ÁNGEL FARETTA El concepto del cine Tercera edición. Corregida y Ampliada Faretta, Ángel El concepto del cine : tercera edición, aumentada y corregida / Ángel Faretta. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-87-2517-8 1. Ensayo. I. Título. CDD 791.43 © 2018, Djaen Ediciones © 2021, ASL Ediciones E-mail: [email protected] www.asalallena.com.ar 1.a edición: enero de 2019 2.a edición: agosto de 2019 3.a edición: abril de 2021 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño gráfico de la tapa y de las páginas interiores puede ser reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, sea este electrónico, mecánico, grabación, digitalización, fotocopia o cualquier otro sin la previa autorización escrita de la Editorial. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina. Dirección editorial: José Luis De Lorenzo Edición: Mariano Agrello / Javiera Gutiérrez Corrección: Pablo Valle Diseño de tapa: Fabio Villalba / Adrián Goldfrid EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA www.autoresdeargentina.com [email protected] Índice Prólogo a la primera edición Prólogo a la segunda edición Prólogo a la tercera edición PRIMERA PARTE DEFINICIONES TEÓRICAS I - Ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo II - Decisionismo. Fuera de campo. Principio de simetría. Eje vertical III - Fuera de campo. Principio de simetría. Eje vertical (continuación) IV - Tríada retórica: índice, ícono, símbolo V - Fuera de campo y símbolo: su relación VI - El cine como dixie: Griffith y sus antecedentes. Poe. Melville VII - Mito. Mención de la parodia. Kitsch. Kasparhauserización VIII - Cine y cinematógrafo. El problema de la alegoría IX - Trifuncionalidad y función adánica X - Reino de la transparencia. Ecumene y territorialidad. Elemento austrohúngaro XI - Lo barroco. Continuación y continuidad. El potlatch XII - El cine como revolución anacrónica XIII - Autoconciencia XIV - Autoconciencia: la marca de Caín XV - Autoconciencia: la cura XVI - Autoconciencia: segunda parte XVII - Formas del entender y del desentender XVIII - La persistencia motriz XIX - Lo simbólico XX - Lo simbólico, la apercepción XXI - El cine como ricorso XXII - La construcción ideativa como ideograma XXIII - El cine como sistema de representación primaria SEGUNDA PARTE ANEXOS I - La galaxia Griffith II - Allende y aquende en el thriller III - Biósfera y noósfera en el cine IV - Alter mundus y limes V - Limes, marcas y extramuros VI - Citizen Kane, un film meduseo VII - Sobre el terror, lo fantástico y la Clase B TERCERA PARTE RESOLUCIONES FORMALES I - Los tres elementos heurísticos fundamentales II - La tríada retórico-expresiva. Índice-ícono-símbolo III - Narración y representación: puesta en escena IV - Recapitulación. Fuera de campo. Función y sentido V - Recapitulación. Principio de simetría. Función y sentido VI - Recapitulación. Eje vertical. Función y sentido PARALIPÓMENA AXIOMAS Y POSTULADOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES NOTAS LISTA DE FILMS CITADOS ÁNGEL FARETTA Sinopsis Para Alicia. PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN Como la publicación completa de nuestra Teoría del cine se viene postergando por diferentes razones, es por ello que hemos intentado resumirla en un pequeño volumen, a manera de un epítome, para sintetizar, adelantándolas, muchas de las conclusiones a las que fuimos llegando a lo largo de los años. Nos adelantamos también a cumplir con el pedido de algunos –pocos– amigos y discípulos que deseaban tener, desde bastante tiempo atrás, siquiera las conclusiones de nuestra teoría. El que ahora intentemos cumplir con los requerimientos de tales no quiere decir, ni remotamente, que hayamos caído en la ilusión de la influencia que este escrito pueda tener en cuanto a la tendencia y dirección que las cosas van tomando en el mundo, o que pueda contribuir en alguna medida a modificar tal dirección. Lejos de ello. Menos aún debe interpretarse la redacción de este escrito como algún tipo de supuesta obligación que el hombre de letras (categoría que, por cierto, y es parte de esta teoría, el cine se ha encargado de pulverizar...) o el intelectual –en el sentido de pensador que hace públicas mediante la edición de textos sus ideas– debe tener con la supuesta tradición del humanismo occidental. A quien así se haga algún tipo de ilusión, debe advertírsele que comete un terrible error, error que casi con seguridad la lectura de este escrito no contribuirá a disipar sino a incrementar angustiosamente. Lo redactamos y nos resignamos a su publicación en la medida en que creemos poder circunscribir, cuasi a la perfección, los limitados y hasta irónicos alcances que un texto como el presente puede tener. Puede imaginárselo como una contribución –de suyo por demás restringida– a paliar la confusión que algunos puedan tener en este momento con respecto a las causas últimas y fundamentales. Ciertamente, el grado de achicamiento, aplastamiento y materialización a que ha llegado la tarea –o supuesta tarea– del pensar y el poetizar en nuestra época, alcanza a ojos vista niveles de una bajeza, ramplonería y pérdida de los más elementales bordes de racionalidad y hasta –si queremos– de conciencia y decoro, desbordando hacia oscuras fuentes de las que pretendió o creyó emerger en algún momento. Como ello es así y no cesará por mucho, muchísimo, tiempo, no es en balde mantener una discreta pero, insistimos, también muy irónica situación de conservación, aun en el plano de la letra, cosa que en gran medida el contenido filosófico de este tratado refuta o da como ya imposible. A esta paradoja atiende el que nos resignemos a su publicación y hasta a su prologado. Todo el escrito comprendido bajo el título de El concepto del cine tiene, y no intenta ocultarlo en lo más mínimo, un carácter subrayadamente polémico. Cada uno de sus corolarios, como también cada uno de sus axiomas y postulados, ha sido redactado teniendo –o imaginando tener– en cuenta otros que se le oponen necesariamente. En nuestra época de creciente despolitización enmascarada, so capa de embutir todo en lo económico, cuando por cierto no es más que otra fase del no pensar y/o del indecisionismo político, un texto como éste deberá ser visto como una franca anomalía. Anomalía que, desde luego, el cine o el pensar del cine no hace más que afirmar y subrayar. El que la llamada función intelectual, acuñada más o menos como subproducto de la mentalidad renacentista, y puesta en troquelada circulación industrial a partir de fines del siglo XIX europeo, haya caído en la última fase, la de su declinación definitiva –y la de su solidificación material–, no debe ser novedad para nadie que mantenga sus facultades críticas más o menos activas. Lo que sí puede resultar extraño es el diagnóstico genealógico-simbólico de tal estado de cosas. Muchos han visto o intuido este declinar como una confirmación de sus estrechas visiones reduccionistas. Tales visiones fueron un aliciente y un acicate para precipitar, irresponsablemente, ese declive. Por el contrario, algunos otros sectores, más impensadamente optimistas o progresistas, suponen que tal estado de cosas lleva a una superación en la cual, definitivamente, lo técnico tomaría la posta, el relevo en la tarea del pensar en Occidente y luego en el planeta entero. Estos últimos no parecen tener presente que la técnica en cuanto ciencia aplicada no es más que otra forma del dispensar aplicado, y por eso cae en el grosero círculo vicioso de postular como superación lo que no es otra cosa más que una franca “puesta al revés” de todo aquello que, tradicionalmente, puede imaginarse como pensamiento. En esto, el primero de los grupos mencionados actúa con una más clara, aunque cínica, conciencia de su error. No le pide otra cosa al mundo que permitirle tomar y hacerse cargo del recambio de una paradójica forma de la actividad bufonesca. Aunque no pueda ni deba descartarse que en sus bufonerías se oculte un sesgo de estricta befa “soplada” desde afuera. De tal forma, este texto es de carácter polémico, ya que no pretende convivir, en sentido limbal, con otras postulaciones que se le oponen o intentan oponérsele. Tal estado de pólemos no guarda ni quiere guardar ninguna relación, siquiera de vecindad, con el estado de coloquio interminable que las agotadas actividades intelectuales humanísticas quieren simular mantener. Es decir: al igual que su símil parlamentario, hacer coincidir en una suerte de grotesco y fabuloso limbo laico aquello que por su mismo peso y función no pueden concebirse si no es en tono y en función exclusivamente polémicos. Quien empieza por excluir el juicio final termina por excluir toda toma de decisión, aun en el plano de la supuesta cotidianeidad estética. Quien no decide por el telos, por el esjáton, termina por no decidir por una línea, un punto de fuga, un matiz, una tonalidad –ni hablar de algo como “gusto”–. Quien comienza por postular que las comparaciones son odiosas (id est incorrectas) acaba por olvidar que en estética sólo hay comparaciones... Quien prefiere excluir la pérdida del paraíso como causa prima de todo, termina por llevarnos al infierno de la indecisión o del escamoteo moral. Digamos que el cine excluye ese tipo de modalidades, aunque en lo que hoy es la actividad del cine lato sensu –que ya no es el hacer y el pensar en cine– casi no sucede otra cosa. Como todas las teorías anteriores sobre otras formas del pensar y el poetizar, nuestra teoría del cine es un fruto tardío, el producto casi de invernadero de una época en declive y que está a punto ciertamente de asistir también a la desaparición de tal forma del pensar y el poetizar. De ser esto posible, cabe recordar: no existe ni puede existir ninguna otra forma o manera que quepa imaginar como reemplazo, y menos aún como superación dentro del orden estético. Si el cine fracasa, desvía, agota o concluye su misión, no existe absolutamente ninguna otra forma que pueda reemplazarlo o tomar siquiera la posta. Repetimos: dentro del campo de aquello que todavía se llama “lo estético”. Por cierto, esto último no significa necesariamente que lo estético sea algo primordial para el mantenimiento, conservación ni menos aún para la superación de un determinado, o parte de un determinado, estado de cosas. El cine per se niega esa misma posibilidad. Tras el cine, de haber ese “tras”, no hay ricorso posible, ya que su ser en el universo del pensar y el poetizar ha agotado todos los corsi posibles. Esto debe ser aceptado apodícticamente para poder entender el texto que sigue y del cual este pre-texto intenta suplir las funciones de la figura mítica del Prólogo, mensajero que todo parecía saberlo y actuaba en consecuencia. PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN No sabemos si también diez años “no es nada”, parafraseando nuestro tango favorito, pero marca, en todo caso, un nexo causal a esta segunda edición de El concepto del cine. Se trataba y se trata de poner en circulación nuestra teoría del cine y del arte en general, o de ésta a través de aquél; y es también una filosofía de la historia, así como una teología política. El que estemos frente a un lugar en donde la historia parece volver a empezar de cero cada década, levantando los restos inermes de desechos oníricos anteriores, saldos y retazos políticos para ensamblarlos a capricho, hace más que necesaria esta puesta en claro de nuestros objetivos. Siguieron a El concepto del cine otros cuatro libros que obraron de consuno con éste y fundamental, porque contiene los fundamentos teóricos. Así Espíritu de simetría actúa de prolegómena, Cinco films argentinos recorre nuestra propia particularidad cinematográfica, y La cosa en cine se extiende más detenidamente en la praxis desde su exacto origen, así como en motivos y figuras. En medio de ellos, La pasión manda comienza a extender la serie teórica hacia otros campos y manifestaciones anímico-espirituales como el melodrama, lo trágico y lo sagrado. Están terminadas una Poética y una Fantástica. En marcha tenemos una hermenéutica general trazada en tres secciones: lírica, simbólica y fantástica. Con éstos, más otros libros como Dominio eminente, más alguna paralipómena de ensayos, tendremos una filosofía e historia de las formas y una estética general. Esto dicho aquí, entre nosotros, parece un gesto desmedido dado el estado de pobreza en que ha caído la actividad intelectual, la mera enseñanza y hasta la balbuceante instrucción escolar, reflejo desde luego que especular de nuestro declive como nación. Hace ya años hemos llamado a la Argentina “el ciclotrón de Occidente”. Así como este artefacto precipita condiciones subatómicas para su observación, nuestro país parece adelantarse con precipitación a condensar hasta paródicamente ciertas condiciones y manifestaciones de Occidente. De manera paradójica o providencial, esto puede servir como contrapartida de un trance existencial que lleve a teorías y posturas filosóficas como las nuestras. También, desde luego, nuestros conceptos pueden extenderse a los campos históricos y anímico-espirituales de las llamadas alguna vez “historia de las ideas”, “filosofía de la historia” o, más recientemente, de la “historia del imaginario”, puesto que el concepto del cine es más abarcador, completo y complejo que estudiar las chifladuras de un provinciano fronterizo, así como escritos y “construcciones” estrafalarias, hobbies de fin de semana y deseos privados de todo tenor, tomándoselos sin más, y sin ningún tipo de escrutinio hermenéutico, como la muestra perfecta y cristalina de todo un dilatado período histórico de una nación, grupo étnico o de una construcción histórico-política. La historia del imaginario, pese a los esfuerzos de Phillipe Ariès, se ha vuelto más que nada la historia de lo atrabiliario. Así, seguir utilizando en países al borde de la disolución, como es la Argentina, términos como “izquierda” y “derecha” es comparable a jugar a los soldaditos en medio de la batalla de Waterloo o a la batalla naval en medio de Lepanto. Esta edición contiene –además de las correcciones del caso– cinco apéndices que intentan explicitar en forma más extensa determinados conceptos teóricos con exempli gratia, así como incorporar algunos otros. Pero ya está la pica en Flandes, y el Rubicón quedó atrás hace años. En todo caso, en este El concepto del cine se tiene una tópica, una simbólica, así como una política y una ética. Seguramente algo más nutritivo que seguir fregando con neorrealismo, con nuevas olas siempre viejas de infantilismo, así como rastrear films precarios rodados en comarcas absurdas, y seguramente algo mucho más útil que la única vez –al parecer– que Walter Benjamin pisara una sala de cine sin sacar ningún provecho de tal visita. Buenos Aires, en el quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Ávila. PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN En esta tercera edición de El concepto del cine, además de las correcciones del caso, hemos sumado una extensa sección ya editada como primera parte de nuestro libro La cosa en cine. Motivos y figuras. Amigos, discípulos, lectores nos han indicado que, con la suma de estos textos, la parte estrictamente teórica de El concepto del cine gana en claridad por su desarrollo más extenso, así como por su precisa aplicación. Aquí se revisan, se recapitulan, los tres elementos heurísticos fundamentales de nuestra teoría: fuera de campo, principio de simetría y eje vertical, así como también la tríada retórico-expresiva de índice, ícono y símbolo, aplicándolos a un temprano film de Griffith, A Corner in Wheat (1909) que, junto al contemporáneo The Lonely Villa, ya muestran in toto la manera operativa de lo que hemos llamado “el concepto del cine”. La misma praxis se extiende luego a la escena inicial de Rope, de Alfred Hitchcock. También se han agregado dos apéndices a la segunda parte. El primero, sobre Citizen Kane como film meduseo, corrige en buena medida las puntualizaciones sobre este film que habíamos desarrollado en las primeras dos ediciones del libro. De allí lo de meduseo. Tempranamente petrificante. Algo nacido para el museo. No es el único, desde luego. Pero pocos como éste han tenido una circulación y una comprensión más equívocas. Sobre todo porque en su puesta vetusta, cuanto en su ética limitada, se –así cabe decirlo ahora– “tropieza” con la autoconciencia del concepto del cine. El segundo adelanta algunos temas, motivos y figuras sobre la Clase B, lo fantástico y el terror. Temas que serán desarrollados extensamente en Dominio eminente. Teoría de la Clase B y de la cultura tradicional en diáspora desde el “otoño de la edad media”, próximo a ser editado. Luego hemos sumado una paralipómena, que consta de una serie de apuntes y epigramas, aforismos y definiciones, impresiones y sugestiones, y también algunas citas de autores que nos han guiado en nuestro pensamiento, en su enorme mayoría tomadas de nuestros diarios. También sumamos, en lo que hemos llamado “el cuaternario dramático”, algunos adelantos de conceptos desarrollados en libros aún inéditos. Desearíamos que esta sección fuera leída como el recorrido paralelo, si queremos más privado, al que es invitado el lector. La cocina o el taller que es hora de mostrar, tras haber departido en un largo coloquio en la sala principal. Se ha arribado a un momento de anulación espiritual de tal magnitud que se intenta esgrimir como una ofensa personal el que se discrepe con los “gustos” de una cada vez más creciente cantidad de recién llegados, o más bien empujados a la cultura, las artes y lo estético en general, porque este goce momentáneo les ha sido inoculado de apuro, como remedio desesperado de un frente de batalla perdido de antemano. A tanto ha llegado el error y el terror, siempre gemelo de aquél, que empieza a extenderse el empleo del término –que no concepto– de “estética” para definir sobre todo el modo visual (casi siempre decorados y escenografía o vestuario) de un film, pero también de una obra de teatro, una novela, una canción. Así se dice “la estética del director Z es…”, o “ese film X muestra una estética tal o cual”. Es un trastrocamiento total del paso primero de todo entendimiento referido al arte. Puesto que la estética es precisamente el modo de entender la obra de arte. Un film, pero también un poema, una novela, una obra de teatro, una canción –tiempo atrás, una pintura o una escultura–, no tienen una estética sino un estilo; o carencia de éste. Y el juicio correspondiente a ese tal o cual estilo es lo que se llama “estética”. Así “estilo” viene del griego stilo, columna. Y “estética” de aesthesis, lo sensible, lo referido a los sentidos. Es decir que, al contemplar una formasoporte-columna –esto es, un estilo–, buscamos en nuestra sensibilidad –pero tanto en nuestra piel como en nuestro intelecto–entender, comprender aquello que, soportado por esa forma material, ha conseguido hacer en nuestra sensibilidad, que busca –o a veces busca–, traducir en conceptos esa “vivencia” (“Erlebnis”) dada en lo anímico-espiritual, pero que también actúa sobre los sentidos físicos. Son varias veces ya. Pero tal vez sea posible intentar aclararlo una vez más. Cuando escribimos y publicamos una crítica extensa o breve sobre diversas formas, motivos y figuras, ya sean poéticas o representativas, y tanto de tono severo como jocoso, intentamos probarla con argumentos. Lo cual no quiere decir que cada quien siga en sus trece si le satisface tal cantante, poesía, film, novela, director de cine, titiritero, payador ocasional, practicante del bricolaje, o también tales o cuales comidas, paisajes, vinos, o lo que fuere. Desde luego, sería redundante a estas alturas aclarar que nuestras intervenciones críticas se desprenden de las teorías y conceptos expuestos en nuestros libros y nuestros seminarios, muchos de los cuales figuran completos en las “redes”. Teorías y conceptos que creemos acertados, porque si no lo creyéramos así, seríamos tan sólo una farsa más. Lo cual no quiere decir que son de aceptación obligatoria. Pero repetimos: no intervenimos en los placeres y goces estéticos ajenos. Somos liberales, pero en el sentido tradicional, “medieval”, de la palabra. Un hombre libre que sólo busca, pero también que sólo puede tener relaciones con personas libres. Una persona libre es quien oye argumentos y, si tiene otros en sentido contrario, debe saber exponerlos. Y no hacer pucheros porque le han invadido su sala de juegos. Hace tiempo que sostenemos que la conversación en interiores completará el giro posible de la tradición anímico-espiritual nacida del coloquio platónico, de un espacio –ya que no ecumene– que dudamos si todavía podemos llamar Occidente o tradición europea. Porque desde los cuatro puntos de su irradiación anímico-espiritual se la intenta tachar, olvidar, desfigurar, como temiendo a algo que ha surgido de su propio fondo espiritual. ¿La libertad? Sí, ese infortunio. Si ese giro completo desembocará necesaria o hasta fatalmente en el círculo cerrado de la “barbarie del intelecto” –según Giambattista Vico–, o ante el umbral del “punto Omega”, que no se quiere cruzar –según Teilhard de Chardin–, es imposible de asegurar, pero también de negar. Sí debemos señalar esto con una figura o emblema, un símil que, como tantos, se debe a Edgar Poe. Nos vemos escribiendo en estos años como si estuviéramos junto a un muro que fuera parte de las murallas de una ciudad otrora segura y hoy a punto de caer. Lo que no conseguimos determinar con precisión es dónde estamos escribiendo, si del lado interno o externo de esa muralla de la ciudad a punto de caer. Preferiríamos estar adentro. Porque, como nos dijo alguna vez una querida amiga, “ya no hay afuera, tan sólo intemperie”. Quiero agradecer una vez más a Javiera Gutiérrez por la lectura y revisión, así como por sus siempre acertadas observaciones y sugerencias sobre este texto. Vaya también mi gratitud para Mariano Agrello por su ayuda en esta tercera edición. Buenos Aires, 1 de septiembre de 2020. Inicio del calendario bizantino y día en que fuera creado el mundo, según el Imperio romano de Oriente. PRIMERA PARTE DEFINICIONES TEÓRICAS I Ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo El cine es un ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo. Ajusta sus cuentas con el primero, en tanto el cine se constituye como una toma de distancia con respecto al nudo de sentido anudado en ese período en cuanto a la obra de arte como autonomía humana, forma autárquica, especiosa o utópica del pensar y el poetizar. Y ajusta sus cuentas con el romanticismo, en cuanto una vez separado de la autarquía y especiosidad renacentista se niega, paralelamente, a una tecnificación de la/su diferencia con sus item anejos de martirología laica de “únicos y singulares”. Es decir, se niega también a recaer en una suerte de romanticismo de la era técnica. En cuanto al renacimiento, debemos tener presente para entender el cómo del ajuste de cuentas del cine para con él, que es durante ese período que se articula lo que denominaremos una alegorización del mundo. Definimos esto como un processus que arranca como una de las consecuencias del renacimiento que, a partir de la invención de la imprenta, emprende una suerte de ilustración paralela de la letra y del sentido, otorgando a lo simbólico un también creciente estadio intermedio, subsidiario, que se fue traduciendo de más en más como “ilustración”. Tal ilustración dio lugar, paralelamente, a una secesión, fragmentación o atomización del material llamado –a partir de ese momento– “clásico”; tal fragmentación actúa desde entonces tanto en el nivel de conservación como en el de recepción del orden clásico. Corolario Porque lo clásico –o aquello que se entiende por tal– no es lo tradicional. Aunque a veces puede formar parte de ello. Esta alegorización del mundo se constituyó, desde ese momento, como la intermediaria entre el saber antiguo, de origen griego y “pagano”, reputado como único e imperecedero, y una actualidad desde la cual emprender la fragmentación, fruición y, en lo posible, distribución de ese material afamado como antiguo y noble. Es decir, se fragmentó, como un avatar dionisíaco, el corpus de una cultura, llamada a un tiempo “pagana” y clásica, so capa de analizarla, curarla y guardarla. Como, según sabemos, los restos de esa cultura que pasaron a Occidente por esos años (un Occidente reducido, desde luego, a las repúblicas de Venecia y Florencia), tras la caída de Bizancio, fueron exclusivamente librescos –letra sin representación–, puede entenderse, y así definirse, el renacimiento como una suerte de ilustración retrospectiva de aquello que sólo había reaparecido como letra. Todo ello dio lugar a un complejo sistema instrumental donde comenzó a anudarse la trama en la cual, o mediante la cual, símbolo y alegoría se convirtieron en sinónimos, o casi. Debemos tener presente que la voluntad plástica del renacimiento operó, por un lado, hacia un mundus por demás ya estratificado en cuanto a su capacidad simbólica, el cristiano; y, por el otro, especuló con otro mundus al que intuyó o más bien recreó: el “pagano”, griego o clásico. Con lo cual se recayó en la alegoría, puesto que el espectador contemporáneo (primer sujeto occidental que puede denominarse así) no tenía una relación clara y transparente de pasaje de la primera a la segunda historia, como sí la tenía con aquella obra plástica que operaba con el mundo cristiano. Pero no con aquella que especulaba con el orden “pagano”. Allí, el pasaje de una primera a una segunda historia se tornaba imposible; con lo que empieza a articularse ese sentido entre adivinatorio, especulativo y, si queremos, también lúdico, que la alegoría va tomando por esos años. Corolario Esa alegorización del mundo, entonces, tuvo su vertiente ilustrativa, humanista, pero –y atención– también su vertiente lúdico-subjetiva; es a partir de esta última que comienza a inscribirse o a postularse el status autónomo de la esfera estética. Ab initio el renacimiento tuvo un elemento bifronte que, a partir de allí, comenzó a mostrarse como humanismo occidental in toto. Por un lado, una faz museística que mira hacia el pasado y, por el otro, una faz prometeica que mira hacia el futuro. El romanticismo, que fue un fenómeno intrínsecamente alemán –como el renacimiento fue un fenómeno intrínsecamente italiano–,1 puede decirse que trastrocó una de las fases del nudo jánico articulado por el renacimiento, haciendo que la faz que miraba hacia el pasado lo hiciera con relación a un pasado que el renacimiento miraba como superado en gran medida, es decir, el mundo de la “edad media”. Pero en este mirar nostálgico hacia un pasado abolido, el romanticismo acuña esa mezcla entre las esferas estética y religiosa que es su elemento constitutivo. Siendo entonces el romanticismo confusión entre lo estético y lo religioso, este movimiento hizo que, paradójicamente, la función autónoma del arte, a la que venía a combatir,2 se volviera todavía más autónoma, gestándose a partir de entonces la situación de tecnificación de la diferencia. El romanticismo puede definirse como esa situación de anhelo, Stimmung, que siente bien, que describe bien el sentimiento de secesión y duplicidad del temprano hombre de la naciente modernidad –con sus correlatos de sonambulismo, Doppelgänger y fragmentación– pero que luego no es capaz o no puede decidir, imaginar o concebir las condiciones operativas para cambiar o modificar tal estado de cosas. Ese indecisionismo es aquel que da lugar, y muy tempranamente también, a la tecnificación de la diferencia que definiremos como el estado alternativo a la reificación en la modernidad donde, para no tomar la naturaleza como destino, la opción y reacción correspondiente se hace pública, pidiéndose paralelamente al poder que dé cabida o “tolere” tal estado de singularidad. El romanticismo no sólo crea el dominio de la tecnificación de la diferencia, sino también a su figura, al portador, al feros, al sujeto que porta tal diferencia, el “único y singular”.3 N. B.: Debemos entender que el “único” y la diferencia tecnificada intentan sui generis abolir o separarse del estado deliberativo o coloquio infinito instaurado por la modernidad. Pero fatalmente reifican su situación, tornándose coartada del estado de cosas que intentan abolir. II Decisionismo. Fuera de campo. Principio de simetría. Eje vertical El cine es entonces el primer arte decisionista de la modernidad. Si la modernidad se caracteriza por el estado de deliberación permanente, por el limbo de un coloquio infinito que nunca decide nada,4 el cine se asume y postula como una forma del pensar y el poetizar que decide continuamente. Y en este decidir es también el primer arte de la modernidad que tiene y sostiene a limine una relación clara y polémica con respecto al poder, concepto vuelto lábil o meramente especulativo –o tema de conversación infinita de interiores...