aníbal Quijano, Tendencias básicas de nuestra era, Caracas, Instituto de Estudios Internacionales Pedro Gual, 2001. La versión más reciente, con algunas pocas revisiones, está en
revista San Marcos (Lima), No 25 (2006), pp. 51-104. Véase también: “¿Entre la Guerra
Santa y la Cruzada?”, América Latina en Movimiento (ALAI), (Quito), No 341 (2001),
pp. 12-22.
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poder actual. Eso implica la erosión continua del espacio político público y
de la democracia liberal, tanto en el “centro” como en la “periferia”. En
conjunto, se trata de un proceso de des-democratización y des-nacionalización del Estado y de la sociedad dentro del patrón de poder y a escala
planetaria. En otros términos, de un imperialismo global en cuyo extremo,
si la tendencia no es contenida o derrotada, se arriesga una re-colonización
global. Irak, Afganistán, o más recientemente Somalía, como antes en la ex
Yugoeslavia, así como la gradual expansión de las bases militares de Estados Unidos en América Latina, son claros ejemplos de esos riesgos.
En la segunda dimensión, se trata, de un lado, del predominio definitivo de los niveles hiper-tecnologizados del capital, en los cuales se reduce
la necesidad y el interés de asalariar la fuerza de trabajo, mientras en los
niveles inferiores se requiere, en cambio, de la re-expansión de la plusvalía absoluta en las relaciones con el trabajo asalariado (de su “flexibilización” y de su “precarización”, en términos del empirismo de la sociología
del trabajo). Todo lo cual lleva a la expansión del des-empleo asalariado y
a la reducción del nivel salarial promedio a escala mundial. Y de ese modo,
a la re-expansión de las formas no-salariales del trabajo, la esclavitud, la
servidumbre y la reciprocidad. Todo ese conjunto es ahora el capitalismo
mundial y está asociado a la hegemonía de la acumulación financiera, cuya
prolongada duración, a diferencia de los anteriores momentos de crisis
capitalista, remite a la novedad de sus fuentes en la actual estructura mundial de acumulación y de control del trabajo. La más visible implicación
de esos procesos es la continua y extrema polarización social a escala planetaria y “global”.
Esas tendencias han llevado a la re-concentración imperialista del
control de la autoridad política y del trabajo, a escala geográficamente
planetaria, afectando al conjunto de la población en un proceso conjunto
de crisis y de cambio. Esto es, sometiéndola en su totalidad a un único
patrón de poder, que ahora se conoce como el “sistema-mundo colonial/
moderno”11. Así se ha producido la mayor concentración hasta hoy histó11. A ese respecto, de Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein, “Americanity as a Concept or the Americas in the Modern World-System”, International Social Science Journal
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ricamente conocida del control mundial del poder. Y es eso lo que está
implicado en lo que se nombra como “globalización”12. El nuevo patrón
de poder que fue producido durante la conquista y destrucción del mundo histórico pre-colonial de lo que hoy llamamos América, ha ingresado
en un período y en un proceso de crisis y de transición que es, probablemente, el más profundo y decisivo en sus 500 años de historia.
Empero, lo que sus agentes publicitarios presentan como una suerte
de fenómeno “natural”, que no depende de los intereses, de la voluntad o
de las opiniones de la gente, y al cual, por eso, no tiene sentido criticar,
mucho menos oponerse, es obviamente un producto de las luchas dentro
del patrón de poder, entre sus dominadores y sus dominados, y de las
luchas por el control mundial entre sus dominadores. El problema es que
esas luchas llevaron, en primer término, a la más profunda derrota histórica de los trabajadores y a todos los dominados/explotados/reprimidos
del mundo13. Y del mismo modo a la derrota y desintegración de los principales rivales del bloque imperialista, por la desintegración final del “campo socialista”, la incorporación de China al reino del capitalismo o a lo
que Boris Kagarlitzky ha denominado un “estalinismo de mercado”, y la
desintegración de virtualmente todos los regímenes, organizaciones, movimientos políticos asociados al “campo socialista”, en todo el mundo,
con la solitaria excepción de Cuba.
La derrota arrastró también a prácticamente la totalidad de las tendencias, organizadas o no, de los críticos radicales del patrón mundial de
(Paris), No 134 (1992), pp. 549-556. De Aníbal Quijano, “Colonialidad y modernidad/racionalidad”, Los conquistados, Heraclio Bonilla; comp., Bogotá, Tercer Mundo/
FLACSO, 1992; “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, Colonialidad del saber, eurocentrismo y ciencias sociales, Edgardo M. Lander; comp., Buenos Aires,
UNESCO/CLACSO, 2000; y “Don Quijote y los molinos de viento en América Latina”,
Revista de Estudios Avanzados (São Paulo), v. 19 No 55 (2005), pp. 9-31.
12. Mis propuestas en este debate pueden ser encontradas, principalmente, en “Colonialidad del poder, globalización y democracia”, antes citado, y en “El nuevo imaginario
anticapitalista”, América Latina en Movimiento (Quito), No 351 (2002), pp. 14-22.
13. He propuesto algunas cuestiones para ese debate en “El trabajo al final del siglo XX”,
Pensée Sociale Critique pour le XXIe Siècle. Mélanges en l’honneur de Samir Amin, Paris,
Forum du Tiers-Monde, L’Harmattan, 2003.
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poder, tanto del bloque imperialista como del “campo socialista”, ya que
perdieron lugar en el debate mundial, en la medida en que el poder dejó
de ser, por más de dos décadas, una cuestión mayor en la investigación
científica y en el debate respectivo, excepto como un dato empírico de la
realidad. En conjunto, la derrota de los explotados/dominados/reprimidos y de los rivales y antagonistas políticos del actual patrón de poder,
produjo un virtual eclipse mundial del horizonte histórico que desde el
siglo XVIII, en particular desde la emergencia de la idea del socialismo
como democratización radical y global de las relaciones sociales, en todos
sus ámbitos o dimensiones decisivas, iluminaba el a veces sinuoso y laberíntico camino de liberación del poder, de todo poder14.
Esa victoria total del bloque imperialista no implica, en modo alguno,
su invencibilidad, ni su indefinida reproducción. Lejos de eso, la crisis del
patrón de poder entero no ha hecho sino hacerse más profunda y más rápida en este período. Pero, en cambio, hizo más perceptibles que nunca
los límites y las distorsiones de la perspectiva de conocimiento implicada
en el “marxismo-leninismo”, cada vez más tributaria de las tendencias de
tecnocratización del eurocentrismo en el ya largo período de dominio de
la acumulación financiera en la transición del capital y del conjunto del
patrón de poder colonial/moderno, al cual domina y del cual depende.
En otros términos, de su creciente incapacidad de permitir el conocimiento
efectivo, radical y global, de la realidad y, en esa misma medida, de su
incapacidad de orientar certera y eficazmente las luchas de las víctimas
del actual patrón de poder. De ese modo operó como un elemento decisivo en la determinación de la derrota de las luchas revolucionarias en el
mundo en ese período. La victoria del capitalismo mundial pudo ser tan
14. Sobre las implicaciones de ese proceso para el nuevo debate mis propuestas en “El
regreso del futuro y las cuestiones de conocimiento”, Hueso Húmero (Lima), No 38
(2001); y en “El nuevo imaginario anticapitalista”, América Latina en Movimiento
(ALAI) (Quito), No 351 (2002).
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completa, que sus intelectuales y políticos sintieron que era final y definitiva, que era “el fin de la historia”15.
Durante un no tan corto tiempo, la crisis del “materialismo histórico”, la desintegración del “campo socialista”, y la imposición mundial de
lo que se conoce como la “globalización del neoliberalismo”, produjeron
el desalojo de la investigación y en el debate mundial la crítica del poder
existente, virtualmente a escala mundial. Así, la ideología del poder dominante se estableció como una suerte de sentido común global. El llamado
postmodernismo ha sido una de las más extendidas versiones de esa nueva subalternización del pensamiento social mundial, porque fue un modo
eficaz de expresar, de una parte, la incomodidad creciente de la inteligencia mundial y en particular de sus tendencias socialistas, con las distorsiones eurocéntricas del “materialismo histórico”. Por eso fue también el
vehículo que cobijó una extendida desmoralización, precisamente, de
quienes más “ortodoxamente” la habían practicado, ya que allí podían
encontrar argumentos para proclamar su rechazo a esa perspectiva y sentirse, por fin, legitimados en su abandono de las luchas de los dominados/
explotados/reprimidos contra el poder.
El tiempo de esa derrota está terminando. Desde comienzos de la década final del siglo XX, emergió la resistencia contra las tendencias más
brutales de esa “globalización”, con las revueltas de los trabajadores en
los países antes llamados “los tigres asiáticos” y con la exitosa rebelión
contra una de las más sangrientas y prolongadas satrapías impuestas por
el imperialismo de Estados Unidos, en Indonesia. Esa resistencia comenzó su “globalización” con las masivas protestas juveniles en Estados Unidos, Francia, Alemania, Suiza, desde comienzos de la centuria actual e
inició su proceso de desarrollo con la constitución del Foro Social Mundial que se congrega anualmente desde el 2001, precisamente como el
primer ágora “global” de este nuevo movimiento, y en su contexto están
15. Hay una numerosa escritura desde la publicación del famoso texto de Fukuyama. Mis
propuestas en ese debate se encuentran en “El fin de cual historia?”, Análisis Político
(Bogotá), No 32 (1997), pp. 27-34.
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ya activas tendencias y propuestas que se orientan a un tránsito de la resistencia a las alternativas contra el entero patrón de poder globalizado. Un
horizonte nuevo está, en fin, instaurándose en el camino de las nuevas
luchas contra el poder. Señala, así, un nuevo período histórico de las luchas por el poder y de las luchas contra el poder16. Y América Latina es
hoy, sin duda, tanto el espacio central de este movimiento, como uno de
sus momentos y modos básicos y específicos17.
EN EL UMBRAL DE OTRO HORIZONTE
Este es, pues, un mundo profunda y sistemáticamente diferente del que
conocimos apenas hace 30 años. Y es tiempo ahora de decir, sin ambages,
que en América Latina y más allá, el movimiento de la reflexión mariateguiana es, precisamente, el punto de partida de las nuevas perspectivas de
producción de conocimiento, cuya indagación está ya en el centro del
debate actual18.
Así como no hay tal cosa como “el marxismo”, sino un debate desde y
en torno de la heterogénea herencia teórica de Marx, ocurre exactamente
lo mismo con el debate acerca de Mariátegui. Hemos tardado mucho,
empantanados en el debate sobre “el marxismo” y el “socialismo real-
16. En esa perspectiva, “El nuevo imaginario anticapitalista”, loc. cit.
17. He discutido esas cuestiones en “El laberinto de América Latina: ¿Hay otras salidas?”, Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales (Caracas), v. 10 No 1 (2004).
También: “El ‘Movimiento indígena’ y las cuestiones pendientes en América Latina”,
Política Externa (São Paulo), v. 12 No 12 (2004), pp. 77-97; reproducido en español en
diversas publicaciones, i.e. Argumentos (México), No 50 (2006), pp. 51-81.También puede verse “Estamos comenzando a producir otro horizonte histórico”, Revista de Sociología (Lima), v. 14 Nos 16-17 (2006), pp. 13-29.
18. Me refiero, principalmente, al debate en torno de la colonialidad del poder, la transmodernidad y el moderno/colonial sistema-mundo, la producción de otra democracia,
sobre todo lo cual ya existe y sigue creciendo una amplia literatura, que reúne los nombres de Immanuel Wallerstein, Enrique Dussel, Aníbal Quijano, Walter Mignolo,
Boaventura de Sousa Santos, Ramón Grosfoguel, Edgardo Lander, Agustín Lao-Montes,
Catherine Walsh, Fernando Coronil, Santiago Castro-Gómez, Kelvin Santiago, Sylvia
Winter, Ifi Amadiume, Fernando Buscaglia, entre muchos otros.
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mente existente”, y sobre el respectivo lugar de Mariátegui, en admitir
todas las implicaciones de los cruciales movimientos de ruptura con el
eurocentrismo en el pensamiento mariateguiano; es decidir –como reclamaba en 1985 el historiador Jean Ellenstein a sus camaradas del Partido
Comunista Francés– “ir hasta el fondo de nuestras previas sospechas”.
En su más reciente estudio, El marxismo de José Carlos Mariátegui
(Lima, Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2005), David Sobrevilla rechaza mi idea de que en el territorio mariateguiano están implicados
muchos de los elementos centrales de una racionalidad alternativa. En el
prólogo, Antonio Melis no dejó de insistir, sin embargo, en que esa hipótesis mía es “fecunda y no arbitraria”. Tiene razón Sobrevilla si se refiere
a que en Mariátegui no se encuentran esos términos, ni señales formales
de que se hubiera propuesto encontrar o producir ninguna racionalidad
alternativa19. Y es quizá cierto también, que esos no son los más eficaces
términos para dar cuenta de los momentos y zonas de ruptura de la reflexión mariateguiana con el eurocentrismo dominante en el “materialismo histórico”, ni del activo debate actual contra el eurocentrismo y por la
reconstitución de modos diferentes de producción de subjetividad, o más
generalmente, de un nuevo universo de subjetividades, de imaginario, de
memoria histórica, de conocimiento. Pues no se trata de encontrar una
racionalidad alternativa universal que reemplace al eurocentrismo.
Lo que probablemente está activo en la historia actual es un proceso
heterogéneo y complejo. En primer término, la desmitificación del eurocentrismo por el desocultamiento de sus más distorsionantes procedimientos cognitivos e intelectuales y de su condición de un provincianismo intelectual que impuso su hegemonía mundial como un instrumento de
dominación en la colonialidad del poder mundial. En segundo término,
la reconstitución de otras racionalidades reprimidas, inclusive parcial o
totalmente eliminadas bajo el dominio del eurocentrismo y del entero pa-
19. He sugerido esa idea en varios textos, i.e.: “Prólogo”, Textos básicos, México, FCE,
1991; “El sueño dogmático”, Mariátegui o la experiencia del otro, Osvaldo Fernández
Díaz, Lima, Amauta, 1994; y “El precio de la racionalidad”, Gaceta Sanmarquina (Lima),
No 22 (1994), p. 4.
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trón de poder colonial/moderno. En fin, como vengo insistiendo desde
hace tiempo, de la constitución de un universo de intersubjetividad cuyo
fondo de significaciones común a todos, sin perjuicio de las propias y
específicas racionalidades de cada grupo o identidad histórica, permita la
comunicación mundial, las transferencias de elementos, los conflictos inclusive, o, para cada uno, las opciones posibles por plurales y heterogéneas orientaciones cognitivas20.
Empero, sin esas tensas rupturas que dan cuenta de la excepcional
perspicacia de Mariátegui, sin duda habríamos tardado mucho más21. Aquí,
apenas unas pocas señales. La primera y decisiva de esas rupturas tiene
lugar, precisamente, en los 7 ensayos y asume el carácter de toda una subversión epistémica y teórica22, puesto que es producida dentro de la propia perspectiva formalmente admitida por Mariátegui, el “materialismo
histórico” y la perspectiva de una secuencia evolutiva de “modos de producción” y en el mismo intento de emplearla: “Apuntaré una constatación final: la de que en el Perú actual coexisten elementos de tres economías diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista, subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena. En la costa, sobre un suelo feudal, crece una
economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía retardada”(B.A., p. 15).
20. Hay ahora una vasta literatura de este nuevo debate. Sobre mis propias e inacabadas
propuestas, remito a “Dominación y cultura”, Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales (Santiago), No 1 (1971). Reproducido en el volumen del mismo título, Lima, Mosca
Azul Editores, 1980, pp. 17-43. También: Modernidad, identidad y utopía en América Latina, Lima, Ediciones Sociedad y Política, 1988. Y “Colonialidad del poder, eurocentrismo y clasificación social”, Festschrift Immanuel Wallerstein, Journal of World Systems
Research (Colorado), v. 7 No 2 (2000), pp. 342-388, Special Issue, Giovanni Arrighi and
Walter L. Goldfrank; eds.
21. En unas breves notas para una nueva publicación de 7 ensayos, sería pertinente abrir
un debate sobre las implicaciones de todos esos movimientos de ruptura con el eurocentrismo en la obra de Mariátegui. Pueden ser útil para esos propósitos, Textos básicos, José
Carlos Mariátegui, prólogo, selección y notas de Aníbal Quijano, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.
22. Sobre la propuesta de subversión epistémica y cultural, mi texto “Colonialidad del
poder, cultura y conocimiento en América Latina”, Anuario Mariateguiano (Lima), v. 9
No 9 (1998), pp. 113-22.
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Esa perspectiva rompe, primero, con la idea eurocéntrica de totalidad y con el evolucionismo, que presuponen una unidad continua y homogénea, aunque contradictoria, y que se mueve en el tiempo de modo
igualmente continuo y homogéneo hasta transformarse en otra unidad
análoga. Esa idea de totalidad ha sido, es, parte de una de las vertientes
del eurocentrismo, sea “orgánica” como en el “materialismo histórico”,
“sistémica”, como en el “estructural-funcionalismo”, metafísico-filosófica como en la idea absoluta hegeliana, o metafísico-teológica como en las
tres religiones provenientes del Medio Oriente, en las cuales todo se relaciona con todo puesto que todo fue creado por una entidad omnipotente.
Permite, al mismo tiempo, deshacerse del rechazo general a toda idea de
totalidad, como en el viejo empirismo británico y en el nuevo postmodernismo, y que excluye de ese modo la cuestión del poder. Y abre, en fin, el
debate sobre la totalidad como un campo de relaciones o unidad de heterogéneos, discontinuos y contradictorios elementos en una misma configuración histórico-estructural23.
Esa idea de totalidad es epistémica y teóricamente indispensable para
producir explicación y sentido a lo que Mariátegui observa y descubre,
precisamente, en la Evolución económica del Perú. Sin esa subversión epistémica, el tratamiento mariateguiano de las relaciones entre la dimensión
intersubjetiva y la dimensión material de la existencia social, no podría ser
cabalmente entendida: “En el Perú, contra el sentido de la emancipación
republicana, se ha encargado al espíritu del feudo –antítesis y negación
del espíritu del burgo– la creación de la economía capitalista” (B.A., p.
19).
Esa subversión epistémica y teórica original, podría reconocerse como
la fuente de la producción de la idea latinoamericana de heterogeneidad
histórico-estructural, como un modo históricamente constitutivo de toda
existencia social, rompiendo de ese modo con el dualismo radical del cartesianismo, que está en el origen mismo del eurocentrismo, y con las pro-
23. He discutido estas cuestiones en “Colonialidad del poder, eurocentrismo y clasificación social”, Festschrift Immanuel Wallerstein, loc. cit.
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pensiones positivistas al reduccionismo y al evolucionismo. Y sin ese nuevo punto de partida, no podríamos explicar el nuevo debate teórico y
político, dentro y fuera de América Latina, sobre el carácter y la historia
del actual poder mundial, en especial el activo debate en torno de la propuesta teórica de colonialidad y des/colonialidad del poder.
Asimismo, sin la ruptura mariateguiana respecto del lugar de la “raza”
y del “factor clase” en el proceso de “nacionalización” del Estado y de
democratización de la sociedad, no podríamos entender, ni explicar, ni
encontrar el sentido de los actuales “movimientos indígenas” en América
Latina en particular, y su significación sobre las cuestiones del moderno
Estado-Nación, sobre la democracia y sobre la identidad en América Latina24.
Y, en fin, sin la insistencia mariateguiana en el lugar necesario de la
“comunidad indígena” en la trayectoria de toda revolución socialista en
estas tierras, en la especificidad, pues, del “socialismo indoamericano”,
contra el evolucionismo positivista incrustado en el “materialismo histórico”, el nuevo imaginario revolucionario que se va constituyendo en el
nuevo horizonte histórico, tardaría mucho más en madurar, en hacerse
perceptible como un proceso de producción democrática de una sociedad democrática, aprendiendo a vivir con Estado y sin Estado, con mercado y sin mercado, al mismo tiempo, frente a las tendencias de hiperfetichización del mercado, asociadas a una re-medievalización de la subjetividad, que el capitalismo mundial ya está tratando de imponer, para
perpetuar la globalización de toda la población del mundo bajo un único
patrón de poder.
Es pues ahora el tiempo de reconocer que sin esos momentos de subversión teórica contra el eurocentrismo, en el movimiento de la reflexión
mariateguiana, la investigación actual no hubiera podido llegar en medio
de la crisis actual, a percibir que el entero patrón de poder mundial es,
precisamente, una configuración histórica específica, en la cual uno de los
ejes constitutivos es la idea de “raza”, como el fundamento de todo un
24. Ver en ese sentido “El movimiento indígena y las cuestiones pendientes en América
Latina”, Argumentos (México), No 19 (2006), pp. 51-81.
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nuevo sistema de dominación social, del cual el eurocentrismo es uno de
los más eficaces instrumentos; y el otro eje es la articulación de todos los
“modos de producción” en una única estructura de producción de mercaderías para el mercado mundial, precisamente como Mariátegui alcanzó a percibir en la economía peruana de su tiempo, como un momento de
subversión epistémica y teórica en el marco del propio “materialismo histórico”. Esa configuración específica, histórico-estructuralmente heterogénea, es el núcleo de lo que hoy se discute sobre la colonialidad del poder.
Es en ese sentido específico que el debate mariateguiano requiere ser
replanteado en sus perspectivas y en sus finalidades, confrontando las
actuales tendencias del poder mundial y las opciones alternativas de los
dominados/explotados/reprimidos del mundo. Porque es en el movimiento de la reflexión de Mariátegui donde, sin duda, están contenidos algunos de los elementos centrales de la renovación del debate epistémico,
teórico y político que está en curso. Eso no supone, obviamente, que haya
dejado de ser pertinente e importante, continuar como hasta aquí, explorando el territorio mariateguiano ante todo en relación con la historia y
las perspectivas previas de conocimiento.
A.Q.
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CRITERIO DE ESTA EDICIÓN
La presente edición sigue a la de los 7 ensayos de interpretación de la realidad
peruana preparada por la Biblioteca Amauta (1968).
Las notas de José Carlos Mariátegui están colocadas a pie de página e
identificadas con asteriscos; las notas al libro escritas por Elizabeth Garrels
se encuentran al final del texto de Mariátegui y señaladas con números
arábigos. Esta nueva edición tiene después del prólogo una adenda, “Treinta años después, otro reencuentro”, preparada por Aníbal Quijano, y en
la bibliografía se han asentado referencias de reciente data.
B.A.
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Ich will keinen Autor mehr lesen, dem man anmerkt,
er wollte ein Buch machen; sondern nur jene,
deren, Gedanken unversehens ein Buch werden.
Nietzsche, Der Wanderer und sein Schatten1.
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ADVERTENCIA
REÚNO en este libro, organizados y anotados en siete ensayos, los escritos
que he publicado en Mundial2 y Amauta3 sobre algunos aspectos sustantivos
de la realidad peruana. Como La escena contemporánea4, no es éste, pues,
un libro orgánico. Mejor así. Mi trabajo se desenvuelve según el querer de
Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción intencional, deliberado de un libro, sino a aquél cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e inadvertidamente. Muchos proyectos de libro visitan mi vigilia;
pero sé por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital
me ordene. Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único
proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de
–también conforme un principio de Nietzsche– meter toda mi sangre en mis
ideas.
Pensé incluir en este volumen un ensayo sobre la evolución política e
ideológica del Perú. Mas, a medida que avanzo en él, siento la necesidad de
darle desarrollo y autonomía en un libro aparte5. El número de páginas de
estos 7 ensayos me parece ya excesivo, tanto que no me consiente completar
algunos trabajos como yo quisiera y debiera. Por otra parte, está bien que
aparezcan antes de mi nuevo estudio. De este modo, el público que me lea se
habrá familiarizado oportunamente con los materiales y las ideas de mi especulación política e ideológica.
Volveré a estos temas cuantas veces me lo indique el curso de mi investigación y mi polémica. Tal vez hay en cada uno de estos ensayos el esquema, la
intención de un libro autónomo. Ninguno de estos ensayos está acabado: no
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lo estarán mientras yo viva y piense y tenga algo que añadir a lo por mí escrito, vivido y pensado.
Toda esta labor no es sino una contribución a la crítica socialista de los
problemas y la historia del Perú. No faltan quienes me suponen un europeizante6, ajeno a los hechos y a las cuestiones de mi país. Que mi obra se encargue de justificarme, contra esta barata e interesada conjetura. He hecho en
Europa mi mejor aprendizaje7. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales. Sarmiento que
es todavía uno de los creadores de la argentinidad8, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino.
Otra vez repito que no soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se
nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones. Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano. Estoy lo más lejos posible de la técnica profesoral y del espíritu universitario.
Es todo lo que debo advertir lealmente al lector a la entrada de mi libro.
Lima, 1928.
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ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN ECONÓMICA
I. LA ECONOMÍA COLONIAL
EN EL PLANO de la economía se percibe mejor que en ningún otro hasta
qué punto la Conquista escinde la historia del Perú. La Conquista aparece
en este terreno, más netamente que en cualquiera otro, como una solución
de continuidad. Hasta la Conquista se desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la gente peruanos.
En el Imperio de los Inkas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía. Todos los testimonios históricos
coinciden en la aserción de que el pueblo inkaico –laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo– vivía con bienestar material. Las subsistencias
abundaban; la población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Inkas, había enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado
extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el
hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social. Los Inkas
sacaban toda la utilidad social posible de esta virtud de su pueblo, valorizaban el vasto territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc.,
lo extendían sometiendo a su autoridad tribus vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo común, se empleaban fructuosamente en fines sociales.
Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente
reemplazarla, esta formidable máquina de producción. La sociedad indígena, la economía inkaica, se descompusieron y anonadaron completamente al golpe de la Conquista. Rotos los vínculos de su unidad, la nación
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se disolvió en comunidades dispersas. El trabajo indígena cesó de funcionar de un modo solidario y orgánico. Los conquistadores no se ocuparon
casi sino de distribuirse y disputarse el pingüe botín de guerra. Despojaron los templos y los palacios de los tesoros que guardaban; se repartieron
las tierras y los hombres, sin preguntarse siquiera por su porvenir como
fuerzas y medios de producción.
El Virreinato señala el comienzo del difícil y complejo proceso de formación de una nueva economía. En este período, España se esforzó por
dar una organización política y económica a su inmensa colonia. Los españoles empezaron a cultivar el suelo y a explotar las minas de oro y plata.
Sobre las ruinas y los residuos de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal.
Pero no envió España al Perú, como del resto no envió tampoco a sus
otras posesiones, una densa masa colonizadora. La debilidad del imperio
español residió precisamente en su carácter y estructura de empresa militar y eclesiástica más que política y económica. En las colonias españolas
no desembarcaron como en las costas de Nueva Inglaterra grandes bandadas de pioneers. A la América Española no vinieron casi sino virreyes,
cortesanos, aventureros, clérigos, doctores y soldados. No se formó, por
esto, en el Perú una verdadera fuerza de colonización. La población de
Lima estaba compuesta por una pequeña corte, una burocracia, algunos
conventos, inquisidores, mercaderes, criados y esclavos*9. El pioneer español carecía, además, de aptitud para crear núcleos de trabajo. En lugar
de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio. Y los coloni-
* Comentando a Donoso Cortés, el malogrado crítico italiano Piero Gobetti califica a
España como “un pueblo de colonizadores, de buscadores de oro, no ajeno a hacerse de
esclavos en caso de desventura”. Hay que rectificar a Gobetti que considera colonizadores a quienes no fueron sino conquistadores. Pero es imposible no meditar el juicio siguiente: “El culto de la corrida es un aspecto de este amor de la diversión y de este catolicismo del espectáculo y de la forma: es natural que el énfasis decorativo constituya el ideal
del haraposo que se da el aire del señor y que no puede seguir ni la pedagogía anglosajona
del heroísmo serio y testarudo, ni la tradición francesa de la fineza. El ideal español de la
señorilidad confina con la holgazanería y por esto comprende como campo propicio y
como símbolo la idea de la corte”.
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zadores no se bastaban a sí mismos para crear una economía sólida y orgánica. La organización colonial fallaba por la base. Le faltaba cimiento demográfico. Los españoles y los mestizos eran demasiado pocos para explotar, en vasta escala, las riquezas del territorio. Y, como para el trabajo
de las haciendas de la costa se recurrió a la importación de esclavos negros, a los elementos y características de una sociedad feudal se mezclaron
elementos y características de una sociedad esclavista.
Sólo los jesuitas, con su orgánico positivismo, mostraron acaso, en el
Perú como en otras tierras de América, aptitud de creación económica.
Los latifundios que les fueron asignados prosperaron. Los vestigios de su
organización restan como una huella duradera. Quien recuerde el vasto
experimento de los jesuitas en el Paraguay, donde tan hábilmente aprovecharon y explotaron la tendencia natural de los indígenas al comunismo10,
no puede sorprenderse absolutamente de que esta congregación de hijos
de San Íñigo de Loyola, como los llama Unamuno, fuese capaz de crear en
el suelo peruano los centros de trabajo y producción que los nobles, doctores y clérigos, entregados en Lima a una vida muelle y sensual, no se ocuparon nunca de formar.
Los colonizadores se preocuparon casi únicamente de la explotación
del oro y la plata peruanos. Me he referido más de una vez a la inclinación
de los españoles a instalarse en la tierra baja. Y a la mezcla de respeto y de
desconfianza que les inspiraron siempre los Andes, de los cuales no llegaron jamás a sentirse realmente señores. Ahora bien. Se debe, sin duda, al
trabajo de las minas la formación de las poblaciones criollas de la sierra.
Sin la codicia de los metales encerrados en las entrañas de los Andes, la
conquista de la sierra hubiese sido mucho más incompleta.
Estas fueron las bases históricas de la nueva economía peruana. De la
economía colonial –colonial desde sus raíces– cuyo proceso no ha terminado todavía. Examinemos ahora los lineamientos de una segunda etapa.
La etapa en que una economía feudal deviene, poco a poco, economía burguesa. Pero sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una economía colonial.
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II. LAS BASES ECONÓMICAS DE LA REPÚBLICA
Como la primera, la segunda etapa de esta economía arranca de un hecho
político y militar. La primera etapa nace de la Conquista. La segunda etapa se inicia con la Independencia. Pero, mientras la Conquista engendra
totalmente el proceso de la formación de nuestra economía colonial, la
Independencia aparece determinada y dominada por ese proceso.
He tenido ya –desde mi primer esfuerzo marxista por fundamentar en
el estudio del hecho económico la historia peruana– ocasión de ocuparme
en esta faz de la revolución de la Independencia, sosteniendo la siguiente
tesis: “Las ideas de la Revolución Francesa y de la Constitución norteamericana encontraron un clima favorable a su difusión en Sud-América, a
causa de que en Sud-América existía ya aunque fuese embrionariamente,
una burguesía que, a causa de sus necesidades e intereses económicos,
podía y debía contagiarse del humor revolucionario de la burguesía europea. La Independencia de Hispano-América no se habría realizado, ciertamente, si no hubiese contado con una generación heroica, sensible a la
emoción de su época, con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una verdadera revolución. La Independencia, bajo este aspecto, se
presenta como una empresa romántica. Pero esto no contradice la tesis de
la trama económica de la revolución emancipadora. Los conductores, los
caudillos, los ideólogos de esta revolución, no fueron anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este acontecimiento. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico”11.
La política de España obstaculizaba y contrariaba totalmente el desenvolvimiento económico de las colonias al no permitirles traficar con
ninguna otra nación y reservarse como metrópoli, acaparándolo exclusivamente, el derecho de todo comercio y empresa en sus dominios.
El impulso natural de las fuerzas productoras de las colonias pugnaba
por romper este lazo. La naciente economía de las embrionarias formaciones nacionales de América necesitaba imperiosamente, para conseguir su
desarrollo, desvincularse de la rígida autoridad y emanciparse de la medieval mentalidad del rey de España. El hombre de estudio de nuestra
época no puede dejar de ver aquí el más dominante factor histórico de la
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revolución de la independencia sudamericana, inspirada y movida, de
modo demasiado evidente, por los intereses de la población criolla y aun
de la española, mucho más que por los intereses de la población indígena.
Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista. El ritmo del fenómeno
capitalista tuvo en la elaboración de la independencia una función menos
aparente y ostensible, pero sin duda mucho más decisiva y profunda que
el eco de la filosofía y la literatura de los enciclopedistas. El imperio británico destinado a representar tan genuina y trascendentalmente los intereses de la civilización capitalista, estaba entonces en formación. En Inglaterra, sede del liberalismo y el protestantismo, la industria y la máquina
preparaban el porvenir del capitalismo, esto es del fenómeno material del
cual aquellos dos fenómenos, político el uno, religioso otro, aparecen en
la historia como la levadura espiritual y filosófica12. Por esto le tocó a Inglaterra –con esa clara conciencia de su destino y su misión históricas a
que debe su hegemonía en la civilización capitalista–, jugar un papel primario en la independencia de Sud-América. Y, por esto, mientras el primer ministro de Francia, de la nación que algunos años antes les había
dado el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer a estas jóvenes repúblicas sudamericanas que podían enviarle “junto con sus productos sus ideas revolucionarias”*, Mr. Canning, traductor y ejecutor fiel del
interés de Inglaterra, consagraba con ese reconocimiento el derecho de
estos pueblos a separarse de España y, anexamente, a organizarse republicana y democráticamente. A Mr. Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que con sus préstamos –no
por usurarios menos oportunos y eficaces–, habían financiado la fundación de las nuevas repúblicas13.
El imperio español tramontaba por no reposar sino sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por representar una economía superada.
* “Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América –decía el vizconde de Chateaubriand– toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo
mundo, en lugar de estas repúblicas que nos enviarán sus principios con los productos de
su suelo”.
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España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de
eclesiásticos, doctores y nobles. Sus colonias sentían apetencia de cosas
más prácticas y necesidad de instrumentos más nuevos. Y, en consecuencia, se volvían hacia Inglaterra, cuyos industriales y cuyos banqueros, colonizadores de nuevo tipo, querían a su turno enseñorearse en estos mercados, cumpliendo su función de agentes de un imperio que surgía como
creación de una economía manufacturera y librecambista.
El interés económico de las colonias de España y el interés económico
del Occidente capitalista se correspondían absolutamente, aunque de
esto, como ocurre frecuentemente en la historia, no se diesen exacta cuenta los protagonistas históricos de una ni otra parte.
Apenas estas naciones fueron independientes, guiadas por el mismo
impulso natural que las había conducido a la revolución de la Independencia, buscaron en el tráfico con el capital y la industria de Occidente los
elementos y las relaciones que el incremento de su economía requería. Al
Occidente capitalista empezaron a enviar los productos de su suelo y su
subsuelo. Y del Occidente capitalista empezaron a recibir tejidos, máquinas y mil productos industriales. Se estableció así un contacto continuo y
creciente entre la América del Sur y la civilización occidental. Los países
más favorecidos por este tráfico fueron, naturalmente, a causa de su mayor proximidad a Europa, los países situados sobre el Atlántico. La Argentina y el Brasil, sobre todo, atrajeron a su territorio capitales e inmigrantes europeos en gran cantidad. Fuertes y homogéneos aluviones
occidentales aceleraron en estos países la transformación de la economía
y la cultura que adquirieron gradualmente la función y la estructura de la
economía y la cultura europeas. La democracia burguesa y liberal pudo
ahí echar raíces seguras14, mientras en el resto de la América del Sur se lo
impedía la subsistencia de tenaces y extensos residuos de feudalidad.
En este período, el proceso histórico general del Perú entra en una
etapa de diferenciación y desvinculación del proceso histórico de otros
pueblos de Sud-América. Por su geografía, unos estaban destinados a
marchar más de prisa que otros. La independencia los había mancomunado en una empresa común para separarlos más tarde en empresas indivi-
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duales. El Perú se encontraba a una enorme distancia de Europa. Los barcos europeos, para arribar a sus puertos, debían aventurarse en un viaje
larguísimo. Por su posición geográfica, el Perú resultaba más vecino y más
cercano al Oriente. Y el comercio entre el Perú y Asia comenzó como era
lógico a tornarse considerable. La costa peruana recibió aquellos famosos
contingentes de inmigrantes chinos destinados a sustituir en las haciendas
a los esclavos negros, importados por el Virreinato, cuya manumisión15
fue también en cierto modo una consecuencia del trabajo de transformación de una economía feudal en economía más o menos burguesa. Pero el
tráfico con Asia, no podía concurrir eficazmente a la formación de la nueva economía peruana. El Perú emergido de la Conquista, afirmado en la
Independencia, había menester de las máquinas, de los métodos y de las
ideas de los europeos, de los occidentales.
III. EL PERÍODO DEL GUANO Y DEL SALITRE
El capítulo de la evolución de la economía peruana que se abre con el descubrimiento de la riqueza del guano y del salitre y se cierra con su pérdida16, explica totalmente una serie de fenómenos políticos de nuestro proceso histórico que una concepción anecdótica y retórica más bien que
romántica de la historia peruana, se ha complacido tan superficialmente
en desfigurar y contrahacer. Pero este rápido esquema de interpretación
no se propone ilustrar ni enfocar esos fenómenos sino fijar o definir algunos rasgos sustantivos de la formación de nuestra economía para percibir
mejor su carácter de economía colonial. Consideremos sólo el hecho
económico.
Empecemos por constatar que al guano y al salitre, sustancias humildes y groseras, les tocó jugar en la gesta de la República un rol que había
parecido reservado al oro y a la plata en tiempos más caballerescos y menos positivistas. España nos quería y nos guardaba como país productor
de metales preciosos. Inglaterra nos prefirió como país productor de guano y salitre. Pero este diferente gesto no acusaba, por supuesto, un móvil
diverso. Lo que cambiaba no era el móvil; era la época. El oro del Perú
perdía su poder de atracción en una época en que, en América, la vara del
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pioneer descubría el oro de California17. En cambio el guano y el salitre
–que para anteriores civilizaciones hubieran carecido de valor pero que
para una civilización industrial adquirían un precio extraordinario– constituían una reserva casi exclusivamente nuestra18. El industrialismo europeo u occidental –fenómeno en pleno desarrollo– necesitaba abastecerse
de estas materias en el lejano litoral del sur del Pacífico. A la explotación
de los dos productos no se oponía, de otro lado, como a la de otros productos peruanos, el estado rudimentario y primitivo de los transportes terrestres. Mientras que para extraer de las entrañas de los Andes el oro, la
plata, el cobre, el carbón, se tenía que salvar ásperas montañas y enormes
distancias, el salitre y el guano yacían en la costa casi al alcance de los barcos que venían a buscarlos.
La fácil explotación de este recurso natural dominó todas las otras
manifestaciones de la vida económica del país. El guano y el salitre ocuparon un puesto desmesurado en la economía peruana. Sus rendimientos se
convirtieron en la principal renta fiscal. El país se sintió rico. El Estado
usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a la finanza inglesa19.
Esta es a grandes rasgos toda la historia del guano y del salitre para el
observador que se siente puramente economista. Lo demás, a primera vista, pertenece al historiador. Pero, en este caso, como en todos, el hecho
económico es mucho más complejo y trascendental de lo que parece.
El guano y el salitre, ante todo, cumplieron la función de crear un activo tráfico con el mundo occidental en un período en que el Perú, mal situado geográficamente, no disponía de grandes medios de atraer a su suelo las corrientes colonizadoras y civilizadoras que fecundaban ya otros
países de la América indo-ibera. Este tráfico colocó nuestra economía
bajo el control del capital británico al cual, a consecuencia de las deudas
contraídas con la garantía de ambos productos, debíamos entregar más
tarde la administración de los ferrocarriles20, esto es, de los resortes mismos de la explotación de nuestros recursos.
Las utilidades del guano y del salitre crearon en el Perú, donde la propiedad había conservado hasta entonces un carácter aristocrático y feudal, los primeros elementos sólidos de capital comercial y bancario. Los
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profiteurs directos e indirectos de las riquezas del litoral empezaron a
constituir una clase capitalista. Se formó en el Perú una burguesía, confundida y enlazada en su origen y su estructura con la aristocracia, formada principalmente por los sucesores de los encomenderos y terratenientes
de la colonia, pero obligada por su función a adoptar los principios fundamentales de la economía y la política liberales. Con este fenómeno –al cual
me refiero en varios pasajes de los estudios que componen este libro–, se
relacionan las siguientes constataciones: “En los primeros tiempos de la
Independencia, la lucha de facciones y jefes militares aparece como una
consecuencia de la falta de una burguesía orgánica. En el Perú, la revolución hallaba menos definidos, más retrasados que en otros pueblos hispanoamericanos, los elementos de un orden liberal burgués. Para que este
orden funcionase más o menos embrionariamente tenía que constituirse
una clase capitalista vigorosa. Mientras esta clase se organizaba, el poder
estaba a merced de los caudillos militares. El gobierno de Castilla21 marcó
la etapa de solidificación de una clase capitalista. Las concesiones del Estado22 y los beneficios del guano y del salitre crearon un capitalismo y una
burguesía. Y esta clase, que se organizó luego en el ‘civilismo’23, se movió
muy pronto a la conquista total del poder”24.
Otra faz de este capítulo de la historia económica de la República es la
afirmación de la nueva economía como economía prevalentemente costeña. La búsqueda del oro y de la plata obligó a los españoles, –contra su tendencia a instalarse en la costa–, a mantenter y ensanchar en la sierra sus
puestos avanzados. La minería –actividad fundamental del régimen económico implantado por España en el territorio sobre el cual prosperó antes una sociedad genuina y típicamente agraria–, exigió que se estableciesen en la sierra las bases de la Colonia. El guano y el salitre vinieron a
rectificar esta situación. Fortalecieron el poder de la costa. Estimularon la
sedimentación del Perú nuevo en la tierra baja. Y acentuaron el dualismo
y el conflicto que hasta ahora constituyen nuestro mayor problema histórico.
Este capítulo del guano y del salitre no se deja, por consiguiente, aislar
del desenvolvimiento posterior de nuestra economía. Están ahí las raíces y
los factores del capítulo que ha seguido. La guerra del Pacífico, consecuencia del guano y del salitre, no canceló las otras consecuencias del desBIBLIOTECA AYACUCHO
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cubrimiento y la explotación de estos recursos, cuya pérdida nos reveló
trágicamente el peligro de una prosperidad económica apoyada o cimentada casi exclusivamente sobre la posesión de una riqueza natural, expuesta a la codicia y al asalto de un imperialismo extranjero o a la decadencia de sus aplicaciones por efecto de las continuas mutaciones producidas
en el campo industrial por los inventos de la ciencia. Caillaux nos habla
con evidente actualidad capitalista, de la inestabilidad económica e industrial que engendra el progreso científico*.
En el período dominado y caracterizado por el comercio del guano y
del salitre, el proceso de la transformación de nuestra economía, de feudal
en burguesa, recibió su primera enérgica propulsión. Es, a mi juicio, indiscutible que, si en vez de una mediocre metamorfosis de la antigua clase
dominante, se hubiese operado el advenimiento de una clase de savia y
elan nuevos, ese proceso habría avanzado más orgánica y seguramente.
La historia de nuestra postguerra lo demuestra. La derrota –que causó,
con la pérdida de los territorios del salitre, un largo colapso de las fuerzas
productoras– no trajo como una compensación, siquiera en este orden de
cosas, una liquidación del pasado.
IV. CARÁCTER DE NUESTRA ECONOMÍA ACTUAL
El último capítulo de la evolución de la economía peruana es el de nuestra
postguerra. Este capítulo empieza con un período de casi absoluto colapso de las fuerzas productoras.
La derrota no sólo significó para la economía nacional la pérdida de
sus principales fuentes: el salitre y el guano. Significó, además, la paralización de las fuerzas productoras nacientes, la depresión general de la producción y del comercio, la depreciación de la moneda nacional, la ruina
del crédito exterior. Desangrada, mutilada, la nación sufría una terrible
anemia.
El poder volvió a caer, como después de la Independencia, en manos
de los jefes militares26, espiritual y orgánicamente inadecuados para diri* J. Caillaux, Oú va la France? Oú va l’Europe?, pp. 234 a 23925.
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gir un trabajo de reconstrucción económica. Pero, muy pronto, la capa
capitalista formada en los tiempos del guano y del salitre, reasumió su función y regresó a su puesto27. De suerte que la política de reorganización de
la economía del país se acomodó totalmente a sus intereses de clase. La
solución que se dio al problema monetario28, por ejemplo, correspondió
típicamente a un criterio de latifundistas o propietarios, indiferentes no
sólo al interés del proletariado sino también al de la pequeña y media burguesía, únicas capas sociales a las cuales podía damnificar la súbita anulación del billete.
Esta medida y el contrato Grace fueron, sin duda, los actos más sustantivos y más característicos de una liquidación de las consecuencias económicas de la guerra, inspirada por los intereses y los conceptos de la plutocracia terrateniente.
El contrato Grace, que ratificó el predominio británico en el Perú,
entregando los ferrocarriles del Estado a los banqueros ingleses que hasta
entonces habían financiado la República y sus derroches, dio al mercado
financiero de Londres las prendas y las garantías necesarias para nuevas
inversiones en negocios peruanos. En la restauración del crédito del Estado no se obtuvieron los resultados inmediatos. Pero inversiones prudentes y seguras empezaron de nuevo a atraer al capital británico. La economía peruana, mediante el reconocimiento práctico de su condición de
economía colonial, consiguió alguna ayuda para su convalecencia. La terminación del ferrocarril a La Oroya29 abrió al tránsito y al tráfico internacionales, el departamento de Junín, permitiendo la explotación en vasta
escala de su riqueza minera.
La política económica de Piérola se ajustó plenamente a los mismos
intereses. El caudillo demócrata, que durante tanto tiempo agitara estruendosamente a las masas contra la plutocracia, se esmeró en hacer una
administración “civilista”. Su método tributario, su sistema fiscal, disipan
todos los equívocos que pueden crear su fraseario y su metafísica. Lo que
confirma el principio de que en el plano económico se percibe siempre
con más claridad que en el político el sentido y el contorno de la política,
de sus hombres y de sus hechos.
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Las fases fundamentales de este capítulo en que nuestra economía,
convaleciente de la crisis post-bélica, se organiza lentamente sobre bases
menos pingües, pero más sólidas que las del guano y del salitre, pueden ser
concretadas esquemáticamente en los siguientes hechos:
1o La aparición de la industria moderna. El establecimiento de fábricas, usinas, transportes, etc., que transforman, sobre todo, la vida de la
costa. La formación de un proletariado industrial30 con creciente y natural
tendencia a adoptar un ideario clasista, que siega una de las antiguas fuentes del proselitismo caudillista y cambia los términos de la lucha política.
2o La función del capital financiero. El surgimiento de bancos nacionales que financian diversas empresas industriales y comerciales, pero
que se mueven dentro de un ámbito estrecho, enfeudados a los intereses
del capital extranjero y de la gran propiedad agraria; y el establecimiento
de sucursales de bancos extranjeros que sirven los intereses de la finanza
norteamericana e inglesa31.
3o El acortamiento de las distancias y el aumento del tráfico entre el
Perú y Estados Unidos y Europa. A consecuencia de la apertura del canal
de Panamá32 que mejora notablemente nuestra posición geográfica, se
acelera el proceso de incorporación del Perú en la civilización occidental.
4 o La gradual superación del poder británico por el poder norteamericano. El canal de Panamá, más que a Europa, parece haber aproximado
el Perú a los Estados Unidos. La participación del capital norteamericano
en la explotación del cobre y del petróleo peruanos, que se convierten en
dos de nuestros mayores productos, proporciona una ancha y durable
base al creciente predominio yanqui. La exportación a Inglaterra que en
1898 constituía el 56,7% de la explotación total, en 1923 no llegaba sino al
33,2%. En el mismo período la exportación a los Estados Unidos subía
del 9,5 al 39,7%. Y este movimiento se acentuaba más aún en la importación, pues mientras la de Estados Unidos en dicho período de veinticinco
años pasaba del 10,0 al 38,9%, la de la Gran Bretaña bajaba del 44,7% al
19,6%*.
* Extracto Estadístico del Perú. En los años 1924 a 26, el comercio con Estados Unidos ha
seguido aventajando más y más al comercio con la Gran Bretaña. El porcentaje de la im7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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5o El desenvolvimiento de una clase capitalista, dentro de la cual cesa
de prevalecer como antes la antigua aristocracia33. La propiedad agraria
conserva su potencia; pero declina la de los apellidos virreinales. Se constata el robustecimiento de la burguesía.
6o La ilusión del caucho34. En los años de su apogeo el país cree haber
encontrado El Dorado en la montaña, que adquiere temporalmente un
valor extraordinario en la economía y, sobre todo, en la imaginación del
país. Afluyen a la montaña muchos individuos de “la fuerte raza de los
aventureros”. Con la baja del caucho, tramonta esta ilusión bastante tropical en su origen y en sus características*.
7o Las sobreutilidades del período europeo. El alza de los productos peruanos causa un rápido crecimiento de la fortuna privada nacional. Se opera
un reforzamiento de la hegemonía de la costa en la economía peruana35.
8o La política de los empréstitos. El restablecimiento del crédito peruano en el extranjero ha conducido nuevamente al Estado a recurrir a los
préstamos para la ejecución de su programa de obras públicas**.
También en esta función, Norteamérica ha reemplazado a la Gran
Bretaña. Pletórico de oro, el mercado de Nueva York es el que ofrece las
mejores condiciones. Los banqueros yanquis estudian directamente las
posibilidades de colocación de capital en préstamos a los Estados latinoamericanos. Y cuidan, por supuesto, de que sean invertidos con beneficio
para la industria y el comercio norteamericanos36.
Me parece que éstos son los principales aspectos de la evolución económica del Perú en el período que comienza con nuestra postguerra. No
portación de la Gran Bretaña descendía en 1926 al 15,6 de las importaciones totales y el
de la exportación a 28,5. En tanto, la importación de Estados Unidos alcanzaba un porcentaje de 46,2, que compensaba con exceso el descenso del porcentaje de la exportación
a 34,5.
* Véase en el sexto estudio de este volumen sobre Regionalismo y Centralismo, la nota 4.
** La deuda exterior del Perú, conforme el Extracto Estadístico de 1926, subía al 31 de
diciembre de ese año a Lp. 10.341.906. Posteriormente se ha colocado en Nueva York un
empréstito de 50 millones de dólares, en virtud de la ley que autoriza al Ejecutivo a la
emisión del Empréstito Nacional Peruano, a un tipo no menor del 86% y con un interés
no mayor del 6%, con destino a la cancelación de los empréstitos anteriores, contratados
con un interés del 71/2 al 8%.
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cabe en esta serie de sumarios apuntes un examen prolijo de las anteriores
comprobaciones o proposiciones. Me he propuesto solamente la definición esquemática de algunos rasgos esenciales de la formación y el desarrollo de la economía peruana.
Apuntaré una constatación final: la de que en el Perú actual coexisten
elementos de tres economías diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos
todavía de la economía comunista indígena. En la costa, sobre un suelo
feudal, crece una economía burguesa que, por lo menos en su desarrollo
mental, da la impresión de una economía retardada.
V. ECONOMÍA AGRARIA Y LATIFUNDISMO FEUDAL
El Perú, mantiene, no obstante el incremento de la minería, su carácter de
país agrícola. El cultivo de la tierra ocupa a la gran mayoría de la población
nacional. El indio, que representa las cuatro quintas partes de ésta, es tradicional y habitualmente agricultor. Desde 1925, a consecuencia del descenso de los precios del azúcar y el algodón y de la disminución de las cosechas, las exportaciones de la minería han sobrepasado largamente a las
de la agricultura. La exportación de petróleo y sus derivados, en rápido
ascenso, influye poderosamente en este suceso. (De Lp. 1.387.778 en
1916 se ha elevado a Lp. 7.421.128 en 1926). Pero la producción agropecuaria no está representada sino en una parte por los productos exportados: algodón, azúcar y derivados, lanas, cueros, gomas. La agricultura y
ganadería nacionales proveen al consumo nacional, mientras los productos mineros son casi íntegramente exportados. Las importaciones de sustancias alimenticias y bebidas alcanzaron en 1925 a Lp. 4.148.311. El más
grueso renglón de estas importaciones, corresponde al trigo, que se produce en el país en cantidad muy insuficiente aún. No existe estadística
completa de la producción y el consumo nacionales. Calculando un consumo diario de 50 centavos de sol por habitante en productos agrícolas y
pecuarios del país se obtendrá un total de más de Lp. 84.000.000 sobre la
población de 4.609.999 que arroja el cómputo de 1896. Si se supone una
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población de 5.000.000 de habitantes, el valor del consumo nacional sube
a Lp. 91.250.000. Estas cifras atribuyen una enorme primacía a la producción agropecuaria en la economía del país.
La minería, de otra parte, ocupa a un número reducido aún de trabajadores. Conforme al Extracto Estadístico, en 1926 trabajaban en esta industria 28.592 obreros. La industria manufacturera emplea también un
contingente modesto de brazos *. Sólo las haciendas de caña de azúcar
ocupaban en 1926 en sus faenas de campo 22.367 hombres y 1.173 mujeres. Las haciendas de algodón de la costa, en la campaña de 1922-23, la
última a que alcanza la estadística publicada, se sirvieron de 40.557 braceros; y las haciendas de arroz, en la campaña 1924-25, de 11.332.
La mayor parte de los productos agrícolas y ganaderos que se consumen en el país proceden de los valles y planicies de la sierra. En las haciendas de la costa, los cultivos alimenticios están por debajo del mínimum
obligatorio que señala una ley expedida en el período37 en que el alza del
algodón y el azúcar incitó a los terratenientes a suprimir casi totalmente
aquellos cultivos, con grave efecto en el encarecimiento de las subsistencias.
La clase terrateniente no ha logrado transformarse en una burguesía
capitalista, patrona de la economía nacional **. La minería, el comercio,
los transportes, se encuentran en manos del capital extranjero. Los latifundistas se han contentado con servir de intermediarios a éste, en la producción de algodón y azúcar. Este sistema económico, ha mantenido en la
agricultura, una organización semifeudal que constituye el más pesado
lastre del desarrollo del país.
La supervivencia de la feudalidad en la costa, se traduce en la languidez y pobreza de su vida urbana. El número de burgos y ciudades de la
costa, es insignificante. Y la aldea propiamente dicha, no existe casi sino
en los pocos retazos de tierra donde la campiña enciende todavía la alegría
de sus parcelas en medio del agro feudalizado.
* El Extracto Estadístico del Perú no consigna ningún dato sobre el particular. La Estadística Industrial del Perú del Ing. Carlos P. Jiménez (1922) tampoco ofrece una cifra general.
** Las condiciones en que se desenvuelve la vida agrícola del país, son estudiadas en el
ensayo sobre el problema de la tierra, pp. 39 a 85 de este volumen.
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En Europa, la aldea desciende del feudo disuelto*. En la costa peruana la aldea no existe casi, porque el feudo, más o menos intacto, subsiste
todavía. La hacienda –con su casa más o menos clásica, la ranchería generalmente miserable, y el ingenio y sus colcas39–, es el tipo dominante de
agrupación rural. Todos los puntos de un itinerario están señalados por
nombres de haciendas. La ausencia de la aldea, la rareza del burgo, prolonga el desierto dentro del valle, en la tierra cultivada y productiva.
Las ciudades, conforme a una ley de geografía económica, se forman
regularmente en los valles, en el punto donde se entrecruzan sus caminos.
En la costa peruana, valles ricos y extensos, que ocupan un lugar conspicuo en la estadística de la producción nacional, no han dado vida hasta
ahora a una ciudad. Apenas si en sus cruceros o sus estaciones, medra a
veces un burgo, un pueblo estagnado, palúdico, macilento, sin salud rural
y sin traje urbano. Y, en algunos casos, como en el del valle de Chicama, el
latifundio ha empezado a sofocar a la ciudad. La negociación capitalista se
torna más hostil a los fueros de la ciudad que el castillo o el dominio feudal. Le disputa su comercio, la despoja de su función.
Dentro de la feudalidad europea los elementos de crecimiento, los
factores de vida del burgo, eran, a pesar de la economía rural, mucho mayores que dentro de la semifeudalidad criolla. El campo necesitaba de los
servicios del burgo, por clausurado que se mantuviese. Disponía, sobre
todo de un remanente de productos de la tierra que tenía que ofrecerle.
Mientras tanto, la hacienda costeña produce algodón o caña para mercados lejanos. Asegurado el transporte de estos productos, su comunicación
con la vecindad no le interesa, sino secundariamente. El cultivo de frutos
alimenticios, cuando no ha sido totalmente extinguido por el cultivo de
algodón o la caña, tiene por objeto abastecer al consumo de la hacienda.
* La aldea no es –escribe Lucien Romier– como el burgo o la ciudad, el producto de un
agrupamiento: es el resultado de la desmembración de un antiguo dominio, de una señoría, de una tierra laica o eclesiástica en torno de un campanario. El origen unitario de la
aldea transparece en varias supervivencias: tal el “espíritu de campanario”, tales las rivalidades inmemoriales entre las parroquias. Explica el hecho tan impresionante de que las
rutas antiguas no atraviesen las aldeas: las respetan como propiedades privadas y abordan de preferencia sus confines” (Explication de Notre Temps)38.
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El burgo, en muchos valles, no recibe nada del campo ni posee nada en el
campo. Vive, por esto, en la miseria, de uno que otro oficio urbano, de los
hombres que suministra al trabajo de las haciendas, de su fatiga triste de
estación por donde pasan anualmente muchos miles de toneladas de frutos de la tierra. Una porción de campiña, con sus hombres libres, con su
comunidad hacendosa, es un raro oasis en una sucesión de feudos deformados, con máquinas y rieles, sin los timbres de la tradición señorial.
La hacienda, en gran número de casos, cierra completamente sus
puertas a todo comercio con el exterior: los “tambos”40 tienen la exclusiva
del aprovisionamiento de su población. Esta práctica que, por una parte,
acusa el hábito de tratar al peón como una cosa y no como una persona,
por otra parte, impide que los pueblos tengan la función que garantizaría
su subsistencia y desarrollo, dentro de la economía rural de los valles. La
hacienda, acaparando con la tierra y las industrias anexas, el comercio y
los transportes, priva de medios de vida al burgo, lo condena a una existencia sórdida y exigua.
Las industrias y el comercio de las ciudades están sujetos a un contralor, reglamentos, contribuciones municipales. La vida y los servicios comunales se alimentan de su actividad. El latifundio, en tanto, escapa a estas
reglas y tasas. Puede hacer a la industria y comercio urbano una competencia desleal. Está en actitud de arruinarlos.
El argumento favorito de los abogados de la gran propiedad es el de la
imposibilidad de crear, sin ella, grandes centros de producción. La agricultura moderna –se arguye–, requiere costosas maquinarias, ingentes inversiones, administración experta. La pequeña propiedad no se concilia
con estas necesidades. Las exportaciones de azúcar y algodón establecen
el equilibrio de nuestra balanza comercial.
Mas los cultivos, los “ingenios”41 y las exportaciones de que se enorgullecen los latifundistas, están muy lejos de constituir su propia obra. La
producción de algodón y azúcar ha prosperado al impulso de créditos
obtenidos con este objeto, sobre la base de tierras apropiadas y mano de
obra barata. La organización financiera de estos cultivos, cuyo desarrollo
y cuyas utilidades están regidas por el mercado mundial, no es un resultado de la previsión ni la cooperación de los latifundistas. La gran propieBIBLIOTECA AYACUCHO
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dad no ha hecho sino adaptarse al impulso que le ha venido de fuera. El
capitalismo extranjero, en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, ha financiado y dirigido el trabajo de los propietarios, prestándoles
dinero con la garantía de sus productos y de sus tierras. Ya muchas propiedades cargadas de hipotecas han empezado a pasar a la administración
directa de las firmas exportadoras.
La experiencia más vasta y típica de la capacidad de los terratenientes
del país, nos la ofrece el departamento de La Libertad. Las grandes haciendas de sus valles se encontraban en manos de su aristocracia latifundista. El balance de largos años de desarrollo capitalista se resume en los
hechos notorios: la concentración de la industria azucarera de la región en
dos grandes centrales, la de Cartavio y la de Casa Grande42, extranjeras
ambas; la absorción de las negociaciones nacionales por estas dos empresas, particularmente por la segunda; el acaparamiento del propio comercio de importación por esta misma empresa; la decadencia comercial de
la ciudad de Trujillo y la liquidación de la mayor parte de sus firmas importadoras*.
Los sistemas provinciales, los hábitos feudales de los antiguos grandes propietarios de La Libertad no han podido resistir a la expansión de
las empresas capitalistas extranjeras. Estas no deben su éxito exclusivamente a sus capitales: lo deben también a su técnica, a sus métodos, a su
disciplina. Lo deben a su voluntad de potencia. Lo deben, en general, a
todo aquello que ha faltado a los propietarios locales, algunos de los cuales habrían podido hacer lo mismo que la empresa alemana ha hecho, si
hubiesen tenido condiciones de capitanes de industria.
Pesan sobre el propietario criollo la herencia y educación españolas,
que le impiden percibir y entender netamente todo lo que distingue al capitalismo de la feudalidad. Los elementos morales, políticos, psicológicos
del capitalismo no parecen haber encontrado aquí su clima *. El capitalis* Alcides Spelucín ha expuesto recientemente, en un diario de Lima, con mucha objetividad y ponderación, las causas y etapas de esta crisis. Aunque su crítica recalca sobre todo
la acción invasora del capitalismo extranjero, la responsabilidad del capitalismo local
–por absentismo, por imprevisión y por inercia– es a la postre la que ocupa el primer término43.
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ta, o mejor el propietario, criollo, tiene el concepto de la renta antes que el
de la producción. El sentimiento de aventura, el ímpetu de creación, el
poder organizador, que caracterizan al capitalista auténtico, son entre nosotros casi desconocidos.
La concentración capitalista ha estado precedida por una etapa de libre
concurrencia. La gran propiedad moderna no surge, por consiguiente, de
la gran propiedad feudal, como los terratenientes criollos se imaginan
probablemente. Todo lo contrario, para que la gran propiedad moderna
surgiese, fue necesario el fraccionamiento, la disolución de la gran propiedad feudal. El capitalismo es un fenómeno urbano: tiene el espíritu de
burgo industrial, manufacturero, mercantil. Por esto, uno de sus primeros actos fue la liberación de la tierra, la destrucción del feudo. El desarrollo de la ciudad necesitaba nutrirse de la actividad libre del campesino.
En el Perú, contra el sentido de la emancipación republicana, se ha
encargado al espíritu del feudo –antítesis y negación del espíritu del burgo– la creación de una economía capitalista.
* El capitalismo no es sólo una técnica; es además un espíritu. Este espíritu, que en los
países anglo-sajones alcanza su plenitud, entre nosotros es exiguo, incipiente, rudimentario.
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EL PROBLEMA DEL INDIO
SU NUEVO PLANTEAMIENTO
TODAS LAS TESIS sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a
éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos –y a veces sólo verbales–, condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente, todas no han
servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica
socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en la economía
del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en
su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en
el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con
medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con
obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras
subsista la feudalidad de los “gamonales”*44 .
El “gamonalismo” invalida inevitablemente toda ley u ordenanza de
protección indígena. El hacendado, el latifundista, es un señor feudal.
* En el prólogo de Tempestad en los Andes de Valcárcel45, vehemente y beligerante evangelio indigenista, he explicado así mi punto de vista:
“La fe en el resurgimiento indígena no proviene de un proceso de ‘occidentalización’
material de la tierra quechua. No es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito46, es la idea de la revolución socialista. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria. El mismo mito, la misma idea, son agentes decisivos del despertar de otros viejos pueblos, de otras viejas razas en colapso: hindúes,
chinos, etc. La historia universal tiende hoy como nunca a regirse por el mismo cuadrante. ¿Por qué ha de ser el pueblo inkaico, que construyó el más desarrollado y armónico
sistema comunista, el único insensible a la emoción mundial? La consanguinidad del
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Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente
la ley escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley y, sin embargo, el
trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el latifundio. El
movimiento indigenista con las corrientes revolucionarias mundiales es demasiado evidente para que precise documentarla. Yo he dicho ya que he llegado al entendimiento y a
la valorización justa de lo indígena por la vía del socialismo. El caso de Valcárcel demuestra lo exacto de mi experiencia personal. Hombre de diversa formación intelectual, influido por sus gustos tradicionalistas, orientado por distinto género de sugestiones y estudios, Valcárcel resuelve políticamente su indigenismo en socialismo. En este libro nos
dice, entre otras cosas, que ‘el proletariado indígena espera su Lenin’. No sería diferente
el lenguaje de un marxista.
La reivindicación indígena carece de concreción histórica mientras se mantiene en un
plano filosófico o cultural. Para adquirirla –esto es para adquirir realidad, corporeidad–
necesita convertirse en reivindicación económica y política. El socialismo nos ha enseñado a plantear el problema indígena en nuevos términos. Hemos dejado de considerarlo
abstractamente como problema étnico o moral para reconocerlo concretamente como
problema social, económico y político. Y entonces lo hemos sentido, por primera vez,
esclarecido y demarcado.
Los que no han roto todavía el cerco de su educación liberal burguesa y, colocándose en
una posición abstractista y literaria, se entretienen en barajar los aspectos raciales del
problema, olvidan que la política y, por tanto la economía, lo dominan fundamentalmente. Emplean un lenguaje pseudo-idealista para escamotear la realidad disimulándola bajo
sus atributos y consecuencias. Oponen a la dialéctica revolucionaria un confuso galimatías crítico, conforme al cual la solución del problema indígena no puede partir de una
reforma o hecho político porque a los efectos inmediatos de éste escaparía una compleja
multitud de costumbres y vicios que sólo pueden transformarse a través de una evolución
lenta y normal.
La historia, afortunadamente, resuelve todas las dudas y desvanece todos los equívocos.
La Conquista fue un hecho político. Interrumpió bruscamente el proceso autónomo de la
nación quechua, pero no implicó una repentina sustitución de las leyes y costumbres de
los nativos por las de los conquistadores. Sin embargo, ese hecho político abrió, en todos
los órdenes de cosas, así espirituales como materiales, un nuevo período. El cambio de
régimen bastó para mudar desde sus cimientos la vida del pueblo quechua. La Independencia fue otro hecho político. Tampoco correspondió a una radical transformación de
la estructura económica y social del Perú; pero inauguró, no obstante, otro período de
nuestra historia, y si no mejoró prácticamente la condición del indígena, por no haber
tocado casi la infraestructura económica colonial, cambió su situación jurídica47, y franqueó el camino de su emancipación política y social. Si la República no siguió este camino, la responsabilidad de la omisión corresponde exclusivamente a la clase que usufructuó la obra de los libertadores tan rica potencialmente en valores y principios creadores.
El problema indígena no admite ya la mistificación a que perpetuamente lo ha sometido
una turba de abogados y literatos, consciente o inconscientemente mancomunados con
los intereses de la casta latifundista. La miseria moral y material de la raza indígena apare-
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juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el recaudador, están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer contra los gamonales. El funcionario que se obstinase en imponerla, sería abandonado y sacrificado por el poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las
influencias del gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra vía con la misma eficacia.
El nuevo examen del problema indígena, por esto, se preocupa mucho menos de los lineamientos de una legislación tutelar que de las consecuencias del régimen de propiedad agraria. El estudio del Dr. José A. Encinas (Contribución a una legislación tutelar indígena) inicia en 191848 esta
ce demasiado netamente como una simple consecuencia del régimen económico y social
que sobre ella pesa desde hace siglos. Este régimen sucesor de la feudalidad colonial, es el
‘gamonalismo’. Bajo su imperio, no se puede hablar seriamente de redención del indio.
El término ‘gamonalismo’ no designa sólo una categoría social y económica: la de los latifundistas o grandes propietarios agrarios. Designa todo un fenómeno. El gamonalismo
no está representado sólo por los gamonales propiamente dichos. Comprende una larga jerarquía de funcionarios, intermediarios, agentes, parásitos, etc. El indio alfabeto se
transforma en un explotador de su propia raza porque se pone al servicio del gamonalismo. El factor central del fenómeno es la hegemonía de la gran propiedad semifeudal en la
política y el mecanismo del Estado. Por consiguiente, es sobre este factor sobre el que se
debe actuar si se quiere atacar en su raíz un mal del cual algunos se empeñan en no contemplar sino las expresiones episódicas o subsidiarias.
Esa liquidación del gamonalismo, o de la feudalidad, podía haber sido realizada por la
República dentro de los principios liberales y capitalistas. Pero por las razones que llevo
ya señaladas estos principios no han dirigido efectiva y plenamente nuestro proceso histórico. Saboteados por la propia clase encargada de aplicarlos, durante más de un siglo
han sido impotentes para redimir al indio de una servidumbre que constituía un hecho
absolutamente solidario con el de la feudalidad. No es el caso de esperar que hoy, que estos principios están en crisis en el mundo, adquieran repentinamente en el Perú una insólita vitalidad creadora.
El pensamiento revolucionario, y aun el reformista, no puede ser ya liberal sino socialista.
El socialismo aparece en nuestra historia no por una razón de azar, de imitación o de
moda, como espíritus superficiales suponen, sino como una fatalidad histórica. Y sucede
que mientras, de un lado, los que profesamos el socialismo propugnamos lógicamente y
coherentemente la reorganización del país sobre bases socialistas y –constatando que el
régimen económico y político que combatimos se ha convertido gradualmente en una
fuerza de colonización del país por los capitalismos imperialistas extranjeros–, proclamamos que éste es un instante de nuestra historia en que no es posible ser efectivamente nacionalista y revolucionario sin ser socialista, de otro lado no existe en el Perú, como no ha
existido nunca, una burguesía progresista, con sentido nacional, que se profese liberal y
democrática y que inspire su política en los postulados de su doctrina”.
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tendencia, que de entonces a hoy no ha cesado de acentuarse*. Pero por el
carácter mismo de su trabajo, el Dr. Encinas no podía formular en él un
programa económico-social. Sus proposiciones dirigidas a la tutela de la
propiedad indígena, tenían que limitarse a este objetivo jurídico. Esbozando las bases del Home Stead49 indígena, el Dr. Encinas recomienda la
distribución de tierras del Estado y de la Iglesia. No menciona absolutamente la expropiación de los gamonales latifundistas. Pero su tesis se distingue por una reiterada acusación de los efectos del latifundismo, que
sale inapelablemente condenado de esta requisitoria**, que en cierto
modo preludia la actual crítica económico-social de la cuestión del indio.
Esta crítica repudia y descalifica las diversas tesis que consideran la
cuestión como uno u otro de los siguientes criterios unilaterales y exclusivos: administrativo, jurídico, étnico, moral, educacional, eclesiástico.
La derrota más antigua y evidente es, sin duda, la de los que reducen la
protección de los indígenas a un asunto de ordinaria administración. Desde los tiempos de la legislación colonial española, las ordenanzas sabias y
* González Prada, que ya en uno de sus primeros discursos de agitador intelectual había
dicho que formaban el verdadero Perú los millones de indios de los valles andinos, en el
capítulo “Nuestros indios” incluido en la última edición de Horas de lucha50, tiene juicios
que lo señalan como el precursor de una nueva conciencia social: “Nada cambia más
pronto ni más radicalmente la psicología del hombre que la propiedad: al sacudir la esclavitud del vientre, crece en cien palmos. Con sólo adquirir algo el individuo asciende algunos peldaños en la escala social, porque las clases se reducen a grupos clasificados por el
monto de la riqueza. A la inversa del globo aerostático, sube más el que más pesa. Al que
diga: la escuela, respóndasele: la escuela y el pan. La cuestión del indio, más que pedagógica, es económica, es social”.
** “Sostener la condición económica del indio –escribe Encinas– es el mejor modo de
elevar su condición social. Su fuerza económica se encuentra en la tierra, allí se encuentra
toda su actividad. Retirarlo de la tierra es variar, profunda y peligrosamente, ancestrales
tendencias de la raza. No hay como el trabajo de la tierra para mejorar sus condiciones
económicas. En ninguna otra parte, ni en ninguna otra forma puede encontrar mayor
fuente de riqueza como en la tierra” (Contribución a una legislación tutelar indígena, p.
39). Encinas, en otra parte, dice: “Las instituciones jurídicas relativas a la propiedad tienen su origen en las necesidades económicas. Nuestro Código Civil no está en armonía
con los principios económicos, porque es individualista en lo que se refiere a la propiedad. La ilimitación del derecho de propiedad ha creado el latifundio con detrimento de
la propiedad indígena. La propiedad del suelo improductivo ha creado la enfeudación
de la raza y su miseria” (p. 13).
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prolijas, elaboradas después de concienzudas encuestas, se revelan totalmente infructuosas. La fecundidad de la República, desde las jornadas de
la Independencia, en decretos, leyes y providencias encaminadas a amparar a los indios contra la exacción y el abuso, no es de las menos considerables. El gamonal de hoy, como el “encomendero” de ayer, tiene sin embargo muy poco que temer de la teoría administrativa. Sabe que la práctica es
distinta.
El carácter individualista de la legislación de la República ha favorecido, incuestionablemente, la absorción de la propiedad indígena por el latifundismo. La situación del indio, a este respecto, estaba contemplada
con mayor realismo por la legislación española. Pero la reforma jurídica
no tiene más valor práctico que la reforma administrativa, frente a un feudalismo intacto en su estructura económica. La apropiación de la mayor
parte de la propiedad comunal e individual indígena está ya cumplida51.
La experiencia de todos los países que han salido de su evo-feudal, nos demuestra, por otra parte, que sin la disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna parte, un derecho liberal.
La suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se
nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de
las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y
conquista. Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de
la raza aborigen con inmigrantes blancos, es una ingenuidad antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos. Los pueblos asiáticos, a los cuales no es inferior en un
ápice el pueblo indio, han asimilado admirablemente la cultura occidental, en lo que tiene de más dinámico y creador, sin transfusiones de sangre
europea. La degeneración del indio peruano es una barata invención de
los leguleyos de la mesa feudal.
La tendencia a considerar el problema indígena como un problema
moral, encarna una concepción liberal, humanitaria, ochocentista, iluminista, que en el orden político de Occidente anima y motiva las “ligas de
los Derechos del Hombre”. Las conferencias y sociedades antiesclavistas,
que en Europa han denunciado más o menos infructuosamente los críme-
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nes de los colonizadores, nacen de esta tendencia, que ha confiado siempre con exceso en sus llamamientos al sentido moral de la civilización.
González Prada no se encontraba exento de su esperanza52 cuando escribía que la “condición del indígena puede mejorar de dos maneras: o el
corazón de los opresores se conduele al extremo de reconocer el derecho
de los oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente para escarmentar a los opresores”*. La Asociación Pro-Indígena
(1909-1917) representó, ante todo, la misma esperanza, aunque su verdadera eficacia estuviera en los fines concretos e inmediatos de defensa del
indio que le asignaron sus directores, orientación que debe mucho, seguramente, al idealismo práctico, característicamente sajón, de Dora Mayer**. El experimento está ampliamente cumplido, en el Perú y en el mundo. La prédica humanitaria no ha detenido ni embarazado en Europa el
imperialismo ni ha bonificado sus métodos. La lucha contra el imperialismo, no confía ya sino en la solidaridad y en la fuerza de los movimientos de
emancipación de las masas coloniales. Este concepto preside en la Europa
contemporánea una acción antimperialista, a la cual se adhieren espíritus
liberales como Albert Einstein y Romain Rolland, y que por tanto no puede ser considerada de exclusivo carácter socialista.
* González Prada, “Nuestros indios”, Horas de lucha, 2a ed.
** Dora Mayer de Zulen resume así el carácter del experimento Pro-Indígena: “En fría
concreción de datos prácticos, la Asociación Pro-Indígena significa para los historiadores lo que Mariátegui supone un experimento de rescate de la atrasada y esclavizada raza
indígena por medio de un cuerpo protector extraño a ella, que gratuitamente y por vías
legales ha procurado servirle como abogado en sus reclamos ante los Poderes del Estado”. Pero, como aparece en el mismo interesante balance de la Pro-Indígena, Dora Mayer piensa que esta asociación trabajó, sobre todo, por la formación de un sentido de responsabilidad. “Dormida estaba –anota– a los cien años de la emancipación republicana
del Perú, la conciencia de los gobernantes, la conciencia de los gamonales, la conciencia
del clero, la conciencia del público ilustrado y semi ilustrado, respecto a sus obligaciones
para con la población que no sólo merecía un filantrópico rescate de vejámenes inhumanos, sino a la cual el patriotismo peruano debía un resarcimiento de honor nacional, porque la raza incaica había descendido a escarnio de propios y extraños”. El mejor resultado de la Pro-Indígena resulta sin embargo, según el leal testimonio de Dora Mayer, su
influencia en el despertar indígena. “Lo que era deseable que sucediera, estaba sucediendo; que los indígenas mismos, saliendo de la tutela de las clases ajenas concibieran los
medios de su reivindicación”53.
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En el terreno de la razón y la moral, se situaba hace siglos, con mayor
energía, o al menos mayor autoridad, la acción religiosa. Esta cruzada no
obtuvo, sin embargo, sino leyes y providencias muy sabiamente inspiradas. La suerte de los indios no varió sustancialmente. González Prada,
que como sabemos no consideraba estas cosas con criterio propia o sectariamente socialista, busca la explicación de este fracaso en la entraña económica de la cuestión: “No podía suceder de otro modo: oficialmente se
ordenaba la explotación; se pretendía que humanamente se cometieran
iniquidades o equitativamente se consumaran injusticias. Para extirpar
los abusos, habría sido necesario abolir los repartimientos y las mitas, en
dos palabras, cambiar todo el régimen colonial. Sin las faenas del indio
americano se habrían vaciado las arcas del tesoro español”*. Más evidentes posibilidades de éxito que la prédica liberal tenía, con todo, la prédica
religiosa. Esta apelaba al exaltado y operante catolicismo español mientras aquélla intentaba hacerse escuchar del exiguo y formal liberalismo
criollo.
Pero hoy la esperanza en una solución eclesiástica es indiscutiblemente la más rezagada y antihistórica de todas. Quienes la representan no se
preocupan siquiera, como sus distantes –¡tan distantes!– maestros, de
obtener una nueva declaración de los derechos del indio, con adecuadas
autoridades y ordenanzas, sino de encargar al misionero la función de
mediar entre el indio y el gamonal**. La obra que la Iglesia no pudo realizar en un orden medioeval, cuando su capacidad espiritual e intelectual
podía medirse por frailes como el padre de Las Casas, ¿con qué elementos
contaría para prosperar ahora? Las misiones adventistas, bajo este aspec* Obra citada.
** “Sólo el misionero –escribe el señor José León y Bueno, uno de los líderes de la ‘Acción
Social de la Juventud’– puede redimir y restituir al indio. Siendo el intermediario incansable entre el gamonal y el colono, entre el latifundista y el comunero, evitando las arbitrariedades del Gobernador que obedece sobre todo al interés político del cacique criollo; explicando con sencillez la lección objetiva de la naturaleza e interpretando la vida en
su fatalidad y en su libertad; condenando el desborde sensual de las muchedumbres en las
fiestas; segando la incontinencia en sus mismas fuentes y revelando a la raza su misión
excelsa, puede devolver al Perú su unidad, su dignidad y su fuerza” (Boletín de la A.S.J.,
mayo de 1928)54.
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to, han ganado la delantera al clero católico, cuyos claustros convocan
cada día menor suma de vocaciones de evangelización.
El concepto de que el problema del indio es un problema de educación, no aparece sufragado ni aun por un criterio estricta y autónomamente pedagógico. La pedagogía tiene hoy más en cuenta que nunca los factores sociales y económicos. El pedagogo moderno sabe perfectamente que
la educación no es una mera cuestión de escuela y métodos didácticos. El
medio económico social condiciona inexorablemente la labor del maestro. El gamonalismo es fundamentalmente adverso a la educación del indio: su subsistencia tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el
mismo interés que en el cultivo de su alcoholismo*. La escuela moderna
–en el supuesto de que, dentro de las circunstancias vigentes, fuera posible multiplicarla en proporción a la población escolar campesina–, es
incompatible con el latifundio feudal. La mecánica de la servidumbre,
anularía totalmente la acción de la escuela, si esta misma, por un milagro
inconcebible dentro de la realidad social, consiguiera conservar, en la atmósfera del feudo, su pura misión pedagógica. La más eficiente y grandiosa enseñanza normal no podría operar estos milagros. La escuela y el
maestro están irremisiblemente condenados a desnaturalizarse bajo la
presión del ambiente feudal, inconciliable con la más elemental concepción progresista o evolucionista de las cosas. Cuando se comprende a medias esta verdad, se descubre la fórmula salvadora en los internados indígenas. Mas la insuficiencia clamorosa de esta fórmula se muestra en toda
su evidencia, apenas se reflexiona en el insignificante porcentaje de la población escolar indígena que resulta posible alojar en estas escuelas.
La solución pedagógica, propugnada por muchos con perfecta buena
fe, está ya hasta oficialmente descartada. Los educacionistas son, repito,
los que menos pueden pensar en independizarla de la realidad económico-social. No existe, pues, en la actualidad, sino como una sugestión vaga
e informe, de la que ningún cuerpo y ninguna doctrina se hace responsable.
* Es demasiado sabido que la producción –y también el contrabando– de aguardiente de
caña, constituye uno de los más lucrativos negocios de los hacendados de la Sierra. Aun
los de la Costa, explotan en cierta escala este filón. El alcoholismo del peón y del colono
resulta indispensable a la prosperidad de nuestra gran propiedad agrícola.
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El nuevo planteamiento consiste en buscar el problema indígena en el
problema de la tierra.
SUMARIA REVISIÓN HISTÓRICA*
La población del imperio inkaico, conforme a cálculos prudentes, no era
menor de diez millones. Hay quienes la hacen subir a doce y aun a quince
millones. La Conquista fue, ante todo, una tremenda carnicería. Los conquistadores españoles, por su escaso número, no podían imponer su dominio sino aterrorizando a la población indígena, en la cual produjeron
una impresión supersticiosa las armas y los caballos de los invasores, mirados como seres sobrenaturales. La organización política y económica de
la Colonia, que siguió a la Conquista, no puso término al exterminio de la
raza indígena. El Virreinato estableció un régimen de brutal explotación.
La codicia de los metales preciosos, orientó la actividad económica española hacia la explotación de las minas que, bajo los inkas, habían sido trabajadas en muy modesta escala, en razón de no tener el oro y la plata sino
aplicaciones ornamentales y de ignorar los indios, que componían un pueblo esencialmente agrícola, el empleo del hierro. Establecieron los españoles, para la explotación de las minas y los “obrajes”55, un sistema abrumador de trabajos forzados y gratuitos, que diezmó la población
aborigen. Esta no quedó así reducida sólo a un estado de servidumbre
–como habría acontecido si los españoles se hubiesen limitado a la explotación de las tierras conservando el carácter agrario del país– sino, en
gran parte, a un estado de esclavitud. No faltaron voces humanitarias y civilizadoras que asumieron ante el rey de España la defensa de los indios.
El padre de Las Casas sobresalió eficazmente en esta defensa. Las Leyes
* Esta “Sumaria revisión histórica” fue escrita por J.C.M. a pedido de la Agencia Tass de
Nueva York, traducida y publicada en la revista The Nation (vol. 128, 16 de enero de
1929, con el título “The New Perú”). Reproducida en Labor (año I, No 1, 1928) con el título “Sobre el problema indígena. Sumaria revisión histórica”, fue precedida por una
Nota de Redacción, escrita por el autor, en la que señala que estos apuntes “complementan en cierta forma el capítulo sobre el problema del indio de 7 ensayos de interpretación
de la realidad peruana”. Por este motivo los hemos agregado al presente ensayo. (Nota de
la Biblioteca Amauta, 1968).
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de Indias56 se inspiraron en propósitos de protección de los indios, reconociendo su organización típica en “comunidades”. Pero, prácticamente, los indios continuaron a merced de una feudalidad despiadada que
destruyó la sociedad y la economía inkaicas, sin sustituirlas con un orden
capaz de or-ganizar progresivamente la producción. La tendencia de los
españoles a establecerse en la Costa ahuyentó de esta región a los aborígenes a tal punto que se carecía de brazos para el trabajo. El Virreinato quiso
resolver este problema mediante la importación de esclavos negros, gente
que resultó adecuada al clima y las fatigas de los valles o llanos cálidos de la
costa, e inaparente, en cambio, para el trabajo de las minas, situadas en la
sierra fría. El esclavo negro reforzó la dominación española que a pesar de
la despoblación indígena, se habría sentido de otro modo demográficamente demasiado débil frente al indio, aunque sometido, hostil y enemigo. El negro fue dedicado al servicio doméstico y a los oficios. El blanco se
mezcló fácilmente con el negro, produciendo este mestizaje uno de los tipos de población costeña con características de mayor adhesión a lo español y mayor resistencia a lo indígena.
La revolución de la independencia no constituyó, como se sabe, un
movimiento indígena. La promovieron y usufructuaron los criollos y aun
los españoles de las colonias. Pero aprovechó el apoyo de la masa indígena. Y, además, algunos indios ilustrados como Pumacahua57 tuvieron en
su gestación parte importante. El programa liberal de la revolución comprendía lógicamente la redención del indio, consecuencia automática de
la aplicación de sus postulados igualitarios. Y, así, entre los primeros actos
de la República, se contaron varias leyes y decretos favorables a los indios.