– que el cine hace regresar, sostenidamente, al estado operativo. Definiremos aquí poder como la capacidad de engendrar valores colectivos. Como la objetivación temporal de ciertos deseos, o de sus formas, en un determinado espacio que los contiene, reflejado o yuxtapuesto a determinada geografía dada como troquel o composición de lugar. También: calibración o purga de esa voluntad disuelta –solve– en la voluntad general o colectiva que se sabe o se nos aparece como representamen de una fuerza superior a la nuestra y donde nuestra apetencia descansa, mediante la cura de las representaciones plurales –coagula–. Este decidir continuamente puede resumirse bajo el acápite ¿cómo sigue? Puesto que, cuando aparece, las artes anteriores al cine habían optado (o habían sido empujadas a), paralelamente al momento histórico de la articulación de la llamada “modernidad”, por una de las dos actitudes del nudo jánico acuñado o, en todo caso, aventurado en el renacimiento: la faz museística, embalsamadora, que momificaba un pasado abolido, traduciéndolo en disfrute privado y de interiores, o la faz prometeica, que asumía formas partisanas, tornándose parte de los varios nihilismos articulados para (y desde) ese entonces. Para la concreción de ese nudo de sentido, para ese troquelado, al parecer fijo, de formas y tareas, la modernidad contó con un elemento fundamental: la fotografía. Ésta creó un nuevo patrón de lo real y lo verosímil: el clisé; siendo que cosas como real y verosímil eran por demás lábiles, borrosas e imprecisas cuando la aparición del paradigma fotográfico. Pero la fotografía no sólo fue por demás útil y necesaria para el troquelado de la modernidad, en cuanto a una de sus funciones instrumentales, sino que alcanzó luego una suerte de status radicalmente autónomo. Nos referimos al encuadre, a la concreción de un espacio rectangular, apaisado, que simétricamente creó tres modelos visibles: la ilustración periodística, la tarjeta postal y el escenario teatral. Es contra y sobre ellos tres, privilegiadamente, que el creador del cine, D. W. Griffith, dirige sus baterías. Griffith crea tres conceptos o elementos que son a la vez5 heurísticos y estéticos –siendo también polémicos–. Digamos que Griffith tiene como tarea fundamental, ab initio, la de desviar o separarse del modelo fotográficoteatral heredado de la ya acuñada modernidad,6 tarea que fue impensable para el tándem constituido por Lumière y Méliès, quienes (a pesar de aquellos que aún intentan diferenciarlos desde un punto de vista teñido de eurocentrismo nostálgico) prosiguieron, in toto, con la tarea de la continuidad fotográficoteatral, preocupándose tan sólo en “polemizar” instrumentalmente con el modo de realidad o verosímil con el cual trabajarían. Teniendo esto presente, Griffith trasforma radicalmente el espacio fotográfico-teatral como modelo o paradigma del distribucionismo burgués7 creando, como decimos, tres elementos heurísticos que son, a la vez, elementos formales y estéticos. Ellos son: el fuera de campo, el principio de simetría y el eje vertical. Si todo lo concebible era lo representable para la mentalidad de la burguesía liberal positivista, esa representación era aquélla reproducible por la técnica: el Mundo reconvertido (o “traducido”) en clisé. Lo verosímil (es decir, lo parecido a la verdad) impera como modelo de lo real. El rectángulo del marco fotográfico se traslada simétricamente al visor de la cámara y a su proyección en una superficie plana: la pantalla que reproduce la vida tal cual es (Lumière) o la vida tal cual no es (Méliès). El cinematógrafo, entonces, es creado como medio de eternizar lo real, y lo real es el mundo de los Lumière. El imperativo del progreso indefinido del liberalismo llega a su culminación: ese mundo “construido”, “fabricado”, puede reproducirse, proyectarse, “eternizarse”, hacer que circule como mercancía-modelo de intercambio por todo el mundo “conocido”. La burguesía liberal-positivista asiste a su apoteosis; no sólo progresa indefinidamente, más aún: conserva, eterniza la imagen especular de ese mundo paradigmático. N. B.: Con lo cual, se apropia sotto voce –y so capa de un prometeísmo romántico-burgués– del concepto de creatio ex nihilo, con el que venía arrastrando una soterrada y subterránea polémica esa misma mentalidad burguesa, ya en el poder. Porque toda disputa política e ideológica es en la modernidad –y como sabemos– un problema teológico mal planteado o irresuelto. Y es, concretamente, desde un punto de vista teológico –y muy preciso– cómo el operar de Griffith articula su respuesta polémica al hacer de la mentalidad liberal, aunque amparándose en un “hacer” dentro de las coordenadas de lo técnico-industrial. En resumen: Griffith se dio cuenta de que (y cómo) había que desviar la máquina, en cuanto a su uso como cinematógrafo, de su continuidad fotográfico-teatral, para llevarla a otros fines de representación, pero sin poner en cuestión el elemento maquinal, técnico, sino su uso y su operar. Con ello eliminó, liquidó y superó –por cierto como plus de tal proceder– una casi centenaria pugna anarquista con la máquina que había desembocado, para la época de la invención del cine, en un estadio ya nihilista: porque nihilismo y movilización total son las dos fases del Jano de la modernidad contemporánea. Evitando, de paso, caer en la tierra de nadie de la mera negación alla Méliès, cuya razón de ser, si así puede llamársela de manera paradójicopolémica, consistió en una acuñación o actualización –afín a los tiempos– del irrealismo mágico, de lo maravilloso tecnificado, la contracara sentimental de la misma mentalidad liberal-burguesa. Con esta operación disolutiva, los restos errantes del último romanticismo se reconvertían, vaciados de todo su sentido, en ilusionismo mecanicista, en féerie o cuento de hadas para la era de la técnica.8 La situación imaginaria para cuando Griffith crea el cine hacia 1908 era la siguiente: fuera de ese rectángulo que el cinematógrafo de Lumière-Méliès postulaba como continuidad sin saltos del espacio fotográfico-teatral, no había nada. La cámara tomavistas, inmóvil en el centro geométrico del rectángulo, no se mueve, no se desplaza, sino que contribuye a garantizar la fijeza de un mundo inmutable –tanto en lo real como en lo irreal–. Para ello, una estrategia: no seguir el movimiento fuera del cuadro, del rectángulo que legitima lo “real” y engendra sucesiva y vicariamente lo i-rreal. La cámara de los hermanos Lumière no sigue lateralmente a sus obreros, simplemente controla y “testifica” que todos han abandonado la fábrica y que las puertas se cierran; más allá no hay otra cosa, no existe un “más allá”.9 En resumen, estamos en la misma situación imaginaria (esta situación imaginaria es o puede ser, también, ricorso) del europeo de 1492: si se navega hacia el Occidente, los temerarios viajeros caerán en las garras de monstruos y quimeras fabulosos, los mismos producidos por “los sueños de la razón”. Para el europeo de fines del siglo XV, el mundo se agotaba en el rectángulo del mapa; simétrica y exactamente, cuatro siglos después, fuera del rectángulo de la cámara-proyector-pantalla, se agota el mundo de lo realreproducible. Griffith necesita, en principio, eliminar el concepto de non sequitur mental que el espectador-condicionado-europeo tenía con respecto al “más allá” del rectángulo que proyectaba sobre la pantalla del cinematógrafo el mismo ideario, la misma mentalidad que la del rectángulo del encuadre teatral-fotográfico. Es decir, necesita eliminar la supuesta no continuidad más allá del marco de la representación, pero sin abolir ni cuestionar paralelamente la articulación en cuanto a lo técnico-industrial de la invención del cinematógrafo. En suma, debe crear alguna tekné –o concebir un ricorso10 que pueda ser traducido fáctica e inmediatamente en técnica– que posibilite la continuidad del espacio de encuadre y proyección instaurada por los Lumière-Méliès, pero sin modificar la técnica de rodaje y proyección instalada como modelo. Se debe desviar la máquina de sus fines, sin cuestionar su uso, en cuanto máquina. Para ello Griffith inventa el fuera de campo: la continuidad de la acción y de la trama de aquello que se relata11 con situaciones que se extienden más allá del marco de representación, sin modificarlo en cuanto a la superficie de las cosas. Mediante el fuera de campo –que implica el desglose de la acción, el seccionar el ilusionismo espacio-temporal de la representación liberal burguesa y el religar lo visto, actuado hacia otra, posible, dimensión–, logra que la acción y el relato se continúen en la mente del espectador –liberando a éste de su ya centenaria pasividad–, haciendo que la continuidad de la acción y del sucederse de las acciones no contradigan la superficie de proyección instalada. El fuera de campo griffithiano no cuestiona, pasa por alto el troquelado de la recepción mediante el diagrama rectangular como consecución de lo fotográfico-teatral, pero sí cuestiona radicalmente el status de recepción mental del espectador, haciendo que el non sequitur del paradigma anterior se anule mentalmente, y recreando, a su vez, una continuidad –que para ese entonces se creía definitivamente abolida– entre el estado de creación y el estado de recepción. Al fuera de campo le sigue12 la creación del principio de simetría. Con él, Griffith contribuye a incrementar el reemplazo de la ilusión fotográficoteatral con una suerte de segunda continuidad a la previamente conquistada con el fuera de campo. El principio de simetría es el de repetición de un elemento formal, icónico, gráfico o dialogístico que al aparecer –p. e.– por segunda vez, se torna diferente, sin perder de todas formas su condición anterior. Mediante esta diferencia, además, accedemos al pasaje de relación entre el índice, el ícono y el símbolo. Con ello Griffith consigue, por un lado, reforzar su separación y alejamiento del ilusionismo fotográfico-teatral y, por el otro, restaurar y aun religar el cine con el plano del operar simbólico que en lo plástico representativo venía arrastrando tras de sí la antes apuntada confusión, y hasta el intento de tornar meros sinónimos la alegoría y el símbolo. Con el principio de simetría, Griffith decide de una vez y para siempre la adscripción del cine al campo de lo simbólico, pero con el plus de poder, por primera vez –después de varios siglos–, graficarlo en su diferencia operante con respecto a la alegoría, que queda caracterizada a partir de entonces como un defecto esencial de la imaginación. Por último –repetimos, en sentido de nuestro proceder analítico–, Griffith acuña el eje vertical. Este eje es el de la irrupción o de la reaparición de lo trágico, o de lo “otro”, si queremos. Es aquel que muestra otra cosa que la historia y el tiempo y que cruza a éste –precisamente–, oponiéndole el devenir. A partir de allí, sólo en el obrar de los autores de films se encuentra el eje vertical. Siendo su ausencia indicio por demás claro de que aquello que intenta presentarse como “cine” no es otra cosa que una excrecencia parasitaria, lastre, o un elemento incluso paródico del operar estético anterior, en tanto se resuelve, negativamente, por el refugio en una interioridad museística, donde se quiere, además, hacer pasar por –o transmutar perversamente en– esencias aquello que no son más que contingencias. Corolario El cine crea no sólo su especificidad como forma, sino también como entendimiento; Griffith no se limita a crear el cine, sino que también crea al espectador de cine. III Fuera de campo. Principio de simetría. Eje vertical (continuación) Con el fuera de campo, el principio de simetría y el eje vertical, Griffith funda las bases retóricas con las cuales, y mediante las cuales, el cine se separa del operar del ilusionismo teatral-fotográfico del idealismo ahora vuelto positivismo; pero una vez concretada esta secesión o línea de demarcación, lleva su tarea a juzgar, a ajustar las cuentas con el origen genealógico de esa dirección de sentido que habría llevado a tal estado de cosas, como así también a ajustar las cuentas con la forma intermedia que trató, temprana aunque de manera confusa cuando no ambigua, de evitar su perfeccionamiento autárquico por la modernidad, es decir, con el romanticismo. Una vez delimitada su línea de acción y de secesión a los fines de la modernidad, el cine comienza a articular un juicio genealógico a las formas anteriores del pensar y el poetizar, eligiendo subrayadamente para ello dos períodos: aquel en que se postuló por primera vez un accionar autónomo de la esfera estética, y aquel que, siglos después, intentó modificar, detener y aun desviar esta postulación autárquica antes de que arribara hasta sus últimas consecuencias, el romanticismo. Corolario En este punto, podríamos decir también que el cine prosiguió, mediante otros medios, con la política del barroco. (N. B.: Pero esto se verá más adelante). El fuera de campo posibilitó o dio lugar a una fragmentación del espacio ya canónico del idealismo burgués reconvertido en espacio de representación fotográfico-teatral-positivista; como también dio cabida a la participación activa o reconversión del espectador moderno que tal vez –y sin tal vez–, después de siglos, participaba plena y simultáneamente de la tarea de la creación estética.13 El principio de simetría trajo aparejada la tarea de cimentar la fragmentación del espacio del idealismo burgués, que venía llevando a cabo el fuera de campo,14 incorporando el concepto de no azar, de intencionalidad en el operar del cine. Mediante la repetición de algunos determinados y puntuales elementos de la puesta en escena, el espectador era conciente de la absoluta no arbitrariedad, de la intencionalidad del hacer del cine, y también este principio de repetición y diferenciación daba lugar a la tarea simbólica que volvía por cierto a ser co-llevada (soportada) por el espectador. Lo simbólico retomaba sus fueros originarios, remontando toda la corriente de equiparación, sin más, con la alegoría. El símbolo volvió a ser una contraseña, un re-unir o religar hacia delante, volviéndolo a oponer, no sólo en el plano etimológico sino también en el hermenéutico, al diábolo, aquello que separa, que desune. La díada de oposición símbolo/diábolo vuelve a ser operante y productiva, a ojos vista. El eje vertical, finalmente, extrema la secesión con la técnica del positivismo de manera todavía más franca, física podríamos decir. No sólo el eje vertical hace que el cine se separe polémicamente de toda una práctica de idealismo y positivismo liberal, sino que también rompe con la horizontalidad de cierta práctica de lectura, de ilustración y hasta de conocimiento del mundo que era muy anterior a esta mentalidad.15 Con la irrupción física, mostrable, de planos, de elementos verticales, el cine rompió después de siglos con ese hábito de la horizontalización que había vuelto o tornado irreconocibles conceptos (¡y vivencias!) tales como trágico y tragedia.16 IV Tríada retórica: índice, ícono, símbolo En aquello que podríamos aproximar a una retórica del cine –siendo éste el único posible término de definición, o categoría, tomado de las taxonomías anteriores, que podría trasladarse a nuestro concepto del cine–, hay tres movimientos, que forman a veces una tríada consecutiva, que se articulan en el continuum diegético del film para organizar tanto espacial como temporalmente su sentido, y coadyuvan por lo demás a marcar como correlato formal el principio de simetría ya descripto. Nos referimos al índice, el ícono y el símbolo.17 El índice es el signo en cuanto a mera información de sentido reconocible en la diégesis o fábula. El ícono es el signo en cuanto a su reconocimiento de un status propio dentro de un determinado contexto diegético. Es el momento –a veces muy difícil de reconocer o aprehender– del pasaje del índice al símbolo. El símbolo es el signo que muestra una parte suponiendo o recordando al espectador la posesión de la otra mitad, cuya unión da lugar a la aparición de un sentido que une, mediante puente, la diégesis con el fuera de campo. Es el signo en cuanto a su reconocimiento de un estado propio y de dador de un sentido reconocible o recordable, exclusivamente en y mediante la puesta en escena. El índice, puede decirse, es la materia prima, punto de partida, soporte o cosa inerte que el autor de films toma para la composición de lugar (id est la diégesis) y con los que edificará ese mundo ficticio o espacio de representación donde se instalará el espacio propio o situación particular de la obra (su configuratio); allí ya puede hablarse de ícono. Para arribar luego a ese otro sentido, el tradicional –traído por– con el cual su acción se reabsorbe en lo universal (símbolo) pero pasando, de-gradándose antes en, y por lo particular –ductus–, la mano que porta el estilo, el gesto, la forma reconocible por la que hablamos de un autor, para ser nuevamente subsumido en lo universal. Ejemplificaremos con el caso más perfecto de todos, pero recordando que no siempre es así de cumplido y acabado, simétrico y sincronizado en todos los films, aun en los del propio autor que tomaremos como exempli. En La ventana indiscreta, tenemos esta tríada retórica desarrollada a la perfección, pautándose además en la fábula sus diversas mutaciones formales con magistral división de tiempos y espacios. Diríamos que la fábula es el hecho objetivo en oposición a su resolución psicológica. La cámara fotográfica, con su variada suplementa, es primero, en la escena-prólogo –al comienzo exacto del film–, mostración indicial, precisamente, de la conditio real, histórica, de su héroe. Se nos dice: estamos en la casa de un fotógrafo. Luego, al ser desplazado, perversamente, este útil de su uso habitual, cuando comienza a espiar –y mediante su empleo– a sus vecinos, subrayadamente a uno de ellos, la cámara fotográfica ya es ícono, imagen particular de una determinada situación diegética y sobre todo de un determinado personaje que la usa para un fin particular y no usual, aunque “apenas” separada de su uso convencional. Finalmente, la máquina, ahora provista de un flash, es utilizada como arma contra las fuerzas criminales, oscuras, demoníacas, que el mismo héroe ha desatado. El útil se convierte entonces en instrumento de ataque y defensa, siendo su uso desplazado a lo heurístico, es decir, se ha hallado, súbitamente, un uso radicalmente diferente del habitual. La máquina y su flash, al ser disparados en la oscuridad de la habitación, se muestran como un instrumento limitado y brevemente efectivo, lanzado contra las fuerzas de lo oscuro que han invadido la esfera privada del héroe debido a su accionar.18 A tener en cuenta. El objeto, el soporte, el útil material, no ha mutado en ninguna de sus tres manifestaciones. Sigue siendo lo mismo, objetiva y materialmente. Esa es, entonces, la ley de circulación interna que postulamos para la base o la figura en el tapiz que organiza la trama narrativo-simbólica de un film. Cuando, por el contrario, el objeto, útil e incluso feros, es tomado al azar, inventado19 en el momento en que se lo necesita, sacándolo literalmente de la manga, el film se vuelve y se convierte en una ceremonia mágica, cuanto en un insulto a la inteligencia. Ese escamoteo de magia de salón, ese arrojar tierra a los ojos del espectador, es también lo que definimos aquí como lo alegórico. V Fuera de campo y símbolo: su relación Junto a la tríada retórica que da lugar –a la manera de un correlato objetivo–20 al ductus, la mano estilística del autor, y que conduce al símbolo mediante la fábula, a lo simbólico puede arribarse también por el fuera de campo, siendo éste una forma más –aparte de la que cumple axiológicamente, descripta más arriba como forma inventada por Griffith, para su separación de lo fotográfico o de lo fotográfico teatral– de acceso a lo simbólico. Éstos son los fuera de campo, que pueden llamarse y dividirse como: 1) que se desprenden de la diégesis; 2) que se desprenden de la puesta en escena. Los fuera de campo que se desprenden de la diégesis se subdividen en: a) mundo diegético que se excluye a lo largo de todo el film. Ejemplos: “la calle” en La soga de Hitchcock o en Grupo de familia de Visconti; los Estados Unidos hacia 1968, en Apocalypse Now de Coppola; b) mundos diegéticos que se excluyen sólo durante parcelas o segmentos del film. Ejemplos: la “identidad” de Madelaine a partir de la última parte de Vértigo de Hitchcock; y c) mundo diegético que pugna por un juego dialéctico de inclusión-exclusión a lo largo de todo el film (para algunos) y en parcelas del film (para otros). El mejor ejemplo posible: “la señora Bates” en Psycho. Los fuera de campo que se desprenden de la puesta en escena se subdividen en: iconográficos, iconológicos y analógicos. Definiremos antes la puesta en escena como aquello mediante lo cual se cuenta un film. Lo que, a través de repetición intencionada (principio de simetría) se vuelve estilo, haciendo posible reconocer el ductus del autor. Lo que no puede relatarse ni comprenderse sin la visión del film. Lo que da lugar al mundus. Iconográficos: imágenes que “saltan a la vista” y que se oponen, polémicamente, en la continuidad del relato. Ejemplos: los estilos de decoración del departamento del profesor en Grupo de familia y el de aquel que alquilan sus invasores; los laboratorios y consultorios médicos, opuestos a la arquitectura e interiores eclesiásticos, en El exorcista de William Friedkin. Iconológicos: imágenes que se configuran como oposiciones y complementos en cuanto se piensan separándose de lo representado. El mejor ejemplo: Rosebud, en Citizen Kane de Welles. Cuando se descubre qué “cosa” es, se quema –exclusivamente ante nuestros ojos– el soporte material (la imagen es la última del film) y debe pensarse y entenderse retrospectivamente. Otro ejemplo de carácter diferente: las puertas, ventanas y vigas de la ciudadela, e incluso los barridos practicados entre una escena y otra, en forma perfectamente triangular, en Beyond the Time Barrier de Edgar G. Ulmer. Donde la perfecta insistencia de la figura geométrica –dada con el pretexto de construcción de una diégesis desarrollada en el futuro– muestra, separándose de lo representado, el carácter triangular de las relaciones que se establecen entre los diferentes personajes principales del film. Llamamos analogía al procedimiento que hace posible acceder al plano simbólico, entendido siempre según las ideas de puente y contraseña. Los fuera de campo analógicos pueden subdividirse en: a) literalidad usual: el útil u objeto soporte se mantiene igual a lo largo de toda la acción representada, a lo que sabemos y conocemos fenomenológicamente sobre él, pero un segundo plano de manifestación –a la manera de una epifanía– se une al primero. Joan Crawford cubriendo con su mano el revólver de Scott Brady en Johnny Guitar de Nicholas Ray; la cantimplora que se intercambian (y cómo se la intercambian) los viajeros durante una pausa del viaje en La diligencia de John Ford; b) literalidad heurística: un “nuevo” uso del objeto se des-cubre en un momento del relato como “invención”. Ejemplos: la ya citada cámara fotográfica con flash en La ventana indiscreta, in fine; la astilla de madera que la novia del héroe le alcanza y que éste arroja de inmediato al fuego en The General, de Keaton, alimenta la caldera, gracias a lo cual huyen ambos del ejército yanqui durante la Guerra Civil; los pomos de óleo amarillo en el ataque epiléptico que sufre el Van Gogh de Sed de vivir de Minnelli; c) literalidad trascendida: la imagen fílmica sin abandonar el uso habitual del signo lo enrarece. Ejemplo: la tableta digestiva que disuelve el héroe de Taxi Driver de Scorsese y que termina en un plano detalle en el interior del vaso, con el sonido en off de la disolución en burbujas sobre el sonido ambiente del bar, que va también disolviéndose; d) literalidad trascendente: la literalidad del uso se “sostiene” en un uso ritual anterior.21 Ejemplos: la sombra que se “convierte” en un monja en el final de Vértigo; el montaje alternado entre la ceremonia del bautismo católico y las expediciones punitivas de los Corleone en El padrino de Coppola; la aceptación de la fruta que le ofrecen al padre Nazario, in fine, en Nazarín de Buñuel; la T inicial del apellido Tucker, en el film homónimo de Coppola, que es elevada “como” una cruz. Todas ellas son analogías y no alegorías. Llaves, es decir claves, que abren determinadas puertas, las que, si el espectador no consigue abrir –por no saber o no conocer todavía su existencia posible, virtual o imaginaria–, por lo menos no son llaves que cierran puertas falsas que se erigen innecesariamente y que, por supuesto, dan al vacío. Además. Mediante este resuelto control operativo, se liquidan todas las disoluciones románticas practicadas a lo largo del siglo XIX, logrando así establecer nuevamente una relación precisa, desprovista de subjetividades limbales o escarceos místicos fuera de la regularidad, entre los estadios especulativo y operativo. Estadios que la neutralización liberal y su correlato estético, el coloquio infinito romántico, la conversación interminable, habían diluido primero, divorciándolas luego, para finalmente volcarse hacia la primacía inflacionaria de la primera esfera, a la que, con toda una serie de coartadas líricas, se hacía pasar por todavía operativa. Es en esta fase en la que también podemos caracterizar como pérdida del oficio o decaer del oficio en lo oficioso y en la oficiosidad,22 donde las lucubraciones más livianas, las ligerezas más aderezadas, y todo lo fluido parecen tomar el relevo de lo decisorio, que se instala la última etapa de la disolución romántico-moderna de la esfera estética. Haciendo de ésta un compartimiento de la vida privada, incluso en el nivel de hacedores y fruidores, los cuales pasan a ser, sin más, coleccionistas hasta de emociones y aun de sensaciones. Allí también es cuando aparece la necesaria correlatividad entre el museo y la buhardilla, y entre el atelier vanguardista y el templo laico donde se colecciona, seccionándolo y catalogándolo, el pasado, al que se etiqueta confusamente de “clásico”. Con el romanticismo, la buhardilla y el atelier han tomado el poder de la esfera estética en la medida en que la burguesía, a punto de convertirse en democracia de masas, necesita que las renovaciones generacionales, los cíclicos jóvenes, se crean una sana, justa, y hasta revolucionaria oposición a lo que ven, o les hacen ver, fantasmalmente, como anquilosado en lo museístico. Es que el museo y el sótano bohemio se necesitan mutuamente, y de tal modo fueron orquestados por la burguesía, ya definitivamente en el poder (salvo en el Imperio austrohúngaro), para disolver en seudo esencias subjetivistas toda forma de concreción; es decir, cuando la especulación se ancla a una metafísica, y no a sus variados y cambiantes sucedáneos que, además, simulan que no lo son, siendo siempre posturas metafísicas que se ignoran. VI El cine como dixie: Griffith y sus antecedentes. Poe. Melville El cine clásico de Hollywood no es yanqui, es dixie. Dentro de la territorialidad histórica, imaginaria y legendaria norteamericana, el cine se nos aparece como el summun y la síntesis de la tradición del Sur norteamericano. Desde Griffith y Buster Keaton hasta Forrest Gump, pasando por Lo que el viento se llevó, al cine clásico de Hollywood siempre se lo imaginó desde lo dixie, desde el Sur. Esta tradición trae aparejada, necesariamente, una toma de distancia, una reacción con respecto a los imperativos de la apropiación de y por la técnica y del estado de movilización general de la modernidad liberal. Es por esa reacción, precisamente, que el cine clásico de Hollywood es una forma orgánica del pensar y el poetizar inasimilable a –y por– la mentalidad liberal. A la apropiación de y por la técnica opone una imaginación mítica. A la movilización general opone la reinstauración del status del héroe. N. B.: Es posible que el cine no haya empezado con un carácter universal, pero es seguro que terminó como tal. El cine fue aquello que pudo ser creado por Griffith, y en América, en la medida en que se dio una situación de un doble desplazamiento histórico, interna y externamente. Como americano, Griffith se hallaba por ese entonces en la situación de fuera del “reino del espíritu” a la que lo había sometido el dictum de su padre europeo; algo ajeno a sus intereses, un ente monstruoso, nocturno, una suerte de aventura de su voluntad de poder, algo entre teratológico y fantástico, un ente incatalogable, fuera de toda proporción, medida y canon. Lo americano se sintió un hijo bastardo y deforme. Una criatura pesadillesca de los sueños de la razón. Tal apéndice pesadillesco y nocturno de la patriarcal Europa se sintió tempranamente desheredado, abandonado a su suerte y a un destino que, para decirlo con timidez, se presentaba desolador. Pero en el ricorso más pleno, franco y visible que se ha dado a partir de la modernidad, esa América innecesaria, u-tópica, fuera de lugar, creó la herramienta que más radical y contundentemente juzgaría en forma definitiva a esa Europa exaltada, embriagada de razón y de nihilismo. Es indudable, llegados a este punto, que el cine y Griffith continuaron y extremaron la tarea iniciada más de medio siglo antes por otro americano y sureño, Edgar Poe. Pero con una diferencia, entendida la cual puede comprenderse analógicamente el segundo de los desplazamientos mencionados más arriba, el interno. Como sureño, y derrotado en la historia cuando la Guerra Civil (1861-1865) norteamericana en la que los estados de la Confederación fueron vencidos al enfrentarse con el Norte yanqui, Griffith extremó, llevó al límite su condición de desplazado: tanto en el campo externo, internacional, como en el interno y nacional. Como americano, hijo bastardo, fuera de lugar a los fines de la razón europea; como sureño, como dixie, un derrotado, un desplazado interno, alguien que reproducía, reduplicados internamente, su carácter y condición de ente anacrónico, impensable, algo fuera de lugar... como el cine. Volviendo a Poe, él ensaya y conquista ese lugar negado; también lo inventa, y esa invención –creemos– proyecta una imagen especular, doble: el abismo y el encierro, el lugar abierto y el lugar cerrado, el vértigo y la claustrofobia. Se recuerda con insistencia la obsesión de Poe por el “entierro prematuro”, por el “emparedamiento”, el pozo y el péndulo, y la ciénaga que se traga –literalmente– la casa de Usher y a sus habitantes. Pero se olvida su simétrico avatar: el escalofrío por el paisaje, el terror a los espacios abiertos y desconocidos (el mar en Gordon Pym, en el Relato encontrado en una botella; el Maelström...); la llanura que rodea la casa de los Usher no es menos temible que la mansión. Este doble terror muestra claramente cómo ese mártir-catalizador que fue Poe resolvió imaginariamente esa situación de desvalimiento del joven americano frente a Europa: la convirtió en metáfora, desvío. Con Herman Melville, el sueño, el breve interregno utópico calvinista se hunde junto a los tripulantes del Pequod, cuyo capitán Ahab ha revelado la fase nihilista en la que ha ingresado el espíritu de pionerismo de cuño puritano. Éste se ha vuelto pura disolución, desembocando en la nada, en lo blanco e indiferenciado –como el color de la ballena– de una movilización total, donde los variados marinos –en calidad de razas, credos y procedencias– que tripulan la nave sirven sólo como coartada para los fines subjetivistas extremos de Ahab. Pero para ello debe simular proseguir, siquiera intermitentemente, con los fines épico-pioneros del primer capitalismo aventurero –en su fase calvinista-puritana–, haciendo de sus marinos, y a lo largo del viaje y de la acción del relato, sucesivamente: objetos de una paga, de un salario racional y convenido de antemano; luego recompensados por un plus (el doblón de oro) mántico religioso; y, finalmente, e in extremis, pasivas víctimas vicarias de la obsesión nihilista de Ahab, y en cuyo apocalíptico final puede verse con claridad cómo las fases utópica, pionera y puritana rozan lo demoníaco al completar, urobóricamente, el círculo vicioso de su propio demonismo latente. Recuérdese que Ismael –al igual que el narrador sin nombre de Usher– sólo sobrevive “para contar el cuento”. Tenemos, entonces, que hacia los primeros años del siglo XX Griffith tenía despejado el terreno imaginario en el cual sus antecesores23 trabajaron metafóricamente: la asimilación del espacio abierto, la incorporación simbólica del territorio llamado América, ese lugar que no existe, ese “no hay tal lugar” que nombra la Utopía. Ese lugar es entonces el de El nacimiento de una nación y del cine; pesadillesco procedimiento narrativo-representativo que se desprendió de su lastre técnico, el cinematógrafo, culminación positivista de lo “real” europeo. El lugar del hijo fue entonces conseguido y concebido como una trágica aceptación de su otredad, de su carácter de otra cosa. Excurso sobre Moby Dick Se ha sometido, por lo general, a Moby Dick24 a todas las disoluciones y neutralizaciones practicadas desde hace un siglo y medio por el liberalismo, ya entregado a la postrera etapa de la movilización total. De este modo, sus ricas vetas esotéricas, como así también sus fermentos simbólicos y operativos se vieron expuestos con largueza a los ácidos disolventes de los lirismos más inoperantes. Si bien no podemos extendernos sobre el tema en este lugar, bástenos con considerar cómo esa configuratio que hemos trazado anteriormente se refracta en el segundo y absoluto momento de la autoconciencia del cine que es Apocalypse Now, cuando Ahab, transmutado en Kurtz, ha logrado, en su postrer y lunar faz del romanticismo reaccionario, articular la absoluta vampirizacion de sus acólitos, llevándolos de regreso no tan sólo al corazón de la tinieblas, como mentaba el texto base conradiano (1902), sino también a la pura carnavalización neopagana. En forma simétrica, Willard, ese avatar ismaeliano, pero en estado de regreso decisionista, puede ejecutar (lo), por un lado, la ambigua orden que ambas partes le han dado, y, por el otro rechazar in extremis el trono nihilista de un regreso o instalación permanente en la fase más oscura, extrema y posible de la disolución. Obviamente la nave, la lancha en la que Willard remonta el río para cumplir con su doble misión,25 es una suerte de imagen compuesta (además del texto base de Conrad) por: el emblema de la nave de los locos medieval y el Pequod melvilliano, drástica e irónicamente invertido en sus posiciones de jerarquía y situación; pero regresando –y esto es un absoluto del inteligir– al estadio tradicional ritual. Nos explicaremos, a riesgo de dilatar este escrito. La lancha en la que navegan Willard y su reacia tripulación, que lo rechaza en diferentes formas, es también la imagen tradicional de la Iglesia como nave,26 que el héroe expresa como omisión polémica en uno de los excursus cómicos del relato. Cuando desciende con Chef a buscar “mangos para hacer una salsa” y el tigre se les arroja encima, provocando el caos, el desorden y la carnavalización absoluta (también jerárquica), Willard comenta: “nunca abandones el maldito barco” (como le indicará luego Jack a Rose en Titanic), mostrando con esta nueva configuratio o topos que no hay escapes, desvíos o angostaciones lírico-románticas traducidas en un rousseaunismo en retirada. En consecuencia, es en la nave donde se alcanzará la salvación, o siquiera la revelación, pero no abandonándola. Ya que, si la apropiación técnica contemporánea ha usurpado su imagen tradicional de Ecclesia como reunión y cobijo, no será precisamente escapando de ella hacia un desvío naturalista, o hacia el regreso a un imposible orden natural (cosa que sí sueña conseguir Kurtz) como se arribará, de hacérselo, a la revelación final: lo apocalíptico. Pero la nave le sirve a Coppola para mayores y casi inagotables configuraciones. Sin extendernos o tratarlas in extenso, tenemos la nave como lugar y soporte del viaje alquímico iniciático, incluida la faz que los alquimistas llamaban el “lastimar la nave”, visible en nuestro caso cuando la lluvia de flechas y lanzas parecen roerla. Además, en un proceso de intraconfiguración, la lancha se transforma en las diferentes naves o soportes náuticos y sus anejos de ríos y navegaciones, como también se atiene al topos de “la muerte por agua”, todos los cuales llevan a recuperar productivamente la simbólica de La tierra baldía eliotiana.27 Y de igual forma incorporar – refractándola– la leyenda o ciclo artúrico, tomada como base por el propio Eliot para su poema. Por eso, este segundo y absoluto momento de la autoconciencia del cine es aquel que se resuelve en lo que denominamos obra-extensa-grave o ficción dogmática. Otros ejemplos: la saga de El padrino, El exorcista, Sorcerer, La última ola, Terminator, Titanic, En la boca del miedo, Misión a Marte, Femme Fatale... VII Mito. Mención de la parodia. Kitsch. Kasparhauserización El cine es la forma contemporánea del pensar y el poetizar que religa de manera más radical con el mito. Ese religar con el mito es un recurso, en sentido viquiano. Mediante este recurso el mito se actualiza siendo, por un lado –y paradójicamente– llevado frente al tribunal de la historia; y, por el otro, el mito se resguarda y preserva (se cura) como forma operativa. Todo lo cual requiere algunas precisiones. La invención del cine coincide con la época en la que reaflora el problema del mito,28 tanto en la investigación erudita como en aquella llamada de “campo”, aquí con ribetes más cercanos a las prácticas canonizadas de la modernidad. Desde los terrenos de la poesía, la ciencia, la antropología e inclusive la teología, el mito como problema, tema e incluso como palabra, es vuelto a poner en circulación. El análisis de tales corrientes no correrá por nuestra cuenta, al menos aquí. Basta con decir que, sin entrar directamente en la disputa, cosa a la que, especialmente en su etapa inicial, siempre supo evitar, el cine tomó partido de inmediato por inscribir su hacer y operar en esa recuperación del mito; típica por otro lado de cierta mentalidad contemporánea que, insatisfecha, agobiada y cercada por la camisa de fuerza, por la cadena de la razón ya vuelta nihilismo y movilización total, recurrió (o se refugió en, muchas otras veces) al mito y a lo mítico como un elemento de amparo, cobijo y cura a sus diversas situaciones imaginarias o a sus diferentes idearios. Pero en medio de ese estallido o regreso –nuestra época podría caracterizarse también como aquella de “los regresos”–, el cine en su operar privilegió como elemento fundamental el unir o, si queremos, el volver paralelos lo mítico y el hecho por el cual el mito se hace presente, i. e. el rito, y emparentarlo desde el comienzo con la puesta en escena. Podríamos argumentar aquí, y como breve excurso, que el mito reapareció fatalmente en el cine –a limine– como correlato de su organización formal, es decir que, al postular el principio de simetría y el eje vertical, tal y cual hemos visto, el cine se dio de bruces con el elemento mítico que debía sostener ese tipo de formas retóricas, y que, sin el mito, se hubieran tornado en unas formas inertes más de la mera innovación técnica, de esa avidez de novedades constitutiva de nuestra época que oculta y desoculta sin ninguna medida.29 La puesta en escena es, mutatis mutandis, el ritual del mito. O también, la puesta en escena es el ritual del mito traducido mediante símbolos.30 Pero, y además: el cine acepta el estado de caída del mito en la modernidad; a tal estado de caída lo llamaremos “babelización de lo mítico”. En este aceptar el estado de caída de lo mítico, la babelización de lo mítico se torna la forma de cura y custodia posible del mito, evitándose así la caída en lo paródico. Aquí podría preguntarse: ¿qué es lo paródico? Lo paródico es el responder perverso al status problemático de la obra de arte. Es un arrojar irresponsable por la borda toda la conciencia y aun la autoconciencia que se fue adquiriendo del operar estético y del pensar y el poetizar todo, subsumiendo su dialéctica histórico-espiritual bajo lo lúdico, lo virtual y lo azaroso. La pérdida, opacamiento o, si queremos, trastrocamiento de la autoconciencia aparece cuando ésta se hace presente simétricamente en el mundo del pensar y el poetizar, siendo la parodia y lo paródico como el lado oscuro o la faz oscura –el lado siniestro– del reino de la autoconciencia. Llegados a este punto, no debe confundirse lo apuntado más arriba sobre lo paródico con formas o recursos que intentan, sui generis, soportar, desviar o, incluso, tolerar el kitsch de la vida contemporánea y las formas de producción standard de la sociedad técnico-industrial. Expedientes tales como el camp –aunque siempre mal definido, banalizado incluso– fueron (porque debe hablarse de ello como formas estratégicas pasadas) en su momento tácticas, que si bien por demás lábiles, no gobernables canónicamente, y por momentos inaprensibles, intentaron, en la medida de sus posibilidades, minar el cada vez más abroquelado, compacto, momento de materialización de la producción de lo estético y aun lo “suntuario” en la modernidad. El camp puede definirse también como uno de los últimos, sino el último estadio o avatar de la ironía romántica. Pero en este estadio se tiene presente, en su base de constitución, el origen técnico-mecánico de sus producciones y representaciones. Es una ironía discreta, otoñal, un poco poltrona y, sobre todo, carente de ilusiones; mientras que la romántica, tout court, no era más que una enorme, gigantesca gravidez de ilusiones. Si la ironía no crece, se vuelve parodia. Tampoco debe confundirse lo paródico con una forma o noción que puede asemejársele –aceptado– en más de un punto, como es el caso de la positividad inerte, que es una vía de acceso en sentido perverso hacia las obras del pensar y el poetizar del pasado, haciendo que la positividad virtual de aquellas transmute o, peor aún, permute su fruibilidad o goce posible aceptando unas leyes de circulación e intercambio que tales formas niegan en su hacer y en su hacerse, en su operar. N. B.: Siendo la positividad virtual lo asequible al mundo del contemplador o fruidor sin intermediación jerarquizada.31 En cuanto al kitsch, ya que lo hemos mencionado con respecto a su relación con el camp como recurso, debe tenerse en cuenta lo siguiente. Tal concepto, articulado especialmente por su primer, mayor y principal teórico, Hermann Broch, fue acuñado y puesto en circulación teniendo presente, como paradigma o forma visible-ejemplar y polémica, el modelo de la Viena habsbúrgica en su etapa final o, si queremos, en su decadencia. Por lo tanto, los emblemas y las relaciones polémicas establecidas con ello por Broch fueron articuladas, y su perspectiva es comprensible y productiva, en tanto y en cuanto se quiera tener presente que la forma a la cual este autor denomina “arte de tendencia” se inscribe polémicamente, como decimos, teniendo siempre presente un modelo anterior de tradición humanístico-renacentista viable como modelo o forma canónica en cuanto a la Europa de ese período, teniendo como eje la Viena finisecular. Pero su traslado sin más –v. g.– a la Norteamérica contemporánea, sin guardar los correspondientes e imprescindibles matices en su transporte, atendiendo especialmente a los ejes de, y por ejemplo, el desarrollo de la sociedad técnico-industrial; modelos de comportamiento deducidos de esa forma de producción en cuanto a las clases sociales y sus diferentes formas de acceso y fruición a los llamados valores altos o bellos del pasado; y, especialmente, diferencias en cuanto a la estratificación de paradigmas o modelos de mímesis y a sus relaciones respectivas de “alto” y “bajo”. Sin tener en cuenta todos estos elementos, decimos, el traslado sin más del concepto de kitsch a la sociedad norteamericana contemporánea ha sido seguramente una de las extrapolaciones que más contribuyeron de suyo a lastrar el reconocimiento de la situación conceptual temprana en la que se inscribió el cine. Por cierto, el mismo Broch se trasladó personalmente a los Estados Unidos, sin que sepamos modificara, tan siquiera en parte, sus conceptos y definiciones de carácter tanto polémico como axiomático, teniendo en cuenta las condiciones de posibilidad norteamericanas. Más aún, el concepto de kitsch brochiano sirvió como coartada para sumarlo al todavía más confuso, arbitrario y, por cierto, híbrido “arte de masas”, con lo cual cierto marxismo universitario en retirada se abroqueló para disfrutar sus rentas y pensionados en el “Gran hotel del abismo”.32 A partir de allí, la vulgata sociológica volcó un resentimiento ya puramente nihilista hacia cualquier forma cultural que se escapara de los recintos museísticos del corral europeo. Al resentimiento se agregó, años después, un curioso y malhadado interés que adobaba el dato sociológico con el indeterminismo cultural: cuando la razón europea sufre sus cíclicos colapsos de decepción y decaimiento anímico (que son en realidad el reconocimiento sui generis de su estado de indecisión impotente), articula una paradójica terapéutica basada en el exotismo reconvertido. Si el primer exotismo fue la contrapartida problemática de un estadio imperialista de algunos ámbitos europeos (en especial los casos franceses e ingleses) en su doble vertiente de nostalgia por la barbarie y pionerismo vicario, el segundo exotismo, tras la última guerra mundial, se dedicó a reproponer la palabra europea como dadora de sentido a lo “intuitivo” americano: el jazz, la historieta, el tango, la guerrilla urbana y aun el “realismo mágico” fueron, según los casos, sus entremeses de distraccionismo vicario. Puntualmente, le llegó el turno al cine clásico de Hollywood. A este situarse paradójico lo denominamos: kasparhauserización; siendo el procedimiento típico de la cultura europea a partir de la modernidad, mediante el cual intenta ser el rétor de lo americano, el guía o dador de palabra a lo supuestamente atávico, inconciente o “primitivo” americano. Este procedimiento es, a su vez, todavía más característico de cierta tendencia de la cultura francesa. La liquidación de las últimas ilusiones del humanismo europeo se tornó, desde los años cincuenta del siglo XX, en una suerte de coleccionismo sociológico donde el aditamento estético sólo era reconocido en la medida en que fuera sumergido en las aguas bautismales purificatorias de la retórica europea. Retórica ésta que había sufrido un extremo proceso de liquidación de sus ilusiones conservacionistas cuando, en los años comprendidos entre ambas guerras mundiales, algunos de los últimos exponentes críticamente lúcidos y productivos de la tradición humanista habían mostrado hasta el hartazgo la cortedad de tales ilusiones prospectivas.33 De esa manera, mientras Europa se sumergía en los “brutalismos”, “tachismos”, “absurdos” y “existencialismos” à la page, que formaban la panoplia y las tareas recreativas favoritas del “Gran hotel del abismo”, un vicario interés por lo “americano” fue llamado a sazonar tales desajustes de la razón burguesa; razón que, en su instrumentalidad, ya se había tornado movilización general. Fue entonces, durante ese momento de confusa y procelosa “recuperación” retórica europea de lo americano, cuando en el cine se produjo la autoconciencia. Pero esto debe ser tratado in extenso más adelante. VIII Cine y cinematógrafo. El problema de la alegoría El cine nace al separarse del cinematógrafo. Llamaremos cinematógrafo a la técnica mecánico-industrial patentada por los hermanos Lumière. Esta técnica se postuló como la apoteosis del saber liberal, laico, positivista, al intentar eternizar una forma de vida que se vive y se propone, urbi et orbi, como única y deseable. El cine nace –con Griffith– al separarse, concientemente, de tal pretensión de eternidad limbal desviando la técnica y lo técnico de sus propósitos y fines mediante el recurso a lo mítico. Como este recurso mítico es, in nuce, “relato”, “historia”, “ficción”, en el primer nivel de su operar Griffith funda el cine como mythos; pero, una vez operado ese instrumento, debe crear la forma de sostener y soportar tal recurso con una práctica que unifique imaginariamente tales mitologemas. Para ello recurre a un logos compuesto por planos, campo y fuera de campo, principio de simetría, eje vertical, et al., que con-figuran así una lógica que contiene –y soporta– al mito y lo mítico.34 El cinematógrafo es, y sigue siendo, toda toma de algo anterior que se quiere preservar para una eternidad museística. El cinematógrafo es aquel que se obstina en filmar y reproducir elementos teatrales y novelísticos; con el plus (que en realidad es un minus) de no juzgarlos en cuanto a su continuidad y, especialmente, a sus condiciones de posibilidad. Lo cataloga, lo embalsama todo como seudo esencias no problemáticas y continúa como si... nada. Culmina de este modo el largo suicidio del historicismo europeo en el lecho de Procusto del enciclopedismo. El cinematógrafo como falso cine, como cine “al revés”, recae inevitablemente en la alegoría; porque lo alegórico es siempre una forma falsa del representar, y también del preguntar demandante.35 Definiremos la alegoría como acertijo visual –y a veces visual-sonoro– que se muestra como totalidad al espectador, quedándole a éste solamente la posibilidad de entenderlo fuera del contexto del film. También, como defecto esencial de la imaginación que intenta corregir lo mal imaginado con una noción explicativa tomada de una forma anterior o preexistente. Por cierto, el cine hereda el problema de la alegoría de la tradición de las artes plásticas, especialmente en cuanto a lo que, y como hemos visto, arranca como cuestión a partir del renacimiento, cuando se procede a iniciar la alegorización del mundo y en cuanto se inicia un doble movimiento de “ilustración”, uno de los cuales intentaba recrear –nunca mejor usado este término– los valores plásticos griegos, que se reputaban como perfectos, cuando en realidad se trató de adivinarlos a partir de los textos que narraban, mentaban o explicaban los mitologemas que tal plástica intentó poner en escena. Podría decirse que con esa situación o nudo de sentido arranca el problema de la alegoría que hereda oscuramente –como todo lo que hereda– la modernidad.36 No se trata de un mero asunto etimológico ni erudito; la relación y diferencia entre símbolo y alegoría es fundamentalmente polémica. En tal relación diferencial se enfrentan no sólo dos formas retóricas u operativas, sino también dos formas de ver y entender el mundo; y cuya confusión entre ambas ha sido y sigue siendo una de las cuestiones fundamentales que debe resolverse para entender la idea de continuidad, si no la de tradición. Esta confusión no fue para nada inocente sino, por el contrario, algo plenamente orquestado; y es precisamente en la tarea de desarticular tal confusión que el cine se ha mostrado subrayadamente feliz y operativo. En el complejo de significaciones que se cruzan dentro de lo que convenimos en llamar renacimiento, la básica contradicción de su situación imaginaria es la siguiente: el choque, la pugna –siquiera soterrada, siempre presente– entre el elemento cristiano y el elemento “pagano”. El primero, al expresar una imagen-relato en los diferentes temas y motivos de la pintura y escultura de tal período, no respondía a una necesidad de “decir algo de otra manera”; ya que un Descendimiento de la Cruz o una Madonna no se proponían expresar, ni menos aún mostrar, que eso era así pero de otra manera: tales temas y motivos no eran mensajes a ser leídos, y mucho menos37 acertijos a ser descifrados a posteriori; desde luego, tampoco emblemas para uso moral que retomaban una tradición icónica precristiana. Todas esas imágenes tenían, por un lado, una intermediación jerarquizada, jerarquía dada por el lugar de presentación de los cuadros, frescos y grupos escultóricos, y dada también por la manifestación de legibilidad que una institución organizaba simultáneamente para su recepción, es decir, la Iglesia. Esta doble vertiente jerárquica daba lugar –y daba un lugar– para que la obra en cuestión fuera recibida por la comunidad y, en caso de que hubiera una interpretación a fortiori o siquiera un plus de significación que debía ser entendido “en parte secreta”, la misma institución legitimaba tal lectura vertical. Conviene aclarar en este punto que, admitiendo sin más la existencia de un nivel esotérico en tales pintores –cosa que nosotros seríamos los últimos en negar–, como es por demás notorio en los casos de artistas como Piero della Francesca y su cifra áurea, y los célebres y debatidos “nudos” de Durero, aun así, la recepción esotérica estaba jerarquizada –lo cual es obvio decir– por simétricas estructuras que provenían de la misma institución mediante formas y “técnicas” que, por su carácter, no pueden ser tratadas en este lugar.38 La recepción en sus elementos de legibilidad exotérica y esotérica estaba jerarquizada, no habiendo un a priori de mensaje cifrado, un “digo de otra manera” y de carácter arbitrario, que es el elemento constitutivo de la alegoría. En la segunda vertiente imaginaria del renacimiento, la “pagana”, es donde aparece el elemento alegórico per se:39 el mensaje cifrado que utilizaba los patrones icónicos, no del arte plástico griego, del cual no se conocía casi ningún ejemplo, sino de los elementos míticos vueltos literarios y representados como “códigos” tras su lectura. Siendo que, además, en la recepción originaria del mundo griego por parte de las jerarquías renacentistas se dio desde el vamos una curiosa paradoja: los elementos dialécticos, exotéricos, solares y apolíneos se mezclaron, sin solución de continuidad, con los elementos mistagógicos, esotéricos, lunares y dionisíacos. No sólo los diálogos platónicos sino también el canon de Hermes Trismegisto; no sólo Homero sino también el pitagorismo vuelto literatura de Apuleyo; no sólo la tragedia ática sino también los restos y fragmentos de la hímnica de carácter mistérico y propiciatorio. Toda esa simultaneidad de recepción, por otro lado severamente adulterada en cuanto a su origen tradicional –como es el caso del canon de Trismegisto,40 por ejemplo–, dio lugar a que el renacimiento fuera también el primer estadio del sincretismo de los tiempos modernos.41 Este sincretismo hizo posibles nacientes “preocupaciones” ya del todo modernas, en el sentido “técnico” de la palabra, y el comienzo simultáneo de lo que se llamó “humanismo”. Excurso Esto último es lo que sucede con el trabajo de Walter Benjamin El origen del drama barroco alemán. En el que, desde el propio título castellano, comienzan sus equívocos y desventuras. Siendo en el original Trauerspiel, es decir, drama fúnebre o luctuoso, aunque Spiel es juego en el sentido de ludus o, contemporáneamente, de performance; cosa que, estamos de acuerdo, era imposible para el traductor castellano tener presente, salvo haciendo una larga y penosa perífrasis en su traducción. Pero ello lleva precisamente a las subsecuentes ambigüedades que el texto de por sí ofrece. El autor toma una parcela de las artes –las teatrales– y luego una forma por demás particular y acotada de ellas, como el dichoso Trauerspiel barroco, y ¡alemán!, y sin tener presente la diferencia establecida por Schopenhauer entre alegoría y símbolo, también equívoca pero muy productiva en cuanto a separar taxativamente la alegoría en las artes plástico-representativas y en las literarias. Por nuestra parte, distinguimos lo siguiente: seguimos a Schopenhauer en cuanto a su taxativa separación entre la alegoría plástico-representativa, a la que juzgamos como un error sin más, de la literaria, donde la alegoría tiene su razón de ser. Pero con este plus: en literatura, en poética, símbolo y alegoría se convierten casi en sinónimos. Pero en las artes figurablesrepresentativas, son opuestos absolutos. Schopenhauer parece no entender, en el parágrafo 50 de su obra capital, una, a la vez, más importante diferencia –raigal y anterior– entre símbolo y alegoría como oposiciones absolutas, y hace de ambos términos no un binomio sino una mera variante de un mismo compuesto. En esto Goethe (citado también por Benjamin) tiene razón, pero –¡a su vez!