Se ordenó el reparto de tierras, la abolición de los trabajos gratuitos, etc.;
pero no representando la revolución en el Perú el advenimiento de una
nueva clase dirigente, todas estas disposiciones quedaron sólo escritas,
faltas de gobernantes capaces de actuarlas. La aristocracia latifundista de
la Colonia, dueña del poder, conservó intacto sus derechos feudales sobre
la tierra y, por consiguiente, sobre el indio. Todas las disposiciones aparentemente enderezadas a protegerla, no han podido nada contra la feudalidad subsistente hasta hoy.
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El Virreinato aparece menos culpable que la República. Al Virreinato
le corresponde, originalmente, toda la responsabilidad de la miseria y la
depresión de los indios. Pero, en ese tiempo inquisitorial, una gran voz
cristiana, la de fray Bartolomé de Las Casas, defendió vibrantemente a los
indios contra los métodos brutales de los colonizadores. No ha habido en
la República un defensor tan eficaz y tan porfiado de la raza aborigen.
Mientras el Virreinato era un régimen medioeval y extranjero, la República es formalmente un régimen peruano y liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía el Virreinato. A la República le
tocaba elevar la condición del indio. Y contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha exasperado
su miseria. La República ha significado para los indios la ascensión de una
nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y de alma agrarias, como la raza indígena,
este despojo ha constituido una causa de disolución material y moral. La
tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado la
tierra. Siente que “la vida viene de la tierra” y vuelve a la tierra. Por ende,
el indio puede ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra que
sus manos y su aliento labran y fecundan religiosamente. La feudalidad
criolla se ha comportado, a este respecto, más ávida y más duramente que
la feudalidad española. En general, en el “encomendero” español había
frecuentemente algunos hábitos nobles de señorío. El “encomendero”
criollo58 tiene todos los defectos del plebeyo y ninguna de las virtudes del
hidalgo. La servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las revueltas, todas las tempestades del indio, han sido
ahogadas en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del indio les ha
sido dada siempre una respuesta marcial. El silencio de la puna ha guardado luego el trágico secreto de estas respuestas. La República ha restaurado, en fin, bajo el título de conscripción vial59, el régimen de las “mitas”60.
La República, además, es responsable de haber aletargado y debilitado las energías de la raza. La causa de la redención del indio se convirtió
bajo la República, en una especulación demagógica de algunos caudillos.
Los partidos criollos la inscribieron en su programa. Disminuyeron así en
los indios la voluntad de luchar por sus reivindicaciones.
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En la sierra, la región habitada principalmente por los indios, subsiste
apenas modificada en sus lineamientos, la más bárbara y omnipotente
feudalidad. El dominio de la tierra coloca en manos de los gamonales, la
suerte de la raza indígena, caída en un grado extremo de depresión y de
ignorancia. Además de la agricultura, trabajada muy primitivamente, la
sierra peruana presenta otra actividad económica: la minería, casi totalmente en manos de dos grandes empresas norteamericanas. En las minas
rige el salariado; pero la paga es ínfima, la defensa de la vida del obrero
casi nula, la ley de accidentes de trabajo burlada. El sistema del “enganche”61, que por medio de anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a los
indios a merced de estas empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que
los condena la feudalidad agraria, que los indios encuentran preferible,
con todo, la suerte que les ofrecen las minas.
La propagación en el Perú de las ideas socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de reivindicación indígena. La nueva generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por
lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el
bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena
y campesina. Este mismo movimiento se manifiesta en el arte y en la literatura nacionales en los cuales se nota una creciente revalorización de las
formas y asuntos autóctonos, antes depreciados por el predominio de un
espíritu y una mentalidad coloniales españolas. La literatura indigenista
parece destinada a cumplir la misma función que la literatura “mujikista”62 en el período pre-revolucionario ruso. Los propios indios empiezan
a dar señales de una nueva conciencia. Crece día a día la articulación entre
los diversos núcleos indígenas antes incomunicados por las enormes distancias. Inició esta vinculación, la reunión periódica de congresos indígenas63, patrocinada por el Gobierno, pero como el carácter de sus reivindicaciones se hizo pronto revolucionario, fue desnaturalizada luego con la
exclusión de los elementos avanzados y a la leva de representaciones apócrifas. La corriente indigenista presiona ya la acción oficial. Por primera
vez el Gobierno se ha visto obligado a aceptar y proclamar puntos de vista
indigenistas, dictando algunas medidas que no tocan los intereses del gamonalismo y que resultan por esto ineficaces. Por primera vez también el
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problema indígena, escamoteado antes por la retórica de las clases dirigentes, es planteado en sus términos sociales y económicos, identificándosele ante todo con el problema de la tierra. Cada día se impone, con más
evidencia, la convicción de que este problema no puede encontrar su solución en una fórmula humanitaria. No puede ser la consecuencia de un
movimiento filantrópico. Los patronatos de caciques y de rábulas son una
befa. Las ligas del tipo de la extinguida Asociación Pro-Indígena son
una voz que clama en el desierto. La Asociación Pro-Indígena no llegó en
su tiempo a convertirse en un movimiento. Su acción se redujo gradualmente a la acción generosa, abnegada, nobilísima, personal de Pedro S.
Zulen y Dora Mayer. Como experimento, el de la Asociación Pro-Indígena sirvió para contrastar, para medir, la insensibilidad moral de una generación y de una época.
La solución del problema del indio tiene que ser una solución social.
Sus realizadores deben ser los propios indios. Este concepto conduce a
ver en la reunión de los congresos indígenas un hecho histórico. Los congresos indígenas, desvirtuados en los últimos años por el burocratismo,
no representaban todavía un programa; pero sus primeras reuniones señalaron una ruta comunicando a los indios en las diversas regiones. A los
indios les falta vinculación nacional. Sus protestas han sido siempre regionales. Esto ha contribuido, en gran parte, a su abatimiento. Un pueblo de
cuatro millones de hombres, consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres, mientras no
sean sino una masa inorgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo histórico.
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EL PROBLEMA DE LA TIERRA
EL PROBLEMA AGRARIO Y EL PROBLEMA DEL INDIO
QUIENES desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el pro-
blema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los
puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba la antigua
campaña pro-indígena. Nuestro primer esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente económico. Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva –y defensiva– del criollo o “misti”64,
a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa del plano de la economía. Por esto,
el más absurdo de los reproches que se nos pueden dirigir es el de lirismo
o literaturismo. Colocando en primer plano el problema económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos literaria posible. No nos
contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación perfectamente materialista, debería bastar para que no se nos confundiese con los herederos o
repetidores del verbo evangélico del gran fraile español, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos impide admirar y estimar fervorosamente.
Y este problema de la tierra –cuya solidaridad con el problema del indio es demasiado evidente– tampoco nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo oportunistamente. Todo lo contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo en términos absolutamente inequívocos y netos.
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El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú. Esta liquidación debía haber sido
realizada ya por el régimen demo-burgués formalmente establecido por la
revolución de la independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien
años de república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase capitalista. La antigua clase feudal –camuflada o disfrazada de burguesía republicana– ha conservado sus posiciones. La política de desamortización
de la propiedad agraria iniciada por la revolución de la independencia
–como una consecuencia lógica de su ideología–, no condujo al desenvolvimiento de la pequeña propiedad. La vieja clase terrateniente no había
perdido su predominio. La supervivencia de un régimen de latifundistas
produjo, en la práctica, el mantenimiento del latifundio. Sabido es que la
desamortización atacó más bien a la comunidad. Y el hecho es que durante un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha reforzado y engrandecido a despecho del liberalismo teórico de nuestra Constitución y de
las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía capitalista.
Las expresiones de la feudalidad sobreviviente son dos: latifundio y
servidumbre. Expresiones solidarias y consustanciales, cuyo análisis nos
conduce a la conclusión de que no se puede liquidar la servidumbre, que
pesa sobre la raza indígena, sin liquidar el latifundio.
Planteado así el problema agrario del Perú, no se presta a deformaciones equívocas. Aparece en toda su magnitud de problema económico-social –y por tanto político– del dominio de los hombres que actúan en este
plano de hechos e ideas. Y resulta vano todo empeño de convertirlo, por
ejemplo, en un problema técnico-agrícola del dominio de los agrónomos.
Nadie ignora que la solución liberal de este problema sería, conforme
a la ideología individualista, el fraccionamiento de los latifundios para
crear la pequeña propiedad. Es tan desmesurado el desconocimiento, que
se constata a cada paso, entre nosotros, de los principios elementales del
socialismo, que no será nunca obvio ni ocioso insistir en que esta fórmula
–fraccionamiento de los latifundios en favor de la pequeña propiedad–
no es utopista, ni herética, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguardista, sino ortodoxa, constitucional, democrática, capitalista y burguesa.
Y que tiene su origen en el ideario liberal en que se inspiran los estatutos
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constitucionales de todos los Estados demoburgueses. Y que en los países
de la Europa Central y Oriental –donde la crisis bélica trajo por tierra las
últimas murallas de la feudalidad, con el consenso del capitalismo de Occidente que desde entonces opone precisamente a Rusia este bloque de
países anti-bolcheviques– en Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Bulgaria, etc., se han sancionado leyes agrarias que limitan, en principio, la propiedad de la tierra, al máximum de 500 hectáreas.
Congruentemente con mi posición ideológica, yo pienso que la hora
de ensayar en el Perú el método liberal, la fórmula individualista, ha pasado ya. Dejando aparte las razones doctrinales, considero fundamentalmente este factor incontestable y concreto que da un carácter peculiar a
nuestro problema agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico en la agricultura y la vida indígenas.
Pero quienes se mantienen dentro de la doctrina demo-liberal –si
buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste,
ante todo, de su servidumbre–, pueden dirigir la mirada a la experiencia
checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su proceso,
les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la
fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del
problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la
vida del Perú desde la fundación de la República.
COLONIALISMO-FEUDALISMO
El problema de la tierra esclarece la actitud vanguardista o socialista, ante
las supervivencias del Virreinato. El “perricholismo” literario65 no nos interesa sino como signo o reflejo del colonialismo económico. La herencia
colonial que queremos liquidar no es, fundamentalmente, la de “tapadas”66 y celosías, sino la del régimen económico feudal, cuyas expresiones
son el gamonalismo, el latifundio y la servidumbre. La literatura colonialista –evocación nostálgica del virreinato y de sus fastos–, no es para mí
sino el mediocre producto de un espíritu engendrado y alimentado por
ese régimen. El Virreinato no sobrevive en el “perricholismo” de algunos
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trovadores y algunos cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en el cual se
asienta, sin imponerle todavía su ley, un capitalismo larvado e incipiente.
No renegamos, propiamente, la herencia española; renegamos la herencia
feudal.
España nos trajo el Medioevo: inquisición, feudalidad, etc. Nos trajo
luego, la Contrarreforma: espíritu reaccionario, método jesuítico, casuismo escolástico. De la mayor parte de estas cosas nos hemos ido liberando,
penosamente, mediante la asimilación de la cultura occidental, obtenida a
veces a través de la propia España. Pero de su cimiento económico, arraigado en los intereses de una clase cuya hegemonía no canceló la revolución de la independencia, no nos hemos liberado todavía. Los raigones de
la feudalidad están intactos. Su subsistencia es responsable, por ejemplo,
del retardamiento de nuestro desarrollo capitalista.
El régimen de propiedad de la tierra determina el régimen político y
administrativo de toda nación. El problema agrario –que la República no
ha podido hasta ahora resolver–, domina todos los problemas de la nuestra. Sobre una economía semifeudal no pueden prosperar ni funcionar
instituciones democráticas y liberales.
En lo que concierne al problema indígena, la subordinación al problema de la tierra resulta más absoluta aún, por razones especiales. La raza
indígena es una raza de agricultores. El pueblo inkaico era un pueblo de
campesinos, dedicados ordinariamente a la agricultura y el pastoreo. Las
industrias, las artes, tenían un carácter doméstico y rural. En el Perú de los
Inkas era más cierto que en pueblo alguno el principio de que “la vida viene de la tierra”. Los trabajos públicos, las obras colectivas, más admirables del Tawantinsuyo67, tuvieron un objeto militar, religioso o agrícola.
Los canales de irrigación de la sierra y de la costa, los andenes y terrazas de
cultivo de los Andes, quedan como los mejores testimonios del grado de
organización económica alcanzado por el Perú inkaico. Su civilización se
caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes, como una civilización
agraria. “La tierra –escribe Valcárcel estudiando la vida económica del
Tawantinsuyo– en la tradición regnícola, es la madre común: de sus entrañas no sólo salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra
depara todos los bienes. El culto de la Mama Pacha es par de la heliolatría,
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y como el sol no es de nadie en particular, tampoco el planeta lo es. Hermanados los dos conceptos en la ideología aborigen, nació el agrarismo,
que es propiedad comunitaria de los campos y religión universal del astro
del día”*.
Al comunismo inkaico –que no puede ser negado ni disminuido por
haberse desenvuelto bajo el régimen autocrático de los Inkas– se le designa por esto como comunismo agrario. Los caracteres fundamentales de la
economía inkaica –según César Ugarte, que define en general los rasgos
de nuestro proceso con suma ponderación–, eran los siguientes: “Propiedad colectiva de la tierra cultivable por el ayllu o conjunto de familias
emparentadas, aunque dividida en lotes individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, tierras de pasto y bosques por la marca o
tribu, o sea la federación de ayllus establecidos alrededor de una misma aldea; cooperación común en el trabajo; apropiación individual de las cosechas y frutos”**.
La destrucción de esta economía –y por ende de la cultura que se nutría de su savia– es una de las responsabilidades menos discutibles del coloniaje, no por haber constituido la destrucción de las formas autóctonas,
sino por no haber traído consigo su sustitución por formas superiores. El
régimen colonial desorganizó y aniquiló la economía agraria inkaica, sin
reemplazarla por una economía de mayores rendimientos. Bajo una aristocracia indígena, los nativos componían una nación de diez millones de
hombres, con un Estado eficiente y orgánico cuya acción arribaba a todos
los ámbitos de su soberanía; bajo una aristocracia extranjera los nativos se
redujeron a una dispersa y anárquica masa de un millón de hombres, caídos en la servidumbre y el “felahísmo”70.
El dato demográfico es, a este respecto, el más fehaciente y decisivo.
Contra todos los reproches que –en el nombre de conceptos liberales,
esto es moderno, de libertad y justicia–, se puedan hacer al régimen inkaico, está el hecho histórico –positivo, material–, de que aseguraba la subsistencia y el crecimiento de una población que, cuando arribaron al Perú
* Luis E. Valcárcel, Del Ayllu al Imperio, p. 16668.
** César Antonio Ugarte, Bosquejo de la historia económica del Perú, p. 969.
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los conquistadores, ascendía a diez millones y que, en tres siglos de dominio español, descendió a un millón. Este hecho condena al coloniaje y no
desde los puntos de vista abstractos o teóricos o morales –o como quiera
calificárseles– de la justicia, sino desde los puntos de vista prácticos, concretos y materiales de la utilidad. El coloniaje, impotente para organizar
en el Perú al menos una economía feudal, injertó en ésta elementos de economía esclavista.
LA POLÍTICA DEL COLONIAJE: DESPOBLACIÓN
Y ESCLAVITUD
Que el régimen colonial español resultara incapaz de organizar en el Perú
una economía de puro tipo feudal se explica claramente. No es posible
organizar una economía sin claro entendimiento y segura estimación, sino
de sus principios, al menos de sus necesidades. Una economía indígena,
orgánica, nativa, se forma sola. Ella misma determina espontáneamente
sus instituciones. Pero una economía colonial se establece sobre bases en
parte artificiales y extranjeras, subordinada al interés del colonizador. Su
desarrollo regular depende de la aptitud de éste para adaptarse a las condiciones ambientales o para transformarlas.
El colonizador español carecía radicalmente de esta aptitud. Tenía
una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la naturaleza, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del hombre.
La práctica de exterminio de la población indígena y de destrucción
de sus instituciones –en contraste muchas veces con las leyes y providencias de la metrópoli– empobrecía y desangraba al fabuloso país ganado
por los conquistadores para el rey de España, en una medida que éstos no
eran capaces de percibir y apreciar. Formulando un principio de la economía de su época, un estadista sudamericano del siglo XIX debía decir más
tarde, impresionado por el espectáculo de un continente semidesierto:
“Gobernar es poblar”71. El colonizador español, infinitamente lejano de
este criterio, implantó en el Perú un régimen de despoblación.
La persecución y esclavizamiento de los indios deshacía velozmente
un capital subestimado en grado inverosímil por los colonizadores: el ca7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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pital humano. Los españoles se encontraron cada día más necesitados de
brazos para la explotación y aprovechamiento de las riquezas conquistadas. Recurrieron entonces al sistema más antisocial y primitivo de colonización: el de la importación de esclavos. El colonizador renunciaba así,
de otro lado, a la empresa para la cual antes se sintió apto el conquistador:
la de asimilar al indio. La raza negra traída por él le tenía que servir, entre
otras cosas, para reducir el desequilibrio demográfico entre el blanco y el
indio.
La codicia de los metales preciosos –absolutamente lógica en un siglo
en que tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros productos–, empujó a los españoles a ocuparse preferentemente en la minería. Su
interés pugnaba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus Inkas
y desde sus más remotos orígenes, había sido un pueblo fundamentalmente agrario. De este hecho nació la necesidad de imponer al indio la
dura ley de la esclavitud. El trabajo del agro, dentro de un régimen naturalmente feudal, hubiera hecho del indio un siervo vinculándolo a la tierra. El trabajo de las minas y las ciudades, debía hacer de él un esclavo. Los
españoles establecieron, con el sistema de las “mitas”, el trabajo forzado,
arrancando al indio de su suelo y de sus costumbres.
La importación de esclavos negros que abasteció de braceros y domésticos a la población española de la costa, donde se encontraba la sede y
corte del Virreinato, contribuyó a que España no advirtiera su error económico y político72. El esclavismo se arraigó en el régimen, viciándolo y
enfermándolo.
El profesor Javier Prado, desde puntos de vista que no son naturalmente los míos, arribó en su estudio sobre el estado social del Perú del
coloniaje a conclusiones que contemplan precisamente un aspecto de este
fracaso de la empresa colonizadora: “Los negros –dice– considerados
como mercancía comercial, e importados a la América, como máquinas
humanas de trabajo, debían regar la tierra con el sudor de su frente; pero
sin fecundarla, sin dejar frutos provechosos. Es la liquidación constante,
siempre igual que hace la civilización en la historia de los pueblos: el esclavo es improductivo en el trabajo, como lo fue en el Imperio Romano y
como lo ha sido en el Perú; y es en el organismo social un cáncer que va
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corrompiendo los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte ha
desaparecido el esclavo en el Perú, sin dejar los campos cultivados; y después de haberse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la de
ésta, y rebajando en ese contubernio el criterio moral e intelectual, de los
que fueron al principio sus crueles amos, y más tarde sus padrinos, sus
compañeros y sus hermanos”*.
La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de
haber traído una raza inferior –éste era el reproche esencial de los sociólogos de hace medio siglo–, sino la de haber traído con los esclavos, la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotación y organización
económicos de la colonia, a la vez que a reforzar un régimen fundado sólo
en la conquista y en la fuerza.
El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aún
liberarse de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El latifundista costeño no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras, hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los coolíes chinos. Esta otra importación típica de un
régimen de “encomenderos”, contrariaba y entrababa como la de los negros la formación regular de una economía liberal congruente con el orden político establecido por la revolución de la independencia. César
Ugarte lo reconoce en su estudio ya citado sobre la economía peruana,
afirmando resueltamente que lo que el Perú necesitaba no eran “brazos”
sino “hombres”**.
EL COLONIZADOR ESPAÑOL
La incapacidad del coloniaje para organizar la economía peruana sobre
sus naturales bases agrícolas, se explica por el tipo de colonizador que nos
tocó. Mientras en Norteamérica la colonización depositó los gérmenes de
un espíritu y una economía que se plasmaban entonces en Europa y a los
cuales pertenecía el porvenir, a la América española trajo los efectos y los
* Javier Prado, “Estado social del Perú durante la dominación española”, en Anales Universitarios del Perú, t. XXII, pp. 125 y 12673.
** Ugarte, op. cit., p. 64.
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métodos de un espíritu y una economía que declinaba ya y a los cuales no
pertenecía sino el pasado. Esta tesis puede parecer demasiado simplista a
quienes consideran sólo su aspecto de tesis económica y, supérstites, aunque lo ignoren, del viejo escolasticismo retórico, muestran esa falta de aptitud para entender el hecho económico que constituye el defecto capital
de nuestros aficionados a la historia. Me complace por esto encontrar en
el reciente libro de José Vasconcelos, Indología, un juicio que tiene el valor
de venir de un pensador a quien no se puede atribuir ni mucho marxismo
ni poco hispanismo. “Si no hubiese tantas otras causas de orden moral y
de orden físico –escribe Vasconcelos–, que explican perfectamente el espectáculo aparentemente desesperado del enorme progreso de los sajones en el norte y el lento paso desorientado de los latinos del sur, sólo la
comparación de los dos sistemas, de los dos regímenes de propiedad, bastaría para explicar las razones del contraste. En el Norte no hubo reyes
que estuviesen disponiendo de la tierra ajena como de cosa propia. Sin
mayor gracia de parte de sus monarcas y más bien, en cierto estado de rebelión moral contra el monarca inglés, los colonizadores del norte fueron
desarrollando un sistema de propiedad privada en el cual cada quien pagaba el precio de su tierra y no ocupaba sino la extensión que podía cultivar. Así fue que en lugar de encomiendas hubo cultivos. Y en vez de una
aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de turbio abolengo real, abolengo cortesano de abyección y homicidio, se desarrolló una aristocracia
de la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en
sus comienzos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad, igualdad, fraternidad. Los hombres del norte fueron conquistando la
selva virgen, pero no permitían que el general victorioso en la lucha contra
los indios se apoderase, a la manera antigua nuestra, ‘hasta donde alcanza
la vista’. Las tierras recién conquistadas no quedaban tampoco a merced
del soberano para que las repartiese a su arbitrio y crease nobleza de doble
condición moral: lacayuna ante el soberano e insolente y opresora del más
débil. En el Norte, la República coincidió con el gran movimiento de expansión y la República apartó una buena cantidad de las tierras buenas,
creó grandes reservas sustraídas al comercio privado, pero no las empleó
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en crear ducados, ni en premiar servicios patrióticos, sino que las destinó
al fomento de la instrucción popular. Y así, a medida que una población
crecía, el aumento del valor de las tierras bastaba para asegurar el servicio
de la enseñanza. Y cada vez que se levantaba una nueva ciudad en medio
del desierto no era el régimen de concesión, el régimen de favor el que primaba, sino el remate público de los lotes en que previamente se subdividía
el plano de la futura urbe. Y con la limitación de que una sola persona no
pudiera adquirir muchos lotes a la vez. De este sabio, de este justiciero régimen social procede el gran poderío norteamericano. Por no haber procedido en forma semejante, nosotros hemos ido caminando tantas veces
para atrás”*.
La feudalidad es, como resulta del juicio de Vasconcelos, la tara que
nos dejó el coloniaje. Los países que, después de la Independencia, han
conseguido curarse de esa tara son los que han progresado; los que no lo
han logrado todavía, son los retardados. Ya hemos visto cómo a la tara de
la feudalidad, se juntó la tara del esclavismo.
El español no tenía las condiciones de colonización del anglosajón. La
creación de los EE.UU. se presenta como la obra del pioneer. España después de la epopeya de la Conquista no nos mandó casi sino nobles, clérigos y villanos. Los conquistadores eran de una estirpe heroica; los colonizadores, no. Se sentían señores, no se sentían pioneers. Los que pensaron
que la riqueza del Perú eran sus metales preciosos, convirtieron a la minería, con la práctica de las mitas, en un factor de aniquilamiento del capital
humano y de decadencia de la agricultura. En el propio repertorio civilista
encontramos testimonios de acusación. Javier Prado escribe que “el estado que presenta la agricultura en el virreinato del Perú es del todo lamentable debido al absurdo sistema económico mantenido por los españoles”, y que de la despoblación del país era culpable su régimen de
explotación**.
El colonizador, que en vez de establecerse en los campos se estableció
en las minas, tenía la psicología del buscador de oro. No era, por consi* José Vasconcelos, Indología74.
** Javier Prado, op. cit., p. 37.
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guiente, un creador de riqueza. Una economía, una sociedad, son la obra
de los que colonizan y vivifican la tierra; no de los que precariamente extraen los tesoros de su subsuelo. La historia del florecimiento y decadencia de no pocas poblaciones coloniales de la sierra, determinados por el
descubrimiento y el abandono de minas prontamente agotadas o relegadas, demuestra ampliamente entre nosotros esta ley histórica.
Tal vez las únicas falanges de verdaderos colonizadores que nos envió
España fueron las misiones de jesuitas y dominicos. Ambas congregaciones, especialmente la de jesuitas, crearon en el Perú varios interesantes
núcleos de producción. Los jesuitas asociaron en su empresa los factores
religioso, político y económico, no en la misma medida que en el Paraguay, donde realizaron su más famoso y extenso experimento, pero sí de
acuerdo con los mismos principios.
Esta función de las congregaciones no sólo se conforma con toda la
política de los jesuitas en la América española, sino con la tradición misma
de los monasterios en el Medio Evo. Los monasterios tuvieron en la sociedad medioeval, entre otros, un rol económico. En una época guerrera y
mística, se encargaron de salvar la técnica de los oficios y las artes, disciplinando y cultivando elementos sobre los cuales debía constituirse más tarde la industria burguesa. Jorge Sorel es uno de los economistas modernos
que mejor remarca y define el papel de los monasterios en la economía
europea, estudiando a la orden benedictina como el prototipo del monasterio-empresa industrial. “Hallar capitales –apunta Sorel– era en ese
tiempo un problema muy difícil de resolver; para los monjes era asaz simple. Muy rápidamente las donaciones de ricas familias les prodigaron
grandes cantidades de metales preciosos; la acumulación primitiva resultaba muy facilitada. Por otra parte los conventos gastaban poco y la estricta economía que imponían las reglas recuerda los hábitos parsimoniosos
de los primeros capitalistas. Durante largo tiempo los monjes estuvieron
en grado de hacer operaciones excelentes para aumentar su fortuna”. Sorel nos expone cómo “después de haber prestado a Europa servicios eminentes que todo el mundo reconoce, estas instituciones declinaron rápidamente” y cómo los benedictinos “cesaron de ser obreros agrupados en
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un taller casi capitalista y se convirtieron en burgueses retirados de los negocios, que no pensaban sino en vivir en una dulce ociosidad en la campiña”*.
Este aspecto de la colonización, como otros muchos de nuestra economía, no ha sido aún estudiado. Me ha correspondido a mí, marxista
convicto y confeso, su constatación. Juzgo este estudio, fundamental para
la justificación económica de las medidas que, en la futura política agraria,
concernirán a los fundos de los conventos y congregaciones, porque establecerá concluyentemente la caducidad práctica de su dominio y de los títulos reales en que reposaba.
LA “COMUNIDAD” BAJO EL COLONIAJE
Las leyes de Indias amparaban la propiedad indígena y reconocían su organización comunista. La legislación relativa a las “comunidades” indígenas, se adaptó a la necesidad de no atacar las instituciones ni las costumbres indiferentes al espíritu religioso y al carácter político del Coloniaje.
El comunismo agrario del ayllu, una vez destruido el Estado Inkaiko, no
era incompatible con el uno ni con el otro. Todo lo contrario. Los jesuitas
aprovecharon precisamente el comunismo indígena en el Perú, en México y en mayor escala aún en el Paraguay, para sus fines de catequización. El
régimen medioeval, teórica y prácticamente, conciliaba la propiedad feudal con la propiedad comunitaria.
El reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres económicas por las leyes de Indias, no acusa simplemente sagacidad realista de la
política colonial sino se ajusta absolutamente a la teoría y la práctica feudal. Las disposiciones de las leyes coloniales sobre la comunidad, que
mantenían sin inconveniente el mecanismo económico de ésta, reformaban, en cambio, lógicamente, las costumbres contrarias a la doctrina católica (la prueba matrimonial, etc.) y tendían a convertir la comunidad en
una rueda de su maquinaria administrativa y fiscal. La comunidad podía
y debía subsistir, para la mayor gloria y provecho del rey y de la Iglesia.
Sabemos bien que esta legislación en gran parte quedó únicamente
escrita. La propiedad indígena no pudo ser suficientemente amparada,
* Georges Sorel, Introduction a L’Economie Moderne, pp. 120 y 13075.
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por razones dependientes de la práctica colonial. Sobre este hecho están
de acuerdo todos los testimonios. Ugarte hace las siguientes constataciones: “Ni las medidas previsoras de Toledo, ni las que en diferentes oportunidades trataron de ponerse en práctica, impidieron que una gran parte
de la propiedad indígena pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles o criollos. Una de las instituciones que facilitó este despojo disimulado fue la de las ‘encomiendas’. Conforme al concepto legal de la institución, el encomendero era un encargado del cobro de los tributos y de la
organización y cristianización de sus tributarios. Pero en la realidad de las
cosas, era un señor feudal, dueño de vidas y haciendas, pues disponía de
los indios como si fueran árboles del bosque y muertos ellos o ausentes, se
apoderaba por uno u otro medio de sus tierras. En resumen, el régimen
agrario colonial determinó la sustitución de una gran parte de las comunidades agrarias indígenas por latifundios de propiedad individual, cultivados por los indios bajo una organización feudal. Estos grandes feudos,
lejos de dividirse con el transcurso del tiempo, se concentraron y consolidaron en pocas manos a causa de que la propiedad inmueble estaba sujeta
a innumerables trabas y gravámenes perpetuos que la inmovilizaron tales
como los mayorazgos, las capellanías, las fundaciones, los patronatos y
demás vinculaciones de la propiedad”*.
La feudalidad dejó análogamente subsistentes las comunas rurales en
Rusia, país con el cual es siempre interesante el paralelo, porque a su proceso histórico se aproxima el de estos países agrícolas y semifeudales, mucho más que al de los países capitalistas de Occidente. Eugéne Schkaff,
estudiando la evolución del mir76 en Rusia, escribe: “Como los señores
respondían por los impuestos, quisieron que cada campesino tuviera más
o menos la misma superficie de tierra para que cada uno contribuyera con
su trabajo a pagar los impuestos; y para que la efectividad de éstos estuviera asegurada, establecieron la responsabilidad solidaria. El gobierno la
extendió a los demás campesinos. Los repartos tenían lugar cuando el número de siervos había variado. El feudalismo y el absolutismo transformaron poco a poco la organización comunal de los campesinos en instrumentos de explotación. La emancipación de los siervos no aportó, bajo
* Ugarte, op. cit., p. 24.
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este aspecto, ningún cambio”*. Bajo el régimen de propiedad señorial, el
mir ruso, como la comunidad peruana, experimentó una completa desnaturalización. La superficie de tierras disponibles para los comuneros resultaba cada vez más insuficiente y su repartición cada vez más defectuosa. El mir no garantizaba a los campesinos la tierra necesaria para su
sustento; en cambio garantizaba a los propietarios la provisión de brazos
indispensables para el trabajo de sus latifundios. Cuando en 1861 se abolió la servidumbre, los propietarios encontraron el modo de subrogarla
reduciendo los lotes concedidos a sus campesinos a una extensión que no
les consintiese subsistir de sus propios productos. La agricultura rusa
conservó, de este modo, su carácter feudal. El latifundista empleó en su
provecho la reforma. Se había dado cuenta ya de que estaba en su interés
otorgar a los campesinos una parcela, siempre que no bastara para la subsistencia de él y de su familia. No había medio más seguro para vincular el
campesino a la tierra, limitando al mismo tiempo, al mínimo, su emigración. El campesino se veía forzado a prestar sus servicios al propietario,
quien contaba para obligarlo al trabajo en su latifundio –si no hubiese bastado la miseria a que lo condenaba la ínfima parcela– con el dominio de
prados, bosques, molinos, aguas, etc.
La convivencia de “comunidad” y latifundio en el Perú está, pues,
perfectamente explicada, no sólo por las características del régimen del
Coloniaje, sino también por la experiencia de la Europa feudal. Pero la
comunidad, bajo este régimen, no podía ser verdaderamente amparada
sino apenas tolerada. El latifundista le imponía la ley de su fuerza despótica sin control posible del Estado. La comunidad sobrevivía, pero dentro
de un régimen de servidumbre. Antes había sido la cédula misma del Estado que le aseguraba el dinamismo necesario para el bienestar de sus
miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base de
un Estado nuevo, extraño a su destino.
El liberalismo de las leyes de la República, impotente para destruir la
feudalidad y para crear el capitalismo, debía, más tarde, negarle el amparo
formal que le había concedido el absolutismo de las leyes de la Colonia.
* Eugéne Schkaff, La Question Agraire en Russie, p. 11877.
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LA REVOLUCIÓN DE LA INDEPENDENCIA
Y LA PROPIEDAD AGRARIA
Entremos a examinar ahora cómo se presenta el problema de la tierra bajo
la República. Para precisar mis puntos de vista sobre este período, en lo
que concierne a la cuestión agraria, debo insistir en un concepto que ya he
expresado respecto al carácter de la revolución de la independencia en el
Perú. La revolución encontró al Perú retrasado en la formación de su burguesía. Los elementos de una economía capitalista eran en nuestro país
más embrionarios que en otros países de América donde la revolución
contó con una burguesía menos larvada, menos incipiente.
Si la revolución hubiese sido un movimiento de las masas indígenas o
hubiese representado sus reivindicaciones, habría tenido necesariamente
una fisonomía agrarista. Está ya bien estudiado cómo la Revolución Francesa benefició particularmente a la clase rural, en la cual tuvo que apoyarse para evitar el retorno del antiguo régimen. Este fenómeno, además, parece peculiar en general así a la revolución burguesa como a la revolución
socialista, a juzgar por las consecuencias mejor definidas y más estables
del abatimiento de la feudalidad en la Europa central y del zarismo en
Rusia. Dirigidas y actuadas principalmente por la burguesía urbana y el
proletariado urbano, una y otra revolución han tenido como inmediatos
usufructuarios a los campesinos. Particularmente en Rusia, ha sido ésta la
clase que ha cosechado los primeros frutos de la revolución bolchevique,
debido a que en ese país no se había operado aún una revolución burguesa
que a su tiempo hubiera liquidado la feudalidad y el absolutismo e instaurado en su lugar un régimen demo-liberal.
Pero, para que la revolución demo-liberal haya tenido estos efectos,
dos premisas han sido necesarias: la existencia de una burguesía consciente de los fines y los intereses de su acción y la existencia de un estado de
ánimo revolucionario en la clase campesina y, sobre todo, su reivindicación del derecho a la tierra en términos incompatibles con el poder de la
aristocracia terrateniente. En el Perú, menos todavía que en otros países
de América, la revolución de la independencia no respondía a estas pre-
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misas. La revolución había triunfado por la obligada solidaridad continental de los pueblos que se rebelaban contra el dominio de España y porque las circunstancias políticas y económicas del mundo trabajaban a su
favor. El nacionalismo continental de los revolucionarios hispanoamericanos se juntaba a esa mancomunidad forzosa de sus destinos, para nivelar a los pueblos más avanzados en su marcha al capitalismo con los más
retrasados en la misma vía.
Estudiando la revolución argentina y, por ende, la americana, Echeverría clasifica las clases en la siguiente forma: “La sociedad americana –dice–
estaba dividida en tres clases opuestas en intereses, sin vínculo alguno de
sociabilidad moral y política. Componían la primera los togados, el clero y
los mandones; la segunda los enriquecidos por el monopolio y el capricho
de la fortuna; la tercera los villanos, llamados ‘gauchos’ y ‘compadritos’ en
el Río de la Plata, ‘cholos’ en el Perú, ‘rotos’ en Chile, ‘léperos’ en México.
Las castas indígenas y africanas eran esclavas y tenían una existencia extrasocial. La primera gozaba sin producir y tenía el poder y fuero del hidalgo; era la aristocracia compuesta en su mayor parte de españoles y de
muy pocos americanos. La segunda gozaba, ejerciendo tranquilamente su
industria y comercio, era la clase media que se sentaba en los cabildos; la
tercera, única productora por el trabajo manual, componíase de artesanos
y proletarios de todo género. Los descendientes americanos de las dos primeras clases que recibían alguna educación en América o en la Península,
fueron los que levantaron el estandarte de la revolución”*.
La revolución americana, en vez del conflicto entre la nobleza terrateniente y la burguesía comerciante, produjo en muchos casos su colaboración, ya por la impregnación de ideas liberales que acusaba la aristocracia,
ya porque ésta en muchos casos no veía en esa revolución sino un movimiento de emancipación de la corona de España. La población campesina, que en el Perú era indígena, no tenía en la revolución una presencia
directa, activa. El programa revolucionario no representaba sus reivindicaciones.
* Esteban Echeverría, Antecedentes y primeros pasos de la revolución de Mayo78.
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Mas este programa se inspiraba en el ideario liberal. La revolución no
podía prescindir de principios que consideraban existentes reivindicaciones agrarias, fundadas en la necesidad práctica y en la justicia teórica de
liberar el dominio de la tierra de las trabas feudales. La República insertó
en su estatuto estos principios. El Perú no tenía una clase burguesa que los
aplicase en armonía con sus intereses económicos y su doctrina política y
jurídica. Pero la República –porque éste era el curso y el mandato de la
historia– debía constituirse sobre principios liberales y burgueses. Sólo
que las consecuencias prácticas de la revolución en lo que se relacionaba
con la propiedad agraria, no podían dejar de detenerse en el límite que les
fijaban los intereses de los grandes propietarios.
Por esto, la política de desvinculación de la propiedad agraria, impuesta por los fundamentos políticos de la República, no atacó al latifundio. Y –aunque en compensación las nuevas leyes ordenaban el reparto de
tierras a los indígenas– atacó, en cambio, en el nombre de los postulados
liberales, a la “comunidad”.
Se inauguró así un régimen que, cualesquiera que fuesen sus principios, empeoraba en cierto grado la condición de los indígenas en vez de
mejorarla. Y esto no era culpa del ideario que inspiraba la nueva política y
que, rectamente aplicado, debía haber dado fin al dominio feudal de la
tierra convirtiendo a los indígenas en pequeños propietarios.
La nueva política abolía formalmente las “mitas”, encomiendas, etc.
Comprendía un conjunto de medidas que significaban la emancipación
del indígena como siervo. Pero como, de otro lado, dejaba intactos el poder y la fuerza de la propiedad feudal, invalidaba sus propias medidas de
protección de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra.
La aristocracia terrateniente, si no sus privilegios de principio, conservaba sus posiciones de hecho. Seguía siendo en el Perú la clase dominante. La revolución no había realmente elevado al poder a una nueva clase. La burguesía profesional y comerciante era muy débil para gobernar.
La abolición de la servidumbre no pasaba, por esto, de ser una declaración
teórica. Porque la revolución no había tocado el latifundio. Y la servidumbre
no es sino una de las caras de la feudalidad, pero no la feudalidad misma.
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POLÍTICA AGRARIA DE LA REPÚBLICA
Durante el período de caudillaje militar que siguió a la revolución de la
independencia, no pudo lógicamente desarrollarse, ni esbozarse siquiera,
una política liberal sobre la propiedad agraria. El caudillaje militar era el
producto natural de un período revolucionario que no había podido crear
una nueva clase dirigente. El poder, dentro de esta situación, tenía que ser
ejercido por los militares de la revolución que, de un lado gozaban del
prestigio marcial de sus laureles de guerra y, de otro lado, estaban en grado de mantenerse en el gobierno por la fuerza de las armas. Por supuesto,
el caudillo no podía sustraerse al influjo de los intereses de clase o de las
fuerzas históricas en contraste. Se apoyaba en el liberalismo inconsistente
y retórico del demos urbano o el conservatismo colonialista de la casta terrateniente. Se inspiraba en la clientela de tribunos y abogados de la democracia citadina o de literatos y rectores de la aristocracia latifundista.
Porque, en el conflicto de intereses entre liberales y conservadores, faltaba una directa y activa reivindicación campesina que obligase a los primeros a incluir en su programa la redistribución de la propiedad agraria.
Este problema básico habría sido advertido y apreciado de todos modos por un estadista superior. Pero ninguno de nuestros caciques militares de este período lo era.
El caudillaje militar, por otra parte, parece orgánicamente incapaz de
una reforma de esta envergadura que requiere ante todo un avisado criterio jurídico y económico. Sus violencias producen una atmósfera adversa
a la experimentación de los principios de un derecho y de una economía
nuevas. Vasconcelos observa a este respecto lo siguiente: “En el orden
económico es constantemente el caudillo el principal sostén del latifundio. Aunque a veces se proclamen enemigos de la propiedad, casi no hay
caudillo que no remate en hacendado. Lo cierto es que el poder militar
trae fatalmente consigo el delito de apropiación exclusiva de la tierra; llámese el soldado, caudillo, rey o emperador: despotismo y latifundio son
términos correlativos. Y es natural, los derechos económicos, lo mismo
que los políticos, sólo se pueden conservar y defender dentro de un régimen de libertad. El absolutismo conduce fatalmente a la miseria de los
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muchos y al boato y al abuso de los pocos. Sólo la democracia a pesar de
todos sus defectos ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de la
justicia social, por lo menos la democracia antes de que degenere en los
imperialismos de las repúblicas demasiado prósperas que se ven rodeadas
de pueblos en decadencia. De todas maneras, entre nosotros el caudillo y
el gobierno de los militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un
examen siquiera superficial de los títulos de propiedad de nuestros grandes terratenientes, bastaría para demostrar que casi todos deben su haber,
en un principio, a la merced de la Corona española, después a concesiones
y favores ilegítimos acordados a los generales influyentes de nuestras falsas repúblicas. Las mercedes y las concesiones se han acordado, a cada
paso, sin tener en cuenta los derechos de poblaciones enteras de indígenas
o de mestizos que carecieron de fuerza para hacer valer su dominio”*.
Un nuevo orden jurídico y económico no puede ser, en todo caso, la
obra de un caudillo sino de una clase. Cuando la clase existe, el caudillo
funciona como su intérprete y su fiduciario. No es ya su arbitrio personal,
sino un conjunto de intereses y necesidades colectivas lo que decide su
política. El Perú carecía de una clase burguesa capaz de organizar un Estado fuerte y apto. El militarismo representaba un orden elemental y provisorio, que apenas dejase de ser indispensable, tenía que ser sustituido por
un orden más avanzado y orgánico. No era posible que comprendiese ni
considerase siquiera el problema agrario. Problemas rudimentarios y momentáneos acaparaban su limitada acción. Con Castilla rindió su máximo
fruto el caudillaje militar. Su oportunismo sagaz, su malicia aguda, su espíritu mal cultivado, su empirismo absoluto, no le consintieron practicar
hasta el fin una política liberal. Castilla se dio cuenta de que los liberales
de su tiempo constituían un cenáculo, una agrupación, mas no una clase.
Esto le indujo a evitar con cautela todo acto seriamente opuesto a los intereses y principios de la clase conservadora. Pero los méritos de su política
* Vasconcelos, conferencia sobre “El Nacionalismo en la América Latina”, en Amauta No
4, p. 15. Este juicio, exacto en lo que respecta a las relaciones entre caudillaje militar y
propiedad agraria en América, no es igualmente válido para todas las épocas y situaciones
históricas. No es posible suscribirlo sin esta precisa reserva79.
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residen en lo que tuvo de reformadora y progresista. Sus actos de mayor
significación histórica, la abolición de la esclavitud de los negros y de la
contribución de indígenas, representan su actitud liberal.
Desde la promulgación del Código Civil80 se entró en el Perú en un
período de organización gradual. Casi no hace falta remarcar que esto
acusaba entre otras cosas la decadencia del militarismo. El Código, inspirado en los mismos principios que los primeros decretos de la República
sobre la tierra, reforzaba y continuaba la política de desvinculación y movilización de la propiedad agraria. Ugarte, registrando las consecuencias
de este progreso de la legislación nacional en lo que concierne a la tierra,
anota que el Código “confirmó la abolición legal de las comunidades indígenas y de las vinculaciones de dominio; innovando la legislación precedente, estableció la ocupación como uno de los modos de adquirir los
inmuebles sin dueño; en las reglas sobre sucesiones, trató de favorecer la
pequeña propiedad”*.
Francisco García Calderón atribuye al Código Civil efectos que en
verdad no tuvo o que, por lo menos, no revistieron el alcance radical y absoluto que su optimismo les asigna: “La constitución –escribe– había destruido los privilegios y la ley civil dividía las propiedades y arruinaba la
igualdad de derecho en las familias. Las consecuencias de esta disposición
eran, en el orden político, la condenación de toda oligarquía, de toda aristocracia de los latifundios; en el orden social, la ascensión de la burguesía
y del mestizaje”. “Bajo el aspecto económico, la participación igualitaria
de las sucesiones favoreció la formación de la pequeña propiedad antes
entrabada por los grandes dominios señoriales”**.
Esto estaba sin duda en la intención de los codificadores del derecho
en el Perú. Pero el Código Civil no es sino uno de los instrumentos de la
política liberal y de la práctica capitalista. Como lo reconoce Ugarte, en la
legislación peruana “se ve el propósito de favorecer la democratización de
la propiedad rural, pero por medios puramente negativos aboliendo las trabas más bien que prestando a los agricultores una protección positiva”***.
* Ugarte, op. cit., p. 57.
** Le Pérou Contemporaine, pp. 98 y 9981.
*** Ugarte, op. cit., p. 58.
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En ninguna parte la división de la propiedad agraria, o mejor, su redistribución, ha sido posible sin leyes especiales de expropiación que han
transferido el dominio del suelo a la clase que lo trabaja.
No obstante el Código, la pequeña propiedad no ha prosperado en el
Perú. Por el contrario, el latifundio se ha consolidado y extendido. Y la
propiedad de la comunidad indígena ha sido la única que ha sufrido las
consecuencias de este liberalismo deformado.
LA GRAN PROPIEDAD Y EL PODER POLÍTICO
Los dos factores que se opusieron a que la revolución de la independencia
planteara y abordara en el Perú el problema agrario –extrema incipiencia
de la burguesía urbana y situación extrasocial, como la define Echeverría,
de los indígenas–, impidieron más tarde que los gobiernos de la República
desarrollasen una política dirigida en alguna forma a una distribución
menos desigual e injusta de la tierra.
Durante el período del caudillaje militar, en vez de fortalecerse el
demos urbano, se robusteció la aristocracia latifundista. En poder de extranjeros el comercio y la finanza, no era posible económicamente el surgimiento de una vigorosa burguesía urbana. La educación española,
extraña radicalmente a los fines y necesidades del industrialismo y del
capitalismo, no preparaba comerciantes ni técnicos sino abogados, literatos, teólogos, etc. Éstos, a menos de sentir una especial vocación por el jacobinismo o la demagogia, tenían que constituir la clientela de la casta
propietaria. El capital comercial, casi exclusivamente extranjero, no podía a su vez hacer otra cosa que extenderse y asociarse con esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente, conservaba su predominio
político. Fue así como la aristocracia terrateniente y sus alliés resultaron
usufructuarios de la política fiscal y de la explotación del guano y del salitre. Fue así también como esta casta, forzada por su rol económico, asumió en el Perú la función de clase burguesa, aunque sin perder sus resabios y prejuicios coloniales y aristocráticos. Fue así, en fin, como las categorías burguesas urbanas –profesionales, comerciantes– concluyeron por
ser absorbidas por el civilismo.
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El poder de esta clase –civilista o “neogodos”– procedía en buena
cuenta de la propiedad de la tierra. En los primeros años de la Independencia, no era precisamente una clase de capitalistas sino una clase de propietarios. Su condición de clase propietaria –y no de clase ilustrada– le
había consentido solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y
prestamistas extranjeros y traficar a este título con el Estado y la riqueza
pública. La propiedad de la tierra, debida al Virreinato, le había dado bajo
la República la posesión del capital comercial. Los privilegios de la colonia habían engendrado los privilegios de la República.
Era, por consiguiente, natural e instintivo en esta clase el criterio más
conservador respecto al dominio de la tierra. La subsistencia de la condición extrasocial de los indígenas, de otro lado, no oponía a los intereses
feudales del latifundismo las reivindicaciones de masas campesinas conscientes.
Estos han sido los factores principales del mantenimiento y desarrollo
de la gran propiedad. El liberalismo de la legislación republicana, inerte
ante la propiedad feudal, se sentía activo sólo ante la propiedad comunitaria. Si no podía nada contra el latifundio, podía mucho contra la “comunidad”. En un pueblo de tradición comunista, disolver la “comunidad” no
servía a crear la pequeña propiedad. No se transforma artificialmente a
una sociedad. Menos aún a una sociedad campesina, profundamente adherida a su tradición y a sus instituciones jurídicas. El individualismo no
ha tenido su origen en ningún país ni en la Constitución del Estado ni en el
Código Civil. Su formación ha tenido siempre un proceso a la vez más
complicado y más espontáneo. Destruir las comunidades no significaba
convertir a los indígenas en pequeños propietarios y ni siquiera en asalariados libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su clientela. El
latifundista encontraba así, más fácilmente, el modo de vincular el indígena al latifundio.
Se pretende que el resorte de la concentración de la propiedad agraria
en la costa ha sido la necesidad de los propietarios de disponer pacíficamente de suficiente cantidad de agua. La agricultura de riego, en valles
formados por ríos de escaso caudal, ha determinado, según esta tesis, el
florecimiento de la gran propiedad y el sofocamiento de la media y la pe7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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queña. Pero esta es una tesis especiosa y sólo en mínima parte exacta. Porque la razón técnica o material que superestima, únicamente influye en
la concentración de la propiedad desde que se han establecido y desarrollado en la costa vastos cultivos industriales. Antes de que esto prosperara,
antes de que la agricultura de la costa adquiriera una organización capitalista, el móvil de los riesgos era demasiado débil para decidir la concentración de la propiedad. Es cierto que la escasez de las aguas de regadío, por
las dificultades de su distribución entre múltiples regantes, favorece a la
gran propiedad. Mas no es cierto que ésta sea el origen de que la propiedad no se haya subdividido. Los orígenes del latifundio costeño se remontan al régimen colonial. La despoblación de la costa, a consecuencia de la
práctica colonial, he ahí, a la vez que una de las consecuencias, una de las
razones del régimen de la gran propiedad. El problema de los brazos, el
único que ha sentido el terrateniente costeño, tiene todas sus raíces en el
latifundio. Los terratenientes quisieron resolverlo con el esclavo negro en
los tiempos de la colonia, con el coolí chino en los de la república. Vano
empeño. No se puebla ya la tierra con esclavos. Y sobre todo, no se la fecunda. Debido a su política, los grandes propietarios tienen en la costa
toda la tierra que se puede poseer; pero en cambio, no tienen hombres
bastantes para vivificarla y explotarla. Esta es la defensa de la gran propiedad. Mas es también su miseria y su tara.
La situación agraria de la sierra demuestra, por otra parte, lo artificioso de la tesis antecitada. En la sierra no existe el problema del agua. Las
lluvias abundantes permiten al latifundista, como al comunero, los mismos cultivos. Sin embargo, también en la sierra se constata el fenómeno
de concentración de la propiedad agraria. Este hecho prueba el carácter
esencialmente político-social de la cuestión.
El desarrollo de cultivos industriales, de una agricultura de exportación, en las haciendas de la costa, aparece íntegramente subordinado a la
colonización económica de los países de América Latina por el capitalismo occidental. Los comerciantes y prestamistas británicos se interesaron
por la explotación de estas tierras cuando comprobaron la posibilidad de
dedicarlas con ventaja a la producción de azúcar primero y de algodón
después. Las hipotecas de la propiedad agraria las colocaban, en buena
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parte, desde época muy lejana, bajo el control de las firmas extranjeras.
Los hacendados, deudores a los comerciantes, prestamistas extranjeros,
servían de intermediarios, casi de “yanacones”82, al capitalismo anglosajón para asegurarle la explotación de campos cultivados a un costo mínimo por braceros esclavizados y miserables, curvados sobre la tierra bajo
el látigo de los “negreros” coloniales.
Pero en la costa el latifundio ha alcanzado un grado más o menos
avanzado de técnica capitalista, aunque su explotación repose aún sobre
prácticas y principios feudales. Los coeficientes de producción de algodón y caña corresponden al sistema capitalista. Las empresas cuentan con
capitales poderosos y las tierras son trabajadas con máquinas y procedimientos modernos. Para el beneficio de los productos funcionan poderosas plantas industriales. Mientras tanto, en la sierra las cifras de producción de las tierras de latifundio no son generalmente mayores a las de
tierras de la comunidad. Y, si la justificación de un sistema de producción
está en sus resultados, como lo quiere un criterio económico objetivo, este
solo dato condena en la sierra de manera irremediable el régimen de propiedad agraria.
LA “COMUNIDAD” BAJO LA REPÚBLICA
Hemos visto ya cómo el liberalismo formal de la legislación republicana
no se ha mostrado activo sino frente a la “comunidad” indígena. Puede
decirse que el concepto de propiedad individual casi ha tenido una función antisocial en la República a causa de su conflicto con la subsistencia
de la “comunidad”. En efecto, si la disolución y expropiación de ésta
hubiese sido decretada y realizada por un capitalismo en vigoroso y autónomo crecimiento, habría aparecido como una imposición del progreso
económico. El indio entonces habría pasado de un régimen mixto de comunismo y servidumbre a un régimen de salario libre. Este cambio lo habría desnaturalizado un poco; pero lo habría puesto en grado de organizarse y emanciparse como clase, por la vía de los demás proletariados del
mundo. En tanto, la expropiación y absorción graduales de la “comunidad” por el latifundismo, de un lado lo hundía más en la servidumbre y de
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otro destruía la institución económica y jurídica que salvaguardaba en
parte el espíritu y la materia de su antigua civilización*.
Durante el período republicano, los escritores y legisladores nacionales han mostrado una tendencia más o menos uniforme a condenar la “comunidad” como un rezago de una sociedad primitiva o como una supervivencia de la organización colonial. Esta actitud ha respondido en unos
casos al interés del gamonalismo terrateniente y en otros al pensamiento
individualista y liberal que dominaba automáticamente una cultura demasiado verbalista y extática.
Un estudio del doctor M.V. Villarán85, uno de los intelectuales que
con más aptitud crítica y mayor coherencia doctrinal representa este pensamiento en nuestra primera centuria, señaló el principio de una revisión
prudente de sus conclusiones respecto a la “comunidad” indígena. El
doctor Villarán mantenía teóricamente su posición liberal, propugnando
en principio la individualización de la propiedad, pero prácticamente
aceptaba la protección de las comunidades contra el latifundismo, reconociéndoles una función a la que el Estado debía su tutela.
Mas la primera defensa orgánica y documentada de la “comunidad”
indígena tenía que inspirarse en el pensamiento socialista y reposar en un
estudio concreto de su naturaleza, efectuado conforme a los métodos de
investigación de la sociología y la economía modernas. El libro de Hildebrando Castro Pozo, Nuestra comunidad indígena, así lo comprueba. Castro Pozo, en este interesante estudio, se presenta exento de preconceptos
* Si la evidencia histórica del comunismo inkaiko no apareciese incontestable, la comunidad, órgano específico de comunismo, bastaría para despejar cualquier duda. El “despotismo” de los Inkas ha herido, sin embargo, los escrúpulos liberales de algunos espíritus
de nuestro tiempo. Quiero reafirmar aquí la defensa que hice del comunismo inkaico
objetando la tesis de su más reciente impugnador, Augusto Aguirre Morales, autor de la
novela El pueblo del Sol 83.
El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo inkaico. Esto es lo primero
que necesita aprender y entender el hombre de estudio que explora el Tawantinsuyo.
Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen
a distintas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de
los inkas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En
aquélla el hombre se sometía a la naturaleza. En ésta la naturaleza se somete a veces al
hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro co-
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liberales. Esto le permite abordar el problema de la “comunidad” con una
mente apta para valorarla y entenderla. Castro Pozo, no sólo nos descubre
que la “comunidad” indígena, malgrado los ataques del formalismo liberal puesto al servicio de un régimen de feudalidad, es todavía un organismunismo. Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza esencial, dentro
de la diferencia esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontación hace
falta un poco de relativismo histórico. De otra suerte se corre el riesgo cierto de caer en los
clamorosos errores en que ha caído Víctor Andrés Belaúnde en una tentativa de ese género84.
Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama indígena con ojos medioevales. Su testimonio indudablemente no puede ser aceptado, sin beneficio de inventario.
Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista españoles y católicos.
Pero Aguirre Morales es, a su turno, víctima del falaz punto de vista. Su posición en el estudio del imperio inkaico no es una posición relativista. Aguirre considera y examina el
imperio con apriorismos liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo inkaico fue un
pueblo esclavo e infeliz porque careció de libertad.
La libertad individual es un aspecto del complejo fenómeno liberal. Una crítica realista
puede definirla como la base jurídica de la civilización capitalista. (Sin el libre arbitrio no
habría libre tráfico, ni libre concurrencia, ni libre industria). Una crítica idealista puede
definirla como una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún caso,
esta libertad cabía en la vida inkaica. El hombre del Tawantinsuyo no sentía absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así como no sentía absolutamente, por
ejemplo, ninguna necesidad de libertad de imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para algo a Aguirre Morales y a mí; pero los indios podían ser felices sin conocerla
y aun sin concebirla. La vida y el espíritu del indio no estaban atormentados por el afán de
especulación y de creación intelectuales. No estaban tampoco subordinados a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. ¿Para qué podría servirle, por consiguiente, al
indio esta libertad inventada por nuestra civilización? Si el espíritu de la libertad se reveló
al quechua, fue sin duda en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente de la fórmula liberal, jacobina e individualista de la libertad. La revelación de la libertad, como la
revelación de Dios, varía con las edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea
abstracta de la libertad con las imágenes concretas de una libertad con gorro frigio –hija
del Protestantismo y del Renacimiento y de la Revolución Francesa– es dejarse coger por
una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y de su democracia.
La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad inkaica, descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de que autocracia y comunismo son dos términos inconciliables. El régimen inkaico –constata– fue despótico y teocrático; luego –afirma– no fue comunista.
Mas el comunismo no supone, históricamente, libertad individual ni sufragio popular. La
autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos
morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo –otras épocas han tenido
otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres– es la antítesis del
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mo viviente, sino que, a pesar del medio hostil dentro del cual vegeta sofocada y deformada, manifiesta espontáneamente evidentes posibilidades
de evolución y desarrollo.
liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No desdeña ninguna de
sus conquistas intelectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y
comprende todo lo que en la idea liberal hay de positivo: condena y ataca sólo lo que en
esta idea hay de negativo y temporal.
Teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen inkaico. Pero este es un rasgo común
de todos los regímenes de la antigüedad. Todas las monarquías de la historia se han apoyado en el sentimiento religioso de sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un hecho nuevo. Y más que un divorcio es una separación de cuerpos.
Hasta Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino.
No es posible hablar de tiranía abstractamente. Una tiranía es un hecho concreto. Y es
real sólo en la medida en que oprime la voluntad de un pueblo o en que contraría y sofoca
su impulso vital. Muchas veces, en la antigüedad, un régimen absolutista y teocrático ha
encarnado y representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Éste parece haber
sido el caso del imperio inkaico. No creo en la obra taumatúrgica de los Inkas. Juzgo evidente su capacidad política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu –la comunidad–, fue la célula del imperio. Los Inkas hicieron la unidad,
inventaron el imperio; pero no crearon la célula. El Estado jurídico organizado por los
Inkas reprodujo, sin duda, el Estado natural pre-existente. Los Inkas no violentaron
nada. Está bien que se exalte su obra; no que se desprecie y disminuya la gesta milenaria y
multitudinaria de la cual esa obra no es sino una expresión y una consecuencia.
No debe empequeñecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra pertenece a la masa.
Aguirre, literato individualista, se complace en ignorar en la historia a la muchedumbre.
Su mirada de romántico busca exclusivamente al héroe.
Los vestigios de la civilización inkaica declaran unánimemente, contra la requisitoria de
Aguirre Morales. El autor de El pueblo del Sol invoca el testimonio de los millares de huacos que han desfilado ante sus ojos. Y bien esos huacos86 dicen que el arte inkaico fue un
arte popular. Y el mejor documento de la civilización inkaica es, acaso, su arte. La cerámica estilizada sintetista de los indios no puede haber sido producida por un pueblo grosero
y bárbaro.
James George Frazer, –muy distante espiritual y físicamente de los cronistas de la colonia–, escribe: “Remontando el curso de la historia, se encontrará que no es por un puro
accidente que los primeros grandes pasos hacia la civilización han sido hechos bajo gobiernos despóticos y teocráticos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de México, del Perú, países en todos los cuales el jefe supremo exigía y obtenía la obediencia servil
de sus súbditos por su doble carácter de rey y de dios. Sería apenas una exageración decir
que en esa época lejana el despotismo es el más grande amigo de la humanidad y, por paradojal que esto parezca, de la libertad. Pues después de todo, hay más libertad, en el
mejor sentido de la palabra –libertad de pensar nuestros pensamientos y de modelar
nuestros destinos– bajo el despotismo más absoluto y la tiranía más opresora que bajo la
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Sostiene Castro Pozo, que “el ayllu o comunidad, ha conservado su
natural idiosincrasia, su carácter de institución casi familiar en cuyo seno
continuaron subsistentes, después de la conquista, sus principales factores constitutivos”*.
En esto se presenta, pues, de acuerdo con Valcárcel, cuyas proposiciones respecto del ayllu, parecen a algunos excesivamente dominadas
por su ideal de resurgimiento indígena.
¿Qué son y cómo funcionan las “comunidades” actualmente? Castro
Pozo cree que se les puede distinguir conforme a la siguiente clasificación:
“Primero: Comunidades agrícolas; Segundo: Comunidades agrícolas ganaderas; Tercero: Comunidades de pastos y aguas; y Cuarto: Comunidades de usufructuación. Debiendo tenerse en cuenta que en un país como
el nuestro, donde una misma institución adquiere diversos caracteres, según el medio en que se ha desarrollado, ningún tipo de los que en esta clasificación se presume se encuentra en la realidad, tan preciso y distinto de
los otros que, por sí solo, pudiera objetivarse en un modelo. Todo lo contrario, en el primer tipo de las comunidades agrícolas se encuentran caracteres correspondientes a los otros y en éstos, algunos concernientes a
aparente libertad de la vida salvaje, en la cual la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde rígido de las costumbres hereditarias” (The Golden Bough, Part I)87.
Aguirre Morales dice que en la sociedad inkaica se desconocía el robo por una simple falta de imaginación para el mal. Pero no se destruye con una frase de ingenioso humorismo
literario un hecho social que prueba, precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el
comunismo inkaico. El economista francés Charles Gide piensa que, más exacta que la
célebre fórmula de Proudhon, es la siguiente fórmula: “El robo es la propiedad”. En la
sociedad inkaica no existía el robo porque no existía la propiedad. O, si se quiere, porque
existía una organización socialista de la propiedad.
Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de la colonia. Pero es
el caso que la teoría de Aguirre busca amparo, justamente, en la interpretación, medioeval en su espíritu, de esos cronistas, de la forma de distribución de las tierras y de los productos.
Los frutos del suelo no son atesorables. No es verosímil, por consiguiente, que las dos terceras partes fuesen acaparadas para el consumo de los funcionarios y sacerdotes del imperio. Mucho más verosímil es que los frutos que se supone reservados para los nobles y el
Inka, estuviesen destinados a constituir los depósitos del Estado.
Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y característico en
un orden socialista.
* Castro Pozo, Nuestra comunidad indígena88.
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aquél; pero como el conjunto de factores externos ha impuesto a cada uno
de estos grupos un determinado género de vida en sus costumbres, usos y
sistemas de trabajo, en sus propiedades e industrias, priman los caracteres
agrícolas, ganaderos, ganaderos en pastos y aguas comunales o sólo los
dos últimos y los de falta absoluta o relativa de propiedad de las tierras y la
usufructuación de éstas por el ayllu que, indudablemente, fue su único
propietario”*.
Estas diferencias se han venido elaborando no por evolución o degeneración natural de la antigua “comunidad”, sino al influjo de una legislación dirigida a la individualización de la propiedad y, sobre todo, por
efecto de la expropiación de las tierras comunales en favor del latifundismo. Demuestran, por ende, la vitalidad del comunismo indígena que impulsa invariablemente a los aborígenes a variadas formas de cooperación
y asociación. El indio, a pesar de las leyes de cien años de régimen republicano, no se ha hecho individualista. Y esto no proviene de que sea refractario al progreso como pretende el simplismo de sus interesados detractores. Depende, más bien, de que el individualismo, bajo un régimen feudal,
no encuentra las condiciones necesarias para afirmarse y desarrollarse. El
comunismo, en cambio, ha seguido siendo para el indio su única defensa.
El individualismo no puede prosperar, y ni siquiera existe efectivamente,
sino dentro de un régimen de libre concurrencia. Y el indio no se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo.
Por esto, en las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las
cuales se han extinguido los vínculos del patrimonio y del trabajo comunitario, subsisten aún, robustos y tenaces, hábitos de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu comunista. La “comunidad” corresponde a este espíritu. Es su órgano. Cuando la expropiación y
el reparto parecen liquidar la “comunidad”, el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El trabajo y la propiedad en común son reemplazados por la cooperación en el trabajo individual. Como escribe Castro Pozo: “la costumbre ha quedado
reducida a las mingas o reuniones de todo el ayllu para hacer gratuitamen* Ibid., pp. 16 y 17.
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te un trabajo en el cerco, acequia o casa de algún comunero, el cual quehacer efectúan al son de arpas y violines, consumiendo algunas arrobas de
aguardiente de caña, cajetillas de cigarros y mascadas de coca”. Estas costumbres han llevado a los indígenas a la práctica –incipiente y rudimentaria por supuesto– del contrato colectivo de trabajo, más bien que del contrato individual. No son los individuos aislados los que alquilan su trabajo
a un propietario o contratista; son mancomunadamente todos los hombres útiles de la “parcialidad”.
LA “COMUNIDAD” Y EL LATIFUNDIO
La defensa de la “comunidad” indígena no reposa en principios abstractos de justicia ni en sentimentales consideraciones tradicionalistas, sino
en razones concretas y prácticas de orden económico y social. La propiedad comunal no representa en el Perú una economía primitiva a la que
haya reemplazado gradualmente una economía progresiva fundada de la
propiedad individual. No; las “comunidades” han sido despojadas de sus
tierras en provecho del latifundio feudal o semifeudal, constitucionalmente incapaz de progreso técnico*.
En la costa, el latifundio ha evolucionado –desde el punto de vista de
los cultivos–, de la rutina feudal a la técnica capitalista, mientras la comunidad indígena ha desaparecido como explotación comunista de la sierra.
Pero en la sierra, el latifundio ha conservado íntegramente su carácter feudal, oponiendo una resistencia mucho mayor que la “comunidad” al desenvolvimiento de la economía capitalista. La “comunidad”, en efecto,
cuando se ha articulado, por el paso de un ferrocarril, con el sistema comercial y las vías de transporte centrales, ha llegado a transformarse espontáneamente, en una cooperativa. Castro Pozo, que como jefe de la sección de asuntos indígenas del Ministerio de Fomento acopió abundantes
* Escrito este trabajo, encuentro en el libro de Haya de la Torre Por la emancipación de la
América Latina89, conceptos que coinciden absolutamente con los míos sobre la cuestión
agraria en general y sobre la comunidad indígena en particular. Partimos de los mismos
puntos de vista, de manera que es forzoso que nuestras conclusiones sean también las
mismas.
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datos sobre la vida de las comunidades, señala y destaca el sugestivo caso
de la parcialidad de Muquiyauyo, de la cual dice que representa los caracteres de las cooperativas de producción, consumo y crédito. “Dueña de
una magnífica instalación o planta eléctrica en las orillas del Mantaro, por
medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias a los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y Muquiyauyo, se ha transformado en la institución comunal por
excelencia; en la que no se ha relajado sus costumbres indígenas, y antes
bien han aprovechado de ellas para llevar a cabo la obra de la empresa;
han sabido disponer del dinero que poseían empleándolo en la adquisición de las grandes maquinarias y ahorrado el valor de la mano de obra
que la ‘parcialidad’ ha ejecutado, lo mismo que si se tratara de la construcción
de un edificio comunal: por mingas en las que hasta las mujeres y niños han
sido elementos útiles en el acarreo de los materiales de construcción”*.
La comparación de la ‘comunidad’ y el latifundio como empresa de
producción agrícola, es desfavorable para el latifundio. Dentro del régimen capitalista, la gran propiedad sustituye y desaloja a la pequeña propiedad agrícola por su aptitud para intensificar la producción mediante el
empleo de una técnica avanzada de cultivo. La industrialización de la agricultura, trae aparejada la concentración de la propiedad agraria. La gran
propiedad aparece entonces justificada por el interés de la producción,
identificado, teóricamente por lo menos, con el interés de la sociedad.
Pero el latifundio no tiene el mismo efecto, ni responde, por consiguiente,
a una necesidad económica. Salvo los casos de las haciendas de caña –que
se dedican a la producción de aguardiente con destino a la intoxicación y
embrutecimiento del campesino indígena–, los cultivos de los latifundios
serranos, son generalmente los mismos de las comunidades. Y las cifras de
la producción no difieren. La falta de estadística agrícola no permite establecer con exactitud las diferencias parciales; pero todos los datos disponibles autorizan a sostener que los rendimientos de los cultivos de las
comunidades, no son, en su promedio, inferiores a los cultivos de los latifundios. La única estadística de producción de la sierra, la del trigo, sufra* Castro Pozo, op. cit., pp. 66 y 67.
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ga esta conclusión. Castro Pozo, resumiendo los datos de esta estadística
en 1917-18, escribe lo siguiente: “La cosecha resultó, término medio, en
450 y 580 kilos por cada hectárea para la propiedad comunal e individual, respectivamente. Si se tiene en cuenta que las mejores tierras de producción han pasado a poder de los terratenientes, pues la lucha por aquéllas en los departamentos del sur ha llegado hasta el extremo de eliminar al
poseedor indígena por la violencia o masacrándolo, y que la ignorancia
del comunero lo lleva de preferencia a ocultar los datos exactos relativos
al monto de la cosecha, disminuyéndola por temor de nuevos impuestos o
exacciones de parte de las autoridades políticas subalternas o recaudadores de éstos; se colegirá fácilmente que la diferencia en la producción por
hectárea a favor del bien de la propiedad individual no es exacta y que razonablemente, se la debe dar por no existente, por cuanto los medios de
producción y de cultivo, en una y otras propiedades, son idénticos”*.
En la Rusia feudal del siglo pasado, el latifundio tenía rendimientos
mayores que los de la pequeña propiedad. Las cifras en hectolitros y por
hectárea eran las siguientes: para el centeno, 11,5 contra 9,4; para el trigo:
11 contra 9,1; para la avena: 15,4 contra 12,7; para la cebada: 11,5 contra
10,5; para las patatas: 92,3 contra 72**.
El latifundio de la sierra peruana resulta, pues, por debajo del execrado latifundio de la Rusia zarista como factor de producción.
La “comunidad”, en cambio, de una parte acusa capacidad efectiva
de desarrollo y transformación y de otra parte se presenta como un sistema de producción que mantiene vivos en el indio los estímulos morales
necesarios para su máximo rendimiento como trabajador. Castro Pozo
hace una observación muy justa cuando escribe que “la comunidad indígena conserva dos grandes principios económicos sociales que hasta el presente
ni la ciencia sociológica ni el empirismo de los grandes industrialistas han
podido resolver satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y la rea-
* Ibid., p. 434.
** Schkaff, op. cit., p. 188.
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lización de éste con menor desgaste fisiológico y en un ambiente de agradabilidad, emulación y compañerismo”*.
Disolviendo o relajando la “comunidad”, el régimen del latifundio
feudal, no sólo ha atacado una institución económica sino también, y sobre todo, una institución social que defiende la tradición indígena, que
conserva la función de la familia campesina y que traduce ese sentimiento
jurídico popular al que tan alto valor asignan Proudhon y Sorel**.
EL RÉGIMEN DE TRABAJO.
SERVIDUMBRE Y SALARIADO
El régimen de trabajo está determinado principalmente, en la agricultura,
por el régimen de propiedad. No es posible, por tanto, sorprenderse de
que en la misma medida en que sobrevive en el Perú el latifundio feudal,
sobreviva también, bajo diversas formas y con distintos nombres, la servi* Castro Pozo, op. cit., p. 47. El autor tiene observaciones muy interesantes sobre los elementos espirituales de la economía comunitaria. “La energía, perseverancia e interés
–apunta– con que un comunero siega, gavilla el trigo o la cebada, quipicha (quipichar: cargar a la espalda. Costumbre indígena extendida en toda la sierra. Los cargadores, fleteros
y estibadores de la costa, cargan sobre el hombro) y desfila, a paso ligero, hacia la era alegre, corriéndole una broma al compañero o sufriendo la del que va detrás halándole el
extremo de la manta, constituyen una tan honda y decisiva diferencia, comparados con la
desidia, frialdad, laxitud del ánimo y, al parecer, cansancio, con que prestan sus servicios
los yanacones, en idénticos trabajos u otros de la misma naturaleza; que a primera vista
salta el abismo que diversifica el valor de ambos estados psicofísicos, y la primera interrogación que se insinúa al espíritu, es la de ¿qué influencia ejerce en el proceso del trabajo
su objetivación y finalidad concreta e inmediata?”.
** Sorel, que tanta atención ha dedicado a los conceptos de Proudhon y Le Play sobre el
rol de la familia en la estructura y el espíritu de la sociedad, ha considerado con buida y
sagaz penetración “la parte espiritual del medio económico”. Si algo ha echado de menos
en Marx, ha sido un insuficiente espíritu jurídico, aunque haya convenido en que este aspecto de la producción no escapaba al dialéctico de Treves. “Se sabe –escribe en su Introduction à L’Economie Moderne– que la observación de las costumbres de las familias de la
plana sajona impresionó mucho a Le Play en el comienzo de sus viajes y ejerció una influencia decisiva sobre su pensamiento. Me he preguntado si Marx no había pensado en
estas antiguas costumbres cuando ha acusado al capitalismo de hacer del proletario un
hombre sin familia”. Con relación a las observaciones de Castro Pozo, quiero recordar
otro concepto de Sorel: “El trabajo depende, en muy vasta medida, de los sentimientos
que experimentan los obreros ante su tarea”.
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dumbre. La diferencia entre la agricultura de la costa y la agricultura de la
sierra, aparece menor en lo que concierne al trabajo que en lo que respecta
a la técnica. La agricultura de la costa ha evolucionado con más o menos
prontitud hacia una técnica capitalista en el cultivo del suelo y la transformación y comercio de los productos. Pero, en cambio, se ha mantenido
demasiado estacionaria en su criterio y conducta respecto al trabajo.
Acerca del trabajador, el latifundio colonial no ha renunciado a sus hábitos feudales sino cuando las circunstancias se lo han exigido de modo perentorio.
Este fenómeno se explica, no sólo por el hecho de haber conservado
la propiedad de la tierra los antiguos señores feudales, que han adoptado,
como intermediarios del capital extranjero, la práctica, mas no el espíritu
del capitalismo moderno. Se explica además por la mentalidad colonial de
esta casta de propietarios, acostumbrados a considerar el trabajo con el
criterio de esclavistas y “negreros”. En Europa, el señor feudal encarnaba,
hasta cierto punto, la primitiva tradición patriarcal, de suerte que respecto de sus siervos se sentía naturalmente superior, pero no étnica ni nacionalmente diverso. Al propio terrateniente aristócrata de Europa le ha sido
dable aceptar un nuevo concepto y una nueva práctica en sus relaciones
con el trabajador de la tierra. En la América colonial, mientras tanto, se ha
opuesto a esta evolución, la orgullosa y arraigada convicción del blanco,
de la inferioridad de los hombres de color.
En la costa peruana, el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el
indio, ha sido el negro esclavo, el coolí chino, mirados, si cabe, con mayor
desprecio. En el latifundista costeño, han actuado a la vez los sentimientos
del aristócrata medioeval y del colonizador blanco, saturados de prejuicios de raza.
El yanaconazgo y el “enganche” no son la única expresión de la subsistencia de métodos más o menos feudales en la agricultura costeña. El
ambiente de la hacienda se mantiene íntegramente señorial. Las leyes del
Estado no son válidas en el latifundio, mientras no obtienen el consenso
tácito o formal de los grandes propietarios. La autoridad de los funcionarios políticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autoridad del terrateniente en el territorio de su dominio. Este considera prác7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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ticamente a su latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse
mínimamente de los derechos civiles de la población que vive dentro de
los confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los braceros y de sus
familias. Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetas
al control del propietario dentro de la hacienda. Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población obrera, no difieren grandemente de los
galpones que albergaban a la población esclava.
Los grandes propietarios costeños no tienen legalmente este orden de
derechos feudales o semifeudales; pero su condición de clase dominante y
el acaparamiento ilimitado de la propiedad de la tierra en un territorio
sin industrias y sin transportes les permite prácticamente un poder casi
incontrolable. Mediante el “enganche” y el yanaconazgo, los grandes propietarios resisten al establecimiento del régimen del salario libre, funcionalmente necesario en una economía liberal y capitalista. El “enganche”,
que priva al bracero del derecho de disponer de su persona y su trabajo,
mientras no satisfaga las obligaciones contraídas con el propietario, desciende inequívocamente del tráfico semiesclavista de coolíes; el yanaconazgo es una variedad del sistema de servidumbre a través del cual se ha
prolongado la feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los pueblos
política y económicamente retardados. El sistema peruano del yanaconazgo se identifica, por ejemplo, con el sistema ruso del polovnischestvo
dentro del cual los frutos de la tierra, en unos casos, se dividían en partes
iguales entre el propietario y el campesino y en otros casos este último no
recibía sino una tercera parte*.
La escasa población de la costa representa para las empresas agrícolas
una constante amenaza de carencia o insuficiencia de brazos. El yanaconazgo vincula a la tierra a la poca población regnícola, que sin esta mínima
garantía de usufructo de tierra, tendería a disminuir y emigrar. El “enganche” asegura a la agricultura de la costa el concurso de los braceros de la
sierra que, si bien encuentran en las haciendas costeñas un suelo y un medio extraño, obtienen al menos un trabajo mejor remunerado.
* Schkaff, op. cit., p. 135.
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Esto indica que, a pesar de todo y aunque no sea sino aparente o parcialmente* la situación del bracero en los fundos de la costa es mejor que
en los feudos de la sierra, donde el feudalismo mantiene intacta su omnipotencia. Los terratenientes costeños, se ven obligados a admitir, aunque
sea restringido y atenuado, el régimen del salario y del trabajo libres. El carácter capitalista de sus empresas los constriñe a la concurrencia. El bracero conserva, aunque sólo sea relativamente, su libertad de emigrar así
como de rehusar su fuerza de trabajo al patrón que lo oprime demasiado.
La vecindad de puertos y ciudades; la conexión con las vías modernas de
tráfico y comercio, ofrecen, de otro lado, al bracero, la posibilidad de escapar a su destino rural y de ensayar otro medio de ganar su subsistencia.
Si la agricultura de la costa hubiera tenido otro carácter, más progresista, más capitalista, habría tendido a resolver de manera lógica, el problema de los brazos sobre el cual tanto se ha declamado. Propietarios más
avisados, se habrían dado cuenta de que, tal como funciona hasta ahora, el
latifundio es un agente de despoblación y de que, por consiguiente, el problema de los brazos constituye una de sus más claras y lógicas consecuencias**.
En la misma medida en que progresa en la agricultura de la costa la
técnica capitalista, el salariado reemplazaba al yanaconazgo. El cultivo
científico –empleo de máquinas, abonos, etc.– no se aviene con un régimen de trabajo peculiar de una agricultura rutinaria y primitiva. Pero el
factor demográfico –el “problema de los brazos”–, opone una resistencia
seria a este proceso de desarrollo capitalista. El yanaconazgo y sus variedades sirven para mantener en los valles una base demográfica que garantice a las negociaciones el mínimo de brazos necesarios para las labores
permanentes. El jornalero inmigrante no ofrece las mismas seguridades
* No hay que olvidar, por lo que toca a los braceros serranos, el efecto extenuante de la
costa cálida e insalubre en el organismo del indio de la sierra, presa segura del paludismo,
que lo amenaza y predispone a la tuberculosis. Tampoco hay que olvidar el profundo apego del indio a sus lares y a su naturaleza. En la costa se siente un exilado, un mitimae.
** Una de las constataciones más importantes a que este tópico conduce es la de la íntima
solidaridad de nuestro problema agrario con nuestro problema demográfico. La concentración de las tierras en manos de los gamonales constituye un freno, un cáncer de la demografía nacional. Sólo cuando se haya roto esa traba del progreso peruano, se habrá
adoptado realmente el principio sud-americano: “Gobernar es poblar”.
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de continuidad en el trabajo que el colono nativo o el yanacón regnícola.
Este último, representa, además, el arraigo de una familia campesina, cuyos hijos mayores se encontrarán más o menos forzados a alquilar sus brazos al hacendado.
La constatación de este hecho, conduce ahora a los propios grandes
propietarios a considerar la conveniencia de establecer muy gradual y
prudentemente, sin sombra de ataque a sus intereses, colonias o núcleos
de pequeños propietarios. Una parte de las tierras irrigadas en el Imperial90 han sido reservadas así a la pequeña propiedad. Hay el propósito de
aplicar el mismo principio en las otras zonas donde se realizan trabajos de
irrigación. Un rico propietario inteligente y experimentado que conversaba conmigo últimamente, me decía que la existencia de la pequeña propiedad, al lado de la gran propiedad, era indispensable a la formación de
una población rural, sin la cual la explotación de la tierra, estará siempre a
merced de las posibilidades de la inmigración o del “enganche”. El programa de la Compañía de Subdivisión Agraria, es otra de las expresiones
de una política agraria tendiente al establecimiento paulatino de la pequeña propiedad*.
Pero, como esta política evita sistemáticamente la expropiación, o,
más precisamente, la expropiación en vasta escala por el Estado, por razón de utilidad pública o justicia distributiva, y sus restringidas posibilidades de desenvolvimiento, están por el momento circunscritas a pocos
valles, no resulta probable que la pequeña propiedad reemplace oportuna
* El proyecto concebido por el Gobierno con objeto de crear la pequeña propiedad agraria se inspira en el criterio económico liberal y capitalista. En la costa su aplicación, subordinada a la expropiación de fundos y a la irrigación de tierras eriazas, puede corresponder aun a posibilidades más o menos amplias de Colonización91. En la sierra sus
efectos serían mucho más restringidos y dudosos. Como todas las tentativas de dotación
de tierras, que registra nuestra historia republicana, se caracteriza por su prescindencia
del valor social de la “comunidad” y por su timidez ante el latifundista cuyos intereses salvaguarda con expresivo celo. Estableciendo el pago de la parcela al contado o en 20 anualidades, resulta inaplicable en las regiones de sierra donde no existe todavía una economía comercial monetaria. El pago, en estos casos, debería ser estipulado no en dinero sino
en productos. El sistema del Estado de adquirir fundos para repartirlos entre los indios
manifiesta un extremado miramiento por los latifundistas, a los cuales ofrece la ocasión
de vender fundos poco productivos o mal explotados, en condiciones ventajosas.
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y ampliamente al yanaconazgo en su función demográfica. En los valles a
los cuales el “enganche” de braceros de la sierra no sea capaz de abastecer
de brazos, en condiciones ventajosas para los hacendados, el yanaconazgo
subsistirá, pues, por algún tiempo, en sus diversas variedades, junto con el
salariado.
Las formas de yanaconazgo, aparcería o arrendamiento, varían en la
costa y en la sierra según las regiones, los usos o los cultivos. Tienen también diversos nombres. Pero en su misma variedad se identifican en general con los métodos precapitalistas de explotación de la tierra observados
en otros países de agricultura semifeudal. Verbigracia, en la Rusia zarista.
El sistema del otrabotki ruso presentaba todas las variedades del arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el Perú. Para comprobarlo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema escribe Schkaff en su
documentado libro sobre la cuestión agraria en Rusia: “Entre el antiguo
trabajo servil en que la violencia o la coacción juegan un rol tan grande y el
trabajo libre en que la única coacción que subsiste es una coacción puramente económica, aparece todo un sistema transitorio de formas extremadamente variadas que unen los rasgos de la barchtchina y del salariado.
Es el otrabototschnaía sistema. El salario es pagado sea en dinero en caso
de locación de servicios, sea en productos, sea en tierra; en este último
caso (otrabotki en el sentido estricto de la palabra) el propietario presta su
tierra al campesino a guisa de salario por el trabajo efectuado por éste en
los campos señoriales”. “El pago del trabajo, en el sistema de otrabotki, es
siempre inferior al salario de libre alquiler capitalista. La retribución en
productos hace a los propietarios más independientes de las variaciones
de precios observadas en los mercados del trigo y del trabajo. Encuentran
en los campesinos de su vecindad una mano de obra más barata y gozan así
de un verdadero monopolio local”. “El arrendamiento pagado por el
campesino reviste formas diversas: a veces, además de su trabajo, el campesino debe dar dinero y productos. Por una deciatina que recibirá, se
comprometerá a trabajar una y media deciatina de tierra señorial, a dar
diez huevos y una gallina. Entregará también el estiércol de su ganado,
pues todo, hasta el estiércol, se vuelve objeto de pago. Frecuentemente
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aún el campesino se obliga “a hacer todo lo que exigirá el propietario”, a
transportar las cosechas, a cortar la leña, a cargar los fardos”*.