– sin tener presente la contemporánea distinción schopenhaueriana entre poética y plástica. Benjamin parece intentar oponerse a ambos, pero no toma en mientes la distinción entre artes representativas y poéticas, con el agravante de tomar como tesis general polémica lo que sólo podría ser aplicable al más que acotado y ya casi parroquial Trauerspiel, cosa en la que le hubiera sido de utilidad el poder estar al tanto del concepto de potlatch, que los jesuitas descubrieron en sus misiones y que fue el gradiente secreto y hasta esotérico de tales excesos gráficos y sintácticos. Nosotros partimos entonces de: 1) arrancar sustentándonos en el concepto tradicional de oposición entre símbolo y alegoría, que no tiene en cuenta lo particular, id est el género, sino lo universal; 2) aceptar la lectura schopenhaueriana de la diferencia entre alegoría plástica y alegoría literaria; 3) rechazar de plano el intento de recuperación del método alegórico de Benjamin cifrado en el Trauerspiel y desde allí trasladarlo apologéticamente a toda cosa estética, y no. Y, sobre todo, 4) utilizar este nuevo concepto o definición polémica como analogía ejemplar de lo radicalmente diferente que es todo elemento estético-filosófico anterior al cine, una vez que es reexaminado dentro de su propio concepto. Es decir, el concepto del cine hereda toda la problematicidad inherente a la relación símbolo-alegoría, pero la reenvía a su status tradicional al objetivar, superándolas, todas las formulaciones anteriores, sean polémicas o no, que se acuñaron y postularon al respecto. Volviendo a repetir que en este tema o topos ejemplar y fundamental el concepto del cine procede de idéntico modo en relación con situaciones o binomios polémicos anteriores a su aparición y desenvolvimiento. Exempli gratia: clásico-romántico. Tenemos entonces que, en su sentido etimológico (allos agoreio, “decir otra cosa”, o “con términos propios de otro”), alegoría es la representación convencional y “literaria” de una intención solamente moral o psicológica, y que es también aquello que puede designarse como “abstracciones personificadas”, y va de suyo que esto es precisamente todo lo opuesto al símbolo y al simbolismo. En un sentido más especulativo y/o funcional, puede afirmarse que el símbolo es una imagen concreta de algo que no se ve. Alegoría es, en cambio, una imagen concreta de un concepto abstracto. Todas estas definiciones (y algunas otras que podrían sumarse) deben, repetimos, ser acondicionadas tras el paso por esa aduana simbólica que fue y sigue siendo el cine. Recordemos que en la caverna de Platón nacemos esclavos, y en la de Griffith nacemos libres. Corolario La parodia es la indeterminación. Y la alegoría didáctica, la rígida predeterminación. Ambas excluyen la libertad del sujeto espectador, en la medida en que la primera, al no formalizarse en un punto de vista o una regularidad axiológica, hace de aquél un mero adivinador de arbitrariedades. Por el contrario –aunque simétricamente–, la alegoría didáctica obliga al espectador (y al lector, claro está) a que primeramente ubique en un casillero mental lo que a continuación verá, no como mera sucesión arbitraria como en la parodia, sino como sucesión rígida de ilustraciones de una perspectiva preconcebida. IX Trifuncionalidad y función adánica De la trifuncionalidad del imaginario indoeuropeo, el cine pone el acento privilegiadamente en la segunda función, el héroe, administrador de la fuerza, colocando la primera –soberanía– y la tercera –producción– “fuera de campo”.42 Héroe es la forma de la pregunta y del preguntar en el cine. En el camino del preguntar, el héroe es quien re-nombra o re-signa al mundo que lo rodea; porque en el cine el héroe es quien posee la capacidad de re-signación. Este preguntar resignado es la tarea del héroe en el cine. Al optar por lo heroico, el cine optó por el símbolo en oposición a la alegoría, puesto que lo alegórico es lo antiheroico en la medida en que descree, pone en duda o cuestión la función adánica;43 siendo la función adánica el porqué de la función del pensar y el poetizar. Diríamos entonces que la modernidad suspende el juicio final en cuanto a lo político, suspende la función adánica en cuanto al pensar y el poetizar, y suspende el concepto de pecado original en cuanto a lo ético –o, mejor dicho, en cuando al fundamento de lo ético–. Estas tres “suspensiones” actúan como acicate al concepto de suspenso que el cine hitchcoquiano ha puesto subrayadamente en circulación. El suspenso suspende las tres suspensiones de la modernidad. En cuanto a la primera, dejaremos por el momento su dilucidación. En cuanto a la segunda, al reintroducir mediante la diégesis (v. g. “policial”), la intriga, el enigma, la busca de un sentido, en suma, el preguntar –por– algo. Y en cuanto a la tercera, al actuar polémicamente contra los supuestos “técnicos” y los sentidos retórico-discursivos de las formas que niegan el pecado original y privilegian los reduccionismos económico y sexual, en relación con las formas retóricas del periodismo y derivados. Lo heroico, en cuanto adánico, en cuanto a re-signar, es siempre lo opuesto a lo alegórico y a lo paródico. Podríamos afirmar: para darse o de- signarse, rebajándose, como alegoría, lo heroico se tecnifica mediante la moraleja, o se petrifica mediante la intervención del elemento meduseo debido a su reconocimiento temprano. Tal petrificación temprana lleva, finalmente, a su inversión paródica. La parodia es la inversión de la angustia en el mundo técnico. Si la angustia angosta, achicando y volviendo física o haciendo regresar, reduplicadas en lo material, las limitaciones de “la avidez de novedades”, la parodia subsume perversamente ese vacío, ese angostar el camino del preguntar por el cual se llega o puede atisbarse la re-signación heroica, ahogando tal apertura mediante la técnica del multiplicar lo no comprendido. Autoconciencia y parodia son las determinaciones diestra y siniestra del fin de lo estético. Ya que el fin de lo estético coincide con el fin (en cuanto a finitud y finalidad) del cine. El signo meduseo, como decimos, es un signo que mediante un temprano reconocimiento anula en paralelo el camino que lleva a la autoconciencia. Puede decirse también que el signo meduseo es la cara oscura y temprana de la etapa autoconciente. Siendo el sujeto que padece tal signo un contemporáneo tempranamente conciente de aquello que se está haciendo pero que, por temor, cortedad o limitaciones de su inteligir –o todo ello sumado– petrifica también de manera muy temprana sus posibilidades. Limitándose a un representar en consonancia con aquellos más dotados del hacer autoconciente, pero mimetizándose tan sólo en su superficie, atmósfera mental y representativa, aunque careciendo, en paralelo, de aquello sustancial que lleva el saber que se sabe. La teoría de la trifuncionalidad en la mentalidad indoeuropea –acuñada por Georges Dumézil– postula un arcaico origen común a tal mentalidad o forma imaginaria, que dividió sus funciones en tres grupos o capas que representaron respectivamente: la administración de lo sagrado y la soberanía; la función de la fuerza física, “utilizada principalmente para el combate”, y la de la fecundidad o de la producción lato sensu. Dumézil formuló esta teoría teniendo presentes los textos originarios comunes a estos pueblos, desde el Mahabharata hindú a la historia romana “arcaica” de Tito Livio. Esta forma o mentalidad trifuncional, que el propio autor da (como tantas otras cosas “redescubiertas” de manera afín...) como perdida en lo que suele llamarse “el otoño de la edad media” y comienzos del renacimiento, recurrió en el concepto y en el hacer del cine. Hemos subrayado y definido el especial cuidado que el cine tuvo desde su origen en postular la función heroica en relación con la adánica: el preguntar y el resignar originarios. Luego, en su despliegue, y al llegar a su primera articulación clásica (exactamente a mediados de los años treinta), reaparece en la casi y hasta el momento exclusiva primacía de la segunda función, una refracción en dirección hacia la primera y en relación con la función del héroe como creador de civilización. Especialmente en el western –siendo éste la forma epónima, es decir la que traduce el estado épico o heroico como ricorso– que, como “género”, debió llevar necesariamente a relacionar al héroe con una posibilidad de afrontar la primera función en su doble vertiente, sacerdotal y soberana. Ejemplo de ello es La diligencia (1939), donde además de culminar la primera articulación del momento clásico y donde la función adánica ya es traducida absolutamente en lo heroico, demanda en su hacer y despliegue las referencias polémicamente puestas in absentia de la función primera y anterior, y en su doble vertiente de lo sagrado y lo soberano. Puede decirse también que la tercera función, aquélla de la producción y la fertilidad, tuvo en el concepto del cine un temprano correlato en la propia actividad del autor de films que, además, en su operar, tuvo la ventaja anticipada de que su creador visible e indiscutible fuera el autor necesario y “productor” de esa articulación del reino de lo estético que se formuló según las condiciones de posibilidad de la propia modernidad: lo público-masivo. N. B.: Esto es algo a tener en cuenta –y subrayadamente– para toda polémica fecunda y productiva en relación con el hacer y el concepto del cine: el que también aceptara las condiciones, no sólo de producción en lo técnico-industrial y de realización industrial, en lo económico, sino que incluso aceptó el desocultar público de su temprano operar; mientras todas las demás formas estéticas anteriores optaban en paralelo por el regreso a “lo secreto”, cuando en realidad lo que hacían no era otra cosa que sumergirse en los sótanos y en los bajos fondos. En su arribo temprano a la autoconciencia,44 el concepto del cine operó en una dirección que fue casi unidireccionalidad en su primera –y apresurada– manifestación (Citizen Kane, 1941), en relación con un privilegiar exclusivo de la tercera función, la del productor-como-hacedor. Haciendo así que el hacer del cine, su pro-ducción, fuera puesto en dudosa primacía sobre su concepto; y vemos también cómo, en esa precoz manifestación, la segunda función es puesta en un segundo plano (quien pregunta y demanda está fuera de campo y es irrelevante a lo largo de todo el film), y nada menos que la primera en su doble vertiente, soberana y sacerdotal, se da como imposible y se liquida subsumiéndola dentro de una opacidad museística (in fine). Lo único que importa, entonces, es el mostrar “visible” del hacerse. Y no la busca adánica, y menos aún, la coronación de lo real-sacerdotal. Podría señalarse que en la forma producción se da una pugna, choque o cruce entre sus dos componentes: aquel que extrae, pro, en el sentido de un provenir o, si queremos inducir, al más raigal de “producere”, llevar, conducir, pero como plena función de mando y soberanía. Al recurrir, entonces, la trifuncionalidad operativa en el concepto del cine, es dable pensar y deducir en consecuencia que ese nudo de sentido, arrastrado y neutralizado por la modernidad liberal, se desanudara polémicamente en el hacer del cine. Es precisamente en esa superación normativa que la segunda y definitiva etapa de la autoconciencia del cine –la que llamamos autoconciencia absoluta– se diera a la tarea de postular en sus diégesis la trifuncionalidad en pleno, como funciones y acciones de su contenido también absoluto. Y una vez que la trifuncionalidad reaparece en escena como ágon –representada y puesta en escena en su tríada respectiva–, el “autor” de films comienza a fundirse en la totalidad de su obra, reabsorbiéndose simultáneamente en un hacer y en un operar que elimina los últimos restos de autonomía en sentido tardorromántico, para consustanciarse en una plena aceptación de su proceder autoconciente. Lo que lleva –para resumir– a la recuperación absoluta de la trifuncionalidad, en esa coronación de la autoconciencia que circula desde El padrino hasta Apocalypse Now. N. B.: Si bastara señalar un análogon de temporalidad concreta, véase el título puesto al segundo tomo de la obra Mito y epopeya de, tan luego, Georges Dumézil: Un héroe, un brujo, un rey (1971), y aplíquesela al último de los films citados precedentemente. Nos permitiremos desarrollar, in extenso, tal relación en otro lugar. En esta analogía temporal quisiéramos subrayar el habitual decisionismo del cine al poner en escena, efectivamente, aquello que se trata y recurre, y no perderse en una nebulosa de difusa filología que deja al lector sepultado bajo una catarata de etimologías que apenas pueden seguirse y que, de seguirse, pueden ser refutadas (y así lo vienen siendo en un limbo inacabable) por otros “especialistas” hasta el día del juicio. De la misma manera, nos permitimos indicar otra analogía temporal. En este caso particularmente útil y señera, y hasta con carácter de una preeminencia ineluctable. Nos referimos a señalar y a meditar las fechas respectivas de los films de Fritz Lang, Metrópolis y Spione, de 1927 y 1928 respectivamente, con la publicación original de dos escritos de Ernst Jünger: El trabajador, de 1932, y La movilización total, de 1930. Aclaramos que no se trata aquí de un mero distinguir y puntualizar simples antecedentes, fuentes y pionerismos que el cine, por cierto, no necesita. Pero sí –en todo caso– evitar que se sigan ignorando con tozuda pertinacia tales relaciones de, ¿cómo decirlo?, preeminencia y centralidad en su operar, y no seguir creyéndolo o imaginándolo como de secundariedad en relación con lo escrito. Sino más bien –y como puede constatarse con rotunda facilidad– lo contrario. X Reino de la transparencia. Ecumene y territorialidad. Elemento austrohúngaro El reino de la transparencia es la etapa del cine comprendida entre comienzos del sonoro hasta la aparición de la autoconciencia; es la etapa en la cual se troquelan exhaustivamente los géneros como efectos de transparencia diegética y cuando se establece, además, el pacto simbólico entre hacedores y espectadores. Transparencia es la situación, pacto simbólico o recurso mediante el cual el cine, especialmente en el período clásico, legisló y gobernó el acceso primario a los films, haciendo visible, mediante la acuñación de géneros, la legibilidad del cine. Para ello, y también en su etapa clásica, el cine debió mediar entre su fatal y creciente tendencia ecuménica, con aquello que podemos denominar, en este lugar, encrucijada territorial.45 ¿Qué es ecumene? Es una zona de pertenencia anterior que se dio, o se recuerda, como universalidad, acotando en su perímetro determinada tradición a partir de una resolución histórica y geográfica. En su recordar/se – siquiera– como universalidad, esta definición de la ecumene se da –y se resuelve– en sentido polémico. Para el inscribirse del cine como ecumene, fue de axial importancia la recuperación del elemento austrohúngaro. Mejor dicho: para dar lugar a su carácter de ecumene, el cine cruzó la conservación de una, o primera, territorialidad –Griffith–, con la continuidad de una segunda territorialidad que, al cruzarse con la primera, dio lugar a su forma ecuménica. El elemento austrohúngaro es una forma de continuidad territorial del cine que apareció organizada desde su comienzo. Esta territorialidad es asimilable o entendible debido tanto a la cantidad de autores de films de ese origen, a las diégesis acuñadas, como también a determinado punto de vista histórico o formal. Puede postularse que este elemento es una temprana idea de decadencia en el cine, así como una continuación de lo barroco –o de la política de lo barroco– por otros medios. Si el cine es un ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo, es indudable que por ello deviene –nolens volens– forma, tendencia o política de lo barroco. Esto puede y debe deslindarse de las siguientes maneras: genealógica, formal, política y espiritual. En su temprana acuñación como forma industrial, los comienzos de los grandes estudios, es por demás obvia la presencia de un elemento económico, cultural, político y, por sobre todo, espiritual, originario del recientemente derrotado –en lo bélico– Imperio austrohúngaro. Esa presencia fue la que llevó a una forma que, cruzándose con la tarea pionera de Griffith, se resolvió en ecumene. Sin este temprano sesgo austrohúngaro, la tarea pionera de Griffith hubiera finalizado, sin más, como otra muestra de esos genios solitarios de los cuales se envanece ambiguamente la cultura liberal norteamericana,46 la que parece prohijarlos por un lado, y emplearlos como coartada simbólica por el otro, para de esa manera proseguir con sus fines de ocupación material, intentando subrayar el carácter de “utopismo permitido” o rentado que tiene y puede seguir teniendo el emblema del “único y singular”, pero adaptado a las condiciones de posibilidad americanas.47 Una paradoja: si bien Griffith al crear el cine crea, sin solución de continuidad, las posibilidades del mayor ajuste de cuentas practicado hasta entonces con el renacimiento y el romanticismo, en cuanto a persona singular hubiera sido –de manera involuntaria– recuperado maliciosamente como otro personaje pos renacentista y pos-romántico más, difuminándose con ello su carácter marcada y subrayadamente opuesto a tales coartadas distractivas, típicas de la mentalidad liberal. Para ello, el cruce temprano con el elemento austrohúngaro (que terminó desplazándolo) fue de radical importancia, y mediante la creación de los llamados “grandes estudios”, se ideó la forma visible, pública, “material” y también simbólica, de llevar a cabo la tarea ecuménica para la cual el cine creado por Griffith estaba fatalmente destinado, pero que sin ese elemento austrohúngaro que la cobijara, que la curara, cabe48 su tradición y su aura espiritual, se habría derramado en las aguas indiferenciadas del utopismo de la era técnica y vuelto algo similar a la navegación aérea, la luz eléctrica, y un largo etcétera innecesario de enumerar. Brevemente: Griffith, su invención, habría perdido su carácter de radical diferencia con respecto a lo hecho por un –v. g.– Henry Ford o un Thomas Edison, adicionándosele además el plus de romanticismo tardío, por otro lado tan conspicuo como en los casos de, entre tantos, Charles Ives o Frank Lloyd Wright. Es fundamental, para lo que llevamos dicho, remarcar lo siguiente. Desde la perspectiva en la cual nos ubicamos, debe entenderse que la modernidad liberal no sólo crea las condiciones de posibilidad para que emerja determinada mentalidad sino también, y simultáneamente, las condiciones de posibilidad para ser entendida... y hasta para ser puesta en cuestión. La modernidad liberal crea su esfera y su propia contraesfera, plantea el problema y simultáneamente su resolución teórica desde otro campo, supuestamente... Por ello es que términos como “salto”, “excepción”, “providencia”, por no hablar de “milagro”, son radicalmente no sólo negados sino también –y más bien– ocultados, haciendo que, simétricamente, su declarado y supuesto adversario en el plano de lo concreto herede sin más tal perspectiva crasamente material.49 En la esfera de lo estético, esta bipolaridad perversa, esta doble faz jánica invertida, se viene acuñando desde el humanismo renacentista mediante el tornar autónoma la esfera del arte. Puede decirse que este despliegue tuvo dos pliegues o flexiones, uno de los cuales, el romanticismo, ya fue analizado por nosotros, y el otro, anterior en el tiempo, aunque atemporal en lo formal, el barroco, puede ser considerado ahora. Excurso: lo barroco, el potlatch En su tecnificada dialéctica de progreso y reacción, la modernidad liberal fue ocultando, en su operar, el carácter de artificio, de facto, de hecho, de la creación estética. Paradójicamente, mientras más crecía y se intensificaban monstruosamente la movilización total y el desencadenamiento de los últimos elementos prometeicos aún virtuales, la modernidad técnico-industrial incrementaba la operación del ocultamiento de lo artificioso del arte, de lo facto, de lo mano-facturado, de lo “a la mano” del hecho y del acontecer estético. Este idealismo de los fines y groserísimo materialismo de los medios llevó a esa dialéctica cenagosa que mencionábamos.50 En el momento de apoteosis aparente, de celebración perpetua, casi de impetración con carácter universal de tal mentalidad, irrumpe el cine. Pero obsérvese que el momento de la irrupción del cine es también aquel en el cual la mentalidad de la modernidad liberal tiene sitiado en lo político territorial al Imperio austrohúngaro, y en lo taxonómico o axiológico, al concepto del barroco y de lo barroco.51 Tales simetrías pueden llevarse más lejos. En el momento en que la mentalidad liberal se preparaba para el asalto definitivo a las fuerzas que en el plano de lo ecuménico formal, i. e. el Imperio, se le oponían, y a la celebración de su apoteosis emblematizada como la boda entre la razón instrumental y el nihilismo moral, en ese momento que coincidirá con la eliminación del Imperio austrohúngaro como portador, como feros visible de otra vía, de una modernidad no liberal lato sensu, es, entonces, cuando lo barroco desemboca en el cine; primero como forma y luego como política. Esto puede simetrizarse mediante el paso de la invención de Griffith a la creación de los grandes estudios. Definiremos el barroco y lo barroco, en este punto, como la conciencia en el hacer, en el pensar y el poetizar, de su carácter irreductible de cosa hecha, de artificio, de “ser a la mano”, de ficción, de eslabón y no de cadena, de escalón y no de escalera, de sombra de verdad y no de verdad.52 El barroco es la conciencia, en el plano de la materia, de la natura naturata, del carácter irredimiblemente bajo, caído, insuficiente, que tiene la labor humana, aun la mejor encaminada en el plano de las creaciones del pensar y el poetizar. Es la toma de conciencia, en el plano de lo material, del carácter imperecedero de nuestro estado de caída. El irredimible estado de alejamiento y secesión de la naturaleza como totalidad (en tanto Kosmos y no Mundus...). Como se recordará, “barocco”, barrueco et al. fueron variantes introducidas desde el portugués a los demás idiomas neolatinos, por los navegantes de aquel origen que, en contacto con el extremo Oriente, definían de tal modo a las perlas imperfectamente terminadas, inacabadas, no del todo “orientadas”, es decir barruecas,53 a medio hacer, imperfectas. Esta conciencia de la irredimible separación entre el reino de la naturaleza animal, aun en el grado más pasivo que pudiera imaginarse, como en la ostra por cierto,54 que por “azar” suspende una función reproductiva o por “error” vuelve una función biológica en una materia ficticia y suntuaria, como es la perla, fue tomada a limine por los integrantes de la recién fundada Compañía de Jesús. Barroco, contrarreforma, jesuitismo son símiles temporales, pero son también, y sobre todo, análogos simbólicos, forma mentis, para un determinado operar en el cual el cine tendrá un carácter fundamental. En el cine, lo facto como continuación de lo barroco es “lo hecho” en tanto mostración de lo artificial y ficticio. Es el mostrar autoconciente de qué parte de “hecho” tiene el arte en la modernidad y –contrastándolo desde el cine en sentido polémico– el status de facto-del-arte opuesto al artefacto que se fue adueñando de las formas –especialmente plásticas– anteriores. De allí puede extraerse el siguiente colofón: en la última etapa de la autoconciencia, el cine tiene que gastar porque se gasta. N. B.: Aquí puede y debe subrayarse el carácter sospechoso de las demandas que se le hacen al cine en cuanto a que sea “realista” y a que no exagere en cuanto a los “gastos” de producción y demás. Demandas emitidas por aquellos que no pueden permitirse tales gastos, si es que se ha comprendido esta noción de gasto emparentada con el potlatch. XI Lo barroco. Continuación y continuidad. El potlatch ¿Qué es el barroco? ¿Cómo podemos definirlo? Se trata del último estilo ecuménico y con pretensiones universales acuñado por la mentalidad europea. También, como un eje polémico o tercera posición entre los fines o ideales renacentistas, ya en retirada frente a la reforma e, intuyendo el romanticismo por venir, como una reacción a lo engendrado por el renacimiento en cuanto al surgimiento de la autonomía de la esfera estética; lo barroco procede adelantándose a sus fines pero discrepando en cuanto a sus medios, que dieron lugar –como se ha dicho– a la confusión, yuxtaposición y hasta indiferenciación entre las esferas estética y religiosa. El cine, el concepto del cine, hereda, de forma oblicua primero y directamente después, la política del barroco, comprendiendo desde el vamos la virtualidad de que dispone para alcanzar, al menos por sus medios, la ambición de universalidad perdida o eclipsada, de manera al parecer definitiva, tras el fracaso del romanticismo reconvertido en diferencia tecnificada o en simple martirologio laico, elemento éste por demás afín a la faz sentimental de la mentalidad burguesa. Lo barroco puede definirse también como aquello que, diferenciando problemáticamente sus medios de sus fines, sin embargo, los une en un punto. En sus fines, el barroco opera mediante la extensión del concepto de totalidad, incorporando en su hacer formas, figuras, “mitologemas” en rigor, que no habían sido conocidos por la mentalidad europea, que a lo sumo, y tras la revolución renacentista, había tenido un breve estallido de conocimiento de “la fuente griega” que, además, se daba como única, perfecta e irrepetible. El barroco, entonces, es el primero en comprender qué significan tales “otras” formas perdidas u olvidadas55 y en disponer, simultáneamente, de un reservorio de tales elementos, figuras y motivos. Enfrentándose por primera vez en la historia occidental –que se creía también la única o la única “en la historia”– con exempli e idearios, tanto plásticos como lingüísticos, que daban lugar a formas de representación y de imaginación que debían ser asimiladas críticamente a la Revelación. Entre todos esos elementos, pocos han sido tan radicalmente diferenciadores como el denominado potlatch o desgaste ritualizado, que fue, como se verá, el medio privilegiado del hacer barroco. Una de las capas arcaicas o, si queremos, formas culturales “perdidas” que los jesuitas hallaron en sus viajes y misiones por los mundos recién descubiertos, fue el concepto de exceso sacrificial desplegado a todo lo largo de la vida de los pueblos y de las civilizaciones arcaicas.56 Siglos antes que la antropología moderna se topara con tal concepto –que durante décadas malentendió como un mero resto fósil o una superstición primitiva–, los hombres de la Compañía de Jesús comprendieron de inmediato que se trataba de un elemento fundante,57 precisamente por arcaico –in illo tempore– de la cultura más originaria. Mucho antes que ciertos investigadores variaran el eje de las llamadas culturas primitivas, pasando a valorar como algo originario y hondante lo que había sido tomado por atrasado y supersticioso, los jesuitas no sólo comprendieron, magistral y tempranamente, cuál era su significado y su función,58 sino que también procedieron, en paralelo, a incorporarlo como forma heurística del proceder, sobre todo estético pero no exclusivamente, que estaban fomentando y dirigiendo como estilo –y política– universal. Lo que se denominó “gran estilo”. De allí que lo que luego se conocería como potlatch fuera utilizado e incorporado en el temprano hacer y política barrocos, entendiéndolo como un elemento que había permanecido intacto en las civilizaciones extraeuropeas, sobre todo en las llamadas –cosa que continuó hasta apenas ayer– “primitivas”. Pero en su comprensión de tal elemento o figura antropológica agregaron, críticamente, un elemento propio, cristiano. Al desgaste ritualizado, al exceso como forma del pensar ritualizado, le sumaron o, más bien, lo recondujeron a formar parte de la economía y la simbólica teológica cristiana. Si la meta, la ambición del hombre renacentista, era una plena –y ya clara y distinta– homologación de la creación humana como imitatio Dei, los jesuitas, mediante el descubrimiento del concepto de potlatch, limitaron tal ilusoria perfectibilidad, recurriendo a una paradójica práctica sacrificial en la cual el exceso, lo inacabado, lo móvil, lo indeterminado y lo turbulento servían para confesar la imposibilidad de tal perfecta y humanamente alcanzable imitatio Dei soñada en ese período. Excediéndose tanto en el tema, en la diégesis, como también en la forma, el proceder barroco reintrodujo la idea, el concepto, de limitación humana, mediante el tornar excesivos los medios empleados para tamaña y paradójica re-ritualización de la esfera estética. Si lo dicho fue así en cuanto a la forma y a la técnica, en cuanto a los temas y motivos se hizo un más que subrayado hincapié en el martirio, la muerte y todo aquello que puede emblematizarse como memento mori. A la quietud, serenidad, fijeza, centralidad renacentista, se opuso (pero hay oposiciones que son también continuidades) una permanente inquietud, una turbulencia y movilidad; la centralidad fue reemplazada o, en todo caso, subsumida en la forma en espiral, en el torbellino donde cielo, tierra e inframundo parecen –pero sólo parecen– confundirse en un espiralado turbión, en un Maelström, en un vórtice centrífugo. Paralelamente, el tema “pagano” o, si queremos, mítico-griego, se mantuvo, pero haciendo también hincapié en los topoi relacionados con lo monstruoso, lo infra o radicalmente no humano, lo –si queremos emplear un anacronismo productivo– fantástico. Tanto en las diégesis cristianas como en las greco-paganas, el acento se trasladó entonces a aquello que de alguna manera intuyó o que aparece ya en el Miguel Ángel tardío, la terribilità, como la llamaron sus contemporáneos. Cuando el mundo terreno comienza a expandirse al igual que el celeste o extramundano, y cuando ese aparente infinito –que no es otra cosa que lo indeterminado, aunque empiezan a ser “confundidos”– llena de pavor y dudas a algunos contemporáneos,59 allí el proceder barroco recupera de manera polémica tales figuras, dándoles una representación posible, curándolas mediante el exceso, como habían aprendido o redescubierto en las llamadas culturas arcaicas, donde la Revelación no había tenido lugar de manera completa. Si trasladamos mediante ricorso los item tratados más arriba a nuestro concepto del cine, puede verse con claridad cómo en su hacer y desde temprano éste incorporó el potlatch mediante un contundente desgaste, un lujo y exceso ritualizado que también desde muy temprano fue piedra de toque –¡y de escándalo!