En la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente
estos rasgos de propiedad y trabajo feudal. El régimen del salario libre no
se ha desarrollado ahí. El hacendado no se preocupa de la productividad
de las tierras. Sólo se preocupa de su rentabilidad. Los factores de la producción se reducen para él casi únicamente a dos: la tierra y el indio. La
propiedad de la tierra le permite explotar ilimitadamente la fuerza de trabajo del indio. La usura practicada sobre esta fuerza de trabajo –que se
traduce en la miseria del indio–, se suma a la renta de la tierra, calculada al
tipo usual de arrendamiento. El hacendado se reserva las mejores tierras y
reparte las menos productivas entre sus braceros indios, quienes se obligan a trabajar de preferencia y gratuitamente las primeras y a contentarse
para su sustento con los frutos de las segundas. El arrendamiento del suelo es pagado por el indio en trabajo o frutos, muy rara vez en dinero (por
ser la fuerza del indio lo que mayor valor tiene para el propietario), más
comúnmente en formas combinadas o mixtas. Un estudio del doctor Ponce de León de la Universidad del Cuzco, que entre otros informes tengo
a la vista, y que revista con documentación de primera mano todas las variedades de arrendamiento y yanaconazgo en ese vasto departamento,
presenta un cuadro bastante objetivo –a pesar de las conclusiones del autor, respetuosas de los privilegios de los propietarios–, de la explotación
feudal. He aquí algunas de sus constataciones: “En la provincia de Paucartambo el propietario concede el uso de sus terrenos a un grupo de indígenas con la condición de que hagan todo el trabajo que requiere el cultivo de los terrenos de la hacienda, que se ha reservado el dueño o patrón.
Generalmente trabajan tres días alternativos por semana durante todo el
año. Tienen además los arrendatarios o ‘yanaconas’ como se les llama en
esta provincia, la obligación de acarrear en sus propias bestias la cosecha
del hacendado a esta ciudad sin remuneración; y la de servir de pongos92
en la misma hacienda o más comúnmente en el Cuzco, donde preferentemente residen los propietarios”. “Cosa igual ocurre en Chumbivilcas. Los
* Schkaff, op. cit., pp. 133, 134 y 135.
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arrendatarios cultivan la extensión que pueden, debiendo en cambio trabajar para el patrón cuantas veces lo exija. Esta forma de arrendamiento
puede simplificarse así: el propietario propone al arrendatario: utiliza la
extensión de terreno que ‘puedas’, con la condición de trabajar en mi provecho siempre que yo lo necesite”. “En la provincia de Anta el propietario
cede el uso de sus terrenos en las siguientes condiciones: el arrendatario
pone de su parte el capital (semilla, abonos) y el trabajo necesario para que
el cultivo se realice hasta sus últimos momentos (cosecha). Una vez concluido, el arrendatario y el propietario se dividen por partes iguales todos
los productos. Es decir que cada uno de ellos recoge el 50 por ciento de la
producción, sin que el propietario haya hecho otra cosa que ceder el uso
de sus terrenos sin abonarlos siquiera. Pero no es esto todo. El aparcero
está obligado a concurrir personalmente a los trabajos del propietario, si
bien con la remuneración acostumbrada de 25 centavos diarios”*.
La confrontación entre estos datos y los de Schkaff, basta para persuadir de que ninguna de las sombrías fases de la propiedad y el trabajo
precapitalista falta en la sierra feudal.
“COLONIALISMO” DE NUESTRA AGRICULTURA COSTEÑA
El grado de desarrollo alcanzado por la industrialización de la agricultura,
bajo un régimen y una técnica capitalistas, en los valles de la costa, tiene su
principal factor en el interesamiento del capital británico y norteamericano en la producción peruana de azúcar y algodón. De la extensión de estos
cultivos no es un agente primario la aptitud industrial ni la capacidad capitalista de los terratenientes. Estos dedican sus tierras a la producción de
algodón y caña financiados o habilitados por fuertes firmas exportadoras.
Las mejores tierras de los valles de la costa están sembradas de algodón y caña, no precisamente porque sean apropiadas sólo a estos cultivos,
sino porque únicamente ellos importan, en la actualidad, a los comerciantes ingleses y yanquis. El crédito agrícola –subordinado absolutamente a
* Francisco Ponce de León, Sistemas de arrendamiento de terrenos del cultivo en el departamento del Cuzco y el problema de la tierra93.
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los intereses de estas firmas, mientras no se establezca el Banco Agrícola
Nacional–, no impulsa ningún otro cultivo. Los de frutos alimenticios,
destinados al mercado interno, están generalmente en manos de pequeños propietarios y arrendatarios. Sólo en los valles de Lima, por la vecindad de mercados urbanos de importancia, existen fundos extensos dedicados por sus propietarios a la producción de frutos alimenticios. En las
haciendas algodoneras o azucareras, no se cultiva estos frutos, en muchos
casos, ni en la medida necesaria para el abastecimiento de la propia población rural.
El mismo pequeño propietario, o pequeño arrendatario, se encuentra
empujado al cultivo del algodón por esta corriente que tan poco tiene en
cuenta las necesidades particulares de la economía nacional. El desplazamiento de los tradicionales cultivos alimenticios por el del algodón en las
campiñas de la costa donde subsiste la pequeña propiedad, ha constituido
una de las causas más visibles del encarecimiento de las subsistencias en
las poblaciones de la costa.
Casi únicamente para el cultivo del algodón, el agricultor encuentra
facilidades comerciales. Las habilitaciones están reservadas, de arriba
abajo, casi exclusivamente al algodonero. La producción de algodón no
está regida por ningún criterio de economía nacional. Se produce para el
mercado mundial, sin un control que prevea en el interés de esta economía, las posibles bajas de los precios derivados de períodos de crisis industrial o de superproducción algodonera.
Un ganadero me observaba últimamente que, mientras sobre una cosecha de algodón el crédito que se puede conseguir no está limitado sino
por las fluctuaciones de los precios, sobre un rebaño o un criadero, el crédito es completamente convencional o inseguro. Los ganaderos de la costa no pueden contar con préstamos bancarios considerables para el desarrollo de sus negocios. En la misma condición, están todos los agricultores
que no pueden ofrecer como garantía de sus empréstitos, cosechas de algodón o caña de azúcar.
Si las necesidades del consumo nacional estuviesen satisfechas por la
producción agrícola del país, este fenómeno no tendría ciertamente tanto
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de artificial. Pero no es así. El suelo del país no produce aún todo lo que la
población necesita para su subsistencia. El capítulo más alto de nuestras
importaciones es el de “víveres y especias”: Lp. 3.620.235, en el año 1924.
Esta cifra, dentro de una importación total de dieciocho millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No es posible
la supresión de todas nuestras importaciones de víveres y especias, pero sí
de sus más fuertes renglones. El más grueso de todos es la importación de
trigo y harina, que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles.
Un interés urgente y claro de la economía peruana exige, desde hace
mucho tiempo, que el país produzca el trigo necesario para el pan de su
población. Si este objetivo hubiese sido alcanzado, el Perú no tendría ya
que seguir pagando al extranjero doce o más millones de soles al año por el
trigo que consumen las ciudades de la costa.
¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es
sólo porque el Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de
subsistencia. Tampoco es, repito, porque el cultivo de la caña y el de algodón son los más adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de los
valles, uno solo de los llanos interandinos –que algunos kilómetros de ferrocarriles y caminos abrirían al tráfico– puede abastecer superabundantemente de trigo, cebada, etc., a toda la población del Perú. En la misma
costa, los españoles cultivaron trigo en los primeros tiempos de la colonia,
hasta el cataclismo que mudó las condiciones climatéricas del litoral94. No
se estudió posteriormente en forma científica y orgánica, la posibilidad de
establecer ese cultivo. Y el experimento practicado en el Norte, en tierras
del “Salamanca”, demuestra que existen variedades de trigo resistentes a
las plagas que atacan en la costa este cereal y que la pereza criolla, hasta
este experimento, parecía haber renunciado a vencer*.
El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la estructura misma de la economía peruana. La economía del Perú, es una economía
* Los experimentos recientemente practicados, en distintos puntos de la Costa, por la
Comisión Impulsora del Cultivo del Trigo, han tenido, según se anuncia, éxito satisfactorio. Se ha obtenido apreciables rendimientos de la variedad “Kappli Emmer”, –inmune a
la “roya”– aun en las “lomas”.
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colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses
y a las necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos
mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza
para sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y
transportes sólo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los
grandes mercados. La finanza extranjera se interesa un día por el caucho,
otro día por el algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un producto a mejor precio y en cantidad suficiente de la India
o del Egipto, abandona instantáneamente a su propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan
en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero.
PROPOSICIONES FINALES
A las proposiciones fundamentales, expuestas ya en este estudio, sobre los
aspectos presentes de la cuestión agraria en el Perú, debo agregar las siguientes:
1o El carácter de la propiedad agraria en el Perú se presenta como una
de las mayores trabas del propio desarrollo del capitalismo nacional. Es
muy elevado el porcentaje de las tierras, explotadas por arrendatarios
grandes o medios, que pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus fundos. Estos terratenientes, por completo extraños y ausentes de
la agricultura y de sus problemas, viven de su renta territorial sin dar ningún aporte de trabajo ni de inteligencia a la actividad económica del país.
Corresponden a la categoría del aristócrata o del rentista, consumidor
improductivo. Por sus hereditarios derechos de propiedad perciben un
arrendamiento que se puede considerar como un canon feudal. El agricultor arrendatario corresponde, en cambio, con más o menos propiedad,
al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un verdadero sistema capitalista, la plusvalía obtenida por su empresa debería beneficiar a este industrial y al capital que financiase sus trabajos. El dominio de la tierra por
una clase de rentistas, impone a la producción la pesada carga de sostener
una renta que no está sujeta a los eventuales descensos de los productos
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agrícolas. El arrendamiento no encuentra, generalmente en este sistema,
todos los estímulos indispensables para efectuar los trabajos de perfecta
valorización de las tierras y de sus cultivos e instalaciones. El temor a un
aumento de la locación, al vencimiento de su escritura, lo induce a una
gran parsimonia en las inversiones. La ambición del agricultor arrendatario es, por supuesto, convertirse en propietario; pero su propio empeño
contribuye al encarecimiento de la propiedad agraria en provecho de los
latifundistas. Las condiciones incipientes del crédito agrícola en el Perú
impiden una más intensa expropiación capitalista de la tierra para esta
clase de industriales. La explotación capitalista e industrialista de la tierra, que requiere para su libre y pleno desenvolvimiento de la eliminación
de todo canon feudal, avanza por esto en nuestro país con suma lentitud.
Hay aquí un problema, evidente no sólo para un criterio socialista sino
también para un criterio capitalista. Formulando un principio que integra
el programa agrario de la burguesía liberal francesa, Edouard Herriot
afirma que “la tierra exige la presencia real”*. No está demás remarcar que
a este respecto el Occidente no aventaja por cierto al Oriente, puesto que
la ley mahometana establece, como lo observa Charles Gide, que “la tierra
pertenece al que la fecunda y vivifica”.
2o El latifundismo subsistente en el Perú se acusa, de otro lado, como
la más grave barrera para la inmigración blanca. La inmigración que podemos esperar es, por obvias razones, de campesinos provenientes de Italia, de Europa Central y de los Balkanes. La población urbana occidental
emigra en mucha menor escala y los obreros industriales saben, además,
que tienen muy poco que hacer en la América Latina. Y bien. El campesino europeo no viene a América para trabajar como bracero, sino en los
casos en que el alto salario le consiente ahorrar largamente. Y éste no es el
caso del Perú. Ni el más miserable labrador de Polonia o de Rumania
aceptaría el tenor de vida de nuestros jornaleros de las haciendas de caña o
algodón. Su aspiración es devenir pequeño propietario. Para que nuestros
campos estén en grado de atraer esta inmigración, es indispensable que
puedan brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y
* Herriot, Créer95.
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comunicadas con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o propagandista del fascismo, que visitó el Perú hace aproximadamente tres años,
declaró en los diarios locales que nuestro régimen de gran propiedad era
incompatible con un programa de colonización e inmigración capaz de
atraer al campesino italiano.
3o El enfeudamiento de la agricultura de la costa a los intereses de los
capitales y los mercados británicos y americanos, se opone no sólo a que se
organice y desarrolle de acuerdo con las necesidades específicas de la economía nacional –esto es asegurando primeramente el abastecimiento de la
población– sino también a que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor
empresa acometida en este orden en los últimos años –la de las plantaciones de tabaco de Tumbes– ha sido posible sólo por la intervención del Estado. Este hecho abona mejor que ningún otro la tesis de que la política
liberal del laissez faire, que tan pobres frutos ha dado en el Perú, debe ser
definitivamente reemplazada por una política social de nacionalización
de las grandes fuentes de riqueza.
4o La propiedad agraria de la costa, no obstante los tiempos prósperos de que ha gozado, se muestra hasta ahora incapaz de atender los problemas de la salubridad rural, en la medida que el Estado exige y que es,
desde luego, asaz modesta. Los requerimientos de la Dirección de Salubridad Pública a los hacendados, no consiguen aún el cumplimiento de
las disposiciones vigentes contra el paludismo. No se ha obtenido siquiera
un mejoramiento general de las rancherías. Está probado que la población rural de la costa arroja los más altos índices de mortalidad y morbilidad del país. (Exceptúase naturalmente los de las regiones excesivamente
mórbidas de la selva). La estadística demográfica del distrito rural de Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad superior a la natalidad. Las
obras de irrigación, como lo observa el ingeniero Sutton a propósito de la
de Olmos, comportan posiblemente la más radical solución del problema
de las paludes o pantanos. Pero, sin las obras de aprovechamiento de las
aguas sobrantes del río Chancay realizadas en Huacho por el señor Antonio Grana96, a quien se debe también un interesante plan de colonización,
y sin las obras de aprovechamiento de las aguas del subsuelo practicadas
en Chiclín y alguna otra negociación del Norte, la acción del capital privaBIBLIOTECA AYACUCHO
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do en la irrigación de la costa peruana resultaría verdaderamente insignificante en los últimos años.
5o En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo inepto como creador de riqueza y de progreso. Excepción hecha de las
negociaciones ganaderas que exportan lana y alguna otra, en los valles y
planicies serranos el latifundio tiene una producción miserable. Los rendimientos del suelo son ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un
órgano de la prensa local decía una vez que en la sierra peruana el gamonal
aparece relativamente tan pobre como el indio. Este argumento –que resulta completamente nulo dentro de un criterio de relatividad– lejos de
justificar al gamonal, lo condena inapelablemente. Porque para la economía moderna –entendida como ciencia objetiva y concreta– la única justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de finanzas está
en su función de creadores de riqueza. En el plano económico, el señor
feudal o gamonal es el primer responsable del poco valor de sus dominios.
Ya hemos visto cómo este latifundista no se preocupa de la productividad
sino de la rentabilidad de la tierra. Ya hemos visto también cómo, a pesar
de ser sus tierras las mejores, sus cifras de producción no son mayores que
las obtenidas por el indio, con su primitivo equipo de labranza, en sus
magras tierras comunales. El gamonal, como factor económico, está pues,
completamente descalificado.
6o Como explicación de este fenómeno se dice que la situación económica de la agricultura de la sierra depende absolutamente de las vías de
comunicación y transporte. Quienes así razonan no entienden sin duda la
diferencia orgánica, fundamental, que existe entre una economía feudal o
semifeudal y una economía capitalista. No comprenden que el tipo patriarcal primitivo de terrateniente feudal es sustancialmente distinto del
tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el latifundismo aparecen también como un obstáculo hasta para la ejecución
del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e
intereses de los gamonales se oponen totalmente a una recta aplicación de
la ley de conscripción vial. El indio la mira instintivamente como una arma
del gamonalismo. Dentro del régimen inkaico, el servicio vial debidamen-
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te establecido sería un servicio público obligatorio, del todo compatible
con los principios del socialismo moderno; dentro del régimen colonial de
latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el carácter odioso de
una “mita”.
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EL PROCESO DE LA INSTRUCCIÓN PÚBLICA
LA HERENCIA COLONIAL Y LAS INFLUENCIAS
FRANCESA Y NORTEAMERICANA
TRES INFLUENCIAS se suceden en el proceso de la instrucción en la Re-
pública: la influencia o, mejor, la herencia española, la influencia francesa
y la influencia norteamericana. Pero sólo la española logra en su tiempo
un dominio completo. Las otras dos se insertan mediocremente en el cuadro español, sin alterar demasiado sus líneas fundamentales.
La historia de la instrucción pública en el Perú se divide así en los tres
períodos que señalan estas tres influencias*. Los límites de cada período
no son muy precisos. Pero en el Perú este es un defecto común a casi todos
los fenómenos y a casi todas las cosas. Hasta en los hombres rara vez se
observa un contorno neto, un perfil categórico. Todo aparece siempre un
poco borroso, un poco confuso.
En el proceso de la instrucción pública, como en otros aspectos de
nuestra vida, se constata la superposición de elementos extranjeros combinados, insuficientemente aclimatados. El problema está en las raíces
mismas de este Perú hijo de la conquista. No somos un pueblo que asimila
las ideas y los hombres de otras naciones, impregnándolas de su sentimiento y su ambiente, y que de esta suerte enriquece, sin deformarlo, su
espíritu nacional. Somos un pueblo en el que conviven, sin fusionarse aún,
sin entenderse todavía, indígenas y conquistadores. La República se sien* La participación de educadores belgas, alemanes, italianos, ingleses, etc., en el desarrollo de nuestra educación pública, es episódica y contingente y no implica una orientación
de nuestra política educacional.
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te y hasta se confiesa solidaria con el Virreinato. Como el Virreinato, la
República es el Perú de los colonizadores, más que de los regnícolas. El
sentimiento y el interés de las cuatro quintas partes de la población no juegan casi ningún rol en la formación de la nacionalidad y de sus instituciones.
La educación nacional, por consiguiente, no tiene un espíritu nacional:
tiene más bien un espíritu colonial y colonizador. Cuando en sus programas de instrucción pública el Estado se refiere a los indios, no se refiere a
ellos como a peruanos iguales a todos los demás. Los considera como una
raza inferior. La República no se diferencia en este terreno del Virreinato.
España nos legó, de otro lado, un sentido aristocrático y un concepto
eclesiástico y literario de la enseñanza. Dentro de este concepto, que cerraba las puertas de la Universidad a los mestizos, la cultura era un privilegio de casta. El pueblo no tenía derecho a la instrucción. La enseñanza tenía por objeto formar clérigos y doctores.
La revolución de la independencia, alimentada de ideología jacobina,
produjo temporalmente la adopción de principios igualitarios. Pero este
igualitarismo verbal no tenía en mira, realmente, sino al criollo. Ignoraba
al indio. La República, además, nacía en la miseria. No podía permitirse el
lujo de una amplia política educacional.
La generosa concepción de Condorcet97 no se contó entre los pensamientos tomados en préstamo por nuestros liberales a la gran Revolución.
Prácticamente subsistió, en esta como en casi todas las cosas, la mentalidad colonial. Disminuida la efervescencia de la retórica y el sentimiento
liberales, reapareció netamente el principio de privilegio. El gobierno de
1831, que declaró la gratuidad de la enseñanza98, fundaba esta medida
que no llegó a actuarse, en “la notoria decadencia de las fortunas particulares que había reducido a innumerables padres de familia a la amarga situación de no serles posible dar a sus hijos educación ilustrada, malográndose muchos jóvenes de talento”*. Lo que preocupaba a ese gobierno, no
era la necesidad de poner este grado de instrucción al alcance del pueblo.
Era, según sus propias palabras, la urgencia de resolver un problema de
las familias que habían sufrido desmedro en su fortuna.
* Circular del ministro don Matías León, fechada el 19 de abril de 1831.
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La persistencia de la orientación literaria y retórica se manifiesta con
la misma acentuación. Felipe Barreda y Laos señala como fundaciones típicas de los primeros lustros de la República las siguientes: el Colegio de la
Trinidad de Huancayo, la Escuela de Filosofía y Latinidad de Huamachuco y las Cátedras de Filosofía, de Teología Dogmática y de Jurisprudencia
del Colegio de Moquegua*.
En el culto de las humanidades se confundían los liberales, la vieja
aristocracia terrateniente y la joven burguesía urbana. Unos y otros se
complacían en concebir las universidades y los colegios como unas fábricas de gente de letras y de leyes. Los liberales no gustaban menos de la retórica que los conservadores. No había quien reclamase una orientación
práctica dirigida a estimular el trabajo, a empujar a los jóvenes al comercio
y la industria. (Menos aún había quien reclamase una orientación democrática, destinada a franquear el acceso a la cultura a todos los individuos).
La herencia española no era exclusivamente una herencia psicológica
e intelectual. Era ante todo, una herencia económica y social. El privilegio de
la educación persistía por la simple razón de que persistía el privilegio
de la riqueza y de la casta. El concepto aristocrático y literario de la educación correspondía absolutamente a un régimen y a una economía feudales. La revolución de la independencia no había liquidado en el Perú este
régimen y esta economía**. No podía, por ende, haber cancelado sus
ideas peculiares sobre la enseñanza.
El Dr. Manuel Vicente Villarán, que representa en el proceso y el debate de la instrucción pública peruana el pensamiento demoburgués, deplorando esta herencia, dijo en su discurso sobre las profesiones liberales
hace un cuarto de siglo: “El Perú debería ser por mil causas económicas y
sociales, como han sido los Estados Unidos, tierra de labradores, de colonos, de mineros, de comerciantes, de hombres de trabajo; pero las fatalidades de la historia y la voluntad de los hombres han resuelto otra cosa,
convirtiendo al país en centro literario, patria de intelectuales y semillero
* “Las reformas de la Instrucción Pública”, discurso pronunciado en la apertura del año
universitario de 1919. En la Revista Universitaria de 191999.
** Véase en este volumen los estudios sobre la economía nacional y el problema de la tierra.
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de burócratas. Pasemos la vista en torno de la sociedad y fijemos la atención en cualquiera familia: será una gran fortuna si logramos hallar entre
sus miembros algún agricultor, comerciante, industrial o marino; pero es
indudable que habrá en ella algún abogado o médico, militar o empleado,
magistrado o político, profesor o literato, periodista o poeta. Somos un
pueblo donde ha entrado la manía de las naciones viejas y decadentes, la
enfermedad de hablar y de escribir y no de obrar, de ‘agitar palabras y no
cosas’, dolencia lamentable que constituye un signo de laxitud y de flaqueza. Casi todos miramos con horror las profesiones activas que exigen
voluntad enérgica y espíritu de lucha, porque no queremos combatir, sufrir, arriesgar y abrirnos paso por nosotros mismos hacia el bienestar y la
independencia. ¡Qué pocos se deciden a soterrarse en la montaña, a vivir
en las punas, a recorrer nuestros mares, a explorar nuestros ríos, a irrigar
nuestros campos, a aprovechar los tesoros de nuestras minas! Hasta las
manufacturas y el comercio, con sus riesgos y preocupaciones, nos atemorizan, y en cambio contemplamos engrosar año por año la multitud de los
que anhelan a todo precio la tranquilidad, la seguridad, el semirreposo de
los empleos públicos y las profesiones literarias. En ello somos estimulados, empujados por la sociedad entera. Todas las preferencias de los padres de familia son para los abogados, los doctores, los oficinistas, los literatos y los maestros. Así es que el saber se halla triunfante, la palabra y la
pluma están en su edad de oro, y si el mal no es corregido pronto, el Perú
va a ser como la China, la tierra prometida de los funcionarios y de los
letrados”*.
El estudio de la historia de la civilización capitalista, esclarece ampliamente las causas del estado social peruano, considerado por el doctor Villarán en el párrafo copiado.
España es una nación rezagada en el proceso capitalista. Hasta ahora,
España no ha podido emanciparse del Medioevo. Mientras en Europa
Central y Oriental, han sido abatidos como consecuencia de la guerra los
últimos bastiones de la feudalidad, en España se mantienen todavía en
pie, defendidos por la monarquía. Quienes ahondan hoy en la historia de
* M.V. Villarán, Estudios sobre educación nacional, pp. 8 y 9100.
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España, descubren que a este país le ha faltado una cumplida revolución
liberal y burguesa. En España el tercer estado no ha logrado nunca una
victoria definitiva. El capitalismo aparece cada vez más netamente como
un fenómeno consustancial y solidario con el liberalismo y con el protestantismo. Esta no es, propiamente, un principio ni una teoría, sino más
bien, una observación experimental, empírica. Se constata que los pueblos en los cuales el capitalismo –industrialismo y maquinismo– ha alcanzado todo su desarrollo, son los pueblos anglosajones –liberales y protestantes*. Sólo en estos países la civilización capitalista se ha desarrollado
plenamente. España es entre las naciones latinas la que menos ha sabido
adaptarse al capitalismo y al liberalismo. La famosa decadencia española,
a la cual exegetas románticos atribuyen los más diversos y extraños orígenes, consiste simplemente en esta incapacidad. El clamor por la europeización de España ha sido un clamor por su asimilación a la Europa demoburguesa y capitalista. Lógicamente, las colonias formadas por España en
América tenían que resentirse de la misma debilidad. Se explica perfectamente el que las colonias de Inglaterra, nación destinada a la hegemonía
en la edad capitalista, recibiesen los fermentos y las energías espirituales y
materiales de un apogeo, mientras las colonias de España, nación encadenada a la tradición de la edad aristocrática, recibían los gérmenes y las taras de una decadencia.
El español trajo a la empresa de la colonización de América su espíritu
medioeval. Fue sólo un conquistador; no fue realmente un colonizador.
Cuando España terminó de mandarnos conquistadores, empezó a mandarnos únicamente virreyes, clérigos y doctores.
Se piensa ahora que España experimentó su revolución burguesa en
América. Su clase liberal y burguesa, sofocada en la metrópoli, se organizó
en las colonias. La revolución española por esto se cumplió en las colonias
y no en la metrópoli. En el proceso histórico abierto por esta revolución,
les tocó en consecuencia la mejor parte a los países donde los elementos de
esa clase liberal y burguesa y de una economía congruente, eran más vita* Es interesante y expresivo el que los reaccionarios franceses proclamen a Francia nación burguesa, más bien que capitalista.
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les y sólidos. En el Perú eran demasiado incipientes. Aquí, sobre los residuos dispersos, sobre los materiales disueltos de la economía y la sociedad
inkaicas, el Virreinato había edificado un régimen aristocrático y feudal
que reproducía, con sus vicios y sin sus raíces, el de la decaída metrópoli.
La responsabilidad del estado social denunciado por el doctor Villarán en su discurso académico de 1900, corresponde, pues, fundamentalmente, a la herencia española. El doctor Villarán lo admitió en su tesis
aunque su filiación civilista no le consentía excesiva independencia mental frente a una clase, como la representada por su partido, que tan inequívocamente desciende del Virreinato y se siente heredera de sus privilegios. “La América –escribía el doctor Villarán–, no era colonia de trabajo
y poblamiento sino de explotación. Los colonos españoles venían a buscar la riqueza fácil, ya formada, descubierta, que se obtiene sin la doble
pena del trabajo y el ahorro, esa riqueza que es la apetecida por el aventurero, por el noble, por el soldado, por el soberano. Y en fin, ¿para qué trabajar si no era necesario? ¿No estaban allí los indios? ¿No eran numerosos, mansos, diligentes, sobrios, acostumbrados a la tierra y al clima?
Ahora bien, el indio siervo produjo al rico ocioso y dilapidador. Pero lo
peor de todo fue que una fuerte asociación de ideas se estableció entre el
trabajo y la servidumbre, porque de hecho no había trabajador que no
fuera siervo. Un instinto, una repugnancia natural manchó toda labor pacífica y se llegó a pensar que trabajar era malo y deshonroso. Este instinto
nos ha sido legado por nuestros abuelos como herencia orgánica. Tenemos, pues, por raza y nacimiento, el desdén al trabajo, el amor a la adquisición del dinero sin esfuerzo propio, la afición a la ociosidad agradable, el
gusto a las fiestas y la tendencia al derroche”*.
Los Estados Unidos, son la obra del pioneer, el puritano y el judío, espíritus poseídos de una poderosa voluntad de potencia y orientados además hacia fines utilitarios y prácticos. En el Perú se estableció, en cambio,
una raza que en su propio suelo no pudo ser más que una raza indolente y
soñadora, pésimamente dotada para las empresas del industrialismo y del
* Ibid., p. 27.
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capitalismo. Los descendientes de esta raza, por otra parte, más que sus
virtudes heredaron sus defectos.
Esta tesis de la deficiencia de la raza española para liberarse del Medioevo y adaptarse a un siglo liberal y capitalista resulta cada día más corroborada por la interpretación científica de la historia*. Entre nosotros,
demasiado inclinados siempre a un idealismo ramplón en la historiografía, se afirma ahora un criterio realista a este respecto. César A. Ugarte –en
su Bosquejo de la historia económica del Perú– escribe lo que sigue: “¿Cuál
fue el contingente de energías que dio al Perú la nueva raza? La sicología
del pueblo español del siglo XVI no era la más apropiada para el desenvolvimiento económico de una tierra abrupta e inexplorada. Pueblo guerrero y caballeresco, que acababa de salir de ocho siglos de lucha por la reconquista de su suelo y que se hallaba en pleno proceso de unificación
política, carecía en el siglo XVI de las virtudes económicas, especialmente
de la constancia para el trabajo y del espíritu del ahorro. Sus prejuicios
nobiliarios y sus aficiones burocráticas le alejaban de los campos y de las
industrias por juzgarlas ocupaciones de esclavos y villanos. La mayor parte de los conquistadores y descubridores del siglo XVI, era gente desvalida; pero no les inspiraba el móvil de encontrar una tierra libre y rica para
prosperar en ella con su esfuerzo paciente; guiábalos sólo la codicia de riquezas fáciles y fabulosas y el espíritu de aventura para alcanzar gloria y
poderío. Y si al lado de esta masa ignorante y aventurera, venían algunos
hombres de mayor cultura y valía, impulsaba a éstos la fe religiosa y el propósito de catequizar a los naturales”**.
El espíritu religioso en sí, a mi juicio, no fue un obstáculo para la organización económica de las colonias. Más espíritu religioso hubo en los
puritanos de la Nueva Inglaterra. De él sacó precisamente Norteamérica
la savia espiritual de su engrandecimiento económico. En cuanto a religiosidad, la colonización española no pecó de exceso***.
* España es el país de la Contrarreforma, y por ende el Estado antiliberal y antimoderno
por excelencia.
** C.A. Ugarte, Bosquejo de la historia económica del Perú101.
*** Véase el ensayo sobre el factor religioso.
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La República, que heredó del Virreinato, esto es, de un régimen feudal y aristocrático, sus instituciones y métodos de instrucción pública,
buscó en Francia los modelos de la reforma de la enseñanza tan luego
como, esbozada la organización de una economía y una clase capitalista, la
gestión del nuevo Estado adquirió cierto impulso progresista y cierta aptitud ordenadora.
De este modo, a los vicios originales de la herencia española se añadieron los defectos de la influencia francesa que, en vez de venir a atenuar y
corregir el concepto literario y retórico de la enseñanza trasmitido a la
República por el Virreinato, vino más bien a acentuarlo y complicarlo.
La civilización capitalista no ha logrado en Francia, como en Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, un cabal desarrollo, entre otras razones,
por lo inadecuado del sistema educacional francés. Todavía no se ha resuelto en esa nación –de la cual hemos copiado anacrónicamente tantas
cosas–, problemas fundamentales como el de la escuela única primaria y
el de la enseñanza técnica.
Estudiando detenidamente esta cuestión en su obra Créer, Herriot
hace las siguientes constataciones: “En verdad, conscientemente o no,
hemos permanecido fieles a ese gusto de la cultura universal que parecía a
nuestros padres el mejor medio de alcanzar la distinción del espíritu. El
francés ama la idea general sin saber siempre lo que entiende por ese término. Nuestra prensa, nuestra elocuencia, se nutren de lugares comunes”*. “En pleno siglo XX no tenemos aún un plan de educación nacional.
Las experiencias políticas a las que hemos estado condenados han reaccionado cada una a su manera sobre la enseñanza. Si se le mira desde un poco de
altura, la mediocridad del esfuerzo tentado aparece lamentable”**.
Y, más adelante, después de recordar que Renán atribuía en parte la
responsabilidad de las desventuras de 1870 a una instrucción pública cerrada a todo progreso, convencida de haber dejado que el espíritu de Francia se
malograse en la nulidad, Herriot agrega: “Los hombres de 1848 habían
concebido para nuestro país un programa de instrucción que no ha sido
* Édouard Herriot, Créer, p. 95102.
** Ibid., p. 125.
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jamás ejecutado y ni siquiera comprendido. Nuestro maestro Constantino Pecqueur, lamentaba que la instrucción pública no fuese aún organizada socialmente, que el privilegio de nacimiento se prolongase en la educación de los niños”*.
Herriot, cuya ponderación democrática no puede ser contestada,
suscribe a este respecto juicios sustentados por los Compagnons de l’Université Nouvelle103 y otros propugnadores de una radical reforma de la enseñanza. Conforme a su esquema de la Historia de la Instrucción Pública
de Francia, la revolución tuvo un amplio y nuevo ideario educacional.
“Con un vigor y una decisión de espíritu remarcables, Condorcet reclamaba para todos los ciudadanos todas las posibilidades de instrucción, la
gratuidad de todos los grados, la triple cultura de las facultades físicas, intelectuales y morales”. Pero después de Condorcet, vino Napoleón. “La
obra de 1808 –escribe Herriot–, es la antítesis del esfuerzo de 1792. En
adelante los dos principios antagónicos no cesarán de luchar. Los encontraremos, así al uno como al otro, en la base de nuestras instituciones tan
mal coordinadas todavía. Napoleón se ocupó sobre todo de la enseñanza
secundaria que debía darle a sus funcionarios y oficiales. Nosotros lo estimamos en gran parte responsable de la larga ignorancia de nuestro pueblo
en el curso del siglo XIX. Los hombres de 1793 habían tenido otras esperanzas. Hasta en los colegios y los liceos, nada que pueda despertar la libertad de la inteligencia; hasta en la enseñanza superior, ninguna parte
para el culto desinteresado de la ciencia o las letras. La tercera República
ha podido desprender a las universidades de esta tutela y volver a la tradición de los pretendidos sectarios que crearon la Escuela Normal, el Conservatorio de Artes y Oficios o el Instituto. Pero no ha podido romper
completamente con la concepción estrecha tendiente a aislar la cooperación universitaria del resto de la nación. Ha conservado del Imperio una
afición exagerada a los grados, un respeto excesivo por los procedimientos que habían constituido la fuerza pero también el peligro de la educación de los jesuitas”**.
* Ibid., p. 127.
** Ibid., pp. 120, 123 y 124.
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Esta es, según un estadista demoliberal de la burguesía francesa, la situación de la enseñanza en la nación de la cual, con desorientación deplorable hemos importado métodos y textos durante largos años. Le debemos este desacierto a la aristocracia virreinal que, disfrazada de burguesía
republicana, ha mantenido en la República los fueros y los principios de
orden colonial. Esta clase quiso para sus hijos, ya que no la educación
acremente dogmática de los colegios reales de la Metrópoli, la educación
elegantemente conservadora de los colegios jesuitas de la Francia de la
restauración.
El Dr. M.V. Villarán, propugnador de la orientación norteamericana,
denunció en 1908, en su tesis sobre la influencia extranjera en la educación, el error de inspirarse en Francia. “Con toda su admirable intelectualidad –decía–, ese país no ha podido aún modernizar, democratizar y
unificar suficientemente su sistema y sus métodos de educación. Los escritores franceses de más nota son los primeros en reconocerlo”*. Se apoya el doctor Villarán en la opinión de Taine, de autoridad incontestable
para los intelectuales civilistas a quienes le tocaba dirigirse.
La influencia francesa no está aún liquidada. Quedan aún de ella demasiados rezagos en los programas y, sobre todo, en el espíritu de la enseñanza secundaria y superior. Pero su ciclo ha concluido con la adopción
de modelos norteamericanos que caracteriza las últimas reformas. Su balance, pues, puede ser hecho. Ya sabemos por anticipado que arroja un
pasivo enorme. Hay que poner en su cuenta la responsabilidad del predominio de las profesiones liberales. Impotente para preparar una clase dirigente apta y sana, la enseñanza ha tenido en el Perú, para un criterio rigurosamente histórico el vicio fundamental de su incongruencia con las
necesidades de la evolución de la economía nacional y de su olvido de la
existencia del factor indígena. Vale decir, el mismo vicio que encontramos
en casi todo proceso político de la República.
El período de reorganización económica del país sobre bases civilistas,
inaugurado en 1895 por el gobierno de Piérola, trajo un período de revi* M.V. Villarán, op. cit., p. 74104.
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sión del régimen y métodos de la enseñanza. Recomenzaba el trabajo de
formación de una economía capitalista interrumpido por la guerra del 79
y sus consecuencias y, por tanto, se planteaba el problema de adaptar gradualmente la instrucción pública a las necesidades de esta economía en
desenvolvimiento.
El Estado, que en sus tiempos de miseria o falencia abandonó obligadamente la enseñanza primaria a los municipios, reasumió este servicio.
Con la fundación de la Escuela Normal de Preceptores105 se preparó el
cimiento de la escuela primaria pública o, mejor, popular, que hasta entonces no era sino rutinarismo y diletantismo criollos. Con el restablecimiento de la Escuela de Artes y Oficios106 se diseñó una ruta en orden a la
enseñanza técnica.
Este período se caracteriza en la historia de la instrucción pública por
su progresivo orientamiento hacia el modelo anglosajón. La reforma de la
segunda enseñanza en 1902 fue el primer paso en tal sentido. Pero, limitada a un solo plano de la enseñanza, constituyó un paso falso. El régimen
civilista restablecido por Piérola no supo ni pudo dar una dirección segura a su política educacional. Sus intelectuales, educados en un gárrulo e
hinchado verbalismo o en un erudicionismo linfático y académico, no tenían sino una mediocre habilidad de tinterillos. Sus caciques o capataces,
cuando se elevaban sobre el nivel mental de un mero traficante de coolíes
y caña de azúcar, permanecían demasiado adheridos a los más caducos
prejuicios aristocráticos.
El doctor M.V. Villarán, aparece desde 1900 como el preconizador de
una reforma coherente con el embrionario desarrollo capitalista del país.
Su discurso de ese año sobre las profesiones liberales, fue la primera requisitoria eficaz contra el concepto literario y aristocrático de la enseñanza trasmitido a la República por el Virreinato. Ese discurso condenaba al
gaseoso y arcaico idealismo extranjero que hasta entonces había prevalecido en la enseñanza pública –reducida a la educación de los jóvenes “decentes”–, en el nombre de una concepción francamente materialista, o sea
capitalista, del progreso. Y concluía con la aserción de que era “urgente
rehacer el sistema de nuestra educación en forma tal que produzca pocos
diplomados y literatos y en cambio eduque hombres útiles, creadores de
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riqueza”. “Los grandes pueblos europeos –agregaba–, reforman hoy sus
planes de instrucción adoptando generalmente el tipo de la educación
yanqui, porque comprenden que las necesidades de la época exigen ante
todo, hombres de empresa, y no literatos ni eruditos, y porque todos esos
pueblos se hallan empeñados más o menos en la gran obra humana de extender a todas partes su comercio, su civilización y su raza. Así también
nosotros, siguiendo el ejemplo de las grandes naciones de Europa, debemos enmendar el equivocado rumbo que hemos dado a la educación nacional, a fin de producir hombres prácticos, industriosos y enérgicos, porque ellos son los que necesita la Patria para hacerse rica y por lo mismo
fuerte”*.
La reforma de 1920 señala la victoria de la orientación preconizada
por el doctor Villarán y, por tanto, el predominio de la influencia norteamericana. De un lado, la ley orgánica de enseñanza, en convencional vigor desde ese año, tiene su origen en un proyecto elaborado primero por
una comisión que presidió Villarán y asesoró un técnico yanqui, el doctor
Bard, destilado y refinado luego por otra comisión que encabezó también
el doctor Villarán y rectificado finalmente por el doctor Bard, en su calidad de jefe de la misión norteamericana traída por el Gobierno para reorganizar la instrucción pública. De otro lado, la aplicación de los principios
de la misma ley, fue confiada por algún tiempo a este equipo de técnicos
yanquis.
La importación del método norteamericano no se explica, fundamentalmente, por el cansancio del verbalismo latinista, sino por el impulso espiritual que determinaban la afirmación y el crecimiento de una economía
capitalista. Este proceso histórico –que en el plano político produjo la caída de la oligarquía representativa de la casta feudal a causa de su ineptitud
para devenir clase capitalista–, en el plano educacional impuso la definitiva adopción de una reforma pedagógica inspirada en el ejemplo de la nación de más próspero desarrollo industrial.
Se aborda, pues, con la reforma de 1920, una empresa congruente con
el rumbo de la evolución histórica del país. Pero, como el movimiento po* Ibid., p. 33.
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lítico que canceló el dominio del viejo civilismo aristocrático, el movimiento educacional –paralelo y solidario a aquél– estaba destinado a detenerse. La ejecución de un programa demoliberal, resultaba en la práctica
entrabada y saboteada por la subsistencia de un régimen de feudalidad en
la mayor parte del país. No es posible democratizar la enseñanza de un
país sin democratizar su economía y sin democratizar, por ende, su superestructura política.
En un pueblo que cumple conscientemente su proceso histórico, la
reorganización de la enseñanza tiene que estar dirigida por sus propios
hombres. La intervención de especialistas extranjeros no puede rebasar
los límites de una colaboración.
Por estas razones, fracasó el experimento de la misión norteamericana. Por estas razones, sobre todo, la nueva ley orgánica quedó más bien
como un programa teórico, que como una pauta de acción.
Ni la organización ni la existencia de la enseñanza se conforman a la
ley orgánica. El contraste, la distancia entre la ley y la práctica no pueden
ser atenuados en sus puntos capitales. El doctor Bouroncle en un estudio
que nadie supondrá inspirado en propósitos negativos ni polémicos,
apunta varias de las fallas y remiendos que se han sucedido en la accidentada historia de esta reforma. “Un ligero análisis –escribe– de las actuales
disposiciones legales y reglamentarias en materia de instrucción nos hace
ver el gran número de las que no han tenido ni podían tener aplicación en
la práctica. En primer término, la organización de la Dirección General y
del Consejo Nacional de enseñanza ha sido reformada a mérito de una
autorización legislativa, suprimiéndose las direcciones regionales que
eran las entidades ejecutivas con mayores atribuciones técnicas y administrativas en el ramo. Las direcciones y secciones han sido modificadas y los
planes de estudio de enseñanza primaria y secundaria han tenido que ser
revisados. Las distintas clases de escuelas consideradas en la ley no se han
tomado en cuenta y los exámenes y títulos preceptorales han necesitado
ya una total reforma. Las categorías de escuelas no se han considerado, ni
tampoco la complicada clasificación de los colegios que preconizó el reglamento de enseñanza secundaria. La Junta examinadora nacional ha
sido reemplazada en sus funciones por la Dirección de Exámenes y Estu7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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dios y el sistema total ha sido modificado. Y por último, la enseñanza superior, la que con más detalles organiza la ley, ha dado sólo parcial cumplimiento a sus mandatos. La Universidad de Escuelas Técnicas fracasó a las
primeras tentativas de organización y las Escuelas Superiores de Agricultura, Ciencias Pedagógicas, Artes Industriales y Comercio, no han sido
fundadas. El plan de estudios para la Universidad de San Marcos no ha
tenido total aplicación y el Centro Estudiantil Universitario, para cuya dirección se contrató personal especial, no ha podido ni siquiera crearse. Y
si examinamos los actuales reglamentos de enseñanza primaria y secundaria veremos asimismo un sinnúmero de disposiciones reformadas o sin
aplicación. Pocas leyes y reglamentos de los que se han dado en el Perú,
han tenido tan pronta y diversa modificación al extremo de que los preceptos reformatorios y aquellos que no se aplican están hoy en mayor número en la práctica escolar que los que aún se conservan en vigencia en la
ley y sus reglamentos”*.
Esta es la crítica ponderada y prudente de un funcionario a quien
mueve, como es natural, un espíritu de colaboración; pero no hacen falta
otras constataciones, ni aun la de que no se consigue todavía dedicar a la
enseñanza primaria el 10 por ciento de los ingresos fiscales ordenado por
la ley, para declarar la quiebra de la reforma de 1920 **. Por otra parte,
esta declaración ha sido implícitamente pronunciada por el Consejo Nacional de Enseñanza al acometer la revisión de la Ley Orgánica.
A los que en este debate ocupamos una posición ideológica revolucionaria, nos toca constatar, ante todo, que la quiebra de la reforma de 1920,
no depende de ambición excesiva ni de idealismo ultramoderno de sus
postulados. Bajo muchos aspectos, esa reforma se presenta restringida en
su aspiración y conservadora en su alcance. Mantiene en la enseñanza, sin
la menor atenuación sustancial, todos los privilegios de clase y de fortuna.
No franquea los grados superiores de la enseñanza a los niños selecciona* Estudio del Dr. Bouroncle sobre “Cien años de política educacional” publicado en La
Prensa107 el 9 de diciembre de 1924.
** En 1926 los egresos fiscales del presupuesto sumaron Lp. 10.518.960, correspondiendo a la instrucción Lp. 1.000.184, pero sólo Lp. 859.807 a la primaria.
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dos por la escuela primaria, pues no encarga absolutamente a ésta dicha
selección. Confina a los niños de la clase proletaria en la instrucción primaria dividida, sin ningún fin selectivo, en común y profesional, y conserva a la escuela primaria privada, que separa desde la niñez, con rígida barrera, a las clases sociales y hasta a sus categorías. Establece únicamente la
gratuidad de la primera enseñanza sin sentar por lo menos el principio de
que el acceso a la instrucción secundaria, que el Estado ofrece a un pequeño porcentaje con su antiguo sistema de becas, está reservado expresamente a los mejores. La ley orgánica, en cuanto a las becas, se expresa en
términos extremadamente vagos, además de que no reconoce prácticamente el derecho de ser sostenidos por el Estado sino a los estudiantes que
han ingresado ya a los colegios de segunda enseñanza. Dice, en efecto, el
artículo 254: “Por disposición reglamentaria, podrá exonerarse de derechos de enseñanza y de pensión en los internados de los colegios nacionales, como premio, a los jóvenes pobres, que se distingan por su capacidad,
moralidad y dedicación al estudio. Estas becas serán otorgadas por el director
regional a propuesta de la Junta de Profesores del Colegio respectivo”*.
Tantas limitaciones impiden considerar la reforma de 1920 aun como
la reforma democrática, propugnada por el doctor Villarán en nombre de
principios demoburgueses.
LA REFORMA UNIVERSITARIA:
IDEOLOGÍA Y REIVINDICACIONES
El movimiento estudiantil que se inició con la lucha de los estudiantes
de Córdoba108, por la reforma de la Universidad, señala el nacimiento de
la nueva generación latinoamericana. La inteligente compilación de documentos de la reforma universitaria en la América Latina realizada por
Gabriel del Mazo, cumpliendo un encargo de la Federación Universitaria de Buenos Aires, ofrece una serie de testimonios fehacientes de la
unidad espiritual de este movimiento**. El proceso de la agitación uni* Ley Orgánica de Enseñanza de 1920, Edición Oficial, p. 84.
** Publicaciones del Círculo Médico Argentino y Centro de Estudiantes de Medicina. La
Reforma Universitaria, 6 t., 1926-27.
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versitaria en la Argentina, Uruguay, Chile, Perú, etc., acusa el mismo
origen y el mismo impulso. La chispa de la agitación es casi siempre un
incidente secundario; pero la fuerza que la propaga y la dirige viene de
ese estado de ánimo, de esa corriente de ideas que se designa –no sin
riesgo de equívoco– con el nombre de “nuevo espíritu”. Por esto, el anhelo de la reforma se presenta, con idénticos caracteres, en todas las universidades latinoamericanas. Los estudiantes de toda la América Latina,
aunque movidos a la lucha por protestas peculiares de su propia vida,
parecen hablar el mismo lenguaje.
De igual modo, este movimiento se presenta íntimamente conectado
con la recia marejada postbélica. Las esperanzas mesiánicas, los sentimientos revolucionarios, las pasiones místicas propias de la postguerra,
repercutían particularmente en la juventud universitaria de Latinoamérica. El concepto difuso y urgente de que el mundo entraba en un ciclo nuevo, despertaba en los jóvenes la ambición de cumplir una función heroica
y de realizar una obra histórica. Y, como es natural, en la constatación de
todos los vicios y fallas del régimen económico social vigente, la voluntad
y el anhelo de renovación encontraban poderosos estímulos. La crisis
mundial invitaba a los pueblos latinoamericanos, con insólito apremio, a
revisar y resolver sus problemas de organización y crecimiento. Lógicamente, la nueva generación sentía estos problemas con una intensidad y
un apasionamiento que las anteriores generaciones no habían conocido.
Y mientras la actitud de las pasadas generaciones, como correspondía al
ritmo de su época, había sido evolucionista –a veces con un evolucionismo completamente pasivo– la actitud de la nueva generación era espontáneamente revolucionaria.
La ideología del movimiento estudiantil careció, al principio, de homogeneidad y autonomía. Acusaba demasiado la influencia de la corriente wilsoniana. Las ilusiones demoliberales y pacifistas que la predicación
de Wilson puso en boga en 1918-19 circulaban entre la juventud latinoamericana como buena moneda revolucionaria. Este fenómeno se explica
perfectamente. También en Europa no sólo las izquierdas burguesas sino
los viejos partidos socialistas reformistas aceptaron como nuevas las ideas
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demoliberales elocuentes y apostólicamente remozadas por el presidente
norteamericano.
Únicamente a través de la colaboración cada día más estrecha con los
sindicatos obreros, de la experiencia del combate contra las fuerzas conservadoras y de la crítica concreta de los intereses y principios en que se
apoya el orden establecido, podían alcanzar las vanguardias universitarias
una definida orientación ideológica.
Este es el concepto de los más autorizados portavoces de la nueva generación estudiantil, al juzgar los orígenes y las consecuencias de la lucha
por la Reforma. Todos convienen en que este movimiento, que apenas ha
formulado su programa, dista mucho de proponerse objetivos exclusivamente universitarios y en que, por su estrecha y creciente relación con el
avance de las clases trabajadoras y con el abatimiento de viejos privilegios
económicos, no puede ser entendido sino como uno de los aspectos de
una profunda renovación latinoamericana. Así Palcos, aceptando íntegramente las últimas consecuencias de la lucha empeñada, sostiene que
“mientras subsista el actual régimen social, la Reforma no podrá tocar las
raíces recónditas del problema educacional”. “Habrá llenado su objeto
–agrega– si depura a las universidades de los malos profesores, que toman
el cargo como un empleo burocrático; si permite –como sucede en otros
países– que tengan acceso al profesorado todos los capaces de serlo, sin
excluirlos por sus convicciones sociales, políticas o filosóficas; si neutraliza en parte, por lo menos, el chauvinismo y fomenta en los educandos el
hábito de las investigaciones y el sentimiento de la propia responsabilidad. En el mejor de los casos, la Reforma rectamente entendida y aplicada,
puede contribuir a evitar que la Universidad sea, como es en rigor en todos los países, como lo fue en la misma Rusia –país donde se daba, sin
embargo, como en ninguna otra parte, una intelectualidad avanzada que
en la hora de la acción saboteó escandalosamente a la revolución– una Bastilla
de la reacción, esforzándose por ganar las alturas del siglo”*.
No coinciden rigurosamente –y esto es lógico– las diversas interpretaciones del significado del movimiento. Pero, con excepción de las que
* La Reforma Universitaria, t. I, p. 55.
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proceden del sector reaccionario, interesado en limitar los alcances de la
Reforma, localizándola en la universidad y la enseñanza, todas las que se
inspiran sinceramente en sus verdaderos ideales, la definen como la afirmación del “espíritu nuevo”, entendido como espíritu revolucionario.
Desde sus puntos de vista filosóficos, Ripa Alberdi se inclinaba a considerar esta afirmación como una victoria del idealismo novecentista sobre el positivismo del siglo XIX. “El renacimiento del espíritu argentino
–decía– se opera por virtud de las jóvenes generaciones, que al cruzar por
los campos de la filosofía contemporánea han sentido aletear en su frente
el ala de la libertad”. Mas el propio Ripa Alberdi se daba cuenta de que el
objeto de la reforma era capacitar a la Universidad para el cumplimiento
de “esa función social que es la razón misma de su existencia”*.
Julio V. González, que ha reunido en dos volúmenes sus escritos de la
campaña universitaria109, arriba a conclusiones más precisas: “La Reforma Universitaria –escribe– acusa el aparecer de una nueva generación que
llega desvinculada de la anterior, que trae sensibilidad distinta e ideales
propios y una misión diversa para cumplir. No es aquella un hecho simple
o aislado, si los hay; está vinculada en razón de causa a efecto con los últimos acontecimientos de que fuera teatro nuestro país, como consecuencia de los producidos en el mundo. Significaría incurrir en una apreciación errónea hasta lo absurdo considerar a la Reforma Universitaria como
un problema de aulas y, aun así, radicar toda su importancia en los efectos
que pudiera surtir exclusivamente en los círculos de cultura. Error semejante llevaría sin remedio a una solución del problema que no consultaría
la realidad en que él está planteado. Digámoslo claramente entonces: la
Reforma Universitaria es parte de una cuestión que el desarrollo material
y moral de nuestra sociedad ha impuesto a raíz de la crisis producida por
la guerra” **.
González señala en seguida la guerra europea, la Revolución Rusa y el
advenimiento del radicalismo al poder110 como los factores decisivos de la
Reforma en la Argentina.
* Ibid., p. 44.
** Ibid., pp. 58 y 86.
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José Luis Lanuza indica otro factor: la evolución de la clase media. La
mayoría de los estudiantes pertenecen a esta clase en todas sus gradaciones. Y bien. Una de las consecuencias sociales y económicas de la guerra
es la proletarización de la clase media. Lanuza sostiene la siguiente tesis:
“Un movimiento colectivo estudiantil de tan vastas proyecciones sociales
como la Reforma Universitaria no hubiera podido estallar antes de la guerra europea. Se sentía la necesidad de renovar los métodos de estudio y se
ponía de manifiesto el atraso de la Universidad respecto a las corrientes
contemporáneas del pensamiento universal desde la época de Alberdi, en
la que empieza a desarrollarse nuestra industria embrionaria. Pero entonces la clase media universitaria se mantenía tranquila con sus títulos de
privilegio. Desgraciadamente para ella, esta holgura disminuye a medida
que crece la gran industria, se acelera la diferenciación de las clases y sobreviene la proletarización de los intelectuales. Las maestros, los periodistas y empleados de comercio se organizan gremialmente. Los estudiantes
no podían escapar al movimiento general” *.
Mariano Hurtado de Mendoza coincide sustancialmente, con las observaciones de Lanuza. “La Reforma Universitaria –escribe– es antes que
nada y por sobre todo, un fenómeno social que resulta de otro más general
y extenso, producido a consecuencia del grado de desarrollo económico
de nuestra sociedad. Fuera entonces error estudiarla únicamente bajo la
faz universitaria, como problema de renovación del gobierno de la Universidad, o bajo la faz pedagógica, como ensayo de aplicación de nuevos
métodos de investigación en la adquisición de la cultura. Incurriríamos
también en error si la consideráramos, como el resultado exclusivo de una
corriente de ideas nuevas provocadas por la gran guerra y por la Revolución Rusa, o como la obra de la nueva generación que aparece y ‘llega desvinculada de la anterior, que trae sensibilidad distinta e ideales propios y
una misión diversa por cumplir’”. Y, precisando su concepto, agrega más
adelante: “La Reforma Universitaria no es más que una consecuencia del
fenómeno general de proletarización de la clase media que forzosamente
ocurre cuando una sociedad capitalista llega a determinadas condiciones
* Ibid., p. 125.
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de su desarrollo económico. Significa esto que en nuestra sociedad se está
produciendo el fenómeno de proletarización de la clase media y que la
Universidad, poblada en su casi totalidad por ésta, ha sido la primera en
sufrir sus efectos, porque era el tipo ideal de institución capitalista”*.
Es, en todo caso, un hecho uniformemente observado la formación, al
calor de la Reforma, de núcleos de estudiantes que, en estrecha solidaridad con el proletariado, se han entregado a la difusión de avanzadas ideas
sociales y al estudio de las teorías marxistas. El surgimiento de las universidades populares, concebidas con un criterio bien diverso del que inspiraba en otros tiempos tímidos tanteos de extensión universitaria, se ha
efectuado en toda la América Latina en visible concomitancia con el movimiento estudiantil. De la Universidad han salido, en todos los países latinoamericanos, grupos de estudiosos de economía y sociología que han
puesto sus conocimientos al servicio del proletariado, dotando a éste, en
algunos países, de una dirección intelectual de que antes había generalmente carecido. Finalmente, los propagandistas y fautores más entusiastas de la unidad política de la América Latina son, en gran parte, los antiguos líderes de la Reforma Universitaria que conservan así su vinculación
continental, otro de los signos de la realidad de la “nueva generación”.
Cuando se confronta este fenómeno con el de las universidades de la
China y del Japón, se comprueba su rigurosa justificación histórica. En el
Japón, la Universidad ha sido la primera cátedra de socialismo. En la China, por razones obvias, ha tenido una función todavía más activa en la formación de una nueva conciencia nacional. Los estudiantes chinos componen la vanguardia del movimiento nacionalista revolucionario que, dando
a la inmensa nación asiática una nueva alma y una nueva organización, le
asigna una influencia considerable en los destinos del mundo. En este
punto se muestran concordes los observadores occidentales de más reconocida autoridad intelectual.
Pero no me propongo aquí, el estudio de todas las consecuencias y
relaciones de la Reforma Universitaria con los grandes problemas de la
evolución política de la América Latina. Constatada la solidaridad del
* Ibid., p. 130.
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movimiento estudiantil con el movimiento histórico general de estos pueblos, tratemos de examinar y definir sus rasgos propios y específicos.
¿Cuáles son las proposiciones o postulados fundamentales de la Reforma?
El Congreso Internacional de Estudiantes de México de 1921 propugnó: 1o la participación de los estudiantes en el gobierno de las universidades; 2o la implantación de la docencia libre y la asistencia libre. Los
estudiantes de Chile declararon su adhesión a los siguientes principios: 1o
autonomía de la Universidad, entendida como institución de los alumnos,
profesores y diplomados; 2o reforma del sistema docente, mediante el establecimiento de la docencia libre y, por consiguiente, de la asistencia libre de los alumnos a las cátedras, de suerte que en caso de enseñar dos
maestros una misma materia la preferencia del alumnado consagre libremente la excelencia del mejor; 3o revisión de los métodos y del contenido
de los estudios; y 4o extensión universitaria, actuada como medio de vinculación efectiva de la Universidad con la vida social. Los estudiantes de
Cuba concretaron en 1923 sus reivindicaciones en esta fórmula: a) una
verdadera democracia universitaria; b) una verdadera renovación pedagógica y científica; c) una verdadera popularización de la enseñanza. Los
estudiantes de Colombia reclamaron, en su programa de 1924, la organización de la Universidad sobre bases de independencia, de participación
de los estudiantes en su gobierno y de nuevos métodos de trabajo. “Que al
lado de la cátedra –dice ese programa– funcione el seminario, se abran
cursos especiales, se creen revistas. Que al lado del maestro titular haya
profesores agregados y que la carrera del magisterio exista sobre bases
que aseguren su porvenir y den acceso a cuantos sean dignos de tener una
silla en la Universidad”. Los estudiantes de vanguardia de la Universidad
de Lima, leales a los principios proclamados en 1919 y 1923, sostuvieron
en 1926 las siguientes plataformas: defensa de la autonomía de las universidades; participación de los estudiantes en la dirección y orientación de
sus respectivas universidades o escuelas especiales; derecho de voto por
los estudiantes en la elección de rectores de las universidades; renovación
de los métodos pedagógicos; voto de honor de los estudiantes en la provisión de las cátedras; incorporación a la universidad de los valores extrau7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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niversitarios; socialización de la cultura: universidades populares, etc.
Los principios sostenidos por los estudiantes argentinos son, probablemente, más conocidos, por su extensa influencia en el movimiento estudiantil de América desde su primera enunciación en la Universidad de
Córdoba. Prácticamente, además, son a grandes rasgos los mismos que
proclaman los estudiantes de las demás universidades latinoamericanas.
Resulta de esta rápida revisión que como postulados cardinales de la
Reforma Universitaria puede considerarse: primero, la intervención de los
alumnos en el gobierno de las universidades y segundo, el funcionamiento
de cátedras libres, al lado de las oficiales, con idénticos derechos, a cargo
de enseñantes de acreditada capacidad en la materia.
El sentido y el origen de estas dos reivindicaciones nos ayudan a esclarecer la significación de la Reforma.
POLÍTICA Y ENSEÑANZA UNIVERSITARIA
EN LA AMÉRICA LATINA
El régimen económico y político determinado por el predominio de las
aristocracias coloniales –que en algunos países hispanoamericanos subsiste todavía aunque en irreparable y progresiva disolución– ha colocado
por mucho tiempo las universidades de la América Latina bajo la tutela de
estas oligarquías y de su clientela. Convertida la enseñanza universitaria
en un privilegio del dinero, si no de la casta, por lo menos de una categoría
social absolutamente ligada a los intereses de uno y otra, las universidades
han tenido una tendencia inevitable a la burocratización académica. Era
éste un destino al cual no podían escapar ni aun bajo la influencia episódica de alguna personalidad de excepción.
El objeto de las universidades parecía ser, principalmente, el de proveer de doctores o rábulas a la clase dominante. El incipiente desarrollo, el
mísero radio de la instrucción pública, cerraban los grados superiores de
la enseñanza a las clases pobres. (La misma enseñanza elemental no llegaba –como no llega ahora– sino a una parte del pueblo). Las universidades,
acaparadas intelectual y materialmente por una casta generalmente desprovista de impulso creador, no podían aspirar siquiera a una función más
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alta de formación y selección de capacidades. Su burocratización las conducía, de un modo fatal, al empobrecimiento espiritual y científico.
Este no era un fenómeno exclusivo ni peculiar del Perú. Entre nosotros se ha prolongado más por la supervivencia obstinada de una estructura económica semifeudal. Pero, aun en los países que más prontamente se
han industrializado y democratizado, como la República Argentina, a la
Universidad es a donde ha arribado más tarde esa corriente de progreso y
transformación. El Dr. Florentino V. Sanguinetti resume así la historia de
la Universidad de Buenos Aires antes de la Reforma: “Durante la primera
parte de la vida argentina, movió modestas iniciativas de cultura y formó
núcleos urbanos que dieron a la montonera el pensamiento de la unidad
política y del orden institucional. Su provisión científica era muy escasa,
pero bastaba para las necesidades del medio y para imponer las conquistas lentas y sordas del genio civil. Afirmada más tarde nuestra organización nacional, la Universidad aristocrática y conservadora, creó un nuevo
tipo social: el doctor. Los doctores constituyeron el patriciado de la segunda república, substituyendo poco a poco a las charreteras y a los caciques rurales, en el manejo de los negocios, pero salían de las aulas sin la
jerarquía intelectual necesaria para actuar con criterio orgánico en la enseñanza o para dirigir el despertar improvisado de las riquezas que rendían la pampa y el trópico. A lo largo de los últimos cincuenta años, nuestra nobleza agropecuaria fue desplazada, primero, del campo económico
por la competencia progresista del inmigrante, técnicamente más capaz,
y luego del campo político por el advenimiento de los partidos de clase
media. Necesitando entonces escenario para mantener su influencia, se
apoderó de la Universidad que fue pronto un órgano de casta, cuyos directores vitalicios turnaban los cargos de mayor relieve y cuyos docentes,
reclutados por leva hereditaria, impusieron una verdadera servidumbre
educacional de huella estrecha y sin filtraciones renovadoras”*.
El movimiento de la Reforma tenía lógicamente que atacar, ante todo,
esta estratificación conservadora de las Universidades. La provisión arbitraria de las cátedras, el mantenimiento de profesores ineptos, la exclu* Ibid., pp. 140 y 141.
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sión de la enseñanza de los intelectuales independientes y renovadores, se
presentaban claramente como simples consecuencias de la docencia oligárquica. Estos vicios no podían ser combatidos sino por medio de la intervención de los estudiantes en el gobierno de las universidades y el establecimiento de las cátedras y la asistencia libres, destinadas a asegurar la
eliminación de los malos profesores a través de una concurrencia leal con
hombres más aptos para ejercer su magisterio.
Toda la historia de la Reforma registra invariablemente estas dos reacciones de las oligarquías conservadoras: primera, su solidaridad recalcitrante con los profesores incompetentes, tachados por los alumnos, cuando ha habido de por medio un interés familiar oligárquico; y segunda, su
resistencia, no menos tenaz, a la incorporación en la docencia de valores
no universitarios o simplemente independientes. Las dos reivindicaciones sustantivas de la Reforma resultan así inconfutablemente dialécticas,
pues no arrancan de puras concepciones doctrinales sino de las reales y
concretas enseñanzas de la acción estudiantil.
Las mayorías docentes adoptaron una actitud de rígida e impermeable intransigencia contra los grandes principios de la Reforma Universitaria, el primero de los cuales había quedado proclamado teóricamente desde el Congreso Estudiantil de Montevideo y así en la Argentina como en el
Perú, lograron el reconocimiento oficial debido a favorables circunstancias políticas, cambiadas las cuales se inició, por parte de los elementos
conservadores de la docencia, un movimiento de reacción, que en el Perú
ha anulado ya prácticamente casi todos los triunfos de la Reforma, mientras en la Argentina encuentra la oposición vigilante del alumnado, según
lo demuestran las recientes agitaciones contra las tentativas reaccionarias.
Pero no es posible la realización de los ideales de la Reforma sin la recta y leal aceptación de los dos principios aquí esclarecidos. El voto de los
alumnos –aunque no esté destinado sino a servir de contralor moral de la
política de los profesores– es el único impulso de vida, el solo elemento de
progreso de la Universidad, en la que de otra suerte prevalecerían sin remedio fuerzas de estancamiento y regresión. Sin esta premisa, el segundo
de los postulados de la Reforma –las cátedras libres– no puede absolutamente cumplirse. Más aún, la “leva hereditaria”, de que nos habla con tan
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evidente exactitud el Dr. Sanguinetti, torna a ser el sistema de reclutamiento de nuevos catedráticos. Y el mismo progreso científico pierde su
principal estímulo, ya que nada empobrece tanto el nivel de la enseñanza y
de la ciencia como la burocratización oligárquica.
LA UNIVERSIDAD DE LIMA
En el Perú, por varias razones, el espíritu de la Colonia ha tenido su hogar
en la Universidad. La primera razón es la prolongación o supervivencia,
bajo la República, del dominio de la vieja aristocracia colonial.
Pero este hecho no ha sido desentrañado sino desde que la ruptura
con el criterio colonialista –vale decir con la historiografía “civilista”– ha
consentido a la nueva generación enjuiciar libremente la realidad peruana. Ha sido necesaria, para su entendimiento cabal, la quiebra de la antigua casta, denunciada por el carácter de “secesión” que quiso asumir el
cambio de gobierno de 1919.
Cuando el doctor V.A. Belaúnde calificó a la Universidad como “el
lazo de unión entre la República y la Colonia” –con la mira de enaltecerla
cual único y esencial órgano de continuidad histórica– tenía casi el aire de
hacer un descubrimiento valioso. La clase dirigente había sabido hasta
entonces mantener la ilusión intelectual de la República distinta e independiente de la Colonia, no obstante una instintiva inclinación al culto
nostálgico de lo virreinal, que traicionaba con demasiada evidencia su verdadero sentimiento. La Universidad que, según un concepto de clisé, era
el alma mater nacional, había sido siempre oficialmente definida como la
más alta cátedra de los principios e ideales de la República.
Mientras tanto, tal vez con la sola excepción del instante en que Gálvez y Lorente, la tiñeron de liberalismo, restableciendo y continuando la
orientación ideológica de Rodríguez de Mendoza111, la Universidad había
seguido fiel a su tradición escolástica, conservadora y española.
El divorcio entre la obra universitaria y la realidad nacional, constatado melancólicamente por Belaúnde –pero que no lo había embarazado
para gratificar a la Universidad con el título de encarnación única y sagrada de la continuidad histórica patria– ha dependido exclusivamente del
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divorcio, no menos cierto aunque menos reconocido, entre la vieja clase
dirigente y el pueblo peruano. Belaúnde escribía lo que sigue: “Un triste
destino se ha cernido sobre nuestra Universidad y ha determinado que llene principalmente un fin profesional y tal vez de snobismo científico; pero
no un fin educativo y mucho menos un fin de afirmación de la conciencia
nacional. Al recorrer rápidamente la historia de la Universidad desde su
origen hasta la fecha se destaca este rasgo desagradable y funesto: su falta
de vinculación con la realidad nacional, con la vida de nuestro medio, con
las necesidades y aspiraciones del país”*. La investigación de Belaúnde no
podía ir más allá. Vinculado por su educación y su temperamento a la casta feudal, adherente al partido que acaudillaba uno de sus más genuinos
representantes113, Belaúnde tenía que detenerse en la constatación del
desacuerdo, sin buscar sus razones profundas. Más aún: tenía que contentarse con explicárselo como la consecuencia de un “triste destino”.
La verdad era que la Colonia sobrevivía en la Universidad porque sobrevivía también –a pesar de la revolución de la Independencia y de la
república demoliberal– en la estructura económico-social del país, retardando su evolución histórica y enervando su impulso biológico. Y que,
por esto, la Universidad no cumplía una función progresista y creadora en
la vida peruana, a cuyas necesidades profundas y a cuyas corrientes vitales
resultaba no sólo extraña sino contraria. La casta de terratenientes coloniales que, a través de un agitado período de caudillaje militar, asumió el
poder en la República, es el menos nacional, el menos peruano de los factores que intervienen en la historia del Perú independiente. El “triste destino” de la Universidad no ha dependido de otra cosa.
Después del período de influencia de Gálvez y Lorente, la Universidad permaneció, hasta el período de agitación estudiantil de 1919, pesadamente dominada por el espíritu de la Colonia. En 1894, el discurso académico del doctor Javier Prado sobre “El estado social del Perú durante
la dominación española” que, dentro de su prudencia y equilibrio, intentaba una revisión del criterio colonialista, pudo ser el punto de partida de
una acción que acercase más el trabajo universitario a nuestra historia y a
* V.A. Belaúnde, La vida universitaria, p. 3112.
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nuestro pueblo. Pero el doctor Prado, estrechamente mancomunado con
los intereses y sentimientos que este movimiento habría contrastado por
fuerza, prefirió encabezar una corriente de mediocre positivismo que,
bajo el signo de Taine, pretendió justificar doctrinalmente la función del
civilismo dotándolo de un pensamiento político en apariencia moderno, y
que no consiguió siquiera imprimir a la Universidad, entregada al diletantismo verbalista y dogmático, la orientación científica que ahora mismo se
echa de menos en ella. Más tarde, en 1900, otro discurso académico, el del
doctor M.V. Villarán sobre las profesiones liberales en el Perú, tuvo también la íntima significación de una ponderada requisitoria contra el colonialismo de la Universidad, responsable por los prejuicios aristocráticos
que alimentaba y mantenía, de una superproducción de doctores y letrados. Pero igualmente este discurso, como todas las reacciones episódicas
del civilismo, estaba destinado a no agitar sino muy superficialmente las
aguas de esta quieta palude intelectual.
La generación arbitrariamente llamada “futurista”114 debió ser, cronológicamente, la que iniciara la renovación de los métodos y el espíritu
de la Universidad. A ella pertenecían los estudiantes –catedráticos luego–
que representaron al Perú en el Congreso Estudiantil de Montevideo y
que organizaron el Centro Universitario, echando las bases de una solidaridad que en la lucha por la Reforma había de concretar sus formas y sus
fines. Mas la dirección de Riva Agüero –por boca de quien habló explícitamente el espíritu colonialista en su tesis sobre literatura peruana115–,
orientaba en un sentido conservador y tradicionalista a esa generación
universitaria que, de otro lado, por sus orígenes y vinculaciones, aparecía
con la misión de marcar una reacción contra el movimiento literario gonzález-pradista116 y de restablecer la hegemonía intelectual del civilismo,
atacada, particularmente en provincias, por la espontánea popularidad
de la literatura radical.
REFORMA Y REACCIÓN
El movimiento estudiantil peruano de 1919 recibió sus estímulos ideológicos de la victoriosa insurrección de los estudiantes de Córdoba y de la
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elocuente admonición del profesor Alfredo L. Palacios117. Pero, en su origen, constituyó principalmente un amotinamiento de los estudiantes contra algunos catedráticos de calificada y ostensible incapacidad. Los que
extendían y elevaban los objetivos de esta agitación, –transformando en
repudio del viejo espíritu de la Universidad el que, en un principio, había
sido sólo repudio de los malos profesores y de la disciplina arcaica– estaban en minoría en el estudiantado. El movimiento contaba con el apoyo
de estudiantes de espíritu ortodoxamente civilista, quienes seguían a los
propugnadores de la Reforma tanto porque convenían en la evidente
ineptitud de los maestros tachados como porque creían participar en una
algarada escolar más o menos inocua.
Esto revela que si la oligarquía docente, mostrándose celosa de su
prestigio intelectual, hubiera realizado a tiempo en la Universidad el mínimum de mejoramiento y modernización de la enseñanza necesario para
no correr el riesgo de una situación de escandalosa insolvencia, habría logrado mantener fácilmente la intangibilidad de sus posiciones por algunos años más.
La crisis que tan desairadamente afrontó en 1919, fue precipitada por
el prolongamiento irritante de un estado de visible desequilibrio entre el
nivel de la cátedra y el avance general de nuestra cultura en más de un aspecto. Este desequilibrio se hacía particularmente detonante en el plano
literario y artístico. La generación “futurista” que, reaccionando contra la
generación “radical” romántica y extrauniversitaria, trabajaba por reforzar el poder espiritual de la Universidad, concentrando en sus aulas todas
las fuerzas de dirección de la cultura nacional, no supo, no quiso o no
pudo reemplazar oportunamente en la docencia de la Facultad de Letras,
la más vulnerable, a los viejos catedráticos retrasados e incompetentes. El
contraste entre la enseñanza de letras en esta Facultad y el progreso de la
sensibilidad y la producción literarias del país, se tornó clamoroso cuando
el surgimiento de una nueva generación118, en abierta ruptura con el academicismo y el conservatismo de nuestros paradójicos “futuristas”, señaló un instante de florecimiento y renovación de la literatura nacional. La
juventud que frecuentaba los cursos de letras de la Universidad, había adquirido fuera, espontáneamente, un gusto y una educación estéticas basBIBLIOTECA AYACUCHO
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tantes para advertir el atraso y la ineptitud de sus varios catedráticos.
Mientras esta juventud, como vulgo, como público, había superado en sus
lecturas la estación del “modernismo”, la cátedra universitaria estaba todavía prisionera del criterio y los preceptos de la primera mitad del Ochocientos español. La orientación historicista y literaria del grupo que presidió el movimiento de 1919 en San Marcos concurría a un procesamiento
más severo y a una condena más indignada e inapelable de los catedráticos acusados de atrasados y anacrónicos.
De la Facultad de Letras, la revisión se propagó a las otras facultades,
donde también el interés y la rutina oligárquicas mantenían profesores sin
autoridad. Pero la primera brecha fue abierta en la Facultad de Letras; y,
hasta algún tiempo después, la lucha estuvo dirigida contra los “malos
profesores” más bien que contra los “malos métodos”.
La ofensiva del estudiantado empezó con la formación de un cuadro
de tachas, en el cual se omitieron cuidadosamente todas las que pudieran
parecer sospechosas de parcialidad o apasionamiento. El criterio que informó en esa época el movimiento de reforma fue un criterio de valoración de la idoneidad magistral, exento de móviles ideológicos.
La solidaridad del rector y el consejo con los profesores tachados
constituyó una de las resistencias que ahondaron el movimiento. El estudiantado insurgente comenzó a comprender que el carácter oligárquico
de la docencia y la burocratización y estancamiento de la enseñanza, eran
dos aspectos del mismo problema. Las reivindicaciones estudiantiles se
ensancharon y precisaron.
El primer congreso nacional de estudiantes, reunido en el Cuzco, en
marzo de 1920, indicó, sin embargo, que el movimiento pro reforma carecía aún de un programa bien orientado y definido. El voto de mayor
trascendencia de ese Congreso es el que dio vida a las universidades populares119 destinadas a vincular a los estudiantes revolucionarios con el proletariado y a dar un vasto alcance a la agitación estudiantil.
Y, más tarde, en 1921, la actitud de los estudiantes ante el conflicto
entre la Universidad y el Gobierno120, demostró que reinaba todavía en la
juventud universitaria una desorientación profunda. Más aún: el entusiasmo con que una parte de ella se constituía en claque de catedráticos re7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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accionarios, cautivada por una retórica oportunista y democrática –bajo
la cual se trataba de hacer pasar el contrabando ideológico de las supersticiones y nostalgias del espíritu colonial– acusaba una recalcitrante reverencia de la mayoría a sus viejos dómines.
Era evidente, empero, que la derrota sufrida por el civilismo tradicional había colaborado al triunfo alcanzado en 1919 por las reivindicaciones
estudiantiles con el decreto del 20 de setiembre que establecía las cátedras
libres y la representación de los alumnos en el consejo universitario y con
las leyes 4.002 y 4.004, en virtud de las cuales el gobierno declaró vacantes
las cátedras ocupadas por los profesores tachados.
Reabierta la Universidad –después de un período de receso que fortaleció los vínculos existentes entre la docencia y una parte de los estudiantes– las conquistas de la Reforma resultaron escamoteadas, en gran parte,
por la nueva organización. Pero, en cambio, el “nuevo espíritu” tenía ya
mayor arraigo en la masa estudiantil. Y en las nuevas jornadas de la juventud iba a notarse menos confusionismo ideológico que en las anteriores a
la clausura.
La reanudación de las labores universitarias en 1922 bajo el rectorado
del doctor M.V. Villarán, significó, en primer lugar, el compromiso entre
el gobierno y los profesores que ponía término al conflicto que el año anterior condujo al receso de la Universidad. La ley orgánica de enseñanza
promulgada en 1920 por el Ejecutivo, en uso de la autorización que recibió del Congreso en octubre de 1919, –cuando éste votó la ley No 4.004
sancionando el principio de la participación de los alumnos en el gobierno de la Universidad– sirvió de base al avenimiento. Esta ley reconocía a la
Universidad una autonomía que dejaba satisfecha a la docencia, más inclinada que antes por obvias razones a un temperamento transaccional, y
que el Gobierno inducido igualmente a aceptar una fórmula de normalización, se allanaba a ratificar en todas sus partes.
Como es natural, el compromiso ponía en peligro las conquistas del
estudiantado, ganadas en buena parte al amparo de la situación que aquél
venía a resolver aunque no fuera sino temporalmente. Y, en efecto, muy
pronto se advirtió una mal disimulada tentativa de anular poco a poco las
reformas de 1919. Algunos catedráticos restablecieron el abolido régimen
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de las listas. Pero esta tentativa encontró alerta a los estudiantes, en cuyo
ánimo tuvieron profunda resonancia primero el Congreso Estudiantil de
México y luego el fervoroso mensaje de las juventudes del Sur de que fuera portador Haya de la Torre121.
El nuevo rector que, al asumir sus funciones, había hecho con la moderación propia de su espíritu, siempre en cuidadoso equilibrio, una profesión de fe reformista y hasta una crítica de las disposiciones de la ley de
enseñanza que sustituía la libre asociación de los alumnos con un “centro
estudiantil universitario” de organización extrañamente autoritaria y burocrática, coherente con estas declaraciones, comprendió en seguida la
conveniencia de emplear también con el estudiantado la política del compromiso, evitando toda destemplada veleidad reaccionaria que pudiese
excitar imprudentemente la beligerancia estudiantil. El rectorado del
doctor Villarán, sobreponiéndose a los conflictos locales provocados por
catedráticos conservadores, señaló así un período de colaboración entre
la docencia y los alumnos. El apoyo dispensado a la inteligente y renovadora acción de Zulen en la Biblioteca122 y la atención prestada a la opinión
y sentimiento del estudiantado, consultados frecuentemente sin exageradas aprensiones ideológicas, granjearon a la política del rector extensas
simpatías. El decano de la Facultad de Medicina, doctor Gastañeta, que
adoptó la misma línea de conducta, inspirando sus actos en un sagaz espíritu de cooperación con los estudiantes, obtuvo un consenso aún más entusiasta. Y la labor de algunos catedráticos jóvenes contribuyó a mejorar
las relaciones entre profesores y estudiantes.
Esta política impidió la renovación de la lucha por la reforma. De un
lado, los profesores se mostraron dispuestos a la actuación solícita de un
programa progresista, renunciando, en todo caso, a propósitos reaccionarios. De otro lado, los estudiantes se declararon prontos a una experiencia
colaboracionista que a muchos les parecía indispensable para la defensa
de la autonomía y aun de la subsistencia de la Universidad.
El 23 de mayo123 reveló el alcance social e ideológico del acercamiento
de las vanguardias estudiantiles a las clases trabajadoras. En esa fecha
tuvo su bautizo histórico la nueva generación que, con la colaboración de
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circunstancias excepcionalmente favorables, entró a jugar un rol en el desarrollo mismo de nuestra historia, elevando su acción del plano de las inquietudes estudiantiles al de las reivindicaciones colectivas o sociales.
Este hecho reanimó e impulsó en las aulas las corrientes de revolución
universitaria, acarreando el predominio de la tendencia izquierdista en la
Federación de Estudiantes, reorganizada poco tiempo después y, sobre
todo, en las asambleas estudiantiles que alcanzaron entonces un tono máximo de animación y vivacidad.
Pero las conquistas de la Reforma, aparte de la supresión de las listas,
se reducían en verdad a un contralor no formalizado del estudiantado en
el orientamiento o, más bien, la administración de la enseñanza. Estaba
formalmente admitido el principio de la representación de los estudiantes
en el consejo universitario; mas el alumnado, que disponía entonces del
recurso de las asambleas para manifestar su opinión frente a cada problema, descuidó la designación de delegados permanentes, prefiriendo una
influencia plebiscitaria y espontánea de las masas estudiantiles en las deliberaciones del consejo. Y aunque encabezaba a estas masas una vanguardia singularmente aguerrida y dinámica, sea porque las contingencias de
la lucha contra la reacción interna y externa acaparaban demasiado su
atención, sea porque su propia conciencia pedagógica no se encontraba
todavía bien formada, es lo cierto que no empleó la acción de las asambleas, de ambiente más tumultuario que doctrinal, en reclamar y conseguir mejores métodos. Se contentó, a este respecto, con modestos ensayos
y gaseosas promesas destinadas a disiparse apenas se adormeciera o relajara en las aulas el espíritu vanguardista.
La reforma universitaria –como reforma de la enseñanza– a pesar de
la nueva ley orgánica y de la mejor disposición de una parte de la docencia,
había adelantado, en consecuencia, muy poco. Lo que escribe Alfredo
Palacios sobre parecida fase de la Reforma en Argentina, puede aplicarse
a nuestra Universidad. “El movimiento general que determina la reforma
universitaria, en su primera etapa –dice Palacios– se concretó sólo a la injerencia estudiantil en el gobierno de la Universidad y a la asistencia libre.
Faltaba lo más importante: la renovación de los métodos de enseñanza y
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la intensificación de los estudios, y esto era de muy difícil realización en las
Facultades de Jurisprudencia, que habían permanecido petrificadas en
criterios viejos. Su enseñanza había conducido a extremos insospechados. Puras teorías, puras abstracciones; nada de ciencias de observación
y de experimento. Se creyó siempre que de esos institutos debía salir la élite social destinada a ser “clase gobernante”; que de allí debía surgir el financista, el diplomático, el literato, el político… Salieron, en cambio, con
una ignorancia enciclopédica, precoces utilitarios, capaces de todas las artimañas para enredar pleitos, y que en la vida fueron sostén de todas las
injusticias. Los estudiantes se concretaban a escuchar lecciones orales sin
curiosidad alguna, sin ánimo de investigar, sin pasión por la búsqueda
tenaz, sin laboratorios que despertaran las energías latentes, que fortalecieran el carácter, que disciplinaran la voluntad y que ejercitaran la inteligencia”*.
Por haber carecido nuestra universidad de directores como el doctor
Palacios, capaces de comprender la renovación requerida en los estudios
por el movimiento de reforma y de consagrarse a realizarla con pasión y
optimismo, este movimiento quedó detenido en el Perú, en la etapa a que
pudieron llevarlo el impulso y el esfuerzo estudiantiles.