– en cuanto a sus propósitos y función. El cine nació dentro de las condiciones –ya explicitadas– del capitalismo liberal tardío trasladado a América del Norte. El que se dio de bruces tempranamente con una interna diferencial proveniente del Sur luego derrotado en la Guerra Civil. En lo cultural, esta interna fue la que, individual y genialmente (Griffith) creó el cine, articulando así la primera respuesta polémica que alimentó su concepto: lo dixie. Esta primera respuesta se sumó y relacionó con un también temprano elemento austrohúngaro, pero en doble diáspora (católica y judía) que, al organizar los llamados “grandes estudios”, articuló esta segunda fase diferencial de los imperativos liberales absolutos del territorio donde se había insertado y creado este concepto; fase que terminó absorbiendo y desplazando a la primera –y a Griffith en particular–. Aunque sin abandonar jamás el elemento dixie hondante, creado por éste, y ya incorporado definitivamente en su hacer. Cuando esta segunda fase se quedó con el hacer del cine, y en su operar continuó con la política del barroco por otros medios, fue como realización efectiva de su hacer, que se diera –entre otros elementos que son constitutivos de la teoría que exponemos– a retomar la práctica del potlatch, al que hemos postulado como componente fundamental del barroco como gran estilo (y último estilo ecuménico) en su época histórica –siglo XVII– hasta su culminación europea y su propia decadencia: el Imperio austrohúngaro. Hemos definido el potlatch como el procedimiento –descubierto por los hombres de la Compañía de Jesús en sus viajes y misiones– por el cual la Providencia se ocupa en la práctica ritual de mostrar, a través del desgaste y el exceso formal, la imposible imitatio Dei en las culturas en las que no se había dado la Revelación definitiva, id est, míticas. Fue como ricorso –luego y por Vico– que tal procedimiento se viera incorporado a una teleología de la historia que no por nada se llamó efectivamente Scienza Nuova. En el concepto del cine, este mostrar mediante un exceso formal la imposible imitatio Dei que se había trasladado teoréticamente in toto desde la plena y efectiva realización del que llamaremos “barroco histórico europeo”, se resolvió gracias al inmediato elemento formal que el hacer del cine tenía desde el vamos a su disposición: la sobredimensión mimética. Con esto, el autor de films, y el hacer del cine todo, confesaban su operar dentro de la tradición barroca, la que precisamente se caracterizaba –y así lo seguiría haciendo– como una conciencia de la radical limitación de la creación humana frente a la divina, y esta conciencia desgarrada, esta escisión raigal, era vista, contrario sensu, como una firma, una signatura verticalmente aceptada de la limitada dimensión humana. A ello puede y debe asignársele aquí la más estricta traducción y continuidad del elemento trágico en el mundo cristiano.60 Mediante este desgaste, este lujo, el concepto del cine declaraba su doble articulación: a un momento histórico preciso y a su intención absoluta de continuar –de este lado de las cosas y de la historia– con la tradición del “gran estilo”. A ello le era raigal, inherente y constitutivo ese elemento potlatch que por cierto tan rápidamente se afincó y manifestó en el hacer del cine. Mediante una sobredimensión mimética, el autor confesaba que, por la paradójica perfección del logro técnico de la forma eficiente del cine, se mostraba la aneja limitación del hacer humano frente a la Providencia. Con ello quedaba hecho de manera absoluta el ajuste de cuentas con el renacimiento y el consiguiente titanismo romántico resultante. En esa paradójica exhibición de un exceso y de una perfección técnica, el cine confesaba su imperfecta participación en la Creación. La con seguridad más famosa escena de toda la historia del cine –nos referimos a la secuencia de la ducha en Psycho– no es más que puro potlatch.61 XII El cine como revolución anacrónica Uno de los elementos fundamentales en cuanto a la diferencia del cine con las formas del pensar y el poetizar anteriores, ya que –según pensamos– ninguna puede darse en un después, esa diferencia axial, decimos, es que en el despliegue del cine los períodos, maniere o ciclos, se dieron, se desarrollaron y hasta se agotaron en un lapso muy breve de años: años que, sin embargo, marcan una diferencia también axial entre el tiempo y el tempo del cine. El cine, entonces, 1) es la forma del pensar y el poetizar donde las figuras y las determinaciones –o si queremos las estructuras– anteriores se refractan y compactan en un despliegue en el tiempo ostensiblemente breve en relación con aquéllas; y 2) en ese tiempo crea –dialécticamente– un tempo, o una duración, simétricamente amplia, vasta, en cuanto a su campo de acción imaginario. Podemos decirlo también de esta manera: el cine se extiende o se dilata en un plano horizontal muy breve de tiempo, pero a la vez se despliega en un plano vertical por demás vasto y abarcador en cuanto a su situación imaginaria (no ideal sino sobre-humana, en sentido dantesco). De allí puede deducirse que las lecturas críticas sobre el cine se vieron limitadas –de manera casi “necesaria”– por la forzosa, o a veces forzada, pretensión de leer en el tiempo sus saltos formales, cayendo en una suerte de alienación por la cronología o en una fetichización de lo nuevo, cuando el cine, precisamente, no se limitó a un exclusivo instalarse en el tiempo como cronología –con sus hitos respectivos–, sino que, “encajándose” en él, logró un vasto despliegue de y en el plano de la verticalidad imaginaria. Otro problema. Aparte de lo dicho, el cine creó o planteó desde el vamos otra cuestión hermenéutica: su vinculación radical con el poder o con las posibilidades de poder dentro de la modernidad. Esto que llamamos capacidad decisionista del cine hizo que también las lecturas críticas se efectuaran desde una situación asimétrica, a partir de la cual los simples cronistas, pero incluso los críticos e historiadores, intentaban –vanamente– reducir el despliegue del cine a sus respectivos lugares de “decisión”; y como éstos no sólo eran por demás reducidos sino, y también, crecientemente menguantes, tal situación de lectura alcanzó la mayor parte de las veces a articular una estructura de ambigua positividad inerte: como –para decirlo con una imagen mítica– si un historiador actual, provisto de todas las herramientas de indecisionismo de la modernidad, quisiera analizar las conquistas de Alejandro o de César; incluso las de Bonaparte. Ese hipotético historiador moderno, llevado por un viaje en el tiempo a la contemporaneidad de aquéllos, trataría de reducir a su medida –y con sus famosos “vectores”– aquello que sólo era despliegue de un poder dado en la marcha inexorable de la historia. Mediante la anterior hipótesis de ficción, se puede extraer el siguiente corolario: el cine es una forma genialmente anacrónica del pensar y el poetizar de Occidente. Decimos “genial” en la medida en que apareció cuando las condiciones de Occidente no podían “pensar” virtualmente el nacimiento de un fenómeno tan complejo en su despliegue, al que se intentó negar de manera sistemática, o reducir a un burdo estado deliberativo, sumiéndolo en la misma esfera privada de la impotencia en la cual se encontraban sumidos –y desde mucho tiempo atrás– casi todos sus lectores periodísticos. Este complejo carácter anacrónico del cine hizo también que se tratara de reubicarlo dentro de las perspectivas de –por ejemplo– “vanguardia” y “experimentación”,62 que se daban como fatales en los despliegues de las estructuras anteriores –y ya agotadas– del pensar y el poetizar, como es el caso de las “artes plásticas”. Es, visto de manera retrospectiva, grotesco observar cómo las primeras preceptivas –o esbozos de tales– del cine intentaron pensar tempranamente una forma tan “insólita” desde los campos de las disputas deliberativas de las artes plásticas –hacia 1920-1930, aproximadamente–. Dándose la paradójica situación de que aquellos primeros “lectores de cine” pretendieron una suerte de ambigua recuperación plásticoformal sobre la base de retomar elementos (como perspectiva, iluminación, chiaroscuro alla Rembrandt) que la pintura contemporánea negaba sistemática –y fanáticamente– desde hacía varias décadas atrás. De esa manera, el cine intentó ser desde muy temprano capturado y enredilado dentro del andador nostálgico de algunos críticos que quisieron tutelar su naciente despliegue como si fuera una suerte de ingenuo “buen salvaje”, anárquicamente “genial”, al que había que encarrilar dentro de las sendas de una supuesta “tradición”; tradición de la cual los mismos lectores críticos habían perdido hasta la más remota huella. Es a esto a lo que denominamos kasparhauserización63 del cine: extraído primero de las oscuridades de un pasado que se creía abolido; mostrado como fenómeno de feria; intentado “educar” luego en las preceptivas de una inercia especulativa e indecisionista; para finalmente, y por su carácter de “irrecuperable”, ser asesinado o hecho des-aparecer entre gallos y medianoche. Esta kasparhauserización del cine fue y es, cíclicamente, el intento abrumador de una “crítica” que en su conciencia desdichada no consigue abrevar, siquiera en forma tentativa, en el salto hacia un des-esperar, hacia una “angustia” que podría hacerla “saltar” hacia el estadio ético. Más aún: como el cine hizo su aparición con Griffith ya dotado de una situación de reinserción dentro del estadio religioso,64 el segundo intento de la crítica contemporánea fue (hacia 1945-1950) pretender recapturar al cine dentro de una eticidad menguada y aguada que intentó encarrilarlo, ahora, dentro de una moral práctica irrisoria y tardo-humanista. En estos últimos años, finalmente, la tercera articulación de este error metodológico pasa por la pretensión de reciclaje nostálgico del cine, reduciéndolo a un mero coleccionismo, por el que se buscaría materializar (solidificar, en sentido esotérico) la virtualidad de este arte, tornándolo una confusa apetencia de afichismo o creando un nuevo avatar del papeleo irresponsable. XIII Autoconciencia Dentro de lo que llevamos dicho, debe subrayarse también la prematura aparición de la autoconciencia en el cine. Esta autoconciencia, como veremos, logró dialécticamente una situación de férreo dominio, en cuanto al despliegue de su hacer, pero también, y problemáticamente (status inherente a la autoconciencia), logró una precoz aura o atmósfera de decadencia. Porque, recuérdese, autoconciencia y decadencia van, fatalmente, de la mano. En el despliegue del hacer humano, y en el despliegue del hacer humano en cuanto al pensar y el poetizar más que en ningún otro, aparece fatalmente la autoconciencia. Liminarmente, autoconciencia es saber que se sabe y este saber, entonces, se topa, se da de bruces con la necesidad de tornarse o hacerse historia, ser mundo. No otra cosa, mutatis mutandis, aconteció con las formas anteriores del pensar y el poetizar. En todas estas estructuras autoconcientes vemos, primero: la necesidad aneja a esas formas de ser mundo, parte de la historia; y segundo: un agotamiento paralelo de tales formas o estructuras que devienen a partir de entonces estructuras problemáticas, o se vuelven conciencia desgarrada en aquellos contemporáneos que deben –o intentan– asimilarlas en sus respectivos qué-haceres de esfera privada. Es por demás evidente, dando unos pocos ejemplos, cómo con el diálogo platónico o con las obras musicales de Verdi-Wagner, la filosofía griega (o posiblemente ateniense) y la ópera europea decaen como formas rozando prácticamente su propia extinción. Es por otro lado a todas luces obvio que tanto Platón como Wagner intentaron ostensiblemente ser mundo o historia. Las problemáticas y laberínticas relaciones del primero con los tiranos de Siracusa –Dioniso padre e hijo– o con la polis ateniense, y los conflictivos tejemanejes del segundo con el rey Ludwig de Baviera65 son notorios a este respecto. Dante, cambiando lo que haya que cambiar, no hizo otra cosa a lo largo de su vida que participar del mundo, de la historia del Estado florentino y de su relación con el Imperio, y su Commedia fue declaradamente una de las formas, maniere o vías de acceso a tal posibilidad decisionista. Cuando la aparición del cine –como ricorso–, las formas anteriores habían entrado en un ocaso deliberativo tan vasto en sus proporciones, que la mayor parte de los estudiosos “humanistas” tomaron esta nueva forma del pensar y el poetizar como a un atrevido advenedizo que se colaba brutalmente en los mullidos refugios de una interioridad erudita, o como a un bárbaro americano que ponía sus botas embarradas sobre el ordenado secretaire del filólogo europeo con su fichero de simétrica perfección. Hoy sabemos que no fue, y que no es así. Ni joven advenedizo ni bárbaro americano, sino la fatal reaparición cíclica de una apetencia ordenadora, que en su titanismo escalaba cíclicamente un Olimpo o Valhalla mohoso por contumaz y polvoriento por deliberativo. El cine fue el acontecer de un avatar titánico, pero ni en un Olimpo ni en un Valhalla europeos; menos aún en un paraíso laico occidental. El cine fue la irrupción de lo titánico en un limbo de cultura europea que ya no decidía nada porque había vendido mucho tiempo atrás su progenitura por un plato de lentejas (todo lo especiosamente adobado que se quiera), o se había refugiado en el purgatorio secular de producción “periódica” de la cultura. La aparición de ese gigante o titán americano, todavía embarrado del limo originario en y con el cual el padre-europeo lo había engendrado (o creía haberlo engendrado como “hijo natural”), en busca de su derecho a los lares paternos, creó ese conflicto o nudo de sentido del que Occidente todavía no se ha despertado en su no asimilación de tal fenómeno. Ya que a América siempre se la soñó, imaginó o re-creó fantasmalmente desde lo europeo, como a un hijo bastardo creado entre las urgencias de una Europa pletórica de vitalidad vicaria. Como titanes emblemáticos de tal despliegue, tenemos a tres autores de films que exceden también esta categoría: Griffith, Welles y Coppola. Los tres exceden o desplazan las categorizaciones puras de artistas centrales, laterales o excéntricos, participando en paralelo de cada una de tales categorías y definiciones, o yuxtaponiéndolas a piacere en sus respectivos despliegues. Porque aquello que llamamos analógicamente “titanismo” del cine desemboca fatalmente en el God-Father, en el Dios-Padre coppoliano, por haberse iniciado como El nacimiento de una nación y abrevado a mitad de su recorrido o periplo en el imposible Citizen Kane wellesiano: un ciudadano que es o se piensa como Kan y tiene simétricamente la marca de Caín. XIV Autoconciencia: la marca de Caín ¿Qué es Citizen Kane? Es el temprano saber que se sabe, declarado por la opera prima de un director de cine. Director de cine que, y por primera vez, viene munido de características inusuales hasta ese entonces. Primero, Welles es una figura pública de la cultura y hasta de la chismografía norteamericanas: niño prodigio, recitador precoz de Shakespeare, director de teatro de sesgo “vanguardista”, propalador de emisiones radiofónicas apocalípticas, enfant terrible, etc., etc. Segundo, Welles es el primero también en hacerse proyectar (y luego declararlo) films anteriores: desde Griffith hasta La diligencia. En esta actitud tenemos el fundar operante de la autoconciencia. Partirá a sabiendas del cine anterior, legitimando paralelamente el status de clásico de dicho cine. Ya que clásico es aquello que da, que dona clase, pero ese donar debe ser legitimado por aquel que demanda.66 En su diégesis, Citizen Kane es el primer film en incorporar de modo transparente el cine como elemento del hacer cine.67 Tras el prólogo, la carrera de su protagonista nos es dada como noticieros fraguados por el mismo Welles. El protagonista absoluto –Foster Kane– es interpretado por el mismo director que, en forma ostensible, va mutando a lo largo de todo el film en sus diferentes etapas vitales y de simulacro, aun como octogenario, representado por un autor-actor de veinticuatro años. Este juego de máscaras lleva hasta sus últimas posibilidades lúdicas –pero también metafísicas– cierta capacidad hasta entonces más o menos velada del cine: la de alimentarse vicariamente de lo inerte o de lo muerto para proyectarlo en vida, sobre la pantalla. También como diégesis, Citizen Kane es la mostración extremada (“mostración extremada” puede ser otra definición de autoconciencia) de las formas y estructuras estilísticas anteriores en el despliegue del cine. Ni el relato acronológico, ni la profundidad de campo, ni el uso “expresionista” del decorado, de la banda sonora y del score fueron inventados por Welles, sino extremados. Los primeros planos o planos detalle de subrayada exposición –a la manera de flashes– parecen estallar68 sobre la conciencia retrospectiva del espectador, al cual –y sí por primera vez– ya no se le pide, sino que se le exige que recuerde y ordene planos de obras anteriores que hicieron posible o dieron lugar a tal estallido de significación. El decorado parece “describirse” a sí mismo, regodeándose muchas veces en autorreferirse a su propia grandiosidad artificiosa. Hay también una notoria fruición de anacronismo decorativo en el film; como un mostrar ingenuo de la propia carpintería y atrezzo como objetos vanos y hasta inertes de una ficción que parece no poder con-tenerlos. Es en ese nivel, por cierto, donde la categoría de barroco puede utilizarse con precisión. Si barroco es la espiralada tensión de un principio que parece no tener fin, y que intenta limitar con el infinito, tal es la figura que preside operativamente el despliegue de este film; y el enigma de Rosebud es su móvil simbólico. Si con Citizen Kane arribamos entonces a un temprano saber que se sabe, en castellano este saber puede también nombrarse como el saber qué se sabe, y el emblema móvil de Rosebud es la objetivación de esa pregunta. En la escena final, vemos a los operarios y changadores de una suerte de catálogo neblinoso y polvoriento que intentarán fichar los atributos de un mundo abolido; esos operarios parecen transmutarse en el equipo técnico de un film que da por concluido el rodaje. Entre los objetos inútiles –por inclasificables y no mensurables–69 se arroja a una caldera un pequeño trineo de madera; cuando los hombres se alejan, la cámara, acercándose hasta alcanzar el primer, y luego primerísimo plano detalle, nos muestra la palabra Rosebud grabada sobre su menguante superficie. El objeto de investigación, el móvil de la busca, es finalmente sólo conocido por el espectador, y en el momento del conocer su soporte material, se quema, destruyéndose de manera simultánea. El cine, en ese preciso, exacto momento, declara que sabe (y sabe qué sabe) pero la meta de su demandar queda a cargo del espectador. Con la autoconciencia, entonces, aparece también la cura del espectador. XV Autoconciencia: la cura Esta cura, este hacerse cargo, marca un radical punto de inflexión en el despliegue del cine. A partir de ese punto, marca o nudo, se despliegan y multiplican los finales de cura. Out of the Past de Jacques Tourneur, All About Eve de Mankiewicz, Rear Window y Vértigo de Hitchcock muestran en sus escenas finales de manera ejemplar lo que llevamos dicho. El cine, a partir de la autoconciencia, desemboca en la cura del espectador que debe –si quiere– hacerse cargo, cargar simbólicamente con la apertura que se ha operado en su saber o en su sentido70 del saber. Este operar de apertura desvela una resolución imaginaria, cosa que, si el cine se demandó en su hacer desde el comienzo, arriba o desemboca mediante la autoconciencia a esa posibilidad soñada, intuida o atisbada por Novalis71 de una ciencia de lo imaginario, llamada “la fantástica”. El cine se convierte a partir de entonces en el lugar –porque da lugar y un lugar a des-velar– donde, partiendo de una muy precisa delimitación del des-ocultar, se abreva para así dirigirse hacia una meta que limita con el final de la proyección fílmica. A partir de la quema de Rosebud, del feros material, al espectador le es exigido –y de manera creciente– un hacerse cargo, un curar, que es custodia de aquello que sabe para él. Ese ÉL es punto de reunión o cobijo de una comunidad que debe re-pensarse como totalidad decisionista, id est, ecumene. Ese ÉL del espectador lo llamaremos el quia72 del cine y es el que, en su cura/custodia del sentido final del film, debe hacerse cargo de la clásica pregunta “¿Qué pasó después?”.73 Cómo no exigir/se ese demandar con el final –digamos– de All About Eve o Psycho o, más próxima a nosotros – aunque tan sólo en el tiempo– y en el segundo nivel de articulación de lo autoconciente, con los finales de La conversación y de Carrie. Ese demandar que opera como apertura de un saber que, antes de Citizen Kane, el cine pareció o simuló querer sólo para sí, se abre a partir de entonces al saber del espectador; porque Citizen Kane funda también la “cinefilia”, pero la funda como una positividad virtual de cura que no se reconoce o no se acepta como cura/custodia sino como cura-coleccionista. En resumen: la “cinefilia” nace de un responder ingenuo a la pregunta que se funda con Citizen Kane y se refunda con El padrino. A partir de la dicotomía apuntada entre cura/custodia y cura-coleccionista, se despliegan los recursos de las direcciones de sentido de los autores de films que aparecen a partir de los años sesenta, aproximadamente. Quienes de manera inequívoca deben resolver su anterior estado de “cinefilia” en el cine. Lo cual hace –y como veremos en otro lugar– que se intente partir y operar desde una transparencia anterior –dada como cita– o de una tabula rasa que busca, como re-curso, una transparencia que parece partir de cero. Jean-Pierre Melville y Eric Rohmer –dentro del cine francés, v. g.– pueden ser emblemas precisos de tales respectivas posiciones. El Welles posterior a Welles o Welles como Orson. Cuenta la leyenda – leyenda que el propio interesado se encargó de propagar– que el curioso y “único” nombre de Orson se le ocurrió –en sentido heurístico– a su madre, Beatrice Ives, como variante en inglés de Orsini, poderosa familia central en el renacimiento italiano de la cual la dama pretendía descender. Los antiguos decían que el nombre es destino, profecía –nomen omen–, y en ese nombrar, que era también un destinar, acuñaban un sintético emblema de la vida futura, como un horóscopo gramatical que, en su taquigrafía semántica, delimitaba un periplo que el nombrado de marras debía cumplir en su vida adulta. Pocos, según creemos, habrán acatado ese deseo maternal como Orson Welles, que orquestó su vida posterior a Kane como un Orsini o un Borgia en el exilio. Si para Hitchcock llegar a los grandes estudios de Hollywood era ingresar por enormes puertas “que como templos se abrían para recibirnos”, para Welles, la expulsión, la nueva expulsión de ese paraíso terrenal, marcó sus andanzas a lo largo del resto de su vida. Dante en Ravena y Orson en Europa. Un tejido, un tapiz de quejas, exabruptos, confusas declaraciones y desmentidas, estafas y notorias mentiras pueblan la vida wellesiana tras Citizen Kane. Su obra posterior, buscadamente fragmentaria, es una suerte de parerga y paralipómena a su primer film. Apoyándose en Shakespeare o en su inventado Arkadin que acuña la fábula –ahora clásica– del escorpión y la rana. La más larga fila de obras inéditas, a medio terminar, frustradas, trabadas, desaparecidas, semiapócrifas y hasta soñadas o inventadas, ayudan a configurar la caída de un gran hombre –rol que siempre jugó con fruición–74. Aquel Orsini se convirtió en este Orson, oso doméstico de una voluntad de poder sin corte. Porque si Welles siempre coqueteó equívocamente con la desgracia, en su largo flirteo con el infortunio jamás olvidó algo –que sí pareció ignorar la corte de enanos adulones de la que se rodeó–: “El poder desgasta sólo a los que no lo tienen”. Y ese poder lo siguieron teniendo –y detentando–, a lo largo de casi toda la vida de Welles, los grandes estudios, cuyas puertas se habían cerrado, simétricamente, tras sus enormes espaldas… Porque también con Citizen Kane se anudó por primera vez este dilema: si la autoconciencia quiere inexorablemente ser historia, mundo, para ello necesitaba objetivarse en algo material e históricamente constituido; así como la ostra necesita el grano de arena para transmutarlo en perla; y esa perla imperfecta que es emblema hondante del barroco habla a las claras de que ese sutil matiz de imperfección, de incompletud, es la grieta por la que se cuela el posterior despliegue del cine. Porque si Citizen Kane en su temprana, juvenil, imprudente, precoz autoconciencia, hubiera logrado ser historia, el seguir del cine no hubiera tenido sentido. Pero ésa es otra historia. XVI Autoconciencia: segunda parte La autoconciencia es el momento de un arte o forma del pensar y el poetizar en el cual se sabe que se sabe, y se sabe qué se sabe: este saber implica un matiz necesario de agotamiento o declive, en la medida en que esa forma intenta ser parte del mundo, hacerse historia. Al momento de la fundación del cine por Griffith, le sigue un casi inmediato momento de reconocimiento o, si queremos, canonización dentro y fuera de la territorialidad norteamericana. A ello corresponden las obras de Von Sternberg y Keaton, y las de Lang y Murnau en el mundo europeo. Tras ello, el reino de la transparencia, cuya década ejemplar es la del treinta, donde el troquelado de formas se establece simétricamente a la elaboración de un pacto simbólico entre hacedores y espectadores a cargo de los grandes estudios, que serían –desde esta perspectiva– la cara visible o política del hacer del cine. Tal reino de la transparencia tiene un pliegue, quiebre o inflexión, hacia 1941, con el surgimiento de una temprana autoconciencia en el cine dada por Citizen Kane. Esta apurada, precoz autoconciencia fue utilizada de inmediato por la estrategia de negación del cine, que ya se había ideado como recurso distractivo ab ovo, pero modificándola en su contenido táctico. Es decir que la primera maniobra de simulación distractiva se basaba, en lo fundamental, en emparentar el cine –in toto– con las llamadas “artes populares” con el “kitsch” en un centro supuestamente imparcial, y con el “arte de masas” corriéndose hacia la izquierda. Pero todas estas estrategias negando u ocultando el carácter de radical diferencia que tenía el cine, precisamente por el salto sintético adelantado que había producido en las formas del pensar y el poetizar desplegadas hasta ese momento, en especial –y esto ha sido su enorme virtud y, por otro lado, su “talón de Aquiles”– al lograr eludir – ajustando las cuentas de paso– el martirologio laico instaurado con y a partir del romanticismo. Diríamos: ese martirologio laico no fue buscado en forma efectiva o conciente por los propios románticos, cuanto por el ya por demás organizado, y en el poder, mundo liberal burgués que, con el pretexto de curarlo museísticamente, procedió a desmembrarlo en un ala conservacionista –como venía practicando con creces con el llamado mundo “clásico”–, y una segunda ala, sentimental, reemplazando la conciencia espiritual –ya bastante flotante, admitámoslo– por un mero y horizontalizado reino de los sentimientos.75 Para decirlo de otra manera: la modernidad liberal burguesa tiene y mantiene una doble relación perversa con el romanticismo o, más bien, con las prosecusiones o tentativas neorrománticas. Cuando la fase solar está en camino del religamiento con los datos o fuentes tradicionales, recurre, precipitándola, a la fase lunar del romanticismo: a todos aquellos elementos bajos, caídos, a todas las influencias errantes y carnavalescas para detener el camino de regreso de la fase solar; es decir, cuando el romanticismo justamente está a punto de convertirse en otra cosa.76 El cine, y desde su nacimiento con Griffith, evitó, eludiéndola, esta dicotomía levantada como un trompe l’oeil o, a lo sumo, mascarón de proa por el mismo poder contra el que se pretendía combatir. Pero la aparición prematura de una autoconciencia temprana –y por ende inmadura– del cine con Citizen Kane, hizo que a partir de allí la modernidad liberal optara por acuñar una segunda estrategia: la recuperación romántica de ese film, reciclando, o más bien embalsamando para ello los idiotismos de “artista maldito”, “incomprendido”, “genio solitario”, “adelantado a su tiempo”, y toda la oxidada panoplia de la doxa pos romántica. En esto fincaría, precisamente, una política romántica, en ese recuperar dirigido, en esta estrategia de simulación. Y tal vez no en la busca como tal. Su autor, por cierto, contribuyó todo lo alegre e impunemente que pueda imaginarse a esa estrategia de simulación. Reduplicó casi hasta el absurdo su propia seudo leyenda vicaria,77 llevando hasta el límite del ridículo los costados y situaciones más trillados con respecto a tal doxa. Más aún: incluso acuñó, y de manera absoluta y literalmente contemporánea, su propia parodia.78 Tanto su “decir” como su dicho, tanto su contenido como su forma, si preferimos, se prestó muellemente a ese nuevo avatar de la estrategia de simulación y negación del cine. Por un lado, al privilegiar, tornándolas absolutas y tempranamente autónomas, las esferas del hacer técnico y, por el otro, multiplicando también –en un furor casi neoprimitivo– las distorsiones y efectos fotográficos de los cuales el cine, desde los primeros films de Griffith, intentó, y consiguió en gran parte, huir como de la peste. A esta carnavalesca autonomización de lo técnico-fotográfico, Citizen Kane sumó un mundus y un ethos de temprana decadencia y estagnación, reemplazando, en todo caso, el indecisionismo por el imposibilismo. Es decir, al estado de limbo discutidor de la modernidad liberal burguesa, este film le sumó o yuxtapuso –pero desde el mismo sistema, forma u organismo que había, en gran medida, ido socavando y hasta eliminando el limbo permanente– esta suerte de mina de espoleta retardada en que terminó convirtiéndose el film, y en aquello que (mediante la acuñación de la “cinefilia”), como coartada, necesitaban los que sólo tomaron –o se resignaron a tomar– el cine como un bálsamo esteticista más, como un nuevo y técnico avatar del sentimentalismo utópico o del arte como consuelo intramundano. XVII Formas del entender y del desentender Una vez efectuada la autoconciencia, aunque de manera apresurada y neorromántica, podemos decir que al espectador le cabe una tarea demandante a la que denominamos el quia del espectador, que se define como el desocultar demandante que aparece –prematuramente– tras la temprana autoconciencia del cine. Este quia da lugar, por otro lado, a la aparición de la situación de cura; es “el Espíritu en tanto libertad, objetividad y conciencia de sí”.79 Pero atención, la aparición de la situación de cura, que es el cuidado ya autoconciente del operar del cine se refractó, ab initio, en cura/custodia y cura-coleccionista. La cura/custodia es el cuidado que lleva a un pensar del cine a cargo del quia del espectador. Mientras que la cura-coleccionista es el decaer del preguntar que lleva a la “cinefilia” como diferencia tecnificada. La “cinefilia” es la actitud de un responder ingenuo a la pregunta por el cine que se funda con Citizen Kane y se refunda con El padrino. La “cinefilia” es también el último esteticismo de la era técnica. XVIII La persistencia motriz El cine posee, además de la persistencia retiniana (limitación constitutiva del ojo humano por el cual es posible el “movimiento” fílmico per se, técnicamente hablando), una segunda persistencia, pero utilizada sui generis por el cine como arte. Nos referimos a lo que, por ahora, llamaremos persistencia motriz y que sería una rémora,80 atavismo o forma míticogenética que nuestro cuerpo mantendría en estado latente desde sus remotos orígenes, en los cuales todo movimiento era a su vez expresión y contenido, vida vivida y significación, al igual que cierta antropología ha llegado a postular que al comienzo –in illo tempore– sonido, gesto y movimiento eran lo mismo.81 Expresión y sentido a un mismo tiempo; luego –a la manera del potlatch– algún gesto o movimiento corporal se separó como exceso de su función dual representativa-significativa y de allí la danza; seguidamente un sonido o un grupo de tales corrieron la misma suerte, y de allí el canto, y así en más. De allí también que fueran condiciones sine qua non a partir del romanticismo –¿y, posiblemente, desde el barroco más estricto?– los anhelos e intentos por regresar a una posición o puesta en escena ritual de las obras que habían adquirido su status de autonomía desde el llamado renacimiento. A fines del siglo XIX y comienzos del XX regresó, reduplicado autoconcientemente, tal intento de vuelta a los orígenes de la integridad ritual del arte, mediante las formas desprendidas, canónica o casi canónicamente, del wagnerianismo: como el simbolismo francés, los intentos de retraducción del teatro Noh japonés por autores como Yeats y Claudel, la reintroducción del autosacramental –Murder in the Cathedral– por Eliot, la ceremonia “pagana” exorcizada que finca La consagración de la primavera de Stravinsky y un largo etcétera que puede extenderse perfectamente a los campos de la pintura, la escultura, arquitectura, la danza (los Ballets Rusos, Isadora Duncan, Karl Jooss et al.), como también a factores de la vida cotidiana vueltos consecuentemente autónomos luego del renacimiento, como la actividad política y demás. Pero, como de costumbre, fue el arte del cine aquel que sotto voce se hizo cargo de esa tarea o, en todo caso, la desplegó más drásticamente que las otras y cansadas (¡cuando no enfermas!) artes anteriores, que no podían dar nada más de sí, salvo como suplementa o ventilación asistida. Por el contrario, el cine, comprendiendo ab ovo que su origen técnico-fáctico se debía a una debilidad o cortedad de la visión humana, elevó exponencialmente, pero en modo autoconciente, tal imposibilidad, mediante el empleo ex profeso de una segunda persistencia, aquella que hemos denominado motriz o, quizás, “táxica”. Con ella pasaron a representarse y a vivirse, en simultáneo, pensamientos y conceptos que volvían a ser recibidos como acciones y movimientos puramente físicos. O como conceptos intelectuales traducidos en acciones. Es posible, también, que la naciente y triunfante “filosofía” pragmática norteamericana, que de suyo no fue más que chapucería o confusión en los campos estrictamente filosóficos de la gnoseología, la estética y, sobre todo, de la ciencia política y sociológica (con los resultados nefastos, hoy fácilmente reconocibles en la mentalidad político-económica norteamericana), haya actuado, y por contraria suerte, como un paradójico acicate en cuanto a la intuición de la sobre-existencia de la persistencia motriz como atavismo del inteligir humano. O, en todo caso, fue el genio de Griffith y de sus inmediatos continuadores aquellos que dieron pábulo a extraer, de las desordenadas y contradictorias especulaciones de los pragmatistas, las consecuencias que son motivo de estas líneas. Intuyeron que el ser contemporáneo podía entender, y sobre todo situarse, de forma y manera tradicional o arcaica, al sentir viendo y moviéndose a un tiempo, mediante la técnica de traducir en acciones físicas los conceptos y nociones intelectuales y abstractos o, si queremos, traducir en acciones físicas las ideas, arquetipos o universales. De tal forma, la persistencia motriz formaría una tríada junto al eje vertical y al potlatch del proceder mítico del arte del cine. Haciendo hincapié sucesivamente en la irrupción de una otredad en la continuidad físico-espacial (eje vertical); al desgastar, por exceso, y en forma conciente, parte de su hacer en un desperdicio ritualizado que confiesa, en paralelo, la imposibilidad de la imitatio Dei (potlatch); y, finalmente, al hacernos partícipes de manera física, participativo-activa, allí donde lo emotivo y lo racional se funden – solidificándose– en una permanencia o latencia ideal (persistencia motriz). Con todo ello, el cine logró reubicar al espectador contemporáneo, ya desmembrado en sus diferentes autonomías que decían poder satisfacerse separadamente –estética, ética, política y religiosa– en una unidad (todo lo temporal, precaria, y hasta leve que se quiera, pero unidad al fin...) donde el pensar-representando se volvía simultáneamente un re-conocer imperativo, y donde las meras acciones traducían a escala ordenamientos que las demás herramientas retórico-estilísticas del cine religaban con lo mítico y lo trágico: el uso del símbolo et al. XIX Lo simbólico Lo alegórico humaniza –o así pretende– lo inhumano, pero trasladándolo a una Neverland;82 lo simbólico transhumaniza lo humano,83 en cuanto histórico-temporal, pero accediendo, aceptando, ese estado de caída, dando cabida o refugio, no escape. Esto sirve como base para una discusión, sensata pero absolutamente polémica, incluso agónica, sobre los pocos –pero atendibles– intentos de retorcer o de cambiar el eje de las relaciones símbolo/alegoría, haciendo de esta última lo que es, tradicionalmente, el símbolo;84 o, de manera un tanto más compleja y confusa, yuxtaponiendo sin más un uso particular de la alegoría con la alegoría plástica y/o la alegoría tout court.85 De todas formas, ambas posiciones toman por accidental lo que es esencial, confundiendo clásico y, peor aún, neoclásico con tradicional. Lo simbólico puede entenderse también como el ricorso viquiano, como el etymon espiritual de Leo Spitzer,86 o como nuestro eje vertical en el cine. Son formas, distintas fases y manifestaciones de lo eterno, de la unidad divina en el arte y en las formas del pensamiento, dicho lato sensu. Lo alegórico, por el contrario, es lo efímero, lo accidental, aun lo casual, que intenta pasar por eterno o, de igual y equívoca forma, como lo “rebelde”, lo “revolucionario”, lo “contestatario” o lo “trasgresor” –en orden decreciente de insignificancia distractiva–. También lo alegórico neutraliza, interiorizando el contenido mediante el recurso del “había una vez”, que no es sino el contrario del hic et nunc, pero llevado a lo eterno del proceder simbólico: del hic et nunc al in illo tempore. El símbolo tiene, simultánea y sucesivamente, tres niveles o haces direccionales en su despliegue. El haz temporal, del cual parte y a partir del cual se acuña; luego, un haz diegético que se relaciona con los feros, es decir los portadores de la acción o de la continuidad en el momento de su troquelado; finalmente, y por sobre todo, un haz que se despliega, acrecentándose y actualizándose, en el tiempo. Es, por cierto, la presencia de este tercer factor, la que conduce a la obra genial o clásica, dicho en sentido estricto. El primer haz es aquello que el simbolizar toma del tiempo histórico, aun en su sentido más craso, id est anecdótico; es aquel que puede reconocerse y relacionarse con los hechos históricos o anecdóticos de los cuales parte. En segundo término, el simbolizar se aposenta y se troquela, modelándose en determinados sujetos portadores del status de ficción, los que, mediante su decir y desplegar le dan, fijándolo, un sentido puntual que se relaciona ya no con el aquí del tiempo histórico, sino con el aquí del tiempo diegético. En este segundo haz, que se despliega el tomar para sí del arte y, puntualmente en el cine, el poner en escena aquello que se ha tomado –o levantado– de la historia. Y como tercer haz, o despliegue, el simbolizar se desplaza, enancándose en el tiempo para tornarse atemporal, imagen plástica de la eternidad, parafraseando a Platón.87 En el monólogo de Hamlet (III, 1, vv. 56-90) tenemos, v. g., representados los tres estadios de lo simbólico, desglosados de la siguiente manera. Primero: el dudar del monólogo referido a las dubitaciones del rey James Stuart, quien hereda el trono de Inglaterra en situación polar con respecto a su madre, la asesinada reina María, su fe católica y demás.88 Segundo: esas dudas sobre el hacer o no, el actuar o no, son las de un personaje, que ya es el príncipe Hamlet de tal y cual obra; y tercero: el ser o no ser monologante, desplegándose plásticamente en el tiempo, adquiere la estatura temporal que se le da en el momento de su lectura o representación, actualizándose. Los estadios y etapas anteriores se relacionan con los tres momentos del pasaje simbolizador o principio de simetría: índice, ícono y símbolo. Correspondiendo, analógicamente, al índice el trazo anecdótico convencional; al ícono, su fijación en determinado punto de vista o composición de lugar (v. g. éste y no otro); y, por último, al símbolo, la superación de ambas instancias anteriores en un tercer estadio o avatar que reúne a los dos previos dándoles una significación preexistente –en todo sentido– a su terrenalización o manifestación mundana. Siendo el índice su caída o manifestación temporal, y el ícono su manifestación espacial. El símbolo es, entonces, una recuperación de lo eterno en el hacer mundano, su última ratio y su telos. Como colofón puede agregarse que el eclipse, oscurecimiento, confusión e, incluso, pérdida de tal grado teleológico sigue la marcha del arte en la modernidad. N. B.: Fíjese que en el ejemplo que damos, que podría multiplicarse, y por la paradoja del transcurrir estético, pero sólo por eso, la relación triádica es perfectamente inversa. En Hamlet, el punto de partida simbólico, que para sus contemporáneos era más reconocible como situación diegética, es el más complejo para el lector o espectador actual, cada vez más alejado de aquel histórico-temporáneo; siendo para éste lo atemporal más asequible, al desprenderse de su envoltura temporal-histórica, y siempre con el segundo haz en el centro inmóvil de la situación o puesta en escena. El símbolo enlaza, sintetizándolas, las tres situaciones del transcurrir temporal haciéndolas estéticas (id est sensibles), asimilables al mismo ámbito de experiencia, y participa sin confusión de sus respectivas esferas: lo temporal anecdótico, la situación diegética, y la atemporalidad o, mejor, la sucesión actualizadora. En el cine, cuanto más logrado está el símbolo, más se ha extendido su despliegue en los diferentes materiales e instancias puestos en acción operativa. Es decir: no es algo sólo reconocible/traducible, un análogon, acuñado en base a lo plástico-fotográfico, ni a lo sonoro, y ni siquiera a la yuxtaposición de ambas esferas. Implica la actuación, el fuera de campo, hondante y fundamental para el interpretar simbólico,89 ya que en el cine las cosas no suceden-actúan en el momento puro –de ser ello posible de cuantificar o estratificar– de nuestro sightseeing, de nuestro efímero vermirando, sino en tanto y en cuanto éste juega su relación con un continuum de las acciones que se implican en el momento de aquello que vemosmirando.90 Contemporáneamente, al símbolo lo acecha un nuevo peligro o se lo intenta cercar a partir de lo que podemos denominar aquí “materialización del símbolo”. Se trata de que una forma no sea negada en su historicidad, como hacía el positivismo del siglo XIX o comienzos del XX, sino negada mediante la carnavalización indiferenciada, al ser arrojada a un cambalache o bric-à-brac donde se pierde caóticamente entre formas o matrices industriales que, por la obsolescencia de la producción capitalista, se tornan adorno u ornamentos epicenos; de igual modo, en la pintura de un siglo a esta parte, se pierde una espiral, una esfera o una figura estelar entre la nada abstracta o el mundo “al revés” del sub-realismo. Excurso: abstracción y carnaval Abstracción y carnaval, dos caras de lo mismo. En la primera se pierde o se desfigura lo espacial; en el segundo, lo histórico. Lo abstracto mantiene el laberinto como problema, pero lo proclama un problema insoluble sumiéndolo en la ininteligibilidad; el carnaval, o más bien lo circense, complica el laberinto en lo temporal, haciéndolo un juego interminable, donde el espectador se pierde mediante el rebajamiento de las “pruebas” (i. e. ritos) a unas rutinas pasivas, un ludus desformalizado por la saturación de los elementos caídos en concurso. Por ejemplo: las “pruebas” o peor aún “gracias” simultáneas a que se entregan en un mismo espacio, circus, simios y delfines. Neutralizando a los primeros, mediante la recuperación sentimental de lo feo y diabólico, e infantilizando a los segundos, haciéndolos perder o desfigurar su carácter mántico-soteriológico y su situación de cura en relación con la niñez. XX Lo simbólico, la apercepción Leibniz define la apercepción distinguiéndola de la pura y simple percepción, siendo esta última “el estado interior de la mónada cuando representa las cosas externas”, y la apercepción como “la conciencia o conocimiento reflexivo de ese estado interior”.91 Ésta, que podría también llamarse la autoconciencia del percibir, y que obviamente es un intento barroco de traducir contemporáneamente la anamnesis platónica, como “recuerdo=conocimiento”, se aplica de manera perfecta y puntual al proceso de reconocimiento, múltiple aunque inmediato, que ejerce el símbolo en el cine, representado según nuestra definición. La apercepción simbólica en el cine sintetiza, en nuestra teoría, todo aquello que puede resumirse como el pensar del cine, ya que, más que una “gramática” o un “lenguaje” –siempre definiciones tentativas cuando no ambiguas y hasta oscuras–, la revolución del cine consistió en un pensar mediante la creación, como se ha dicho, de la “fantástica” soñada y apuntada en el fragmento de Novalis. Pero curando a esta fantástica de todas las neblinosas rebarbas y excrecencias románticas, mediante ese inteligir anterior, racional pero no materialista, espiritual pero no místico. Con lo cual se comprueba también, y oblicuamente, cómo el barroco fue la cura, la corrección a la esfera autónoma del arte nacida con el renacimiento, casi dos siglos antes de la aparición del romanticismo histórico; y cómo – adelantándose también a los deslices de este movimiento, que confundió lo estético con lo religioso– logró mantener en el acto del conocer algún grado de eficacia en el deslindar lo inteligible como racional y también espiritual, pero evitando el escollo simétrico de recaer en cualquier tipo de misticismo privado. Pero en esta apercepción el cine incorporó, siguiendo la política barroca, formas, estilos, elementos degradados de la cultura industrial capitalista, asimilándolos sin ninguna pretensión de sub-realismo o apología del absurdo, sino como una aceptación del estado de caída, resignándolos, de la misma manera que la tarea de su feros ejemplar, el héroe, es la re-signación. Con esta recuperación barroca del desecho industrial, del standard, de la matriz producida en serie, el cine pudo reafirmar su conciencia decisoria, tanto en los planos de la representación y de la recepción como en los de una política del espíritu que no se refugiaba en una marfileña torre inhabitable, ni tampoco en un sótano o subterráneo sucesiva y complementariamente inhóspito. Es obvio que esta forma de apercepción con sustento práctico estaba in nuce en el cinematógrafo de los Lumière. Pero lo estaba como reproducción mecánica de un factor psicológico, así como se encontraba también en forma práctica el elemento documental en los primeros films rodados en Europa. Pero precisamente por ello, y como sucedió con los otros elementos, fue el cine, fue Griffith, quien a esta capacidad de utilización mecánica, de heurística técnica, le dio un soporte o, mejor dicho, un fundamento tradicional. Ya que en el acto de apercibir el espectador comprendía – paralelamente a su acto del reconocer mecanicista-psicológico– un sentido que el cine, al expresarse mediante el símbolo, no lo hacía en base a un mero juego de estímulo-respuesta92 sino como el reconocer mediante otra fase actuante en el proceso, es decir el enlazar tal y cual representación, que se veía y reconocía en cuanto a su funcionamiento, pero relacionándola, por analogía, con un elemento arquetípico. En la apercepción del cine no se reconoce sólo el estímulo físico o el proceso mecánico-biológico de su representación sino también, y en simultáneo, un conocer actuante que actualiza aquello que vemos representado en otro plano de significación: no conocemos por conocer sino por aquello que debe ser conocido. Así como Griffith desvió al cine del uso reproductivo documental de los Lumière, así como lo desvió del uso lúdico circense de Méliès, desvió asimismo al cine de su uso puramente instrumental, como herramienta de laboratorio, haciendo del acto de representación un acto de conocimiento, pero no en el mero plano empírico. Sino para que, a partir de las apariencias, éstas fueran reconducidas al paraíso perdido de los arquetipos –para usar la bella frase de Mircea Eliade–. Para completarlo con el parágrafo antes citado de Leibniz: “... esta última [la apercepción] no es dada a todas las almas, ni siempre a la misma alma”. Podría agregarse aquí, y a manera de escolio: el símbolo es la razón suficiente del cine. Ya que “... nada sucede sin que le sea posible, a quien conozca suficientemente las cosas, dar una razón que baste para determinar por qué es así y no de otro modo”.93 Esta apercepción, a la que el cine induce de manera, ¿cómo diremos?, ¿voluntaria? ¿fatal?, o mejor, ¿una voluntad tomada como fatalidad?, es posible en tanto y en cuanto el cine entrega la percepción de manera fáctica, como un don. A esta donación el espectador la percibe como elemental, concreta, ya que sus percepciones físico-espaciales son miméticas-completas y no son dadas bajo ninguna mediación –como sucede en el acto de lectura, en el cual la mediación se da recurriendo a la imaginación, que el cine provee fácticamente como dato, o don–. Por carecer de esta mediación, y dando la percepción como fatal (dando por hecha la donación), el espectador es llevado a la apercepción forzando, o más bien desafiando, a su inteligencia a que dé sentido a lo que ve y sigue como hechos factibles y miméticos. De este modo, dando importancia a aquello que nosotros llamamos “segunda historia”, el espectador puede, una vez entendida ésta, pasar a comprender,94 si quiere, cómo aquello que se le había dado fácticamente era una donación del autor, es decir, a través de la segunda historia, siquiera en estado de intuición, alcanza a comprender cómo la primera historia estaba organizada – puesta en escena– para que se apercibiera de esta segunda. En resumen: el entendimiento de la segunda historia, la simbólica, es aquel que hace comprender al espectador la organización hondante de la primera; o: por el entendimiento del símbolo repensamos cómo se ha simbolizado, cómo se lo ha puesto en escena, mediante la primera historia, para que esta percepción que tomamos como fáctico-instrumental haya sido organizada de tal forma que, llegando a la comprensión del segundo estadio –el simbólico aperceptivo–, alcancemos a inteligir la organización no casual, sino causal de la puesta en escena. Pareciera que un film cuanto más perfecto es nos hace acceder primero al entendimiento puro y luego a aquellos elementos que –una vez descompuestos– forman o apuntalan el acto del entender. Los actos del entender nos son dados en el cine como conceptos deducidos o desglosados en forma de símbolos, y éstos, a su vez, reposan, descansan, en la tríada que constituyen, forman, con el ícono y el índice anteriores. Esta tríada lleva en su actuar hacia un cuarto término puesto fuera de campo –“el saber del cuatro”, como lo denomina la Cábala–, que es el entendimiento eficiente, particular, privado-subjetivo, desglosado o soportado, a su vez, por la tríada anterior formada por índice-ícono-símbolo. En el cine tomamos como voluntarios aquellos actos del inteligir que son portados por el símbolo, y éste reposa su hacer en los dos elementos anteriores, que forman a su vez un binomio –por lo general muy difícil de separar en su acción– que se pone en escena como composición de lugar, marco o referencia diegética en su punto de partida. La persistencia motriz es el excipiente que aglomera, compacta formalmente la tríada y la remite al entender particular, que la toma como acto de volición en sentido subjetivo. Esta subjetividad, cabe recordar, fue inflada, mimada, y llevada hasta las últimas consecuencias por el romanticismo histórico alemán, como curiosa y paradójica forma del intento de religar el arte a lo trascendente y lo metafísico; pero perdiéndose en el camino de regreso, en la hinchazón y en la inflación de una actividad del yo vuelta casi ultima ratio e instancia justificadora, que terminó –por contraria suerte– en desmelenar y complicar todavía más el status de autonomía de lo estético, llevándoselo a seccionar y parcelar en un acto puro del entendimiento, y en un acto casi también puro del inteligir divino. Con lo cual la autonomía de la esfera estética era reduplicada en una metafísica privada. Corolario Por eso, cuando en nuestra teoría hablamos de autoconciencia, empleamos el término en el sentido de aquello que el hombre, en su conciencia escindida por su separación de lo divino, puede alcanzar y vislumbrar, mediante lo estético o el entendimiento estético, del Espíritu Absoluto. Pero negamos radicalmente que el hombre pueda ser, o lograr ser, ese mismo espíritu. Sólo alcanza a rozarlo, a intuirlo, a través de la autoconciencia tal cual como la hemos definido. De esta manera, la autoconciencia sería una forma o emanación de la Gracia, que se da traducida (o escindida) y revelada en términos estéticos. XXI El cine como ricorso Así como el genio puede resumirse en cuatro características, o tres que se sintetizan, resolviéndose en un cuarto elemento: capacidad sintética, apetencia universal, tendencia a llevar el factor azar a cero y, finalmente, un elemento vático, profético o, si queremos, de apertura, puerta abierta hacia lo eterno e infinito (“en tanto que es el mismo, la Eternidad lo cambia...”), estas virtudes debieron, a cierta altura del desarrollo del concepto del cine, aceptar en su despliegue y en su hacer la incorporación de un material serial; standards que fueran o se constituyeran en soportes de expresión. Aquello que puede definirse como barbarie tecnológica o barbarie de la sociedad industrial incrementó, produciéndolos en serie, los soportes u objetos de uso –y de abuso– de su movilización total. El autor de films, llegado a esa etapa de saturación de los continentes, tuvo que optar por privilegiar los contenidos obviando, saltando por encima, o simplemente alzándose de hombros en cuanto a los soportes y cayendo o recayendo de tal suerte en un elitismo de retirada, refugiándose para ello en una esfera privada que perdiera todo contacto con el hacer humano –sea como mundo material, mundo histórico o mundo del trabajo– y ubicar, a su obra en un limbo más puro y bello pero igual de inoperante; o –por el contrario– aceptar el estado de caída de lo bello en formas y objetos industrialmente degradados y, tomándolos como soportes, resignarlos en cuanto a su significación y trascendencia. Este segundo camino fue el elegido por algunos autores de films de esta última etapa, la de la autoconciencia –como postulado a la vez agónico cuanto polémico– de sus obras. O ante el bello y tierno desengaño de lo serial y lo uniforme, de lo banal y standard, oponer un esteticismo que privara a su operar del carácter bajamente especulativo de sus soportes materiales, o aceptar agónicamente ese estado de caída y hasta de anomia de las formas para transportarlas al único nivel operativo posible. El cine optó por esta segunda vía, arriesgándose a ser confundido por los esteticistas de retaguardia como una parte más, e indiferenciada, de esa misma uniformidad y extensión horizontal de la producción industrial. Al indecisionismo en lo político se corresponde el esteticismo en lo artístico y el panteísmo en lo religioso. El no determinar o definir al enemigo en lo político, también lleva a no determinar el valor funcional en lo estético, y, por último, a desrealizar la esfera de lo trascendente en una virtualidad inmanente, a la que se carga en forma vaga de una atmósfera de misticismo laico. La sociedad industrial, mediante la estrategia de la movilización total, puso en un callejón sin salida a las formas seudo clásicas, enfrentándolas a la falsa disyuntiva de salvar los restos del naufragio de una libertad nominal, una belleza estéril y museística, y una divinización de la naturaleza tomada como objeto abstracto de fruición mística, o perder su status de puridad estética. No fue capaz de recuperar algo de su valor, bajando a la liza donde se desarrolla o puede jugarse todavía el elemento agónico, sin perder su sentido polémico; tarea que sí fue emprendida por el cine. Al ágon sin pólemos puede sumárselo sin más a las formas nihilistas contemporáneas que, refugiadas en el “Gran hotel del abismo”, se entregaron a todos los “absurdos” y “existencialismos” como interiorizaciones lúdicas de una diferencia tecnificada. Quien no decide su otredad es devorado por ésta... y, si no, es petrificado prematuramente mediante los signos meduseos. Siendo éstos los que paralizan determinadas potencialidades mediante el temprano reconocimiento, convirtiendo en positividad inerte aquello que era, hasta ese momento, positividad virtual. El cine, más que un “lenguaje” o, peor aún, una “sintaxis”, es una construcción ideativa, una serie de formas y elementos que erigen una dimensión fantástica en la que se objetivan unos y se subjetivan otros de los componentes de este lado de las cosas. Pero en ese proceso de construcción ideativa (no ideal, atención) se sintetizan, crítica y polémicamente, las formas de construcción anteriores. El cine es, entonces, una crítica polémica de las construcciones imaginarias anteriores. Actúa como una aduana simbólica en relación con el pasado estético. Si el cine no es ni un lenguaje ni una sintaxis, no es tampoco una técnica, en el sentido de apropiación mecánica de lo real, natural o físico. No es ni una instrumentalización del lenguaje articulado ni menos todavía una proyección inconciente o sonda psicológica. La definición de construcción ideativa apuntada aquí puede servir como base para una posible definición de su forma o causa material concreta, de su intencionalidad formal que es, en todo caso, la que se aproximaría a ser aparejada con una retórica lato sensu. Por lo tanto, el cine no es una extensión fotográfica del teatro o de lo teatral; ni tampoco una permanente fuente de fotografía en movimiento que secciona la continuidad espacio-temporal para separarse de vaya uno a saber qué fantasma de eterno teatral; ni tampoco un código de charadas visuales; ni un puzzle, un criptograma, o una mímica fotográfica. De allí que, en el concepto del cine, se abarquen de manera perfectamente no contradictoria las obras de –v. g.– Alfred Hitchcock y de Luchino Visconti.95 No es en base a unas categorías pre-cine que se lo pueda juzgar, pero tampoco sumirlo en una autonomía o autarquía expresiva, en un caos de posibilismo anárquico – cercano a la trampa tendida a las otras artes por “lo experimental”–, cosa contra la cual fue acuñado el concepto del cine. El cine no es, entonces, una mímica ni una gimnástica técnico-fotográfica, ni una continuidad del diálogo teatral registrado por una máquina tomavistas en movimiento. Es una construcción ideativa –o fantástica– que selecciona y sintetiza al hacerlo los pródromos o supuestos de los que partieron –o se cree que partieron– las artes y disciplinas anteriores. Es una póiesis (i. e. un poder de hacer) y una tekné, pero vueltas a unir al final de los tiempos estéticos. Así como se dice que la modernidad nace o tiene su acta de nacimiento al separar la póiesis de la tekné, el cine vuelve a religar ambos términos al final de la modernidad, o cuando ésta ha agotado su movilización total, bordeando de esta manera –al extremar su autorrealización– su propia extinción, siendo el cine el curador de este proceso de autofagocitamiento finalista; y siendo nuestro lenguaje deficitario para describirlo. Más sobre el ricorso viquiano. Así como soñamos repetidamente con la vuelta a algunas de nuestras situaciones del pasado, siendo y no siendo los mismos que fuimos, como los actores en el sueño, así el ricorso. Como un posible y providencial reaparecer de ciertos elementos de nuestro acontecer pretérito pero compuestos, editados o barajados en diferente manera; extraídos, podríamos decir, del círculo o de la esfera del sólo y mero repetir del pasado en bruto –a la manera estoica...