Los años 1924 a 27 han sido desfavorables para el movimiento de reforma
universitaria en el Perú. La expulsión de 26 universitarios de la Universidad de Trujillo en noviembre de 1923, preludió una ofensiva reaccionaria
que, poco tiempo después, movilizó en la Universidad de Lima a todas las
fuerzas conservadoras contra los postulados de 1919 y 1923. Las medidas
de represión empleadas por el Gobierno contra los estudiantes de vanguardia de San Marcos, libraron a la docencia de la vigilante presencia de
la mayor parte de quienes mantenían alerta y despierto en el alumnado, el
espíritu de la Reforma. La muerte de dos jóvenes maestros, Zulen y Borja y
García, redujo a un número exiguo a los profesores de aptitud renovadora. El alejamiento del doctor Villarán125 trajo el abandono de su tendencia
* Alfredo L. Palacios, La universidad nueva124.
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a la cooperación con el alumnado. El rectorado quedó en una situación
de interinidad, con todas las consecuencias de inhibición y esterilidad
anexas a un régimen provisorio.
Esta conjunción de contingencias adversas tenía que producir inevitablemente el resurgimiento del viejo espíritu conservador y oligárquico.
Decaídos los estímulos de progreso y reforma, la enseñanza recayó en su
antigua rutina. Los representantes típicos de la mentalidad civilista restauraron su pasada absoluta hegemonía. El expediente de la interinidad,
aplicado cada día con mayor extensión, sirvió para disimular temporalmente el restablecimiento del conservatismo en las posiciones de donde
fuera desalojado en parte por la oleada reformista.
En las elecciones de delegados de 1926, se bosquejó una concentración de las izquierdas estudiantiles. Las plataformas electorales sostenidas
por el grupo, que prevaleció en la nueva federación, reafirmaban todos los
postulados esenciales de la Reforma*. Pero nuevamente la represión vino
en auxilio de los intereses conservadores.
El fenómeno característico de este período reaccionario parece ser el
apoyo que en él han venido a prestar a los elementos conservadores de la
Universidad, las mismas fuerzas que, obedeciendo al impulso histórico
que determinó su victoria sobre el “civilismo” tradicional, decidieron en
1919 el triunfo de la Reforma.
No son éstos, sin embargo, los únicos factores de la crisis del movimiento universitario. La juventud no está totalmente exenta de responsabilidad. Sus propias insurrecciones nos enseñan que es, en su mayoría,
una juventud que procede por fáciles contagios de entusiasmo. Este, en
verdad, es un defecto de que se ha acusado siempre al hispanoamericano.
Vasconcelos, en un reciente artículo, escribe: “El principal defecto de
nuestra raza es la inconstancia. Incapaces de perdurar en el esfuerzo no
podemos por lo mismo desarrollar un plan ni llevar adelante un propósito”. Y, más adelante, agrega: “En general hay que desconfiar de los entusiastas. Entusiasta es un adjetivo al cual le debemos más daños que a todo
el resto del vocabulario de los calificativos. Con el noble vocablo estusias* Véase el No 3 de Amauta (noviembre de 1926)126.
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mo se ha acostumbrado encubrir nuestro defecto nacional: buenos para
comenzar y para prometer; malos para terminar y para cumplir”*.
Pero más que la versatilidad y la inconstancia de los alumnos, obran
contra el avance de la Reforma, la vaguedad y la imprecisión del programa
y el carácter de este movimiento en la mayoría de ellos. Los fines de la Reforma no están suficientemente esclarecidos, no están cabalmente entendidos. Su debate y su estudio adelantan lentamente. La reacción carece de
fuerzas para sojuzgar intelectual y espiritualmente a la juventud. A sus victorias no se les puede atribuir sino un valor contingente. Los factores históricos de la Reforma, en cambio, continúan actuando sobre el espíritu
estudiantil, en el cual se mantiene intacto, por consiguiente, a pesar de
sus momentáneos oscurecimientos, el anhelo que animó a la juventud en
las jornadas de 1919 a 1923.
Si el movimiento renovador se muestra precariamente detenido en las
universidades de Lima, prospera, en cambio, en la Universidad del Cuzco, donde la élite del profesorado acepta y sanciona los principios sustentados por los alumnos. Testimonio de esto es el anteproyecto de reorganización de la Universidad del Cuzco formulado por la comisión que con
este encargo nombró el Gobierno al declarar en receso dicho instituto127.
Este proyecto, suscrito por los profesores, señores Fortunado L. Herrera, José Gabriel Cosio, Luis E. Valcárcel, J. Uriel García, Leandro Pareja, Alberto Araníbar P. y J.S. García Rodríguez, constituye incontestablemente el más importante documento oficial producido hasta ahora
sobre la reforma universitaria en el Perú. A nombre de la docencia universitaria, no se había hablado todavía, entre nosotros, con tanta altura. La
comisión de la universidad cuzqueña ha roto la tradición de rutina y mediocridad a que tan sumisamente se ciñen, por lo general, las comisiones
oficiales. Su plan mira a la completa transformación de la Universidad del
Cuzco en un gran centro de cultura con aptitud para presidir e impulsar
eficientemente el desarrollo social y económico de la región andina. Y, al
mismo tiempo, incorpora en su Estatuto los postulados cardinales de la
Reforma Universitaria en Hispano-América.
* En Repertorio Americano, t. XV, p. 145 (1927).
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Entre las “ponencias básicas” de la comisión, se cuentan las siguientes: creación de la docencia libre como cooperante del profesorado titular; adopción del sistema de seminarios y conservatorios; supresión del
examen de fin de año como prueba definitiva; consagración absoluta del
catedrático universitario a su misión educativa; participación de los alumnos y ex alumnos en la elección de las autoridades universitarias; representación del estudiantado en el consejo universitario y en el de cada facultad; democratización de la enseñanza*.
El dictamen concede, por otra parte, especial atención a la necesidad
de organizar la Universidad en modo de darle, en todos sus aspectos, una
amplia aplicación práctica y una completa orientación científica. La Universidad del Cuzco aspira a ser un verdadero centro de investigaciones
científicas, puesto íntegramente al servicio del mejoramiento social.
Para comprobar el creciente conflicto entre los postulados cardinales de
la Reforma Universitaria –tales como los han formulado y suscrito las
asambleas estudiantiles de los diversos países hispanoamericanos– y la situación de la Universidad de Lima, basta la confrontación de estos postulados con los respectivos aspectos de la enseñanza y del funcionamiento
de la Universidad. Ensayemos esquemáticamente esta confrontación.
Intervención de los estudiantes en el gobierno de la Universidad. La reacción pugna por restablecer el viejo y rígido concepto de la disciplina,
entendida como acatamiento absoluto del criterio y la autoridad de la docencia. El consejo de decanos –o el rector en su nombre– rehúsa frecuentemente su permiso a las asambleas destinadas a expresar la opinión de los
estudiantes. El derecho de los estudiantes de reunirse a deliberar en los
claustros está, por primera vez, sujeto a suspensión. Las designaciones de
delegados estudiantiles que no son gratas a la docencia, no obtiene su reconocimiento. El último comité de la Federación de Estudiantes se encontró en la imposibilidad de funcionar, y hasta de constituirse plenamente, por falta del Vo Bo del Consejo. La crisis de la Federación depende así
* En la Revista Universitaria del Cuzco, No 56, 1927.
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de un factor extraño a la situación estudiantil. El sentimiento del estudiantado ha perdido no sólo su influencia en las deliberaciones del Consejo sino también los medios de manifestarse libre y disciplinadamente. La
representación estudiantil en el gobierno de la Universidad, dentro de
esta situación, sería una farsa.
Renovación de los métodos pedagógicos. Si se exceptúa las innovaciones introducidas en la enseñanza por uno que otro catedrático, la subsistencia de los viejos métodos aparece absoluta. Hace poco, un alto funcionario de Educación Pública, el doctor Luis E. Galván, se preguntaba en
un artículo: ¿Qué hace nuestra Universidad por la investigación científica?*. A pesar de sus sentimientos de adhesión a San Marcos, el doctor
Galván se veía precisado a darse una respuesta totalmente desfavorable.
Los métodos y los estudios no han cambiado sino en la mínima proporción debida a la espontánea iniciativa de los pocos profesores con sentido
austero de su responsabilidad. En muy contados cursos se ha salido de la
rutina de la lección oral. El espíritu dogmático mantiene casi intactas sus
posiciones. Algunas reformas iniciadas en el período de 1922-24 han sido
detenidas o malogradas. Esta es, por ejemplo, la suerte que ha tenido la
obra de Zulen en la biblioteca.
Reforma del sistema docente. La docencia libre, que aún no ha sido
absolutamente ensayada, no encuentra un ambiente adecuado para su experimentación. Los intereses oligárquicos que dominan en la enseñanza
se oponen al funcionamiento de la cátedra libre. En la provisión de las cátedras continúa aplicándose el viejo criterio de la “leva hereditaria” denunciado por el doctor Sanguinetti en la antigua universidad de Buenos Aires.
Todas las conquistas formales de 1919 se encuentran de este modo,
frustradas. El porcentaje de maestros ineptos, no es menor ahora seguramente, a pesar de la depuración, elemental y moderada, que consiguieron
entonces los estudiantes. La Facultad de Letras, de la cual partió en 1919
el grito de reforma, se presenta prácticamente como la que menos ha ganado en cuanto a métodos y docencia.
* En Amauta, No 7 (marzo de 1927).
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La propia pauta de reforma establecida por la Ley Orgánica de 1920
está todavía, en su mayor parte, por aplicar. No se advierte por parte del
Consejo Universitario, ningún efectivo propósito de avanzar en la ejecución del programa trazado por dicha ley*.
En la formación del tipo de maestro exclusivamente consagrado a la
enseñanza, tampoco se ha avanzado nada. El maestro universitario sigue
siendo entre nosotros un diletante que concede un lugar muy subsidiario
en su espíritu y en su actividad a su misión de educador. Este es, ciertamente, en gran parte, un problema económico. La enseñanza universitaria permanecerá entregada al diletantismo mientras no se asegure a los
profesores capaces de dedicarse absolutamente a la investigación y al estudio, el mínimum de renta indispensable para un mediano tenor de vida.
Pero, aun dentro de sus actuales medios económicos, la Universidad debería ya empezar a buscarle una solución a este problema que no será solucionado automáticamente por una partida del presupuesto universitario
* En prensa esta obra, el Gobierno ha dictado, en uso de una expresa autorización legislativa, un nuevo Estatuto de la Enseñanza Universitaria, que entra en vigencia en el año de
estudios de 1928, abierto, por este motivo, con retardo. Esta reforma concierne casi exclusivamente a la organización de la enseñanza universitaria, colocada bajo la autoridad
de un consejo superior que preside el Ministro de Instrucción. El carácter, el concepto de
esta enseñanza no ha sido tocado: no podría serlo sino dentro de una reforma integral de
la educación que hiciese de la enseñanza universitaria el grado superior de la instrucción
profesional, reservándola a los capaces, seleccionados con independencia de todo privilegio económico. La reforma, que es, sobre todo, administrativa, se inspira, tendencialmente, en los mismos principios de la ley de 1920 aunque adopte, en ciertos puntos, otra
técnica. El discurso del Presidente de la República, al inaugurar el año universitario, asigna a la reforma la misión de adecuar la enseñanza universitaria a las necesidades prácticas
de la nación, en este siglo de industrialismo y acentuando esta afirmación, condena explícitamente la orientación de los propugnadores de una cultura abstractista, clásica, exenta
de preocupaciones utilitarias. Pero el rectorado de la nueva era de la Universidad –que en
sus aspectos esenciales se parece a la vieja– ha sido encargado al Dr. Deustua128 que, si es
entre nosotros un tipo de estudioso y universitario concienzudo, es además el más conspicuo de los patrocinadores de la tendencia de la cual hace justicia sumaria el discurso presidencial. Esta contradicción no se explicaría fácilmente en ninguno de aquellos países
donde ideológica y doctrinalmente se tiene el hábito de la coherencia. El Perú, ya lo sabemos, no es de esos países. El Estatuto –cuya apreciación general no cabe en esta breve
nota–, establece los medios de crear la carrera universitaria, la docencia especializada. En
este sentido, es un instrumento legal de transformación técnica de la enseñanza. La eficacia de este instrumento depende de su aplicación.
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si faltan como hasta hoy los estímulos morales de la investigación científica y la especialización docente.
La crisis de las universidades menores reproduce, en escenarios pequeños, la crisis de San Marcos. A la más deficiente y anémica de todas, la
Universidad de Trujillo, le ha pertenecido la iniciativa reaccionaria, como
ya hemos visto. La expulsión de veintiséis alumnos, revela en el espíritu
de esa Universidad el más recalcitrante reaccionarismo, por ser precisamente la falta de estudiantes una de sus preocupaciones específicas. Para
que la Universidad no vea desiertas sus aulas, el profesorado de Trujillo
tiene que dedicarse todos los años, según se me refiere, a una curiosa labor
de reclutamiento, en la que se invocan razones de localismo con el objeto
de inducir a los padres de familia a no enviar a sus hijos a las Universidades
de Lima. Si no obstante la exigüidad de su alumnado, la docencia de Trujillo se decidió a perder veintiséis estudiantes, es fácil suponer hasta qué
extremos de intransigencia puede llegar su cerrado conservatismo. La
Universidad de Arequipa ha sido tradicionalmente de las más impermeables a toda tendencia de modernización. La atmósfera conservadora de la
ciudad la preserva de inquietudes extrañas a su reposo. El elemento renovador, que en los últimos años ha dado algunas señales simpáticas de crecimiento y agitación, se encuentra aún en minoría. Sólo la Universidad del
Cuzco se esfuerza vigorosamente por transformarse. Me he referido ya al
proyecto de reorganización presentado al Gobierno por sus principales
catedráticos, y que, evidentemente, constituye el bosquejo más avanzado
de reforma universitaria en el Perú.
El concepto de la Reforma, en tanto, ha ganado cada día más precisión y
firmeza en las vanguardias estudiantiles hispanoamericanas. La definición del problema de la educación pública a que ha arribado la vanguardia de La Plata, así lo demuestra. He aquí los términos de su declaración:
“1.– El problema educacional no es sino una de las fases del problema social; por ello no puede ser solucionado aisladamente. 2.– La cultura de
toda sociedad es la expresión ideológica de los intereses de la clase dominante. La cultura de la sociedad actual es por lo tanto, la expresión ideológica de los intereses de la clase capitalista. 3.– La última guerra imperialista, rompiendo el equilibrio de la economía burguesa, ha puesto en crisis
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su cultura correlativa. 4.– Esta crisis sólo puede superarse con el advenimiento de una cultura socialista”*.
Mientras el mensaje de la nueva generación, confusamente anunciado
desde 1918 por la insurrección de Córdoba, alcanza en la Argentina tan
nítida y significativa expresión revolucionaria, en nuestro panorama universitario se multiplican –como creo haberlo puntualizado en este estudio– los signos de reacción. La Reforma Universitaria sigue amenazada,
por el empeño de la vieja casta docente en restaurar plenamente su dominio.
IDEOLOGÍAS EN CONTRASTE
En la etapa de tanteos prácticos y escarceos teóricos, que condujo lentamente a la importación de sistemas y técnicos norteamericanos, el doctor
Deustua representó la reacción del viejo espíritu aristocrático, más o menos ornamentada de idealismo moderno. El doctor Villarán formulaba en
un lenguaje positivista el programa del civilismo burgués y, por ende, demoliberal; el doctor Deustua encarnaba, bajo un indumento universitario
y filosófico de factura moderna, la mentalidad del civilismo feudal, de los
encomenderos virreinales. (Por algo se designaba con el nombre de civilismo histórico a una fracción del partido civil).
El verdadero sentido del diálogo Deustua-Villarán escapó a los glosadores y al auditorio de la época. Los sedicentes e ineptos partidos populares de entonces no supieron tomar posición doctrinal alguna frente a este
debate. El pierolismo129 no era capaz de otra cosa que de una declamación
monótona contra los impuestos y empréstitos –que estaban lejos de constituir toda la política económica del civilismo– aparte de las periódicas
pláticas y proclamas de su califa sobre los conceptos de libertad, orden, patria, ciudadanía, etc. El pretendido liberalismo no se diferenciaba del pierolismo, al cual por otra parte andaba acoplado, nada más que en un esporádico anticlericalismo masónico y una vaga y romántica reivindicación
federalista. (La pobreza ideológica, la ramplonería intelectual de esta
oposición sin más prestancia que la gloria trasnochada de su caudillo, per* Revista Sagitario de La Plata, No 2, 1925.
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mitió al civilismo acaparar el debate de uno de los más sustantivos problemas nacionales).
Sólo ahora, por lo demás, es históricamente posible esclarecer el sentido de esa polémica universitaria, frente a la cual Francisco García Calderón quiso asumir una de esas posiciones130, eclécticas y conciliadoras hasta
lo infinito, en las cuales es maestro su prudentísimo y un poco escéptico
criticismo.
La posición ideológica del doctor Deustua en el debate de la instrucción pública ostentaba todos los atributos ornamentales necesarios para
impresionar el temperamento huecamente retórico y declamatorio de nuestra gente intelectual. El doctor Deustua se presentaba en sus metafísicas
disertaciones sobre la educación como un asertor de idealismo frente al
positivismo de sus mesurados y complacientes contradictores. Y éstos, en
vez de desnudar de su paramento filosófico el espíritu antidemocrático y
antisocial de la concepción del doctor Deustua, preferían declarar su respetuoso acatamiento de los altos ideales que movían a este catedrático.
Fácil habría sido sin embargo demostrar que las ideas educacionales
del doctor Deustua no representaban, en el fondo, una corriente de idealismo contemporáneo, sino la vieja mentalidad aristocrática de la casta latifundista. Pero nadie se encargó de esclarecer el verdadero sentido de la
resistencia del doctor Deustua a una reforma más o menos democrática de
la enseñanza. El verbalismo universitario se perdía en los complicados caminos de la abstrusa doctrina del reaccionario profesor civilista. El debate, por otra parte, se desenvolvía exclusivamente dentro del partido civil,
en el cual se contrastaban dos espíritus, el de la feudalidad y el del capitalismo, deformado y enervado el segundo por el primero.
Para identificar el pensamiento del doctor Deustua y percibir su fondo medioeval y aristocrático, basta estudiar los prejuicios y supersticiones
de que está nutrido. El doctor Deustua sustenta ideas antagónicas no sólo
a los principios de la nueva educación, sino al espíritu mismo de la civilización capitalista. Su concepción del trabajo, por ejemplo, está en abierta
pugna con la que desde hace mucho tiempo rige el progreso humano. En
uno de sus estudios de filosofía de la educación, el doctor Deustua expre-
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saba sobre el trabajo el mismo concepto desdeñoso de los que en otros
tiempos no consideraban carreras nobles y dignas sino las de las armas y
las letras.
“Valor y trabajo, moralidad y egoísmo –escribía– son inseparables en
el proceso integral de la voluntad, pero su rol, muy diferente en el tal proceso, lo es también ante el proceso de la educación. El valor libertad educa; la educación consiste en la realización de valores; pero el trabajo no
educa; el trabajo enriquece, ilustra, da destreza con el hábito; pero está
encadenado a móviles egoístas que constituyen la esclavitud del alma; el
mismo móvil de la vocación por el trabajo que introduce en él la felicidad
y la alegría, es egoísta como los demás; la libertad no nace de él; la libertad
se la comunica el valor moral y estético. La ciencia misma que en cierto
modo educa disciplinando la actividad cognoscitiva, ordenándola con el
método deductivo o favoreciendo su función intuitiva con sus inducciones, el llamado valor lógico no lleva al trabajo ese elemento de libertad que
constituye la esencia de la personalidad humana. Puede el trabajo contribuir a la expansión del espíritu mediante la riqueza material que produce:
pero esa expansión puede ser muchas veces signo del impulso ciego del
egoísmo; podría decirse que lo es en la generalidad de los casos; y entonces
no significa verdadera libertad; libertad interior, libertad moral o estética;
la libertad que constituye el fin y el contenido de la educación”*.
Este concepto del trabajo, aunque sostenido por el doctor Deustua
hace unos pocos lustros, es absolutamente medioeval, netamente aristocrático. La civilización occidental reposa totalmente sobre el trabajo. La
sociedad lucha por organizarse como una sociedad de trabajadores, de
productores. No puede, por tanto, considerar el trabajo como una servidumbre. Tiene que exaltarlo y ennoblecerlo.
Y en esto no es posible ver un sentimiento interesado y exclusivo de la
Civilización de Occidente. Tanto las investigaciones de la ciencia, como
las intuiciones del espíritu, nos iluminan plenamente. El destino del hom* “A propósito de un cuestionario sobre la reforma de la ley de instrucción”. Colección
de artículos, 1914. Imp. M.A. Dávila, p. 56. Véase también La cultura superior en Italia,
Lima, 1912, E. Rosay impresor, pp. 145 y ss.
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bre es la creación. Y el trabajo es creación, vale decir liberación. El hombre se realiza en su trabajo.
Debemos al esclavizamiento del hombre por la máquina y a la destrucción de los oficios por el industrialismo, la deformación del trabajo en
sus fines y en su esencia. La requisitoria de los reformadores, desde John
Ruskin hasta Rabindranath Tagore, reprocha vehementemente al capitalismo, el empleo embrutecedor de la máquina. El maquinismo, y sobre
todo el taylorismo131, han hecho odioso el trabajo. Pero sólo porque lo han
degradado y rebajado, despojándolo de su virtud de creación.
Pierre Hamp, que ha escrito en libros admirables la epopeya del trabajo –La peine des hommes– ha dicho al respecto, palabras de rigurosa
verdad: “La grandeza del hombre se reduce a hacer bien su oficio. El viejo
amor al oficio, malgrado la sociedad, es la salud social. La habilidad de las
manos del hombre no carece nunca de orgullo, ni siquiera en las labores
más bajas. Si el desdén del trabajo existiera en cada uno, como lo sienten
las gentes de manos blancas y si los obreros no continuasen en su oficio
más que por coacción, sin encontrar en su obra ninguna complacencia del
espíritu, la haraganería y la corrupción aniquilarían al pueblo desesperado”*.
Tiene que ser éste también el principio que adopte una sociedad heredera del espíritu y la tradición de la sociedad inkaica en la que el ocio era
un crimen y el trabajo, cumplido amorosamente, la más alta virtud. El arcaico pensamiento del doctor Deustua, descartado de su ideología hasta
por nuestra burguesía pávida y desorientada, desciende en cambio, en línea recta, de esa sociedad virreinal que un prudente “civilista” como el
doctor Javier Prado nos describió como una sociedad de sensual molicie.
No sólo su concepto del trabajo denuncia el sentimiento aristocrático
y reaccionario del doctor Deustua y precisa su posición ideológica en el
debate de la instrucción pública. Son, ante todo, sus conceptos fundamentales de la enseñanza los que definen su tesis como una tesis de inspiración feudalista.
El doctor Deustua, en sus estudios, no se preocupaba casi sino de la
educación de las clases elevadas o dirigentes. Todo el problema de la edu* F. Lefevre, Une heure avec, Deuxième serie, p. 172132.
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cación nacional residía para él en la educación de la élite. Y, por supuesto,
esta élite no era otra que la del privilegio hereditario. Por consiguiente, todos sus desvelos, todas sus premuras estaban dedicadas a la enseñanza
universitaria.
Ninguna actitud puede ser más contraria y adversa que ésta al pensamiento educacional moderno. El doctor Villarán, desde puntos de vista
ortodoxamente burgueses, oponía con razón a la tesis del doctor Deustua
el ejemplo de los Estados Unidos, recordando que “la escuela primaria
fue allí la premisa y antecedente histórico de la secundaria; y el college, el
precursor de la Universidad”*. Hoy podríamos oponerle, desde puntos
de vista más nuestros, el ejemplo de México, país que, como dice Pedro
Henríquez Ureña, no entiende hoy la cultura a la manera del siglo XIX.
“No se piensa en la cultura reinante –escribe Henríquez Ureña– en la época del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivan flores artificiales, torre de marfil
donde se guardaba la ciencia muerta en los museos. Se piensa en la cultura
social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender
es no sólo aprender a conocer sino igualmente aprender a hacer. No debe
haber alta cultura, porque será falsa y efímera, donde no haya cultura popular”**. ¿Necesito decir que suscribo totalmente este concepto en abierto conflicto con el pensamiento del doctor Deustua?
El problema de la educación era situado por el doctor Deustua en un
terreno puramente filosófico. La experiencia enseña que, en este terreno,
con desdeñosa prescindencia de los factores de la realidad y de la historia,
es imposible no sólo resolverlo sino conocerlo. El doctor Deustua se manifiesta indiferente a las relaciones de la enseñanza y de la economía. Más
aún, respecto a la economía muestra una incomprensión de idealista absoluto.
Su recetario, por esto, además de antidemocrático y antisocial, resulta
antihistórico. El problema de la enseñanza no puede ser bien comprendido en nuestro tiempo, si no es considerado un problema económico y
como un problema social. El error de muchos reformadores ha estado en
* M.V. Villarán, op. cit., p. 52.
** P. Henríquez Ureña, Utopía de América133.
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su método abstractamente idealista, en su doctrina exclusivamente pedagógica. Sus proyectos han ignorado el íntimo engranaje que hay entre la
economía y la enseñanza y han pretendido modificar ésta, sin conocer las
leyes de aquélla. Por ende, no han acertado a reformar nada sino en la
medida que las menospreciadas, o simplemente ignoradas leyes económico-sociales, les han consentido. El debate entre clásicos y modernos en la
enseñanza no ha estado menos regido por el ritmo del desarrollo capitalista que el debate entre conservadores y liberales en la política. Los programas y los sistemas de educación pública, en la edad que ahora declina, han
dependido de los intereses de la economía burguesa. La orientación realista o moderna ha sido impuesta, ante todo, por las necesidades del industrialismo. No en balde el industrialismo es el fenómeno peculiar y sustantivo de esta civilización que, dominada por sus consecuencias, reclama
de la escuela más técnicos que ideólogos y más ingenieros que rectores.
La orientación anticientífica y antieconómica, en el debate de la enseñanza, pretende representar un idealismo superior; pero se trata de una
metafísica de reaccionarios, opuesta y extraña a la dirección de la historia
y que, por consiguiente, carece de todo valor concreto como fuerza de renovación y elevación humanas. Los abogados y literatos procedentes de
las aulas de humanidades, preparados por una enseñanza retórica, pseudoidealista, han sido siempre mucho más inmorales que los técnicos provenientes de las facultades e institutos de ciencias. Y la actividad práctica
y teorética o estética de estos últimos ha seguido el rumbo de la economía
y de la civilización mientras que la actividad práctica, teorética o estética
de los primeros lo ha contrastado frecuentemente al influjo de los más vulgares intereses o sentimientos conservadores. Esto aparte de que el valor
de la ciencia como estímulo de la especulación filosófica no puede ser desconocido ni subestimado. La atmósfera de ideas de esta civilización debe
a la ciencia mucho más seguramente que a las humanidades.
La solidaridad de la economía y la educación se revela concretamente
en las ideas de los educadores que verdaderamente se han propuesto renovar la escuela. Pestalozzi, Froebel, etc., que han trabajado realmente
por una renovación, han tenido en cuenta que la sociedad moderna tiende
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a ser, fundamentalmente, una sociedad de productores. La Escuela del
Trabajo representa un sentido nuevo de la enseñanza, un principio peculiar de una civilización de trabajadores. El Estado capitalista se ha guardado de adoptarlo y actuarlo plenamente. Se ha limitado a incorporar en la
enseñanza primaria (enseñanza de clase) el “trabajo manual educativo”.
Ha sido en Rusia donde la Escuela del Trabajo ha sido elevada al primer
plano en la política educacional. En Alemania la tendencia a ensayarla se
ha apoyado principalmente en el predominio social-democrático de la
época de la revolución.
Y la reforma más sustancial ha brotado así en el campo de la enseñanza primaria, mientras que, dominadas por el espíritu conservador de sus
rectores, la enseñanza secundaria y la universitaria, constituyen aún un
terreno poco propicio a todo intento de renovación radical y poco sensible a la nueva realidad económica.
Un concepto moderno de la escuela coloca en la misma categoría el
trabajo manual y el trabajo intelectual. La vanidad de los rancios humanistas, alimentada de romanismo y aristocratismo, no puede avenirse con
esta nivelación. En oposición al ideario de estos hombres de letras, la Escuela del Trabajo es un producto genuino, una concepción fundamental
de una civilización creada por el trabajo y para el trabajo.
En el discurso de este estudio no me he propuesto esclarecer sino los fundamentales lineamientos ideológicos y políticos del proceso de la instrucción pública en el Perú. He prescindido de su aspecto técnico que, además de no ser de mi competencia, se encuentra subordinado a principios
teóricos y a necesidades políticas y económicas.
He constatado, por ejemplo, que la herencia española o colonial no
consistía en un método pedagógico sino en un régimen económico-social.
La influencia francesa se insertó, más tarde, en este cuadro, con la complacencia así de quienes miraban en Francia la patria de la libertad jacobina y
republicana como de quienes se inspiraban en el pensamiento y la práctica de la restauración. La influencia norteamericana se impuso finalmente,
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como una consecuencia de nuestro desarrollo capitalista al mismo tiempo
que de la importación de capitales, técnicos e ideas yanquis.
Bajo el conflicto de ideologías y de las influencias, se percibe claramente, en el último período, el contraste entre una creciente afirmación
capitalista y la obstinada reacción feudalista y aristocrática, propugnadora la primera en la enseñanza de una orientación práctica, defensora la
segunda de una orientación pseudoidealista.
Con el nacimiento de una corriente socialista y la aparición de una
conciencia de clase en el proletariado urbano, interviene ahora en el debate un factor nuevo que modifica sustancialmente sus términos. La fundación de las universidades populares “González Prada”, la adhesión de la
juventud universitaria al principio de la socialización de la cultura, el ascendiente de un nuevo ideario educacional sobre los maestros, etc., interrumpen definitivamente el erudito y académico diálogo entre el espíritu
demo-liberal-burgués y el espíritu latifundista y aristocrático*.
El balance de la primera centuria de la República se cierra, en orden a
la educación pública, con un enorme pasivo. El problema del analfabetismo indígena está casi intacto. El Estado no consigue hasta hoy difundir la
escuela en todo el territorio de la república. La desproporción entre sus
medios y el tamaño de la empresa, es enorme. Para la actuación del modesto programa de educación popular, que autoriza el presupuesto, se carece de número suficiente de maestros. El porcentaje de normalistas en el
personal de la enseñanza primaria alcanza a menos del 20 por ciento. Los
rendimientos actuales de las Escuelas Normales no consienten demasiadas ilusiones sobre las posibilidades de resolver este problema en un plazo
más o menos corto. La carrera de maestros de primera enseñanza, sujeta
todavía en el Perú a los vejámenes y las contaminaciones del gamonalismo
y el caciquismo más estólidos y prepotentes, es una carrera de miseria. No
les está aún asegurada a los maestros una estabilidad siquiera relativa. La
* Expresivas del orientamiento renovador de los normalistas son las publicaciones aparecidas en Lima y provincias en los últimos años: La Revista Peruana de Educación, Lima,
1926; Revista del Maestro y Revista de Educación, Tarma; Ideario Pedagógico, Arequipa;
El Educador Andino, Puno.
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queja de un representante a congreso, acostumbrado a encontrar a los
maestros en su sumiso séquito de capituleros, pesa en el criterio oficial
más que la foja de servicios de un maestro recto y digno.
El problema del analfabetismo del indio resulta ser, en fin, un problema
mucho mayor, que desborda del restringido marco de un plan meramente pedagógico. Cada día se comprueba más que alfabetizar no es educar.
La escuela elemental no redime moral y socialmente al indio. El primer
paso real hacia su redención, tiene que ser el de abolir su servidumbre*.
Esta es la tesis que sostienen en el Perú los autores de una renovación,
entre los cuales se cuentan, en primera fila, muchos educadores jóvenes,
cuyos puntos de vista aparecen ya distantes de los que, en mesurada aunque categórica oposición a la ideología colonial, sustentó hace veinticinco
años el doctor M.V. Villarán con los mediocres resultados que hemos visto
al examinar la génesis y desenvolvimiento de la reforma de 1920.
* El Ministro de Instrucción, Dr. Oliveira, en un discurso pronunciado en el Congreso en
la legislatura de 1927, ha reconocido la vinculación del problema de la educación indígena y el problema de la tierra, aceptando una realidad eludida invariablemente por sus
predecesores en ese cargo.
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EL FACTOR RELIGIOSO
I. LA RELIGIÓN DEL TAWANTINSUYO
HAN TRAMONTADO definitivamente los tiempos de apriorismo anticle-
rical, en que la crítica “librepensadora” se contentaba con una estéril y sumaria ejecución de todos los dogmas e iglesias, a favor del dogma y la iglesia de un “libre pensamiento” ortodoxamente ateo, laico y racionalista. El
concepto de religión ha crecido en extensión y profundidad. No reduce
ya la religión a una iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos religiosos una significación muy diversa de la que ingenuamente
le atribuían, con radicalismo incandescente, gentes que identificaban religiosidad y “oscurantismo”.
La crítica revolucionaria no regatea ni contesta ya a las religiones, y ni
siquiera a las iglesias, sus servicios a la humanidad ni su lugar en la historia. Waldo Frank, pensador y artista de espíritu tan penetrante y moderno, no nos ha asombrado, por esto, cuando nos ha explicado el fenómeno
norteamericano descifrando, atentamente, su origen y factores religiosos.
El pioneer, el puritano y el judío, han sido, según la luminosa versión de
Frank, los creadores de los Estados Unidos. El pioneer desciende del puritano: más aún, lo realiza. Porque en la raíz de la protesta puritana, Frank
distingue principalmente voluntad de potencia. “El puritano –escribe–
había comenzado por desear el poder en Inglaterra: este deseo lo había
impulsado hacia la austeridad, de la cual había pronto descubierto las dulzuras. He aquí que descubría luego un poder sobre sí mismo, sobre los
otros, sobre el mundo tangible. Una tierra virgen y hostil demandaba to-
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das las fuerzas que podía aportarle; y, mejor que ninguna otra, la vida frugal, la vida de renunciamiento, le permitía disponer de esas fuerzas”*.
El colonizador anglosajón no encontró en el territorio norteamericano ni una cultura avanzada ni una población potente. El cristianismo y su
disciplina no tuvieron, por ende, en Norteamérica una misión evangelizadora. Distinto fue el destino del colonizador ibero, además de ser diverso
el colonizador mismo. El misionero debía catequizar en México, el Perú,
Colombia, Centroamérica, a una numerosa población, con instituciones y
prácticas religiosas arraigadas y propias.
Como consecuencia de este hecho, el factor religioso ofrece, en estos
pueblos, aspectos más complejos. El culto católico se superpuso a los ritos
indígenas, sin absorberlos más que a medias. El estudio del sentimiento
religioso en la América española tiene, por consiguiente, que partir de los
cultos encontrados por los conquistadores.
La labor no es fácil. Los cronistas de la Colonia no podían considerar
estas concepciones y prácticas religiosas sino como un conjunto de supersticiones bárbaras. Sus versiones deforman y empañan la imagen del
culto aborigen. Uno de los más singulares ritos mexicanos –el que revela
que en México se conocía y aplicaba la idea de transustanciación– era para
los españoles una simple treta del demonio.
Pero, por mucho que la crítica moderna no se haya puesto aún de
acuerdo respecto a la mitología peruana, se dispone de suficientes elementos para saber su puesto en la evolución religiosa de la humanidad.
La religión inkaica carecía de poder espiritual para resistir al Evangelio. Algunos historiadores deducen de algunas constataciones filológicas
y arqueológicas el parentesco de la mitología inkaica con la indostana.
Pero su tesis reposa en similitudes mitológicas, esto es formales; no propiamente espirituales o religiosas. Los rasgos fundamentales de la religión
inkaica son su colectivismo teocrático y su materialismo. Estos rasgos la
diferencian, sustancialmente, de la religión indostana, tan espiritualista
en su esencia. Sin arribar a la conclusión de Valcárcel de que el hombre del
Tawantinsuyo carecía virtualmente de la idea del “más allá”, o se conducía
* Waldo Frank, Our America134.
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como si así fuera, no es posible desconocer lo exiguo y sumario de su metafísica. La religión del quechua era un código moral antes que una concepción metafísica, hecho que nos aproxima a la China mucho más que a
la India. El Estado y la Iglesia se identificaban absolutamente; la religión y
la política reconocían los mismos principios y la misma autoridad. Lo religioso se resolvía en lo social. Desde este punto de vista, es evidente entre la
religión del Inkario y las de Oriente la misma oposición que James George
Frazer constata entre éstas y la civilización greco-romana. “La sociedad,
en Grecia y en Roma –escribe Frazer– se fundaba sobre la concepción de
la subordinación del individuo a la sociedad, del ciudadano al Estado; colocaba la seguridad de la república como fin dominante de conducta, por
encima de la seguridad del individuo, sea en este mundo, sea en el mundo
futuro. Los ciudadanos, educados desde la infancia en este ideal altruista,
consagraban su vida al servicio del Estado y estaban prontos a sacrificarla
por el bien público. Retrocediendo ante el sacrificio supremo, sabían muy
bien que obraban bajamente prefiriendo su existencia personal a los intereses nacionales. La propagación de las religiones orientales cambió todo
esto: inculcó la idea de que la comunión del alma con Dios y su salud eterna eran los únicos fines por los cuales valía la pena de vivir, fines en comparación de los cuales la prosperidad y aun la existencia del Estado resultaban insignificantes”*.
Identificada con el régimen social y político, la religión inkaica no
pudo sobrevivir al Estado inkaico. Tenía fines temporales más que fines
espirituales. Se preocupaba del reino de la tierra antes que del reino del
cielo. Constituía una disciplina social más que una disciplina individual.
El mismo golpe hirió de muerte la teocracia y la teogonía. Lo que tenía que
subsistir de esta religión, en el alma indígena, había de ser, no una concepción metafísica, sino los ritos agrarios, las prácticas mágicas y el sentimiento panteísta**.
* James George Frazer, The Golden Bough135.
** Antero Peralta insurge en un artículo publicado en el No 15 de Amauta136 contra la
idea, corrientemente admitida, de que el indio es panteísta. Peralta parte de la constatación de que el panteísmo del indio no es asimilable a ninguno de los sistemas panteístas
conocidos por la historia de la filosofía. Habría que observar a Peralta, cuyo aporte a la
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De todas las versiones que tenemos sobre los mitos y ceremonias
inkaicas, se desprende que la religión quechua era en el imperio mucho
más que la religión del Estado (en el sentido que esta confesión posee en
nuestro evo). La iglesia tenía el carácter de una institución social y política. La iglesia era el Estado mismo. El culto estaba subordinado a los intereses sociales y políticos del Imperio. Este lado de la religión inkaica se
delinea netamente en el miramiento con que trataron los inkas a los símbolos religiosos de los pueblos sometidos o conquistados. La iglesia inkaica se preocupaba de avasallar a los dioses de éstos, más que de perseguirlos y condenarlos. El Templo del Sol se convirtió así en el templo de una
religión o una mitología un tanto federal. El quechua, en materia religiosa,
no se mostró demasiado catequista ni inquisidor. Su esfuerzo, naturalmente dirigido a la mejor unificación del Imperio, tendía, en este interés, a
la extirpación de los ritos crueles y de las prácticas bárbaras; no a la propagación de una nueva y única verdad metafísica. Para los inkas se trataba no
tanto de sustituir como de elevar la religiosidad de los pueblos anexados a
su Imperio.
La religión del Tawantinsuyo, por otro lado, no violentaba ninguno
de los sentimientos ni de los hábitos de los indios. No estaba hecha de
complicadas abstracciones, sino de sencillas alegorías. Todas sus raíces se
alimentaban de los instintos y costumbres espontáneos de una nación
constituida por tribus agrarias, sana y ruralmente panteístas, más propensas a la cooperación que a la guerra. Los mitos inkaicos reposaban sobre la
primitiva y rudimentaria religiosidad de los aborígenes, sin contrariarla
sino en la medida en que la sentían ostensiblemente inferior a la cultura
inkaica o peligrosa para el régimen social y político del Tawantinsuyo. Las
tribus del Imperio más que en la divinidad de una religión o un dogma,
creían simplemente en la divinidad de los Inkas.
Los aspectos de la religión de los antiguos peruanos que más interesa
esclarecer son, por esto –antes que los misterios o símbolos de su metafíinvestigación de los elementos y características de la religiosidad del indio confirma su
aptitud y vocación de estudioso, que su limitación previa del empleo de la palabra “panteísmo” peca de arbitraria. Por mi parte, creo que queda claramente expresado que atribuyo al indio del Tawantinsuyo sentimiento panteísta y no una filosofía panteísta.
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sica y de su mitología muy embrionarias–, sus elementos naturales: animismo, magia, totems y tabúes. Es ésta una investigación que debe conducirnos a conclusiones seguras sobre la evolución moral y religiosa de los
indios.
La especulación abstracta sobre los dioses inkaicos ha empujado frecuentemente a la crítica a deducir de la correspondencia o afinidad de
ciertos símbolos o nombres el probable parentesco de la raza quechua con
razas que, espiritual y mentalmente, resultan distintas y diversas. Por el
contrario, el estudio de los factores primarios de su religión sirve para
constatar la universalidad o semi-universalidad de innumerables ritos y
creencias mágicas y, por consiguiente, lo aventurado de buscar en este terreno las pruebas de una hipotética comunidad de orígenes. El estudio
comparado de las religiones ha hecho en los últimos tiempos enormes
progresos, que impiden servirse de los antiguos puntos de partida para
decidir respecto a la particularidad o el significado de un culto. James
George Frazer, a quien se deben en gran parte estos progresos, sostiene
que, en todos los pueblos, la edad de la magia ha precedido a la edad de la
religión; y demuestra la análoga o idéntica aplicación de los principios de
“similitud”, “simpatía” y “contacto”, entre pueblos totalmente extraños
entre sí*.
Los dioses inkaicos reinaron sobre una muchedumbre de divinidades
menores que, anteriores a su imperio y arraigadas en el suelo y el alma indios, como elementos instintivos de una religiosidad primitiva, estaban
destinadas a sobrevivirles. El “animismo” indígena poblaba el territorio
del Tawantinsuyo de genios o dioses locales, cuyo culto ofrecía a la evangelización cristiana una resistencia mucho mayor que el culto inkaico del
Sol o del dios Kon137. El “totemismo”, consustancial con el ayllu y la tribu,
más perdurables que el Imperio, se refugiaba no sólo en la tradición sino
en la sangre misma del indio. La magia, identificada como arte primitivo
de curar a los enfermos, con necesidades e impulsos vitales, contaba con
arraigo bastante para subsistir por mucho tiempo bajo cualquiera creencia religiosa.
* Frazer, op. cit.
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Estos elementos naturales o primitivos de religiosidad se avenían perfectamente con el carácter de la monarquía y el Estado inkaicos. Más aún:
estos elementos exigían la divinidad de los Inkas y de su gobierno. La teocracia inkaica se explica en todos sus detalles por el estado social indígena;
no es menester la fácil explicación de la sabiduría taumatúrgica de los
Inkas. (Colocarse en este punto de vista es adoptar el de la plebe vasalla
que se quiere, precisamente, desdeñar y rebajar). Frazer, que tan magistralmente ha estudiado el origen mágico de la realeza, analiza y clasifica
varios tipos de reyes-sacerdotes, dioses humanos, etc., más o menos próximos
a nuestros Inkas. “Entre los indios de América –escribe refiriéndose particularmente a este caso– los progresos más considerables hacia la civilización han sido efectuados bajos los gobiernos monárquicos y teocráticos
de México y del Perú, pero sabemos demasiado pocas cosas de la historia
primitiva de estos países para decir si los predecesores de sus reyes divinizados fueron o no hombres-medicina. Podría encontrarse la huella de tal
sucesión en el juramento que pronunciaban los reyes mexicanos al ascender al trono; juraban hacer brillar al sol, caer la lluvia de las nubes, correr
los ríos y producir a la tierra frutos en abundancia. Lo cierto es que en la
América aborigen, el hechicero y el curandero, nimbado de una aureola
de misterio, de respeto y de temor, era un personaje considerable y que
pudo muy bien convertirse en jefe o rey en muchas tribus, aunque nos falten pruebas positivas, para afirmar este último punto”. El autor de The
Golden Bough, extrema su prudencia, por insuficiencia de material histórico; pero llega siempre a esta conclusión: “En la América del Sur, la magia
parece haber sido la ruta que condujo al trono”. Y, en otro capítulo, precisa más aún su concepto: “La pretensión de poderes divinos y sobrenaturales que nutrieron los monarcas de grandes imperios históricos como el
Egipto, México y el Perú no provenía simplemente de una vanidad complaciente ni era la expresión de una vil lisonja; no era sino una supervivencia y una extensión de la antigua costumbre salvaje de deificar a los reyes
durante su vida. Los Inkas del Perú, por ejemplo, que se decían hijos del
Sol, eran reverenciados como dioses; se les consideraba infalibles y nadie
pensaba dañar a la persona, el honor, los bienes del monarca o de un
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miembro de su familia. Contrariamente a la opinión general, los Inkas no
veían su enfermedad como un mal. Era, a sus ojos, una mensajera de su
padre el Sol que los llamaba a reposar cerca de él en el cielo”*.
El pueblo inkaico ignoró toda separación entre la religión y la política, toda diferencia entre Estado e Iglesia. Todas sus instituciones, como
todas sus creencias, coincidían estrictamente con su economía de pueblo
agrícola y con su espíritu de pueblo sedentario. La teocracia descansaba
en lo ordinario y lo empírico; no en la virtud taumatúrgica de un profeta ni
de su verbo. La religión era el Estado.
Vasconcelos que subestima un poco las culturas autóctonas de América piensa que, sin un libro magno, sin un código sumo, estaban condenadas a desaparecer por su propia inferioridad. Estas culturas, sin duda, intelectualmente, no habían salido aún del todo de la edad de la magia. Por
lo que toca a la cultura inkaica, bien sabemos además que fue la obra de
una raza mejor dotada para la creación artística que para la especulación
intelectual. Si nos ha dejado, por eso, un magnífico arte popular, no ha
dejado un RigVeda ni un Zend-Avesta138. Esto hace más admirable todavía su organización social y política. La religión no era sino uno de los aspectos de esta organización, a la que no podía, por ende, sobrevivir.
II. LA CONQUISTA CATÓLICA
He dicho ya que la Conquista fue la última cruzada y que con los conquistadores tramontó la grandeza española. Su carácter de cruzada define a la
Conquista como empresa esencialmente militar y religiosa. La realizaron
en comandita soldados y misioneros. El triunvirato de la conquista del
Perú habría estado incompleto sin Hernando de Luque139. Tocaba a un
clérigo el papel de letrado y mentor de la compañía. Luque representaba
la Iglesia y el Evangelio. Su presencia resguardaba los fueros del dogma y
daba una doctrina a la aventura. En Cajamarca, el verbo de la conquista
fue el padre Valverde140. La ejecución de Atahualpa, aunque obedeciese
sólo al rudimentario maquiavelismo político de Pizarro, se revistió de ra* Frazer, op. cit.
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zones religiosas. Virtualmente, aparece como la primera condena de la
Inquisición en el Perú.
Después de la tragedia de Cajamarca, el misionero continuó dictando
celosamente su ley a la Conquista. El poder espiritual inspiraba y manejaba al poder temporal. Sobre las ruinas del Imperio, en el cual Estado e
Iglesia se consustanciaban, se esboza una nueva teocracia, en la que el latifundio, mandato económico, debía nacer de la “encomienda”, mandato
administrativo, espiritual y religioso. Los frailes tomaron solemne posesión de los templos inkaicos. Los dominicos se instalaron en el templo del
Sol, acaso por cierta predestinación de orden tomista, maestra en el arte
escolástico de reconciliar al cristianismo con la tradición pagana*. La
Iglesia tuvo así parte activa, directa, militante en la Conquista.
Pero si se puede decir que el colonizador de la América sajona fue el
pioneer puritano, no se puede decir igualmente que el colonizador de la
América española fue el cruzado, el caballero. El conquistador era de esta
estirpe espiritual; el colonizador no. La razón está al alcance de cualquiera: el puritano representaba un movimiento en ascensión, la Reforma protestante; el cruzado, el caballero, personificaba una época que concluía, el
Medioevo católico. Inglaterra siguió enviando puritanos a sus colonias,
mucho tiempo después de que España no tenía ya cruzados que mandar a
las suyas. La especie estaba agotada. La energía espiritual de España –solicitada por la reacción contra la Reforma precisamente– daba vida a un
extraordinario renacimiento religioso, destinado a gastar su magnífica
potencia en una intransigente reafirmación ortodoxa: la Contrarreforma.
“La verdadera Reforma española –escribe Unamuno– fue la mística, y
ésta, que tan poco se preocupó de la Reforma protestante, fue en España
el más fuerte valladar contra ella. Santa Teresa hizo acaso tanto como San
Ignacio de Loyola, la contrarreforma, por medio de la reforma española”**.
La conquista consumió los últimos cruzados. Y el cruzado de la conquista, en la gran mayoría de los casos, no era ya propiamente el de las cru* Los más celosos custodios de la tradición latina y del orden romano, –más paganos que
cristianos– se amparan en Santo Tomás como en la más firme ciudadela del pensamiento
católico.
** Unamuno, La mística española141.
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zadas, sino sólo su prolongación espiritual. El noble no estaba ya para
empresas de caballería. La extensión y riqueza de los dominios de España
le aseguraba una existencia cortesana y gaudente. El cruzado de la conquista, cuando fue hidalgo, fue pobre. En otros casos, provenía del Estado llano.
Venidos de España a ocupar tierras para su rey –en quien los misioneros reconocían ante todo un fiduciario de la Iglesia Romana– los conquistadores parecen impulsados a veces por un vago presentimiento que los
sucederían hombres sin su grandeza y audacia. Un confuso y oscuro instinto los mueve a rebelarse contra la Metrópoli. Acaso en el mismo heroico arranque de Cortés, cuando manda quemar sus naves, asoma indescifrable esta intuición. En la rebelión de Gonzalo Pizarro142, alienta una
trágica ambición, una desesperada e impotente nostalgia. Con su derrota,
termina la obra y la raza de los conquistadores. Concluye la Conquista;
comienza el Coloniaje. Y si la Conquista es una empresa militar y religiosa,
el Coloniaje no es sino una empresa política y eclesiástica. La inaugura un
hombre de iglesia, don Pedro de la Gasea143. El eclesiástico reemplaza al
evangelizador. El virreinato, molicie y ocio sensual, traería después al Perú nobles letrados y doctores escolásticos, gente ya toda de otra España, la
de la Inquisición y de la decadencia.
Durante el coloniaje, a pesar de la Inquisición y la Contrarreforma, la
obra civilizadora es, sin embargo, en su mayor parte, religiosa y eclesiástica. Los elementos de educación y de cultura se concentraban exclusivamente en manos de la Iglesia. Los frailes contribuyeron a la organización
virreinal no sólo con la evangelización de los infieles y la persecución de
las herejías, sino con la enseñanza de artes y oficios y el establecimiento
de cultivos y obrajes. En tiempos en que la Ciudad de los Virreyes se reducía a unos cuantos rústicos solares, los frailes fundaron aquí la primera
universidad de América144. Importaron con sus dogmas y sus ritos, semillas, sarmientos, animales domésticos y herramientas. Estudiaron las costumbres de los naturales, recogieron sus tradiciones, allegaron los primeros materiales de su historia. Jesuitas y dominicos, por una suerte de
facultad de adaptación y asimilación que caracteriza sobre todo a los je-
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suitas, captaron no pocos secretos de la historia y el espíritu indígenas. Y
los indios, explotados en las minas, en los obrajes y en las “encomiendas”
encontraron en los conventos, y aun en los curatos, sus más eficaces defensores. El padre de Las Casas, en quien florecían las mejores virtudes del
misionero, del evangelizador, tuvo precursores y continuadores.
El catolicismo, por su liturgia suntuosa, por su culto patético, estaba
dotado de una aptitud tal vez única para cautivar a una población que no
podía elevarse súbitamente a una religiosidad espiritual y abstractista. Y
contaba, además, con su sorprendente facilidad de aclimatación a cualquier época o clima histórico. El trabajo, empezado muchos siglos atrás
en Occidente, de absorción de antiguos mitos y de apropiación de fechas
paganas, continuó en el Perú. El culto de la Virgen encontró en el lago Titicaca –de donde parecía nacer la teocracia inkaica– su más famoso santuario.
Emilio Romero, inteligente y estudioso escritor, tiene interesantes
observaciones sobre este aspecto de la sustitución de los dioses inkaicos
por las efigies y ritos católicos. “Los indios vibraban de emoción –escribe– ante la solemnidad del rito católico. Vieron la imagen del Sol en los
rutilantes bordados de brocados de las casullas y de las capas pluviales; y
los colores del iris en los roquetes de finísimos hilos de seda en fondos
violáceos. Vieron tal vez el símbolo de los quipus145 en las borlas moradas
de los abates y en los cordones de los descalzos… Así se explica el furor
pagano con que las multitudes indígenas cuzqueñas vibraban de espanto
ante la presencia del Señor de los Temblores en quien veían la imagen tangible de sus recuerdos y sus adoraciones, muy lejos el espíritu del pensamiento de los frailes. Vibraba el paganismo indígena en las fiestas religiosas. Por eso, lo vemos llevar sus ofrendas a las iglesias, los productos de sus
rebaños, las primicias de sus cosechas. Más tarde, ellos mismos levantaban sus aparatosos altares del Corpus Christi llenos de espejos con marcos
de plata repujada, sus grotescos santos y a los pies de los altares las primicias de los campos. Brindaban frente a los santos con honda nostalgia la
misma jora de las libaciones del Cápac Raymi 146; y finalmente, entre los
alaridos de su devoción que para los curas españoles eran gritos de penitencia y para los indios gritos pánicos, bailaban las estrepitosas cachampas
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y las gimnásticas kashuas ante la sonrisa petrificada y vidriosa de los
santos”*.
La exterioridad, el paramento del catolicismo, sedujeron fácilmente a
los indios. La evangelización, la catequización, nunca llegaron a consumarse en su sentido profundo, por esta misma falta de resistencia indígena. Para un pueblo que no había distinguido lo espiritual de lo temporal,
el dominio político comprendía el dominio eclesiástico. Los misioneros
no impusieron el Evangelio; impusieron el culto, la liturgia, adecuándolos
sagazmente a las costumbres indígenas. El paganismo aborigen subsistió
bajo el culto católico.
Este fenómeno no era exclusivo de la catequización del Tawantinsuyo. La catolicidad se caracteriza, históricamente, por el mimetismo con
que, en lo formal, se ha amoldado siempre al medio. La Iglesia Romana
puede sentirse legítima heredera del Imperio Romano en lo que concierne
a la política de colonización y asimilación de los pueblos sometidos a su
poder. La indagación del origen de las grandes fechas del calendario gregoriano ha revelado a los investigadores asombrosas sustituciones. Frazer
analizándolas, escribe: “Consideradas en su conjunto, las coincidencias
de las fiestas cristianas con las fiestas paganas son demasiado precisas y
demasiado numerosas para ser accidentales. Constituyen la marca del
compromiso que la Iglesia, en la hora de su triunfo, se halló forzada a hacer con sus rivales, vencidos, pero todavía peligrosos. El protestantismo
inflexible de los primeros misioneros, con su ardiente denunciación del
paganismo, había cedido el lugar a la política más flexible, a la tolerancia
más cómoda, a la ancha caridad de eclesiásticos avisados que se percataban bien de que, si el cristianismo debía conquistar al mundo, no podría
hacerlo sino aflojando un poco los principios demasiado rígidos de su
fundador, ensanchando un poco la puerta estrecha que conduce a la salud. Bajo este aspecto, se podría trazar un paralelo muy instructivo entre
la historia del cristianismo y la historia del budismo”**. Este compromiso, en su origen, se extiende del catolicismo a toda la cristiandad; pero se
* “El Cuzco católico” en Amauta, No 10, diciembre de 1927147.
** Frazer, op. cit.
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presenta como virtud o facultad romana, tanto por su carácter de compromiso puramente formal (en el orden dogmático o teológico la catolicidad
ha sido en cambio intransigente), como por el hecho de que en la evangelización de los americanos y otros pueblos, sólo la Iglesia Romana continuó empleándolo sistemática y eficazmente. La Inquisición, desde este
punto de vista, adquiere la fisonomía de un fenómeno interno de la religión católica: su objeto fue la represión de la herejía interior; la persecución de los herejes, no de los infieles.
Pero esta facultad de adaptación es, al mismo tiempo, la fuerza y la
debilidad de la Iglesia Romana. El espíritu religioso, no se templa sino en
el combate, en la agonía. “El cristianismo, la cristiandad –dice Unamuno–
desde que nació en San Pablo no fue una doctrina, aunque se expresara
dialécticamente: fue vida, lucha, agonía. La doctrina era el Evangelio, la
Buena Nueva. El cristianismo, la cristiandad, fue una preparación para
la muerte y la resurrección, para la vida eterna”*. La pasividad con que los
indios se dejaron catequizar, sin comprender el catecismo, enflaqueció
espiritualmente al catolicismo en el Perú. El misionero no tuvo que velar
por la pureza del dogma; su misión se redujo a servir de guía moral, de
pastor eclesiástico a una grey rústica y sencilla, sin inquietud espiritual
ninguna.
Como en lo político, en lo religioso, al período heroico de la Conquista siguió el período virreinal –administrativo y burocrático. Francisco
García Calderón enjuicia así, en conjunto, esta época: “Si la conquista fue
el reino de esfuerzo, la época colonial es un largo período de extenuación
moral”**. La primera etapa, simbolizada por el misionero, corresponde
espiritualmente a la del florecimiento de la mística en España. En la mística, en la Contrarreforma, como lo sostiene Unamuno, España gastó la
fuerza espiritual que otros pueblos gastaron en la Reforma. Unamuno define de este modo a los místicos: “Repelen la vana ciencia y buscan saber
de finalidad pragmática, conocer para amar y obrar y gozar de Dios, no
para conocer tan sólo. Son, sabiéndolo o no, anti-intelectualistas y esto los
* Unamuno, L’Agonie du Christianisme148.
** F. García Calderón, Le Pérou Contemporain149.
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separa de un Eckart, verbigracia. Propenden al voluntarismo. Lo que buscan es saber total e integral, una sabiduría en que el conocer, el sentir y el
querer se aúnen y aun fundan en lo posible. Amamos la verdad porque es
bella, y porque la amamos, creemos, según el padre Ávila. En esta sabiduría sustancial se mejen y cuajan, por así decirlo, la verdad, la bondad y la
belleza. Es, pues, natural que este misticismo culminare en una mujer, de
espíritu menos analítico que el del hombre, y en quien se dan en más íntimo consorcio, o mejor en una más primitiva indiferenciación, las facultades anímicas”*.
Ya sabemos que en España esta llamarada espiritual, de la cual surgió
la Contrarreforma, encendió el alma de Santa Teresa, de San Ignacio y de
otros grandes místicos; pero que luego se agotó y concluyó, trágica y fúnebremente, en las hogueras de la Inquisición. Pero en España contaba,
para reavivar su fuerza, con la lucha contra la herejía, contra la Reforma.
Allá podía ser todavía, por algún tiempo, vivo y enérgico resplandor.
Aquí, fácilmente superpuesto el culto católico al sentimiento pagano de
los indios, el catolicismo perdió su vigor moral. “Una gran santa –observa
García Calderón– como Rosa de Lima, está bien lejos de tener la fuerte personalidad y la energía creadora de Santa Teresa, la gran española”**.
En la costa, en Lima sobre todo, otro elemento vino a enervar la energía espiritual del catolicismo. El esclavo negro prestó al culto católico su
sensualismo fetichista, su oscura superstición. El indio, sanamente panteísta y materialista, había alcanzado el grado ético de una gran teocracia;
el negro, mientras tanto, trasudaba por todos sus poros el primitivismo de
la tribu africana. Javier Prado anota lo siguiente: “Entre los negros, la religión cristiana era convertida en culto supersticioso e inmoral”. Embriagados completamente por el abuso del licor, excitados por estímulos de sensualidad y libertinaje, propios de su raza, iban primero los negros bozales
y después los criollos danzando con movimientos obscenos y gritos salvajes, en las populares fiestas de diablos y gigantes, moros y cristianos, con las que,
frecuentemente, con aplauso general, acompañaban a las procesiones”***.
* Unamuno, La mística española150.
** García Calderón, op. cit.
*** Javier Prado, Estado social del Perú durante la dominación española151.
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Los religiosos gastaban lo mejor de su energía en sus propias querellas
internas, o en la caza del hereje, si no en una constante y activa rivalidad
con los representantes del poder temporal. Hasta en el fervor apostólico
del padre de Las Casas, el profesor Prado cree encontrar el estímulo de
esta rivalidad. Pero, en este caso, al menos, el celo eclesiástico era usado en servicio de una causa noble y justa que, hasta mucho tiempo después de la emancipación política del país, no volvería a encontrar tan tenaces defensores.
Si el suntuoso culto y la majestuosa liturgia disponían de un singular
poder de sugestión para imponerse al paganismo indígena, el catolicismo
español, como concepción de la vida y disciplina del espíritu, carecía de
aptitud para crear en sus colonias elementos de trabajo y de riqueza. Este
es, como lo he observado en mi estudio sobre la economía peruana, el lado
más débil de la colonización española. Mas, del recalcitrante medioevalismo de España, causante de su floja y morosa evolución hacia el capitalismo, sería arbitrario y extremado suponer exclusivamente responsable al
catolicismo que, en otros países latinos, supo aproximarse sagazmente a
los principios de la economía capitalista. Las congregaciones, especialmente la de los jesuitas, operaron en el terreno económico, más diestramente que la administración civil y sus fiduciarios. La nobleza española,
despreciaba el trabajo y el comercio; la burguesía, muy retardada en su
proceso, estaba contagiada de principios aristocráticos. Pero, en general,
la experiencia de Occidente revela la solidaridad entre capitalismo y protestantismo, de modo demasiado concreto. El protestantismo aparece en
la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista. La reforma
protestante contenía la esencia, el germen del Estado liberal. El protestantismo y el liberalismo correspondieron, como corriente religiosa y
tendencia política respectivamente, al desarrollo de los factores de la
economía capitalista. Los hechos abonan esta tesis. El capitalismo y el industrialismo no han fructificado en ninguna parte como en los pueblos
protestantes. La economía capitalista ha llegado a su plenitud sólo en Inglaterra, Estados Unidos y Alemania. Y, dentro de estos Estados, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales. (Baviera católica es también campesina). Y en
cuanto a los estados católicos, ninguno ha alcanzado un grado superior de
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industrialización. Francia –que no puede ser juzgada por el mercado financiero cosmopolita de París ni por el Comité des Forges– es más agrícola
que industrial. Italia –aunque su demografía la ha empujado por la vía del
trabajo industrial que ha creado los centros capitalistas de Milán, Turín y
Genova– mantiene su inclinación agraria. Mussolini se complace frecuentemente en el elogio de Italia campesina y provinciana y en uno de sus discursos últimos ha recalcado su aversión a un urbanismo y un industrialismo excesivos, por su influjo depresivo sobre el factor demográfico.
España, el país más clausurado en su tradición católica –que arrojó de su
suelo al judío– presenta la más retrasada y anémica estructura capitalista,
con la agravante de que su incipiencia industrial y financiera no ha estado
al menos compensada por una gran prosperidad agrícola, acaso porque,
mientras el terrateniente italiano heredó de sus ascendientes romanos, un
arraigado sentimiento agrario, el hidalgo español se aferró al prejuicio de
las profesiones nobles. El diálogo entre la carrera de las armas y la de las
letras no reconoció en España más primacía que la de la carrera eclesiástica.
La primera etapa de la emancipación de la burguesía es, según Engels,
la reforma protestante. “La reforma de Calvino –escribe el célebre autor
del Anti-Dühring– respondía a las necesidades de la burguesía más avanzada de la época. Su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que, en el mundo comercial de la competencia, el éxito y el
fracaso no dependen ni de la actividad ni de la habilidad del hombre, sino
de circunstancias no subordinadas a su control”*. La rebelión contra
Roma de las burguesías más evolucionadas y ambiciosas condujo a la institución de iglesias nacionales destinadas a evitar todo conflicto entre lo
temporal y lo espiritual, entre la Iglesia y el Estado. El libre examen encerraba el embrión de todos los principios de la economía burguesa: libre
concurrencia, libre industria, etc. El individualismo, indispensable para
el desenvolvimiento de una sociedad basada en estos principios, recibía
de la moral y de la práctica protestante los mejores estímulos.
Marx ha esclarecido varios aspectos de las relaciones entre protestantismo y capitalismo. Singularmente aguda es la siguiente observación: “El
* F. Engels, Socialismo utópico y socialismo científico152.
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sistema de la moneda es esencialmente católico, el del crédito eminentemente protestante. Lo que salva es la fe: la fe en el valor monetario considerado como el alma de la mercadería, la fe en el sistema de producción y
su ordenamiento predestinado, la fe en los agentes de la producción que
personifican el capital, el cual tiene el poder de aumentar por sí mismo el
valor. Pero así como el protestantismo no se emancipa casi de los fundamentos del catolicismo, así el sistema del crédito no se eleva sobre la base
del sistema de la moneda”*.
Y no sólo los dialécticos del materialismo histórico constatan esta
consanguinidad de los dos grandes fenómenos. Hoy mismo, en una época
de reacción, así intelectual como política, un escritor español, Ramiro de
Maeztu descubre la flaqueza de su pueblo en su falta de sentido económico. Y he aquí cómo entiende los factores morales del capitalismo yanqui:
“Su sentido del poder lo deben, en efecto, los norteamericanos a la tesis
calvinista de que Dios, desde toda eternidad, ha destinado unos hombres
a la salvación y otros a la muerte eterna; que esa salvación se conoce en el
cumplimiento de los deberes de cada hombre en su propio oficio, de lo
cual se deduce que la prosperidad consiguiente al cumplimiento de esos
deberes es signo de la posesión de la divina gracia, por lo que hace falta
conservarla a todo trance, lo que implica la moralización de la manera de
gastar el dinero. Estos postulados teológicos no son actualmente más que
historia. El pueblo de los Estados Unidos continúa progresando, pero a la
manera de una piedra lanzada por un brazo que ya no existe para renovar
la fuerza del proyectil, cuando ésta se agote”**. Los neoescolásticos se
empeñan en contestar o regatear a la Reforma este influjo en el desarrollo
capitalista, pretendiendo que en el tomismo estaban ya formulados los
principios de la economía burguesa***. Sorel ha reconocido a Santo Tomás los servicios prestados a la civilización occidental por el realismo con
que trabajó por apoyar el dogma en la ciencia. Ha hecho resaltar particularmente su concepto de que “La ley humana no puede cambiar la natura* Karl Marx, El capital153.
** Ramiro de Maeztu, “Rodó y el poder”, en Repertorio Americano, t. VII, No 6 (1926).
*** René Johannet, Eloge du bourgeois français154.
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leza jurídica de las cosas, naturaleza que deriva de su contenido económico”*. Pero si el catolicismo, con Santo Tomás, arribó a este grado de
comprensión de la economía, la Reforma forjó las armas morales de la
revolución burguesa, franqueando la vía al capitalismo. La concepción
neoescolástica se explica fácilmente. El neotomismo es burgués; pero no
capitalista. Porque así como socialismo no es la misma cosa que proletariado, capitalismo no es exactamente la misma cosa que burguesía. La
burguesía es la clase, el capitalismo es el orden, la civilización, el espíritu
que de esta clase ha nacido. La burguesía es anterior al capitalismo. Existió mucho antes que él, pero sólo después ha dado su nombre a toda una
edad histórica.
Dos caminos tiene el sentimiento religioso según un juicio de Papini
–de sus tiempos de pragmatista–: el de la posesión y el de la renuncia**. El
protestantismo, desde su origen, escogió resueltamente el primero. En el
impulso místico del puritanismo, Waldo Frank acertadamente advierte,
ante todo, voluntad de potencia. En su explicación de Norte América nos
dice cómo “la disciplina de la Iglesia organizó e hizo marchar a los hombres contra las dificultades materiales de una América indomada; cómo el
renunciamiento a los placeres de los sentidos produjo máxima energía
disponible para la caza del poder y de la riqueza; cómo estos sentidos,
mortificados por principios ascéticos, adaptados a las rudas condiciones
de la vida, tomaron su revancha en una lucha hacia la fortuna”. La universidad norteamericana, bajo estos principios religiosos, proporcionaba a
los jóvenes una cultura “cuyo sentido era la santidad de la propiedad, la
moralidad del éxito”***.
El catolicismo, en tanto, se mantuvo como un constante compromiso
entre los dos términos, posesión y renuncia. Su voluntad de potencia se
tradujo en empresas militares y sobre todo políticas; no inspiró ninguna
gran aventura económica. La América española, por otra parte, no ofrecía
a la catolicidad un ambiente propicio al ascetismo. En vez de mortifica* Sorel, Introduction a L’Economie Moderne, p. 289; Santo Tomás, Secunda secundae155.
** Papini, Pragmatismo156.
*** Waldo Frank, op. cit.157.
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ción, los sentidos no encontraron en este continente sino goce, lasitud y
molicie.
La evangelización de la América española no puede ser enjuiciada como
una empresa religiosa sino como una empresa eclesiástica. Pero, después
de los primeros siglos del cristianismo, la evangelización tuvo siempre
este carácter. Sólo una poderosa organización eclesiástica, apta para movilizar aguerridas milicias de catequistas y sacerdotes, era capaz de colonizar para la fe cristiana pueblos lejanos y diversos.
El protestantismo, como ya he apuntado, careció siempre de eficacia
catequista, por una consecuencia lógica de su individualismo, destinado a
reducir al mínimo el marco eclesiástico de la religión. Su propagación en
Europa se debió invariablemente a razones políticas y económicas: los
conflictos entre la Iglesia romana y Estados y monarcas propensos a rebelarse contra el poder papal y a incorporarse en la corriente secesionista; y
el crecimiento de la burguesía que encontraba en el protestantismo un sistema más cómodo y se irritaba contra el favor de Roma a los privilegios
feudales. Cuando el protestantismo ha emprendido una obra de catequización y propaganda, ha adoptado un método en el cual se combina la
práctica eclesiástica con sagaces ensayos de servicio social. En la América
del Norte, el colonizador anglosajón no se preocupó de la evangelización
de los aborígenes. Le tocó colonizar una tierra casi virgen, en áspero combate con una naturaleza cuya posesión y conquista exigían íntegramente
su energía. Aquí se descubre la íntima diferencia entre las dos conquistas,
la anglosajona y la española: la primera se presenta en su origen y en su proceso, como una aventura absolutamente individualista, que obligó a los
hombres que la realizaron a una vida de alta tensión. (Individualismo, practicismo y activismo hasta ahora son los resortes primarios del fenómeno
norteamericano).
La colonización anglosajona no necesitaba una organización eclesiástica. El individualismo puritano, hacía de cada pioneer un pastor: el pastor
de sí mismo. Al pioneer de Nueva Inglaterra le bastaba su Biblia. (Unamu-
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no llama al protestantismo, “la tiranía de la letra”). La América del Norte
fue colonizada con gran economía de fuerzas y de hombres. El colonizador no empleó misioneros, predicadores, teólogos ni conventos. Para la
posesión simple y ruda de la tierra, no le hacían falta. No tenía que conquistar una cultura y un pueblo sino un territorio. La suya, dirán algunos,
no era economía sino pobreza. Tendrán razón; pero a condición de reconocer que de esta pobreza surgieron el poder y riqueza de los Estados
Unidos.
El sino de la colonización española y católica era mucho más amplio;
su misión, más difícil. Los conquistadores encontraron en estas tierras,
pueblos, ciudades, culturas: el suelo estaba cruzado de caminos y de huellas que sus pasos no podían borrar. La evangelización tuvo su etapa heroica, aquella en que España nos envió misioneros en quienes estaba vivo aún
el fuego místico y el ímpetu militar de los cruzados. (“Al mismo tiempo
que los soldados –leo en Julien Luchaire– desembarcaban, en multitud, y
escogidos entre los mejores, los curas y los monjes católicos”)*. Pero
–vencedor el pomposo culto católico del rústico paganismo indígena– la
esclavitud y la explotación del indio y del negro, la abundancia y la riqueza, relajaron al colonizador. El elemento religioso quedó absorbido y dominado por el elemento eclesiástico. El clero no era una milicia heroica y
ardiente, sino una burocracia regalona, bien pagada y bien vista. “Vino
entonces –escribe el doctor M.V. Villarán– la segunda edad de la historia
del sacerdocio colonial: la edad de la vida plácida y tranquila en los magníficos conventos, la edad de las prebendas, de los fructuosos curatos, de la
influencia social, del predominio político, de las lujosas fiestas, que tuvieron por consecuencias inevitables el abuso y la relajación de costumbres.
En aquella época la carrera por excelencia era el sacerdocio. Profesión
honrosa y lucrativa, los que a ella se dedicaban vivían como grandes y habitaban palacios; eran el ídolo de los buenos colonos que los amaban, los
respetaban, los temían, los obsequiaban, los hacían herederos y legatarios
de sus bienes. Los conventos eran grandes y había en ellos celda para todos: las mitras, las dignidades, las canonjías, los curatos, las capellanías,
* Luchaire, L’Église et le seizième siècle158.
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las cátedras, los oratorios particulares, los beneficios de todo orden abundaban. La piedad de los habitantes era ferviente y ellos proveían con largueza a la sustentación de los ministros del altar. Así pues, “todo hijo segundo de buena familia era destinado al sacerdocio”*.
Y esta Iglesia no fue ya siquiera la de la Contrarreforma y la Inquisición. El Santo Oficio no tenía casi en el Perú herejías que perseguir. Dirigía más bien su acción contra los civiles en mal predicamento con el clero;
contra las supersticiones y vicios que solapada y fácilmente prosperaban
en un ambiente de sensualidad y de idolatría, cargado de sedimentos mágicos; y, sobre todo, contra aquello que juzgaba sospechoso de insidiar o
disminuir su poder. Y bajo este último aspecto, la Inquisición se comportaba más como institución política que religiosa. Está bien averiguado que
en España sirvió los fines del absolutismo antes que los de la Iglesia. “El
Santo Oficio –dice Luchaire– era poderoso, antes que todo, porque el rey
quería que lo fuese; porque tenía la misión de perseguir a los rebeldes políticos igual que a los innovadores religiosos; el arma no estaba en las manos del Papa sino en las del rey; el rey las manejaba en su interés tanto
como en el de la Iglesia”**.
La ciencia eclesiástica, por otra parte, en vez de comunicarnos con las
corrientes intelectuales de la época, nos separaba de ellas. El pensamiento
escolástico fue vivo y creador en España, mientras recibió de los místicos
calor y ardimiento. Pero desde que se congeló en fórmulas pedantes y casuistas, se convirtió en yerto y apergaminado saber de erudito, en anquilosada y retórica ortodoxia de teólogo español. En la crítica civilista, no escasean las requisitorias contra esta fase de la obra eclesiástica en el Perú.
“¿Cuál era la ciencia que suministraba el clero? –se pregunta Javier Prado
en su duradero y enjundioso estudio–. Una teología vulgar –se responde–
un dogmatismo formalista, mezcla confusa y abrumadora de las doctrinas
peripatéticas con el ergotismo escolástico. Siempre que la Iglesia no ha
podido suministrar verdaderos conocimientos científicos, ha apelado al
recurso de distraer y fatigar el pensamiento, por medio de una gimnasia
de palabras y fórmulas y de un método vacío, extravagante e infecundo.
* M.V. Villarán, Estudios sobre educación nacional, pp. 10 y 11159.
** Luchaire, op. cit.
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Aquí, en el Perú, se leía en latín discursos que no se comprendían y que,
sin embargo, se argumentaban en la misma condición; había sabios que
tenían fórmulas para resolver, nuevos Pico de la Mirandola, todas las proposiciones de las ciencias; aquí se solucionaba lo divino y lo humano por
medio de la religión y de la autoridad del maestro, aunque reinara la mayor ignorancia no sólo en las ciencias naturales sino también en las filosóficas y aun en las enseñanzas de Bossuet y Pascal”*.
La lucha de la Independencia –que abrió un nuevo camino y prometió una nueva aurora a los mejores espíritus– descubrió que donde había
aún religiosidad –esto es misticismo, pasión– era en algunos curas criollos
e indios, entre los cuales, en el Perú como en México, la revolución liberal reclutaría algunos de sus audaces precursores y de sus grandes tribunos.
III. LA INDEPENDENCIA Y LA IGLESIA
La revolución de la Independencia, del mismo modo que no tocó los privilegios feudales, tampoco tocó los privilegios eclesiásticos. El alto clero
conservador y tradicionalista, se sentía naturalmente fiel al rey y a la Metrópoli; pero igual que la aristocracia terrateniente, aceptó la República
apenas constató la impotencia práctica de ésta ante la estructura colonial.
La revolución americana, conducida por caudillos romancescos y napoleónicos y teorizada por tribunos dogmáticos y formalistas, aunque se alimentó como se sabe, de los principios y emociones de la Revolución Francesa, no heredó ni conoció su problema religioso.
En Francia como en los otros países donde no prendió la Reforma, la
revolución burguesa y liberal no pudo cumplirse sin jacobinismo y anticlericalismo. La lucha contra la feudalidad descubría en esos pueblos una
solidaridad comprometedora entre la Iglesia Católica y el régimen feudal.
Tanto por la influencia conservadora de su alto clero como por su resistencia doctrinal y sentimental a todo lo que en el pensamiento liberal reconocía de individualismo y nacionalismo protestantes, la Iglesia cometió la
imprudencia de vincularse demasiado a las suertes de la reacción monárquica y aristocrática.
* Javier Prado, op. cit.
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Mas en la América española, sobre todo en los países donde la revolución se detuvo por mucho tiempo en su fórmula política (independencia y
república), la subsistencia de los privilegios feudales se acompañaba lógicamente de la de los privilegios eclesiásticos. Por esto en México cuando
la revolución ha atacado a los primeros, se ha encontrado en seguida en
conflicto con los segundos. (En México, por estar en manos de la Iglesia
una gran parte de la propiedad, unos y otros privilegios se presentaban no
sólo política sino materialmente identificados).
Tuvo el Perú un clero liberal y patriota desde las primeras jornadas de
la revolución. Y el liberalismo civil, en muy pocos casos individuales se
mostró intransigentemente jacobino y, en menos casos aún, netamente
antirreligioso. Procedían nuestros liberales, en su mayor parte, de las logias masónicas, que tan activa función tuvieron en la preparación de la
Independencia, de modo que profesaban casi todos el deísmo que hizo de
la masonería, en los países latinos, algo así como un sucedáneo espiritual y
político de la Reforma.
En la propia Francia, la revolución se mantuvo en buenas relaciones
con la cristiandad, aun durante su estación jacobina. Aulard observa sagazmente que en Francia la oleada antirreligiosa o anticristiana obedeció
a causas contingentes más bien que doctrinarias. “De todos los acontecimientos –dice– que condujeron al estado de espíritu del cual salió la tentativa de descristianización, la insurrección de la Vendée, por su forma clerical, fue la más importante, la más influyente. Creo poder decir que sin la
Vendée, no habría habido culto de la Razón”*. Recuerda Aulard el deísmo de Robespierre, quien sostenía que “el ateísmo es aristocrático” mientras que “la idea de un Ser Supremo que vela por la inocencia oprimida y
castiga al crimen triunfante es completamente popular”. El culto de la
diosa Razón no conservó su impulso vital sino en tanto que fue culto de la
Patria, amenazada e insidiada por la reacción extranjera con el favor del
poder papal. Además, “el culto de la razón –agrega Aulard–, fue casi siempre deísta y no materialista o ateo”**.
* A. Aulard, Le Christianisme et la révolution française, p. 88160.
** Ibid., p. 162.
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La Revolución Francesa arribó a la separación de la Iglesia y el Estado. Napoleón encontró más tarde, en el concordato, la fórmula de la subordinación de la Iglesia al Estado. Pero los períodos de Restauración comprometieron su obra, renovando el conflicto entre el clero y la laicidad, en
el cual Lucien Romier cree ver resumida la historia de la República. Romier parte del supuesto de que la feudalidad estaba ya vencida cuando
vino la revolución. Bajo la Monarquía, según Romier –y en esto lo acompañan todos los escritores reaccionarios– la burguesía había ya impuesto
su ley. “La victoria contra los señores –dice– estaba conseguida. Los reyes
habían muerto a la feudalidad. Quedaba una aristocracia, pero sin fuerza
propia y que debía todas sus prerrogativas y sus títulos al poder central,
cuerpo de funcionarios galoneados con funciones más o menos hereditarias. Restos frágiles de una potencia que se derrumbó a la primera oleada
republicana. Cumplida esta destrucción fácilmente, la República no tuvo
sino que mantener el hecho adquirido sin aplicar a esto un esfuerzo especial. Por el contrario, la Monarquía había fracasado respecto a la Iglesia. A
pesar de la domesticación secular del alto clero, a pesar de un conflicto
con la Curia que renacía de reinado en reinado, a pesar de muchas amenazas de ruptura, la lucha contra la autoridad romana no había dado al Estado más poder sobre la religión que en los tiempos de Felipe el Bello. Así, es
contra la Iglesia y el clero ultramontano que la República orientó su principal esfuerzo por un siglo”*.
En las colonias españolas de la América del Sur, la situación era muy
distinta. En el Perú en particular, la revolución encontraba una feudalidad intacta. Los choques entre el poder civil y el poder eclesiástico no tenían ningún fondo doctrinal. Traducían una querella doméstica. Dependían de un estado latente de competición y de equilibrio, propio de países
donde la colonización sentía ser en gran parte evangelización y donde la
autoridad espiritual tendía fácilmente a prevalecer sobre la autoridad
temporal. La constitución republicana desde el primer momento proclamó al catolicismo religión nacional. Mantenidos dentro de la tradición española, carecían estos países de elementos de reforma protestante. El cul* Lucien Romier, Explication de Notre Temps, pp. 194 y 195161.
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to de la Razón habría sido más exótico todavía en pueblos de exigua actividad intelectual y floja y rala cultura filosófica. No existían las razones de
otras latitudes históricas para el Estado laico. Amamantado por la catolicidad española, el Estado peruano tenía que constituirse como Estado semifeudal y católico.
La República continuó la política española, en éste como en otros terrenos. “Por el patronato, por el régimen de diezmos, por los beneficios
eclesiásticos –dice García Calderón– se estableció siguiendo el ejemplo
francés, una constitución civil de la Iglesia. En este sentido la revolución
fue tradicionalista. Los reyes españoles tenían sobre la Iglesia, desde los
primeros monarcas absolutos, un derecho de intervención y protección:
la defensa del culto se convertía en sus manos en una acción civil y legisladora. La Iglesia era una fuerza social, pero la debilidad de la jerarquía perjudicaba a sus ambiciones políticas. No podría, como en Inglaterra, realizar un pacto constitucional y delimitar libremente sus fronteras. El rey
protegía la Inquisición y se mostraba más católico que el Papa: su influencia tutelar impedía los conflictos, resultaba soberana y única”*. Toca García Calderón en este juicio, la parte débil, el contraste interno de los Estados latinoamericanos que no han llegado al régimen de separación. El
Estado Católico no puede hacer, si su catolicismo es viviente y activo, una
política laica. Su concepción aplicada hasta sus últimas consecuencias,
lleva a la teocracia. Desde este punto de vista el pensamiento de los conservadores ultramontanos como García Moreno162 aparece más coherente que el de los liberales moderados, empeñados en armonizar la confesión católica del Estado con una política laica, liberal y nacional.
El liberalismo peruano, débil y formal en el plano económico y político, no podía dejar de serlo en el plano religioso. No es exacto, como pretenden algunos, que a la influencia clerical y eclesiástica haya pugnado
por oponerse una fórmula jacobina. La actitud personal de Vigil163 –que
es la apasionada actitud de un librepensador salido de los rangos de la
Iglesia– no pertenece propiamente a nuestro liberalismo, que así como no
intentó nunca desfeudalizar el Estado, tampoco intentó laicizarlo. Sobre
* García Calderón, op. cit.
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el más representativo y responsable de sus líderes, don José Gálvez164,
escribe fundadamente Jorge Guillermo Leguía: “Su ideología giraba en
torno de dos ideas: Igualitarismo y Moralidad. Yerran, por consiguiente,
quienes, al apreciar sus doctrinas adversas a los diezmos eclesiásticos, afirman que era jacobino. Gálvez jamás desconoció a la Iglesia ni sus dogmas.
Los respetaba y los creía. Estaba mal informada la abadesa que el 2 de
mayo exclamó, al tener noticia de la funesta explosión de la Torre de la
Merced: ‘¡Qué pólvora tan bien gastada!’. Mal podría ser anticatólico, el
diputado que en el exordio de la Constitución invocaba a Dios trino y
uno. Al arrebatar Gálvez a nuestra Iglesia los gajes que encarnaban una
supervivencia feudal, sólo tenía en mente una reforma económica y democrática; nunca un objetivo anticlerical. No era Gálvez, según se ha supuesto, autor de tal iniciativa, ya lanzada por el admirable Vigil”*.
Desde que, forzada por su función de clase gobernante, la aristocracia
terrateniente adoptó ideas y gestos de burguesía, se asimiló parcialmente
los restos de este liberalismo. Hubo en su vida un instante de evolución
–el del surgimiento del Partido Civil– en que una tendencia liberal, expresiva de su naciente conciencia capitalista, le enajenó las simpatías del
elemento eclesiástico, que coincidió más bien –y no sólo en la redacción
de un periódico– con el pierolismo conservador y plebiscitario. En este
período de nuestra historia, como lo anoto también en otro lugar, la aristocracia tomó un aire liberal; el demos, por reacción, aunque clamase
contra la argolla traficante, adquirió un tono conservador y clerical. En el
estado mayor civilista figuraban algunos liberales moderados que tendían
a imprimir a la política del Estado una orientación capitalista, desvinculándola en lo posible de su tradición feudal. Pero el predominio que la
casta feudal mantuvo en el civilismo, junto con el retardamiento que a
nuestro proceso político impuso la guerra, impidió a esos abogados y jurisconsultos civilistas avanzar en tal dirección. Ante el poder del clero y la
Iglesia, el civilismo, manifestó ordinariamente un pragmatismo pasivo y
un positivismo conservador que, salvo alguna excepción individual, no
cesaron luego de caracterizarlo mentalmente.
* “La Convención de 1856 y don José Gálvez”, Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales, No
1, p. 36.
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El movimiento radical –que tuvo a su cargo la tarea de denunciar y
condenar simultáneamente a los tres elementos de la política peruana en
los últimos lustros del siglo veinte: civilismo, pierolismo y militarismo–
constituyó en verdad la primera efectiva agitación anticlerical. Dirigido
por hombres de temperamento más literario o filosófico que político, empleó sus mejores energías en esta batalla que, si produjo, sobre todo en las
provincias, cierto aumento del indiferentismo religioso –lo que no era una
ganancia–, no amenazó en lo más mínimo la estructura económico-social
en la cual todo el orden que anatematizaba se encontraba hondamente
enraizado. La protesta radical o “gonzález-pradista” careció de eficacia
por no haber aportado un programa económico social. Sus dos principales lemas –anticentralismo y anticlericalismo–, eran por sí solos insuficientes para amenazar los privilegios feudales. Únicamente el movimiento
liberal de Arequipa, reivindicado hace poco por Miguel Ángel Urquieta*,
intentó colocarse en el terreno económico-social, aunque este esfuerzo no
pasase de la elaboración de un programa.
En los países sudamericanos donde el pensamiento liberal ha cumplido libremente su trayectoria, insertado en una normal evolución capitalista y democrática, se ha llegado –si bien sólo como especulación intelectual– a la preconización del protestantismo y de la iglesia nacional como
una necesidad lógica del Estado liberal moderno.
Pero, desde que el capitalismo ha perdido su sentido revolucionario,
esta tesis se muestra superada por los hechos**. El socialismo, conforme a
las conclusiones del materialismo histórico –que conviene no confundir
con el materialismo filosófico–, considera a las formas eclesiásticas y
doctrinas religiosas, peculiares e inherentes al régimen económico-social
que las sostiene y produce. Y se preocupa por tanto, de cambiar éste y
no aquéllas. La mera agitación anticlerical es estimada por el socialismo
como un diversivo liberal burgués. Significa en Europa un movimiento
* Véase el artículo “González Prada y Urquieta” en el No 5 de Amauta (enero de 1927).
** El líder de las YMCA Julio Navarro Monzó, predicador de una nueva Reforma, admite en su obra El problema religioso en la cultura latinoamericana165 que: “habiendo tenido
los países latinos la enorme desgracia de haber quedado al margen de la Reforma del siglo
XVI, ahora era ya demasiado tarde para pensar en convertirlos al Protestantismo”.
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característico de los pueblos donde la reforma protestante no ha asegurado la unidad de conciencia civil y religiosa y donde el nacionalismo político y universalismo romano viven en un conflicto ya abierto, ya latente, que
el compromiso puede apaciguar, pero no cancelar ni resolver.
El protestantismo no consigue penetrar en la América Latina por obra
de su poder espiritual y religioso sino de sus servicios sociales (YMCA, misiones metodistas de la sierra, etc.). Este y otros signos indican que sus posibilidades de expansión normal se encuentran agotadas. En los pueblos
latinoamericanos, las perjudica además el movimiento anti-imperialista,
cuyos vigías recelan de las misiones protestantes como de tácitas avanzadas del capitalismo anglosajón: británico o norteamericano.
El pensamiento racionalista del siglo diecinueve pretendía resolver la
religión en la filosofía. Más realista, el pragmatismo ha sabido reconocer
al sentimiento religioso el lugar del cual la filosofía ochocentista se imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos
revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los
hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos.
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REGIONALISMO Y CENTRALISMO
I. PONENCIAS BÁSICAS
¿CÓMO SE PLANTEA, en nuestra época, la cuestión del regionalismo?
En algunos departamentos, sobre todo en los del sur, es demasiado evidente la existencia de un sentimiento regionalista. Pero las aspiraciones
regionalistas son imprecisas; indefinidas; no se concretan en categóricas y
vigorosas reivindicaciones. El regionalismo no es en el Perú un movimiento, una corriente, un programa. No es sino la expresión vaga de un malestar y de un descontento.
Esto tiene su explicación en nuestra realidad económica y social y en
nuestro proceso histórico. La cuestión del regionalismo se plantea, para
nosotros, en términos nuevos. No podemos ya conocerla y estudiarla con
la ideología jacobina o radicaloide del siglo XIX.
Me parece que nos pueden orientar en la exploración del tema del regionalismo las siguientes proposiciones:
1a – La polémica entre federalistas y centralistas, es una polémica superada y anacrónica como la controversia entre conservadores y liberales.
Teórica y prácticamente la lucha se desplaza del plano exclusivamente
político a un plano social y económico. A la nueva generación no le preocupa en nuestro régimen lo formal –el mecanismo administrativo– sino
lo substancial –la estructura económica.
2a – El federalismo no aparece en nuestra historia como una reivindicación popular, sino más bien como una reivindicación del gamonalismo
y de su clientela. No la formulan las masas indígenas. Su proselitismo no
desborda los límites de la pequeña burguesía de las antiguas ciudades coloniales.
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3a – El centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo regionales, dispuestos, intermitentemente, a sentirse o decirse federalistas. La
tendencia federalista recluta sus adeptos entre los caciques o gamonales
en desgracia ante el poder central.
4a – Uno de los vicios de nuestra organización política es, ciertamente,
su centralismo. Pero la solución no reside en un federalismo de raíz e inspiración feudales. Nuestra organización política y económica necesita ser
íntegramente revisada y transformada.
5a – Es difícil definir y demarcar en el Perú regiones existentes históricamente como tales. Los departamentos descienden de las artificiales intendencias del Virreinato. No tienen por consiguiente una tradición ni
una realidad genuinamente emanadas de la gente y la historia peruanas.
La idea federalista no muestra en nuestra historia raíces verdaderamente profundas. El único conflicto ideológico, el único contraste doctrinario de la primera media centuria de la república es el de conservadores y
liberales, en el cual no se percibe la oposición entre la capital y las regiones
sino el antagonismo entre los “encomenderos” o latifundistas, descendientes de la feudalidad y la aristocracia coloniales, y el demos mestizo de
las ciudades, heredero de la retórica liberal de la Independencia. Esta lucha trasciende, naturalmente, al sistema administrativo. La Constitución
conservadora de Huancayo166, suprimiendo los municipios, expresa la
posición del conservatismo ante la idea del self government. Pero, así para
los conservadores como para los liberales de entonces, la centralización o
la descentralización administrativa no ocupa el primer plano de la polémica. Posteriormente, cuando los antiguos “encomenderos” y aristócratas,
unidos a algunos comerciantes enriquecidos por los contratos y negocios
con el Estado, se convierten en clase capitalista, y reconocen que el ideario
liberal se conforma más con los intereses y las necesidades del capitalismo
que el ideario aristocrático, la descentralización encuentra propugnadores más o menos platónicos lo mismo en uno que en otro de los dos bandos
políticos. Conservadores o liberales, indistintamente, se declaran relativamente favorables o contrarios a la descentralización. Es cierto que, en
este nuevo período, el conservatismo y el liberalismo, que ya no se desig-
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nan siquiera con estos nombres, no corresponden tampoco a los mismos
impulsos de clase. (Los ricos en ese curioso período, devienen un poco liberales, las masas se vuelven, por el contrario, un poco conservadoras).
Mas, de toda suerte, el caso es que el caudillo civilista Manuel Pardo,
bosqueja una política descentralizadora con la creación en 1873 de los
concejos departamentales y que, años más tarde, el caudillo demócrata
Nicolás de Piérola –político y estadista de mentalidad y espíritu conservadores, aunque en apariencia insinúen lo contrario sus condiciones de agitador y demagogo–, inscribe o acepta en la “declaración de principios” de
su partido la siguiente tesis: “Nuestra diversidad de razas, lenguas, clima y
territorio, no menos que el alejamiento entre nuestros centros de población, reclaman desde luego, como medio de satisfacer nuestras necesidades de hoy y de mañana, el establecimiento de la forma federativa; pero en
las condiciones aconsejadas por la experiencia de ese régimen en pueblos
semejantes al nuestro y por las peculiares del Perú”*. Después del 95 las
declaraciones anticentralistas se multiplican. El partido liberal de Augusto Durand se pronuncia a favor de la forma federal. El partido radical no
ahorra ataques ni críticas al centralismo. Y hasta aparece, de repente, como por ensalmo, un partido federal. La tesis centralista resulta entonces
exclusivamente sostenida por los civilistas que en 1873 se mostraron inclinados a actuar una política descentralizadora.
Pero toda ésta era una especulación teórica. En realidad, los partidos
no sentían urgencia de liquidar el centralismo. Los federalistas sinceros,
además de ser muy pocos, distribuidos en diversos partidos, no ejercían
influencia efectiva sobre la opinión. No representaban un anhelo popular.
Piérola y el partido demócrata, habían gobernado varios años. Durand y
sus amigos habían compartido con los demócratas, durante algún tiempo,
los honores y las responsabilidades del poder. Ni los unos ni los otros se
habían ocupado, en esa oportunidad, del problema del régimen ni de reformar la Constitución.
El partido liberal, después del deceso del precario partido federal y de
la disolución espontánea del radicalismo gonzález-pradista, sigue agitan* Declaración de Principios del Partido Demócrata, Lima, 1897, p. 14167.
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do la bandera del federalismo. Durand se da cuenta de que la idea federalista –que en el partido demócrata se había agotado en una platónica y
mesurada declaración escrita– puede servirle al partido liberal para robustecer su fuerza en provincias, atrayéndole a los elementos enemistados
con el poder central. Bajo, o mejor dicho, contra el gobierno de José Pardo, publica un manifiesto federalista. Pero su política ulterior demuestra,
demasiado claramente, que el partido liberal no obstante su profesión de
fe federalista, sólo esgrime la idea de la federación con fines de propaganda. Los liberales forman parte del ministerio y de la mayoría parlamentaria durante el segundo gobierno de Pardo168. Y no muestran, ni como ministros ni como parlamentarios, ninguna intención de reanudar la batalla
federalista.
También Billinghurst –acaso con más apasionada convicción que
otros políticos que usaban esta plataforma– quería la descentralización.
No se le puede reprochar, como a los demócratas y los liberales, su olvido
de este principio en el poder: su experimento gubernamental fue demasiado breve. Pero, objetiva e imparcialmente, no se puede tampoco dejar
de constatar que con Billinghurst llegó a la presidencia un enemigo del
centralismo sin ningún beneficio para la campaña anticentralista.
A primera vista les parecerá a algunos que esta rápida revisión de la
actitud de los partidos peruanos frente al centralismo, prueba que, sobre
todo, de la fecha de la declaración de principios del partido demócrata a la
del manifiesto federalista del doctor Durand, ha habido en el Perú una
efectiva y definida corriente federalista. Pero sería contentarse con la apariencia de las cosas. Lo que prueba, realmente, esta revisión, es que la idea
federalista no ha suscitado ni ardorosas y explícitas resistencias ni enérgicas y apasionadas adhesiones. Ha sido un lema o un principio sin valor y
sin eficacia para, por sí solo, significar el programa de un movimiento o de
un partido.
Esto no convalida ni recomienda absolutamente el centralismo burocrático. Pero evidencia que el regionalismo difuso del sur del Perú no se
ha concretado, hasta hoy, en una activa e intensa afirmación federalista.
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II. REGIONALISMO Y GAMONALISMO
A todos los observadores agudos de nuestro proceso histórico, cualquiera
que sea su punto de vista particular, tiene que parecerles igualmente evidente el hecho de que las preocupaciones actuales del pensamiento peruano no son exclusivamente políticas –la palabra “política” tiene en este
caso la acepción de “vieja política” o “política burguesa”– sino, sobre
todo, sociales y económicas. El “problema del indio”, la “cuestión agraria” interesan mucho más a los peruanos de nuestro tiempo que el “principio de la autoridad”, la “soberanía popular”, el “sufragio universal”, la
“soberanía de la inteligencia” y demás temas del diálogo entre liberales y
conservadores. Esto no depende de que la mentalidad política de las anteriores generaciones fuese más abstractista, más filosófica, más universal; y
de que diversa u opuestamente, la mentalidad política de la generación
contemporánea sea –como es– más realista, más peruana. Depende de que
la polémica entre liberales y conservadores se inspiraba, de ambos lados,
en los intereses y en las aspiraciones de una sola clase social. La clase proletaria carecía de reivindicaciones y de ideología propias. Liberales y conservadores consideraban al indio desde su plano de clase superior y distinta. Cuando no se esforzaban por eludir o ignorar el problema del indio, se
empeñaban en reducirlo a un problema filantrópico o humanitario. En
esta época, con la aparición de una ideología nueva que traduce los intereses y las aspiraciones de la masa –la cual adquiere gradualmente conciencia y espíritu de clase– surge una corriente o una tendencia nacional que se
siente solidaria con la suerte del indio. Para esta corriente la solución del
problema del indio es la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana. El problema del indio cesa de ser, como en la época del diálogo de liberales y conservadores, un tema adjetivo o secundario. Pasa a
representar el tema capital.
He aquí, justamente, uno de los hechos que, contra lo que suponen e
insinúan superficiales y sedicentes nacionalistas, demuestra que el programa que se elabora en la conciencia de esta generación es mil veces más
nacional que el que, en el pasado, se alimentó únicamente de sentimientos
y supersticiones aristocráticas o de conceptos y fórmulas jacobinas. Un
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criterio que sostiene la supremacía del problema del indio, es simultáneamente muy humano y muy nacional, muy idealista y muy realista. Y su
arraigo en el espíritu de nuestro tiempo está demostrado por la coincidencia entre la actitud de sus propugnadores de dentro y el juicio de sus críticos de fuera. Eugenio d’Ors, verbigracia. Este profesor español cuyo pensamiento es tan estimado y aun superestimado por quienes en el Perú
identifican nacionalismo y conservatismo, ha escrito con motivo del centenario de Bolivia: “En ciertos pueblos americanos especialmente, creo
ver muy claro cuál debe ser, es, la justificación de la independencia, según
la ley del Buen Servicio; cuáles son, cuáles deben ser el trabajo, la tarea, la
obra, la misión. Creo, por ejemplo, verlos de este modo en su país. Bolivia
tiene, como tiene el Perú, como tiene México, un gran problema local
–que significa a la vez, un gran problema universal. Tiene el problema del
indio; el de la situación del indio ante la cultura. ¿Qué hacer con esta razón? Se sabe que ha habido, tradicionalmente, dos métodos opuestos.
Que el método sajón ha consistido en hacerla retroceder, en diezmarla,
en, lentamente, exterminarla. El método español, al contrario, intentó la
aproximación, la redención, la mezcla. No quiero decir ahora cuál de los
dos métodos debe preferirse. Lo que hay que establecer con franca entereza es la obligación de trabajar con uno o con el otro de ellos. Es la imposibilidad moral de contentarse con una línea de conducta que esquive simplemente el problema, y tolere la existencia y pululación de los indios al
lado de la población blanca, sin preocuparse de su situación, más que en el
sentido de aprovecharla –egoísta, avara, cruelmente– para las miserables
faenas obscuras de la fatiga y la domesticidad”*.
No me parece esta la ocasión de contradecir el concepto de Eugenio
d’Ors sobre la oposición, respecto del indio, entre el presunto humanitarismo del método español y la implacable voluntad de exterminio del método sajón. (Probablemente para Eugenio d’Ors el método español está
representado por el generoso espíritu del padre de Las Casas y no por la
política de la Conquista y del Virreinato totalmente impregnada de prejui* Carta de Eugenio d’Ors con motivo del Centenario de la Independencia de Bolivia. En
Repertorio Americano.
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cios adversos no sólo al indio sino hasta al mestizo). En la opinión de Eugenio d’Ors no quiero señalar más que un testimonio reciente de la igualdad en que interpretan el mensaje de la época los agonistas iluminados y
los espectadores inteligentes de nuestro drama histórico.
Admitida la prioridad del debate del “problema del indio” y de la “cuestión agraria” sobre cualquier debate relativo al mecanismo del régimen
más que a la estructura del Estado, resulta absolutamente imposible considerar la cuestión del regionalismo o, más precisamente, de la descentralización administrativa, desde puntos de vista no subordinados a la necesidad de solucionar de manera radical y orgánica los dos primeros
problemas. Una descentralización, que no se dirija hacia esta meta, no
merece ya ser ni siquiera discutida.
Y bien, la descentralización en sí misma, la descentralización como
reforma simplemente política y administrativa, no significaría ningún
progreso en el camino de la solución del “problema indio” y del “problema de la tierra”, que, en el fondo, se reducen a un único problema. Por el
contrario, la descentralización, actuada sin otro propósito que el de otorgar a las regiones o a los departamentos una autonomía más o menos amplia, aumentaría el poder del gamonalismo contra una solución inspirada
en el interés de las masas indígenas. Para adquirir esta convicción, basta
preguntarse qué casta, qué categoría, qué clase se opone a la redención del
indio. La respuesta no puede ser sino una y categórica: el gamonalismo, el
feudalismo, el caciquismo. Por consiguiente, ¿cómo dudar de que una
administración regional de gamonales y de caciques, cuanto más autónoma tanto más sabotearía y rechazaría toda efectiva reivindicación indígena?
No caben ilusiones. Los grupos, las capas sanas de las ciudades no
conseguirían prevalecer jamás contra el gamonalismo en la administración regional. La experiencia de más de un siglo es suficiente para saber a
qué atenerse respecto a la posibilidad de que, en un futuro cercano, llegue
a funcionar en el Perú un sistema democrático que asegure, formalmente
al menos, la satisfacción del principio jacobino de la “soberanía popular”.
Las masas rurales, las comunidades indígenas, en todo caso, se mantendrían extrañas al sufragio y a sus resultados. Y, en consecuencia, aunque
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no fuera sino porque los ausentes no tienen nunca razón –“Les absents ont
toujour tort”– los organismos y los poderes que se crearían “electivamente”, pero sin su voto, no podrían ni sabrían hacerles nunca justicia.
¿Quién tiene la ingenuidad de imaginarse a las regiones –dentro de su realidad económica y política presente– regidas por el “sufragio universal”?
Tanto el sistema de “concejos departamentales” del presidente Manuel Pardo como la república federal preconizada en los manifiestos de
Augusto Durand y otros asertores de la federación, no han representado
ni podían representar otra cosa que una aspiración del gamonalismo. Los
“concejos departamentales”, en la práctica, transferían a los caciques del
departamento una suma de funciones que detenta el poder central. La república federal, aproximadamente, habría tenido la misma función y la
misma eficacia.
Tienen plena razón las regiones, las provincias, cuando condenan el
centralismo, sus métodos y sus instituciones. Tienen plena razón cuando
denuncian una organización que concentra en la capital la administración
de la república. Pero no tienen razón absolutamente cuando, engañadas
por un miraje, creen que la descentralización bastaría para resolver sus
problemas esenciales. El gamonalismo dentro de la república central y
unitaria, es el aliado y el agente de la capital en las regiones y en las provincias. De todos los defectos, de todos los vicios del régimen central, el gamonalismo es solidario y responsable. Por ende, si la descentralización no
sirve sino para colocar, directamente, bajo el dominio de los gamonales, la
administración regional y el régimen local, la sustitución de un sistema
por otro no aporta ni promete el remedio de ningún mal profundo.
Luis E. Valcárcel está en el empeño de demostrar “la supervivencia
del Inkario sin el Inka”. He ahí un estudio más trascendente que el de los
superados temas de la vieja política. He ahí también un tema que confirma
la aserción de que las preocupaciones de nuestra época no son superficial
y exclusivamente políticas, sino, principalmente, económicas y sociales.
El empeño de Valcárcel toca en lo vivo de la cuestión del indio y de la tierra. Busca la solución no en el gamonalismo sino en el ayllu.
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III. LA REGIÓN EN LA REPÚBLICA
Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la definición de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de antiguo tipo
no se lo han planteado nunca seria y realísticamente, omisión que acusa el
abstractismo y la superficialidad de sus tesis. Ningún regionalista inteligente pretenderá que las regiones están demarcadas por nuestra organización política, esto es, que las “regiones” son los “departamentos”. El departamento es un término político que no designa una realidad y menos
aún una unidad económica e histórica. El departamento, sobre todo, es
una convención que no corresponde sino a una necesidad o un criterio
funcional del centralismo. Y no concibo un regionalismo que condene
abstractamente el régimen centralista sin objetar concretamente su peculiar división territorial. El regionalismo se traduce lógicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una fórmula concreta de descentralización. Un regionalismo que se contente con la autonomía municipal no es
un regionalismo propiamente dicho. Como escribe Herriot, en el capítulo
que en su libro Créer dedica a la reforma administrativa, “el regionalismo
superpone al departamento y a la comuna un órgano nuevo: la región”*.
Pero este órgano no es nuevo sino como órgano político y administrativo. Una región no nace del estatuto político de un Estado. Su biología es
más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la
nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía de ésta, necesita
precisamente existir como región. En Francia nadie puede contestar el
derecho de la Provenza, de la Alsacia-Lorena, de la Bretaña, etc., a sentirse y llamarse regiones. No hablemos de España, donde la unidad nacional
es menos sólida, ni de Italia, donde es menos vieja. En España y en Italia
las regiones se diferencian netamente por la tradición, el carácter, la gente
y hasta la lengua.
El Perú según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa,
la sierra y la montaña. (En el Perú lo único que se halla bien definido es la
naturaleza). Y esta división no es sólo física. Trasciende a toda nuestra rea* Herriot, Créer, t. II, p. 191169.
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lidad social y económica. La montaña, sociológica y económicamente, carece aún de significación. Puede decirse que la montaña, o mejor dicho la
floresta, es un dominio colonial del Estado peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población *. La sierra es indígena; la costa es
española o mestiza (como se prefiera calificarla, ya que las palabras “indígena” y “española” adquieren en este caso una acepción muy amplia). Repito aquí lo que escribí en un artículo sobre un libro de Valcárcel: “La
dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa
como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el
sentimiento indígena que sobrevive en la sierra hondamente enraizado en
la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La actual peruani* El valor de la montaña en la economía peruana –me observa Miguelina Acosta– no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos años corresponden a un período de
crisis, vale decir a un período de excepción. Las exportaciones de la montaña no tienen
hoy casi ninguna importancia en la estadística del comercio peruano; pero la han tenido y
muy grande, hasta la guerra. La situación actual de Loreto es la de una región que ha sufrido un cataclismo.
Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de Loreto es necesario
no mirar sólo a su presente. La producción de la montaña ha jugado hasta hace pocos
años un rol importante en nuestra economía. Ha habido una época en que la montaña
empezó a adquirir el prestigio de un El Dorado. Fue la época en que el caucho apareció
como una ingente riqueza de inconmensurable valor. Francisco García Calderón, en El
Perú Contemporáneo, escribía hace aproximadamente veinte años que el caucho era la
gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta ilusión.
Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos oportunamente fue por esa facilidad
con que nos entregamos a un optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado
de un escepticismo epidérmicamente frívolo. El caucho no podía ser razonablemente
equiparado a un recurso mineral, más o menos peculiar o exclusivo de nuestro territorio.
La crisis de Loreto no representa una crisis, más o menos temporal, de sus industrias.
Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de la montaña es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna ocasional de un recurso de la floresta, cuya
explotación dependía, por otra parte, de la proximidad de la zona –no trabajada sino devastada– a las vías de transporte.
El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada que invalide
mi aserción en lo que tiene de sustancial. Escribo que económicamente la montaña carece
aún de significación. Y, claro, esta significación tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Además tengo que quererla parangonable o proporcional a la significación de la
sierra y la costa. El juicio es relativo.
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dad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron
ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca
sino un pioneer o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente
andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena”*.
La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la
lengua españolas, aparecen hurañamente refugiadas en la sierra. Y por
consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de España y de
la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es demográfica
y espiritualmente asaz fuerte para absorberlo. La unidad peruana está por
hacer; y no se presenta como un problema de articulación y convivencia,
dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños
estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho
más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza
Al mismo concepto de comparación puedo acogerme en cuanto a la significación sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo dos elementos fundamentales, dos
fuerzas sustantivas. Esto no quiere decir que no distinga nada más. Quiere decir solamente que todo lo demás, cuya realidad no niego, es secundario.
Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con la más amplia
justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de éstas, la esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy poco. El peruano de la costa, como el de la sierra, ignora al
de la montaña. En la montaña, o más propiamente hablando, en el antiguo departamento
de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones propias, casi sin parentesco con
las costumbres y tradiciones de los pueblos de la costa y de la sierra. Loreto tiene indiscutible individualidad en nuestra sociología y nuestra historia. Sus capas biológicas no son
las mismas. Su evolución social se ha cumplido diversamente.
A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora Acosta Cárdenas, a
quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de la realidad peruana con un estudio
completo de la sociología de Loreto. El debate sobre el tema del regionalismo no puede
dejar de considerar a Loreto como una región. (Es necesario precisar: a Loreto, no a la
“montaña”). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, más de una vez ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido en cambio ser acción. Lo que a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente
para tenerlo en cuenta.
* En Mundial, septiembre de 1925, a propósito de De la vida inkaica170.
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extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla.
El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde es más profundo, donde no traduce sólo un simple descontento de una
parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente,
de ese contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando responde a estos impulsos, más que un conflicto entre la capital y las provincias,
denuncia el conflicto entre el Perú costeño y español y el Perú serrano e
indígena.
Pero, definidas así las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no
se avanza nada en el examen concreto de la descentralización. Por el contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor. La sierra y la costa, geográfica y sociológicamente, son dos regiones; pero no
pueden serlo política y administrativamente. Las distancias interandinas
son mayores que las distancias entre la sierra y la costa. El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja por la comunicación trasandina. Solicita la preferencia de las vías de penetración sobre las vías longitudinales. El desarrollo de los centros productores de la sierra depende de la
salida al mar. Y todo programa positivo de descentralización tiene que
inspirarse, principalmente, en las necesidades y en las direcciones de la
economía nacional. El fin histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista. Se descentraliza no para separar
y dividir a las regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro
de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no
quiere decir separatismo.
Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusión de que el carácter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones bien definidas.
Uno de los hechos que más vigorosamente sostienen y amparan esta
tesis me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte
tan sincera y profundamente sentido como en el sur y, más precisamente,
en los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac. Estos departamentos constituyen la más definida y orgánica de nuestras regiones.
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Entre estos departamentos el intercambio y la vinculación mantienen viva
una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la civilización inkaica. En
el sur, la “región” reposa sólidamente en la piedra histórica. Los Andes
son sus bastiones.
El sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es
una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Perú costeño y mestizo no
ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las ciudades no
se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa del sur no hay sino
puertos y caletas. El sur ha podido conservarse serrano, si no indígena, a
pesar de la Conquista, del Virreinato y de la República.
Hacia el norte, la costa se ensancha. Deviene, económica y demográficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de espíritu y
tonalidad españoles. El tráfico entre estas ciudades y Lima es fácil y frecuente. Pero lo que más las aproxima a la capital es la identidad de tradición y de sentimiento.
En un mapa del Perú, mejor que en cualquier confusa o abstracta teoría, se encuentra así explicado el regionalismo peruano.
El régimen centralista divide el territorio nacional en departamentos;
pero acepta o emplea, a veces, una división más general; la que agrupa los
departamentos en tres grupos: Norte, Centro y Sur. La Confederación
Perú-Boliviana de Santa Cruz171, seccionó al Perú en dos mitades. No es,
en el fondo, más arbitraria y artificial que esa demarcación la de la República centralista. Bajo la etiqueta de Norte, Sur y Centro se reúne departamentos o provincias que no tienen entre sí ningún contacto. El término
“región” aparece aplicado demasiado convencionalmente.
Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir
de otro modo las regiones peruanas. El partido demócrata, a cuyo federalismo teórico ya me he referido, aplicó su principio federalista en su régimen interior, colocando el comité central sobre tres comités regionales, el
del norte, el del centro y el del sur. (Del federalismo de este partido se podría decir que era un federalismo de uso interno). Y la reforma constitucional de 1919172, al instituir los congresos regionales sancionó la misma
división.
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Pero esta demarcación como la de los departamentos, corresponde
característicamente y exclusivamente a un criterio centralista. Es una opinión o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla sin que
su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos peculiares de
la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de descentralización
han adolecido, precisamente, de este vicio original.
IV. DESCENTRALIZACIÓN CENTRALISTA
Las formas de descentralización ensayadas en la historia de la república
han adolecido del vicio original de representar una concepción y un diseño absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han adoptado
varias veces, por oportunismo, la tesis de la descentralización. Pero, cuando han intentado aplicarla, no han sabido ni han podido moverse fuera de
la práctica centralista.
Esta gravitación centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones regionalistas no constituían un programa concreto, no proponían un
método definitivo de descentralización o autonomía, a consecuencia de
traducir, en vez de una reivindicación popular, un sentimiento feudalista.
Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar su poder feudal. El
regionalismo era incapaz de elaborar una fórmula propia. No acertaba, en
el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la palabra federación.
Por consiguiente, la fórmula de descentralización resultaba un producto
típico de la capital.
La capital no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha elocuencia, en el terreno teórico, el régimen centralista; pero, en el
campo práctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus privilegios.
Teóricamente no ha tenido demasiada dificultad para hacer algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa. Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre en los moldes
del criterio y del interés centralistas.
Como el primer ensayo efectivo de descentralización se clasifica el
experimento de los concejos departamentales instituidos por la ley de
municipalidades de 1873. (El experimento federalista de Santa Cruz, de7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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masiado breve, queda fuera de este estudio, más que por su fugacidad, por
su carácter de concepción supranacional impuesta por un estadista cuyo
ideal era, fundamentalmente, la unión del Perú y Bolivia).
Los concejos departamentales de 1873 acusaban no sólo en su factura
sino en su inspiración, su espíritu centralista. El modelo de la nueva institución había sido buscado en Francia, esto es, en la nación del centralismo
a ultranza.
Nuestros legisladores pretendieron adaptar al Perú, como reforma
descentralizadora, un sistema del estatuto de la Tercera República, que
nacía tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del Consulado y del Imperio.
La reforma del 73 aparece como un diseño típico de descentralización
centralista. No significó una satisfacción a precisas reivindicaciones del
sentimiento regional. Antes bien, los concejos departamentales contrariaban o desahuciaban todo regionalismo orgánico, puesto que reforzaban la
artificial división política de la república en departamentos, o sea en circunscripciones mantenidas en vista de las necesidades del régimen centralista.
En su estudio sobre el régimen local, Carlos Concha pretende que “la
organización dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de 1871,
no respondía a la cultura política de la época”*. Este es un juicio específicamente civilista sobre una reforma civilista también. Los concejos departamentales fracasaron por la simple razón de que no correspondían
absolutamente a la realidad histórica del Perú. Estaban destinados a
transferir al gamonalismo regional una parte de las obligaciones del poder
central, la enseñanza primaria y secundaria, la administración de justicia,
el servicio de gendarmería y guardia civil. Y el gamonalismo regional no
tenía en verdad mucho interés en asumir todas sus obligaciones, aparte de
no tener ninguna aptitud para cumplirlas. El funcionamiento y el mecanismo del sistema eran, además, demasiado complicados. Los concejos
constituían una especie de pequeños parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e integrados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques vieron naturalmente en estos par* Carlos Concha, El régimen local, p. 135173.
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lamentos una máquina muy embrollada. Su interés reclamaba una cosa
más sencilla en su composición y en su manejo. ¿Qué podía importarles,
de otro lado, la instrucción pública? Estas preocupaciones fastidiosas estaban buenas para el poder central. Los concejos departamentales no descansaban, por tanto, ni en el pueblo, extraño al juego político, sobre todo
en las masas campesinas, ni en los señores feudales y en sus clientelas. La
institución resultaba completamente artificial.
La guerra del 79 decidió la liquidación del experimento. Pero los concejos departamentales estaban ya fracasados. Prácticamente se había ya
comprobado en sus cortos años de vida, que no podían absorber su misión. Cuando pasada la guerra, se sintió la necesidad de reorganizar la administración, no se volvió los ojos a la ley del 73.
La ley del 86, que creó las juntas departamentales, correspondió sin
embargo, a la misma orientación. La diferencia estaba en que esta vez el
centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una descentralización de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la presidencia
de los prefectos. En general, estaban subordinadas totalmente a la autoridad del poder central.
Lo que realmente se proponía esta apariencia de descentralización no
era el establecimiento de un régimen gradual de autonomía administrativa de los departamentos. El Estado no creaba las juntas para atender aspiraciones regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos disponibles
para la instrucción y la vialidad. Toda la administración continuaba rígidamente centralizada. A los departamentos no se les reconocía más independencia administrativa que la que se podría llamar la autonomía de su
pobreza. Cada departamento debía conformarse, sin fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese sostener y los caminos que
lo autorizase a abrir o reparar el producto de algunos arbitrios. Las juntas
departamentales no tenían más objeto que la división por departamentos
del presupuesto de instrucción y de obras públicas.
La prueba de que ésta fue la verdadera significación de las juntas departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y aboli-
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ción. A medida que la hacienda pública convaleció de las consecuencias
de la guerra del 79, el poder central comenzó a reasumir las funciones encargadas a las juntas departamentales. El gobierno tomó íntegramente en
sus manos la instrucción pública. La autoridad del poder central creció en
proporción al desarrollo del presupuesto general de la república. Las entradas departamentales empezaron a representar muy poca cosa al lado
de las entradas fiscales. Y, como resultado de este desequilibrio, se fortaleció el centralismo. Las juntas departamentales reemplazadas por el poder
central en las funciones que precariamente les habían sido confiadas, se
atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les quedaba sino una que otra
atribución secundaria de revisión de los actos de los municipios y una que
otra función burocrática en la administración departamental, se produjo
su supresión.
La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar una satisfacción, formal al menos, al sentimiento regionalista. La más trascendente
de sus medidas descentralizadoras –la autonomía municipal– no ha sido
hasta ahora aplicada. Se ha incorporado en la Constitución del Estado el
principio de la autonomía municipal. Pero en el mecanismo y en la estructura del régimen local no se ha tocado nada. Por el contrario, se ha retrogradado. El gobierno nombra las municipalidades.
En cambio se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los
congresos regionales. Estos parlamentos del norte, el centro y el sur, son
una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el mismo
período y en la misma atmósfera eleccionaria. Nacen de la misma matriz y
en la misma fecha. Tienen una misión de legislación subsidiaria y adjetiva.
Sus propios autores están ya seguramente convencidos de que no sirven
de nada. Seis años de experiencia bastan para juzgarlos, en última instancia, como una parodia absurda de descentralización.
No hacía falta, en realidad, ésta prueba para saber a qué atenerse respecto a su eficacia. La descentralización a que aspira el regionalismo no es
legislativa sino administrativa. No se concibe la existencia de una dieta o
parlamento regional sin un correspondiente órgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.
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Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el
congreso nacional. En las dos cámaras se sigue debatiendo menudos temas locales.
El problema, en suma, ha quedado íntegramente en pie.
V. EL NUEVO REGIONALISMO
He examinado la teoría y la práctica del viejo regionalismo. Me toca formular mis puntos de vista sobre la descentralización y concretar los términos en que, a mi juicio, se plantea, para la nueva generación, este problema.
La primera cosa que conviene esclarecer es la solidaridad o el compromiso a que gradualmente han llegado el gamonalismo regional y el
régimen centralista. El gamonalismo pudo manifestarse más o menos federalista y anticentralista, mientras se elaboraba o maduraba esta solidaridad. Pero, desde que se ha convertido en el mejor instrumento, en el más
eficaz agente del régimen centralista, ha renunciado a toda reivindicación
desagradable a sus aliados de la capital.
Cabe declarar liquidada la antigua oposición entre centralistas y federalistas de la clase dominante, oposición que, como he remarcado en el
curso de mi estudio, no asumió nunca un carácter dramático. El antagonismo teórico se ha resuelto en un entendimiento práctico. Sólo los gamonales en disfavor ante el poder central se muestran propensos a una actitud regionalista que, por supuesto, están resueltos a abandonar apenas
mejore su fortuna política.
No existe ya, en primer plano, un problema de forma de gobierno.
Vivimos en una época en que la economía domina y absorbe a la política
de un modo demasiado evidente. En todos los pueblos del mundo, no se
discute y revisa ya simplemente el mecanismo de la administración sino,
capitalmente, las bases económicas del Estado.
En la sierra subsisten con mucho más arraigo y mucha más fuerza que
el resto de la República, los residuos de la feudalidad española. La necesidad más angustiosa y perentoria de nuestro progreso es la liquidación de
esa feudalidad que constituye una supervivencia de la Colonia. La reden7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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ción, la salvación del indio, he ahí el programa y la meta de la renovación
peruana. Los hombres nuevos quieren que el Perú repose sobre sus naturales cimientos biológicos. Sienten el deber de crear un orden más peruano, más autóctono. Y los enemigos históricos y lógicos de este programa
son los herederos de la Conquista, los descendientes de la Colonia. Vale
decir los gamonales. A este respecto no hay equívoco posible.
Por consiguiente, se impone el repudio absoluto, el desahucio radical
de un regionalismo que reconoce su origen en sentimientos e intereses
feudales y que, por tanto, se propone como fin esencial un acrecentamiento del poder del gamonalismo.
El Perú tiene que optar por el gamonal o por el indio. Este es su dilema. No existe un tercer camino. Planteado este dilema, todas las cuestiones de arquitectura del régimen pasan a segundo término. Lo que les importa primordialmente a los hombres nuevos es que el Perú se pronuncie
contra el gamonal, por el indio.
Como una consecuencia de las ideas y de los hechos que nos colocan
cada día con más fuerza ante este inevitable dilema, el regionalismo empieza a distinguirse y a separarse en dos tendencias de impulso y dirección
totalmente diversos. Mejor dicho, comienza a bosquejarse un nuevo regionalismo. Este regionalismo no es una mera protesta contra el régimen
centralista. Es una expresión de la conciencia serrana y del sentimiento
andino. Los nuevos regionalistas son, ante todo, indigenistas. No se les
puede confundir con los anticentralistas de viejo tipo. Valcárcel percibe
intactas, bajo el endeble estrato colonial, las raíces de la sociedad inkaica.
Su obra, más que regional, es cuzqueña, es andina, es quechua. Se alimenta de sentimiento indígena y de tradición autóctona.
El problema primario, para estos regionalistas, es el problema del indio y de la tierra. Y en esto su pensamiento coincide del todo con el pensamiento de los hombres nuevos de la capital. No puede hablarse, en nuestra época, de contraste entre la capital y las regiones sino de conflicto
entre dos mentalidades, entre dos idearios, uno que declina, otro que asciende; ambos difundidos y representados así en la sierra como en la costa, así en la provincia como en la urbe.
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Quienes, entre los jóvenes, se obstinen en hablar el mismo lenguaje
vagamente federalista de los viejos, equivocan el camino. A la nueva generación le toca construir, sobre un sólido cimiento de justicia social, la unidad peruana.
Suscritos estos principios, admitidos estos fines, toda posible discrepancia sustancial emanada de egoísmos regionalistas o centralistas, queda
descartada y excluida. La condenación del centralismo se une a la condenación del gamonalismo. Y estas dos condenaciones se apoyan en una
misma esperanza y un mismo ideal.
La autonomía municipal, el self government, la descentralización administrativa, no pueden ser regateadas ni discutidas en sí mismas. Pero,
desde los puntos de vista de una integral y radical renovación, tienen que
ser consideradas y apreciadas en sus relaciones con el problema social.
Ninguna reforma que robustezca al gamonal contra el indio, por mucho que parezca como una satisfacción del sentimiento regionalista, puede ser estimada como una reforma buena y justa. Por encima de cualquier
triunfo formal de la descentralización y la autonomía, están las reivindicaciones sustanciales de la causa del indio, inscritas en primer término en el
programa revolucionario de la vanguardia.
VI. EL PROBLEMA DE LA CAPITAL
El anticentralismo de los regionalistas se ha traducido muchas veces en
antilimeñismo. Pero no ha salido, a este respecto como a otros, de la protesta declamatoria. No ha intentado seria y razonadamente el proceso a la
capital, a pesar de que le habrían sobrado motivos para instaurarlo y documentarlo.
Esta era, sin duda, una tarea superior a los fines y a los móviles del regionalismo gamonalista. El nuevo regionalismo puede y debe asumirla.
Mientras entra en esta fase positiva de su misión, me parece útil completar
mi tentativa de esclarecimiento del viejo tópico “regionalismo y centralismo”, planteando el problema de la capital. ¿Hasta qué punto el privilegio
de Lima aparece ratificado por la historia y la geografía nacionales? He
aquí una cuestión que conviene dilucidar. La hegemonía limeña reposa a
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mi juicio en un terreno menos sólido del que, por mera inercia mental, se
supone. Corresponde a una época, a un período del desarrollo histórico
nacional. Se apoya en razones susceptibles de envejecimiento y caducidad.
El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos años, mueve a
nuestra impresionista gente limeña a previsiones de delirante optimismo
sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios nuevos, las avenidas de
asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño –bajo su epidérmico y risueño escepticismo, el
limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece– de que Lima sigue a
prisa el camino de Buenos Aires o Río de Janeiro.
Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento
del área urbana. Se mira sólo la multiplicación de los nuevos sectores urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena. Las “urbanizaciones”,
en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una urbe de al menos un
millón de habitantes.
Pero en sí mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La
falta de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en
228.740 el número de habitantes de Lima*. Se ignora la proporción del
aumento de los últimos años. Mas los datos disponibles indican que ni el
aumento por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos.
Y, por tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie de Lima supera exorbitantemente al crecimiento de la población. Los
dos procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización
avanza por su propia cuenta.
El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se alimenta, en gran parte, de la confianza de que ésta continuará usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le asegura sus
privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc. Pero el desarrollo
de una urbe no es una cuestión de privilegios políticos y administrativos.
Es, más bien, una cuestión de privilegios económicos.
* Extracto estadístico del Perú de 1926, p. 2.
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En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento
orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria
para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.
Examinemos rápidamente las leyes de la biología de las urbes y veamos hasta qué punto se presentan favorables a Lima.
Los factores esenciales de la urbe son tres: el factor natural o geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres factores, el único
que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es el tercero.
Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades francesas, lo siguiente: “En tanto que las ciudades secundarias gobiernan los
cambios locales, la formación de las grandes ciudades supone conexiones
y corrientes de valor nacional o internacional: su fortuna depende de una
red de actividades más vastas. Su destino desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras; sigue los movimientos generales de la
circulación”*.
Y bien, en el Perú estas conexiones y corrientes de valor nacional e
internacional no se concentran en la capital. Lima no es, geográficamente,
el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la desembocadura de
sus corrientes comerciales.
En un artículo sobre “la capital del esprit”, publicado en una revista
italiana, César Falcón175 hace inteligentes observaciones sobre este tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de Buenos
Aires son, fundamentalmente, razones económicas y geográficas. Buenos
Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería argentinas.
Todas las grandes vías de comercio argentino desembocan ahí **. Lima,
en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los productos
peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana tienen que salir
los productos del norte y del sur.
Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y
se mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística
aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus recursos
* Lucien Romier, Explication de Notre Temps, p. 50174.
** En Le Vie d’Italia dell’America Latina, 1925.
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no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao. Determinará el
crecimiento de varios otros puestos del litoral. El caso de Talara es un
ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el volumen de sus
exportaciones e importaciones en el segundo puerto de la República *.
Los beneficios directos de la industria petrolera escapan completamente
a la capital. Esta industria exporta e importa sin emplear absolutamente,
como intermediario, a la capital ni a su puerto. Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo destino y las mismas consecuencias.
Al echar una ojeada al mapa de cualquiera de las naciones cuya capital
es una gran urbe de importancia internacional, se observará, en primer
término, que la capital es siempre el nudo céntrico de la red de ferrocarriles y caminos del país. El punto de encuentro y de conexión de todas sus
grandes vías.
Una gran capital se caracteriza, en nuestro tiempo, bajo este aspecto,
como una gran central ferroviaria. En el mapa ferroviario está marcada,
más netamente que en ninguna otra carta, su función de eje y de centro.
Es evidente que el privilegio político determina, en parte, esta organización de la red ferroviaria de un país. Pero el factor primario de la concentración no deja de ser, por esto, el factor económico. Todos los núcleos
de producción tienden espontánea y lógicamente a comunicarse con la
capital, máxima estación, supremo mercado. Y el factor económico coincide con el factor geográfico. La capital no es un producto del azar. Se ha
formado en virtud de una serie de circunstancias que han favorecido su
hegemonía. Mas ninguna de estas circunstancias se habrían dado si geográficamente el lugar no hubiese aparecido más o menos designado para
este destino.
El hecho político no basta. Se dice que, sin el Papado, Roma habría
muerto en la Edad Media. Puede ser que se diga una cosa muy exacta. No
vale la pena discutir la hipótesis. Pero, de todos modos, no es menos exac* Conforme al Extracto estadístico del Perú, las importaciones por el puerto de Talara ascendieron en 1926 a Lp. 2.453.719 y las exportaciones a Lp. 6.171.983, ocupando el segundo lugar después de las del Callao.
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to que Roma debió a su historia y a su función de capital del mayor imperio del mundo, el honor y el favor de hospedar al Papado. Y la historia de
la Terza Roma, precisamente, nos enseña la insuficiencia del privilegio
político. No obstante la fuerza de gravitación del Vaticano y el Quirinal,
de la sede de la Iglesia y la sede del Estado, Roma no ha podido prosperar
con la misma velocidad que Milán. (El optimismo del Risorgimento sobre
el porvenir de Roma tuvo, por el contrario, el fracaso de que nos habla la
novela de Emilio Zola176. Las empresas urbanizadoras y constructoras que
se entregaron, con gran impulso, a la edificación de un barrio monumental, se arruinaron en este empeño. Su esfuerzo era prematuro). El desarrollo económico de la Italia septentrional ha asegurado la preponderancia
de Milán, que debe su crecimiento, en forma demasiado ostensible, a su
rol en el sistema de circulación de esta Italia industrial y comerciante.
La formación de toda gran capital moderna ha tenido un proceso
complejo y natural con hondas raíces en la tradición. La génesis de Lima,
en cambio, ha sido un poco arbitraria. Fundada por un conquistador, por
un extranjero, Lima aparece en su origen como la tienda de un capitán
venido de lejanas tierras. Lima no gana su título de capital, en lucha y en
concurrencia con otras ciudades. Criatura de un siglo aristocrático, Lima
nace con un título de nobleza. Se llama, desde su bautismo, Ciudad de los
Reyes. Es la hija de la Conquista. No la crea el aborigen, el regnícola; la
crea el colonizador, o mejor el conquistador. Luego, el Virreinato la consagra como la sede del poder español en Sudamérica. Y, finalmente, la revolución de la independencia, movimiento de la población criolla y española
–no de la población indígena– la proclama capital de la República. Viene
un hecho que amenaza, temporalmente, su hegemonía: la Confederación
Perú-Boliviana. Pero este Estado –que, restableciendo el dominio del
Ande y de la Sierra, tiene algo de instintivo, de subconsciente ensayo de
restauración de Tawantinsuyo– busca su eje demasiado al Sur. Y, entre
otras razones, acaso por ésta, se desploma. Lima, armada de su poder político, refrenda, después, sus fueros de capital.
No es sólo la riqueza mineral de Junín la que, en esta etapa, inspira la
obra del Ferrocarril Central. Es, más bien o sobre todo, el interés de Lima.
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El Perú, hijo de la Conquista, necesita partir del solar del conquistador, de
la sede del Virreinato y la República, para cumplir la empresa de escalar
los Andes. Y, más tarde, cuando salvados los Andes por el ferrocarril se
quiere llegar a la Montaña, se sueña igualmente con una vía que una Iquitos con Lima. El Presidente del 95 –que en su declaración de principios
había incluido pocos años antes una profesión de fe federalista– pensó sin
duda en Lima, más que en el Oriente, al conceder su favor a la ruta del Pichis. Esto es, se portó, en esta como en otras cosas, con típico sentimiento
centralista.
Lima debe hasta hoy al Ferrocarril Central una de las mayores fuentes
de su poder económico. Los minerales del departamento de Junín, que,
debido a este ferrocarril, se exportan por el Callao, constituían hasta hace
poco nuestra principal exportación minera. Ahora el petróleo del norte la
supera. Pero esto no indica absolutamente un decrecimiento de la minería
del centro. Y, por la vía central, bajan además los productos de Huánuco,
de Ayacucho, de Huancavelica y de la montaña de Chanchamayo. El movimiento económico de la capital se alimenta, en gran parte, de esta vía de
penetración. El ferrocarril al Pachitea y el ferrocarril a Ayacucho y el Cuzco y, en general, todo el diseño de programa ferroviario del Estado, tienden a convertirla en un gran tronco de nuestro sistema de circulación.
Pero el porvenir de esta vía se presenta asaz amenazado. El Ferrocarril Central, como es sabido, escala los Andes en uno de sus puntos más
abruptos. El costo de su funcionamiento resulta muy alto. Los fletes son
caros. Por tanto, el ferrocarril que hay en proyecto de construir de Huacho a Oyón está destinado a convertirse, hasta cierto punto, en un rival de
esta línea. Por esa nueva vía, que transformaría a Huacho en un puerto de
primer orden, saldría al mar una parte considerable de la producción del
centro.
En todo caso, una vía de penetración, ni aun siendo la principal, basta
para asegurar a Lima una función absolutamente dominante en el sistema
de circulación del país.
Aunque el centralismo subsista por mucho tiempo, no se podrá hacer
de Lima el centro de la red de caminos y ferrocarriles. El territorio, la na-
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turaleza, oponen su veto. La explotación de los recursos de la sierra y la
montaña reclama vías de penetración, o sea vías que darán a lo largo de la
costa, diversas desembocaduras a nuestros productos. En la costa, el
transporte marítimo no dejará sentir de inmediato ninguna necesidad de
grandes vías longitudinales. Las vías longitudinales serán interandinas. Y
una ciudad costeña como Lima, no podrá ser la estación central de esta
complicada red que necesariamente, buscará las salidas más baratas y fáciles.
La industria es uno de los factores primarios de la formación de las urbes
modernas. Londres, Nueva York, Berlín, París, deben su hipertrofia, en
primer lugar, a su industria. El industrialismo, constituye un fenómeno
específico de la civilización occidental. Una gran urbe es fundamentalmente un mercado y una usina. La industria ha creado, primero, la fuerza
de la burguesía y, luego, la fuerza del proletariado. Y, como muchos economistas observan, la industria en nuestros tiempos no sigue al consumo;
lo precede y lo desborda. No le basta satisfacer la necesidad; le precisa, a
veces, crearla, descubrirla. El industrialismo aparece todopoderoso. Y,
aunque un poco fatigada de mecánica y de artificio, la humanidad se declara a ratos más o menos dispuesta a la vuelta a la naturaleza, nada augura
todavía la decadencia de la máquina y de la manufactura. Rusia, la metrópoli de la naciente civilización socialista, trabaja febrilmente por desarrollar su industria. El sueño de Lenin era la electrificación del país. En suma,
así donde declina una civilización como donde alborea otra, la industria
mantiene intacta su pujanza. Ni la burguesía ni el proletariado pueden
concebir una civilización que no repose en la industria. Hay voces que
predicen la decadencia de la urbe. No hay ninguna que pronostique la
decadencia de la industria.
Sobre el poder del industrialismo nadie discrepa. Si Lima reuniese las
condiciones necesarias para devenir un gran centro industrial, no sería posible la menor duda respecto a su aptitud para transformarse en una gran
urbe. Pero ocurre precisamente que las posibilidades de la industria en
Lima son limitadas. No sólo porque, en general, son limitadas en el Perú
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–país que por mucho tiempo todavía tiene que contentarse con el rol de
productor de materias primas– sino, de otro lado, porque la formación de
los grandes núcleos industriales tiene también sus leyes. Y estas leyes son,
en la mitad de los casos, las mismas de la formación de las grandes urbes.
La industria crece en las capitales, entre otras cosas, porque éstas son el
centro del sistema de circulación de un país. La capital es la usina porque
es, además, el mercado. Una red centralista de caminos y de ferrocarriles
es tan indispensable a la concentración industrial como la concentración
comercial. Y ya hemos visto en los anteriores artículos hasta qué punto la
geografía física del Perú resulta anticentralista.
La otra causa de gravitación industrial de una ciudad es la proximidad del lugar de producción de ciertas materias primas. Esta ley rige, sobre todo, para la industria pesada, la siderurgia. Las grandes usinas metalúrgicas surgen cerca de las minas destinadas a abastecerlas. La ubicación
de los yacimientos de carbón y de hierro determina este aspecto de la geografía económica de Occidente.
Y, en estos tiempos de electrificación del mundo, una tercera causa de
gravitación industrial de una localidad es la vecindad de grandes fuentes
de energía hidráulica. La “hulla blanca” puede obrar los mismos milagros
que la hulla negra como creadora de industrialismo y urbanismo.
No es necesario casi ningún esfuerzo de indagación para darse cuenta
de que ninguno de estos factores favorece a Lima. El territorio que la rodea es pobre como suelo industrial.
Conviene advertir que las posibilidades industriales fundadas en factores naturales –materias primas, riqueza hidráulica– no tendrían, por
otro lado, valor considerable sino en un futuro lejano. A causa de las deficiencias de su posición geográfica, de su capital humano y de su educación
técnica, al Perú le está vedado soñar en convertirse, a breve plazo, en un
país manufacturero. Su función en la economía mundial tiene que ser, por
largos años, la de un exportador de materias primas, géneros alimenticios,
etc. En sentido contrario al surgimiento de una importante industria fabril actúa, además, presentemente, su condición de país de economía colonial, enfeudada a los intereses comerciales y financieros de las grandes
naciones industriales de Occidente.
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Hoy mismo no se nota que el incipiente movimiento manufacturero
del Perú tienda a concentrarse en Lima. La industria textil, por ejemplo,
crece desparramada. Lima posee la mayoría de las fábricas; pero un alto
porcentaje corresponde a las provincias. Es probable, además, que la manufactura de tejidos de lana, como desde ahora se constata, encuentre
mayores posibilidades de desarrollo en las regiones ganaderas, donde al
mismo tiempo, podrá disponer de mano de obra indígena barata, debido
al menor costo de la vida.
La finanza, la banca, constituye otro de los factores de una gran urbe
moderna. La reciente experiencia de Viena ha enseñado últimamente
todo el valor de este elemento en la vida de una capital. Viena, después de
la guerra, cayó en una gran miseria, a consecuencia de la disolución del
Imperio Austro-Húngaro. Dejó de ser el centro de un gran Estado para
reducirse a ser la capital de un Estado minúsculo. La industria y el comercio vieneses, anemizados, desangrados, entraron en un período de aguda
postración. Como sede de placer y de lujo, Viena sufrió igualmente una
violenta depresión. Los turistas constataban su agonía. Y bien, lo que en
medio de esta crisis, defendió a Viena de una decadencia más definitiva,
fue su situación de mercado financiero. La balcanización de la Europa
central, que la damnificó tanto comercial como industrialmente, la benefició, en cambio, financieramente. Viena, por su posición en la geografía
de Europa, aparecía naturalmente designada para un rol sustantivo como
centro de la finanza internacional. Los banqueros internacionales fueron
los profiteurs de la quiebra de la economía austríaca. Cabarets y cafés de
Viena, ensombrecidos y arruinados, se transformaron en oficinas de banca y de cambio.
Este mismo caso nos dice que un gran mercado financiero tiene que
ser, ante todo, un lugar en que se crucen muchas vías de tráfico internacional.
La capital política y la capital económica no coinciden siempre. He aludido ya al contraste entre Milán y Roma en la historia de la Italia democrática-liberal. Los Estados Unidos han evitado este problema con una solu-
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ción, que es acaso la más prudente, pero que pertenece típicamente a la
estructura confederal de esa república. Washington, la capital política y
administrativa, es extraña a toda oposición y concurrencia entre Nueva
York, Chicago, San Francisco, etc.
La suerte de la capital está subordinada a los grandes cambios políticos, como enseña la historia de Europa y de la misma América. Un orden
político no ha podido afirmarse nunca en una sede hostil a su espíritu. La
política europeizante de Pedro el Grande, desplazó de Moscú a Petrogrado la corte rusa. La revolución bolchevique, presintiendo tal vez su función en Oriente, se sintió más segura, a pesar de su ideario occidental, en
Moscú y el Kremlin.
En el Perú, el Cuzco, capital del Imperio inkaico, perdió sus fueros
con la conquista española*. Lima fue la capital de la Colonia. Fue también
la capital de la Independencia, aunque los primeros gritos de libertad partieron de Tacna, del Cuzco, de Trujillo. Es la capital hoy, pero ¿será también la capital mañana? He aquí una pregunta que no es impertinente
cuando se asciende a un plano de atrevidas y escrutadoras previsiones. La
respuesta depende, probablemente, de que la primacía en la transforma* En su libro Por la emancipación de la América Latina177 (pp. 90 y 91) Haya de la Torre
opone y compara el destino colonial de México al del Perú. “En México –escribe– se han
fundido las razas y la nueva capital fue erigida en el mismo lugar que la antigua. La ciudad
de México y todas sus grandes ciudades están emplazadas en el corazón del país, en las
montañas, sobre las mesetas altísimas que coronan los volcanes. La costa tropical sirve
para comunicarse con el mar. El conquistador de México se fundió con el indio, se unió a
él en el propio corazón de sus sierras y forjó una raza que, aunque no sea absolutamente
una raza en el estricto sentido del vocablo, lo es por la homogeneidad de sus costumbres,
por la tendencia a la definitiva fusión de sangres, por la continuidad sin soluciones violentas del ambiente nacional. En el Perú no ocurrió eso. El Perú serrano e indígena, el verdadero Perú, quedó tras de los Andes occidentales. Las viejas ciudades nacionales: Cuzco,
Cajamarca, etc., fueron relegadas. Se fundaron ciudades nuevas y españolas en la costa
tropical donde no llueve nunca, donde no hay cambios de temperatura, donde pudo desarrollarse ese ambiente andaluz, sensual, de nuestra capital alegre y sumisa”. Es significativo que estas observaciones –a cuya altura nunca llegaron generalmente las quejas y
alardes del antilimeñismo– provengan de un hijo de Trujillo, esto es de una de “esas ciudades nuevas y españolas” cuyo predominio le parece responsable de muchas cosas que
execra. Este y otros signos de la revisión actual, merecen ser indicados a la meditación de
los que atribuyen a la sierra la exclusiva del espíritu revolucionario y palingenésico.
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ción social y política del Perú toque a las masas rurales indígenas o al proletariado industrial costeño. El futuro de Lima, en todo caso, es inseparable de la misión de Lima, vale decir de la voluntad de Lima.
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EL PROCESO DE LA LITERATURA
I. TESTIMONIO DE PARTE
LA PALABRA proceso tiene en este caso su acepción judicial. No escondo
ningún propósito de participar en la elaboración de la historia de la literatura peruana. Me propongo, sólo, aportar mi testimonio a un juicio que
considero abierto. Me parece que en este proceso se ha oído hasta ahora,
casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de que se oiga
también testimonios de acusación. Mi testimonio es convicta y confesamente un testimonio de parte. Todo crítico, todo testigo, cumple consciente o inconscientemente, una misión. Contra lo que baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y
nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado, parece ser la de votar en contra. No
me eximo de cumplirla, ni me excuso por su parcialidad. Pero Gobetti,
uno de los espíritus con quienes siento más amorosa asonancia, escribe en
uno de sus admirables ensayos: “El verdadero realismo tiene el culto de las
fuerzas que crean los resultados, no la admiración de los resultados intelectualísticamente contemplados a priori. El realista sabe que la historia es un
reformismo, pero también que el proceso reformístico, en vez de reducirse
a una diplomacia de iniciados, es producto de los individuos en cuanto
operen como revolucionarios, a través de netas afirmaciones de contrastantes exigencias”*.
* Piero Gobetti, Opera Critica, parte prima, p. 88178. Gobetti insiste en varios pasajes de
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Mi crítica renuncia a ser imparcial o agnóstica, si la verdadera crítica
puede serlo, cosa que no creo absolutamente. Toda crítica obedece a preocupaciones de filósofo, de político, o de moralista. Croce ha demostrado
lúcidamente que la propia crítica impresionista o hedonista de Jules Lemaitre, que se suponía exenta de todo sentido filosófico, no se sustraía
más que la de Saint Beuve, al pensamiento, a la filosofía de su tiempo*.
El espíritu del hombre es indivisible; y yo no me duelo de esta fatalidad, sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de plenitud
y coherencia. Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política
en mí es filosofía y religión.
Pero esto no quiere decir que considere el fenómeno literario o artístico desde puntos de vista extraestéticos, sino que mi concepción estética se
su obra en esta idea, totalmente concorde con el dialecticismo marxista, que en modo
absoluto excluye esas síntesis a priori tan fácilmente acariciadas por el oportunismo mental de los intelectuales. Trazando el perfil de Domenico Giuliotti, compañero de Papini
en la aventura intelectual del Dizionario dell uomo salvatico, escribe Gobetti: “A los individuos tocan las posiciones netas; la conciliación, la transacción es obra de la historia tan
sólo; es un resultado”. (Op. cit., p. 82). Y en el mismo libro, al final de unos apuntes sobre
la concepción griega de la vida, afirma: “El nuevo criterio de la verdad es un trabajo en
armonía con la responsabilidad de cada uno. Estamos en el reino de la lucha (lucha de los
hombres contra los hombres, de las clases contra las clases, de los Estados contra los Estados) porque solamente a través de la lucha se tiemplan fecundamente las capacidades y
cada uno, defendiendo con intransigencia su puesto, colabora al proceso vital”.
* Benedetto Croce, Nuovi Saggi di Estetica, ensayo sobre la crítica literaria como filosofía,
pp. 205 a 207179. El mismo volumen, descalificando con su lógica inexorable las tendencias estetistas e historicistas en la historiografía artística, ha evidenciado que “la verdadera crítica de arte es ciertamente crítica estética, pero no porque desdeñe la filosofía
como la crítica pseudoestética, sino porque obra como filosofía o concepción del arte; y
es crítica histórica, pero no porque se atenga a lo extrínseco del arte, como la crítica pseudohistórica, sino porque, después de haberse valido de los datos históricos para la reproducción fantástica (y hasta aquí no es todavía historia), obtenida ya la reproducción
fantástica, se hace historia, determinando qué cosa es aquel hecho que ha reproducido en
su fantasía, esto es, caracterizado el hecho merced al concepto y estableciendo cuál es
propiamente el hecho acontecido. De modo que las dos tendencias que están en contraste
en las direcciones inferiores de la crítica, en la crítica coinciden; y ‘crítica histórica del
arte’ y ‘crítica estética’ son lo mismo”.
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unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, políticas y religiosas, y que, sin dejar de ser concepción estrictamente
estética, no puede operar independiente o diversamente.
Riva Agüero enjuició la literatura con evidente criterio “civilista”. Su
ensayo sobre “el carácter de la literatura del Perú independiente”* está en
todas sus partes, inequívocamente transido no sólo de conceptos políticos
sino aun de sentimientos de casta. Es simultáneamente una pieza de historiografía literaria y de reivindicación política.
El espíritu de casta de los “encomenderos” coloniales, inspira sus
esenciales proposiciones críticas que casi invariablemente se resuelven en
españolismo, colonialismo, aristocratismo. Riva Agüero no prescinde de
* Aunque es un trabajo de su juventud, o precisamente por serlo, el Carácter de la literatura del Perú independiente traduce viva y sinceramente el espíritu y el sentimiento de su
autor. Los posteriores trabajos de crítica literaria de Riva Agüero, no rectifican fundamentalmente esta tesis. El Elogio del Inca Garcilaso por la exaltación del genial criollo y
de sus Comentarios reales podría haber sido el preludio de una nueva actitud. Pero en realidad, ni una fuerte curiosidad de erudito por la historia inkaica, ni una fervorosa tentativa de interpretación del paisaje serrano, han disminuido en el espíritu de Riva Agüero la
fidelidad a la Colonia. La estada en España ha agitado, en la medida que todos saben, su
fondo conservador y virreinal. En un libro escrito en España, El Perú histórico y artístico.
Influencia y descendencia de los montañeses en él (Santander, 1921), manifiesta una consideración acentuada de la sociedad inkaica; pero en esto no hay que ver sino prudencia y
ponderación de estudioso, en cuyos juicios pesa la opinión de Garcilaso y de los cronistas
más objetivos y cultos. Riva Agüero constata que: “Cuando la Conquista, el régimen social del Perú entusiasmó a observadores tan escrupulosos como Cieza de León y a hombres tan doctos como el licenciado Polo de Ondegardo, el oidor Santillan, el jesuita autor
de la Relación Anónima y el P. José de Acosta. Y, ¿quién sabe si en las veleidades socializantes y de reglamentación agraria del ilustre Mariana y de Pedro de Valencia (el discípulo de Arias Montano) no influiría, a más de la tradición platónica, el dato contemporáneo
de la organización incaica, que tanto impresionó a cuantos la estudiaron?”. No se exime
Riva Agüero de rectificaciones como la de su primitiva apreciación de Ollantay, reconociendo haber “exagerado mucho la inspiración castellana de la actual versión en una nota
del ensayo sobre el Carácter de la literatura del Perú independiente” y que, en vista de estudios últimos, si Ollantay, sigue apareciendo como obra de un refundidor de la Colonia,
“hay que admitir que el plan, los procedimientos poéticos, todos los cantares y muchos
trozos son de tradición incaica, apenas levemente alterados por el redactor”. Ninguna de
estas leales comprobaciones de estudioso, anula empero el propósito ni el criterio de la
obra, cuyo tono general es el de un recrudecido españolismo que, como homenaje a la
metrópoli, tiende a reivindicar el españolismo “arraigado” del Perú180.
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sus preocupaciones políticas y sociales, sino en la medida en que juzga la
literatura con normas de preceptista, de académico, de erudito; y entonces su prescindencia es sólo aparente porque, sin duda, nunca se mueve
más ordenadamente su espíritu dentro de la órbita escolástica y conservadora. Ni disimula demasiado Riva Agüero el fondo político de su crítica, al mezclar a sus valoraciones literarias consideraciones antihistóricas
respecto al presunto error en que incurrieron los fundadores de la independencia prefiriendo la república a la monarquía, y vehementes impugnaciones de la tendencia a oponer a los oligárquicos partidos tradicionales, partidos de principios, por el temor de que provoquen combates
sectarios y antagonismos sociales. Pero Riva Agüero no podía confesar explícitamente la trama política de su exégesis: primero, porque sólo posteriormente a los días de su obra, hemos aprendido a ahorrarnos muchos
disimulos evidentes e inútiles; segundo, porque condición de predominio
de su clase –la aristocracia “encomendera”– era, precisamente, la adopción formal de los principios e instituciones de otra clase –la burguesía
liberal– y, aunque se sintiese íntimamente monárquica, española y tradicionalista, esa aristocracia necesitaba conciliar anfibológicamente su
sentimiento reaccionario con la práctica de una política republicana y capitalista y el respeto de una constitución demoburguesa.
Concluida la época de incontestada autoridad “civilista”, en la vida
intelectual del Perú, la tabla de valores establecida por Riva Agüero ha
pasado a revisión con todas las piezas filiares y anexas*. Por mi parte, a su
inconfesa parcialidad “civilista” o colonialista enfrento mi explícita par-
* Discuto y critico preferentemente la tesis de Riva Agüero porque la estimo la más representativa y dominante, y el hecho de que a sus valoraciones se ciñan estudios posteriores,
deseosos de imparcialidad crítica y ajenos a sus motivos políticos, me parece una razón
más para reconocerle un carácter central y un poder fecundador. Luis Alberto Sánchez,
en el primer volumen de La literatura peruana, admite que García Calderón en Del Romanticismo al Modernismo, dedicado a Riva Agüero, glosa, en verdad el libro de éste; y
aunque años más tarde se documentara mejor para escribir su síntesis de La literatura peruana, no aumenta muchos datos a los ya apuntados por su amigo y compañero, el autor
de La historia en el Perú, ni adopta una orientación nueva, ni acude a la fuente popular
indispensable181.
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cialidad revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura ni equidad de
árbitro: declaro mi pasión y mi beligerancia de opositor. Los arbitrajes, las
conciliaciones se actúan en la historia, y a condición de que las partes se
combatan con copioso y extremo alegato.
II. LA LITERATURA DE LA COLONIA
Materia primaria de unidad de toda literatura es el idioma. La literatura
española, como la italiana y la francesa, comienzan con los primeros cantos y relatos escritos en esas lenguas. Sólo a partir de la producción de
obras propiamente artísticas, de méritos perdurables, en español, italiano
y francés, aparecen respectivamente las literaturas española, italiana y
francesa. La diferenciación de estas lenguas del latín no estaba aún acabada, y del latín se derivaban directamente todas ellas, consideradas por
mucho tiempo como lenguaje popular. Pero la literatura nacional de
dichos pueblos latinos nace, históricamente, con el idioma nacional, que
es el primer elemento de demarcación de los confines generales de una
literatura.
El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia
de Occidente, con la afirmación política de la idea nacional. Forma parte
del movimiento que, a través de la Reforma y el Renacimiento, creó los
factores ideológicos y espirituales de la revolución liberal y del orden capitalista. La unidad de la cultura europea, mantenida durante el Medioevo, por el latín y el Papado, se rompió a causa de la corriente nacionalista,
que tuvo una de sus expresiones en la individualización nacional de las literaturas. El “nacionalismo” en la historiografía literaria, es por tanto un
fenómeno de la más pura raigambre política, extraño a la concepción estética del arte. Tiene su más vigorosa definición en Alemania, desde la obra
de los Schlegel, que renueva profundamente la crítica y la historiografía
literarias. Francesco de Sanctis, –autor de la justamente célebre Storia
della letteratura italiana, de la cual Brunetière escribía con fervorosa admiración, “esta historia de la literatura italiana que yo no me canso de citar
y que no se cansan en Francia de no leer”– considera característico de la
crítica ochocentista “quel pregio de la nazionalitá, tanto stimato dai critici
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moderni e pel cuale lo Schlegel esalta il Calderón, nazionalissimo spa-gnuolo e deprime il Metastasio non punto italiano”*.
La literatura nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de
irrenunciable filiación española. Es una literatura escrita, pensada y sentida en español, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia del idioma, la influencia indígena sea en algunos casos más o menos palmaria e
intensa. La civilización autóctona no llegó a la escritura y, por ende, no llegó propia y estrictamente a la literatura, o más bien, ésta se detuvo en la
etapa de los aedas, de las leyendas y de las representaciones coreográficoteatrales. La escritura y la gramática quechuas son en su origen obra española y los escritos quechuas pertenecen totalmente a literatos bilingües
como El Lunarejo183, hasta la aparición de Inocencio Mamani, el joven autor de Tucuípac Munashcan**. La lengua castellana, más o menos americanizada, es el lenguaje literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo de definición aún no ha concluido.
En la historiografía literaria, el concepto de literatura nacional del
mismo modo que no es intemporal, tampoco es demasiado concreto. No
traduce una realidad mensurable e idéntica. Como toda sistematización,
no aprehende sino aproximadamente la movilidad de los hechos. (La nación misma es una abstracción, una alegoría, un mito, que no corresponde
a una realidad constante y precisa, científicamente determinable). Remarcando el carácter de excepción de la literatura hebrea, De Sanctis constata
* Francesco de Sanctis, Teoria e Storia della Letteratura, vol. I, p. 186182. Ya que he citado
los Nuovi Saggi di Estetica de Croce, no debo dejar de recordar que, reprobando las preocupaciones excesivamente nacionalista y modernista, respectivamente, de las historias
literarias de Adolfo Bartels y Ricardo Mauricio Meyer, Croce sostiene: “que no es verdad
que los poetas y los otros artistas sean expresión de la conciencia nacional, de la raza, de la
estirpe, de la clase, o de cualquier otra cosa símil”. La reacción de Croce contra el desorbitado nacionalismo de la historiografía literaria del siglo diecinueve, al cual sin embargo
escapan obras como la de George Brandes, espécimen extraordinario de buen europeo,
es extremada y excesiva como toda reacción; pero responde, en el universalismo vigilante
y generoso de Croce, a la necesidad de resistir a las exageraciones de la imitación de los
imperiales modelos germanos.
** Véase en Amauta Nos 12 y 14 las noticias y comentarios de Gabriel Collazos y José Gabriel Cossio sobre la comedia quechua de Inocencio Mamani, a cuya gestación no es probablemente extraño el ascendiente fecundador de Gamaliel Churata184.
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lo siguiente: “Verdaderamente una literatura del todo nacional es una quimera. Tendría ella por condición un pueblo perfectamente aislado como
se dice que es la China (aunque también en la China han penetrado hoy los
ingleses). Aquella imaginación y aquel estilo que se llama hoy orientalismo, no es nada de particular al Oriente, sino más bien es del septentrión y
de todas las literaturas barbáricas y nacientes. La poesía griega tenía de la
asiática, y la latina de la griega y la italiana de la griega y la latina”*.
El dualismo quechua-español del Perú, no resuelto aún, hace de la literatura nacional un caso de excepción que no es posible estudiar con el
método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, nacidas y
crecidas sin la intervención de una conquista. Nuestro caso es diverso del
de aquellos pueblos de América, donde la misma dualidad no existe, o
existe en términos inocuos. La individualidad de la literatura argentina,
por ejemplo, está en estricto acuerdo con una definición vigorosa de la
personalidad nacional.
La primera etapa de la literatura peruana no podía eludir la suerte que
le imponía su origen. La literatura de los españoles de la Colonia no es peruana; es española. Claro está que no por estar escrita en idioma español,
sino por haber sido concebida con espíritu y sentimiento españoles. A este
respecto, me parece que no hay discrepancia. Gálvez, hierofante del culto
al Virreinato en su literatura, reconoce como crítico que “la época de la
Colonia no produjo sino imitadores serviles e inferiores de la literatura
española y especialmente la gongórica de la que tomaron sólo lo hinchado
y lo malo y que no tuvieron la comprensión ni el sentimiento del medio,
exceptuando a Garcilaso, que sintió la naturaleza y a Caviedes que fue
personalísimo en sus agudezas y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla, puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de Pardo, de Palma y de Paz Soldán”**.
Las dos excepciones, mucho más la primera que la segunda, son incontestables. Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la literatura
de la Colonia. En Garcilaso se dan la mano dos edades, dos culturas. Pero
* De Sanctis, op. cit., pp. 186 y 187.
** José Gálvez, Posibilidad de una genuina literatura nacional, p. 7185.
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Garcilaso es más inka que conquistador, más quechua que español. Es,
también, un caso de excepción. Y en esto residen precisamente su individualidad y su grandeza.
Garcilaso nació del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las
dos razas, la conquistadora y la indígena. Es, históricamente, el primer
“peruano”, si entendemos la “peruanidad” como una formación social,
determinada por la conquista y la colonización españolas. Garcilaso llena
con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana. Es el
primer peruano, sin dejar de ser español. Su obra, bajo su aspecto histórico-estético, pertenece a la épica española. Es inseparable de la máxima
epopeya de España: el descubrimiento y conquista de América.
Colonial, española, aparece la literatura peruana, en su origen, hasta
por los géneros y asuntos de su primera época. La infancia de toda literatura, normalmente desarrollada, es la lírica*. La literatura oral indígena
obedeció, como todas, esta ley. La Conquista trasplantó al Perú, con el
idioma español, una literatura ya evolucionada, que continuó en la Colonia su propia trayectoria. Los españoles trajeron un género narrativo bien
desarrollado que del poema épico avanzaba ya a la novela. Y la novela
caracteriza la etapa literaria que empieza con la Reforma y el Renacimiento. La novela es, en buena cuenta, la historia del individuo de la sociedad
burguesa; y desde este punto de vista no está muy desprovisto de razón
Ortega y Gasset cuando registra la decadencia de la novela186. La novela
renacerá, sin duda, como arte realista, en la sociedad proletaria; pero, por
ahora, el relato proletario, en cuanto expresión de la epopeya revolucionaria, tiene más de épica que de novela propiamente dicha. La épica medioeval, que decaía en Europa en la época de la Conquista, encontraba
aquí los elementos y estímulos de un renacimiento. El conquistador podía
* De Sanctis, en su Teoria e Storia della Letteratura (p. 205) dice: “El hombre, en el arte
como en la ciencia, parte de la subjetividad y por esto la lírica es la primera forma de la
poesía. Pero de la subjetividad pasa después a la objetividad y se tiene la narración, en la
cual la conmoción subjetiva es incidental y secundaria. El campo de la lírica es lo ideal, de
la narración lo real: en la primera, la impresión es fin, la acción es ocasión; en la segunda
sucede lo contrario; la primera no se disuelve en prosa sino destruyéndose; la segunda se
resuelve en la prosa que es su natural tendencia”.
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sentir y expresar épicamente la Conquista. La obra de Garcilaso está, sin
duda, entre la épica y la historia. La épica, como observa muy bien De
Sanctis, pertenece a los tiempos de lo maravilloso*. La mejor prueba de la
irremediable mediocridad de la literatura de la Colonia la tenemos en que,
después de Garcilaso, no ofrece ninguna original creación épica. La temática de los literatos de la Colonia es, generalmente, la misma de los literatos de España, y siendo repetición o continuación de ésta, se manifiesta
siempre en retardo, por la distancia. El repertorio colonial se compone
casi exclusivamente de títulos que a leguas acusan el eruditismo, el escolasticismo, el clasicismo trasnochado de los autores. Es un repertorio de
rapsodias y ecos, si no de plagios. El acento más personal es, en efecto, el
de Caviedes187, que anuncia el gusto limeño por el tono festivo y burlón. El
Lunarejo, no obstante su sangre indígena, sobresalió sólo como gongorista, esto es en una actitud característica de una literatura vieja que, agotado
ya el renacimiento, llegó al barroquismo y al culteranismo. El Apologético
en favor de Góngora desde este punto de vista, está dentro de la literatura
española.
III. EL COLONIALISMO SUPÉRSTITE
Nuestra literatura no cesa de ser española en la fecha de la fundación de
la República. Sigue siéndolo por muchos años, ya en uno, ya en otro trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metrópoli. En todo
caso, si no española, hay que llamarla por luengos años, literatura colonial.
Por el carácter de excepción de la literatura peruana, su estudio no se
acomoda a los usados esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo, de antiguo, medioeval y moderno, de poesía popular y literaria, etc. Y
no intentaré sistematizar este estudio conforme la clasificación marxista
en literatura feudal o aristocrática, burguesa y proletaria. Para no agravar
* “Son los tiempos de lucha –escribe De Sanctis– en los cuales la humanidad asciende de
una idea a la otra y el intelecto no triunfa sin que la fantasía sea sacudida: cuando una idea
ha triunfado y se desenvuelve en ejercicio pacífico no se tiene más la épica, sino la historia.
El poema épico, por tanto, se puede definir como la historia ideal de la humanidad en su
paso de una idea a otra”. (Ibid., p. 207).
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la impresión de que mi alegato está organizado según un esquema político
o clasista y conformarlo más bien a un sistema de crítica e historia artística,
puedo construirlo con otro andamiaje, sin que esto implique otra cosa que
un método de explicación y ordenación, y por ningún motivo una teoría
que prejuzgue e inspire la interpretación de obras y autores.
Una teoría moderna –literaria, no sociológica– sobre el proceso normal de la literatura de un pueblo distingue en él tres períodos: un período
colonial, un período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer
período un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo período, asimila simultáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una
expresión bien modulada su propia personalidad y su propio sentimiento. No prevé más esta teoría de la literatura. Pero no nos hace falta, por el
momento, un sistema más amplio.
El ciclo colonial se presenta en la literatura peruana muy preciso y
muy claro. Nuestra literatura no sólo es colonial en ese ciclo por su dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su subordinación a los
residuos espirituales y materiales de la Colonia. Don Felipe Pardo188, a
quien Gálvez arbitrariamente considera como uno de los precursores del
peruanismo literario, no repudiaba la República y sus instituciones por
simple sentimiento aristocrático; las repudiaba, más bien, por sentimiento godo. Toda la inspiración de su sátira –asaz mediocre por lo demás–
procede de su mal humor de corregidor o de “encomendero” a quien una
revolución ha igualado, en la teoría si no en el hecho, con los mestizos y los
indígenas. Todas las raíces de su burla están en su instinto de casta. El
acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente peruano sino
el de un hombre que se siente español en un país conquistado por España
para los descendientes de sus capitanes y de sus bachilleres.
Este mismo espíritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados, caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generación “colónida” que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro,
a González Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos
literatos más liberados de españolismo.
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¿Qué cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la
nostalgia de la Colonia? No por cierto únicamente el pasadismo individual de los literatos. La razón es otra. Para descubrirla hay que sondear en
un mundo más complejo que el que abarca regularmente la mirada del crítico.
La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substractum
económico y político. En un país dominado por los descendientes de los
“encomenderos” y los oidores del Virreinato, nada era más natural, por
consiguiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la casta
feudal reposaba en parte sobre el prestigio del Virreinato. Los mediocres
literatos de una república que se sentía heredera de la Conquista no podían hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo de los blasones virreinales. Únicamente los temperamentos superiores –precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las cosas por venir– eran
capaces de sustraerse a esta fatalidad histórica, demasiado imperiosa para
los clientes de la clase latifundista.
La flaqueza, la anemia, la flacidez de nuestra literatura colonial y colonialista provienen de su falta de raíces. La vida, como lo afirmaba Wilson,
viene de la tierra189. El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de
una tradición, de una historia, de un pueblo. Y en el Perú la literatura no
ha brotado de la tradición, de la historia, del pueblo indígenas. Nació de
una importación de literatura española; se nutrió luego de la imitación de
la misma literatura. Un enfermo cordón umbilical la ha mantenido unida
a la metrópoli.
Por eso no hemos tenido casi sino barroquismo y culteranismo de clérigos y oidores, durante el coloniaje; romanticismo y trovadorismo mal
trasegados de los bisnietos de los mismos oidores y clérigos, durante la
República.
La literatura colonial, malgrado algunas solitarias y raquíticas evocaciones del imperio y sus fastos, se ha sentido extraña al pasado inkaico. Ha
carecido absolutamente de aptitud e imaginación para reconstruirlo. A su
historiógrafo Riva Agüero esto le ha parecido muy lógico. Vedado de estudiar y denunciar esta incapacidad, Riva Agüero se ha apresurado a justificarla, suscribiendo con complacencia y convicción el juicio de un escritor
de la metrópoli. “Los sucesos del Imperio Inkaico –escribe– según el muy
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exacto decir de un famoso crítico (Menéndez Pelayo) nos interesan tanto
como pudieran interesar a los españoles de hoy las historias y consejas de
los Turdetanos y Sarpetanos”. Y en las conclusiones del mismo ensayo
dice: “El sistema que para americanizar la literatura se remonta hasta los
tiempos anteriores a la Conquista, y trata de hacer vivir poéticamente las
civilizaciones quechua y azteca, y las ideas y los sentimientos de los aborígenes, me parece el más estrecho e infecundo. No debe llamársele americanismo sino exotismo. Ya lo han dicho Menéndez Pelayo, Rubio y Juan
Valera; aquellas civilizaciones o semicivilizaciones murieron, se extinguieron, y no hay modo de reanudar su tradición, puesto que no dejaron
literatura. Para los criollos de raza española, son extranjeras y peregrinas y
nada nos liga con ellas; y extranjeras y peregrinas son también para los
mestizos y los indios cultos, porque la educación que han recibido los ha
europeizado por completo. Ninguno de ellos se encuentra en la situación
de Garcilaso de la Vega”. En opinión de Riva Agüero –opinión característica de un descendiente de la Conquista, de un heredero de la Colonia,
para quien constituyen artículos de fe los juicios de los eruditos de la Corte– “recursos mucho más abundantes ofrecen las expediciones españolas
del XVI y las aventuras de la Conquista”*.
Adulta ya la República, nuestros literatos no han logrado sentir el
Perú sino como una colonia de España. A España partía, en pos no sólo de
modelos sino también de temas, su imaginación domesticada. Ejemplo: la
Elegía a la muerte de Alfonso XII de Luis Benjamín Cisneros191, que fue sin
embargo, dentro de la desvaída y ramplona tropa romántica, uno de los
espíritus más liberales y ochocentistas.
El literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al pueblo. No ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de formación
de un Perú integral, de un Perú nuevo. Entre el Inkario y la Colonia, ha
optado por la Colonia. El Perú nuevo era una nebulosa. Sólo el Inkario y la
Colonia existían neta y definidamente. Y entre la balbuceante literatura
peruana y el Inkario y el indio se interponía, separándolos e incomunicándolos, la Conquista.
* José de la Riva Agüero, Carácter de la literatura del Perú independiente, Lima, 1905190.
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Destruida la civilización inkaica por España, constituido el nuevo Estado sin el indio y contra el indio, sometida la raza aborigen a la servidumbre, la literatura peruana tenía que ser criolla, costeña, en la proporción
en que dejara de ser española. No pudo por esto surgir en el Perú una literatura vigorosa. El cruzamiento del invasor con el indígena no había producido en el Perú un tipo más o menos homogéneo. A la sangre ibera y
quechua se había mezclado un copioso torrente de sangre africana. Más
tarde la importación de coolíes debía añadir a esta mezcla un poco de sangre asiática. Por ende, no había un tipo sino diversos tipos de criollos, de
mestizos. La función de tan disímiles elementos étnicos se cumplía, por
otra parte, en un tibio y sedante pedazo de tierra baja, donde una naturaleza indecisa y negligente no podía imprimir en el blando producto de esta
experiencia sociológica un fuerte sello individual.
Era fatal que lo heteróclito y lo abigarrado de nuestra composición
étnica trascendiera a nuestro proceso literario. El orto de la literatura peruana no podía semejarse, por ejemplo, al de la literatura argentina. En la
república del sur, el cruzamiento del europeo y del indígena produjo al
gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen. Consiguientemente la literatura
argentina –que es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene tal vez
más personalidad– está permeada de sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extraído del estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Martín Fierro, Anastasio el Pollo, antes que en la imaginación artística, vivieron en la imaginación popular. Hoy mismo la
literatura argentina, abierta a las más modernas y distintas influencias
cosmopolitas, no reniega su espíritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma
altamente. Los más ultraístas poetas de la nueva generación se declaran
descendientes del gaucho Martín Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los más saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge
Luis Borges, adopta frecuentemente la prosodia del pueblo.
Discípulos de Lista y Hermosilla192, los literatos del Perú independiente, en cambio, casi invariablemente desdeñaron la plebe. Lo único que seducía y deslumbraba su cortesana y pávida fantasía de hidalgüelos de provincia
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era lo español, lo virreinal. Pero España estaba muy lejos. El Virreinato
–aunque subsistiese el régimen feudal establecido por los conquistadores–
pertenecía al pasado. Toda la literatura de esta gente da, por esto, la impresión de una literatura desarraigada y raquítica, sin raíces en su presente. Es
una literatura de implícitos “emigrados”, de nostálgicos sobrevivientes.
Los pocos literatos vitales, en esta palúdica y clorótica teoría de cansinos y chafados retores, son los que de algún modo tradujeron al pueblo.
La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la literatura
española, en todas las obras en que ignora al Perú viviente y verdadero. El
ay indígena, la pirueta zamba, son las notas más animadas y veraces de esta
literatura sin alas y sin vértebras. En la trama de las Tradiciones ¿no se descubre en seguida la hebra del chispeante y chismoso medio pelo limeño?
Esta es una de las fuerzas vitales de la prosa del tradicionista. Melgar, desdeñado por los académicos, sobrevivirá a Althaus, a Pardo y a Salaverry193, porque en sus yaravíes encontrará siempre el pueblo un vislumbre
de su auténtica tradición sentimental y de su genuino pasado literario.
IV. RICARDO PALMA, LIMA Y LA COLONIA
El colonialismo –evocación nostálgica del Virreinato– pretende anexarse
la figura de don Ricardo Palma. Esta literatura servil y floja, de sentimentaloides y retóricos, se supone consustanciada con las Tradiciones. La generación “futurista”, que más de una vez he calificado como la más pasadista de nuestras generaciones, ha gastado la mejor parte de su elocuencia
en esta empresa de acaparamiento de la gloria de Palma. Es este el único
terreno en el que ha maniobrado con eficacia. Palma aparece oficialmente
como el máximo representante del colonialismo.
Pero si se medita seriamente sobre la obra de Palma confrontándola
con el proceso político y social del Perú y con la inspiración del género
colonialista, se descubre lo artificioso y lo convencional de esta anexión.
Situar la obra de Palma dentro de la literatura colonialista es no sólo empequeñecerla sino también deformarla. Las Tradiciones no pueden ser
identificadas con una literatura de reverente y apologética exaltación de la
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Colonia y sus fastos, absolutamente peculiar y característica, en su tonalidad y en su espíritu, de la académica clientela de la casta feudal.
Don Felipe Pardo y don José Antonio de Lavalle, conservadores convictos y confesos, evocaban la Colonia con nostalgia y con unción. Ricardo Palma, en tanto, la reconstruía con un realismo burlón y una fantasía
irreverente y satírica. La versión de Palma es cruda y viva. La de los prosistas y poetas de la serenata bajo los balcones del Virreinato, tan grata a los
oídos de la gente ancien régime, es devota y ditirámbica. No hay ningún
parecido sustancial, ningún parentesco psicológico entre una y otra versión.
La suerte bien distinta de una y otra se explica fundamentalmente por
la diferencia de calidad; pero se explica también por la diferencia de espíritu. La calidad es siempre espíritu. La obra pesada y académica de Lavalle y otros colonialistas ha muerto porque no puede ser popular. La obra
de Palma vive, ante todo, porque puede y sabe serlo.
El espíritu de las Tradiciones no se deja mistificar. Es demasiado evidente en toda la obra. Riva Agüero que, en su estudio sobre el carácter de
la literatura del Perú independiente, de acuerdo con los intereses de su
gens y de su clase, lo coloca dentro del colonialismo, reconoce en Palma,
“perteneciente a la generación que rompió con el amaneramiento de los
escritores del coloniaje”, a un literato “liberal e hijo de la República”. Se
siente a Riva Agüero íntimamente descontento del espíritu irreverente y
heterodoxo de Palma.
Riva Agüero trata de rechazar este sentimiento, pero sin poder evitar que
aflore netamente en más de un pasaje de su discurso. Constata que Palma
“al hablar de la Iglesia, de los jesuitas, de la nobleza, se sonríe y hace sonreír al
lector”. Cuida de agregar que “con sonrisa tan fina que no hiere”. Dice que no
será él quien le reproche su volterianismo. Pero concluye confesando así
su verdadero sentimiento: “A veces la burla de Palma, por más que sea
benigna y suave, llega a destruir la simpatía histórica. Vemos que se encuentra muy desligado de las añejas preocupaciones, y que, a fuerza de
estar libre de esas ridiculeces, no las comprende; y una ligera nube de indiferencia y despego se interpone entonces entre el asunto y el escritor”*.
* Ibid., p. 155.
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Si el propio crítico e historiógrafo de la literatura peruana que ha juntado, solidarizándolos, el elogio de Palma y la apología de la Colonia, reconoce tan explícitamente la diferencia fundamental de sentimiento que
distingue a Palma de Pardo y de Lavalle, ¿cómo se ha creado y mantenido
el equívoco de una clasificación que virtualmente los confunde y reúne?
La explicación es fácil. Este equívoco se ha apoyado, en su origen, en la
divergencia personal entre Palma y González Prada; se ha alimentado,
luego, del contraste espiritual entre “palmistas” y “pradistas”. Haya de la
Torre, en una carta sobre Mercurio Peruano, a la revista Sagitario de La
Plata tiene una observación acertada: “Entre Palma que se burlaba y Prada que azotaba, los hijos de ese pasado y de aquellas castas doblemente
zaheridas prefirieron el alfilerazo al látigo”*. Pertenece al mismo Haya
una precisa y, a mi juicio, oportuna e inteligente mise au point sobre el sentido histórico y político de las Tradiciones. “Personalmente –escribe–,
creo que Palma fue tradicionista pero no tradicionalista. Creo que Palma
hundió la pluma en el pasado para luego blandirla en alto y reírse de él.
Ninguna institución u hombre de la Colonia y aun de la República escapó
a la mordedura tantas veces tan certera de la ironía, el sarcasmo y siempre
el ridículo de la jocosa crítica de Palma. Bien sabido es que el clero católico tuvo en la literatura de Palma un enemigo y que sus Tradiciones son el
horror de frailes y monjas. Pero por una curiosa paradoja, Palma se vio
rodeado, adulado y desvirtuado por una troupe de gente distinguida, intelectuales, católicos, niños bien y admiradores de apellidos sonoros”**.
No hay nada de extraño ni de insólito en que esta penetrante aclaración del sentido y la filiación de las Tradiciones venga de un escritor que
jamás ha oficiado de crítico literario. Para una interpretación profunda
del espíritu de una literatura, la mera erudición literaria no es suficiente.
Sirven más la sensibilidad política y la clarividencia histórica. El crítico
profesional considera la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones
con la política, la economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios. Y, por
* En Sagitario No 3 (1926) y en Por la emancipación de la América Latina (Buenos Aires,
1927), p. 139194.
** Op. cit., p. 139.
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consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su génesis ni de su
subconsciencia.
Una historia de la literatura peruana que tenga en cuenta las raíces
sociales y políticas de ésta, cancelará la convención contra la cual hoy sólo
una vanguardia protesta. Se verá entonces que Palma está menos lejos de
González Prada de lo que hasta ahora parece*.
Las Tradiciones de Palma tienen, política y socialmente, una filiación
democrática. Palma interpreta al medio pelo. Su burla roe risueñamente
el prestigio del Virreinato y el de la aristocracia. Traduce el malcontento
zumbón del demos criollo. La sátira de las Tradiciones no cala muy hondo
ni golpea muy fuerte; pero, precisamente por esto, se identifica con el humor de un demos blando, sensual y azucarado. Lima no podía producir
otra literatura. Las Tradiciones, agotan sus posibilidades. A veces se exceden a sí mismas.
Si la revolución de la independencia hubiese sido en el Perú la obra de
una burguesía más o menos sólida, la literatura republicana habría tenido
otro tono. La nueva clase dominante se habría expresado, al mismo tiempo, en la obra de sus estadistas, y en el verbo, el estilo y la actitud de sus
poetas, de sus novelistas y de sus críticos. Pero en el Perú el advenimiento
de la República no representó el de una nueva clase dirigente.
La onda de la revolución era continental: no era casi peruana. Los liberales, los jacobinos, los revolucionarios peruanos, no constituían sino
un manípulo. La mejor savia, la más heroica energía, se gastaron en las
batallas y en los intervalos de la lucha. La República no reposaba sino en el
ejército de la revolución. Tuvimos, por esto, un accidentado, un tormentoso período de interinidad militar. Y no habiendo podido cuajar en este
período la clase revolucionaria, resurgió automáticamente la clase conservadora. Los “encomenderos” y terratenientes que, durante la revolución
de la independencia oscilaron ambiguamente, entre patriotas y realistas,
se encargaron francamente de la dirección de la República. La aristocracia colonial y monárquica se metamorfoseó, formalmente, en burguesía
* En una carta a Amauta (No 4), Haya, impulsado por su entusiasmo, exagera, sin duda,
esta reivindicación195.
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republicana. El régimen económico-social de la Colonia se adaptó externamente a las instituciones creadas por la revolución. Pero la saturó de su
espíritu colonial.
Bajo un frío liberalismo de etiqueta, latía en esta casta la nostalgia del
Virreinato perdido.
El demos criollo o, mejor, limeño, carecía de consistencia y de originalidad. De rato en rato lo sacudía la clarinada retórica de algún caudillo
incipiente. Mas, pasado el espasmo, caía de nuevo en su muelle somnolencia. Toda su inquietud, toda su rebeldía, se resolvían en el chiste, la murmuración y el epigrama. Y esto es precisamente lo que encuentra su expresión literaria en la prosa socarrona de las Tradiciones.
Palma pertenece absolutamente a una mesocracia a la que un complejo conjunto de circunstancias históricas no consintió transformarse en
una burguesía. Como esta clase compósita, como esta clase larvada, Palma guardó un latente rencor contra la aristocracia antañona y reaccionaria. La sátira de las Tradiciones hinca con frecuencia sus agudos dientes
roedores en los hombres de la República. Mas, al revés de la sátira reaccionaria de Felipe Pardo y Aliaga, no ataca a la República misma. Palma,
como el demos limeño, se deja conquistar por la declamación antioligárquica de Piérola. Y, sobre todo, se mantiene siempre fiel a la ideología liberal de la independencia.
El colonialismo, el civilismo, por órgano de Riva Agüero y otros de sus
portavoces intelectuales, se anexan a Palma, no sólo porque esta anexión
no presenta ningún peligro para su política sino, principalmente, por la
irremediable mediocridad de su propio elenco literario. Los críticos de
esta casta saben muy bien que son vanos todos los esfuerzos por inflar el
volumen de don Felipe Pardo o don José Antonio de Lavalle. La literatura
civilista no ha producido sino parvos y secos ejercicios de clasicismo o
desvaídos y vulgares conatos románticos. Necesita, por consiguiente, acaparar a Palma para pavonearse, con derecho o no, de un prestigio auténtico.
Pero debo constatar que no sólo el colonialismo es responsable de
este equívoco. Tiene parte en él, –como en mi anterior artículo lo observaba–, el “gonzález-pradismo”. En un “ensayo acerca de las literaturas del
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Perú” de Federico More, hallo el siguiente juicio sobre el autor de las Tradiciones: “Ricardo Palma, representativo, expresador y centinela del Colonialismo, es un historizante anecdótico, divertido narrador de chascarrillos fichados y anaquelados. Escribe con vistas a la Academia de la
Lengua y, para contar los devaneos y discreteos de las marquesitas de pelo
ensortijado y labios prominentes, quiere usar el castellano del siglo de oro”*.
More pretende que de Palma quedará sólo la “risilla chocarrera”.
Esta opinión, para algunos, no reflejará más que una notoria ojeriza
de More, a quien todos reconocen poca consecuencia en sus amores, pero
a quien nadie niega una gran consecuencia en sus ojerizas. Pero hay dos
razones para tomarla en consideración: 1a) La especial beligerancia que
da a More su título de discípulo de González Prada. 2a) La seriedad del
ensayo que contiene estas frases.
En este ensayo More realiza un concienzudo esfuerzo por esclarecer
el espíritu mismo de la literatura nacional. Sus aserciones fundamentales,
si no íntegramente admitidas, merecen ser atentamente examinadas.
More parte de un principio que suscribe toda crítica profunda. “La literatura –escribe– sólo es traducción de un estado político y social”. El juicio
sobre Palma pertenece, en suma, a un estudio al cual confieren remarcable valor las ideas y las tesis que sustenta; no a una panfletaria y volandera
disertación de sobremesa. Y esto obliga a remarcarlo y rectificarlo. Pero al
hacerlo conviene exponer y comentar las líneas esenciales de la tesis de
More.
Ésta busca los factores raciales y las raíces telúricas de la literatura peruana. Estudia sus colores y sus líneas esenciales; prescinde de sus matices
y de sus contornos complementarios. El método es de panfletario; no es
de crítico. Esto da cierto vigor, cierta fuerza a las ideas, pero les resta flexibilidad. La imagen que nos ofrecen de la literatura peruana es demasiado
estática.
Pero si las conclusiones no son siempre justas, los conceptos en que
reposan son, en cambio, verdaderos. More siente el dualismo peruano.
* Federico More, “De un ensayo sobre las literaturas del Perú”, en El Diario de la Marina
de La Habana (1924) y El Norte de Trujillo (1924).
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Sostiene que en el Perú “o se es colonial o se es inkaico”. Yo, que reiteradamente he escrito que el Perú hijo de la Conquista es una formación costeña, no puedo dejar de declararme de acuerdo con More respecto al origen y al proceso del conflicto entre inkaísmo y colonialismo. No estoy
lejos de pensar como More que este conflicto, este antagonismo, “es y será
por muchos años, clave sociológica y política de la vida peruana”.
El dualismo peruano se refleja y se expresa, naturalmente, en la literatura. “Literariamente –escribe More–, el Perú preséntase, como es lógico,
dividido. Surge un hecho fundamental: los andinos son rurales, los limeños urbanos. Y así las dos literaturas. Para quienes actúan bajo la influencia de Lima todo tiene idiosincrasia iberoafricana: todo es romántico y
sensual. Para quienes actuamos bajo la influencia del Cuzco, la parte más
bella y honda de la vida se realiza en las montañas y en los valles y en todo
hay subjetividad indescifrada y sentido dramático. El limeño es colorista:
el serrano musical. Para los herederos del coloniaje, el amor es un lance.
Para los retoños de la raza caída, el amor es un coro trasmisor de las voces
del destino”.
Mas esta literatura serrana que More define con tanta vehemencia,
oponiéndola a la literatura limeña o colonial, sólo ahora empieza a existir
seria y válidamente. No tiene casi historia, no tiene casi tradición. Los dos
mayores literatos de la República, Palma y González Prada, pertenecen a
Lima. Estimo mucho, como se verá más adelante, la figura de Abelardo
Gamarra196; pero me parece que More, tal vez, la superestima. Aunque en
un pasaje de su estudio conviene en que “no fue, por desgracia Gamarra,
el artista redondo y facetado, limpio y fulgente, el cabal hombre de letras
que se necesita”.
El propio More reconoce que “las regiones andinas, el inkaísmo, aún
no tienen el sumo escritor que sintetice y condense, en fulminantes y lucientes páginas, las inquietudes, las modalidades y las oscilaciones del
alma inkaica”. Su testimonio sufraga y confirma, por ende, la tesis de que
la literatura peruana hasta Palma y González Prada es colonial, es española. La literatura serrana, con la cual la confronta More, no ha logrado, antes de Palma y González Prada, una modulación propia. Lima ha impuesto sus modelos a las provincias. Peor todavía: las provincias han venido a
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buscar sus modelos a Lima. La prosa polémica del regionalismo y el radicalismo provincianos desciende de González Prada, a quien, en justicia,
More, su discípulo, reprocha su excesivo amor a la retórica.
Gamarra es para More el representativo del Perú integral. Con Gamarra empieza, a su juicio, un nuevo capítulo de nuestra literatura. El
nuevo capítulo comienza, en mi concepto, con González Prada que marca
la transición del españolismo puro a un europeísmo más o menos incipiente en su expresión pero decisivo en sus consecuencias.
Pero Ricardo Palma, a quien More erróneamente designa como un
“representativo, expresador y centinela del colonismo”, malgrado sus limitaciones, es también de este Perú integral que en nosotros principia a
concretarse y definirse. Palma traduce el criollismo, el mestizaje, la mesocracia de una Lima republicana que, si es la misma que aclama a Piérola
–más arequipeño que limeño en su temperamento y en su estilo–, es igualmente la misma que, en nuestro tiempo, revisa su propia tradición, reniega su
abolengo colonial, condena y critica su centralismo, sostiene las reivindicaciones del indio y tiende sus dos manos a los rebeldes de provincias.
More no distingue sino una Lima. La conservadora, la somnolienta, la
frívola, la colonial. “No hay problema ideológico o sentimental –dice–
que en Lima haya producido ecos. Ni el modernismo en literatura ni el
marxismo en política; ni el símbolo en música ni el dinamismo expresionista en pintura han inquietado a los hijos de la ciudad sedante. La voluptuosidad es tumba de la inquietud”. Pero esto no es exacto. En Lima, donde se ha constituido el primer núcleo de industrialismo, es también
donde, en perfecto acuerdo con el proceso histórico de la nación, se ha
balbuceado o se ha pronunciado la primera resonante palabra de marxismo. More, un poco desconcertado de su pueblo, no lo sabe acaso, pero
puede intuirlo. No faltan en Buenos Aires y La Plata quienes tienen título
para enterarlo de las reivindicaciones de una vanguardia que en Lima como
en el Cuzco, en Trujillo, en Jauja, representa un nuevo espíritu nacional.
La requisitoria contra el colonialismo, contra el “limeñismo” si así
prefiere llamarlo More, ha partido de Lima. El proceso de la capital –en
abierta pugna con lo que Luis Alberto Sánchez denomina “perricholismo”, y con una pasión y una severidad que precisamente a Sánchez alarBIBLIOTECA AYACUCHO
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man y preocupan197–, lo estamos haciendo hombres de la capital *. En
Lima, algunos escritores que del estetismo d’annunziano importado por
Valdelomar habíamos evolucionado al criticismo socializante de la revista España, fundamos hace diez años Nuestra Época, para denunciar, sin
reservas y sin compromisos con ningún grupo y ningún caudillo, las responsabilidades de la vieja política**. En Lima, algunos estudiantes, portavoces del nuevo espíritu, crearon hace cinco años las universidades populares e inscribieron en su bandera el nombre de González Prada.
Henríquez Ureña dice que hay dos Américas: una buena y otra mala.
Lo mismo se podría decir de Lima. Lima no tiene raíces en el pasado autóctono. Lima es la hija de la Conquista. Pero desde que, en la mentalidad
y en el espíritu, cesa de ser sólo española para volverse un poco cosmopolita, desde que se muestra sensible a las ideas y a las emociones de la época,
Lima deja de aparecer exclusivamente como la sede y el hogar del colonialismo y españolismo. La nueva peruanidad es una cosa por crear. Su
cimiento histórico tiene que ser indígena. Su eje descansará quizá en la
piedra andina, mejor que en la arcilla costeña. Bien. Pero a este trabajo de
creación, la Lima renovadora, la Lima inquieta, no es ni quiere ser extraña.
V. GONZÁLEZ PRADA
González Prada es, en nuestra literatura, el precursor de la transición del
período colonial al período cosmopolita. Ventura García Calderón lo declara “el menos peruano” de nuestros literatos. Pero ya hemos visto que
hasta González Prada lo peruano en esta literatura no es aún peruano sino sólo colonial. El autor de Páginas libres, aparece como un escritor de
espíritu occidental y de cultura europea. Mas, dentro de una peruanidad
por definirse, por precisarse todavía, ¿por qué considerarlo como el menos peruano de los hombres de letras que la traducen? ¿Por ser el menos
español? ¿Por no ser colonial? La razón resulta entonces paradójica. Por
* Véase en este volumen el ensayo sobre “Regionalismo y centralismo”.
** De Nuestra Época (julio de 1918) se publicaron sólo dos números, rápidamente agotados. En ambos números, se esboza una tendencia fuertemente influenciada por España,
la revista de Araquistain, que un año más tarde, reapareció en La Razón, efímero diario
cuya más recordada campaña es la de la Reforma Universitaria198.
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ser la menos española, por no ser colonial, su literatura anuncia precisamente la posibilidad de una literatura peruana. Es la liberación de la metrópoli. Es, finalmente, la ruptura con el Virreinato.
Este parnasiano, este helenista, marmóreo, pagano, es histórica y espiritualmente mucho más peruano que todos, absolutamente todos, los
rapsodistas de la literatura española anteriores y posteriores a él, en nuestro proceso literario. No existe seguramente en esta generación un solo
corazón que sienta al malhumorado y nostálgico discípulo de Lista más
peruano que el panfletario e iconoclasta acusador del pasado a que pertenecieron ese y otros letrilleros de la misma estirpe y el mismo abolengo.
González Prada no interpretó este pueblo, no esclareció sus problemas, no legó un programa a la generación que debía venir después. Mas
representa, de toda suerte, un instante –el primer instante lúcido–, de la
conciencia del Perú. Federico More lo llama un precursor del Perú nuevo,
del Perú integral. Pero Prada, a este respecto, ha sido más que un precursor. En la prosa de Páginas libres, entre sentencias alambicadas y retóricas,
se encuentra el germen del nuevo espíritu nacional. “No forman el verdadero Perú –dice González Prada en el célebre discurso del Politeama de
1888– las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera”*.
Y aunque no supo hablarle un lenguaje desnudo de retórica, González Prada no desdeñó jamás a la masa. Por el contrario, reivindicó siempre
su gloria oscura. Previno a los literatos que lo seguían contra la futilidad y
la esterilidad de una literatura elitista. “Platón –les recordó en la conferencia del Ateneo– decía que en materia de lenguaje el pueblo era un excelente maestro. Los idiomas se vigorizan y retemplan en la fuente popular,
más que en las reglas muertas de los gramáticos y en las exhumaciones
prehistóricas de los eruditos. De las canciones, refranes y dichos del vulgo
brotan las palabras originales, las frases gráficas, las construcciones atrevidas. Las multitudes transforman las lenguas como los infusorios modifican los continentes”. “El poeta legítimo –afirmó en otro pasaje del mismo
* González Prada, Páginas libres199.
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discurso– se parece al árbol nacido en la cumbre de un monte: por las ramas, que forman la imaginación, pertenece a las nubes; por las raíces, que
constituyen los afectos, se liga con el suelo”. Y en sus notas acerca del idioma ratificó explícitamente en otros términos el mismo pensamiento. “Las
obras maestras se distinguen por la accesibilidad, pues no forman el patrimonio de unos cuantos elegidos, sino la herencia de todos los hombres
con sentido común. Homero y Cervantes son ingenios democráticos: un
niño les entiende. Los talentos que presumen de aristocráticos, los inaccesibles a la muchedumbre, disimulan lo vacío del fondo con lo tenebroso
de la forma”. “Si Herodoto hubiera escrito como Gracián, si Píndaro hubiera cantado como Góngora ¿habrían sido escuchados y aplaudidos en
los juegos olímpicos? Ahí están los grandes agitadores de almas en los siglos XVI y XVIII, ahí está particularmente Voltaire con su prosa, natural
como un movimiento respiratorio, clara como un alcohol rectificado”*.
Simultáneamente, González Prada denunció el colonialismo. En la
conferencia del Ateneo, después de constatar las consecuencias de la
ñoña y senil limitación de la literatura española, propugnó abiertamente
la ruptura de este vínculo. “Dejemos las andaderas de la infancia y busquemos en otras literaturas nuevos elementos y nuevas impulsiones. Al
espíritu de naciones ultramontanas y monárquicas prefiramos el espíritu
libre y democrático del siglo. Volvamos los ojos a los autores castellanos,
estudiemos sus obras maestras, enriquezcamos su armoniosa lengua; pero
recordemos constantemente que la dependencia intelectual de España
significaría para nosotros la definida prolongación de la niñez”**.
En la obra de González Prada, nuestra literatura inicia su contacto
con otras literaturas. González Prada representa particularmente la influencia francesa. Pero le pertenece en general el mérito de haber abierto
la brecha por la que debían pasar luego diversas influencias extranjeras.
Su poesía y aun su prosa acusan un trato íntimo de las letras italianas. Su
prosa tronó muchas veces contra las academias y los puristas, y, heterodoxamente, se complació en el neologismo y el galicismo. Su verso buscó
en otras literaturas nuevos troqueles y exóticos ritmos.
* González Prada, ibid.
** González Prada, ibid.
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Percibió bien su inteligencia el nexo oculto pero no ignoto que hay
entre conservatismo ideológico y academicismo literario. Y combinó por
eso el ataque al uno con la requisitoria contra el otro. Ahora que advertimos claramente la íntima relación entre las serenatas al Virreinato en literatura y el dominio de la casta feudal en economía y política, este lado del
pensamiento de González Prada adquiere un valor y una luz nuevos.
Como lo denunció González Prada, toda actitud literaria, consciente
o inconscientemente refleja un sentimiento y un interés políticos. La literatura no es independiente de las demás categorías de la historia. ¿Quién
negará, por ejemplo, el fondo político del concepto en apariencia exclusivamente literario, que define a González Prada como el “menos peruano
de nuestros literatos”? Negar peruanismo a su personalidad no es sino un
modo de negar validez en el Perú a su protesta. Es un recurso simulado
para descalificar y desvalorizar su rebeldía. La misma tacha de exotismo
sirve hoy para combatir el pensamiento de vanguardia.
Muerto Prada, la gente que no ha podido por estos medios socavar su
ascendiente ni su ejemplo, ha cambiado de táctica. Ha tratado de deformar y disminuir su figura, ofreciéndole sus elogios comprometedores. Se
ha propagado la moda de decirse herederos y discípulos de Prada. La figura de González Prada ha corrido el peligro de resultar una figura oficial,
académica. Afortunadamente la nueva generación ha sabido insurgir
oportunamente contra este intento.
Los jóvenes distinguen lo que en la obra de González Prada hay de
contingente y temporal de lo que hay de perenne y eterno. Saben que no es
la letra sino el espíritu lo que en Prada representa un valor duradero. Los
falsos gonzález-pradistas repiten la letra; los verdaderos repiten el espíritu.
El estudio de González Prada pertenece a la crónica y a la crítica de nuestra literatura antes que a las de nuestra política. González Prada fue más
literato que político. El hecho de que la trascendencia política de su obra
sea mayor que su trascendencia literaria no desmiente ni contraría el hecho anterior y primario, de que esa obra, en sí, más que política es literaria.
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Todos constatan que González Prada no fue acción sino verbo. Pero
no es esto lo que a González Prada define como literato más que como
político. Es su verbo mismo.
El verbo, puede ser programa, doctrina. Y ni en Páginas libres ni en
Horas de lucha encontramos una doctrina ni un programa propiamente
dichos. En los discursos, en los ensayos que componen estos libros, González Prada no trata de definir la realidad peruana en un lenguaje de estadista o de sociólogo. No quiere sino sugerirla en un lenguaje de literato.
No concreta su pensamiento en proposiciones ni en conceptos. Lo esboza
en frases de gran vigor panfletario y retórico, pero de poco valor práctico y
científico. “El Perú es una montaña coronada por un cementerio”. “El
Perú es un organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota el pus”. Las
frases más recordadas de González Prada delatan al hombre de letras: no
al hombre de Estado. Son las de un acusador, no las de un realizador.
El propio movimiento radical aparece en su origen como un fenómeno literario y no como un fenómeno político. El embrión de la Unión Nacional o partido radical se llamó “Círculo Literario”. Este grupo literario
se transformó en grupo político obedeciendo al mandato de su época. El
proceso biológico del Perú no necesitaba literatos sino políticos. La literatura es lujo, no es pan. Los literatos que rodeaban a González Prada
sintieron vaga pero perentoriamente la necesidad vital de esta nación
desgarrada y empobrecida. “El ‘Círculo Literario’, la pacífica sociedad
de poetas y soñadores –decía González Prada en su discurso del Olimpo
de 1887–, tiende a convertirse en un centro militante y propagandista.
¿De dónde nacen los impulsos de radicalismo en literatura? Aquí llegan
ráfagas de los huracanes que azotan a las capitales europeas, repercuten
voces de la Francia republicana e incrédula. Hay aquí una juventud que
lucha abiertamente por matar con muerte violenta lo que parece destinado a sucumbir con agonía inoportunamente larga, una juventud, en fin,
que se impacienta por suprimir los obstáculos y abrirse camino para
enarbolar la bandera roja en los desmantelados torreones de la literatura
nacional”*.
* González Prada, ibid.
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González Prada no resistió el impulso histórico que lo empujaba a
pasar de la tranquila especulación parnasiana a la áspera batalla política.
Pero no pudo trazar a su falange un plan de acción. Su espíritu individualista, anárquico, solitario, no era adecuado para la dirección de una vasta
obra colectiva.
Cuando se estudia el movimiento radical, se dice que González Prada
no tuvo temperamento de conductor, de caudillo, de condotiero. Mas no
es ésta la única constatación que hay que hacer. Se debe agregar que el
temperamento de González Prada era fundamentalmente literario. Si
González Prada no hubiese nacido en un país urgido de reorganización y
moralización políticas y sociales, en el cual no podía fructificar una obra
exclusivamente artística, no lo habría tentado jamás la idea de formar un
partido.
Su cultura coincidía, como es lógico, con su temperamento. Era una
cultura principalmente literaria y filosófica. Leyendo sus discursos y sus
artículos, se nota que González Prada carecía de estudios específicos de
Economía y Política. Sus sentencias, sus imprecaciones, sus aforismos,
son de inconfundibles factura e inspiración literarias. Engastado en su
prosa elegante y bruñida, se descubre frecuentemente un certero concepto sociológico o histórico. Ya he citado alguno. Pero en conjunto, su obra
tiene siempre el estilo y la estructura de una obra de literato.
Nutrido del espíritu nacionalista y positivista de su tiempo, González
Prada exaltó el valor de la Ciencia. Mas esta actitud es peculiar de la literatura
moderna de su época. La Ciencia, la Razón, el Progreso, fueron los mitos del
siglo diecinueve. González Prada, que por la ruta del liberalismo y del enciclopedismo llegó a la utopía anarquista, adoptó fervorosamente estos mitos.
Hasta en sus versos hallamos la expresión enfática de su racionalismo.
¡Guerra al menguado sentimiento!
¡Culto divino a la Razón!
Le tocó a González Prada enunciar solamente lo que hombres de otra
generación debían hacer. Predicó realismo. Condenando los gaseosos verbalismos de la retórica tropical, conjuró a sus contemporáneos a asentar
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bien los pies en la tierra, en la materia. “Acabemos ya –dijo– el viaje milenario por regiones de idealismo sin consistencia y regresemos al seno de la
realidad, recordando que fuera de la Naturaleza no hay más que simbolismos ilusorios, fantasías mitológicas, desvanecimientos metafísicos. A
fuerza de ascender a cumbres enrarecidas, nos estamos volviendo vaporosos, aeriformes: solidifiquémonos. Más vale ser hierro que nube”*.
Pero él mismo no consiguió nunca ser un realista. De su tiempo fue el
materialismo histórico. Sin embargo, el pensamiento de González Prada,
que no impuso nunca límites a su audacia ni a su libertad, dejó a otros la
empresa de crear el socialismo peruano. Fracasado el partido radical, dio
su adhesión al lejano y abstracto utopismo de Kropotkin. Y en la polémica
entre marxistas y bakuninistas, se pronunció por los segundos. Su temperamento reaccionaba en éste como en todos sus conflictos con la realidad,
conforme a su sensibilidad literaria y aristocrática.
La filiación literaria del espíritu y la cultura de González Prada, es responsable de que el movimiento radical no nos haya legado un conjunto
elemental siquiera de estudios de la realidad peruana y un cuerpo de ideas
concretas sobre sus problemas. El programa del Partido Radical, que por
otra parte no fue elaborado por González Prada, queda como un ejercicio
de prosa política de “un círculo literario”. Ya hemos visto cómo la Unión
Nacional, efectivamente, no fue otra cosa.
El pensamiento de González Prada, aunque subordinado a todos los grandes
mitos de su época, no es monótonamente positivista. En González Prada
arde el fuego de los racionalistas del siglo XVIII. Su Razón es apasionada.
Su Razón es revolucionaria. El positivismo, el historicismo del siglo XIX
representan un racionalismo domesticado. Traducen el humor y el interés
de una burguesía a la que la asunción del poder ha tornado conservadora.
El racionalismo, el cientificismo de González Prada no se contentan con
las mediocres y pávidas conclusiones de una razón y una ciencia burguesas. En González Prada subsiste, intacto en su osadía, el jacobino.
* González Prada, ibid.
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Javier Prado, García Calderón, Riva Agüero, divulgan un positivismo
conservador. González Prada enseña un positivismo revolucionario. Los
ideólogos del civilismo, en perfecto acuerdo con sus sentimientos de clase, nos sometieron a la autoridad de Taine; el ideólogo del radicalismo se
reclamó siempre de pensamiento superior y distinto del que, concomitante y consustancial en Francia con un movimiento de reacción política, sirvió aquí a la apología de las oligarquías ilustradas.
No obstante su filiación racionalista y cientificista, González Prada
no cae casi nunca en un intelectualismo exagerado. Lo preservan de este
peligro su sentimiento artístico y su exaltado anhelo de justicia. En el fondo de este parnasiano, hay un romántico que no desespera nunca del poder del espíritu.
Una de sus agudas opiniones sobre Renán, el que ne dépasse pas le
doute, nos prueba que González Prada percibió muy bien el riesgo de un
criticismo exacerbado. “Todos los defectos de Renán se explican por la
exageración del espíritu crítico; el temor de engañarse y la manía de creerse un espíritu delicado y libre de pasión, le hacían muchas veces afirmar
todo con reticencias o negar todo con restricciones, es decir, no afirmar ni
negar y hasta contradecirse, pues le acontecía emitir una idea y en seguida,
valiéndose de un pero, defender lo contrario. De ahí su escasa popularidad: la multitud sólo comprende y sigue a los hombres que franca y hasta
brutalmente afirman con las palabras como Mirabeau, con los hechos
como Napoleón”200.
González Prada prefiere siempre la afirmación a la negación, a la
duda. Su pensamiento es atrevido, intrépido, temerario. Teme a la incertidumbre. Su espíritu siente hondamente la angustiosa necesidad de dépasser le doute. La fórmula de Vasconcelos pudo ser también la de González
Prada: “pesimismo de la realidad, optimismo del ideal”. Con frecuencia,
su frase es pesimista: casi nunca es escéptica.
En un estudio sobre la ideología de González Prada, que forma parte
de su libro El nuevo absoluto, Mariano Iberico Rodríguez define bien al
pensador de Páginas libres cuando escribe lo siguiente: “Concorde con el
espíritu de su tiempo, tiene gran fe en la eficacia del trabajo científico.
Cree en la existencia de leyes universales inflexibles y eternas, pero no
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deriva del cientificismo ni del determinismo, una estrecha moral eudemonista ni tampoco la resignación a la necesidad cósmica que realizó Spinoza. Por el contrario su personalidad descontenta y libre superó las consecuencias lógicas de sus ideas y profesó el culto de la acción y experimentó
la ansiedad de la lucha y predicó la afirmación de la libertad y de la vida.
Hay evidentemente algo del rico pensamiento de Nietzsche en las exclamaciones anárquicas de Prada. Y hay en éste como en Nietzsche la oposición entre un concepto determinista de la realidad y el empuje triunfal del
libre impulso interior”*.
Por éstas y otras razones, si nos sentimos lejanos de muchas ideas de
González Prada, no nos sentimos, en cambio, lejanos de su espíritu. González Prada se engañaba, por ejemplo, cuando nos predicaba antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho más que en su tiempo sobre la religión como
sobre otras cosas. Sabemos que una revolución es siempre religiosa. La
palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido. Sirve para algo
más que para designar un rito o una iglesia. Poco importa que los soviets
escriban en sus affiches de propaganda que “la religión es el opio de los
pueblos”. El comunismo es esencialmente religioso. Lo que motiva aún
equívocos es la vieja acepción del vocablo. González Prada predecía el
tramonto de todas las creencias sin advertir que él mismo era predicador
de una creencia, confesor de una fe. Lo que más se admira en este racionalista es su pasión. Lo que más se respeta en este ateo, un tanto pagano, es
su ascetismo moral. Su ateísmo es religioso. Lo es, sobre todo, en los instantes en que parece más vehemente y más absoluto. Tiene González Prada algo de esos ascetas laicos que concibe Romain Rolland. Hay que buscar al verdadero González Prada en su credo de justicia, en su doctrina de
amor; no en el anticlericalismo un poco vulgar de algunas páginas de Horas de lucha.
La ideología de Páginas libres y de Horas de lucha es hoy, en gran parte, una ideología caduca. Pero no depende de la validez de sus conceptos
ni de sus sentencias lo que existe de fundamental ni de perdurable en
González Prada. Los conceptos no son siquiera lo característico de su
* M. Iberico Rodríguez, El nuevo absoluto, p. 45201.
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obra. Como lo observa Iberico, en González Prada lo característico “no se
ofrece como una rígida sistematización de conceptos –símbolos provisionales de un estado de espíritu–; lo está en un cierto sentimiento, en una
cierta determinación constante de la personalidad entera, que se traducen
por el admirable contenido artístico de la obra y por la viril exaltación del
esfuerzo y de la lucha”*.
He dicho ya que lo duradero en la obra de González Prada es su espíritu. Los hombres de la nueva generación en González Prada admiramos y
estimamos, sobre todo, el austero ejemplo moral. Estimamos y admiramos, sobre todo, la honradez intelectual, la noble y fuerte rebeldía.
Pienso, además, por mi parte, que González Prada no reconocería en
la nueva generación peruana una generación de discípulos y herederos de
su obra si no encontrara en sus hombres la voluntad y el aliento indispensables para superarla. Miraría con desdén a los repetidores mediocres de
sus frases. Amaría sólo una juventud capaz de traducir en acto lo que en él
no pudo ser sino idea y no se sentiría renovado y renacido sino en hombres
que supieran decir una palabra verdaderamente nueva, verdaderamente
actual.
De González Prada debe decirse lo que él, en Páginas libres, dice de
Vigil. “Pocas vidas tan puras, tan llenas, tan dignas de ser imitadas. Puede
atacarse la forma y el fondo de sus escritos, puede tacharse hoy sus libros
de anticuados e insuficientes, puede, en fin, derribarse todo el edificio levantado por su inteligencia; pero una cosa permanecerá invulnerable y de
pie, el hombre”202.
VI. MELGAR
Durante su período colonial, la literatura peruana se presenta, en sus más
salientes peripecias y en sus más conspicuas figuras, como un fenómeno
limeño. No importa que en su elenco estén representadas las provincias.
El modelo, el estilo, la línea, han sido de la capital. Y esto se explica. La literatura es un producto urbano. La gravitación de la urbe influye fuerte* Ibid., pp. 43 y 44.
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mente en todos los procesos literarios. En el Perú de otro lado, Lima no ha
sufrido las concurrencias de otras ciudades de análogos fueros. Un centralismo extremo le ha asegurado su dominio.
Por culpa de esta hegemonía absoluta de Lima, no ha podido nuestra
literatura nutrirse de savia indígena. Lima ha sido la capital española primero. Ha sido la capital criolla después. Y su literatura ha tenido esta marca.
El sentimiento indígena no ha carecido totalmente de expresión en
este período de nuestra historia literaria. Su primer expresador de categoría es Mariano Melgar. La crítica limeña lo trata con un poco de desdén.
Lo siente demasiado popular, poco distinguido. Le molesta en sus versos,
junto con una sintaxis un tanto callejera, el empleo de giros plebeyos. Le
disgusta, en el fondo, el género mismo. No puede ser de su gusto un poeta
que casi no ha dejado sino yaravíes. Esta crítica aprecia más cualquier oda
soporífera de Pando203.
Por reacción, no superestimo artísticamente a Melgar. Lo juzgo dentro de la incipiencia de la literatura peruana de su época. Mi juicio no se
separa de un criterio de relatividad.
Melgar es un romántico. Lo es no sólo en su arte sino también en su
vida. El romanticismo no había llegado, todavía, oficialmente a nuestras
letras. En Melgar no es, por ende, como más tarde en otros, un gesto imitativo; es un arranque espontáneo. Y éste es un dato de su sensibilidad artística. Se ha dicho que debe a su muerte heroica una parte de su renombre
literario. Pero esta valorización disimula mal la antipatía desdeñosa que la
inspira. La muerte creó al héroe, frustró al artista. Melgar murió muy joven. Y aunque resulta siempre un poco aventurada toda hipótesis sobre la
probable trayectoria de un artista, sorprendido prematuramente por la
muerte, no es excesivo suponer que Melgar, maduro, habría producido
un arte más purgado de retórica y amaneramiento clásicos y, por consiguiente, más nativo, más puro. La ruptura con la metrópoli habría tenido
en su espíritu consecuencias particulares y, en todo caso, diversas de las
que tuvo en el espíritu de los hombres de letras de una ciudad tan española, tan colonial como Lima. Mariano Melgar, siguiendo el camino de su
impulso romántico, habría encontrado una inspiración cada vez más rural, cada vez más indígena.
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Los que se duelen de la vulgaridad de su léxico y sus imágenes, parten
de un prejuicio aristocratista y academicista. El artista que en el lenguaje
del pueblo escribe un poema de perdurable emoción vale, en todas las literaturas, mil veces más que el que, en lenguaje académico, escribe una
acrisolada pieza de antología. De otra parte, como lo observa Carlos Octavio Bunge en un estudio sobre la literatura argentina, la poesía popular ha
precedido siempre a la poesía artística. Algunos yaravíes de Melgar viven
sólo como fragmentos de poesía popular. Pero, con este título, han adquirido sustancia inmortal.
Tienen, a veces, en sus imágenes sencillas, una ingenuidad pastoril,
que revela su trama indígena, su fondo autóctono. La poesía oriental, se
caracteriza por un rústico panteísmo en la metáfora. Melgar se muestra
muy indio en su imaginismo primitivo y campesino.
Este romántico, finalmente, se entrega apasionadamente a la revolución. En él la revolución no es liberalismo enciclopedista. Es, fundamentalmente, cálido patriotismo. Como en Pumacahua, en Melgar el sentimiento
revolucionario se nutre de nuestra propia sangre y nuestra propia historia.
Para Riva Agüero, el poeta de los yaravíes no es sino “un momento
curioso de la literatura peruana”. Rectifiquemos su juicio, diciendo que es
el primer momento peruano de esta literatura.
VII. ABELARDO GAMARRA
Abelardo Gamarra no tiene hasta ahora un sitio en las antologías. La crítica relega desdeñosamente su obra a un plano secundario. Al plano, casi
negligible para su gusto cortesano, de la literatura popular. Ni siquiera en
el criollismo se le reconoce un rol cardinal. Cuando se historia el criollismo se cita siempre antes a un colonialista tan inequívoco como don Felipe
Pardo.
Sin embargo, Gamarra es uno de nuestros literatos más representativos. Es, en nuestra literatura esencialmente capitalina, el escritor que con
más pureza traduce y expresa a las provincias. Tiene su prosa reminiscencias indígenas. Ricardo Palma es un criollo de Lima; El Tunante es un criollo de la sierra. La raíz india está viva en su arte jaranero.
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Del indio tiene El Tunante la tesonera y sufrida naturaleza, la panteísta despreocupación del más allá, el alma dulce y rural, el buen sentido
campesino, la imaginación realista y sobria. Del criollo, tiene el decir donairoso, la risa zumbona, el juicio agudo y socarrón, el espíritu aventurero
y juerguista. Procedente de un pueblo serrano, El Tunante se asimiló a la
capital y a la costa, sin desnaturalizarse ni deformarse. Por su sentimiento,
por su entonación, su obra es la más genuinamente peruana de medio siglo de imitaciones y balbuceos.
Lo es también por su espíritu. Desde su juventud, Gamarra militó en
la vanguardia. Participó en la protesta radical, con verdadera adhesión a
su patriotismo revolucionario. Lo que en otros corifeos del radicalismo
era sólo una actitud intelectual y literaria, en El Tunante era un sentimiento vital, un impulso anímico. Gamarra sentía hondamente, en su carne y
en su espíritu, la repulsa de la aristocracia encomendera y de su corrompida e ignorante clientela. Comprendió siempre que esta gente no representaba al Perú; que el Perú era otra cosa. Este sentimiento, lo mantuvo en
guardia contra el civilismo y sus expresiones intelectuales e ideológicas.
Su seguro instinto lo preservó, al mismo tiempo, de la ilusión “demócrata”. El Tunante no se engañó sobre Piérola. Percibió el verdadero sentido
histórico del gobierno del 95. Vio claro que no era una revolución democrática sino una restauración civilista. Y, aunque hasta su muerte guardó
el más fervoroso culto a González Prada, cuyas retóricas catilinarias tradujo a un lenguaje popular, se mostró nostalgioso de un espíritu más realizador y constructivo. Su intuición histórica echaba de menos en el Perú a
un Alberdi, a un Sarmiento. En sus últimos años, sobre todo, se dio cuenta
de que una política idealista y renovadora debe asentar bien los pies en la
realidad y en la historia.
No es su obra la de un simple costumbrista satírico. Bajo el animado
retrato de tipos y costumbres, es demasiado evidente la presencia de un
generoso idealismo político y social. Esto es lo que coloca a Gamarra muy
por encima de Segura204. La obra del Tunante tiene un ideal; la de Segura
no tiene ninguno.
Por otra parte, el criollismo del Tunante es más integral, más profundo que el de Segura. Su versión de las cosas y los tipos es más verídica, más
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viviente. Gamarra tiene en su obra –que no por azar es la más popular, la
más leída en provincias– muchos atisbos agudísimos, muchos aciertos
plásticos. El Tunante es un Pancho Fierro205 de nuestras letras. Es un ingenio popular; un escritor intuitivo y espontáneo.
Heredero del espíritu de la revolución de la independencia, tuvo lógicamente que sentirse distinto y opuesto a los herederos del espíritu de la
Conquista y la Colonia. Y, por esto, no diploma ni breveta su obra la autoridad de academias ni ateneos. (“¡De las Academias, líbranos Señor!”,
pensaba seguramente, como Rubén Darío, El Tunante). Se le desdeña por
su sintaxis. Se le desdeña por su ortografía. Pero se le desdeña, ante todo,
por su espíritu.
La vida se burla alegremente de las reservas y los remilgos de la crítica,
concediendo a los libros de Gamarra la supervivencia que niega a los libros de renombre y mérito oficialmente sancionados. A Gamarra no lo
recuerda casi la crítica; no lo recuerda sino el pueblo. Pero esto le basta a
su obra para ocupar de hecho en la historia de nuestras letras el puesto que
formalmente se le regatea.
La obra de Gamarra aparece como una colección dispersa de croquis
y bocetos. No tiene una creación central. No es una afinada modulación
artística. Este es su defecto. Pero de este defecto no es responsable totalmente la calidad del artista. Es responsable también la incipiencia de la literatura que representa.
El Tunante quería hacer arte en el lenguaje de la calle. Su intento no
era equivocado. Por el mismo camino han ganado la inmortalidad los clásicos de los orígenes de todas las literaturas.
VIII. CHOCANO
José Santos Chocano pertenece, a mi juicio, al período colonial de nuestra
literatura. Su poesía grandílocua tiene todos sus orígenes en España. Una
crítica verbalista la presenta como una traducción del alma autóctona.
Pero éste es un concepto artificioso, una ficción retórica. Su lógica, tan
simplista como falsa, razona así: Chocano es exuberante, luego es autóctono. Sobre este principio, una crítica fundamentalmente incapaz de senBIBLIOTECA AYACUCHO
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tir lo autóctono, ha asentado casi todo el dogma del americanismo y el tropicalismo esenciales del poeta de Alma América.
Este dogma pudo ser incontestable en un tiempo de absoluta autoridad del colonialismo. Ahora una generación iconoclasta lo pasa incrédulamente por la criba de su análisis. La primera cuestión que se plantea es
ésta: ¿Lo autóctono es, efectivamente, exuberante?
Un crítico sagaz, extraño en este caso a todo interés polémico como
Pedro Henríquez Ureña, examinando precisamente el tema de la exuberancia en la literatura hispano-americana, observa que esta literatura en su
mayor parte, no aparece por cierto como un producto del trópico. Procede, más bien, de ciudades de clima templado y hasta un poco otoñal. Muy
aguda y certeramente apunta Henríquez Ureña: “En América conservamos el respeto al énfasis mientras Europa nos lo prescribió; aún hoy nos
quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como decían los románticos. ¿No
se atribuirá a influencia del trópico la que es influencia de Víctor Hugo?
¿O de Byron, o de Espronceda o de Quintana?”. Para Henríquez Ureña la
teoría de la exuberancia espontánea de la literatura americana es una teoría falsa. Esta literatura es menos exuberante de lo que parece. Se toma
por exuberancia la verbosidad. Y “si abunda la palabrería es porque escasea la cultura, la disciplina y no por peculiar exuberancia nuestra”*. Los
casos de verbosidad no son imputables a la geografía ni al medio.
Para estudiar el caso de Chocano, tenemos que empezar por localizarlo, ante todo, en el Perú. Y bien, en el Perú lo autóctono es lo indígena,
vale decir lo inkaico.
Y lo indígena, lo inkaico, es fundamentalmente sobrio. El arte indio
es la antítesis, la contradicción del arte de Chocano. El indio esquematiza,
estiliza las cosas con un sintetismo y un primitivismo hieráticos.
Nadie pretende encontrar en la poesía de Chocano la emoción de los
Andes. La crítica que la proclama autóctona, la imagina únicamente depositaría de la emoción de la “montaña”, esto es de la floresta. Riva Agüero es uno de los que suscriben este juicio. Pero los literatos que sin noción
ninguna de la “montaña”, se han apresurado a descubrirla o reconocerla
* Pedro Henríquez Ureña, Seis ensayos en busca de nuestra expresión, pp. 45 a 47206.
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íntegramente en la ampulosa poesía de Chocano, no han hecho otra cosa
que tomar al pie de la letra una conjetura del poeta. No han hecho sino
repetir a Chocano, quien desde hace mucho tiempo se supone “el cantor
de América autóctona y salvaje”.
La “montaña” no es sólo exuberancia. Es, sustancialmente, muchas
otras cosas que no están en la poesía de Chocano. Ante su espectáculo,
ante sus paisajes, la actitud de Chocano es la de un espectador elocuente.
Nada más. Todas sus imágenes son las de una fantasía exterior y extranjera. No se oye la voz de un hombre de la floresta. Se oye, a lo más, la voz de
un forastero imaginativo y ardoroso que cree poseerla y expresarla.
Y esto es muy natural. La “montaña” no existe casi sino como naturaleza, como paisaje, como escenario. No ha producido todavía una estirpe,
un pueblo, una civilización. Chocano, en todo caso, no se ha nutrido de su
savia. Por su sangre, por su mentalidad, por su educación, el poeta de
Alma América es un hombre de la costa. Procede de una familia española.
Su formación espiritual e intelectual se ha cumplido en Lima. Y su énfasis
–este énfasis que, en último análisis, resulta la única prueba de su autoctonismo y de su americanismo artístico o estético– desciende totalmente de
España.
Los antecedentes de la técnica y los modelos de la elocuencia de Chocano están en la literatura española. Todos reconocen en su manera la influencia de Quintana, en su espíritu la de Espronceda. Chocano se reclama de Byron y de Hugo. Pero las influencias más directas que se constatan
en su arte son siempre las de poetas de idioma español. Su egotismo romántico es el de Díaz Mirón, de quien tiene también el acento arrogante y
soberbio. Y el modernismo y el decadentismo que llegan hasta las puertas
de su romanticismo son los de Rubén Darío.
Estos rasgos deciden y señalan demasiado netamente, la verdadera filiación artística de Chocano quien, a pesar de las sucesivas ondas de modernidad que han visitado su arte sin modificarlo absolutamente en su
esencia, ha conservado en su obra la entonación y el temperamento de un
supérstite del romanticismo español y de su grandilocuencia. Su filiación
espiritual coincide, por otra parte, con su filiación artística. El “cantor de
América autóctona y salvaje” es de la estirpe de los conquistadores. Lo
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siente y lo dice él mismo en su poesía, que si no carece de admiración literaria y retórica a los inkas, desborda de amor a los héroes de la Conquista y
a los magnates del Virreinato.
Chocano no pertenece a la plutocracia capitalina. Este hecho lo diferencia
de los literatos específicamente colonialistas. No consiente, por ejemplo,
identificarlo con Riva Agüero. En su espíritu se reconoce al descendiente
de la Conquista más bien que al descendiente del Virreinato. (Y Conquista y Virreinato social y económicamente constituyen dos fases de un mismo fenómeno, pero espiritualmente no tienen idéntica categoría. La Conquista fue una aventura heroica; el Virreinato fue una empresa burocrática. Los conquistadores eran, como diría Blaise Cendrars, de la fuerte raza
de los aventureros; los virreyes y los oidores eran blandos hidalgos y mediocres bachilleres).
Las primeras peripecias de la poesía de Chocano son de carácter romántico. No en balde el cantor de Iras santas se presenta como un discípulo de Espronceda. No en balde se siente en él algo de romanticismo byroniano. La actitud de Chocano es, en su juventud, una actitud de protesta.
Esta protesta tiene a veces un acento anárquico. Tiene otras veces un tinte
de protesta social. Pero carece de concreción. Se agota en una delirante y
bizarra ofensiva verbal contra el gobierno militar de la época. No consigue ser más que un gesto literario.
Chocano aparece luego, políticamente enrolado en el pierolismo. Su
revolucionarismo se conforma con la revolución del 95 que liquida un régimen militar para restaurar, bajo la gerencia provisoria de don Nicolás de
Piérola, el régimen civilista. Más tarde, Chocano se deja incorporar en la
clientela intelectual de la plutocracia. No se aleja de Piérola y su pseudodemocracia para acercarse a González Prada sino para saludar en Javier
Prado y Ugarteche al pensador de su generación.
La trayectoria política de un literato no es también su trayectoria artística. Pero sí es, casi siempre, su trayectoria espiritual. La literatura, de
otro lado, está como sabemos íntimamente permeada de política, aun en
los casos en que parece más lejana y más extraña a su influencia. Y lo que
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queremos averiguar, por el momento, no es estrictamente la categoría artística de Chocano sino su filiación espiritual, su posición ideológica.
Una y otra no están nítidamente expresadas por su poesía. Tenemos,
por consiguiente, que buscarlas en su prosa, la cual, además de haber sido
más explícita que su poesía, no ha sido esencialmente contradicha ni atenuada por ella.
La poesía de Chocano nos coloca, primero, ante un caso de individualismo exasperado y egoísta, asaz frecuente y casi característico en la falange romántica. Este individualismo es todo el anarquismo de Chocano.
Y en los últimos años, el poeta, lo reduce y lo limita. No renuncia absolutamente a su egotismo sensual; pero sí renuncia a una buena parte de
su individualismo filosófico, El culto del Yo se ha asociado al culto de la
jerarquía. El poeta se llama individualista, pero no se llama liberal. Su individualismo deviene un “individualismo jerárquico”. Es un individualismo que no ama la libertad. Que la desdeña casi. En cambio, la jerarquía que
respeta no es la jerarquía eterna que crea el Espíritu; es la jerarquía precaria que imponen, en la mudable perspectiva de lo presente, la fuerza, la
tradición y el dinero.
Del mismo modo doma el poeta los primitivos arranques de su espíritu. Su arte, en su plenitud, acusa –por su exaltado aunque retórico amor a
la Naturaleza– un panteísmo un poco pagano. Y este panteísmo –que producía un poco de animismo en sus imágenes– es en él la sola nota que refleja a una “América autóctona y salvaje”. (El indio es panteísta, animista,
materialista). Chocano, sin embargo, lo ha abandonado tácitamente. La
adhesión al principio de la jerarquía lo ha reconducido a la Iglesia Romana. Roma es, ideológicamente, la ciudadela histórica de la reacción. Los
que peregrinan por sus colinas y sus basílicas en busca del evangelio cristiano regresan desilusionados; pero los que se contentan con encontrar,
en su lugar, el fascismo y la Iglesia –la autoridad y la jerarquía en el sentido
romano– arriban a su meta y hallan su verdad. De estos últimos peregrinos
es el poeta de Alma América. Él, que nunca ha sido cristiano, se confiesa
finalmente católico. Romántico fatigado, hereje converso, se refugia en el
sólido aprisco de la tradición y del orden, de donde creyó un día partir
para siempre a la conquista del futuro.
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IX. RIVA AGÜERO Y SU INFLUENCIA.
LA GENERACIÓN “FUTURISTA”
La generación “futurista” –como paradójicamente se le apoda– señala un
momento de restauración colonialista y civilista en el pensamiento y la literatura del Perú.
La autoridad sentimental e ideológica de los herederos de la Colonia
se encontraba comprometida y socavada por quince años de predicación
radical. Después de un período de caudillaje militar análogo al que siguió
a la revolución de la Independencia, la clase latifundista había restablecido su dominio político pero no había restablecido igualmente su dominio
intelectual. El radicalismo, alimentado por la reacción moral de la derrota
–de la cual el pueblo sentía responsable a la plutocracia–, había encontrado un ambiente favorable a la propagación de su verbo revolucionario. Su
propaganda había rebelado, sobre todo, a las provincias. Una marejada de
ideas avanzadas había pasado por la República.
La antigua guardia intelectual del civilismo envejecida y debilitada,
no podía reaccionar eficazmente contra la generación radical. La restauración tenía que ser realizada por una falange de hombres jóvenes. El civilismo contaba con la Universidad. A la Universidad le tocaba darle, por
ende, esta milicia intelectual. Pero era indispensable que la acción de sus
hombres no se contentase con ser una acción universitaria. Su misión debía constituir una reconquista integral de la inteligencia y el sentimiento.
Como uno de sus objetivos naturales y sustantivos, aparecía la recuperación del terreno perdido en la literatura. La literatura llega adonde no
llega la Universidad. La obra de un solo escritor del pueblo, discípulo de
González Prada, El Tunante, era entonces una obra mucho más propagada y entendida que la de todos los escritores de la Universidad juntos.
Las circunstancias históricas propiciaban la restauración. El dominio
político del civilismo se presentaba sólidamente consolidado. El orden
económico y político inaugurado por Piérola el 95 era esencialmente un
orden civilista. Muchos profesionales y literatos que en el período caótico
de nuestra post-guerra, se sintieron atraídos por el campo radical, se sentían ahora empujados al campo civilista. La generación radical estaba, en
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verdad, disuelta. González Prada, retirado a un displicente ascetismo, vivía desconectado de sus dispersos discípulos. De suerte que la generación
“futurista” no encontró casi resistencia.
En sus rangos se mezclaban y se confundían “civilistas” y “demócratas”, separados en la lucha partidista. Su advenimiento era saludado, en
consecuencia, por toda la gran prensa de la capital. El Comercio y La Prensa auspiciaban a la “nueva generación”. Esta generación se mostraba destinada a realizar la armonía entre civilistas y demócratas que la coalición
del 95 dejó sólo iniciada. Su líder y capitán Riva Agüero, en quien la tradición civilista y plutocrática se conciliaba con una devoción casi filial al
“Califa” demócrata, reveló desde el primer momento tal tendencia. En su
tesis sobre la “literatura del Perú independiente”, arremetiendo contra el
radicalismo dijo lo siguiente: “Los partidos de principios, no sólo no producirían bienes, sino que crearían males irreparables. En el actual sistema,
las diferencias entre los partidos no son muy grandes ni muy hondas sus
divisiones. Se coaligan sin dificultad, colaboran con frecuencia. Los gobernantes sagaces pueden, sin muchos esfuerzos, aprovechar del concurso de todos los hombres útiles”.
La resistencia a los partidos de principios denuncia el sentimiento y la
inspiración clasista de la generación de Riva Agüero. Su esfuerzo manifiesta de un modo demasiado inequívoco el propósito de asegurar y consolidar un régimen de clase. Negar a los principios, a las ideas, el derecho
de gobernar el país significaba fundamentalmente, reservar ese derecho
para una casta. Era preconizar el dominio de la “gente decente”, de la
“clase ilustrada”. Riva Agüero, a este respecto, como a otros, se muestra
en riguroso acuerdo con Javier Prado y Francisco García Calderón. Y es
que Prado y García Calderón representan la misma restauración. Su ideología tiene los mismos rasgos esenciales. Se reduce en el fondo, a un positivismo conservador. Un fraseario más o menos idealista y progresista disimula el ideario tradicional. Como ya lo he observado, Riva Agüero, Prado
y García Calderón coinciden en el acatamiento a Taine. Riva Agüero para
esclarecernos más su filiación, nos descubre en sus varias veces citada tesis
–que es incontestablemente el primer manifiesto político y literario de la
generación “futurista”– su adhesión a Brunetière.
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La revisión de valores de la literatura con que debutó Riva Agüero en
la política, corresponde absolutamente a los fines de una restauración.
Idealiza y glorifica la Colonia, buscando en ella las raíces de la nacionalidad. Superestima la literatura colonialista exaltando enfáticamente a sus
mediocres cultores. Trata desdeñosamente el romanticismo de Mariano
Melgar. Reprueba a González Prada lo más válido y fecundo de su obra:
su protesta.
La generación “futurista” se muestra, al mismo tiempo universitaria,
académica, retórica. Adopta del modernismo sólo los elementos que le
sirven para condenar la inquietud romántica.
Una de sus obras más características y peculiares es la organización de
la Academia correspondiente de la Lengua Española207. Uno de sus esfuerzos
artísticos más marcados es su retorno a España en la prosa y en el verso.
El rasgo más característico de la generación apodada “futurista” es su
pasadismo. Desde el primer momento sus literatos se entregan a idealizar
el pasado. Riva Agüero, en su tesis, reivindica con energía los fueros de los
hombres y las cosas tradicionales.
Pero el pasado, para esta generación, no es muy remoto ni muy próximo. Tiene límites definidos: los del Virreinato. Toda su predilección, toda
su ternura, son para esta época. El pensamiento de Riva Agüero a este respecto es inequívoco. El Perú, según él, desciende de la Conquista. Su infancia es la Colonia.
La literatura peruana deviene desde este momento acentuadamente
colonialista. Se inicia un fenómeno que no ha terminado todavía y que
Luis Alberto Sánchez designa con el nombre de “perricholismo”.
En este fenómeno –en sus orígenes, no en sus consecuencias– se combinan y se identifican dos sentimientos: limeñismo y pasadismo. Lo que,
en política, se traduce así: centralismo y conservatismo. Porque el pasadismo de la generación de Riva Agüero no constituye un gesto romántico
de inspiración meramente literaria. Esta generación es tradicionalista
pero no romántica. Su literatura, más o menos teñida de “modernismo”,
se presenta por el contrario como una reacción contra la literatura del romanticismo. El romanticismo condena radicalmente el presente en el
nombre del pasado o del futuro. Riva Agüero y sus contemporáneos, en
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cambio, aceptan el presente, aunque para gobernarlo y dirigirlo invoquen
y evoquen el pasado. Se caracterizan, espiritual e ideológicamente, por un
conservatismo positivista, por un tradicionalismo oportunista.
Naturalmente, ésta es sólo la tonalidad general del fenómeno, en el
cual no faltan matices más o menos discrepantes. José Gálvez, por ejemplo,
individualmente escapa a la definición que acabo de esbozar. Su pasadismo es de fondo romántico. Haya lo llama “el único palmista sincero”, refiriéndose sin duda al carácter literario y sentimental de su pasadismo. La
distinción no está netamente expresada. Pero parte de un hecho evidente.
Gálvez –cuya poesía desciende de la de Chocano, repitiendo, atenuadamente unas veces, desteñidamente otras, su verbosidad– tiene trama de
romántico. Su pasadismo, por eso, está menos localizado en el tiempo que
el del núcleo de su generación. Es un pasadismo integral. Enamorado del
Virreinato, Gálvez no se siente, sin embargo, acaparado exclusivamente
por el culto de esta época. Para él “todo tiempo pasado fue mejor”. Puede
observarse que, en cambio, su pasadismo está más localizado en el espacio.
El tema de sus evocaciones es casi siempre limeño. Pero también esto me
parece en Gálvez un rasgo romántico.
Gálvez, de otro lado, se aparta a veces del credo de Riva Agüero. Sus
opiniones sobre la posibilidad de una literatura genuinamente nacional
son heterodoxas dentro del fenómeno “futurista”. Acerca del americanismo en la literatura, Gálvez, aunque sea con no pocas reservas y concesiones, se declara en desacuerdo con la tesis del líder de su generación y su
partido. No lo convence la aserción de que es imposible revivir poéticamente las antiguas civilizaciones americanas. “Por mucho que sean civilizaciones desaparecidas y por honda que haya sido la influencia española
–escribe–, ni el material mismo se ha extinguido, ni tan puros hispanos somos los que más lo fuéramos, que no sintamos vinculaciones con aquella
raza, cuya tradición áurea bien merece un recuerdo y cuyas ruinas imponentes y misteriosas nos subyugan y nos impresionan. Precisamente porque andamos tan mezclados y son tan encontradas nuestras raíces históricas, por lo mismo que nuestra cultura no es tan honda como parece, el
material literario de aquellas épocas definitivamente muertas es enorme
para nosotros, sin que esto signifique que lo consideremos primordial y
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porque alguna levadura debe haber en nuestras almas de la gestación del
imperio incaico y de las luchas de las dos razas, la indígena y la española,
cuando aún nos encoge el alma y nos sacude con emoción extraña y dolorida la música temblorosa del yaraví. Además, nuestra historia no puede
partir sólo de la Conquista y por vago que fuese el legado psíquico que
hayamos recibido de los indios, siempre tenemos algo de aquella raza vencida, que en viviente ruina anda preterida y maltratada en nuestras serranías, constituyendo un grave problema social, que si palpita dolorosamente en nuestra vida, ¿por qué no puede tener un lugar en nuestra
literatura que ha sido tan fecunda en sensaciones históricas de otras razas
que realmente nos son extranjeras y peregrinas?”*. No acierta Gálvez, sin
embargo, en la definición de una literatura nacional. “Es cuestión de volver el alma –dice– a las rumorosas palpitaciones de lo que nos rodea”.
Mas, a renglón seguido, reduce sus elementos a “la historia, la tradición y
la naturaleza”. El pasadista reaparece aquí íntegramente. Una literatura
genuinamente nacionalista, en su concepto, debe nutrirse sobre todo de la
historia, la leyenda, la tradición, esto es del pasado. El presente es también
historia. Pero seguramente Gálvez no lo pensaba cuando escogía las fuentes de nuestra literatura. La historia, en su sentimiento, no era entonces
sino pasado. No dice Gálvez que la literatura nacional debe traducir totalmente al Perú. No le pide una función realmente creadora. Le niega el derecho de ser una literatura del pueblo. Polemizando con El Tunante, sostiene que el artista “debe desdeñar altivamente la facilidad que le ofrece el
modismo callejero, admirable muchas veces para el artículo de costumbres, pero que está distante de la fina aristocracia que debe tener la forma
artística”**.
El pensamiento de la generación futurista es, por otra parte, el de Riva
Agüero. El voto en contra o, mejor, el voto en blanco de Gálvez, en éste y
otros debates, no tiene sino un valor individual. La generación futurista,
en tanto, utiliza totalmente el pasadismo y el romanticismo de Gálvez en
la serenata bajo los balcones del Virreinato, destinada políticamente a reanimar una leyenda indispensable al dominio de los herederos de la Colonia.
* Gálvez, op. cit., pp. 33 y 34.
** Ibid., p. 90.
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La casta feudal no tiene otros títulos que los de la tradición colonial.
Nada más concordante con su interés que una corriente literaria tradicionalista. En el fondo de la literatura colonialista, no existe sino una orden
perentoria, una exigencia imperiosa del impulso vital de una clase, de una
“casta”.
Y quien dude del origen fundamentalmente político del fenómeno
“futurista” no tiene sino que reparar en el hecho de que esta falange de
abogados, escritores, literatos, etc., no se contentó con ser sólo un movimiento. Cuando llegó a su mayor edad quiso ser un partido.
X. “COLÓNIDA” Y VALDELOMAR
“Colónida” representó una insurrección –decir una revolución sería exagerar su importancia– contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis
retórico, su gusto conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía
mediocre y ojerosa. Los colónidas virtualmente reclamaron sinceridad y
naturalismo. Su movimiento, demasiado heteróclito y anárquico, no pudo
condensarse en una tendencia ni concretarse en una fórmula. Agotó su
energía en su grito iconoclasta y su orgasmo esnobista.
Una efímera revista de Valdelomar dio su nombre a este movimiento.
Porque “Colónida” no fue un grupo, no fue un cenáculo, no fue una escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de ánimo. Varios escritores hicieron “colonidismo” sin pertenecer a la capilla de Valdelomar. El
“colonidismo” careció de contornos definidos. Fugaz meteoro literario,
no pretendió nunca cuajarse en una forma. No impuso a sus adherentes
un verdadero rumbo estético. El “colonidismo” no constituía una idea ni
un método. Constituía un sentimiento ególatra, individualista, vagamente
iconoclasta, imprecisamente renovador. “Colónida” no era siquiera un
haz de temperamentos afines; no era al menos propiamente una generación. En sus rangos, con Valdelomar, More, Gibson, etc., militábamos algunos escritores adolescentes, novísimos, principiantes. Los “colónidos”
no coincidían sino en la revuelta contra todo academicismo. Insurgían
contra los valores, las reputaciones y los temperamentos académicos. Su
nexo era una protesta; no una afirmación. Conservaron sin embargo,
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mientras convivieron en el mismo movimiento, algunos rasgos espirituales comunes. Tendieron a un gusto decadente, elitista, aristocrático, algo
mórbido. Valdelomar, trajo de Europa gérmenes de d’annunzianismo que
se propagaron en nuestro ambiente voluptuoso, retórico y meridional.
La bizarría, la agresividad, la injusticia y hasta la extravagancia de los
“colónidos” fueron útiles. Cumplieron una función renovadora. Sacudieron la literatura nacional. La denunciaron como una vulgar rapsodia de la
más mediocre literatura española. Le propusieron nuevos y mejores modelos, nuevas y mejores rutas. Atacaron a sus fetiches, a sus íconos. Iniciaron lo que algunos escritores calificarían como “una revisión de nuestros
valores literarios”. “Colónida” fue una fuerza negativa, disolvente, beligerante. Un gesto espiritual de varios literatos que se oponían al acaparamiento de la fama nacional por un arte anticuado, oficial y pompier.
De otro lado, los “colónidos” no se comportaron siempre con injusticia. Simpatizaron con todas las figuras heréticas, heterodoxas, solitarias
de nuestra literatura. Loaron y rodearon a González Prada. En el “colonidismo” se advierte algunas huellas de influencia del autor de Páginas libres y Exóticas. Se observa también que los “colónidos” tomaron de González Prada lo que menos les hacía falta. Amaron lo que en González
Prada había de aristócrata, de parnasiano, de individualista; ignoraron lo
que en González Prada había de agitador, de revolucionario. More definía
a González Prada como “un griego nacido en un país de zambos”. “Colónida”, además, valorizó a Eguren, desdeñado y desestimado por el gusto
mediocre de la crítica y del público de entonces.
El fenómeno “colónida” fue breve. Después de algunas escaramuzas
polémicas, el “colonidismo” tramontó definitivamente. Cada uno de los
“colónidos” siguió su propia trayectoria personal. El movimiento quedó
liquidado. Nada importa que perduren algunos de sus ecos y que se agiten, en el fondo de más de un temperamento joven, algunos de sus sedimentos. El “colonidismo”, como actitud espiritual, no es de nuestro tiempo. La apetencia de renovación que generó el movimiento “colónida” no
podía satisfacerse con un poco de decadentismo y otro poco de exotismo.
“Colónida” no se disolvió explícita ni sensiblemente, porque jamás fue
una facción, sino una postura interina, un ademán provisorio.
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El “colonidismo” negó e ignoró la política. Su elitismo, su individualismo, lo alejaban de las muchedumbres, lo aislaban de sus emociones.
Los “colónidos” no tenían orientación ni sensibilidad políticas. La política les parecía una función burguesa, burocrática, prosaica. La revista Colónida era escrita para el Palais Concert y el jirón de la Unión208. Federico
More tenía afición orgánica a la conspiración y al panfleto; pero sus concepciones políticas eran antidemocráticas, antisociales, reaccionarias.
More soñaba con una aristarquía, casi con una artecracia. Desconocía y
despreciaba la realidad social. Detestaba el vulgo y el tumulto.
Pero terminado el experimento “colónida”, los escritores que en él
intervinieron, sobre todo los más jóvenes, empezaron a interesarse por las
nuevas corrientes políticas. Hay que buscar las raíces de esta conversión
en el prestigio de la literatura política de Unamuno, de Araquistain, de
Alomar y de otros escritores de la revista España; en los efectos de la predicación de Wilson, elocuente y universitaria, propugnando una nueva libertad; y en la sugestión de la mentalidad de Víctor M. Maúrtua209 cuya influencia en el orientamiento socialista de varios de nuestros intelectuales
casi nadie conoce. Esta nueva actitud espiritual fue marcada también por
una revista, más efímera aún que Colónida: Nuestra Época. En Nuestra
Época, destinada a las muchedumbres y no al Palais Concert, escribieron
Félix del Valle, César Falcón, César Ugarte, Valdelomar, Percy Gibson,
César A. Rodríguez, César Vallejo y yo. Este era ya, hasta estructuralmente, un conglomerado distinto del de Colónida. Figuraban en él un discípulo de Maúrtua, un futuro catedrático de la Universidad: Ugarte; y un
agitador obrero: del Barzo. En este movimiento, más político que literario, Valdelomar no era ya un líder. Seguía a escritores más jóvenes y menos
conocidos que él. Actuaba en segunda fila.
Valdelomar, sin embargo, había evolucionado. Un gran artista es casi
siempre un hombre de gran sensibilidad. El gusto de la vida muelle, plácida, sensual, no le hubiera consentido ser un agitador; pero, como Oscar
Wilde, Valdelomar habría llegado a amar el socialismo. Valdelomar no era
un prisionero de la torre de marfil. No renegaba su pasado demagógico y
tumultuario de billinghurista210. Se complacía de que en su historia existiera ese episodio. Malgrado su aristocratismo, Valdelomar se sentía atraído
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por la gente humilde y sencilla. Lo acreditan varios capítulos de su literatura, no exenta de notas cívicas. Valdelomar escribió para los niños de las escuelas de Huaura su oración a San Martín. Ante un auditorio de obreros,
pronunció en algunas ciudades del norte durante sus andanzas de conferencista nómada, una oración al trabajo. Recuerdo que, en nuestros últimos coloquios, escuchaba con interés y con respeto mis primeras divagaciones socialistas. En este instante de gravidez, de maduración, de tensión
máximas, lo abatió la muerte.
No conozco ninguna definición certera, exacta, nítida, del arte de Valdelomar. Me explico que la crítica no la haya formulado todavía. Valdelomar murió a los treinta años cuando él mismo no había conseguido aún
encontrarse, definirse. Su producción desordenada, dispersa, versátil, y
hasta un poco incoherente, no contiene sino los elementos materiales de la
obra que la muerte frustró. Valdelomar no logró realizar plenamente su
personalidad rica y exuberante. Nos ha dejado, a pesar de todo, muchas
páginas magníficas.
Su personalidad no sólo influyó en la actitud espiritual de una generación de escritores. Inició en nuestra literatura una tendencia que luego se
ha acentuado. Valdelomar que trajo del extranjero influencias pluricolores e internacionales y que, por consiguiente, introdujo en nuestra literatura elementos de cosmopolitismo, se sintió, al mismo tiempo, atraído por
el criollismo y el inkaísmo. Buscó sus temas en lo cotidiano y lo humilde.
Revivió su infancia en una aldea de pescadores. Descubrió, inexperto
pero clarividente, la cantera de nuestro pasado autóctono.
Uno de los elementos esenciales del arte de Valdelomar es su humorismo. La egolatría de Valdelomar era en gran parte humorística. Valdelomar decía en broma casi todas las cosas que el público tomaba en serio.
Las decía pour épater les bourgeois. Si los burgueses se hubiesen reído con
él de sus “poses” megalomaníacas, Valdelomar no hubiese insistido tanto
en su uso. Valdelomar impregnó su obra de un humorismo elegante, alado, ático, nuevo hasta entonces entre nosotros. Sus artículos de periódicos, sus “diálogos máximos”, solían estar llenos del más gentil donaire.
Esta prosa habría podido ser más cincelada, más elegante, más duradera;
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pero Valdelomar no tenía casi tiempo para pulirla. Era una prosa improvisada y periodística*.
Ningún humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno que el de Valdelomar. Valdelomar caricaturizaba a los hombres, pero los caricaturizaba piadosamente. Miraba las cosas con una sonrisa bondadosa. Evaristo, el empleado de la botica aldeana, hermano
gemelo de un sauce hepático y desdichado, es una de esas caricaturas melancólicas que a Valdelomar le agradaba trazar. En el acento de esta novela
de sabor pirandeliano se siente la ternura de Valdelomar por su desventurado, pálido y canijo personaje.
Valdelomar parece caer a veces en la desesperanza y en el pesimismo.
Pero estos son desmayos pasajeros, depresiones precarias de su ánimo.
Era Valdelomar demasiado panteísta y sensual para ser pesimista. Creía
con D’Annunzio que “la vida es bella y digna de ser magníficamente vivida”. En sus cuentos y paisajes aldeanos se reconoce este rasgo de su espíritu. Valdelomar buscó perennemente la felicidad y el placer. Pocas veces
logró gozarlos; pero estas pocas veces supo poseerlos plena, absoluta,
exaltadamente.
En su Confiteor –que es tal vez la más noble, la más pura, la más bella
poesía erótica de nuestra literatura– Valdelomar toca el más alto grado de
exaltación dionisíaca. Transido de emoción erótica, el poeta piensa que la
naturaleza, el Universo, no pueden ser extraños ni indiferentes a su amor.
Su amor no es egoísta: necesita sentirse rodeado por una alegría cósmica.
He aquí esta nota suprema de Confiteor:
MI AMOR ANIMARÁ EL MUNDO
¿Qué haré el día en que sus ojos
tengan para mí una mirada de amor?
Mi alma llenará el mundo de alegría,
la Naturaleza vibrará con el temblor de mi corazón,
todos serán felices:
el cielo, el mar, los árboles, el paisaje… Mi pasión
* El humorismo de Valdelomar se cebaba donosamente en las disonancias mestizas o
huachafas211. Una tarde, en el Palais Concert, Valdelomar me dijo: “Mariátegui, a la leve y
fina libélula, motejan aquí chupajeringa”. Yo, tan decadente como él entonces, lo excité a
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pondrá en el universo, ahora triste,
las alegres notas de una divina coloración;
cantarán las aves, las copas de los árboles
entonarán una balada; hasta el panteón
llegará la alegría de mi alma
y los muertos sentirán el soplo fresco de mi amor.
¿ES POSIBLE SUFRIR?
¿Quién dice que la vida es triste?
¿Quién habla de dolor?
¿Quién se queja?... ¿Quién sufre?... ¿Quién llora?
Confiteor es la ingenua confidencia lírica de un enamorado exultante
de amor y de felicidad. Delante de la amada, el poeta “tiembla como un
junco débil”. Y con la cándida convicción de los enamorados, dice que no
todos pueden comprender su pasión. La imagen de su amada, es una imagen prerrafaelista, presentida sólo por los que han “contemplado el lienzo
de Burne Jones donde está el ángel de la Anunciación”. En el amor, ninguno de nuestros poetas había llegado antes a este lirismo absoluto. Hay algo
de allegro beethoveniano en los versos transcritos.
A Valdelomar, a pesar de El hermano ausente, a pesar de Confiteor y
otros versos, se le regatea el título de poeta que en cambio se discierne por
ejemplo, a don Felipe Pardo. No cabe Valdelomar dentro de las clasificaciones arbitrarias y ramplonas de la vieja crítica. ¿Qué puede decir esta
crítica de Valdelomar y de su obra? Los matices más nobles, las notas más
delicadas del temperamento de este gran lírico no podrán ser aprehendidos nunca por sus definiciones. Valdelomar fue un hombre nómade, versátil, inquieto como su tiempo. Fue “muy moderno, audaz, cosmopolita”.
En su humorismo, en su lirismo, se descubre a veces lineamientos y matices de la moderna literatura de vanguardia.
reivindicar los nobles y ofendidos fueros de la libélula. Valdelomar pidió al mozo unas
cuartillas. Y escribió sobre una mesa del café melifluamente rumoroso uno de sus “diálogos máximos”. Su humorismo era así, inocente, infantil, lírico. Era la reacción de un alma
afinada y pulcra contra la vulgaridad y la huachafería de un ambiente provinciano monótono. Le molestaban los “hombres gordos y borrachos”, los prendedores de quinto de libra, los puños postizos y los zapatos con elástico.
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Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal.
Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre “las cosas
inefables e infinitas”, que intervienen en el desarrollo de sus leyendas
inkaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D’Annunzio. En Italia, el tramonto
romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal.
Venecia anfibia –marítima y palúdica–, exacerbaron en Valdelomar las
emociones crepusculares de Il Fuoco.
Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista su vivo y puro lirismo. El humour, esa nota tan frecuente de su arte, es
la senda por donde se evade del universo d’annunziano. El humour da el
tono al mejor de sus cuentos: Hebaristo, el sauce que se murió de amor.
Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación panteísta de las vidas paralelas
de un sauce y un boticario; pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por
el drama: el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su
ritmo sórdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea,
a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescadores gravitan melodiosamente en su subconsciencia.
Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de
su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El “soplo denso, perfumado del mar”, la impregna de una tristeza tónica y salobre:
y lo que él me dijera aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar.
(“Tristitia”)
Tiene, empero, Valdelomar la sensibilidad cosmopolita y viajera del
hombre moderno. Nueva York, Time Square, son motivos que lo atraen
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tanto como la aldea encantada y el “caballero carmelo”. Del piso 54 de
Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerbasanta y la verdolaga de los primeros
soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandysmo de sus cuentos yanquis y cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes chinas u orientales (“mi alma tiembla
como un junco débil”), el romanticismo de sus leyendas inkaicas, el impresionismo de sus relatos criollos son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transiciones y sin
rupturas espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el
trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criollas. Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo, que del más exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento
de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (Verdolaga), una
vida romancesca (La Mariscala). Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier
tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A él se le reveló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica belleza agonal de las corridas de
toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribió su Belmonte, el trágico.
La “greguería” empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me
consta que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobremanera a Valdelomar. El gusto atomístico de la “greguería” era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la
búsqueda microcósmica. Pero, en cambio, Valdelomar no sospechaba
aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo
impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.
Impresionismo: ésta es, dentro de su variedad espacial, la filiación
más precisa de su arte.