– que desde el presente hace que nos traslademos a ese pasado presentificado, y comprobemos cuánta de nuestra experiencia es –o se ha convertido en– sabiduría. A todos nos es dada la experiencia. Nadie, menos en nuestra época, carece de ella, e incluso la afirma a voz en cuello como un patrimonio incólume, infungible e inagotable. Nadie quiere ni podría carecer de ella. Aun algunos que la viven como una insoportable carga o lastre; como un lastre mecánico que no los deja en paz –ni entablar la paz– con el presente. Pero pocas de esas experiencias pueden convertirse, traducirse en sabiduría. Para ello, el ricorso. Que, apareciendo como un simple ricordo –un memento–, recurre, sin reconocer que lo hace, a lo más bajo, elemental y caído de nuestra vivencia, como son los recuerdos –el “inutile infinito”, como los calificó Ungaretti–; y en ese aparente repetir, que en realidad es ricorso para quien reconoce o puede reconocer su status providencial (pues lo providencial, podría decirse, es que ese él determinado lo re-conozca), se trueca el torrente inerte y material de la experiencia en el oro sutil de la sabiduría, cual verdadera operación alquímica que se precie: no como mera transmutación material sino espiritual. Excurso: fracaso de lo teatral como rito El teatro, en el siglo pasado, terminó por desfigurarse hasta desaparecer. Lo que se mantiene con ese nombre –por razones de política cultural, estatal o privada– es un símil, por demás elemental cuando no paródico. En la medida en que las obras, más o menos “clásicas” o “realistas” (o como quieran llamarse), no pudieron sostener por mucho tiempo la contradicción entre un espacio y un público con los cuales era imposible lograr ningún tipo de epifanía o trascendencia, en la medida en que, además, las obras representadas hablaban de o mostraban un mundus medio en el que, por más que se desgañitaran y se movieran todo tipo de hilos sentimentales, o político-sentimentales, todo chocaba contra la propia representación que a su vez mostraba –o más bien exhibía– el público asistente. Cuando se quiso –primero por el expresionismo, luego por Artaud, y finalmente por la línea comprendida de Beckett a Grotowski– retornar a cierta ritualidad o función mistérica del teatro, el mismo espacio terminó por tragarse y diluir esas pretensiones entre las cuatro paredes de un topos que continuó siendo una mezcla de salón de fiestas, hangar y museo. Y donde, por otra parte, el público asistente a tales “otras” representaciones se sentía doblemente incómodo, y con razón, ya que desde el escenario (o su reemplazo por sucedáneos de túmulos o de altares sacrificiales) se lo quería encarrilar hacia experiencias místicas vagas, en base a destemplados alaridos, gente reptando o rumiando insensateces, trucos de luces y toda la parafernalia técnica que, cuanto más se la usaba para “regresar”, todavía más lastimosamente exhibía su anclaje en lo cotidiano, maquinal, contemporáneo. El cine evitó desde el vamos semejante pretensión. Conservando o recuperando para sí, y en todo caso, una suerte de topos interior, ad intra, un espacio o mundus hecho a pesar y, sobre todo, por encima de lo contingente edilicio. Cuando no, exhibiendo con impudicia –en la forma de levantar o decorar las salas de proyección– tales lugares como meros receptáculos epicenos o anónimos, ramplonamente suntuosos, falsamente arcaicos o estilizadamente ascéticos, como una suerte de concesión material, de soporte o tarima para tales funciones. Donde lo ritual, apagadas las luces y desvanecido el panorama edilicio que apenas era soportado por algunos pocos y miserables minutos de espera, verdaderamente era convocado. Como si, al contrario, el contorno moderno o contemporáneo no fuera una especie de incentivo o acicate paradójico que, al borrarse con el comienzo de la proyección del film, no hacía más que remarcar el ingreso a esa otra dimensión, zona o mundo al que el cine hacía referencia. Dejándonos en nuestra propia esfera –aunque con otras mónadas sentadas junto y alrededor de nosotros–, a solas, recortados o encuadrados en una suerte de viñeta interior en la que éramos enclaustrados, encerrados. Como una privación en una celda en la oscuridad por un par de horas, en las cuales se nos hacía ingresar a ese otro espacio. Según Eliade, el llamado “primitivo” o, más bien, el sujeto perteneciente al orden de las sociedades tradicionales, no reconoce una diferencia o polarización entre personal-impersonal, y sobre todo corpóreo o incorpóreo, sino sólo entre lo real y lo no existente; pero, a la vez, “todo lo que puede ser pensado, soñado o ideado, existe”. Es por demás obvio –se haya tenido en cuenta hasta ahora o no– que el cine cumplió en ese ricercar, en ese recuperar o actualizar tal sensación, un rol fundamental como estimulador de tal estado cuasi paramnético, como también actualizador –ricorso– de tales manifestaciones. Obviando, saltando por encima de la museificación del espacio exterior y del edificio teatral, pudo reedificar una suerte de espacio interior –de fano– en el cual recuperar, poniendo simultáneamente en escena no sólo potenciaciones de la imaginación, sino también su adecuado marco ritual, todo enmarcado, a la vez, de una imperecedera capacidad mántica. XXII La construcción ideativa como ideograma Resumiendo, puede decirse que el cine es una construcción ideativa, dirigida (id est ejecutada) por una sola persona; que participa tanto del poema, como del relato y del epos. Que comprende en su desarrollo las partes formales de fuera de campo, principio de simetría y eje vertical. Simbólico y no alegórico en cuanto a la representación. Donde la actuación es sólo una parte de la puesta en escena; y donde todo lo técnico-maquinal está subordinado a lo expresivo. Es una composición en la cual todas las formas o elementos de las artes anteriores (plástica, poética, musical) derivan o se le subordinan según tiempo y medida de uso, pero donde también son juzgadas en cuanto a su actualización, o dicho en otros términos: donde su actualización es juicio. Esa construcción ideativa de nuestra definición ab initio puede aproximarse a lo que Plotino escribe acerca de los egipcios y sus figuras: “Y así respecto a las cosas que quieren mostrar con sabiduría, no se sirven de tipos de letras que desenvuelven en discursos y en proposiciones, representando a la vez sonidos y palabras, sino que dibujan imágenes, cada una de las cuales se refiere a una cosa distinta. Estas imágenes son grabadas en los templos para dar a conocer el detalle de cada cosa, de modo que cada uno de los signos constituye una ciencia y una sabiduría, una cosa aprehendida de una vez y no algo parecido a un pensamiento o una deliberación. De esta sabiduría conjunta proviene a continuación una imagen que se desenvuelve en otra cosa y que aparece formulada en el decurso de un pensamiento que descubre las causas por las que las cosas son, todo lo cual hace que se admire la belleza de lo que así está dispuesto. Quien conozca estas cosas tiene que mostrar su admiración ante una sabiduría que sin poseer las causas por las que los seres son lo que son, pone realmente estas causas al descubierto, para todos aquellos que proceden según ella. Si, pues, se nos descubre una belleza así, mostrándose tal como debe ser apenas con esfuerzo reflexivo, o sin que en absoluto apelemos a él, será necesario que esta belleza exista antes que toda reflexión; lo que puede aplicarse al universo –y entendamos lo que yo quiero decir con respecto a un ejemplo único y grande, que se adapta a todos los demás”.96 Esta disposición (“sabiduría conjunta”) de la que “proviene a continuación una imagen” y que luego y simultáneamente “se desenvuelve en otra cosa” es, creemos, un resumen y un precipitado en el cual y con el cual condensar cómo opera el todo del cine. No la imagen. En tanto que simple mímesis o luego ícono puesto frente a nuestros ojos (y que en ese aspecto depende, pecado original, de lo fotográfico). Ni la música que las acompaña, en caso de haberla. Ni la actuación, en sentido de representación teatral (¿mímesis psicológica?) del o los actores, en caso de haberlos en ese instante. Ni los elementos también miméticos traducidos en términos fotográficos que reproducen los componentes de una mesa –v. g.– de escritorio. Esos papeles, esa carpeta, ese tal o cual tintero, y todo lo demás, no son signos que reproducen “solamente” una virtualidad especular, en relación directa con nuestra capacidad de percepción y de relación –reconocimiento– de las cosas puestas frente a nosotros. Ni ello, tampoco, en relación con una simple analogía temporal, sino todo ese conjunto actuando simultáneamente para representar y narrar, a un tiempo, un mundo que se hace frente a nuestros ojos y que, en su contemplación, participa activamente de su desciframiento. Para una cultura o, más bien, una etapa de la cultura en la cual se ha reducido el entendimiento, o lo que pasa por tal, a “tipos de letras que se desenvuelven en discursos y en proposiciones, representando a la vez sonidos y palabras” –que es aquello a lo que el hombre occidental, en la etapa conocida por modernidad, se fue acostumbrado y reduciendo con ello su reconocimiento “objetivo” de las cosas–, es evidente que, cuando esto es reemplazado, reintegrándoselo a “imágenes cada una de las cuales se refieren a cosa distinta”, el salto o giro gnoseológico es tan inconmensurable en relación con el diapasón de la época –que se quiere como instrumental y pragmática– que el fenómeno se da como perteneciendo a lo tardorromántico o se lo quiere sumar a lo abierto y desocultado. Pero como el concepto del cine en su hacer y operar es, y desde su constitución formal (circa 1908), el mayor liquidador de las ilusiones tardorrománticas y, a la vez, el juez más implacable de las ilusiones del progreso indefinido y rectilíneo, su carácter “anómalo” debe ser o intentar ser recuperado como posibilismo abstracto, “expresión libre”, último eslabón de la cadena del deshacer moderno. Parece ser, entonces, que fue por ese operar, ese oficiar con las imágenes poniendo el factor humano en juego, ateniéndose a lo histórico diegético y no renunciando a lo trascendente y lo tradicional, pero aceptando, re-signando/se al estado de caída de lo simbólico y lo mítico, aunque no a su desplegar metafísico, que el cine, a diferencia de las artes anteriores que se refugiaron en el limbo de la indecisión abstracta y carnavalesca, o en la ironía de la esfera privada, pudo enfrentar ciertas características del mundo moderno que se creían unidireccionales.97 XXIII El cine como sistema de representación primaria En el sistema secundario, como bien ha sido definido en forma estructural nuestra época,98 es de suyo evidente que todas las formas de representación – tanto aquellas que hereda del pasado como aquellas que ha acuñado de manera propia y según sus propias necesidades– mantienen un mismo grado de secundariedad. La propia representación fue adquiriendo, con el pasaje de los tiempos modernos, un tufillo y un aura de psicologismo y mentalismo casi exclusivo, más y por encima de aquello que sigue denotando su propia etimología: volver a presentar algo. Pero también contrajo, en su modo visible de presentaciones públicas y actos civiles, el anejo de rito y ritual, pero en tanto y en cuanto ceremonia cuyos pasos han sido fijados –en su trazado– de antemano. De tal manera, en esa contradicción binaria o de carácter híbrido que adquiere el concepto de representación, es obvio también cómo las funciones civiles y deportivas –éstas, muy especialmente– adquieren o han adquirido asimismo su carácter de re-presentaciones secundarias. Es evidente, para aquel que haya sido dotado y que pueda sostener todavía la heredad de cierta y mínima capacidad hermenéutica, que toda figuración, mostrada y presentada con la creciente difusión inmediata de la última modernidad (ya no a través de medios de difusión, sino de difusión simultánea y planetaria “en tiempo real”), que toda ceremonia deportiva, toda transmisión en directo de hechos sociales, políticos, bélicos, y demás, guardan aún su correspondencia simbólica, o mediante símbolo, con una segunda historia de significación reservada y arcana. De allí se deriva en forma grotesca el llamado saber “leer entre líneas” el periódico matutino (al que Hegel saludaba como la inmersión necesaria en la realidad de todos los días para el burgués), que se ha convertido en un lugar común de la tarea hermenéutica epicena del pequeño burgués impotente, política y económicamente, y que vive en un estado de permanente abulia cínica. De la misma forma, toda representación adquiere, per fas et nefas, un carácter de secundariedad. En todo encuentro de la selección de fútbol de cada país –por ejemplo–, es evidente que en su performance no se juega solamente el resultado y la copa, trofeo o puntaje que la hagan adquirente de tal o cual premio, torneo o campeonato, sino que siempre guardan y conservan el rol de representación de un país, patria o nación. Pero lo hacen y lo representan secundariamente. Así, el sufriente y único y solitario (prisionero de su unicidad) espectador es el encargado de agregar al voleo sus erráticas analogías –o sombra de tales– de contenidos bélicos, patrióticos y tradicionales, todas en apurado montón. El espectador de tales representaciones secundarias oscila, mental y anímicamente, entre la consecución-seguimiento de las reglas deportivas, establecidas de antemano, con una segunda historia, o deseo, que se proyecta más allá de las situaciones y simulacra que en ese momento se encuentran en actividad lúdica y sólo presentativa. Los deseos y anhelos de cualquier espectador de una de tales actividades secundarias se hallan asimétricamente urdidos en relación con la presentación que se viene ejecutando. Teniendo presente, para lo que llevamos dicho, el plus problemático del constante rebajamiento de lo lúdico en mera puerilidad, lo que hace que las relaciones ya desgastadas por su uso desritualizado en la temprana modernidad devengan, una vez instrumentalizadas por los medios masivos de repetición, en meras rutinas que simulan doblemente una fijeza canónica.99 Pero la tal secundariedad de esas representaciones no sólo no refiere a los acontecimientos deportivos o fastos civiles (v. g. un desfile), sino que también actúa retrospectivamente en relación con aquellas que fueron –o pudieron ser– primarias en un pasado aún cercano. Es así como lo teatral, lato sensu, cuando no lo trágico y su consecución histórica particular, lo operístico, han adquirido ya el status y forman parte de las representaciones secundarias. El hecho teatral ha sido subsumido desde mediados del siglo XIX en una presentación, donde el modus ponens del “hecho social”, dado en lo vestimentario, “las habladurías”, el encuentro con conocidos y la exhibición para desconocidos, forman parte de la actividad principal, primero en igual y luego en mucho mayor medida que aquello que se está representando (con sus actos y entreactos, esperas y entremeses) en el escenario, teatral u operístico.100 Ni hablar de los paseos y recorridas por museos que contienen pinturas y esculturas ya catalogadas –numeradas y hasta interpretadas– cuando no es el propio edificio, la calle, y la ciudad toda, los que son recorridos museísticamente y con el mismo y pleno concepto de secundariedad. El cine, su concepto –según lo expresamos aquí–, es (y sigue siendo de alguna forma) el único y último sistema de representación primaria que le resta al mundo de las formas que se quieren todavía públicas y universales. Es notorio que en la representación fílmica somos partícipes de deseos y anhelos, objetivos que son también, y en simultáneo, lo que se representa como ficción, trama y peripecia; además miméticamente par y completa frente a nosotros. Demos un ejemplo: es seguro que en Titanic, mientras asistimos a la proyección del film, nuestros deseos primarios son satisfechos y simétricamente reduplicados (re-presentados) por las acciones miméticas que vemos presentadas “prima facie” ante nuestros ojos, que son llevados, por el contrario –y a fortiori–, a buscar por encima de esa contemplación primaria la segunda, histórica y simbólica, con respecto a la primera. Deseamos que Jack y Rose se salven mientras vemos la mímesis completa de sus intentos agónicos de salvación. Cuando nuestra razón, mediante el sentimiento, es satisfecha y saciada, emprendemos el camino de regreso a la casa paterna de la razón geométrica; y allí somos doblemente satisfechos por la compresión de “cómo” y mediante “qué” elementos formales se nos ha hecho partícipes de tal experiencia sensible, estética.101 Si ello es así –como pensamos y sostenemos–, el cine, como forma única y última de un sistema de representación primaria, ejerce un excepcional ajuste de cuentas, también, en relación con el dueto de tensa e indecisa polémica contemporánea entre lo ritual y lo crematístico, y entre lo fundamental y lo secundario. Así como nuestros deseos –civiles, políticos, aun religiosos– pasan a un segundo plano en las formas de representación secundarias antes descriptas y puntualizadas, donde nuestros anhelos y hasta fantasías deben sobrevolar por encima de un décor y marco dentro del cual se ejecutan acciones falsamente ritualizadas (allí cabe, strictu sensu, la diferencia entre ludus/juego y rta/rito), en el cine, tales deseos y apetencias pasan a un primer plano declarando(nos) sus anhelos y atributos al verse identificados con las acciones “primarias” que vemos ejecutadas frente a nuestros ojos. Acciones que, recuérdese, podemos compartir –y comparar– en un punto casi absoluto con todos nuestros semejantes en el plano, repetimos, de las acciones, situaciones y peripecias primariamente miméticas. Mientras que, en las representaciones secundarias, nuestros anhelos –concientes o flotantes– son aquellos que deben invadir y usurpar un marco de normas arbitrarias –pero fijas– para su posible actualidad, con el excipiente de nuestra libertad, que vicariamente intenta ejercer su realización. Teniendo presente que dichos anhelos son incomparables e intransferibles a –y con– los deseos ajenos. El cine, como forma de representación primaria, declara nuestras intenciones y aclara nuestros deseos, favoreciendo en simultáneo el desocultar cuáles son también los deseos espacio-temporales de una misma comunidad. En ellos se funda, como hemos dicho, nuestra definición del poder. En las representaciones secundarias, son sus normas y códigos de performance los únicos que deben tenerse en cuenta para toda efectiva, aunque fantasiosa, proyección-realización. Mientras que en el cine (cuando cumple los elementos que componen el concepto desarrollado aquí) somos copartícipes de la concreción de nuestros anhelos y demandas en simultáneo transcurrir con las representaciones miméticas. Podría decirse aquí que, en el concepto del cine, las reglas de su efectividad son descubiertas a posteriori de su concreción emocional e intelectual. Cuando éstas son satisfechas como postulados, tanto del corazón como de la razón, sólo entonces nos dirigimos hacia su elucidación formal y hacia la comprensión de sus reglas operativas e instrumentales. Nadie se emociona y comprende de consuno su emoción por la perfección “técnica” de un plano secuencia, ni por un fundido encadenado. Tampoco por la resolución efectiva de un principio de simetría o de un eje vertical. Pero cuando la razón y la emoción –o la geometría y la fineza– se ven saciadas, ambas, de común acuerdo, van hacia la fuente originaria de su operatividad. Y allí el cine, el concepto del cine, satisface también el postulado de la razón práctica que desea conocer la función y la estructura que ha llevado a ese resultado. Todo lo contrario de los sistemas que llamamos de representación secundaria (y que tienden a invadirlo todo, incluso el reino más subjetivo posible de los afectos y los sentimientos particulares), donde en vano buscaremos justificar la emoción o la razón – intuitiva o silogística– que nos ha llevado a ver, en un partido de fútbol, un encuentro de box o un acto cívico, “algo” que las propias y ostensibles reglas de operación de tales figuraciones repetidas no tienen bajo ningún concepto, cuando no lo niegan de facto. Y allí el juego entre la voluntad y la representación concluye por erigir el tinglado más alienante y enajenador que pueda imaginarse. El cine ha sido el encargado de desmontar esas cavernas platónicas en funcionamiento continuado y con recursos estandarizados. No nos ha redimido –como ya hemos demostrado– de la realidad física, sino de la realidad fotográfica. Más aún: haciéndonos reconocer, en su propia naturaleza y función, la realidad física, nos la ha hecho volver a aceptar como soporte de operaciones de una muy diferente naturaleza. Pero sin cuya colaboración material –¿sustancial?– no pueden emprenderse tales operaciones, salvo como vuelos autónomos e imposibles a transmundanidades mágicas, o naufragando en sectas privadas. Ni Ícaro ni Roderick Usher. El cine es el punto perfectamente intermedio entre el realismo mágico y la parodia. Excurso final: tópico y clisé El cine es el redentor de la realidad fotográfica.102 Para ello recurre a lo tópico, a la repetición anagógica enfrentándose al clisé, y lo hace de manera única y perfecta ya que, en su hacer especulativo, en su creación como mero resorte positivo-iluminista, el cinematógrafo fue simplemente concebido como una extensión del paradigma fotográfico cuyo soporte es, precisamente, el clisé. En el concepto del cine, este soporte fue desviado –por Griffith y en su constitución formal, circa 1908– de su mero carácter de reproductor de lo visible fotográfico en movimiento, para reconducirlo a lo trágico y a lo absoluto trascendente; en lo que hemos denominado negación de los fines pero aceptación de los medios, o desvío de los medios de los fines para los cuales había sido inventado; y como este desvío se practicó operativamente, sin ninguna actitud romántica anti-técnica sino enfrentándose con el útil, esto permitió que, ab ovo, el hacer del cine apareciera munido concretamente con esta posibilidad de acceder o recapturar –ricorso– al topos por encima del clisé. Admitiendo sin más que este item polémico es aquel que creó, crea y seguirá creando los mayores malos entendidos (muchos de ellos fomentados por aquello que niega o enfrenta el concepto del cine...) para su estado de recepción; puesto que el público posible, y renovadamente posible del cine es esa clase media semiletrada que setenta años atrás ya Eliot daba como imposible, o como una muy problemática receptora de su poesía: ... creo que el poeta prefiere naturalmente dirigirse a un público lo más amplio y heterogéneo posible, y que son el semieducado y el mal educado más que el ineducado, quienes obstaculizan su camino: de mí mismo diré que desearía un público que no supiese leer ni escribir.103 Una de las tesis fundamentales –si no la tesis– que pretenden demostrar estos estudios, consiste en que el cine recorrió a su manera –sintética y concentrada–, en poco menos de un siglo, todos los episodios del estadio estético de Occidente, y que a éste le llevó bastante más de dos milenios atravesar. A esa síntesis y recorrido –que Hegel daba por concluido en el primer tercio del siglo XIX–, le faltaban dos cosas: América y el cine. De este modo, tanto aquella como historia, y éste como arte y despliegue final del pensar y el poetizar occidental –y posiblemente universal: pero esto sólo puede adelantarse especulativamente...–, se desarrollaron en un lapso que no llegó al siglo numérico para recorrer y superar lo desplegado a lo largo de dos, y hasta posiblemente tres, milenios de historia y de civilización. Hoy que contemplamos –siquiera algunos pocos concientemente– cómo ambas cosas terminan –Occidente y su Última Tule y eslabón simbólico–, asistimos al fin, como finalidad, pero también como meta, de lo que hemos llamado el concepto del cine. Al juzgar y al resumir en modo ejemplar todo lo ideado y soñado desde la épica homérica y la caverna platónica, hasta lo que muchos consideran su estricto reverso, cuando no lisa y llana inversión formal y moral, la llamada revolución industrial, el cine se constituye en el vehículo y en el excipiente universal del último ricorso. Más allá habrá otra historia –drásticamente diversa a todas aquellas que fueron concebidas, soñadas, deliradas incluso, hasta ahora–, o revelación. Ésta es –finalmente– la suspensión hitchoquiana a la primera suspensión de la modernidad; la que habíamos dejado en suspenso más arriba. SEGUNDA PARTE ANEXOS A la auténtica crítica le corresponde la capacidad de crear de por sí el producto a criticar. El gusto juzga únicamente de manera negativa. NOVALIS, FRAGMENTOS I La galaxia Griffith 1 Ya al comienzo mismo de su despliegue, en 1909 y en un film de apenas algo más de diez minutos llamado The Lonely Villa, Griffith incorpora dramáticamente en su diégesis el teléfono y el automóvil. Pero no son mostrados de manera neutral o decorativa sino crítica, dramáticamente. Son “cosas” que en segundos pueden dejar de operar y aumentar el terror de su puesta fuera de servicio. Es que el cine implica, en el hacer estético, la incorporación temprana del útil técnico mediante el cual la expresión adquiere el correspondiente grado adecuado a su contemporaneidad: la técnica y su útil hacen del cine y de su concepto algo drásticamente actual o, mejor dicho, actualizan el elemento espiritual-estético. Mediante su parte técnica, el cine vuelve expresión estética y manifestación espiritual ese devenir técnico sin rumbo. Por eso el cine es un darle rumbo y sentido, camino-método al devenir técnico. Lo técnico sin el cine –como al parecer intenta ser ahora– es sólo instantaneidad del efecto –sobre todo en lo que a reproducción transmisión refiere– o, en todo caso, hace de la reproducción una simple transmisión. Algo que incluso Marshall McLuhan no llegó a prever o, más bien, a describir. La mera información escrita, visual, o escrita y visual al mismo tiempo, no atraviesa ni es atravesada previa o simultáneamente por ningún factor salvo el de la rapidez que le otorga su propio dispositivo de emisión. Por eso el cine dejó en ascuas –y es posible que ya sea tarde para revertir tal cosa– tanto al propalador de la unidireccionalidad técnica y la movilización total como al lánguido defensor en retirada de un regreso a las fuentes cuyas vertientes se habían secado. Así, puede verse al cine como el factor humano –en cuanto sensibilidad, aesthesis– dentro de la movilización total, pero recuperando o luchando por el control maquinal dentro de su mismo centro de producción. Tanto en cuanto a fabricación del útil como a creador de sentido. O podría decirse así: al luchar por el control o por una parte del control y el dominio del útil técnico luchó también por el orden de las representaciones y los significados. Como sabemos, gran parte de la literatura y el arte contemporáneos, por el contrario, se embutían en forma autista en la delectación morosa de su autonomía, la que confundían con independencia. Claro que esta autonomía era paradójicamente conquistada al precio de des-realizar el elemento técnico en su sentido de apropiación industrial por la traducción o retraducción imposible de tekné por técnica. Puede seguirse y pautarse la movilización total del siglo XX por las dos posguerras mundiales. En la segunda y casi exacta mitad del siglo, lo técnicoindustrial se volvió dispositivo doméstico. Fue el momento del circuito eléctrico y poco después del artefacto portátil cargado a baterías descartables. Fue cuando radio, televisor y docenas de electrodomésticos se volvieron formas “a la mano” de ese despliegue técnico que ya no podía distanciarse mediante la urdimbre industrial y la usina fabril puestas al margen de las ciudades. Lo técnico se volvió dispositivo, conexión, cable, enchufe, perilla, dial, tecla. En esa segunda mitad del siglo pasado fue cuando el concepto del cine se volvió todavía más operativo en su dramatización contemporánea; así el teléfono, el ascensor, la radio y luego la televisión, y la propia luz eléctrica accesible a la mano mediante perillas, fueron y se los obligó a formar parte de esa diégesis dramática. Tanto el interior doméstico como ese otro interior apendicular del doméstico conformado por el automóvil fueron sometidos a una inmediata incorporación dramática. Incorporación que elude, por cierto, toda neutralidad. Todo dispositivo técnico no sólo fue desplazado a un uso metafórico y simbólico sino que también fue puesto bajo caución crítica. Las otras artes y casi todos sus otros exponentes parecían, ya desde medio siglo atrás, moverse en un limbo lírico destecnificado de facto, como quien buscara fabricar una isla utópica y un locus amoenus a fuerza de palabras. En eso –como en tantas cosas– el cine se mantuvo incólume. Salió al ruedo técnico provisto de su propio ser técnico originario. No lo ocultó con floripondios. No se amedrentó invocando deshumanizaciones y cosas semejantes. Se decidió a existir desde su propio comienzo con esta regla: que se debe o se debería vivir de acuerdo con lo que se sabe. Puesto que, como escribiera Vico, “sólo se conoce aquello que se hace”. 