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XI. NUESTROS “INDEPENDIENTES”
Al margen de los movimientos, de las tendencias, de los cenáculos y hasta
de las propias generaciones, no han faltado en el proceso de nuestra literatura casos más o menos independientes y solitarios de vocación literaria.
Pero en el proceso de una literatura se borra lentamente el recuerdo del
escritor y del artista que no dejan descendencia. El escritor, el artista, pueden trabajar fuera de todo grupo, de toda escuela, de todo movimiento.
Mas su obra entonces no puede salvarlo del olvido si no es en sí misma un
mensaje a la posteridad. No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el
suscitador. Por esto, las individualidades me interesan, sobre todo por su
influencia. Las individualidades en mi estudio, no tienen su más esencial
valor en sí mismas, sino en su función de signos.
Ya hemos visto cómo a una generación o, mejor, a un movimiento radical que reconoció su líder en González Prada, siguió un movimiento
neo-civilista o colonialista que proclamó su patriarca a Palma. Y cómo vino
después un movimiento “colónida” precursor de una nueva generación. Pero
eso no quiere decir que toda la literatura de este largo período corresponda
necesariamente al fenómeno “futurista” o al fenómeno “colónida”.
Tenemos el caso del poeta Domingo Martínez Luján, bizarro especimen de la vieja bohemia romántica, algunos de cuyos versos señalarán en
las antologías algo así como la primera nota rubendariana de nuestra poesía. Tenemos el caso de Manuel Beingolea, cuentista de fino humorismo y
de exquisita fantasía que cultiva, en el cuento, el decadentismo de lo raro y
lo extraordinario. Tenemos el caso de José María Eguren, que representa
en nuestra historia literaria la poesía “pura”, antes que la poesía simbolista.
El caso de Eguren, empero, por su excepcional ascendiente, no se
mantiene extraño al juego de las tendencias. Constituye un valor surgido
aparte de una generación, pero que deviene luego un valor polémico en el
diálogo de dos generaciones en contraste. Desconocido, desdeñado por la
generación “futurista” que aclama como su poeta a Gálvez, Eguren es
descubierto y adoptado por el movimiento “colónida”.
La revelación de Eguren empieza en la revista Contemporáneos sobre
la que debo decir algunas palabras. Contemporáneos marca incontestableBIBLIOTECA AYACUCHO
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mente una fecha en nuestra historia literaria. Fundada por Enrique Bustamante y Ballivián y Julio Alfonso Hernández, esta revista aparece como el
órgano de un grupo de “independientes” que sienten la necesidad de afirmar su autonomía del cenáculo “colonialista”. De la generación de Riva
Agüero, estos “independientes” repudian más la estética que el espíritu. Contemporáneos se presenta, ante todo, como la avanzada del modernismo en el Perú. Su programa es exclusivamente literario. Hasta como
simple revista de renovación literaria, le falta agresividad, exaltación, beligerancia. Tiene la ponderación parnasiana de Enrique Bustamante y Ballivián, su director. Mas sus actitudes poseen de todos modos un sentido
de protesta. Los “independientes” de Contemporáneos buscan la amistad
de González Prada. Este gesto afirma por sí solo una “secesión”. El poeta
de Exóticas, el prosador de Páginas libres, que entonces no colaboraba
sino en algún acre y pobre periódico anarquista, reaparece en 1909 ante el
público de las revistas literarias, en compañía de unos independientes que
estimaban en él al parnasiano, al aristócrata, más que al acusador, más que
al rebelde. Pero no importa. Este hecho anuncia ya una reacción.
La revista Contemporáneos, desaparecida después de unos cuantos
números, intenta renacer en una revista más voluminosa, Cultura. Bustamante y Ballivián se asocia para esta tentativa a Valdelomar. Pero antes del
primer número los co-directores, riñen. Cultura sale sin Valdelomar. El
primer y único número212 da la impresión de una revista más ecléctica,
menos representativa que Contemporáneos. El fracaso de este experimento prepara a Colónida.
Pero estos y otros intentos revelan que si la generación de Riva Agüero no pudo desdoblarse y dividirse en dos bandos, en dos grupos antagónicos y definidos, no constituyó tampoco una generación uniforme y unánime. En ninguna generación se presentan esta uniformidad, esta
unanimidad. La de Riva Agüero tuvo sus “independientes”, tuvo sus heterodoxos. Espiritual e ideológicamente, el de más personalidad y significación fue sin duda Pedro S. Zulen. A Zulen no le disgustaban únicamente
el academicismo y la retórica de los “futuristas”; le disgustaba profundamente el espíritu conservador y tradicionalista. Frente a una generación
“colonialista”, Zulen se declaró “pro indigenista”. Los demás “indepen7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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dientes” –Enrique Bustamante y Ballivián, Alberto J. Ureta, etc.– se contentaron con una implícita secesión literaria.
XII. EGUREN
José María Eguren representa en nuestra historia literaria la poesía pura.
Este concepto no tiene ninguna afinidad con la tesis del Abate Brémond213 . Quiero simplemente expresar que la poesía de Eguren se distingue de la mayor parte de la poesía peruana en que no pretende ser historia,
ni filosofía ni apologética sino exclusiva y solamente poesía.
Los poetas de la República no heredaron de los poetas de la Colonia la
afición a la poesía teológica –mal llamada religiosa o mística– pero sí heredaron la afición a la poesía cortesana y ditirámbica. El parnaso peruano se
engrosó bajo la República con nuevas odas, magras unas, hinchadas otras.
Los poetas pedían un punto de apoyo para mover el mundo, pero este
punto de apoyo era siempre un evento, un personaje. La poesía se presentaba, por consiguiente, subordinada a la cronología. Odas a los héroes o
hechos de América cuando no a los reyes de España, constituían los más
altos monumentos de esta poesía de efemérides o de ceremonia que no
encerraba la emoción de una época o de una gesta sino apenas de una fecha. La poesía satírica estaba también, por razón de su oficio, demasiado
encadenada al evento, a la crónica.
En otros casos, los poetas cultivaban el poema filosófico que generalmente no es poesía ni es filosofía. La poesía degeneraba en un ejercicio de
declamación metafísica.
El arte de Eguren es la reacción contra este arte gárrulo y retórico, casi
íntegramente compuesto de elementos temporales y contingentes. Eguren se comporta siempre como un poeta puro. No escribe un solo verso de
ocasión, un solo canto sobre medida. No se preocupa del gusto del público ni de la crítica. No canta a España, ni a Alfonso XIII, ni a Santa Rosa de
Lima. No recita siquiera sus versos en veladas ni fiestas. Es un poeta que
en sus versos dice a los hombres únicamente su mensaje divino.
¿Cómo salva este poeta su personalidad? ¿Cómo encuentra y afina en
esta turbia atmósfera literaria sus medios de expresión? Enrique BustaBIBLIOTECA AYACUCHO
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mante y Ballivián que lo conoce íntimamente nos ha dado un interesante
esquema de su formación artística: “Dos han sido los más importantes factores en la formación del poeta dotado de riquísimo temperamento: las
impresiones campestres recibidas en su infancia en ‘Chuquitanta’, hacienda de su familia en las inmediaciones de Lima, y las lecturas que desde
su niñez le hiciera de los clásicos españoles su hermano Jorge. Diéronle las
primeras no sólo el paisaje que da fondo a muchos de sus poemas, sino el
profundo sentimiento de la Naturaleza expresado en símbolos como lo
siente la gente del campo que lo anima con leyendas y consejas y lo puebla
de duendes y brujas, monstruos y trasgos. De aquellas clásicas lecturas,
hechas con culto criterio y ponderado buen gusto, sacó la afición literaria,
la riqueza de léxico y ciertos giros arcaicos que dan sabor peculiar a su
muy moderna poesía. De su hogar, profundamente cristiano y místico, de
recia moralidad cerrada, obtuvo la pureza de alma y la tendencia al ensueño. Puede agregarse que en él, por su hermana Susana, buena pianista y
cantante, obtuvo la afición musical que es tendencia de muchos de sus versos. En cuanto al color y a la riqueza plástica, no se debe olvidar que Eguren es un buen pintor (aunque no llegue a su altura de poeta) y que comenzó a pintar antes de escribir. Ha notado algún crítico que Eguren es un
poeta de la infancia y que allí está su virtud principal. Ello seguramente ha
de tener origen (aunque discrepemos de la opinión del crítico) en que los
primeros versos del poeta fueron escritos para sus sobrinas y que son cuadros de la infancia en que ellas figuran”*.
Encuentro excesivo o, más bien, impreciso, calificar a Eguren de poeta de la infancia. Pero me parece evidente su calidad esencial de poeta de
espíritu y sensibilidad infantiles. Toda su poesía es una versión encantada
y alucinada de la vida. Su simbolismo viene, ante todo, de sus impresiones
de niño. No depende de influencias ni de sugestiones literarias. Tiene sus
raíces en la propia alma del poeta. La poesía de Eguren es la prolongación
de su infancia. Eguren conserva íntegramente en sus versos la ingenuidad
* En el Boletín Bibliográfico de la Universidad de Lima, No 15 (diciembre de 1915). Nota
crítica a una selección de poemas de Eguren hecha por el bibliotecario de la Universidad,
Pedro S. Zulen, uno de los primeros en apreciar y admirar el genio del poeta de Simbólicas.
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y la rêverie del niño. Por eso su poesía es una visión tan virginal de las cosas. En sus ojos deslumbrados de infante, está la explicación total del milagro.
Este rasgo del arte de Eguren no aparece sólo en las que específicamente pueden ser clasificadas como poesías de tema infantil. Eguren expresa siempre las cosas y la Naturaleza con imágenes que es fácil identificar y reconocer como escapadas de su subconsciencia de niño. La plástica
imagen de un “rey colorado de barba de acero” –una de las notas preciosas de Eroe, poesía de música rubendariana– no puede ser encontrada
sino por la imaginación de un infante. “Los reyes rojos”, una de las más
bellas creaciones del simbolismo de Eguren, acusa análogo origen en su
bizarra composición de calcomanía:
Desde la aurora
combaten dos reyes rojos
con lanza de oro.
Por verde bosque
y en los purpurinos cerros
vibra su ceño.
Falcones reyes
batallan en lejanías
de oro azulinas.
Por la luz cadmio,
airadas se ven pequeñas
sus formas negras.
Viene la noche
y firmes combaten foscos
los reyes rojos.
Nace también de este encantamiento del alma de Eguren su gusto por
lo maravilloso y lo fabuloso. Su mundo es el mundo indescifrable y aladinesco de “la niña de la lámpara azul”. Con Eguren aparece por primera
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vez en nuestra literatura la poesía de lo maravilloso. Uno de los elementos
y de las características de esta poesía es el exotismo. Simbólicas tiene un
fondo de mitología escandinava y de medioevo germano. Los mitos helenos no asoman nunca en el paisaje wagneriano y grotesco de sus cromos
sintetistas.
Eguren no tiene ascendientes en la literatura peruana. No los tiene tampoco en la propia poesía española. Bustamante y Ballivián afirma que González Prada “no encontraba en ninguna literatura origen al simbolismo de
Eguren”. También yo recuerdo haber oído a González Prada más o menos
las mismas palabras.
Clasifico a Eguren entre los precursores del período cosmopolita de
nuestra literatura. Eguren –he dicho ya– aclimata en un clima poco propicio la flor preciosa y pálida del simbolismo. Pero esto no quiere decir que
yo comparta, por ejemplo, la opinión de los que suponen en Eguren influencias vivamente perceptibles del simbolismo francés. Pienso, por el
contrario, que esta opinión es equivocada. El simbolismo francés no nos
da la clave del arte de Eguren. Se pretende que en Eguren hay trazas especiales de la influencia de Rimbaud. Mas el gran Rimbaud era, temperamentalmente, la antítesis de Eguren. Nietzscheano, agónico, Rimbaud
habría exclamado con el Guillén de Deucalión: “yo he de ayudar al Diablo
a conquistar el cielo”. André Rouveyre lo declara “el prototipo del sarcasmo demoníaco y del blasfemo despreciante”. Mílite de la Comuna, Rimbaud tenía una psicología de aventurero y de revolucionario. “Hay que ser
absolutamente moderno”, repetía. Y para serlo dejó a los veintidós años la
literatura y París. A ser poeta en París prefirió ser pioneer en África. Su vitalidad excesiva no se resignaba a una bohemia citadina y decadente, más
o menos verleniana. Rimbaud, en una palabra, era un ángel rebelde. Eguren, en cambio, se nos muestra siempre exento de satanismo. Sus tormentas, sus pesadillas, son encantada e infantilmente feéricas. Eguren encuentra pocas veces su acento y su alma tan cristalinamente como en “Los
ángeles tranquilos”:
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Pasó el vendaval;
ahora con perlas y berilos,
cantan la soledad aurora
los ángeles tranquilos.
Modulan canciones santas
en dulces bandolines;
viendo caídas las hojosas plantas
de campos y jardines.
Mientras el sol en la neblina
vibra sus oropeles,
besan la muerte blanquecina
en los Saharas crueles.
Se alejan de madrugada
con perlas y berilos
y con la luz del cielo en la mirada
los ángeles tranquilos.
El poeta de Simbólicas y de La canción de las figuras representa, en
nuestra poesía, el simbolismo; pero no un simbolismo. Y mucho menos
una escuela simbolista. Que nadie le regatee originalidad. No es lícito regatearla a quien ha escrito versos tan absoluta y rigurosamente originales
como los de “El duque”:
Hoy se casa el duque Nuez;
viene el chantre, viene el juez
y con pendones escarlata
florida cabalgata;
a la una, a las dos, a las diez;
que se casa el Duque primor
con la hija de Clavo de Olor.
Allí están, con pieles de bisonte,
los caballos de Lobo del Monte,
y con ceño triunfante,
Galo cetrino, Rodolfo Montante.
Y en la capilla está la bella,
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mas no ha venido el Duque tras ella;
los magnates mostradores,
aduladores
al suelo el penacho inclinan;
los corvados, los bisiestos
dan sus gestos, sus gestos, sus gestos;
y la turba melenuda
estornuda, estornuda, estornuda.
Y a los pórticos y a los espacios
mira la novia con ardor…
son sus ojos dos topacios
de brillor.
Y hacen fieros ademanes,
nobles rojos como alacranes;
concentrando sus resuellos
grita el más hercúleo de ellos:
¿Quién al gran Duque entretiene?
¡ya el gran cortejo se irrita!...
Pero el Duque no viene;…
se lo ha comido Paquita.
Rubén Darío creía pensar en francés más bien que en castellano. Probablemente no se engañaba. El decadentismo, el preciosismo, el bizantinismo de su arte son los del París finisecular y verleniano del cual el poeta
se sintió huésped y amante. Su barca, “provenía del divino astillero del
divino Watteau”. Y el galicismo de su espíritu engendraba el galicismo de
su lenguaje. Eguren no presenta el uno ni el otro. Ni siquiera su estilo se
resiente de afrancesamiento*. Su forma es española; no es francesa. Es frecuente y es sólito en sus versos, como lo remarca Bustamante y Ballivián, el
giro arcaico. En nuestra literatura, Eguren es uno de los que representan
la reacción contra el españolismo porque, hasta su orto, el españolismo
era todavía retoricismo barroco o romanticismo grandilocuente. Eguren,
en todo caso, no es como Rubén Darío un enamorado de la Francia siglo
dieciocho y rococó. Su espíritu desciende del Medioevo, más bien que del
* No escasean en los versos de Eguren los italianismos. El gusto de las palabras italianas
–que no lo latiniza– nace en el poeta de su trato de la poesía de Italia, fomentado en él por
las lecturas de su hermano Jorge que residió largamente en ese país.
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Setecientos. Yo lo hallo hasta más gótico que latino. Ya he aludido a su
predilección por los mitos escandinavos y germánicos. Constataré ahora
que en algunas de sus primeras composiciones, de acento y gusto un poco
rubendarianos, como “Las bodas vienesas” y “Lis”, la imaginación de
Eguren abandona siempre el mundo dieciochesco para partir en busca de
un color o una nota medioevales:
Comienzan ambiguas
añosas marquesas
sus danzas antiguas
y sus polonesas.
Y llegan arqueros
de largos bigotes
y evitan los fieros
de los monigotes.
Me parece que algunos elementos de su poesía –la ternura y el candor
de la fantasía, verbigratia– emparentan vagamente a veces a Eguren con
Maeterlinck –el Maeterlinck de los buenos tiempos. Pero esta indecisa
afinidad no revela precisamente una influencia maeterlinckiana. Depende más bien de que la poesía de Eguren, por las rutas de lo maravilloso,
por los caminos del sueño, toca el misterio. Mas Eguren interpreta el misterio con la inocencia de un niño alucinado y vidente. Y en Maeterlinck el
misterio es con frecuencia un producto de alquimia literaria.
Objetando su galicismo, analizando su simbolismo, se abre de improviso, feéricamente, como en un encantamiento, la puerta secreta de una
interpretación genealógica del espíritu y del temperamento de José M.
Eguren.
Eguren desciende del Medio Evo. Es un eco puro –extraviado en el trópico americano– del Occidente medioeval. No procede de la España morisca sino de la España gótica. No tiene nada de árabe en su temperamento ni
en su espíritu. Ni siquiera tiene mucho de latino. Sus gustos son un poco
nórdicos. Pálido personaje de Van Dyck, su poesía se puebla a veces de
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imágenes y reminiscencias flamencas y germanas. En Francia el clasicismo
le reprocharía su falta de orden y claridad latinas. Maurras214 lo hallaría
demasiado tudesco y caótico. Porque Eguren no procede de la Europa
renacentista o rococó. Procede espiritualmente de la edad de las cruzadas
y las catedrales. Su fantasía bizarra tiene un parentesco característico con
la de los decoradores de las catedrales góticas en su afición a lo grotesco.
El genio infantil de Eguren se divierte en lo grotesco, finamente estilizado
con gusto prerrenacentista:
Dos infantes oblongos deliran
y al cielo levantan sus rápidas manos
y dos rubias gigantes suspiran
y el coro preludian cretinos ancianos.
Y al dulzor de virgíneas camelias
va en pos del cortejo la banda macrovia
y rígidas, fuertes, las tías Adelias,
y luego cojeando, cojeando la novia.
(“Las bodas vienesas”)
A la sombra de los estucos
llegan viejos y zancos,
en sus mamelucos
los vampiros blancos.
(“Diosa ambarina”)
Los magnates postradores
aduladores
al suelo el penacho inclinan
los corvados, los bisiestos
dan sus gestos, sus gestos, sus gestos;
y la turba melenuda
estornuda, estornuda, estornuda.
(“El duque”)
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En Eguren subsiste, mustiado por los siglos, el espíritu aristocrático.
Sabemos que en el Perú la aristocracia colonial se transformó en burguesía republicana. El antiguo “encomendero” reemplazó formalmente sus
principios feudales y aristocráticos por los principios demoburgueses de
la revolución libertadora. Este sencillo cambio le permitió conservar sus
privilegios de “encomendero” y latifundista. Por esta metamorfosis, así
como no tuvimos bajo el Virreinato una auténtica aristocracia, no tuvimos
tampoco bajo la República una auténtica burguesía. Eguren –el caso tenía
que darse en un poeta– es tal vez el único descendiente de la genuina Europa medioeval y gótica. Biznieto de la España aventurera que descubrió
América, Eguren se satura en la hacienda costeña, en el solar nativo, de
ancianos aromas de leyenda. Su siglo y su medio no sofocan en él del todo
el alma medioeval. (En España, Eguren habría amado como Valle-Inclán
los héroes y los hechos de las guerras carlistas). No nace cruzado –es demasiado tarde para serlo–, pero nace poeta. La afición de su raza a la aventura se salva en la goleta corsaria de su imaginación. Como no le es dado
tener el alma aventurera, tiene al menos aventurera la fantasía.
Nacida medio siglo antes, la poesía de Eguren habría sido romántica*, aunque no por esto de mérito menos imperecedero. Nacida bajo el
signo de la decadencia novecentista, tenía que ser simbolista. (Maurras no
se engaña cuando mira en el simbolismo la cola de la cola del romanticismo). Eguren habría necesitado siempre evadirse de su época, de la realidad. El arte es una evasión cuando el artista no puede aceptar ni traducir
la época y la realidad que le tocan. De estos artistas han sido en nuestra
América –dentro de sus temperamentos y sus tiempos disímiles– José
Asunción Silva y Julio Herrera y Reissig.
Estos artistas maduran y florecen extraños y contrarios al penoso y
áspero trabajo de crecimiento de sus pueblos. Como diría Jorge Luis Borges, son artistas de una cultura, no de una estirpe. Pero son quizá los
únicos artistas que, en ciertos períodos de su historia, puede poseer un
pueblo, puede producir una estirpe. Valerio Brussiov, Alejandro Block,
* Una buena parte de la obra de Eguren es romántica, y no sólo en Simbólicas sino en Sombras y aun en Rondinelas, las dos últimas jornadas de su poesía215.
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simbolistas y aristócratas también, representaron en los años anteriores a
la revolución, la poesía rusa. Venida la revolución, los dos descendieron
de su torre solariega al ágora ensangrentada y tempestuosa.
Eguren, en el Perú, no comprende ni conoce al pueblo. Ignora al indio, lejano de su historia y extraño a su enigma. Es demasiado occidental y
extranjero espiritualmente para asimilar el orientalismo indígena. Pero,
igualmente, Eguren no comprende ni conoce tampoco la civilización capitalista, burguesa, occidental. De esta civilización, le interesa y le encanta
únicamente, la colosal juguetería. Eguren se puede suponer moderno porque admira el avión, el submarino, el automóvil. Mas en el avión, en el automóvil, etc., admira no la máquina sino el juguete. El juguete fantástico
que el hombre ha construido para atravesar los mares y los continentes.
Eguren ve al hombre jugar con la máquina; no ve, como Rabindranath
Tagore, a la máquina esclavizar al hombre.
La costa mórbida, blanda, parda, lo ha aislado tal vez de la historia y
de la gente peruanas. Quizá la sierra lo habría hecho diferente. Una naturaleza incolora y monótona es responsable, en todo caso, de que su poesía
sea algo así como una poesía de cámara. Poesía de estancia y de interior.
Porque así como hay una música y una pintura de cámara, hay también
una poesía de cámara. Que, cuando es la voz de un verdadero poeta, tiene
el mismo encanto.
XIII. ALBERTO HIDALGO
Alberto Hidalgo significó en nuestra literatura, de 1917 al 18, la exasperación y la terminación del experimento “colónida”. Hidalgo llevó la megalomanía, la egolatría, la beligerancia del gesto “colónida” a sus más extremas consecuencias. Los bacilos de esta fiebre, sin la cual no habría sido
posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras, alcanzaron en el
Hidalgo, todavía provinciano de Panoplia lírica, su máximo grado de virulencia. Valdelomar estaba ya de regreso de su aventuroso viaje por los dominios d’annunzianos, en el cual, –acaso porque en D’Annunzio junto a
Venecia bizantina está el Abruzzo rústico y la playa adriática–, descubrió
la costa de la criolledad y entrevió lejano el continente del inkaísmo. Val7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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delomar había guardado, en sus actitudes más ególatras, su humorismo.
Hidalgo, un poco tieso aún dentro de su chaqué arequipeño, no tenía la
misma agilidad para la sonrisa. El gesto “colónida” en él era patético. Pero
Hidalgo, en cambio, iba a aportar a nuestra renovación literaria, quizá por
su misma bronca virginidad de provinciano, a quien la urbe no había aflojado, un gusto viril por la mecánica, el maquinismo, el rascacielos, la velocidad, etc. Si con Valdelomar incorporamos en nuestra sensibilidad, antes
estragada por el espeso chocolate escolástico, a D’Annunzio, con Hidalgo
asimilamos a Marinetti, explosivo, trepidante, camorrista. Hidalgo, panfletista y lapidario, continuaba, desde otro punto de vista, la línea de González Prada y More. Era un personaje excesivo para un público sedentario
y reumático. La fuerza centrífuga y secesionista que lo empuja, se lo llevó
de aquí en un torbellino.
Hoy Hidalgo es, aunque no se mueva de un barrio de Buenos Aires,
un poeta del idioma. Apenas si, como antecedente, se puede hablar de sus
aventuras de poeta local. Creciendo, creciendo, ha adquirido efectiva estatura americana. Su literatura tiene circulación y cotización en todos los
mercados del mundo hispano. Como siempre, su arte es de secesión. El
clima austral ha temperado y robustecido sus nervios un poco tropicales,
que conocen todos los grados de la literatura y todas las latitudes de la
imaginación. Pero Hidalgo está –como no podía dejar de estar– en la vanguardia. Se siente –según sus palabras–, en la izquierda de la izquierda.
Esto quiere decir, ante todo, que Hidalgo ha visitado las diversas
estaciones y recorrido los diversos caminos del arte ultramoderno. La experiencia vanguardista le es, íntegramente, familiar. De esta gimnasia incesante, ha sacado una técnica poética depurada de todo rezago sospechoso. Su expresión es límpida, bruñida, certera, desnuda. El lema de su
arte es este: “simplismo”.
Pero Hidalgo, por su espíritu está, sin quererlo y sin saberlo, en la última estación romántica. En muchos versos suyos, encontramos la confesión de su individualismo absoluto. De todas las tendencias literarias contemporáneas, el unanimismo es, evidentemente, la más extraña y ausente
de su poesía. Cuando logra su más alto acento de lírico puro, se evade a
veces de su egocentrismo. Así, por ejemplo, cuando dice: “Soy apretón de
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manos a todo lo que vive. / Poseo plena la vecindad del mundo”. Mas con
estos versos empieza su poema “Envergadura del anarquista” que es la
más sincera y lírica efusión de su individualismo. Y desde el segundo verso, la idea de “vecindad del mundo” acusa el sentimiento de secesión y de
soledad.
El romanticismo –entendido como movimiento literario y artístico,
anexo a la revolución burguesa– se resuelve, conceptual y sentimentalmente, en individualismo. El simbolismo, el decadentismo, no han sido
sino estaciones románticas. Y lo han sido también las escuelas modernistas en los artistas que no han sabido escapar al subjetivismo excesivo de la
mayor parte de sus proposiciones.
Hay un síntoma sustantivo en el arte individualista, que indica, mejor
que ningún otro, un proceso de disolución: el empeño con que cada arte, y
hasta cada elemento artístico, reivindica su autonomía. Hidalgo es uno de
los que más radicalmente adhieren a este empeño, si nos atenemos a su tesis
del “poema de varios lados”. “Poema en el que cada uno de sus versos constituye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una idea o de una emoción centrales”. Tenemos así proclamada, categóricamente, la autonomía,
la individualidad del verso. La estética del anarquista no podía ser otra.
Políticamente, históricamente, el anarquismo es, como está averiguado, la extrema izquierda del liberalismo. Entra, por tanto, a pesar de todas
las protestas inocentes o interesadas, en el orden ideológico burgués. El
anarquista, en nuestro tiempo, puede ser un revolté, pero no es, históricamente, un revolucionario.
Hidalgo –aunque lo niegue– no ha podido sustraerse a la emoción revolucionaria de nuestro tiempo cuando ha escrito su Ubicación de Lenin y
su Biografía de la palabra revolución. En el prefacio de su último libro Descripción del cielo, la visión subjetiva lo hace, sin embargo, escribir que el
primero “es un poema de exaltación, de pura lírica, no de doctrina” y que
“Lenin ha sido un pretexto para crear como pudo serlo una montaña, un
río o una máquina”, y que “Biografía de la palabra revolución, es un elogio
de la revolución pura, de la revolución en sí, cualquiera que sea la causa
que la dicte”. La revolución pura, la revolución en sí, querido Hidalgo, no
existe para la historia y, no existe tampoco para la poesía. La revolución
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pura es una abstracción. Existen la revolución liberal, la revolución socialista, otras revoluciones. No existe la revolución pura, como cosa histórica
ni como tema poético.
De las tres categorías primarias en que, por comodidad de clasificación y de crítica, cabe, a mi juicio, dividir la poesía de hoy –lírica pura, disparate absoluto y épica revolucionaria–, Hidalgo siente, sobre todo, la
primera; y aquí está su fuerza más grande, la que le ha dado sus más bellos
poemas. El poema a Lenin es una creación lírica. (Hidalgo se engaña sólo
en cuanto se supone ajeno a la emoción histórica). Este poema, que ha salvado íntegramente todos los riesgos profesionales, es a la vez de una gran
pureza poética. Lo trascribiría entero, si estos versos no bastasen:
En el corazón de los obreros su nombre se levanta antes que el sol.
Lo bendicen los carretes de hilo
desde lo alto de los mástiles
de todas las máquinas de coser
Pianos de la época las máquinas de escribir tocan sonatas en su honor.
Es el descanso automático
que hace leve el andar del vendedor ambulante
Cooperativa general de esperanzas
Su pregón cae en la alcancía de los humildes
ayudando a pagar la casa a plazos
Horizonte hacia el que se abre la ventana del pobre
Colgado del badajo del sol
golpea en los metales de la tarde
para que salgan a las 17 los trabajadores.
Su lirismo salva a Hidalgo de caer en un arte excesivamente cerebral,
subjetivo, nihilista. No es posible dudar de él, capaz de recrearse en este
“Dibujo del niño”:
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Infancia pueblo de los recuerdos
tomo el tranvía para irme a él.
La evasión de las cosas se inicia con terquedad de aceite que se esparce
El suelo no está aquí
Pasa una nube y borra el cielo
Desaparecen aire y luz y esto queda vacío.
Entonces sales de un brinco del fondo inabordable de mi olvido
Fue en el recodo de una tarde señalado de luz por tu silueta
Una emoción sin nombre tenía encadenadas nuestras manos
Tus miradas convocaban mi beso
Pero tu risa río entre los dos corría separándonos niña
Y yo desde mi orilla te postergué hasta el sueño.
Ahora tengo treinta años menos de los que me entregaron para darte
Si tú has muerto yo guardo este paisaje de mi corazón pintado en ti.
El disparate, –si enjuiciamos la actualidad de Hidalgo por Descripción
del cielo–, desaparece casi completamente de su poesía. Es, más bien, uno
de los elementos de su prosa; y nunca es, en verdad, disparate absoluto.
Carece de su incoherencia alucinada: tiende, más bien, al disparate lógico,
racional. La épica revolucionaria –que anuncia un nuevo romanticismo
indemne del individualismo del que termina– no se concilia con su temperamento ni con su vida, violentamente anárquicos.
A su individualismo exasperado, debe Hidalgo su dificultad para el
cuento o la novela. Cuando los intenta, se mueve dentro de un género que
exige la extraversión del artista. Los cuentos de Hidalgo son los de un artista intravertido. Sus personajes aparecen esquemáticos, artificiales, mecánicos. Le sobra a su creación, hasta cuando es más fantástica, la excesiva, intolerante y tiránica presencia del artista, que se niega a dejar vivir a
sus criaturas por su propia cuenta, porque pone demasiado en todas ellas
su individualidad y su intención.
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XIV. CÉSAR VALLEJO
El primer libro de César Vallejo, Los heraldos negros, es el orto de una nueva
poesía en el Perú. No exagera, por fraterna exaltación, Antenor Orrego,
cuando afirma que “a partir de este sembrador se inicia una nueva época de
la libertad, de la autonomía poética, de la vernácula articulación verbal”*.
Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Vallejo se encuentra,
por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena virginalmente
expresado. Melgar –signo larvado, frustrado– en sus yaravíes es aún un
prisionero de la técnica clásica, un gregario de la retórica española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El sentimiento indígena
tiene en sus versos una modulación propia. Su canto es íntegramente
suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer una técnica y un lenguaje nuevos también. Su arte no tolera el equívoco y artificial
dualismo de la esencia y la forma. “La derogación del viejo andamiaje retórico –remarca certeramente Orrego– no era un capricho o arbitrariedad
del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a comprender la
obra de Vallejo, se comienza a comprender también la necesidad de una
técnica renovada y distinta”**.
El sentimiento indígena es en Melgar algo que se vislumbra sólo en el
fondo de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en
Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja erótica; en Vallejo es
empresa metafísica. Vallejo es un creador absoluto. Los heraldos negros
podía haber sido su obra única. No por eso Vallejo habría dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva época. En estos versos
del pórtico de Los heraldos negros principia acaso la poesía peruana. (Peruana, en el sentido de indígena).
Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!
* Antenor Orrego, Panoramas, ensayo sobre César Vallejo216.
** Orrego, op. cit.
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Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los heraldos
negros, pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de otro
lado, se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación del espíritu
indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a expresarse en
símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo además no es
sino en parte simbolista. Se encuentra en su poesía –sobre todo de la primera manera– elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos
de expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo. El valor sustantivo
de Vallejo es el creador. Su técnica está en continua elaboración. El procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de ánimo. Cuando Vallejo
en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo, su método a Herrera y
Reissig, lo adapta a su personal lirismo.
Mas lo fundamental, lo característico en su arte es la nota india. Hay
en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo descriptivo o localista. Vallejo no recurre al folklore. La palabra quechua, el
giro vernáculo no se injertan artificiosamente en su lenguaje; son en él
producto espontáneo, célula propia, elemento orgánico. Se podría decir
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que Vallejo no elige sus vocablos. Su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no se interna en la historia, para extraer
de su oscuro substractum perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje
emanan de su carne y su ánima. Su mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo sepa ni lo quiera.
Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos tal vez la
más cabal interpretación del alma autóctona, dice que la tristeza del indio
no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente nostálgico. Tiene la
ternura de la evocación. Pero la evocación en Vallejo es siempre subjetiva.
No se debe confundir su nostalgia concebida con tanta pureza lírica con la
nostalgia literaria de los pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No añora el Imperio como el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metafísica. Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita
de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.
(“Idilio muerto”, Los heraldos negros)
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero hijos…”
(“A mi hermano Miguel”, Los heraldos negros)
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
(XXVIII, Trilce)
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Se acabó el extraño, con quien, tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habrá quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.
Se acabó la calurosa tarde;
tu gran bahía y tu clamor; la charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un té lleno de tarde.
(XXXIV, Trilce)
Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá:
Ausente! La mañana en que a la playa
del mar de sombra y del callado imperio,
como un pájaro lúgubre me vaya,
será el blanco panteón tu cautiverio.
(“Ausente”, Los heraldos negros)
Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
(“Verano”, Los heraldos negros)
Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias,
punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero –y en esto se
identifica también un rasgo del alma india–, sus recuerdos están llenos de
esa dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta melancólicamente cuando
nos habla del “facundo ofertorio de los choclos”.
Vallejo tiene en su poesía el pesimismo del indio. Su hesitación, su
pregunta, su inquietud, se resuelven escépticamente en un “¡para qué!”.
En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No
hay en él nada de satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima
que sufre y expía “la pena de los hombres” como dice Pierre Hamp. Care7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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ce este pesimismo de todo origen literario. No traduce una romántica desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa la actitud espiritual de
una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento.
Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al
pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca
con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un
concepto, tampoco es una neurosis.
Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo
engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados,
como en casi todos los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el
dolor humano. Su pena no es personal. Su alma “está triste hasta la muerte” de la tristeza de todos los hombres.Y de la tristeza de Dios. Porque
para el poeta no sólo existe la pena de los hombres. En estos versos nos
habla de la pena de Dios:
Siento a Dios que camina
tan en mí, con la tarde y con el mar.
Con él nos vamos juntos. Anochece.
Con él anochecemos. Orfandad…
Pero yo siento a Dios. Y hasta parece
que él me dicta no sé qué buen color.
Como un hospitalario, es bueno y triste;
mustia un dulce desdén de enamorado:
debe dolerle mucho el corazón.
Oh, Dios mío, recién a ti me llego,
hoy que amo tanto en esta tarde; hoy
que en la falsa balanza de unos senos,
miro y lloro una frágil Creación.
Y tú, cuál llorarás… tú, enamorado
de tanto enorme seno girador…
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Yo te consagro Dios, porque amas tanto;
porque jamás sonríes; porque siempre
debe dolerte mucho el corazón.
Otros versos de Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En “Los
dados eternos” el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. “Tú que
estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación”. Pero el verdadero
sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no es éste.
Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye libre y generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que hace diez
años me revelaron el genio de Vallejo:
El suertero que grita “La de a mil”
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
“El poeta –escribe Orrego– habla individualmente, particulariza el
lenguaje, pero piensa, siente y ama universalmente”. Este gran lírico, este
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gran subjetivo, se comporta como un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su poesía la queja egolátrica y narcisista del
romanticismo. El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo del novecientos es, en cambio, espontánea y lógicamente socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no
sólo pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su evo*.
Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una
parte del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a sí mismo. Lo asalta
el temor, la congoja de estar también él, robando a los demás:
Todos mis huesos son ajenos;
yo talvez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón… A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón…!
La poesía de Los heraldos negros es así siempre. El alma de Vallejo se
da entera al sufrimiento de los pobres.
Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La Hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.
* Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva técnica, pero que sus motivos continúan siendo románticos. Pero la más alquitarada “nueva poesía”, en la medida
en que extrema su subjetivismo, también es romántica, como observo a propósito de Hidalgo. En Vallejo hay, ciertamente, mucho de viejo romanticismo y decadentismo hasta
Trilce, pero el mérito de su poesía se valora por los grados en que supera y trasciende esos
residuos. Además, convendría entenderse previamente sobre el término romanticismo.
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Este arte señala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte
nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un hombre.
El gran poeta de Los heraldos negros y de Trilce –ese gran poeta que ha
pasado ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a los laureles de los juglares de feria– se presenta, en su arte, como un
precursor del nuevo espíritu, de la nueva conciencia.
Vallejo, en su poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de
verdad. La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y
exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e inocentemente.
Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa
sencillez en la forma. Es un místico de la pobreza que se descalza para que
sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino. He aquí
lo que escribe a Antenor Orrego después de haber publicado Trilce: “El
libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la
responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de
hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad!
¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y
cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he
asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!”. Este es inconfundiblemente el acento
de un verdadero creador, de un auténtico artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza.
XV. ALBERTO GUILLÉN
Alberto Guillén heredó de la generación “colónida” el espíritu iconoclasta y ególatra. Extremó en su poesía la exaltación paranoica del yo. Pero, a
tono con el nuevo estado de ánimo que maduraba ya, tuvo su poesía un
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acento viril. Extraño a los venenos de la urbe, Guillén discurrió, con rústico y pánico sentimiento, por los caminos del agro y la égloga. Enfermo de
individualismo y nietzschanismo, se sintió un superhombre. En Guillén la
poesía peruana renegaba, un poco desgarbada pero oportuna y definitivamente, sus surtidores y sus fontanas.
Pertenecen a este momento de Guillén Belleza humilde y Prometeo.
Pero es en Deucalión donde el poeta encuentra su equilibrio y realiza su
personalidad. Clasifico Deucalión entre los libros que más alta y puramente representan la lírica peruana de la primera centuria. En Deucalión no
hay un bardo que declama en un tinglado ni un trovador que canta una
serenata. Hay un hombre que sufre, que exulta, que afirma, que duda y
que niega. Un hombre henchido de pasión, de ansia, de anhelo. Un hombre, sediento de verdad, que sabe que “nuestro destino es hallar el camino
que lleva al Paraíso”. Deucalión es la canción de la partida:
¿Hacia dónde?
¡No importa! La Vida esconde
mundos en germen
que aún falta descubrir:
Corazón, es hora de partir
hacia los mundos que duermen!
Este nuevo caballero andante no vela sus armas en ninguna venta. No
tiene rocín ni escudero ni armadura. Camina desnudo y grave como el
“Juan Bautista” de Rodin:
Ayer salí desnudo
a retar al Destino
el orgullo de escudo
y yelmo el de Mambrino.
Pero la tensión de la vigilia de espera ha sido demasiado dura para sus
nervios jóvenes. Y, luego, la primera aventura, como la de Don Quijote, ha
sido desventurada y ridícula. El poeta, además, nos revela su flaqueza desBIBLIOTECA AYACUCHO
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de esta jornada. No está bastante loco para seguir la ruta de Don Quijote,
insensible a las burlas del destino. Lleva acurrucado en su propia alma al
maligno Sancho con sus refranes y sus sarcasmos. Su ilusión no es absoluta. Su locura no es cabal. Percibe el lado grotesco, el flanco cómico de su
andanza. Y, por consiguiente, fatigado, vacilante, se detiene para interrogar a todas las esfinges y a todos los enigmas.
¿Para qué te das corazón,
para qué te das,
si no has de hallar tu ilusión
jamás?
Pero la duda, que roe el corazón del poeta, no puede aún prevalecer
sobre su esperanza. El poema tiene mucha sed de infinito. Su ilusión está
herida; pero todavía logra ser imperativa y perentoria. Este soneto resume
entero el episodio:
A mitad del camino
pregunté, como Dante:
¿sabes tú mi destino,
mi ruta, caminante?
Como un eco un pollino
me respondió hilarante,
pero el buen peregrino
me señaló adelante;
luego se alzó en mí mismo
una voz de heroísmo
que me dijo: —¡Marchad!
Y yo arrojé mi duda
y, en mi mano, desnuda,
llevo mi voluntad.
No es tan fuerte siempre el caminante. El diablo lo tienta a cada paso.
La duda, a pesar suyo, empieza a filtrarse sagazmente en su conciencia,
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emponzoñándola y aflojándola. Guillén conviene con el diablo en que
“no sabemos si tiene razón Quijote o Panza”. Mina su voluntad una filosofía relativista y escéptica. Su gesto se vuelve un poco inseguro y desconfiado. Entre la Nada y el Mito, su impulso vital lo conduce al Mito. Pero
Guillén conoce ya su relatividad. La duda es estéril. La fe es fecunda. Sólo
por esto Guillén se decide por el camino de la fe. Su quijotismo ha perdido
su candor y su pureza. Se ha tornado pragmatista. “Piensa que te conviene/ no perder la esperanza”. Esperar, creer, es una cuestión de conveniencia y de comodidad. Nada importa que luego esta intuición se precise en
términos más nobles: “Y, mejor, no razones, más valen ilusiones que la razón más fuerte”.
Pero todavía el poeta recupera, de rato en rato, su divina locura. Todavía está encendida su alucinación. Todavía es capaz de expresarse con
una pasión sobrehumana:
Igual que el viejo Pablo
fue postrado en el suelo,
me ha mordido el venablo
del infinito anhelo:
por eso, en lo que os hablo,
pongo el ansia del vuelo
yo he de ayudar al Diablo
a conquistar el Cielo.
Y, en este admirable soneto, grávido de emoción, religioso en su acento, el poeta formula su evangelio:
Desnuda el corazón
de toda vanidad
y pon tu voluntad
donde esté tu ilusión;
opón tu puño, opón
toda tu libertad
contra el viejo aluvión
de la Fatalidad;
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y que tus pensamientos,
como los elementos
destrocen toda brida,
como se abre el grano
a pesar del gusano
y del lodo a la vida.
La raíz de esta poesía está a veces en Nietzsche, a veces en Rodó, a veces en Unamuno; pero la flor, la espiga, el grano, son de Guillén. No es
posible discutirle ni contestarle su propiedad. El pensamiento y la forma
se consustancian, se identifican totalmente en Deucalión. La forma es
como el pensamiento, desnuda, plástica, tensa, urgente. Colérica y serena
al mismo tiempo. (Una de las cosas que yo amo más en Deucalión es, precisamente, su prescindencia casi absoluta de decorado y de indumento; su
voluntario y categórico renunciamiento a lo ornamental y a lo retórico).
Deucalión, es una diana. Es un orto. En Deucalión parte un hombre, mozo
y puro todavía, en busca de Dios o a la conquista del mundo.
Mas, en su camino, Guillén se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia. Olvida la meta ingenua de su juventud. Pierde su inocencia. El espectáculo y las emociones de la civilización urbana y cosmopolita enervan
y relajan su voluntad. Su poesía se contagia del humor negativo y corrosivo de la literatura de Occidente. Guillén deviene socarrón, befardo, cínico, ácido. Y el pecado trae la expiación. Todo lo que es posterior a Deucalión es también inferior. Lo que le falta de intensidad humana le falta,
igualmente, de significación artística. El libro de las parábolas y La imitación de Nuestro Señor Yo217 encierran muchos aciertos; pero son libros
irremediablemente monótonos. Me hacen la impresión de productos de
retorta. El escepticismo y el egotismo de Guillén destilan ahí, acompasadamente, una gota, otra gota. Tantas gotas, dan una página; tantas páginas
y un prólogo, dan un libro.
El lado, el contorno de esta actitud de Guillén más interesante es su
relativismo. Guillén se entretiene en negar la realidad del yo, del individuo. Pero su testimonio es recusable. Porque tal vez, Guillén razona se-
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gún su experiencia personal: “Mi personalidad, como yo la soñé, como yo
la entreví, no se ha realizado; luego la personalidad no existe”.
En La imitación de Nuestro Señor Yo, el pensamiento de Guillén es pirandelliano. He aquí algunas pruebas:
“El, ella, todos existen, pero en ti”. “Soy todos los hombres en mí”.
“¿Mis contradicciones no son una prueba de que llevo en mí a muchos hombres?”. “Mentira. Ellos no mueren: como nosotros que morimos en ellos”.
Estas líneas contienen algunas briznas de la filosofía del Uno, ninguno, cien mil de Pirandello.
No creo, sin embargo, que Guillén, si persevera por esta ruta, llegue a
clasificarse entre los especímenes de la literatura humorista y cosmopolita
de Occidente. Guillén, en el fondo, es un poeta un poco rural y franciscano. No toméis al pie de la letra sus blasfemias. Muy adentro del alma,
guarda un poco de romanticismo de provincia. Su psicología tiene muchas raíces campesinas. Permanece, íntimamente, extraña al espíritu
quintaesenciado de la urbe. Cuando se lee a Guillén se advierte, en seguida, que no consigue manejar con destreza el artificio.
El título del último libro de Guillén Laureles resume la segunda fase
de su literatura y de su vida. Por conquistar estos y otros laureles, que él
mismo secretamente desdeña, ha luchado, ha sufrido, ha peleado. El camino del laurel lo ha desviado del camino del Cielo. En la adolescencia su
ambición era más alta. ¿Se contenta ahora de algunos laureles municipales o académicos?218.
Yo coincido con Gabriel Alomar en acusar a Guillén de sofocar al
poeta de Deucalión con sus propias manos. A Guillén lo pierde la impaciencia. Quiere laureles a toda costa. Pero los laureles no perduran. La
gloria se construye con materiales menos efímeros. Y es para los que logran renunciar a sus falaces y ficticias anticipaciones. El deber del artista
es no traicionar su destino. La impaciencia en Guillén se resuelve en abundancia. Y la abundancia es lo que más perjudica y disminuye el mérito de
su obra que, en los últimos tiempos, aunque adopte en verso la moda vanguardista, se resiente de cansancio, de desgano y de repetición de sus primeros motivos.
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XVI. MAGDA PORTAL
Magda Portal es ya otro valor-signo en el proceso de nuestra literatura.
Con su advenimiento le ha nacido al Perú su primera poetisa. Porque hasta ahora habíamos tenido sólo mujeres de letras, de las cuales una que otra
con temperamento artístico o más específicamente literario. Pero no habíamos tenido propiamente una poetisa.
Conviene entenderse sobre el término. La poetisa es hasta cierto punto, en la historia de la civilización occidental, un fenómeno de nuestra
época. Las épocas anteriores produjeron sólo poesía masculina. La de las
mujeres también lo era, pues se contentaba con ser una variación de sus
temas líricos o de sus motivos filosóficos. La poesía que no tenía el signo
del varón, no tenía tampoco el de la mujer –virgen, hembra, madre. Era
una poesía asexual. En nuestra época, las mujeres ponen al fin en su poesía
su propia carne y su propio espíritu. La poetisa es ahora aquella que crea
una poesía femenina. Y desde que la poesía de la mujer se ha emancipado
y diferenciado espiritualmente de la del hombre, las poetisas tienen una
alta categoría en el elenco de todas las literaturas. Su existencia es evidente
e interesante a partir del momento en que ha empezado a ser distinta.
En la poesía de Hispanoamérica, dos mujeres, Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou, acaparan desde hace tiempo más atención que ningún
otro poeta de su tiempo. Delmira Agustini tiene en su país y en América
larga y noble descendencia. Al Perú ha traído su mensaje Blanca Luz
Brum. No se trata de casos solitarios y excepcionales. Se trata de un vasto
fenómeno, común a todas las literaturas. La poesía, un poco envejecida en
el hombre, renace rejuvenecida en la mujer.
Un escritor de brillantes intuiciones, Félix del Valle, me decía un día,
constatando la multiplicidad de poetisas de mérito en el mundo, que el
cetro de la poesía había pasado a la mujer. Con su humorismo ingénito formulaba así su proposición: “La poesía deviene un oficio de mujeres”. Esta
es sin duda una tesis extrema. Pero lo cierto es que la poesía que, en los
poetas, tiende a una actitud nihilista, deportiva, escéptica, en las poetisas
tiene frescas raíces y cándidas flores. Su acento acusa más élan vital, más
fuerza biológica.
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Magda Portal no es aún bastante conocida y apreciada en el Perú ni en
Hispanoamérica. No ha publicado sino un libro de prosa: El derecho de
matar (La Paz, 1926) y un libro de versos: Una esperanza y el mar (Lima,
1927). El derecho de matar nos presenta casi sólo uno de sus lados: ese
espíritu rebelde y ese mesianismo revolucionario que testimonian incontestablemente en nuestros días la sensibilidad histórica de un artista. Además, en la prosa de Magda Portal se encuentra siempre un girón de su
magnífico lirismo. “El poema de la cárcel”, “La sonrisa de Cristo” y “Círculos violeta” –tres poemas de este volumen– tienen la caridad, la pasión y
la ternura exaltada de Magda. Pero este libro no la caracteriza ni la define.
El derecho de matar: título de gusto anarcoide y nihilista, en el cual no se
reconoce el espíritu de Magda.
Magda es esencialmente lírica y humana. Su piedad se emparenta
–dentro de la autónoma personalidad de uno y otro– con la piedad de
Vallejo. Así se nos presenta, en los versos de “Ánima absorta” y “Una esperanza y el mar”. Y así es seguramente. No le sienta ningún gesto de decadentismo o paradojismo novecentistas.
En sus primeros versos Magda Portal es, casi siempre, la poetisa de la
ternura. Y en algunos se reconoce precisamente su lirismo en su humanidad. Exenta de egolatría megalómana, de narcisismo romántico, Magda
Portal nos dice: “Pequeña soy…!”.
Pero, ni piedad, ni ternura solamente, en su poesía se encuentra todos
los acentos de una mujer que vive apasionada y vehementemente, encendida de amor y de anhelo y atormentada de verdad y de esperanza.
Magda Portal ha escrito en el frontispicio de uno de sus libros estos
pensamientos de Leonardo de Vinci: “El alma, primer manantial de la
vida, se refleja en todo lo que crea”. “La verdadera obra de arte es como
un espejo en que se mira el alma del artista”. La fervorosa adhesión de
Magda a estos principios de creación es un dato de un sentido del arte que
su poesía nunca contradice y siempre ratifica.
En su poesía Magda nos da, ante todo, una límpida versión de sí misma. No se escamotea, no se mistifica, no se idealiza. Su poesía es su verdad. Magda no trabaja por ofrecernos una imagen aliñada de su alma en
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toilette de gala. En un libro suyo podemos entrar sin desconfianza, sin ceremonia, seguros de que no nos aguarda ningún simulacro, ninguna celada. El arte de esta honda y pura lírica, reduce al mínimo, casi a cero, la proporción de artificio que necesita para ser arte.
Esta es para mí la mejor prueba del alto valor de Magda. En esta época
de decadencia de un orden social –y por consiguiente de un arte– el más
imperativo deber del artista es la verdad. Las únicas obras que sobrevivirán a esta crisis, serán las que constituyan una confesión y un testimonio.
El perenne y oscuro contraste entre dos principios –el de vida y el de
muerte– que rigen el mundo, está presente siempre en la poesía de Magda.
En Magda se siente a la vez un anhelo angustiado de acabar y de no ser y un
ansia de crear y de ser. El alma de Magda es un alma agónica. Y su arte traduce cabal e íntegramente las dos fuerzas que la desgarran y la impulsan.
A veces triunfa el principio de vida; a veces triunfa el principio de muerte.
La presencia dramática de este conflicto da a la poesía de Magda Portal una profundidad metafísica a la que arriba libremente el espíritu, por
la propia ruta de su lirismo, sin apoyarse en el bastón de ninguna filosofía.
También le da una profundidad psicológica que le permite registrar
todas las contradictorias voces de su diálogo, de su combate, de su agonía.
La poetisa logra con una fuerza extraordinaria la expresión de sí misma en estos versos admirables:
Ven, bésame!...
¿qué importa que algo oscuro
me esté royendo el alma
con sus dientes?
Yo soy tuya y tú eres mío… bésame!...
No lloro hoy… Me ahoga la alegría,
una extraña alegría
que yo no sé de dónde viene.
Tú eres mío… ¿Tú eres mío?...
Una puerta de hielo
hay entre tú y yo: tu pensamiento.
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Eso que te golpea en el cerebro
y cuyo martillar
me escapa…
Ven bésame… ¿Qué importa?...
Te llamó el corazón toda la noche,
y ahora que estás tú, tu carne y tu alma
qué he de fijarme en lo que has hecho ayer?... ¡Qué importa!
Ven, bésame… tus labios,
tus ojos y tus manos…
Luego… nada.
Y tu alma? Y tu alma!
Esta poetisa nuestra, a quien debemos saludar ya como a una de las
primeras poetisas de Indoamérica, no desciende de la Ibarbourou. No
desciende de la Agustini. No desciende siquiera de la Mistral, de quien,
sin embargo, por cierta afinidad de acento, se le siente más próxima que
de ninguna. Tiene un temperamento original y autónomo. Su secreto, su
palabra, su fuerza, nacieron con ella y están en ella.
En su poesía hay más dolor que alegría, hay más sombra que claridad.
Magda es triste. Su impulso vital la mueve hacia la luz y la fiesta. Y Magda
se siente impotente para gozarlas. Este es su drama. Pero no la amarga ni la
enturbia.
En “Vidrios de amor”, poema en dieciocho canciones emocionadas,
toda Magda está en estos versos:
con cuántas lágrimas me forjaste?
he tenido tantas veces
la actitud de los árboles suicidas
en los caminos polvorientos y solos–
secretamente, sin que lo sepas
debe dolerte todo
por haberme hecho así, sin una dulzura
para mis ácidos dolores
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de dónde vine yo con mi fiereza
para conformarme?
yo no conozco la alegría
carroussel de niñez que no he soñado nunca
ah! –y sin embargo
amo de tal manera la alegría
como amarán las amargas plantas
un fruto dulce
madre
receptora alerta
hoy no respondas porque te ahogarías
hoy no respondas a mi llanto
casi sin lágrimas
hundo mi angustia en mí para mirar
la rama izquierda de mi vida
que no haya puesto sino amor
al amasar el corazón de mi hija
quisiera defenderla de mí misma
como de una fiera
de estos ojos delatores
de esta voz desgarrada
donde el insomnio hace cavernas
y para ella, ser alegre, ingenua, niña
como si todas las campanas de alegría
sonaran en mi corazón su pascua eterna.
¿Toda Magda está en estos versos? Toda Magda, no. Magda no es sólo
madre, no es sólo amor. ¿Quién sabe de cuántas oscuras potencias, de
cuántas contrarias verdades está hecha un alma como la suya?
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XVII. LAS CORRIENTES DE HOY. EL INDIGENISMO
La corriente “indigenista” que caracteriza a la nueva literatura peruana,
no debe su propagación presente ni su exageración posible a las causas
eventuales o contingentes que determinan comúnmente una moda literaria. Y tiene una significación mucho más profunda. Basta observar su
coincidencia visible y su consanguinidad íntima con una corriente ideológica y social que recluta cada día más adhesiones en la juventud, para comprender que el indigenismo literario traduce un estado de ánimo, un estado de conciencia del Perú nuevo.
Este indigenismo que está sólo en un período de germinación –falta
aún un poco para que dé sus flores y sus frutos– podría ser comparado
–salvadas todas las diferencias de tiempo y de espacio– al “mujikismo” de
la literatura rusa pre-revolucionaria. El “mujikismo” tuvo parentesco estrecho con la primera fase de la agitación social en la cual se preparó e incubó la Revolución Rusa. La literatura “mujikista” llenó una misión histórica. Constituyó un verdadero proceso del feudalismo ruso, del cual salió
éste inapelablemente condenado. La socialización de la tierra, actuada
por la revolución bolchevique reconoce entre sus pródromos la novela y la
poesía “mujikistas”. Nada importa que al retratar al mujik –tampoco importa si deformándolo o idealizándolo– el poeta o el novelista ruso estuvieran muy lejos de pensar en la socialización219.
De igual modo el “constructivismo” y el “futurismo” rusos, que se
complacen en la representación de máquinas, rascacielos, aviones, usinas,
etc., corresponden a una época en que el proletariado urbano, después de
haber creado un régimen cuyos usufructuarios son hasta ahora los campesinos, trabaja por occidentalizar Rusia llevándola a un grado máximo de
industrialismo y electrificación.
El “indigenismo” de nuestra literatura actual no está desconectado de
los demás elementos nuevos de esta hora. Por el contrario, se encuentra
articulado con ellos. El problema indígena, tan presente en la política, la
economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y del arte.
Se equivocan gravemente quienes, juzgándolo por la incipiencia o el oportunismo de pocos o muchos de sus corifeos, lo consideran, en conjunto,
artificioso.
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Tampoco cabe dudar de su vitalidad por el hecho de que hasta ahora
no ha producido una obra maestra. La obra maestra no florece sino en un
terreno largamente abonado por una anónima u oscura multitud de obras
mediocres. El artista genial no es ordinariamente un principio sino una conclusión. Aparece, normalmente, como el resultado de una vasta experiencia.
Menos aún cabe alarmarse de episódicas exasperaciones ni de anecdóticas exageraciones. Ni unas ni otras encierran el secreto ni conducen la
savia del hecho histórico. Toda afirmación necesita tocar sus límites extremos. Detenerse a especular sobre la anécdota es exponerse a quedar fuera
de la historia.
Esta corriente, de otro lado, encuentra un estímulo en la asimilación
por nuestra literatura de elementos de cosmopolitismo. Ya he señalado la
tendencia autonomista y nativista del vanguardismo en América. En la
nueva literatura argentina nadie se siente más porteño que Girondo y Borges ni más gaucho que Güiraldes. En cambio quienes como Larreta permanecen enfeudados al clasicismo español, se revelan radical y orgánicamente incapaces de interpretar a su pueblo.
Otro acicate, en fin, es en algunos el exotismo que, a medida que se
acentúan los síntomas de decadencia de la civilización occidental, invade
la literatura europea. A César Moro, a Jorge Seoane y a los demás artistas
que últimamente han emigrado a París, se les pide allá temas nativos, motivos indígenas. Nuestra escultora Carmen Saco ha llevado en sus estatuas
y dibujos de indios el más válido pasaporte de su arte.
Este último factor exterior es el que decide a cultivar el indigenismo
aunque sea a su manera y sólo episódicamente, a literatos que podríamos
llamar “emigrados” como Ventura García Calderón220, a quienes no se
puede atribuir la misma artificiosa moda vanguardista ni el mismo contagio de los ideales de la nueva generación supuestos en los literatos jóvenes
que trabajan en el país.
El criollismo no ha podido prosperar en nuestra literatura, como una corriente de espíritu nacionalista, ante todo porque el criollo no representa todavía la nacionalidad. Se constata, casi uniformemente, desde hace
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tiempo, que somos una nacionalidad en formación. Se percibe ahora, precisando ese concepto, la subsistencia de una dualidad de raza y de espíritu. En todo caso, se conviene, unánimemente, en que no hemos alcanzado
aún un grado elemental siquiera de fusión de los elementos raciales que
conviven en nuestro suelo y que componen nuestra población. El criollo
no está netamente definido. Hasta ahora la palabra “criollo” no es casi
más que un término que nos sirve para designar genéricamente una pluralidad, muy matizada, de mestizos. Nuestro criollo carece del carácter que
encontramos, por ejemplo, en el criollo argentino. El argentino es identificable fácilmente en cualquier parte del mundo: el peruano, no. Esta confrontación, es precisamente la que nos evidencia que existe ya una nacionalidad argentina, mientras no existe todavía, con peculiares rasgos, una
nacionalidad peruana. El criollo presenta aquí una serie de variedades. El
costeño se diferencia fuertemente del serrano. En tanto que en la Sierra la
influencia telúrica indigeniza al mestizo, casi hasta su absorción por el espíritu indígena, en la Costa el predominio colonial mantiene el espíritu
heredado de España.
En el Uruguay, la literatura nativista, nacida como en la Argentina de
la experiencia cosmopolita, ha sido criollista, porque ahí la población tiene la unidad que a la nuestra le falta. El nativismo, en el Uruguay, por otra
parte, aparece como un fenómeno esencialmente literario. No tiene,
como el indigenismo en el Perú, una subconsciente inspiración política y
económica. Zum Felde, uno de sus suscitadores como crítico, declara que
ha llegado ya la hora de su liquidación. “A la devoción imitativa de lo extranjero –escribe– había que oponer el sentimiento autonómico de lo nativo. Era un movimiento de emancipación literaria. La reacción se operó;
la emancipación fue, luego, un hecho. Los tiempos estaban maduros para
ello. Los poetas jóvenes volvieron sus ojos a la realidad nacional. Y, al volver a ella sus ojos, vieron aquello que, por contraste con lo europeo, era
más genuinamente americano: lo gauchesco. Mas, cumplida ya su misión,
el tradicionalismo debe a su vez pasar. Hora es ya de que pase, para dar
lugar a un americanismo lírico más acorde con el imperativo de la vida. La
sensibilidad de nuestros días se nutre ya de realidades, idealidades distintas. El ambiente platense ha dejado definitivamente de ser gaucho; y todo
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lo gauchesco –después de arrinconarse en los más huraños pagos– va pasando al culto silencioso de los museos. La vida rural del Uruguay está
toda transformada en sus costumbres y en sus caracteres, por el avance del
cosmopolitismo urbano”*.
En el Perú, el criollismo, aparte de haber sido demasiado esporádico y
superficial, ha estado nutrido de sentimiento colonial. No ha constituido
una afirmación de autonomía. Se ha contentado con ser el sector costumbrista de la literatura colonial sobreviviente hasta hace muy poco. Abelardo Gamarra es, tal vez, la única excepción en este criollismo domesticado,
sin orgullo nativo.
Nuestro “nativismo” –necesario también literariamente como revolución y como emancipación–, no puede ser simple “criollismo”. El criollo peruano no ha acabado aún de emanciparse espiritualmente de España. Su europeización –a través de la cual debe encontrar, por reacción, su
personalidad– no se ha cumplido sino en parte. Una vez europeizado, el
criollo de hoy difícilmente deja de darse cuenta del drama del Perú. Es él
precisamente el que, reconociéndose a sí mismo como un español bastardeado, siente que el indio debe ser el cimiento de la nacionalidad. (Valdelomar, criollo costeño, de regreso de Italia, impregnado de d’annunzianismo y de esnobismo, experimenta su máximo deslumbramiento cuando
descubre o, más bien, imagina el Inkario). Mientras el criollo puro conserva generalmente su espíritu colonial, el criollo europeizado se rebela, en
nuestro tiempo, contra ese espíritu, aunque sólo sea como protesta contra
su limitación y su arcaísmo.
Claro que el criollo, diverso y múltiple, puede abastecer abundantemente a nuestra literatura –narrativa, descriptiva, costumbrista, folklorista, etc.–, de tipos y motivos. Pero lo que subconscientemente busca la
genuina corriente indigenista en el indio, no es sólo el tipo o el motivo.
Menos aún el tipo o el motivo pintoresco. El “indigenismo” no es aquí un
fenómeno esencialmente literario como el “nativismo” en el Uruguay. Sus
raíces se alimentan de otro humus histórico. Los “indigenistas” auténticos –que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas
* Estudio sobre el nativismo en La Cruz del Sur (Montevideo).
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por mero “exotismo”– colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación –no de restauración ni resurrección.
El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un
personaje. Representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No
es posible, pues, valorarlo y considerarlo, desde puntos de vista exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional, colocándolo en el
mismo plano que otros elementos étnicos del Perú.
A medida que se le estudia, se averigua que la corriente indigenista no
depende de simples factores literarios sino de complejos factores sociales y
económicos. Lo que da derecho al indio a prevalecer en la visión del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste entre su predominio demográfico y su servidumbre –no sólo inferioridad– social y económica. La
presencia de tres a cuatro millones de hombres de la raza autóctona en el
panorama mental de un pueblo de cinco millones, no debe sorprender a
nadie en una época en que este pueblo siente la necesidad de encontrar el
equilibrio que hasta ahora le ha faltado en su historia.
El indigenismo, en nuestra literatura, como se desprende de mis anteriores proposiciones, tiene fundamentalmente el sentido de una reivindicación de lo autóctono. No llena la función puramente sentimental que
llenaría, por ejemplo, el criollismo. Habría error, por consiguiente, en
apreciar el indigenismo como equivalente del criollismo, al cual no reemplaza ni subroga.
Si el indio ocupa el primer plano en la literatura y el arte peruanos no
será, seguramente, por su interés literario o plástico, sino porque las fuerzas nuevas y el impulso vital de la nación tienden a reivindicarlo. El fenómeno es más instintivo y biológico que intelectual y teorético. Repito que
lo que subconscientemente busca la genuina corriente indigenista en el
indio no es sólo el tipo o el motivo y menos aún el tipo o el motivo “pintoresco”. Si esto no fuese cierto, es evidente que el “zambo”, verbigratia,
interesaría al literato o al artista criollo –en especial al criollo– tanto como
el indio. Y esto no ocurre por varias razones. Porque el carácter de esta corriente no es naturalista o costumbrista sino, más bien, lírico, como lo prueBIBLIOTECA AYACUCHO
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ban los intentos o esbozos de poesía andina. Y porque una reivindicación
de lo autóctono no puede confundir al “zambo” o al mulato con el indio.
El negro, el mulato, el “zambo” representan, en nuestro pasado, elementos coloniales. El español importó al negro cuando sintió su imposibilidad
de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al Perú
a servir los fines colonizadores de España. La raza negra constituye uno de
los aluviones humanos depositados en la Costa por el coloniaje. Es uno de
los estratos, poco densos y fuertes, del Perú sedimentado en la tierra baja
durante el Virreinato y la primera etapa de la República. Y, en este ciclo,
todas las circunstancias han concurrido a mantener su solidaridad con la
Colonia. El negro ha mirado siempre con hostilidad y desconfianza la sierra, donde no ha podido aclimatarse física ni espiritualmente. Cuando se
ha mezclado al indio ha sido para bastardearlo comunicándole su domesticidad zalamera y su psicología exteriorizante y mórbida. Para su antiguo
amo blanco ha guardado, después de su manumisión, un sentimiento de
liberto adicto. La sociedad colonial, que hizo del negro un doméstico
–muy pocas veces un artesano, un obrero– absorbió y asimiló a la raza negra, hasta intoxicarse con su sangre tropical y caliente. Tanto como impenetrable y huraño el indio, le fue asequible y doméstico el negro. Y nació
así una subordinación cuya primera razón está en el origen mismo de la
importación de esclavos y de la que sólo redime al negro y al mulato la evolución social y económica que, convirtiéndolo en obrero, cancela y extirpa
poco a poco la herencia espiritual del esclavo. El mulato, colonial aun en
sus gustos, inconscientemente está por el hispanismo, contra el autoctonismo. Se siente espontáneamente más próximo de España que del Inkario. Sólo el socialismo, despertando en él conciencia clasista, es capaz de
conducirlo a la ruptura definitiva con los últimos rezagos de espíritu colonial.
El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de
otros elementos vitales de nuestra literatura. El “indigenismo” no aspira
indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba otros
impulsos ni otras manifestaciones. Pero representa el color y la tendencia
más característicos de una época por su afinidad y coherencia con la
orientación espiritual de las nuevas generaciones, condicionada, a su vez,
por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo económico y social.
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Y la mayor injusticia en que podría incurrir un crítico, sería cualquier
apresurada condena de la literatura indigenista por su falta de autoctonismo integral o la presencia, más o menos acusada en sus obras, de elementos de artificio en la interpretación y en la expresión. La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene
que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es
todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando
los propios indios estén en grado de producirla.
No se puede equiparar, en fin, la actual corriente indigenista a la vieja
corriente colonialista. El colonialismo, reflejo del sentimiento de la casta
feudal, se entretenía en la idealización nostálgica del pasado. El indigenismo en cambio tiene raíces vivas en el presente. Extrae su inspiración de la
protesta de millones de hombres. El Virreinato era; el indio es. Y mientras
la liquidación de los residuos de feudalidad colonial se impone como una
condición elemental de progreso, la reivindicación del indio, y por ende
de su historia, nos viene insertada en el programa de una Revolución.
Está, pues, esclarecido que de la civilización inkaica, más que lo que
ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. Está, más bien, en saber cómo es
el Perú. El pasado nos interesa en la medida en que puede servirnos para
explicarnos el presente. Las generaciones constructivas sienten el pasado
como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa.
Lo único casi que sobrevive del Tawantinsuyo es el indio. La civilización ha perecido; no ha perecido la raza. El material biológico del Tawantinsuyo se revela, después de cuatro siglos, indestructible, y, en parte, inmutable.
El hombre muda con más lentitud de la que en este siglo de la velocidad se supone. La metamorfosis del hombre bate el récord en el evo moderno. Pero éste es un fenómeno peculiar de la civilización occidental que
se caracteriza, ante todo, como una civilización dinámica. No es por un
azar que a esta civilización le ha tocado averiguar la relatividad del tiempo. En las sociedades asiáticas –afines si no consanguíneas con la sociedad
inkaica–, se nota en cambio cierto quietismo y cierto éxtasis. Hay épocas
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en que parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura, petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hipótesis de
que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Le ha vuelto un
poco más melancólico, un poco más nostálgico. Bajo el peso de estos cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y físicamente. Mas el fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en las quebradas
lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el indio guarda aún su ley
ancestral.
El libro de Enrique López Albújar, escritor de la generación radical,
Cuentos andinos, es el primero que en nuestro tiempo explora estos caminos. Los Cuentos andinos aprehenden, en sus secos y duros dibujos, emociones sustantivas de la vida de la sierra, y nos presentan algunos escorzos
del alma del indio. López Albújar coincide con Valcárcel en buscar en los
Andes el origen del sentimiento cósmico de los quechuas. “Los tres jircas”
de López Albújar y “Los hombres de piedra”* de Valcárcel traducen la
misma mitología. Los agonistas y las escenas de López Albújar tienen el
mismo telón de fondo que la teoría y las ideas de Valcárcel. Este resultado
es singularmente interesante porque es obtenido por diferentes temperamentos y con métodos disímiles. La literatura de López Albújar quiere
ser, sobre todo, naturalista y analítica; la de Valcárcel, imaginativa y sintética. El rasgo esencial de López Albújar es su criticismo; el de Valcárcel,
su lirismo. López Albújar mira al indio con ojos y alma de costeño, Valcárcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual entre los
dos escritores; no hay semejanza de género ni de estilo entre los dos libros.
Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua idéntico lejano
latido**.
* De la vida inkaica, por Luis E. Valcárcel, Lima, 1925221.
** Una nota del libro de López Albújar que se acuerda con una nota del libro de Valcárcel, es la que nos habla de la nostalgia del indio. La melancolía del indio, según Valcárcel,
no es sino nostalgia. Nostalgia del hombre arrancado al agro y al hogar por las empresas
bélicas o pacíficas del Estado. En “Ushanam jampi” la nostalgia pierde al protagonista.
Conce Maille es condenado al exilio por la justicia de los ancianos de Chupán. Pero el
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La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento
místico ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin entender la
metafísica católica. Su filosofía panteísta y materialista ha desposado, sin
amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia concepción de la
vida que no interroga a la Razón sino a la Naturaleza. Los tres “jircas”, los
tres cerros de Huánuco, pesan en la conciencia del indio huanuqueño más
que el ultratumba cristiano.
“Los tres jircas” y “Cómo habla la coca” son, a mi juicio, las páginas
mejor escritas de Cuentos andinos. Pero ni “Los tres jircas” ni “Cómo habla la coca” se clasifican propiamente como cuentos. “Ushanam jampi”,
en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Y a este mérito une
“Ushanam jampi” el de ser un precioso documento del comunismo indígena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los pueblecitos
indígenas, a donde no arriba casi la ley de la República, la justicia popular.
deseo de sentirse bajo su techo es más fuerte que el instinto de conservación. Y lo impulsa
a volver furtivamente a su choza, a sabiendas de que en el pueblo lo aguarda tal vez la última pena. Esta nostalgia nos define el espíritu del pueblo del Sol como el de un pueblo
agricultor y sedentario. No son ni han sido los quechuas, aventureros ni vagabundos. Quizá
por esto ha sido y es tan poco aventurera y tan poco vagabunda su imaginación. Quizá por
esto, el indio objetiva su metafísica en la naturaleza que lo circunda. Quizá por esto, los
jircas, o sea los dioses lares del terruño, gobiernan su vida. El indio no podía ser monoteísta.
Desde hace cuatro siglos las causas de la nostalgia indígena no han cesado de multiplicarse. El indio ha sido frecuentemente un emigrado. Y, como en cuatro siglos no ha podido
aprender a vivir nómadamente, porque cuatro siglos son muy poca cosa, su nostalgia ha
adquirido ese acento de desesperanza incurable con que gimen las quenas.
López Albújar se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del alma del
quechua. Y escribe en su divagación sobre la coca: “El indio, sin saberlo, es schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto de contacto, con esta diferencia: que el
pesimismo del filósofo es teoría y vanidad y el pesimismo del indio, experiencia y desdén.
Si para uno la vida es un mal, para el otro no es ni mal ni bien, es una triste realidad, y tiene
la profunda sabiduría de tomarla como es”.
Unamuno encuentra certero este juicio. También él cree que el escepticismo del indio es
experiencia y desdén. Pero el historiador y el sociólogo pueden percibir otras cosas que el
filósofo y el literato tal vez desdeñan. ¿No es este escepticismo, en parte, un rasgo de la
psicología asiática? El chino, como el indio, es materialista y escéptico. Y, como en el
Tawantinsuyo, en la China, la religión es un código de moral práctica más que una concepción metafísica.
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Nos encontramos aquí ante una institución sobreviviente del régimen autóctono. Ante una institución que declara categóricamente a favor de la
tesis de que la organización inkaica fue una organización comunista.
En un régimen de tipo individualista, la administración de justicia se
burocratiza. Es función de un magistrado. El liberalismo, por ejemplo, la
atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una burocracia de jueces de diversas jerarquías. Por el contrario, en un régimen de tipo
comunista, la administración de justicia es función de la sociedad entera.
Es, como en el comunismo indio, función de los yayas, de los ancianos*.
El porvenir de la América Latina depende, según la mayoría de los pronósticos de ahora, de la suerte del mestizaje. Al pesimismo hostil de los
sociólogos de la tendencia de Le Bon sobre el mestizo, ha sucedido un
optimismo mesiánico que pone en el mestizo la esperanza del Continente.
El trópico y el mestizo son, en la vehemente profecía de Vasconcelos, la
escena y el protagonista de una nueva civilización. Pero la tesis de Vasconcelos223 que esboza una utopía, –en la acepción positiva y filosófica de esta
palabra– en la misma medida en que aspira a predecir el porvenir, suprime
* El prologuista de Cuentos andinos, señor Ezequiel Ayllón, explica así la justicia popular
indígena: “La ley sustantiva, consuetudinaria, conservada desde la más oscura antigüedad,
establece dos sustitutivos penales que tienden a la reintegración social del delincuente, y
dos penas propiamente dichas contra el homicidio y el robo, que son los delitos de trascendencia social. El Yachishum o Yachachishum se reduce a amonestar al delincuente haciéndole comprender los inconvenientes del delito y las ventajas del respeto recíproco. El Alliyáchishum tiende a evitar la venganza personal, reconciliando al delincuente con el
agraviado o sus deudos, por no haber surtido efecto morigerador el Yachishum. Aplicados
los dos sustitutivos cuya categoría o trascendencia no son extraños a los medios que preconizan con ese carácter los penalistas de la moderna escuela positiva, procede la pena de confinamiento o destierro llamada Jitarishum, que tiene las proyecciones de una expatriación
definitiva. Es la ablación del elemento enfermo, que constituye una amenaza para la seguridad de las personas y de los bienes. Por último, si el amonestado, reconciliado y expulsado,
roba o mata nuevamente dentro de la jurisdicción distrital, se le aplica la pena extrema, irremisible, denominada Ushanam Jampi, el último remedio, que es la muerte, casi siempre, a
palos, el descuartizamiento del cadáver y su desaparición en el fondo de los ríos, de los despeñaderos, o sirviendo de pasto a los perros y a las aves de rapiña. El Derecho Procesal se
desenvuelve pública y oralmente, en una sola audiencia, y comprende la acusación, defensa, prueba, sentencia y ejecución”222.
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e ignora el presente. Nada es más extraño a su especulación y a su intento,
que la crítica de la realidad contemporánea, en la cual busca exclusivamente los elementos favorables a su profecía. El mestizaje que Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las razas española, indígena y
africana, operada ya en el continente, sino la fusión y refusión acrisoladoras, de las cuales nacerá, después de un trabajo secular, la raza cósmica. El
mestizo actual, concreto, no es para Vasconcelos el tipo de una nueva raza,
de una nueva cultura, sino apenas su promesa. La especulación del filósofo, del utopista, no conoce límites de tiempo ni de espacio. Los siglos no
cuentan en su construcción ideal más que como momentos. La labor del
crítico, del historiógrafo, del político, es de otra índole. Tiene que atenerse a resultados inmediatos y contentarse con perspectivas próximas.
El mestizo real de la historia, no el ideal de la profecía, constituye el
objeto de su investigación o el factor de su plan. En el Perú, por la impronta diferente del medio y por la combinación múltiple de las razas entrecruzadas, el término mestizo no tiene siempre la misma significación. El mestizaje es un fenómeno que ha producido una variedad compleja, en vez de
resolver una dualidad, la del español y el indio.
El Dr. Uriel García halla el neo-indio en el mestizo224. Pero este mestizo es el que proviene de la mezcla de las razas española e indígena, sujeta al
influjo del medio y la vida andinas. El medio serrano en el cual sitúa el Dr.
Uriel García su investigación, se ha asimilado al blanco invasor. Del brazo
de las dos razas, ha nacido el nuevo indio, fuertemente influido por la tradición y el ambiente regionales.
Este mestizo, que en el proceso de varias generaciones, y bajo la presión constante del mismo medio telúrico y cultural, ha adquirido ya rasgos
estables, no es el mestizo engendrado en la costa por las mismas razas. El
sello de la costa es más blando. El factor español, más activo.
El chino y el negro complican el mestizaje costeño. Ninguno de estos
dos elementos ha aportado aún a la formación de la nacionalidad valores
culturales ni energías progresivas. El coolí chino es un ser segregado de su
país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú su raza, mas
no su cultura. La inmigración china no nos ha traído ninguno de los elementos esenciales de la civilización china, acaso porque en su propia paBIBLIOTECA AYACUCHO
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tria han perdido su poder dinámico y generador. Lao Tsé y Confucio han
arribado a nuestro conocimiento por la vía de Occidente. La medicina
china es quizá la única importación directa de Oriente, de orden intelectual, y debe, sin duda, su venida, a razones prácticas y mecánicas, estimuladas por el atraso de una población en la cual conserva hondo arraigo el
curanderismo en todas sus manifestaciones. La habilidad y excelencia del
pequeño agricultor chino, apenas si han fructificado en los valles de Lima,
donde la vecindad de un mercado importante ofrece seguros provechos a
la horticultura. El chino, en cambio, parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la apatía, las taras del Oriente decrépito. El juego,
esto es, un elemento de relajamiento e inmoralidad, singularmente nocivo
en un pueblo propenso a confiar más en el azar que en el esfuerzo, recibe
su mayor impulso de la inmigración china. Sólo a partir del movimiento
nacionalista, –que tan extensa resonancia ha encontrado entre los chinos
expatriados del continente–, la colonia china ha dado señales activas de
interés cultural e impulsos progresistas. El teatro chino, reservado casi
únicamente al divertimiento nocturno de los individuos de esa nacionalidad, no ha conseguido en nuestra literatura más eco que el propiciado efímeramente por los gustos exóticos y artificiales del decadentismo. Valdelomar y los “colónidas”, lo descubrieron entre sus sesiones de opio,
contagiados del orientalismo de Loti y Farrère. El chino, en suma, no
transfiere al mestizo ni su disciplina moral, ni su tradición cultural y filosófica, ni su habilidad de agricultor y artesano. Un idioma inasequible, la
calidad del inmigrante y el desprecio hereditario que por él siente el criollo, se interponen entre su cultura y el medio.
El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente
influjo de su barbarie.
El prejuicio de las razas ha decaído; pero la noción de las diferencias y
desigualdades en la evolución de los pueblos se ha ensanchado y enriquecido, en virtud del progreso de la sociología y la historia. La inferioridad
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de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la hora no es bastante
para abolir la inferioridad de cultura.
La raza es apenas uno de los elementos que determinan la forma de una
sociedad. Entre estos elementos, Vilfredo Pareto distingue las siguientes
categorías: “1o El suelo, el clima, la flora, la fauna, las circunstancias geológicas, mineralógicas, etc.; 2o Otros elementos externos a una dada sociedad,
en un dado tiempo, esto es, las acciones de las otras sociedades sobre ella,
que son externas en el espacio, y las consecuencias del estado anterior de esa
sociedad, que son externas en el tiempo; 3o Elementos internos, entre los
cuales los principales son la raza, los residuos o sea los sentimientos que
manifiestan, las inclinaciones, los intereses, las aptitudes al razonamiento, a
la observación, el estado de los conocimientos, etc.”. Pareto afirma que la
forma de la sociedad es determinada por todos los elementos que operan
sobre ella que, una vez determinada, opera a su vez sobre esos elementos, de
manera que se puede decir que se efectúa una mutua determinación*.
Lo que importa, por consiguiente, en el estudio sociológico de los estratos indio y mestizo, no es la medida en que el mestizo hereda las cualidades o los defectos de las razas progenitoras sino su aptitud para evolucionar, con más facilidad que el indio, hacia el estado social, o el tipo de
civilización del blanco. El mestizaje necesita ser analizado, no como cuestión étnica, sino como cuestión sociológica. El problema étnico en cuya
consideración se han complacido sociologistas rudimentarios y especuladores ignorantes, es totalmente ficticio y supuesto. Asume una importancia desmesurada para los que, ciñendo servilmente su juicio a una idea
acariciada por la civilización europea en su apogeo, –y abandonada ya por
esta misma civilización, propensa en su declive a una concepción relativista de la historia–, atribuyen las creaciones de la sociedad occidental a la
superioridad de la raza blanca. Las aptitudes intelectuales y técnicas, la
voluntad creadora, la disciplina moral de los pueblos blancos, se reducen,
en el criterio simplista de los que aconsejan la regeneración del indio por
el cruzamiento, a meras condiciones zoológicas de la raza blanca.
* Vilfredo Pareto, Trattato di Sociologia Generale, t. III, p. 265225.
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Pero si la cuestión racial –cuyas sugestiones conducen a sus superficiales críticos a inverosímiles razonamientos zootécnicos– es artificial, y
no merece la atención de quienes estudian concreta y políticamente el
problema indígena, otra es la índole de la cuestión sociológica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos conflictos; su íntimo drama. El
color de la piel se borra como contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos –los elementos espirituales y formales de esos fenómenos que se designan con los términos de sociedad y de cultura– reivindican sus derechos. El mestizaje –dentro de las condiciones económicosociales subsistentes entre nosotros–, no sólo produce un nuevo tipo humano y étnico sino un nuevo tipo social; y si la imprecisión de aquél, por
una abigarrada combinación de razas, no importa en sí misma una inferioridad, y hasta puede anunciar, en ciertos ejemplares felices, los rasgos de la
raza “cósmica”, la imprecisión o hibridismo del tipo social, se traduce,
por un oscuro predominio de sedimentos negativos, en una estagnación
sórdida y morbosa. Los aportes del negro y del chino se dejan sentir, en
este mestizaje, en un sentido casi siempre negativo y desorbitado. En el
mestizo no se prolonga la tradición del blanco ni del indio: ambas se esterilizan y contrastan. Dentro de un ambiente urbano, industrial, dinámico,
el mestizo salva rápidamente las distancias que lo separan del blanco, hasta asimilarse la cultura occidental, con sus costumbres, impulsos y consecuencias. Puede escaparle –le escapa generalmente– el complejo fondo de
creencias, mitos y sentimientos, que se agita bajo las creaciones materiales
e intelectuales de la civilización europea o blanca; pero la mecánica y la
disciplina de ésta le imponen automáticamente sus hábitos y sus concepciones. En contacto con una civilización maquinista, asombrosamente
dotada para el dominio de la naturaleza, la idea del progreso, por ejemplo,
es de un irresistible poder de contagio o seducción. Pero este proceso de
asimilación o incorporación se cumple prontamente sólo en un medio en
el cual actúan vigorosamente las energías de la cultura industrial. En el latifundio feudal, en el burgo retardado, el mestizaje carece de elementos de
ascensión. En su sopor extenuante, se anulan las virtudes y los valores de
las razas entremezcladas; y, en cambio, se imponen prepotentes las más
enervantes supersticiones.
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Para el hombre del poblacho mestizo –tan sombríamente descrito
por Valcárcel con una pasión no exenta de preocupaciones sociológicas–
la civilización occidental constituye un confuso espectáculo, no un sentimiento. Todo lo que en esta civilización es íntimo, esencial, intransferible,
energético, permanece ajeno a su ambiente vital. Algunas imitaciones externas, algunos hábitos subsidiarios, pueden dar la impresión de que este
hombre se mueve dentro de la órbita de la civilización moderna. Mas, la
verdad es otra.
Desde este punto de vista, el indio, en su medio nativo, mientras la
emigración no lo desarraiga ni deforma, no tiene nada que envidiar al mestizo. Es evidente que no está incorporado aún en esta civilización expansiva, dinámica, que aspira a la universalidad. Pero no ha roto con su pasado.
Su proceso histórico está detenido, paralizado, mas no ha perdido, por
esto, su individualidad. El indio tiene una existencia social que conserva
sus costumbres, su sentimiento de la vida, su actitud ante el universo. Los
“residuos” y las derivaciones de que nos habla la sociología de Pareto, que
continúan obrando sobre él, son los de su propia historia. La vida del indio
tiene estilo. A pesar de la conquista, del latifundio, del gamonal, el indio de
la sierra se mueve todavía, en cierta medida, dentro de su propia tradición. El “ayllu” es un tipo social bien arraigado en el medio y la raza*.
El indio sigue viviendo su antigua vida rural. Guarda hasta hoy su traje, sus costumbres, sus industrias típicas. Bajo el más duro feudalismo, los
rasgos de la agrupación social indígena no han llegado a extinguirse. La
sociedad indígena puede mostrarse más o menos primitiva o retardada;
pero es un tipo orgánico de sociedad y de cultura. Y ya la experiencia de
los pueblos de Oriente, el Japón, Turquía, la misma China, nos han probado cómo una sociedad autóctona, aun después de un largo colapso, puede
* Los estudios de Hildebrando Castro Pozo, sobre la “comunidad indígena”, consignan a
este respecto datos de extraordinario interés, que he citado ya en otra parte. Estos datos
coinciden absolutamente con la sustancia de las aserciones de Valcárcel en Tempestad en
los Andes, a las cuales, si no estuviesen confirmadas por investigaciones objetivas, se podría suponer excesivamente optimistas y apologéticas. Además, cualquiera puede comprobar la unidad, el estilo, el carácter de la vida indígena. Y sociológicamente la persistencia en la comunidad de lo que Sorel llama “elementos espirituales del trabajo”, es de
un valor capital.
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encontrar por sus propios pasos, y en muy poco tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos
de Occidente.
XVIII. ALCIDES SPELUCÍN
En el primer libro de Alcides Spelucín están, entre otras, las poesías que
me leyó hace nueve años cuando nos conocimos en Lima en la redacción
del diario donde yo trabajaba. Abraham Valdelomar medió fraternamente en este encuentro, después del cual Alcides y yo nos hemos reencontrado pocas veces, pero hemos estado cada día más próximos. Nuestros
destinos tienen una esencial analogía dentro de su disimilitud formal.
Procedemos él y yo, más que de la misma generación, del mismo tiempo.
Nacimos bajo idéntico signo. Nos nutrimos en nuestra adolescencia literaria de las mismas cosas: decadentismo, modernismo, estetismo, individualismo, escepticismo. Coincidimos más tarde en el doloroso y angustiado trabajo de superar estas cosas y evadirnos de su mórbido ámbito.
Partimos al extranjero en busca no del secreto de los otros sino en busca
del secreto de nosotros mismos. Yo cuento mi viaje en un libro de política;
Spelucín cuenta el suyo en un libro de poesía. Pero en esto no hay sino diferencia de aptitud o, si se quiere, de temperamento; no hay diferencia de
peripecia ni de espíritu. Los dos nos embarcamos en la “barca de oro en
pos de una isla buena”. Los dos en la procelosa aventura, hemos encontrado a Dios y hemos descubierto a la Humanidad. Alcides y yo, puestos a
elegir entre el pasado y el porvenir, hemos votado por el porvenir. Supérstites dispersos de una escaramuza literaria, nos sentimos hoy combatientes de una batalla histórica.
El libro de la nave dorada es una estación del viaje y del espíritu de Alcides Spelucín. Orrego advierte de esto al lector, en el prefacio, henchido
de emoción, grávido de pensamiento, que ha escrito para este libro. “No
representa –escribe– la actualidad estética del creador. Es un libro de la
adolescencia, la labor poética primigenia, que apenas rompe el claustro
de la anónima intimidad. El poeta ha recorrido desde entonces mucho
camino ascendente y gozoso; también mucha senda dolorosa. El espíritu
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está hoy más granado, la visión más luminosa, el vehículo expresivo más
rico, más agilizado y más potente; el pensamiento más deslumbrado de
sabiduría; más extenso de panorama; más valorizado por el acumulamiento de intuiciones; el corazón más religioso, más estremecido y más abierto
hacia el mundo. Es preciso marcar esto para que el lector se dé cuenta de la
penosa precocidad del poeta que cuando escribe este libro es casi un
niño”*.
Como canción del mar, como balada del trópico, este libro es en la
poesía de América algo así como una encantada prolongación de la “Sinfonía en gris mayor”226. La poesía de Alcides tiene en esta jornada ecos
melodiosos de la música rubendariana. Se nota también su posterioridad
a las adquisiciones hechas por la lírica hispano-americana en la obra de
Herrera y Reissig. La huella del poeta uruguayo está espléndidamente
viva en versos como estos:
Y ante un despertamiento planetario de nardos
bramando lilas tristes por la ruta de oriente
se van los vesperales, divinos leopardos.
(“Caracol bermejo”)
Pero esta presencia de Herrera y Reissig y la del propio Rubén Darío
no es sensible sino en la técnica, en la forma, en la estética. Spelucín tiene
del decadentismo la expresión; pero no tiene el espíritu. Sus estados de
alma no son nunca mórbidos. Una de las cosas que atraen en él es su salud
cabal. Alcides ha absorbido muchos de los venenos de su época, pero su
recia alma, un poco rústica en el fondo, se ha conservado pura y sana. Así,
está más viviente y personal en esta plegaria de acendrado lirismo.
¿No me darás la arcilla de la cantera rosa
donde labrar mi base para gustar Amor?
¿No me darás un poco de tierra melodiosa
donde plasmar la fiebre de mi ensueño, Señor?
* El libro de la nave dorada, Ediciones de El Norte, Trujillo, 1926.
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Alcides se semeja a Vallejo en la piedad humana, en la ternura humilde, en la efusión cordial. En una época que era aún de egolatrismo exasperado y bizantinismo d’annunziano, la poesía de Alcides tiene un perfume
de parábola franciscana. Su alma se caracteriza por un cristianismo espontáneo y sustancial. Su acento parece ser siempre el de esta otra plegaria con sabor de espiga y de ángelus como algunos versos de Francis Jammes:
Por esta dulce hermana menor de ojos suaves...
Esta claridad, esta inocencia de Alcides, son perceptibles hasta en
esas “aguas fuertes” de estirpe un poco bodeleriana, que, asumiendo íntegra la responsabilidad de su poesía de juventud, ha incluido en El libro de
la nave dorada. Y son tal vez la raíz de su socialismo227 que es un acto de
amor más que de protesta.
XIX. BALANCE PROVISORIO
No he tenido en esta sumarísima revisión de valores-signos el propósito
de hacer historia ni crónica. No he tenido siquiera el propósito de hacer
crítica, dentro del concepto que limita la crítica al campo de la técnica literaria. Me he propuesto esbozar los lineamientos o los rasgos esenciales de
nuestra literatura. He realizado un ensayo de interpretación de su espíritu; no de revisión de sus valores ni de sus episodios. Mi trabajo pretende
ser una teoría o una tesis y no un análisis.
Esto explicará la prescindencia deliberada de algunas obras que, con
incontestable derecho a ser citadas y tratadas en la crónica y en la crítica
de nuestra literatura, carecen de significación esencial en su proceso mismo. Esta significación, en todas las literaturas, la dan dos cosas: el extraordinario valor intrínseco de la obra o el valor histórico de su influencia. El
artista perdura realmente, en el espíritu de una literatura, o por su obra o
por su descendencia. De otro modo, perdura sólo en sus bibliotecas y en
su cronología. Y entonces puede tener mucho interés para la especulación
de eruditos y bibliógrafos; pero no tiene casi ningún interés para una interpretación del sentido profundo de una literatura.
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El estudio de la última generación, que constituye un fenómeno en
pleno movimiento, en actual desarrollo, no puede aún ser efectuado con
este mismo carácter de balance*. Precisamente en nombre del revisionismo de los nuevos se instaura el proceso de la literatura nacional. En este
proceso como es lógico, se juzga el pasado; no se juzga el presente. Sólo
sobre el pasado puede decir ya esta generación su última palabra. Los
nuevos, que pertenecen más al porvenir que al presente, son en este proceso jueces, fiscales, abogados, testigos. Todo, menos acusados. Sería prematuro y precario, por otra parte, un cuadro de valores que pretendiese
fijar lo que existe en potencia o en crecimiento.
La nueva generación señala ante todo la decadencia definitiva del
“colonialismo”. El prestigio espiritual y sentimental del Virreinato, celosa
e interesadamente cultivado por sus herederos y su clientela, tramonta
para siempre con esta generación. Este fenómeno literario e ideológico se
presenta, naturalmente, como una faz de un fenómeno mucho más vasto.
La generación de Riva Agüero realizó, en la política y en la literatura, la
última tentativa por salvar la Colonia. Mas, como es demasiado evidente,
el llamado “futurismo”, que no fue sino un neocivilismo, está liquidado
política y literariamente, por la fuga, la abdicación y la dispersión de sus
corifeos228.
En la historia de nuestra literatura, la Colonia termina ahora. El Perú,
hasta esta generación, no se había aún independizado de la Metrópoli.
Algunos escritores, habían sembrado ya los gérmenes de otras influencias.
González Prada, hace cuarenta años, desde la tribuna del Ateneo, invitando a la juventud intelectual de entonces a la revuelta contra España, se
definió como el precursor de un período de influencias cosmopolitas. En
este siglo el modernismo rubendariano nos aportó, atenuado y contrastado por el colonialismo de la generación “futurista”, algunos elementos de
renovación estilística que afrancesaron un poco el tono de nuestra literatura. Y, luego, la insurrección “colónida” amotinó contra el academicis* Reconozco, además, la ausencia en este ensayo de algunos contemporáneos mayores,
cuya obra debe aún ser estimada más o menos susceptible de evolución o continuación.
Mi estudio, lo repito, no está concluido.
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mo español –solemne pero precariamente restaurado en Lima con la instalación de una Academia correspondiente–, a la generación de 1915, la
primera que escuchó de veras la ya vieja admonición de González Prada.
Pero todavía duraba lo fundamental del colonialismo: el prestigio intelectual y sentimental del Virreinato. Había decaído la antigua forma; pero no
había decaído igualmente el antiguo espíritu.
Hoy la ruptura es sustancial. El “indigenismo”, como hemos visto,
está extirpando, poco a poco, desde sus raíces, al “colonialismo”. Y este
impulso no procede exclusivamente de la sierra. Valdelomar, Falcón,
criollos, costeños, se cuentan –no discutamos el acierto de sus tentativas–
entre los que primero han vuelto sus ojos a la raza. Nos vienen, de fuera, al
mismo tiempo, variadas influencias internacionales. Nuestra literatura ha
entrado en su período de cosmopolitismo. En Lima, este cosmopolitismo
se traduce, en la imitación entre otras cosas de no pocos corrosivos decadentismos occidentales y en la adopción de anárquicas modas finiseculares. Pero, bajo este flujo precario, un nuevo sentimiento, una nueva revelación se anuncian. Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se
nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos.
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NOTAS
1. “Ya no quiero leer a ningún autor de quien se note que quería hacer un libro; sino sólo
a aquéllos cuyos pensamientos llegaron a formar un libro sin que ellos se dieran cuenta”
(El viajero y su sombra).
2. Una importante revista semanal de Lima, destinada al gran público. Dirigida por Andrés Avelino Aramburu, sale entre 1920-1931 con el visto bueno del gobierno de Leguía.
Incluye una sección sobre la vida de la alta sociedad, expresiones sobre los sucesos políticos del mundo, y artículos de escritores como César Vallejo, Luis Alberto Sánchez y José
Gálvez. Desde 1924, Mariátegui publica allí regularmente, y a partir de 1925 escribe para
la revista la serie “Peruanicemos el Perú”.
3. Importantísima revista política y cultural, fundada y dirigida por Mariátegui, que apareció en Lima más o menos mensualmente entre 1926-1930. Después de la muerte de
J.C.M., salió tres veces más antes de su clausura definitiva. Siempre caracterizada por su
criterio amplio con respecto a los colaboradores, se inició como revista de definición
ideológica de los elementos de renovación cultural y política. En septiembre de 1928, en
la misma temporada en que aparecieron los Siete ensayos y en que se formó el Comité
Organizador del Partido Socialista Peruano, Amauta se declaró abiertamente socialista,
acto con que se formalizó el proceso de ruptura entre Mariátegui y Haya de la Torre que
había comenzado en abril del mismo año.
4. El otro libro que Mariátegui logró publicar en vida. Salió en 1925, e igual que los Siete
ensayos, recogía artículos que ya habían aparecido en revistas limeñas.
5. Este libro, cuya próxima aparición bajo el título Ideología y política en el Perú fue anunciada en el No 30 de Amauta, abril-mayo de 1930, nunca llegó a publicarse. Se dice que se
perdió. Lo cierto es que no se conoce ninguna copia existente.
6. Tales acusaciones se ponen de moda a partir de 1927 con la polémica entre Mariátegui
y Luis Alberto Sánchez que se publica originalmente en Mundial entre febrero y marzo y
en que Sánchez le hace esa objeción. Otros no tardan en repetir la crítica, entre ellos Víctor Andrés Belaúnde y Víctor Raúl Haya de la Torre. (Las respuestas de J.C.M. a Sánchez
han sido reproducidas en “Indigenismo y socialismo”, Obras completas de José Carlos
Mariátegui, Lima: Empresa Editora Amauta, 1969, XIII, pp. 214-228).
7. Véase la Cronología para los años 1919-1923.
8. Es interesante que Mariátegui, aquí como en otras partes, siempre elogie sin reservas a
Sarmiento, una figura hoy día vista con recelo por una parte importante de la izquierda
latinoamericana. Ya en el siglo XIX, Martí había adoptado una actitud crítica ante las
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posiciones de Sarmiento, pero es probable que Mariátegui conociera muy poco de la obra
martiana, dado que ésta estaba en general mal conocida en las primeras décadas de este
siglo, y J.C.M. casi nunca la menciona.
También, hay que preguntarse si Mariátegui habrá conocido el Conflicto y armonía de razas de Sarmiento, lo cual es suficientemente explícito y contrario a sus propios planteos
sobre la raza como para llevarlo a calificar su entusiasmo. La actitud que Mariátegui mantiene ante Sarmiento y la cultura e historia argentinas, en general parece tener más que ver
con una óptica liberal que con una óptica socialista, cosa que no es nada excepcional, sino
todo lo contrario, dentro de la izquierda de su generación.
9. Ya desde el comienzo del libro vemos una característica del estilo de redacción de Mariátegui que le habrá proporcionado cierta frustración a más de un lector: acostumbra citar textos sin dar los datos bibliográficos completos. En esta edición se ha hecho lo posible por suplir los datos omitidos sobre las fuentes citadas por el autor. El criterio ha sido
el siguiente: si una fuente aparece en el catálogo parcial de la biblioteca personal de
J.C.M. preparado por Harry Vanden (Sección anexa a Mariátegui: Influencia en su formación ideológica, Lima: Biblioteca Amauta, 1975), se han utilizado los datos correspondientes a la edición allí citada. Para las fuentes que no aparecen en este catálogo, se ha
buscado la primera edición del texto. Si ésta resulta ser la única aparecida antes de la
muerte de J.C.M., no ha habido problema, pero si existe más de una edición anterior a
1930, se han dado los datos de la primera y de las sucesivas. En algunos casos, desgraciadamente, el autor simplemente no ha dejado suficientes pistas, y no se ha podido determinar con ninguna seguridad la procedencia del material a que se refiere.
Aquí en este caso, Mariátegui cita un artículo de Gobetti de 1924 titulado “Un perseguidor de anárquicos”, que él mismo reproduce en Amauta, No 24, junio de 1929, pp. 10-12.
La obra del italiano Gobetti, “crociano de izquierda” que murió en 1926, influye mucho
en Mariátegui. Sobre esta influencia, véase de Robert Paris: “Mariátegui e Gobetti”, Centro Studi Fiero Gobetti, Quaderno 12, Torino, marzo de 1967, pp. 3-13.
10. Desde la aparición de los Siete ensayos, las ideas de Mariátegui sobre el comunismo de
los incas han provocado bastante controversia. Robert Paris, por ejemplo, en su artículo
“José Carlos Mariátegui et le modele du ‘communisme’ inca”, Annales, Economies, Societés, Civilisations, Paris, No 5, septiembre-octubre de 1966, pp. 1065-1072, le critica el uso
indiferenciado de los términos “comunismo” y “socialismo” para referirse al Incario, ya
que encuentra que el uso del concepto “socialismo” para describir a los incas es anacrónico. Bien puede ser que dentro de la terminología marxista resulte poco riguroso. En cambio, el hablar del Incario como caso de comunismo primitivo está dentro de la ortodoxia
más absoluta, ya que Marx se refiere al “comunismo ingeniosamente desarrollado de los
peruanos” en El capital (III, cap. LI), etc. La equiparación semántica de “comunismo primitivo” y “socialismo”, por otra parte, no es nada peculiar a Mariátegui. Al contrario,
para la fecha en que se redactan los Siete ensayos, constituye una práctica ya ampliamente
establecida tanto dentro como fuera del Perú. En 1908, el peruano Víctor Andrés Belaúnde había usado los dos términos intercambiablemente en su libro El Perú antiguo y
los modernos sociólogos (Lima: Imprenta y Librería de San Pedro), y allí había citado del
libro Los sistemas socialistas del italiano Vilfredo Pareto, que definía el Incario como “un
ejemplo bien caracterizado de organización socialista” (p. 86). Luego, para citar otro
ejemplo, Haya de la Torre, en su ensayo “La Realidad del Perú”, del libro Por la emancipación de la América Latina (Buenos Aires: Gleizer, 1927), también usa los dos términos
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como equivalentes, y cita a otros autores que han hecho lo mismo. Al constatar estos casos, lo único que quiero demostrar es que aquí, como en todo, el vocabulario y los conceptos que maneja Mariátegui vienen modulados por todo un debate contemporáneo y
anterior, y es necesario comprender los postulados de estos debates para poder llegar a
apreciar lo que es efectivamente original (y lo que es propiamente marxista) en su obra, y
también para no exagerar la importancia de ciertas inconsistencias que difícilmente pudiera haber superado, dadas las limitaciones de su medio ambiente. (Dentro del presente
texto, Mariátegui vuelve a hablar largamente sobre el comunismo incaico en el ensayo 3,
nota del autor en p. 63 de esta edición).
11. Aquí Mariátegui cita del artículo titulado “El hecho económico en la historia peruana”, publicado en Mundial, 14 de agosto de 1925, y reproducido en Obras completas,
1970, XI, pp. 58-61.
12. Mariátegui introduce aquí un interesante leit-motiv del libro: la insistencia en que el
protestantismo ha sido un factor fundamental en el desarrollo ideológico del capitalismo,
y por extensión, que los países que no han pasado por una auténtica Reforma se caracterizan por tener un capitalismo pobremente desarrollado y mezclado con modos de producción precapitalistas. Recuérdese que el estudio de Max Weber, La ética protestante y el
espíritu del capitalismo, aparece en 1904-5, y en los años que siguen se produce una nutrida bibliografía sobre la relación entre el calvinismo y el capitalismo. Mariátegui nunca
menciona a Weber, y es muy posible que no conociera su obra, pero está plenamente informado de la polémica a través de otros autores, entre ellos, Gobetti, cuyo artículo
“Nuestro protestantismo”, de 1925, se reproduce en el No 24 de Amauta, pp. 12-14. Más
adelante en el ensayo 5 del presente libro, Mariátegui vuelve a desarrollar el tema, y allí
nombra a otros autores que también han constatado el fenómeno.
13. En 1823, Mr. Canning, Secretario de Asuntos Extranjeros de la Gran Bretaña, nombró cónsules a Buenos Aires, Montevideo, Chile, Perú, Colombia y México, y dos años
después su gobierno comenzó a reconocer oficialmente a las nuevas repúblicas. En cuanto a los banqueros, “en 1822 y de nuevo en 1825, la deuda flotante peruana en Londres
alcanzó la cifra de 1.816.500 libras esterlinas” (Jesús Chavarría, “La desaparición del
Perú colonial [1870-1919]”, Aportes, París, No 23, enero de 1972, p. 123). El vizconde de
Chateaubriand fue ministro de Asuntos Extranjeros de Francia entre finales de 1822 y
mediados de 1824.
14. Se notará en este libro, tanto como en otros escritos del autor, que éste tiende a exagerar el grado en que habían logrado establecerse en la Argentina una burguesía nacional, el
liberalismo, y la democracia representativa. Tal exageración se explica, en parte, por el
constante interés de Mariátegui en contrastar los respectivos procesos de desarrollo nacional de la Argentina y el Perú, contraste que, por otro lado, es evidentemente útil, dadas
las diferencias notables en la experiencia histórica de los dos países. También, hay que
reconocer que la impresión de Mariátegui no debe haber aparecido muy equivocada en
1928. Por ese entonces, la Argentina era uno de los doce países del mundo más avanzados
económicamente. El observador contemporáneo no podía ignorar que entre 1860 y 1928
ese país había experimentado un proceso de desarrollo nada menos que espectacular, y
justamente el año 1928 –fecha en que Mariátegui publica su libro– “marcó el punto más
alto” de su prosperidad. (Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América
Latina, Madrid, Alianza, 1969, p. 331).
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15. Entre los años 1849 y 1874, período durante el cual estaba en vigencia el trato legal de
coolíes, entraron 87.000 chinos al Perú. Fueron traídos para trabajar en la explotación del
guano y en la agricultura costeña. La emancipación de los esclavos negros se efectuó en
1854.
16. El guano comienza a explotarse en el Perú en los años 40 del siglo XIX, y para los 50 es
ya un gran negocio. El auge guanero dura hasta los 70 cuando la industria entra en decadencia. En esta misma década el salitre adquiere importancia, y el gobierno peruano, en
bancarrota en 1875, mira en este mineral la posibilidad de su rescate económico. Para que
el nuevo negocio les resulte lucrativo, les es necesario controlar los precios del salitre boliviano, pero tal imperativo entra en conflicto con los intereses de la industria británica
chilena que opera en Bolivia. Esta situación lleva a la Guerra del Pacífico (1879-1883),
por resultado de la cual Bolivia pierde su costa y el Perú sus yacimientos de salitre (Tacna,
Arica y Tarapacá).
Es bueno recordar que el Perú no pierde sus islas guaneras, y vuelve a explotarlas después
de la guerra. Sin embargo, como la industria ya estaba en decadencia, nunca más constituye una fuente importante de riqueza.
17. El oro de California fue descubierto en 1849.
18. El guano, usado principalmente como abono, había sido explotado por los incas pe-ro
luego olvidado por los españoles. A la Europa industrial le resultó tan importante que las
“compras de guano alcanzaron una cifra mayor que la de ningún otro producto en las importaciones británicas de América Latina entre 1855-1865” (Chavarría, op. cit., p. 122).
Durante los años 40 el Perú tuvo un competidor con respecto al guano porque se había
descubierto una isla en la costa de África donde se podía extraer el guano gratuitamente,
pero después de agotarse los depósitos de esta isla, el Perú gozaba de un monopolio en el
mundo.
19. “Entre 1861 y 1875, la deuda flotante peruana en Londres fue mayor que la de ningún
otro país latinoamericano: 41,7 millones de libras esterlinas” (Chavarría, ibid., pp. 124-125).
20. Al terminar la Guerra del Pacífico, el gobierno peruano se encontró con una deuda
exterior de 51 millones de libras esterlinas (Chavarría, ibid., p. 131). En 1886 un financiero norteamericano, Michael P. Grace, propuso una solución al gobierno en nombre de
los obligacionistas ingleses. Con algunas enmiendas, esta solución fue aprobada por el
Congreso en 1889, y llegó a conocerse como el Contrato Grace. Las cláusulas principales
del contrato eran la cancelación de la deuda exterior, la cesión de los ferrocarriles del Estado a los ingleses por sesenta y seis años, y la concesión a ellos de derechos para la extracción de hasta tres millones de toneladas de nitratos por año. Para administrar sus intereses, los británicos formaron la Peruvian Corporation Ltd. (1890). “En 1909, el Presidente
Leguía… vendió [los ferrocarriles] totalmente a la ‘Peruvian Corporation’ a fin de cancelar la deuda exterior y poder utilizar el guano que había sido cedido a esta compañía, en la
agricultura de la costa” (Diego Messeguer Illán, José Carlos Mariátegui y su pensamiento
revolucionario, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1974, p. 48).
21. Hubo dos gobiernos del general Ramón Castilla: 1845-51 y 1855-61.
22. El sistema de consignaciones del guano varió bastante en los años de apogeo de este
producto. Para 1868, una gran cantidad de los contratos de exportación estaba en manos
de capitalistas nacionales, pero en 1869 el gobierno les quitó las consignaciones y se las
entregó a una casa parisiense mediante el Contrato Dreyfus. Este monopolio francés terminó en 1875.
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23. Esta nueva burguesía nacional, que gracias al guano se constituía a partir de los años
40, se organizó como fuerza política en el Partido Civil, fundado en 1871 bajo el mando
de Manuel Pardo (presidente del país entre 1872-1876). A los miembros de este partido,
se los llamaba comúnmente “civilistas” y a su política, “civilismo”.
24. Aquí Mariátegui vuelve a citar del artículo “El hecho económico en la historia peruana”, op. cit.
25. Paris, Aux Editions de la Sirene, 1922.
26. En realidad, el poder ya había sido devuelto a los jefes militares en las elecciones
presidenciales de 1876. El gobierno de los civilistas (1872-1876) había resultado poco
popular, y éstos se habían visto obligados a apoyar al caudillo militar Mariano Ignacio
Prado. Así que cuando estalló la Guerra del Pacífico, Prado ya llevaba varios años ejerciendo la presidencia.
27. En 1895, junto con los demócratas de Nicolás de Piérola, los civilistas expulsan a los
militares del poder y colocan a Piérola en la presidencia. Hasta 1903, los civilistas no gobiernan directamente pero ejercen considerable influencia, primero sobre Piérola y luego sobre el presidente independiente Romana (1899-1903). En las elecciones de 1903
gana el candidato civilista Candamo, y el Partido Civil controla la ejecutiva, con la excepción del período 1912-1914, hasta el golpe de Leguía en 1919.
28. En 1888, después de una progresiva depreciación del billete que había comenzado
antes de la guerra, el gobierno declaró que las tesorerías, aduanas y otras oficinas públicas
sólo podían aceptar moneda metálica, restándole así todo valor oficial al billete. Esta medida significó la ruina de muchas personas de los sectores medios y pobres que tenían su
capital o sus ahorros en billetes.
29. Se terminó en 1893.
30. Para algunos datos sobre este proceso, véase la Cronología que se incluye dentro del
presente volumen.
31. La “banca peruana dio un salto adelante al empezar el siglo. Se implantaron bancos
importantes, tales como el Banco Italiano (1889), el Banco Internacional del Perú (1897),
el Banco Popular del Perú (1899) y el Banco Alemán Transatlántico (1905)” (Chavarría,
op. cit., p. 139).
32. Se abre en 1914.
33. Parece referirse al desplazamiento definitivo del Partido Civil por el segundo gobierno de Augusto Leguía (1919-30). Leguía mismo representa el surgimiento de un nuevo
tipo de capitalista en el Perú. Debe su posición a su propio esfuerzo y audacia, y no a sus
relaciones de familia, y claramente defiende los intereses del capital monopolista extranjero (principalmente norteamericano) a expensas del capital nacional.
34. La producción del caucho peruano comienza alrededor de 1882, y alcanza su período
de apogeo más o menos entre 1897 y 1912. La decadencia del negocio cauchero se debe
no tanto al escándalo de 1912 como a la competencia procedente de las plantaciones de
las colonias inglesas y holandesas, especialmente Ceylán, Malaca y Sumatra.
35. Se refiere al efecto que tuvo la Primera Guerra Mundial sobre la economía peruana.
Al respecto, dice Jesús Chavarría, “Al aumentar las demandas de exportación peruana
destinada a la guerra, la prosperidad de unos pocos alcanzó casi proporciones de boom,
provocando al mismo tiempo graves dislocaciones internas. Tierras hasta entonces destinadas a la producción alimenticia, por ejemplo, fueron pasando cada vez más a la plantación de azúcar y algodón. Estos cambios se vieron reflejados en la balanza comercial del
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Perú: en 1913, las exportaciones sobrepasaron a las importaciones en casi un veinte por
ciento, y cinco años más tarde en casi un cien por ciento” (op. cit, p. 148).
36. Según Aníbal Quijano, entre 1919 y 1930, aproximadamente 80% del presupuesto
del gobierno estuvo financiado por préstamos procedentes de EE.UU. (Seminario dictado por Quijano en la Escuela de Sociología, Universidad Central de Venezuela, 1975).
37. Esta ley fue promulgada el 9 de abril de 1918.
38. Paris: Grasset, 1925.
39. Palabra de origen quechua y aymara, cuyo significado se asemeja a “granero”, lugar
donde se almacenan los frutos de la tierra.
40. Bajo el Incario, los tambos eran depósitos bien abastecidos que los indios de cada jurisdicción tenían la obligación de construir y mantener a fin de que los viajeros, los ejércitos, etc., pudieran allí reparar sus fuerzas en el camino. Luego los españoles introdujeron
el pago de servicios en los tambos, y la palabra “tambo” comenzó a asociarse con “venta”,
“mesón” o “posada”. Mariátegui parece usar la palabra para referirse a los abastos controlados por los mismos hacendados, que ejercían monopolios sobre la venta de productos de consumo en un determinado lugar.
41. Es interesante que Mariátegui ponga esta palabra entre comillas. Es notorio que en
Cuba significa “hacienda de caña”, y en el Perú también se ha usado desde tiempos coloniales pero para designar específicamente el molino de azúcar. Aquí parece referirse a la
planta industrial destinada a moler la caña.
42. El proceso de concentración de tierras en esta zona coge ímpetu entre 1885-90, debido a la incapacidad de muchos propietarios de sobrevivir el desastre producido por la
Guerra del Pacífico. La Sociedad Agrícola Casa Grande Limitada es el resultado de las
compras de Gildemeister (capital alemán) que comienza a adquirir haciendas en el valle
de Chicama a partir del año 1890. La Compañía Grace (capital norteamericano) adquiere
la hacienda Cartavio en 1882, pero no la explota hasta 1891 cuando forma la Cartavio
Sugar Co. Luego un nuevo ciclo de concentración ocurre después de 1902 con la baja
drástica del precio del azúcar en el mercado mundial. El tercer y último ciclo de concentración tiene lugar durante y después de la Primera Guerra Mundial. Notablemente, en
1927 la Casa Grande compra la propiedad de Víctor Larco, que a principios del siglo había sido el magnate azucarero más poderoso del valle. Esta compra le da a la Casa Grande
una posición incontestable de dominación, con aproximadamente 13.460 fanegadas de
tierra en comparación a las 2.206 fanegadas de la Cartavio. (Véase el capítulo titulado
“The Modernization of the Sugar Industry and the Concentration of Land in the Chicama Valley”, en Peter F. Klarén, Modernization, Dislocation, and Aprismo: Origins of the
Peruvian Aprista Party, 1870-1932, Austin, Univ. of Texas Press, 1973).
43. Es posible que el artículo de Spelucín al cual se refiere aquí Mariátegui sea el mismo
que apareció luego en 1930 en APRA, Lima, 2 de octubre: “El departamento de La Libertad, fecundo campo de enseñanzas respecto a la acción imperialista en nuestro país”.
44. “Gamonal”: término que se usa en el Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela y
América Central; significa “latifundista”, “hacendado”, “cacique rural”. En el trozo de
su prólogo a Tempestad en los Andes que se reproduce aquí, Mariátegui refina la definición de la palabra.
45. Lo que sigue no es el prólogo en su totalidad, pero sí es una parte importante. El libro
de Luis E. Valcárcel fue publicado por el mismo Mariátegui: Lima, Ed. Minerva, 1927.
46. Aquí tenemos la primera referencia en este libro al pensamiento del anarco-sindicalis7 ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
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ta francés Georges Sorel (1847-1922). La presencia de Sorel en los escritos de Mariátegui
es uno de los focos principales de controversia entre los críticos que en los últimos diez
años, más o menos, se han dedicado a estudiar su obra. Mariátegui se inspiró en la teoría
del “mito” de Sorel a través de sus libros Reflexiones sobre la violencia (1908) e Introducción a la economía moderna (1903). Para la presentación más explícita del “mito” en la
obra de J.C.M., véase “El hombre y el mito”, publicado originalmente en Mundial, 16 de
enero de 1925, y reproducido en Obras completas, 1950, III, 18-23. Sobre la controversia
que existe en torno al “sorelismo” de J.C.M., véase, entre otros, Robert Paris, “El marxismo de Mariátegui”, Aportes, París, No 17, julio, 1970, pp. 6-30, y Luis Villaverde AlcaláGaliano, “El sorelismo de Mariátegui”, y R. Paris, “Mariátegui: un ‘sorelismo’ ambiguo”,
ambos en Aportes, No 22, octubre, 1971, pp. 168-184.
47. En 1824 Bolívar proclama la abolición del tributo del indio –proclamación que no se
aplica– y en un decreto del mismo año anula el sistema de la propiedad comunal indígena,
declarando que las tierras antes tenidas en comunidad serán repartidas entre los indios
sobre la base de la propiedad privada.
48. Este estudio fue reproducido en Revista Universitaria, Univ. de San Marcos, año XV,
v. 1, 1er trimestre, 1929, pp. 35-143, pero por la discrepancia en las fechas y en la numeración de páginas, es evidente que Mariátegui no cita de esta publicación.
49. Este término en inglés se refiere al Homestead Act de 1862 mediante el cual el gobierno de EE.UU. concedía tierras públicas a pobladores a fin de que las dedicaran al cultivo.
Encinas recomienda que el gobierno peruano instituya una práctica parecida con respecto a la población indígena.
50. Este ensayo, escrito en 1904, no apareció en la primera edición de Horas de lucha
(1908). Mariátegui se refiere a la segunda edición de este libro (Callao, 1924, Tip. “Lux”).
51. Contrario a su intención, la abolición de las comunidades en 1824 no crea una clase de
pequeños propietarios sino más bien facilita la concentración de la tierra en pocas manos.
Así que después de la Independencia, se inicia un proceso en que el indio es progresivamente despojado de sus tierras. Este proceso se intensifica notablemente a finales del siglo XIX y a comienzos del XX. Durante este período el cambio económico acelerado de
la costa produce una demanda cada vez mayor de los productos agrícolas de la sierra, lo
cual da lugar a la expansión de las grandes haciendas a costa de las comunidades indígenas. Este proceso brutal de usurpación de las tierras comunales explica en gran parte los
numerosos levantamientos indígenas que ocurren en estos años.
52. Es realmente curiosa la interpretación que le da Mariátegui a esta cita porque no corresponde en absoluto al sentido que tiene la declaración dentro del contexto del ensayo.
La primera “manera” que sugiere González Prada es presentada como un absurdo, un
imposible, ya que el autor ha venido describiendo la violencia congénita, inevitable, que
caracteriza la hacienda. Y pocas líneas después, Prada remata el ensayo con las siguientes
palabras totalmente inequívocas: “En resumen: el indio se redimirá merced a su esfuerzo
propio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es, más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche”.
53. Aquí Mariátegui cita de un artículo que él mismo solicitó a la autora. Apareció en el
primer número de Amauta, sept., 1926, pp. 22-24, con el título “Lo que ha significado la
Asociación Pro-Indígena”.
54. La “alarma ante el extremismo de algunos sectores estudiantiles generó en la propia
juventud de la Universidad de San Marcos un destello de reivindicación católica que, enBIBLIOTECA AYACUCHO
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cabezada por José León Bueno, se expresó en 1924 en la revista Novecientos y, poco después, en la fundación de una entidad llamada Acción Social de la Juventud con actividades similares a la Asociación Cristiana de Jóvenes. Tanto Novecientos como la Acción
Social de la Juventud tuvieron corta vida” (Jorge Basadre, Historia de la República del
Perú, Lima, Ediciones “Historia”, 1964, IX, 4217).
55. Los obrajes eran fábricas de tejidos toscos de lana, instituidas durante la colonia y conocidas por sus horrendas condiciones de trabajo.
56. Las Leyes de Indias constituyen una verdadera avalancha de cédulas reales concernientes a la protección del indio, siendo hitos importantes las Leyes de Burgos de 1512 y
las Nuevas Leyes de 1542 (que fueron tácitamente anuladas al cabo de tres años). Después de 1560 se disminuye el número de cédulas que se ocupan del tratamiento del indio.
De todos modos, en la famosa Recopilación de Leyes de los reinos de las Indias de 1680,
más de la cuarta parte versa sobre la cuestión indígena.
57. Caudillo indígena que, aunque leal en un principio a las autoridades realistas, luego
integró la Junta rebelde de Cuzco, y encabezó una expedición enviada hacia Arequipa.
Después de unos encuentros en que salió victorioso contra las fuerzas reales, fue apresado y ejecutado en 1815.
58. El encomendero español era beneficiario de una encomienda, institución mediante la
cual los conquistadores y otros “servidores” del rey recibían un repartimiento de indios
que debían prestarles variados servicios a cambio de la educación religiosa y la protección contra los abusos. Estos repartimientos, que en la práctica constituían una forma
onerosa de servidumbre, no eran muy bien vistos por la Corona (por lo menos hasta la
subida de Felipe II al trono) porque se veía en los encomenderos la reaparición en el Nuevo Mundo de una casta de señores feudales. Aquí, cuando Mariátegui habla de “encomenderos criollos”, usa el término de manera figurativa como equivalente a “latifundista”.
59. La conscripción vial fue establecida por ley en 1920 y abolida bajo la dictadura de
Sánchez Cerro en los primeros años de los 30. Estableció el servicio obligatorio en los caminos. Según Basadre, “El trabajo en los caminos debía hacerse por los conscriptos dentro de un plazo de seis a doce días al año. Podía ser redimido mediante el abono en efectivo de los jornales correspondientes… De hecho, la conscripción vial sólo afectó al indio”
(op. cit., 4144-4145).
60. Sistema de trabajo forzoso impuesto a los indios durante la colonia después de extinguirse las encomiendas. La mita obligaba al pago de un tributo así como a la prestación
temporaria de trabajo para obras públicas designadas por las autoridades. Estas incluían
la construcción de caminos y edificios y el trabajo en las minas. Las mitas fueron oficialmente abolidas por las Cortes de Cádiz en 1812.
61. Sistema de contratar mano de obra indígena mediante anticipos que comprometen al
indio a trabajar y muchas veces lo enredan en una maraña de deudas de las cuales difícilmente sale. Por esas deudas, se ve obligado a seguir trabajando indefinidamente.
62. Mujik: campesino ruso. Véase la nota para el ensayo 7, sección XVII.
63. El primero de estos congresos se realizó en 1921, donde se formó el Comité “Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo”. Hubo un congreso por año hasta 1924. En 1927 el gobierno intervino y disolvió el Comité “Pro Derecho”.
64. Palabra quechua que significa “mestizo”; se aplica de manera más general a los miembros y asociados de la clase dominante, blancos y mestizos, comerciantes y propietarios o
autoridades gubernamentales.
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65. Mariátegui habla con más detalle de este fenómeno en la sección IX del ensayo 7 del
presente texto, “El proceso de la literatura”. Se refiere a una actitud y una práctica literarias de tipo costumbrista, particularmente de moda en Lima durante las tres primeras
décadas del siglo XX. El “perricholismo”, también llamado “limeñismo”, “neocolonialismo”, y “pasadismo”, se asocia principalmente a la generación literaria de 1905, encabezada por José de la Riva Agüero. La palabra “perricholismo” está basada en el sobrenombre (“La Perricholi”) aplicado a Micaela Villegas (1748-1819), famosa amante del
virrey Manuel de Amat y Junient.
66. Nombre dado a las mujeres limeñas que se ocultaban gran parte del rostro con una
manta y así paseaban por la ciudad con relativa libertad. La costumbre de taparse existió
más o menos desde la fundación de Lima hasta la segunda mitad del siglo XIX. Luego las
tapadas eran evocadas con nostalgia por los llamados “perricholistas”, y aun el joven
Mariátegui les dedicó una obra teatral. (Véase la Cronología para el año 1916).
67. Nombre del Imperio Inca.
68. Lima, Editorial Garcilaso, 1925.
69. Lima, Imp. Cabieses, 1926.
70. Por el contexto, se deduce que es algo como el sistema mediante el cual el peón trabaja
para pagar una obligación. Mariory Urquidi, en su traducción inglesa de los Siete ensayos
(Seven Interpretative Essays on Peruvian Reality, Austin, Univ. of Texas Press, 1971) le da
a la palabra esta acepción.
71. Esta frase célebre es del argentino Juan Bautista Alberdi, contemporáneo de Sarmiento. Al lanzar este apotegma, Alberdi no pensaba en absoluto en la defensa de la población
indígena, sino en la inmigración masiva de blancos europeos.
72. En la página anterior Mariátegui ha reconocido que “la práctica de exterminio de la
población indígena” fue llevada a cabo por el colonizador español “en contraste muchas
veces con las leyes y providencias de la metrópoli”. Aquí, en cambio, parece sugerir que el
“error” que constituía el exterminio le correspondió, en efecto, a la metrópoli. La cantidad enorme de cédulas reales sobre la protección del indio, especialmente antes de 1560,
parecen indicar que la Corona sí estaba consciente del valor económico del capital humano que significaba la población indígena.
73. Javier Prado (1871-1921) representaba el ala liberal del civilismo, es decir, la burguesía financiera e industrial. En el momento en que escribió la obra citada por Mariátegui,
1894, se consideraba positivista spenceriano. El número de Anales Universitarios en que
aparece el ensayo es de 1897.
74. Según el catálogo parcial que ha hecho Harry Vanden de la biblioteca personal de
Mariátegui (op. cit., p. 142), éste poseía la segunda edición de Indología (Barcelona, Tipografía Cosmos, s./a.). La primera edición de este libro fue de 1927.
75. Este libro apareció originalmente en 1903. No se ha podido determinar cuál fue la
edición que manejó Mariátegui.
76. En la Rusia zarista, el MIR era una asamblea de aldea que tenía la propiedad colectiva
de las tierras, y las repartía entre las familias durante un tiempo determinado.
77. Paris, Rousseau & Cie., 1922.
78. Se trata de un breve ensayo que se puede consultar en Esteban Echeverría: Obras completas, Buenos Aires, Imprenta y Librerías de Mayo, 1874, V, 243-266.
79. Esta conferencia se publicó, en su totalidad, en dos números sucesivos de Amauta, No
4, dic. de 1926, y No 5, enero de 1927.
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80. Se promulgó en 1852.
81. Paris, Duyarric, 1907.
82. Viene de la palabra quechua “yanacona” que significa “gentes de servicio”. En la era
republicana, se refiere a “un campesino sin tierras propias; que obtiene del propietario
una chacra cuya extensión puede variar entre 15 y 30 hectáreas; y puede solicitar además
una habilitación consistente en dinero o semillas e implementos de labor; y que debe entregar como merced conductiva una parte determinada de la cosecha, aparte de estar
obligado a devolver la habilitación con sus respectivos intereses; y que en la práctica no
tiene para sus productos otro comprador que el mismo propietario”. Diccionario enciclopédico del Perú, bajo la dirección de Alberto Tauro, Lima, Ed. Mejía Baca, 1967, III, 390.
El sistema que rige el trabajo del yanacón se llama el “yanaconazgo”.
83. Hubo dos ediciones de este libro antes de 1928: Lima, Garcilaso, 1924, y Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1927.
84. No se ha podido determinar el estudio a que se refiere.
85. Se han encontrado referencias a tal estudio en varios textos, pero no se ha podido determinar cuál estudio es. José Antonio Encinas reproduce un buen trozo de ese estudio
de Villarán en su ensayo sobre la legislación tutelar indígena (op. cit.), pero como J.C.M.,
tampoco suministra dato bibliográfico alguno.
86. Objetos de cerámica precolombina.
87. Esta obra famosa apareció por primera vez en 1890, en dos volúmenes. Con los años
llegó a comprender doce tomos. Harry Vanden (op. cit., p. 116) registra que Mariátegui
poseía una traducción francesa de la obra: Le rameau d’or, Paris, Libraire Orientaliste,
Paul Geulheur, 1923.
88. Lima, Editorial El Lucero, 1924.
89. Buenos Aires, M. Gleizer, 1927.
90. En 1923 se inició un importante trabajo de irrigación, bajo la dirección del ingeniero
Charles Sutton, en el valle Imperial de la costa. Para el año siguiente el trabajo ya comprendía 8.156 hectáreas. La mitad correspondió a los copropietarios de las pampas, y la
otra mitad quedó dividida en 181 lotes de 40, 30, 20, 10 y 5 hectáreas, que fueron puestos
en venta. Además, el gobierno “mandó reservar 50 hectáreas para que, dentro de ellas,
cada uno de los obreros que hubiera desempeñado por lo menos 500 tareas fuese gratuitamente propietario de una hectárea” (Basadre, op. cit., 4137).
91. En 1924, en el departamento costeño de Lambayeque, se iniciaron trabajos de irrigación del mismo tipo que en el valle del Imperial. Para 1930 Leguía anunció que de las tierras ganadas por el proyecto, se habían formado 1.800 chacras nuevas de pequeños propietarios.
92. Indios obligados a trabajar gratuitamente en la casa del patrón.
93. Cuzco…, 1927.
94. “Durante el siglo XVII era normalmente exportado el cereal a Guayaquil, Panamá y
otros lugares, pues sólo el valle de Lima producía 80.000 fanegadas anuales. Pero las alteraciones ocasionadas por el terremoto de 1687, o tal vez la extensión de una peste, ocasionaron la pérdida de las cosechas y la sensible disminución de los cultivos. Inicióse una
crónica escasez, y Chile proveyó de grano a los molinos limeños”. Diccionario enciclopédico del Perú, ed. cit., III, 261.
95. Se publicaron tres ediciones de esta obra entre 1919 y 1925, todas ellas de Payot &
Cie. de Paris: 1919, 1920, 1925.
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96. Estas obras se realizaron por la segunda mitad de la década de los 20.
97. Lo que el autor significa por “generosa concepción” se aclara en su cita del libro de
Édouard Herriot en la p. 93 del presente ensayo.
98. Para redactar estas primeras páginas del ensayo sobre la educación, Mariátegui parece haberse basado mucho en el estudio citado más adelante de Felipe Barreda y Laos,
aunque es evidente que da su propia interpretación a los datos presentados por Barreda,
que resulta ser un defensor de la clase media como sostén de “la verdadera democratización de las naciones” (p. 268; véase la nota 3 de J.C.M. al presente ensayo). A pesar de una
probable utilización extensiva de este estudio como fuente, hay ciertas discrepancias entre los dos autores en cuanto a los datos. Mariátegui da la impresión de que fue el gobierno de 1831 (que sería el de Gamarra de 1829-1834) quien declaró por primera vez la gratuidad de la enseñanza. Barreda, en cambio, habla de decretos, etc., a ese efecto que
vieron la luz en la década de los años 20. También, según Barreda, la circular de Matías
León, que cita Mariátegui, versaba sobre la gratuidad de la segunda enseñanza y no sobre
la enseñanza en general. Barreda reproduce el trozo de la circular que aparece en los Siete
ensayos, y le da como fecha el 19 de octubre de 1831. (Véase la primera nota del autor, en
la p. 88).
99. Revista Universitaria, Órgano de la Universidad de San Marcos, Lima, 2o trimestre,
pp. 260-320.
100. Lima, Librería e Imprenta Gil, 1922. El discurso citado, “Las profesiones liberales
en el Perú”, se pronunció en la apertura del año universitario, San Marcos, 1900.
101. Op. cit.
102. Op. cit.
103. Los Compagnons de l’Université Nouvelle eran un movimiento de reforma educacional que surgió en Francia después de la Primera Guerra Mundial. Proponía una reorganización total de la educación pública, a base del corporativismo. Mariátegui escribe sobre este movimiento en su artículo “La libertad de la enseñanza”, Mundial, 22 de mayo de
1925, reproducido en Obras completas, 1970, XIV, pp. 24-31.
104. La tesis citada se titula “La educación nacional y la influencia extranjera”.
105. Se inauguró en 1905 bajo el gobierno de Pardo.
106. La ley para reinstalar esta escuela se promulgó en 1903. Comenzó su organización el
año siguiente.
107. La Prensa fue expropiada por el gobierno de Leguía en 1921, y de la noche al día se
convirtió en periódico gobiernista. Esto ayuda a explicar el comentario de J.C.M. de que
“nadie supondrá…”.
108. Esta lucha comenzó en marzo de 1918.
109. Se refiere a La Reforma Universitaria, Buenos Aires, edición de la Revista Sagitario,
1927. Este libro fue reseñado en Amauta, No 9, mayo de 1927, p. 42. A pesar de que hace
esta referencia pasajera al libro de González, Mariátegui toma su cita de la colección de
documentos preparada por Gabriel del Mazo.
110. Se refiere a la Unión Cívica Radical que con Hipólito Yrigoyen llega al poder en las
elecciones presidenciales de la Argentina en 1916.
111. Rodríguez de Mendoza (1750-1825) fue nombrado rector de San Marcos en el último año de su vida. Antes de la Independencia, que apoyó activamente, atrajo la atención
por su dirección progresista del Real Convictorio de San Carlos. Allí introdujo las corrientes de la Ilustración, a expensas del escolasticismo, y entre otras cosas, abogó por la
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creación de las asignaturas de historia y geografía del país. El Convictorio llegó a ser considerado, con razón, un criadero de insurgentes.
Pedro Gálvez Egúsquiza (1822-1872) fue decano de la Facultad de Derecho de San Marcos (1866-1869), y su viejo profesor Sebastián Lorente (1813-1884) fue decano de la Facultad de Letras (1868-1870, 1872…), e inauguró allí la enseñanza de Historia de la Civilización Peruana (1875). Los años 66-70 del siglo XIX correspondían a un momento
importante de reorganización de la universidad, y a los dos les tocó orientar este proceso
en sus facultades respectivas.
112. Lima, E.R. Villarán, 1917.
113. Se refiere al Partido Nacional Democrático, fundado en 1915 bajo el liderazgo de
José de la Riva Agüero y pronto apodado “partido futurista”.
114. Es ésta la generación de intelectuales peruanos, a veces llamada generación de 1900
o arielista, cuyos miembros comenzaron a hacerse conocer en la primera década del siglo
XX. Sus figuras más destacadas eran José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde,
Francisco y Ventura García Calderón, y José Gálvez. El apodo de “futurista” que se le
asignó al Partido Democrático también era aplicado de modo más amplio a la generación.
115. Se refiere al Carácter de la literatura del Perú independiente, Lima, E. Rosay editor,
1905. Aquí y sobre todo en el ensayo sobre la literatura, Mariátegui se empeña en ver esta
tesis como una expresión explícita del “espíritu colonialista”. Es curioso, dado que en
este escrito del joven Riva Agüero, notablemente influido por sus profesores positivistas
de San Marcos (ej. Prado y Villarán), encontramos la típica condena positivista de la herencia colonial que el mismo Mariátegui ha podido apreciar en los maestros (p. 138) pero
no en el alumno. Es cierto, por otro lado, que el Riva Agüero de algunos años después sí
merecerá el título de “colonialista”, y también es cierto que el autor del Carácter (su anticolonialismo aparte) pertenece a la corriente conservadora y autocrática del positivismo.
116. Mariátegui se refiere a la actividad e influencia del Círculo Literario, encabezado
por Manuel González Prada entre 1887 y 1891, año en que el Círculo se convierte en partido político (la Unión Nacional) y en que Prada sale para Europa. Al regresar al Perú en
1898, éste se adhiere nuevamente a la Unión pero la abandona en 1902 cuando está a punto de disolverse. El Círculo, que nace como reacción a la postración moral y política del
país después de la Guerra del Pacífico, aboga por una literatura de compromiso social.
Defiende los derechos de las provincias contra el poder centralizado en Lima, y sobre
todo levanta la voz en protesta contra la situación del indígena. En otras partes de este libro, Mariátegui se refiere a este grupo como movimiento o partido radical.
117. En 1919, con motivo de su campaña alrededor de la cuestión de Tacna y Arica, el gobierno invitó al Perú a Alfredo Palacios, profesor y orador socialista de la Argentina. Su
presencia contribuyó de manera significativa a la agitación del movimiento estudiantil en
Lima.
118. Mariátegui se refiere a su propia generación, que describe con más detalle en la sección X del último ensayo de este libro. A veces hablará de esta agrupación como la generación “colónida” o la generación de 1915.
119. La primera universidad popular se fundó en Lima en 1921 y luego aparecieron más
en otras ciudades. Funcionaron como extensiones universitarias de difusión cultural
para el pueblo. Véase la Cronología para los años 1923 y 1924.
120. En marzo de 1921, un grupo de catedráticos declara San Marcos en receso en protesta contra la interrupción, por gente armada aparentemente mandada por el gobierno, de
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un discurso antigobiernista que Víctor Andrés Belaúnde pronunciaba en la misma universidad. Las clases quedaron suspendidas hasta abril del año siguiente.
121. En su rol de presidente de la Federación de Estudiantes del Perú, Haya de la Torre
viajó en 1922 a la Argentina, el Uruguay y Chile donde se reunió con estudiantes de estos
países.
122. Se refiere a Pedro Zulen, fundador de la Asociación Pro Indígena (1909-1916), que
en 1922 fue nombrado director de la biblioteca de San Marcos. Murió en 1925.
123. Véase la Cronología para el año 1923.
124. La universidad nueva, Buenos Aires, M. Gleizer, 1925.
125. Este fue rector de San Marcos entre 1922 y 1924. Fue desterrado del país entre 1925
y 1927 por oponerse a la reelección de Leguía.
126. “Plataformas sostenidas por la juventud revolucionaria del Perú en la organización
de la Federación de Estudiantes” (Documento firmado en Lima, 8 de noviembre de
1926), p. 40.
127. La Universidad de Cuzco fue clausurada en 1927.
128. Alejandro Deustua fue rector de San Marcos entre 1928 y 1930. En la sección que
sigue inmediatamente, Mariátegui dedica mucho espacio a una consideración de sus
ideas.
129. Nombre de la posición política representada por el Partido Demócrata de Nicolás
de Piérola. Después de la presidencia de éste y su frustrado intento de participar en las
elecciones de 1903, el pierolismo quedó relegado a una postura de oposición al gobierno
hasta la muerte de su caudillo en 1913.
130. Es posible que se refiera a la posición asumida en el capítulo “Les forces éducatives”
del libro antes citado Le Pérou Contemporain. Aquí García Calderón dijo que la renovación positivista dentro de la universidad estaba inspirada en el ejemplo de Deustua y que
a ella concurrían varios jóvenes maestros –entre ellos Villarán– “toutes dans la méme pensée réformatrice” (p. 194).
131. El taylorismo se refiere al cuerpo de ideas sobre la llamada “administración científica del trabajo” elaborado por el norteamericano Frederick W. Taylor a fines del siglo pasado y a comienzos de éste. Concebido para sacar el máximo de productividad de la fuerza de trabajo, el taylorismo constituye, en realidad, la base de toda la organización del
trabajo en la corporación capitalista actual. Importante de señalar es que Taylor hacía
hincapié especial en la necesidad de separar el trabajo intelectual (que asignaba al administrador) del trabajo físico (que correspondía al obrero).
132. Paris, Ed. de la Nouvelle Revue Française, 1924.
133. Se trata de una conferencia pronunciada en la Universidad de La Plata en 1922 y publicada en 1925 como La Utopía de América (La Plata, Ediciones de “Estudiantina”).
134. New York, Boni & Liveright, 1920.
135. Op. cit.
136. “El indio no es panteísta”, mayo-junio, 1928, pp. 24-25.
137. Según el Diccionario enciclopédico del Perú, op. cit., II, 197, Kon era un ser mitológico de los chimús, nación que mantuvo su independencia con respecto a los incas hasta
poco antes de la conquista. Era hijo del Sol y de la Tierra (aunque no se le consideraba
un dios), y se le atribuía en un tiempo la creación del mundo pero luego se olvidó esta atribución cuando Kon se fugó, ahuyentado por su hermano que vino a castigarlo por su
crueldad.
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138. El Rig-Veda es una de cuatro colecciones de himnos anónimos tenidos como la revelación divina en la antigua religión védica. El Zend-Avesta es el libro sagrado de los Parsis,
cuya religión dominaba en Persia en la época de los Sasánidas.
139. El “triunvirato” a que se refiere J.C.M. comprendió a Francisco Pizarro, Diego de
Almagro y el clérigo Luque. Desde 1524 los tres se concertaron para organizar una expedición que saliera en busca del Perú, y la capitulación recibida en Toledo en 1529 reconocía a Luque como obispo del territorio por conquistar.
140. Acompañó a Pizarro al Perú y en la toma de Cajamarca. En esta ciudad donde los españoles sorprendieron a Atahualpa, Valverde requirió a éste para que se hiciera cristiano
y se alarmó cuando el Inca rechazó violentamente la Biblia. Durante el cautiverio de Atahualpa que precedió su ejecución, Valverde lo adoctrinó en el cristianismo y lo bautizó.
141. Este título no se encuentra en las Obras completas de Unamuno, y no se ha podido
localizar en bibliografías y catálogos.
142. Hermanastro de Francisco y compañero en la conquista del Perú, Gonzalo Pizarro
encabezó una rebelión armada contra el virrey Blasco Núñez de Vela y particularmente
contra la promulgación de las nuevas Leyes (1542) que intentaban suprimir la encomienda, base efectiva de la riqueza de los conquistadores. Exitoso en un número de campañas,
se proclamó rey del Perú, retirando por completo su vasallaje a Carlos V. No quiso someterse a Pedro de la Gasea que llegó de España para pacificar a los rebeldes, pero abandonado en el campo tuvo que hacerlo. Fue degollado en 1548.
143. El clérigo Pedro de la Gasea, mandado a Lima en 1546 para combatir la rebelión de
Gonzalo Pizarro, trajo como armas nada más que el anuncio de la revocación de las Nuevas Leyes y el perdón a los alzados. Sin embargo, cuando Pizarro se resistió a este llamado
a la paz, La Gasea organizó un ejército y lo persiguió. Luego, se quedó en Lima el tiempo
suficiente para ordenar el gobierno, y regresó a España en 1550.
144. La Universidad Mayor de San Marcos se fundó en 1551.
145. La palabra “quipu” es quechua por “nudo” o “cuenta por nudos”. Se refiere a un
instrumento mnemotécnico empleado por los incas para llevar la cuenta.
146. Una de las fiestas principales del Perú precolombino, para rendir homenaje al Inca.
147. P. 54.
148. Paris, F. Rieder, 1925.
149. Op. cit.
150. Op. cit.
151. Op. cit.
152. Harry Vanden (op. cit., p. 114) registra que J.C.M. tenía la siguiente edición en su
posesión: Socialisme Utopique et Socialisme Scientifique, Paris, Librairie de l’Humánité,
1924.
153. Vanden (ibid., p. 129) registra las dos siguientes ediciones en la colección personal
del autor: Il Capital, I, Milano, Societá Editrice Avanti, 1915; y Le Capital, edición en
once tomos, Paris, Alfred Costes, 1924.
154. Paris, B. Grasset, 1924.
155. Op. cit.
156. 2a ed., Firenze, Ed. Vallecchi, 1920. Vanden, op. cit., p. 13.
157. Op. cit.
158. La primera edición de este libro es: Julien Luchaire, L’Èglise et le seizième siècle
d’Alexandre Borgia á Sixte-Quint, Paris, “Pages libres”, 1904.
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159. Op. cit.
160. Paris, F. Reider, 1925.
161. Op. cit.
162. Dictador de Ecuador entre 1860-1875, creía fervorosamente en la supremacía de la
Iglesia Católica en todos los aspectos de la vida. Como estudiante en Francia, se había
vuelto extremadamente conservador a raíz de los acontecimientos de 1848. En el poder,
abrigaba la idea de incorporar a Ecuador al imperio francés, y puso todos los niveles de la
educación nacional bajo el control de clérigos franceses. En su libro Defensa de los jesuitas, expuso su tesis del Estado teocrático, ideal que trató de materializar durante su gobierno.
163. Francisco de Paula Vigil (1792-1875), clérigo. En su libro Defensa de la autoridad de
los Gobiernos contra las pretensiones de la Curia romana, tomó el partido de los derechos
del Estado contra la Iglesia. Objeto de cuatro condenaciones papales, defendió, entre
otras cosas, la libertad de cultos y de conciencia, el matrimonio civil y el divorcio, y propugnó la creación de una iglesia nacional. Después de 1845, se radicó definitivamente en
Lima como director de la Biblioteca Nacional.
164. (1819-1866). Liberal que con Castilla ayudó a decidir la abolición del tributo de los
indios y la emancipación de los esclavos. Es especialmente recordado por su rectorado
del Colegio de Guadalupe en Lima (1852-53), que bajo su dirección se convirtió en el
centro del liberalismo de su época.
165. Montevideo, Federación Sudamericana de Asociaciones Cristianas de Jóvenes,
1925.
166. Se refiere a la Constitución de 1839.
167. Aquí Mariátegui cita de una edición de 1897, pero el partido se fundó el 19 de abril
de 1889, que fue el mismo día en que Piérola expuso su “Declaración de Principios”.
168. José Pardo tiene dos gobiernos: 1904-1908 y 1915-1919.
169. Op. cit.
170. Este artículo se titula “El rostro y el alma del Tawantisuyu”, y está reproducido en
Obras completas, 1970, XI, pp. 62-66.
171. La Confederación existió entre 1836-1839.
172. La nueva Constitución fue promulgada el 18 de enero de 1920, pero la Asamblea
Constituyente que la discutió se reunió entre septiembre y diciembre de 1919. Algunos
autores se refieren a esta Constitución como la de 1919.
173. Lima, Oficina Tipográfica de “La Opinión Nacional”, 1917.
174. Op. cit.
175. Véase la Cronología para los años 1918 y 1919.
176. Se refiere a la novela Rome, publicada en 1896.
177. Op. cit.
178. Torino, Edizioni del Baretti, 1927.
179. Bari, Giuseppe Laterza, 1926.
180. Para datos bibliográficos sobre el Carácter y observaciones sobre su “colonialismo”,
véase la nota informativa en el ensayo 4. El “Elogio del Inca Garcilaso” es un discurso de
Riva Agüero pronunciado en la Universidad de San Marcos el 22 de abri lde 1916. El
“Ollantay” es un drama anónimo en tres actos compuesto en octosílabos quechuas probablemente a finales del siglo XVII o a comienzos del XVIII.
181. J.C.M. se refiere aquí a los siguientes textos: Sánchez, La literatura peruana, Lima,
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Talleres Perú, 1928; Ventura García Calderón, Del Romanticismo al Modernismo, París,
P. Ollendorff, 1910, y La literatura peruana (1535-1914), N.Y., París, n. p., 1914; Riva
Agüero, La historia en el Perú, Lima, Imp. Nacional de F. Barrionuevo, 1910.
182. Teoria e Storia della Letteratura: lezioni tenute in Napoli dal 1839 al 1848, Bari, G.
Laterza & figli, 1926, 2 t.
183. Clérigo y escritor mestizo de sólida formación en los clásicos, Juan de Espinosa Medrano (ca. 1640-82), apodado “El Lunarejo”, escribió abundantes sermones, piezas dramáticas en quechua y en español, y una obra interesante de crítica literaria, Apologético en
favor de don Luis de Góngora (1662).
184. Los artículos referidos son Gabriel Collazos, “Un drama indígena”, Amauta, febrero de 1928, p. 37, y José Gabriel Cossio, “Tuquypaij Munaskan”, Amauta, abril de 1928,
pp. 41-42. Inocencio Mamani era un joven escritor de Puno, contemporáneo de Mariátegui, y Gamaliel Churata, también de Puno, era como un maestro que alentaba los esfuerzos literarios de los jóvenes de esa ciudad.
185. Lima, M. Morel, 1915.
186. J.C.M. se refiere al texto Ideas sobre la novela que apareció junto con La deshumanización del arte en 1925.
187. Juan del Valle Caviedes (1652?-1697?), un tendero limeño que, entre otras cosas, escribió versos satíricos sobre la vida diaria de Lima al estilo de Quevedo.
188. Felipe Pardo (1806-1868) fue hijo de familia monarquista que emigró a España al
producirse la independencia del Perú. Después de estudiar con maestros como los
neoclasicistas Alberto Lista y José Gómez Hermosilla, Pardo volvió al Perú donde escribió versos satíricos, comedias didácticas, y artículos de costumbres.
189. Mariátegui se refiere a Woodrow Wilson. Véase el artículo que dedicó al presidente
norteamericano: “Wilson”, que forma parte de La escena contemporánea, Obras completas, 1970, I, pp. 42-45.
190. Op. cit.
191. Cisneros (1837-1904), poeta y novelista.
192. Véase la nota 89.
193. Mariano Melgar (1791-1815), mestizo arequipeño, traductor de Ovidio. Escribió
“yaravíes”, que son versos de metros cortos de la copla quechua. Mariátegui dedica la
sección VI del presente ensayo a este autor. Clemente Althaus (1835-1881), poeta. Carlos
Augusto Salaverry (1830-1891) escribió unas veinte obras teatrales en versos muy románticos.
194. Op. cit.
195. La carta se titula “Nuestro frente intelectual” y apareció en el número de la revista de
diciembre de 1926, pp. 3-4, 7-8.
196. Gamarra, apodado “El Tunante” (1850-1924), periodista, escritor de crónicas, obras
de teatro, y una novela. Véase la sección VII de este ensayo.
197. Se refiere a su reciente debate periodístico con Sánchez. Véase la Cronología para el
año 1927.
198. Véase la Cronología para el año 1913.
199. La primera edición de este libro se publicó en París en 1894. La primera edición peruana sale en Callao en 1924.
200. La cita es del ensayo titulado “Renán”, incluido en Páginas libres. La introducción a
la cita ha sido alterada. El texto original dice: “Si algunos de sus defectos nacen del Eclecticismo, otros se explican por la exageración del espíritu crítico…”.
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201. Lima, Editorial Minerva, 1926.
202. Del ensayo titulado “Vigil”.
203. José María de Pando (Lima, 1789-1840), intelectual conservador, es secretario de
Fernando VII en España. De regreso en el Perú, sirve como ministro durante la presidencia vitalicia de Bolívar. En 1827 funda el Mercurio Peruano (1827-34, 1839-40) donde colabora Felipe Pardo y Aliaga. En 1826 publica la “Epístola a Próspero”, poema donde
canta la gloria de Bolívar.
204. Manuel Ascensio Segura (1805-71), mestizo, escritor de cuadros de costumbres, sátiras y comedias. Se le considera el fundador del teatro criollo limeño.
205. Pancho Fierro (Lima, 1803-79), mulato, pintor de graciosas acuarelas que retratan
tipos y costumbres de su tiempo.
206. Buenos Aires, Babel, 1928.
207. La Academia Peruana de la Lengua fue fundada originalmente en 1887 por Ricardo
Palma, pero cesó por completo sus actividades en 1907. En 1917 se inició una segunda
etapa con la incorporación de nuevos miembros: Alejandro Deustua, Javier Prado, José
de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, José Gálvez, etc.
208. El Palais Concert era una especie de fuente de soda elegante frecuentada asiduamente por Valdelomar y Mariátegui en su período de más acendrado dandismo (ca. 1915-16),
y el jirón de la Unión, una calle principal del centro de Lima. Al decir que Colónida (1916)
era escrita para el público de estos sitios, Mariátegui quiere decir que era escrita para la
gente snob, la supuesta minoría selecta de almas finas entre las cuales los autores de la revista se asignaban un lugar prominente.
209. Maúrtua (1865-1937), diplomático, catedrático de Filosofía del Derecho e Historia
del Derecho Peruano en la Universidad de San Marcos. Según Guillermo Rouillón, fue
quien despertó en Mariátegui y Falcón el interés en Sorel y su libro Reflexiones sobre la
violencia. El reciente libro de Rouillón: La creación heroica de José Carlos Mariátegui: La
Edad de Piedra (1894-1919) (Lima, Editorial Arica, 1975), es el único hasta la fecha que
trata la influencia de Maúrtua en la formación política del joven Mariátegui.
210. Para 1912 Valdelomar es agitador por la candidatura de Billinghurst, y con el triunfo
de éste, es mandado a Italia con un cargo oficial. De regreso en el Perú en 1914, se dedica
al periodismo, y publica, entre otras cosas, la biografía La Mariscala sobre Francisca Zubiaga de Gamarra (1915), El Caballero Carmelo: cuentos y Belmonte el trágico (1918).
Entre los diversos géneros que cultiva, hay que mencionar la poesía, el cuento criollo, el
cuento incaico, el cuento yanqui (tipo de relato cosmopolita), el diálogo máximo (especie
de diálogo corto de humor irreverente y estrambótico), y la “neurona” (primo hermano
de la “greguería”). Hacia el final de su vida, comienza a interesarse de nuevo en la política, y en 1918 realiza una gira por el norte del país con el propósito de dar conferencias.
Sobre este amigo de la juventud de Mariátegui, véase la Cronología para los años 1909,
1914 y 1916.
211. Huachafo: palabra despectiva peruana para designar a una persona que aspira a imitar a la gente de clases más altas, y no lo logra. Tiene algo de la acepción de “cursi”.
212. Mariátegui se equivoca. De esta revista, que sale en 1915, aparecen tres números.
213. Mariátegui se refiere a la tesis expuesta por Brémond en su discurso de ingreso a la
Academia Francesa (1925) en que éste abogaba por una poesía desprovista de todo lo superfluo, lo prosaico, lo anecdótico, una poesía no reducible a lo racional, a la paráfrasis,
una poesía de lo inefable, de lo misterioso –en otras palabras, una “poesía pura”. Este disBIBLIOTECA AYACUCHO
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curso desató un debate intenso que tuvo repercusiones en España (ej. Guillén y Salinas)
tanto como en Latinoamérica.
214. Se refiere a Charles Maurras (1868-1952), escritor francés monarquista, director de
la revista conservadora L’Action Française.
215. Sombras y Rondinelas recogen los poemas escritos después de 1916, y se publican
por primera vez en el volumen editado por el mismo Mariátegui, Poesías, Lima, Editorial
Minerva, 1929.
216. No se ha podido localizar ningún ensayo de Orrego que tenga este título. Existe la
posibilidad de que el dato se refiera a un artículo que Orrego publicó sobre Vallejo en
Lima a comienzos de 1928, que se llama “Panorama intelectual de Trujillo”, La Sierra, No
3, enero-febrero, pp. 13-14.
217. Estos dos libros son ambos de 1921. Laureles, mencionado más abajo, es de 1925.
218. Tal vez el acento crítico que claramente se nota aquí tenga que ver no sólo con la calidad literaria de las últimas obras de Guillén sino además con el hecho de que a partir de
1920, Guillén se pone al servicio de Leguía, de quien recibe varios cargos y beneficios. En
cuanto a sus laureles, en 1923 Guillén obtiene el primer premio en los juegos florales y el
año siguiente su “Oda a Bolívar” tiene salida exitosa en el concurso continental promovido a raíz del Centenario de la Batalla de Ayacucho.
219. En su folleto de 1922 “Sobre el campesinado ruso”, Gorky, desilusionado con este
grupo social, pregunta: “¿Dónde, pues, está aquel campesino ruso, bueno y pensativo,
aquél que buscaba incansablemente la verdad y la justicia, de quien la literatura rusa del
siglo diez y nueve le hablaba al mundo con tanta convicción y tanta belleza?”. Es cierto
que una preocupación importante de los escritores rusos del siglo XIX fue la defensa del
campesino y la denuncia de su servidumbre. Este tema se inaugura en 1790 con el libro de
Radishchev, Viaje de Petersburgo a Moscú, y es desarrollado por autores menores como
Pogodin, Polevoi, y Pavlov en los años 20 y 30. A mediados del siglo aparecen La villa de
Grigorovich y, más significativo, Bosquejos de un deportista de Turgenev. Luego Dostoievsky y especialmente Tolstoy asumen una actitud casi de reverencia ante los valores del
campesino, que culmina en 1886 en La muerte de Iván Illich, sobre un miembro de la intelectualidad rusa que aprende a morir con la dignidad de su mujik. La imagen del campesino en las obras de Chejov y Gorky es ya más prosaica.
220. Hermano de Francisco e integrante de la generación “futurista” de Riva Agüero,
Ventura García Calderón pasa la mayor parte de su vida fuera del Perú. En los años veinte, separado del servicio diplomático por su oposición a Leguía, se radica en París. En
1924 publica en Madrid La venganza del cóndor, colección de cuentos cortos, algunos de
los cuales son de tema indígena.
221. Editorial Garcilaso.
222. El prólogo de Ayllón aparece en las dos primeras ediciones de Cuentos andinos,
Lima, Imp. “La Opinión Nacional”, 1920, y Lima, Imp. Lux. de E. L. Castro, 1924.
223. Se refiere a la tesis sobre el mestizaje presentada en La raza cósmica (1925) y en Indología (1927). Mariátegui da mayor desarrollo a sus ideas sobre la teoría de Vasconcelos en una
reseña titulada “Indología por José Vasconcelos”, publicada originalmente en Variedades
(Lima), 22 de octubre de 1927, y reproducida en Obras completas, 1960, XII, pp. 78-84.
224. En 1930, José Uriel García publica en Cuzco un libro titulado El nuevo indio; ensayos indianistas sobre la sierra surperuana. Si Mariátegui ya conocía las opiniones de García
en 1928, es posible que parte de su libro ya hubiera aparecido en revistas o periódicos.
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225. Firenze, G. Barbera, 1923.
226. Poema de Rubén Darío que aparece en Prosas profanas.
227. Según Basadre, Spelucín formaba parte del Comité Organizador del Partido Socialista, que Mariátegui ayudó a fundar en 1928 (op. cit., p. 4212).
228. En agosto de 1919, José de la Riva Agüero abandonó voluntariamente el país, lo cual
sirvió para cerrar definitivamente el capítulo del partido “futurista”. Pocos años después
Víctor Andrés Belaúnde fue desterrado.
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CRONOLOGÍA
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CRONOLOGÍA
Vida y obra de José Carlos Mariátegui
1894 Nace el 14 de junio en Moquegua, Perú (según las investigaciones de
Guillermo Rouillon), hijo de María Amalia La Chira Vallejos, campesina
mestiza, y Francisco Javier Mariátegui, miembro de una familia encumbrada de la sociedad limeña. El padre pronto desaparece de la casa, y la
madre tiene que mantener a sus hijos como costurera. Poco después del
nacimiento de J.C.M., la familia se traslada a Lima. Durante aproximadamente los primeros quince años de la vida de J.C.M., la situación económica de la familia (él, su madre y dos hermanos) es sumamente precaria.
1899 María Amalia y sus hijos se trasladan a Huacho.
1901 J.C.M. matriculado en la escuela del barrio en Huacho.
1902 A raíz de un accidente sufrido por J.C.M. en la escuela, le sale un serio
hematoma en una pierna e inmediatamente es llevado a Lima e internado
en la Maison de Santé, donde se queda por cuatro meses. Resulta definitivamente truncada su educación formal. Al salir de la clínica, guarda
cama por cuatro años, durante los cuales se convierte en asiduo lector:
“Leía todo cuanto llegaba al alcance de sus manos: uno que otro libro,
revistas y diarios de todo género, desde el título hasta la última línea del
anuncio más pequeño e insignificante. Y lo hacía durante el día y la noche.
Desde entonces la lectura fue su refugio, su distracción, su embriaguez”
(Armando Bazán, Mariátegui y su tiempo, O.C., v. XX, pp. 14-15).
1907 Muere su padre, a quien nunca llegó a conocer.
1909 Entra a trabajar como “alcanza-rejones” en La Prensa, por intervención de
un amigo mayor.
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El mismo amigo lo lleva por primera vez a la tertulia en casa de Manuel
González Prada. Allí se hará buen amigo del hijo de éste, Alfredo. Mariátegui seguirá frecuentando la casa de Prada hasta la muerte del “Maestro”
en 1918. En su tertulia alternará con escritores importantes como Eguren,
Bustamante y Ballivián, y Valdelomar, así como con obreros anarquistas
como Carlos del Barzo, que en 1918 será, junto con J.C.M., uno de los
integrantes del Comité de Propaganda y Organización Socialistas.
1910 Asciende a ayudante de linotipista, y corrector de pruebas. En estos años,
según Rouillon (Mariátegui. El hombre y el precursor), sus lecturas favoritas incluyen a Nervo, J.A. Silva, Darío, Herrera y Reissig, Unamuno, y
Cervantes. También se dedica a asimilar a los autores peruanos: “Mis más
tesoneras lecturas de este género [la producción literaria nacional] corresponden, por lo que me respecta, a los años de rabioso apetito de mi
adolescencia, en que un hambre patriótico de conocimiento y admiración
me preservaba de cualquier justificado aburrimiento. Después, no he
frecuentado gustoso esta literatura, sino cuando el acicate de la indagación
política e ideológica me ha consentido recorrer sin cansancio sus documentos representativos” (Luis Alberto Sánchez, “La literatura peruana”,
Mundial, 24 de agosto de 1928).
1911 Aparece su primera publicación firmada con el seudónimo “Juan Croniqueur” en La Prensa. Es empleado al servicio de la redacción del periódico
y ayuda a clasificar los telegramas de provincia.
1912 Queda a su cargo la redacción de las notas policiales (incendios, loterías,
etc.).
1913 Entra a formar parte de la redacción de La Prensa.
1914 Reanuda su amistad con Abraham Valdelomar, quien regresa de una
estadía en Europa. Entre 1914 y 1917 son amigos inseparables, y juntos
cultivan el dandismo. Este año J.C.M. publica sus dos primeros cuentos
cortos y su primera colaboración en la revista Mundo Limeño. En una
crónica criolla del 20 de octubre, expresa su admiración por el pasado
tradicional, actitud esencialmente literaria que mantendrá, con ciertas
variaciones, hasta 1917: “Es la procesión de los Milagros uno de los
últimos rezagos del pasado tradicional. La más típica tal vez de las manifestaciones de ese risueño, fastuoso y alegre criollismo que se extingue,
que se pierde con hondo desconsuelo para los pocos, los insignificantes
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que, como nosotros, aman la tradición fervientemente” (“Del momento:
La procesión tradicional”, La Prensa). Ya es un profesional tan exitoso
que puede mantenerse a sí mismo y a su madre con sus ingresos de
periodista. “Era el periodista profesional más joven de su tiempo”, dice
Bazán.
1915 Año de activa producción literaria: publica 6 poemas y 8 cuentos cortos.
Publica su primer artículo en El Turf, revista hípica limeña y colabora en
la revista femenina Lulú. Ayuda a constituir el Círculo de Periodistas, del
que luego es nombrado Vicepresidente.
Cuando en sus artículos menciona la guerra europea, defiende emocionadamente “la causa de Francia y de la civilización” y condena el “águila
prusiana” y sus “huestes del imperialismo militar… que ha desatado en
Europa la vorágine de una bárbara regresión” (“El apostolado de Maeterlinck”, La Prensa, 19 de marzo).
1916 Estrena su zarzuela colonialista “Las Tapadas”, obra escrita en colaboración con Julio de la Paz. Se retira por algunos días al Convento de los
Descalzos donde escribe unos versos místicos. Colabora en Colónida con
tres sonetos. Sale de La Prensa, y el mes siguiente comienza a trabajar en
El Tiempo como redactor principal. Inmediatamente inaugura su sección
“Voces”, donde hace comentarios satíricos sobre la vida política del país.
Este año es codirector de El Turf, publica el poema dramático “La Mariscala”, que escribe junto con Valdelomar, y anuncia un libro de poesías,
Tristeza, que jamás se materializa. Producción literaria: cuentos cortos, 23
poemas.
Desde el año anterior, viene exagerándose su yoísmo de poeta exquisito.
En palabras que revelan la marcada influencia de Valdelomar, pero que
también son obviamente muy de la época, dice, “Se me acusa de petulancia, de teatralidad y de ‘pose’. Es injusta como todas esta acusación. Hay
de cierto sólo que no tengo la hipocresía fácil y arribista de proclamarme modesto. No quiero parecerme a los que han mentido modestia
alentando en el fondo de su alma la más exagerada de las vanidades. Y no
busco embozos ni me agradan disfraces. Me descubro como soy, escribo
como siento y nunca haré la profanación de mistificar mi emoción espiritual por dar a un artículo, a un cuento o a una poesía, embustero velo de
humildad” (“Extraepistolario [Paréntesis]”, La Prensa, 2 de marzo).
Aparte de su “reino interior”, su vida exterior y cotidiana de dandy consiste en “comedia española, circo, tertulia, murmuración, carreras de caba-
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llos, crónica anónima, restorán, hogar y cocktails” (“Glosario de las cosas
cotidianas”, La Prensa, 2 de junio).
1917 Deja de publicar en El Turf. Según Basadre, publica, por corto plazo, un
diario titulado La Noche, respuesta satírica a El Día (allegado al gobierno
de Pardo). Se matricula en la Universidad Católica a fin de aprender latín;
dura poco esta experiencia. Es galardonado en un concurso periodístico
por su crónica “La procesión tradicional”. Para el primer aniversario de
“Voces” (14 de julio) escribe las siguientes palabras: “Nos sentimos un
poco desesperanzados, tundidos y fatigados por las realidades de esta
democracia mestiza… Preguntamos a gritos en un ímpetu que nos hace
dejar la máquina de escribir: ¿Toda la vida va a gobernar este mismo señor
Pardo y este mismo señor Riva Agüero?… No debíamos ser hoy nosotros
los mismos de ayer… Hace un año las realidades peruanas eran menos
penumbrosas y menos hoscas en la epidermis y en el ánima, en la esencia
y en la figura, en la decoración y en la entraña… Ha habido razón sobrada
para que nuestro corazón se sature de hipocondría, de pesimismo, de
hurañez… Pero hay aún dentro de nosotros una fe… una fe que es nuestro
tónico, nuestra brasa, nuestra estufa y nuestro yelmo” (“Voces”: “Un
año”, El Tiempo).
En noviembre, estalla el “escándalo” con la bailarina Norka Rouskaya:
J.C.M. y otros jóvenes escritores son acusados de blasfemia por haber ido
de noche a un cementerio para ver bailar a la Rouskaya.
Reducida producción literaria: a partir de este año ya no dará a conocer
ninguna obra propiamente artística, con la excepción de una novela corta
publicada en 1929.
1918 A partir de este año, sus preocupaciones serán fundamentalmente políticas. Junto con César Falcón y Félix del Valle, funda Nuestra Época (2
núms.), revista que refleja la influencia de España de Luis Araquistain,
publicación de moderada orientación socialista. En el primer número de
N.E., renuncia al seudónimo “Juan Croniqueur”. Es agredido por unos
militares a causa de su artículo “Malas tendencias: el deber del ejército y
el deber del Estado”, publicado en N.E. Ayuda a fundar el Comité de
Propaganda y Organización Socialista, pero pronto se disocia del grupo
por no estar de acuerdo con la transformación del grupo en partido
político. Dicha transformación se efectúa, pero el Partido Socialista tiene
corta vida y poca resonancia en la política del país.
Es galardonado por una serie de artículos escritos a finales del 17 sobre
teatro. Conoce a César Vallejo.
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1919 Se separa de El Tiempo. Funda La Razón, diario socialista que sale entre
mayo y agosto y que presta apoyo activo a la clase obrera y a la Reforma
Universitaria (clausurado bajo presión del gobierno). En octubre, él y
Falcón, su compañero inseparable en las actividades políticas de los
últimos años, son mandados a Europa por el gobierno de Leguía en
función de agentes de propaganda del Perú en el extranjero, lo cual viene
a ser una deportación eufemística causada por su militancia política.
Hacen una breve escala en Nueva York, y luego J.C.M. va a París donde
pasa dos meses durante los cuales conoce a Henri Barbusse en las oficinas
de Clarté.
1920 Llega a Italia a principios de enero. Entre enero de 1920 y diciembre de
1921, redacta los reportajes publicados primero en El Tiempo de Lima y
luego recogidos en Cartas de Italia (O.C., v. XV). Después de escribir estas
crónicas, en que firma de nuevo con el seudónimo “Juan Croniqueur”, ya
no vuelve a colaborar en ningún diario de la prensa burguesa. En abril, en
un artículo escrito desde Roma, presenta un a
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