2 Griffith sumó al cine todo aquello relacionado con cierta cultura del margen o puesta al margen. Folletín, Grand-Guignol, circo, varieté, cabaret y todo lo oral y gráfico epiceno que, primero como sureño y luego como cómico de la legua, conoció de primera mano. Es leyenda que su primera aparición cerca del apenas ayer patentado cinematógrafo fue para vender, debido a sus necesidades crónicas por la diaria pitanza, una adaptación del melodrama Tosca de Victorien Sardou, que poco antes Puccini había convertido en una ópera. No vendió el incipiente script pero sí logró ser contratado como actor para uno de esos cortos de un par de minutos de duración, estáticos y teatrales. Porque el cinematógrafo era sólo un medio fotográfico para continuar con las rutinas teatrales. Luego, un azar o intervención de la Providencia hizo que, al faltar un director al rodaje, se hiciera cargo de dirigir Las aventuras de Dollie. Semanas después, con A Corner in Wheat y The Lonely Villa, había nacido el cine completo, como una Palas Atenea surgida de su cabeza. Desde entonces –y siempre– Griffith marcó su predilección por la cultura puesta al margen, la que hemos llamado “cultura tradicional en diáspora desde el otoño de la edad media”. Lo hizo de todas las maneras posibles. En The Lonely Villa tomó un Grand-Guignol de André De Lorde titulado Au telephone y lo adaptó junto a Mack Sennett, que también se hizo cargo de uno de los roles. En su prieta trama, de apenas diez minutos de metraje, Griffith emplea visiblemente el teléfono y el automóvil inventados y, sobre todo, puestos en circulación apenas ayer. Pero en su puesta en escena y dramatización ambas cosas se muestran muy limitadas en sus posibilidades. Ambas son puestas fuera de uso por su propia –podría decirse así– existencia maquinal. El corte de los hilos en un caso y un desperfecto mecánico en el otro. Tanto, que el agobiado pater familias, que poco antes de ese “corte” ha sabido que su mujer y sus tres hijas están rodeadas en su propia casa por bandidos dispuestos a todo, termina saliendo al rescate ayudado por unos vecinos en una carreta. ¿Y dónde se encuentra esta carreta? Junto a las carpas de un circo. Parecería que la metáfora hondante del concepto del cine no pudiera quedar más clara desde su propio origen y salida al mundo. El cine incorporará el útil técnico en sus diégesis sin ningún gemido tardorromántico ni temor a la deshumanización y demás. Pero esa incorporación diegética no se hará sin una paralela caución crítica que también mostrará temprana y paralelamente sus limitaciones, incluso su dependencia cotidiana. Sabrá incorporar el medio técnico y sus respectivos fondos de ser operativos en lo cotidiano, pero sumándoles su puesta en crisis en cuanto a cosa mecánica. Es que por un lado el cine se identificará como nacido en medio de la misma movilización total que ha dado lugar al teléfono y al automóvil, así como, por esos mismos años, a la aeronavegación y la telecomunicación inalámbrica. Pero por el otro sabe también que “corre” con la ventaja diferencial de su continuidad tradicional. Tanto el Grand-Guignol, usado como base para su guión, como esa intervención de un circo y un móvil perteneciente a su vecindad que auxiliará al protagonista cuando el móvil mecánico lo deje en apuros, son las marcas que Griffith manifiesta en forma hondante de su origen y hasta doble origen. Así que no se trata ni de batallar en retaguardia –como se hiciera décadas atrás– para rastrear influencias y sendas perdidas en comics y thrillers teatrales que Griffith utilizó para atribuirse una gloria solitaria. Menos pensar que su genio fue sólo de carácter técnico –nada menos–, un hábil fotógrafo y hombre de teatro que se le ocurrió caprichosamente mover la cámara o seccionar el relato en planos, pero que más allá de eso quedó “pegado” al melodrama y al folletín anterior. Porque no es lo mismo elegir continuidad y tradición que quedar pegado. Pero tampoco se deben rastrear supuestas fuentes olvidadas cuando Griffith las señaló de todas las maneras posibles desde sus más tempranos films. Precisamente es esa capacidad de dejar con un palmo de narices tanto al que rastrea fuentes que han sido bebidas como a aquel que se queda tan sólo haciendo la apología del vaso confeccionado por el sediento para beber de esa fuente, la que todavía –me temo– conforma el escándalo de Griffith. Ni el quedarse paralizado en el folklore ni haberse paralizado todavía más, embobado por alguna paparrucha mecánica. No fue ni un cultor de yuyos y nombres toponímicos, ni un sonso embobado por tuercas y poleas. II Allende y aquende en el thriller Aquello que generalmente se conoce como “thriller” lo emplearemos a continuación como forma epónima del concepto del cine, y así puede dividirse en tres modos: “fantástico”, “criminal” y “melodrama”. En todos ellos su eje diegético es la irrupción del alter mundus. Del allende, lo otro y ajeno por excelencia. Allende, del latín “illinc”: “de allá, “más allá”, “de la parte de allá”. El allende puede ser seductor, amenazador, invasor o convergente. En el thriller y en sus tres formas, para que pueda pasarse a un alter mundus, o allende, debe existir previamente un aquende, un más acá. Aquende, del latín “eccum inde”: “de acá”, “de la parte de acá”. El aquende es el máximo común denominador del punto de vista histórico y de situación (aun existencial) exigible en que se halla o del que parte su autor, o con pretensión de tal. Para ello debe volverse a tal situación en diégesis, luego a ésta en puesta en escena. Si a la situación –o circunstancia– se la consigue poner en escena, tenemos ya a un autor. El aquende participa del status histórico, social, profesional, así como del sexual y confesional del héroe o del feros: portador del hecho de ficción que pasa a ponerse en escena. Este aquende en sus tres modos de representación presenta algún vacío, hueco, enigma, falta, pecado, olvido, etc., signo o cosa que se convierte en la llave (clave) de ingreso al alter mundus. En el fantástico, el alter mundus es monstruoso, patológico, híbrido o alieno. Puede manifestarse también como un compuesto de algunas de esas formas e incluso de todas. En el thriller criminal, el allende es lo secreto-material. Esqueleto en el armario, carta robada, herencia, huellas, pistas restos, fragmentos. Huecos y recovecos. Puertas e identidades falsas; si existe lo patológico aquí es como meta del hallazgo o del seguimiento previo de lo secreto-material. En el melodrama, el allende es el cabaret, night club, boîte o centro de diversión nocturna. Aquí lo es, puesto que tal allende es algo todavía no fijo; es un algo indeterminado entre uno y otro mundo. Es decir, lo nocturno, festivo, orgiástico no se ha desprendido o diferenciado del todo (como en el fantástico) del mundo del más acá y del aquende. Todavía participa de ambos. Es en parte público y en parte privado, es un lugar visible, aunque algo camuflado, fuera de lugar o de extramuros pero con una ritualidad (danza, bebidas, juegos de azar) que no se determina ni se representa como alteridad polar, como en el fantástico. Puede ser también, y según las diégesis, taberna portuaria o de extramuros, así como participar de algunas formas circenses. Lo prostibulario participa aquí de lo “circense”. En el thriller criminal, el enigma que habita en el alter mundus es todavía –y también– intramundano. Es decir, el mundus-aquende y el mundus-allende se encuentran dentro de la misma determinación histórico-material. Su nexo es la ley o lo legal, no la justicia. En el fantástico, el allende es monstruoso, por lo general un híbrido de lo humano con lo animal; una ausencia o “cosa”; algo en parte abolido y muerto y en parte no (vampiro, zombi); puede ser también una extrema polaridad, un allende extraterreno: criatura invasora habitante fuera del espacio terrestre. Los tres tipos ejemplares del thriller pueden, a su vez, combinarse de este modo: Fantástico-melodramático: El regreso de la mujer pantera, Los pájaros, Retrato de Jennie. Criminal-melodrama: Nora Prentiss, Mildred Pierce, Ruby Gentry. Criminal-fantástico: El exorcista, The Pyx, La séptima víctima. Criminal-melodrama-fantástico: Kiss Me Deadly, Nightmare Alley. Decíamos que la otredad puede ser seductora, amenazante, invasora o convergente. Es seductora cuando la otredad es lo demoníaco o lo demónico, como en La sombra de una duda o Contacto en Francia. Una variante es la amenaza virtual. Que sepamos, fue creada dentro del fantástico argentino. Quiroga (“El vampiro”); Bioy (La invención de Morel); luego, The Truman Show. El allende es amenazante cuando la seducción fracasa o cuando directamente no es intentada por la otredad. Aliens. Es invasor cuando se trata de un híbrido biológico que se instala polémica y bélicamente en el aquende. La guerra de los mundos, Los usurpadores de cuerpos. En el modo melodrama, este carácter invasivo se formaliza mediante la imitación de un original, sea persona, situación familiar, status social. Nacida para el mal, La malvada. El allende es convergente cuando la otredad en principio hostil o polémica respecto al aquende se torna o se vuelve una parte que completa cierto hueco, carencia, falta o necesidad del feros del aquende. Así los motivos centrales de las obras de Hitchcock y Howard Hawks. Verbigracia: Los 39 escalones, Los pájaros, Sólo los ángeles tienen alas, Río Bravo, et al. Obviamos tratar en este lugar el porqué el allende es, en estas obras, representado por lo femenino. III Biósfera y noósfera en el cine En la filosofía de Teilhard de Chardin aparecen dos conceptos fundamentales, “biósfera” y “noósfera”. El primero refiere a la esfera, a la parte de la creación que se expande o manifiesta en sentido físico, vital; pero vital en sentido palpable, corporal, y –sin ningún temor a infringir nada– es también la materia o la materia viviente; puesto que en Teilhard hay un bergsonismo atemperado o modificado por la teología. Esta biósfera que se expande, que evoluciona pero no al azar sino por una necesidad teledirigida –como una flecha en el tiempo– cuya meta es el punto Omega, crea, mediante re-flexión (podría ser también “internalización”) de la materia, un grado de orden y complejidad mayor que da lugar a la aparición de la noósfera, la esfera del pensamiento (de “nous”, “conocimiento”, “saber”, etcétera). Así, esas dos esferas alcanzan o pueden llegar a alcanzar un tercer estadio o esfera que engloba las dos anteriores, llamada convergencia. Es cuando la parte vital, material, biológica, física, se encuentra, se ve a sí misma, se desdobla en una re-flexión de una mayor complejidad, dada la simultánea mayor complejidad biológica alcanzada. Es donde lo interior y lo exterior consiguen situar el fenómeno humano, diferenciándolo definitivamente de las taxonomías positivistas. Ya hemos hablado en otro lugar de la simultaneidad del surgimiento del concepto del cine y el pensamiento de Teilhard de Chardin, posiblemente debido a la fuente intelectual común de la cultura jesuítica. Barroco, contrarreforma, “potlatch”, exceso ritualizado, y hasta la misma invención de la linterna mágica por hombres de la Compañía. Pero se trata aquí de algo más; de un aire de familia epocal y que a principios del siglo pasado encabezó la reacción contra la dictadura del mundo laico-liberal-capitalista y su brazo pedagógico, el positivismo. Por todos los medios –poéticos, etnológicos, teatrales, musicales, operísticos, et al.– se buscó retomar la senda del mito y de sus manifestaciones – mitologemas– como soportes o correlatos objetivos de las diferentes expresiones estéticas. De ese modo, la expresión estética volvía a mostrar su pertenencia a una determinada tradición, de la que participaba plenamente oponiéndose a la expresión arbitraria, azarosa, caprichosa, repentista. Una pugna que, por cierto, prosigue hasta el día de hoy, se sepa o no que se está en ella, y hasta a veces ¡ignorándose a qué bando se pertenece! Cabe aclarar que “biósfera” y “noósfera” no son términos acuñados por Teilhard. El término “biósfera” fue acuñado por Eduard Suess, y “noósfera” por el geólogo soviético Vladimir Vernadsky. Pero sí se debe a Teilhard el dar a tales términos la función de nombrar unos conceptos muy diferentes. Típico también, desde Baudelaire, el reformular o desplazar nombres ajenos para un uso diverso y que tiende a una dirección polémicamente contraria. Tales como dandy, spleen y hasta la modificación de modern en modernité. Algo después se tiene la transformación de “ideología”, palabra acuñada por Destutt de Tracy y transformada por Marx también en sentido polémico. Lo que une el concepto del cine y la filosofía de Teilhard –además de lo ya apuntado– es la sostenida voluntad de sobrenaturalizar la naturaleza o de ver en ella el sostén de otras cosas y de ser el sustrato de operaciones de otro orden. Es el “trashumanar” de Dante, pero no en el sentido de un romanticismo seudo titánico o fáustico, sino de ver y de poder llevar a toda cosa natural, física, material, a ser el soporte de una otra cosa. Así, de lo más simple a lo más complejo vemos cómo en el cine, cuando se trata de un auténtico autor, todo elemento material, cada cosa así como cada signo que la representa se vuelven practicables de sentidos sobrenaturales, sin perder por ello su “cosidad”; su status de cosa natural, física, material. Es nuestro pasaje del índice al ícono y de éste finalmente al símbolo. Decíamos de ese mayor grado complejidad-reflexión –en el sentido también de Teilhard– cuando se alcanza en el concepto del cine esa convergencia entre las acciones pertenecientes a la biósfera y de consuno su reflexión sobre ellas y pertenecientes a la noósfera. Veamos una escena, un par de tomas en rigor de toda una secuencia, de un film ejemplar y que ilumina –creemos que a la perfección– lo que llevamos dicho. Se trata de un par de planos casi al comienzo de El padrino, cuando Michele visita a su padre herido e internado en un hospital. Por cierto, esta secuencia completa es una de las más perfectas, rotundas, complejas y onmiabarcativas de toda la historia del cine; y del arte en general, claro está. Puesto que –seamos francos– salvo algunas expresiones escritas, lo que sobrevive de las anteriores prácticas son hobbies rentados o infantilismos fomentados por el sistema global del poscapitalismo para entretener a la pequeña burguesía en estado estético permanente. Michele, tras ir comprendiendo la trampa que se le ha tendido a su padre, entiende/acepta en el mismo instante que es el elegido, el heredero, y que no puede ni debe rechazar tal herencia. Una vez que logra modificar la disposición de la internación de su padre en el hospital, cambiándolo de habitación, junto a Enzo –un noble panadero ya devoto de los Corleone– finge a las puertas del hospital que ambos son dos guardaespaldas armados que custodian el lugar. Así lo hacen y disuaden a unos sicarios que llegan hasta la entrada del hospital en un automóvil. Tras lograr el cometido, Enzo, con sus manos muy temblorosas, saca un cigarrillo que luego intenta encender –con un encendedor Zippo de sonora tapa metálica–, y aquí las manos ya le tiemblan tanto que Michele le enciende el cigarrillo y luego, al cerrar la tapa del encendedor, contempla sus manos (corte a primer plano) y ve –y nosotros con él– que no le tiemblan en absoluto. Es allí donde la esfera de la biósfera se encuentra en convergencia con la noósfera. A la acción física le sigue de inmediato la compresión/ reflexión de tal acción física. Desde luego que aquí, y siendo esto también una construcción mitopoética como es el cine, este acto sellará definitivamente el destino de aquel en quien se da esta convergencia entre la esfera biológica vital y la de la intelección anímico-espiritual. Como hemos dicho en otro lugar, el cine “no nos ha redimido de la realidad física (…) sino de la realidad fotográfica. Más aún: haciéndonos re-conocer en su propia naturaleza y función la realidad física, nos la ha hecho volver a aceptar como soporte de operaciones de muy diferente naturaleza”. Ésta es precisamente una zona fundamental de las que comprende el concepto del cine. Haber logrado también la convergencia de re-tomar la tradición mitopoética tradicional con los descubrimientos de la biología y de la etología. IV Alter mundus y limes El alter mundus es el mundo otro y opuesto por excelencia en las diégesis fantásticas y de terror. La terra incognita. Si bien tales mundos participan de lo geográfico, apuntan más bien a territorios mentales y sobre todo espirituales que se oponen al aquí y ahora diegético en el cual emergen algunas de sus manifestaciones. El alter mundus también puede ser o intentar ser una creación total o totalizadora del propio autor, como sucede en los alteri mundi de Kafka, incluida su América; en la novela de Alfred Kubin La otra parte; en el “Tlön” de Borges, aunque aquí no pasa de lo especulativo; o en La ciudad de Mario Levrero. Un antecedente olvidado durante un tiempo, y por fortuna desde hace décadas vuelto a poner en circulación, es la novela La ciudad vampiro de Paul Feval. La “fortaleza Bastiani” de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti, claro está que participa del alter mundus de la fantástica. Cierto que aquí se tiene en parte la continuidad de lo habsbúrgico mitteleuropeo como alter mundus sumado o actualizado a cierta deshistorización y desterritorialización de esta alteridad geográfica anterior. Algo que no fuera seguido en la versión para cine de este relato debida a Valerino Zurlini, donde –tal vez inevitablemente– se muestran signos, banderas, estandartes y demás referidos claramente al Imperio austrohúngaro. El alter mundus puede tomar características inesperadas, y aquí sí plenamente fantásticas, como en el universo bis que observa y padece el protagonista de La invención de Morel. La incorporación temprana del cine como parte de la diégesis fantástica corrió también tempranamente en la imaginación argentina. Los relatos de Horacio Quiroga “El vampiro” y “El puritano”, publicados en el tomo Más allá (1934), y un lustro después la nouvelle de Bioy Casares dan testimonio de ello. Así fue que la fantástica argentina alcanzó en poco tiempo un lugar más que central en esta corriente imaginaria de la modernidad. Y sería otro relato de Quiroga incluido en el mismo volumen –“Su ausencia”– el que diera lugar también al primer film argentino que incursiona decididamente en lo fantástico: Los verdes paraísos, de Carlos Hugo Christensen. Aquí, del alter mundus –que porteñamente está al cruzar la calle– el héroe trae no una flor como prueba de su pasaje, sino un libro –El cielo abierto– escrito totalmente en ese “otro lado”. En Morel el alter mundus es la filmación de un día que pretende ser eterno, con lo cual su autor parece –nolens volens– remitir a la utopía positivista de los propios hermanos Lumière, que inventaron el cinematógrafo como ersatz de eternidad, una eternidad laica, técnica y autocelebratoria. Pero es precisamente el protagonista quien fuerza –incluso hasta llegar a su propia inmolación– a desviar ese día eterno y perpetuo mediante su intrusión en tal universo fílmico, aunque en un mundo diegético paralelo al de la invención de Morel. Y con una diferencia: su intromisión allí es parte de lo intencional. Precisamente en esa intencionalidad de estar junto a la ¿ficticia o real? Faustina se efectúa –en el exiguo tramo de esta historia– el mismo pasaje del cine al cinematógrafo. Así que tenemos también un alter mundus fabricado, facticio, creado a nuestros propios ojos como un simulacro mimético de lo real. En el dueto de relatos de Horacio Quiroga ya estaba todo esto, pero no como antecedente o mera intuición primera, ni nada que se le parezca; sino como imagen totalizadora de esta relación fantástica en donde el alter mundus refiere al cine como creación de un mundo bis o paralelo. Borges completará esto a su manera con el relato-ensayo “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Bioy, por su parte, intentará, con esa repetida tozudez de segunda novela, luego de un gran logro con la primera, extremar el quid o motto de La invención de Morel multiplicando esta situación fantástica de manera inflacionaria en Plan de evasión. El alter mundus será luego directamente delirado, proyectado mentalmente por el protagonista de Rosaura a la diez de Marco Denevi y la versión de Mario Soffici para el cine. Obra que puede tanto corresponder a lo que llamamos fantástico atenuado, como al relato policial y a la fantasía viciosa. De allí su indeclinable grandeza, el que varíe y participe sin más de varios registros, no decidiéndose plenamente por ninguno, pero tampoco incursionando en ellos a simple título de mera curiosidad u ociosidad estética. V Limes, marcas y extramuros Son en el epos fantástico, pero también en el policial, tanto narrativo como cinematográfico, esas fronteras imprecisas, lugares intermedios, de paso, donde algo concluye y otra cosa comienza. Se dan, desde luego, en lo narrativo-figurativo trazado como frontera y límite pero, según costumbre, simbolizan el intermedio, el pasaje o pasadizo, también el callejón, la pausa o la detención para el Homo viator y para el recién llegado. En la poética del tango argentino es el arrabal, nombre evidentemente más poético que catastral (como el “callejón” de Manzi, absurdamente criticado por Borges); en ciertos films es el punto donde termina la masa urbana para desadensarse en las primeras estribaciones agrestes o deshabitadas. Por ejemplo, en la diégesis del western es locus classicus el límite entre el campo abierto, la llanura o meseta y las primeras estribaciones del pueblo habitado al que ingresa el héroe, por lo general desconocido hasta entonces allí. También la marca en donde lo otro acecha e intenta invadir, como en la ejemplar Río Bravo (1959) de Howard Hawks. Generalmente, este topos está marcado o señalado por la presencia de corrales, establos, cubos de alfalfa y, sobre todo, por la herrería y la correspondiente fragua. Es el barrio bajo en el epos policial, y el mismo, pero algo más extrañado en su contorno y topografía, en el epos fantástico. Puertos, muelles, postes restantes, callejones sin salida, desvíos, estaciones de trenes, galpones, empalmes abandonados, terrenos baldíos y demás son objetivaciones privilegiadas de tales loci. También los lugares intermedios de las casas y edificios, pasillos, corredores, sótanos y altillos, rellanos de escaleras y, sobre todo, de escaleras de servicio. Al final de un epos fílmico que seguía deliberadamente la diégesis y ritmo de la crónica diaria, en su sentido más realista-objetivo, se deriva en su exacta escena final hacia lo fantástico; precisamente mediante el uso de una recorrida por un laberinto formado por los desechos de una casa o fábrica donde abundan, en medio del fango y los escombros, los restos de sus instalaciones. En Contacto en Francia de William Friedkin, el mundo fijo, estable, construido en lo material-tectónico aunque inestable en lo moral-legal, se torna o se trueca súbitamente en una desconstrucción, en un caos de lo que fuera tectónico con aquello que parece querer regresar a lo informe y hasta a lo inmaterial anterior. No es que el desierto entre en la ciudad, sino que el fango originario desborda en lo material en ruinas. Este autor extremará esta alteridad en otra de sus obras cumbres, la que por fortuna comienza a merecer la altura que algunos siempre le hemos reconocido. En Sorcerer (1977) se da el limes como paso a otro terreno oscuro, feraz, desconstruido/derruido, y que le permite a su magistral disegno de puesta servirle también como pasaje directo al alter mundus. Friedkin repetirá esto, aunque de modo oblicuo y ocasional, en un momento de Jade, cuando la persecución automovilística desemboque en un muelle donde parece concluir no sólo la persecución sino también todo el mundo representado en la diégesis, hasta con sus propios límites humanos sobreviviendo entre tales lugares. Como decimos, la cercanía de puertos donde culminan barrios bajos y el consiguiente olor a pescado es locus classicus del limes en las ficciones de Lovecraft, más allá de sus obsesiones personales que, como siempre sucede con éstas, son muy fáciles de analizar en cuanto a lo subjetivo psicológico, donde por lo general se detiene y queda petrificada cierta crítica que sólo parece reflejarse así y especularmente en su mera condición biológica… En los relatos de Raymond Chandler, y sobre todo de Ross Macdonald, ciertos perímetros extremos de sus locaciones actúan como marcos simétricos de la ubicación moral, social, de la conditio incluso existencial de ciertos personajes puestos al margen o que buscaron ponerse al margen. La quema de basuras en El sueño de los héroes actúa en esta novela argentina del mismo modo. Zonas intermedias, de paso, de combustión, como aquí donde se quema algo anterior, tanto una etapa vital como desechos urbanos. Como simbólica alquímica, el marco o marca, el limes y borde es el punto más extremo de la nigredo o puesta en negro, primer y fundamental pasaje de la operación alquímica y comienzo del viaje como periplo simbólico. De allí la presencia de la herrería y su consiguiente fragua en el limes classicus del western. Finalmente, otro limes fundamental del disegno del concepto del cine es el del “carnival”, mezcla de circo, feria de fenómenos y rarezas, con algo de esoterismo epiceno y de burdel. Como vemos al comienzo de Flamingo Road de Michael Curtiz. O en la argentina El rufián de Daniel Tinayre. VI Citizen Kane, un film meduseo Comenzamos con Eliot: “… el río es un fuerte dios huraño, sin domar, intratable / útil, poco de fiar (...) después todo un problema con el que se enfrenta el constructor de puentes / Una vez resuelto el problema ese dios pardo queda casi olvidado”.1 Esto se puede aplicar a Orson Welles. Surge como un torrente de vanidad y talento, pero también de improbidad y megalomanía en el momento en que el cine de Hollywood está alcanzando su acmé, y cuando Estados Unidos se apresta a entrar en la Segunda Guerra Mundial. Una guerra que Hollywood ganará por lo menos en un cincuenta por ciento. El ciudadano apareció entonces, y como bien puede verse ahora, no como un film estilísticamente adelantado sino como un film tardíamente expresionista, pero sonoro y con diálogos. De allí que hace visibles y hasta precipita ciertas maneras del primer cine, no sólo alemán sino también del propio Griffith y de King Vidor, hasta volverlas maniera. El manierismo en la figuración estética llama la atención del espectador no avisado porque la horma se regodea en ella misma. En pintura, el trazo de un Beccafumi se hace más macizo y ostensible que el de un Rafael; y el flamenco Patinir, cuyas rocas parecen bloques de metal, se hace más comprensible al ojo salvaje que aquél suavizado por la temperancia de Van Eyck. El clave bien temperado no será nunca tan bien recibido por todos como el barroco decadente en camino al rococó. Citizen Kane, con sus grandes angulares, sus luces cenitales, su empleo casi dodecafónico del sonido y su profusión de espejos, chimeneas abisales y cacatúas chillando en primerísimo primer plano, intenta llamar la atención de quien entonces, y aún hoy, piensa que el cine es un álbum de distorsiones ópticas y sonoras. Otra cosa fácil de observar en este film-problema, que como signo meduseo paraliza tempranamente el entendimiento de cosas mucho más complejas, es que las partes que lo componen se exhiben en soledad expresiva. Así la banda sonora, el montaje, la fotografía, la actuación, los diálogos que conforman el guión corren cada uno por su propio andarivel. Lo que se cuenta como fábula es elemental, pero a eso se lo maquilla con toda serie de postizos, tanto de truca como de encuadres. Un plano oblicuo puede ser muy interesante, pero una y hasta dos docenas de ellos en un solo film son una lata. Una toma en picado con la cámara puesta al ras del suelo, y tomando las figuras desde ese ángulo, puede ser necesaria para la expresión. Pero dejar la cámara en ese punto durante diez minutos para regodearse en ello, no. Así, en Citizen Kane, Gregg Toland experimenta con la fotografía; el joven Bernard Hermann –aún no educado por Hitchcock– revisa la música moderna sumando Stravinsky y Schönberg –para horror de ambos–; Herman Mankiewicz nos da a conocer su contundente sapiencia sobre la política norteamericana y occidental; Mark Robson y Robert Wise practican toda serie de malabarismos de montaje, y cada actor del grupo teatral Mercury ensaya diversos modos de maquillajes, acentos fraudulentos y expresiones faciales. Y si hemos de creerles a sus Memoirs,2 John Houseman se encarga de organizar, como un CEO del cine de estudios, todos estos talentos en estado de anarquía solipsista mientras el enorme Orson se la pasa devorando ostras y partiquinas. Pero como hemos dicho en la primera edición de El concepto del cine, esta inflada película, más allá de la posterior farsa bicontinental que armó Welles con su propia leyenda de artista maudit, con la que engañó a bobos y aprendices de estetas, es también otra cosa. Muy otra cosa. Funda, se da de bruces con la temprana autoconciencia del cine que, en nuestros términos, es “el saber que se sabe y el saber qué se sabe”. Paralelamente a su regodeo rococó, Citizen Kane delata de manera imprudente, inmadura, pero también fascinante –¿acaso la propia Medusa no fascinaba con su mirada?– el qué y el porqué del cine y del cine de Hollywood, y también delata que son una y la misma cosa. En la escena final, Citizen Kane afirma sin cortapisas que el cine es un lugar, un método donde se descubren cosas que sólo existen para el espectador. Así el dichoso Rosebud, que le es revelado sólo al espectador en el exacto final, mientras el excipiente material se va destruyendo. El lado oscuro o patético vino después. La fuga sin fin, la venta de humo, la falaz aura de incomprendido por una serie de supuestos filisteos, los films inconclusos debido a su desidia o a su bulimia asfixiante. La autoconciencia definitiva llegaría con las cimas coppolianas, y una vez que Willard-Coppola se sacó de encima a Kurtz-Welles. Aquí se traza el puente que cruza a ese primer río autoconciente. Pero Orson todavía acecha como una lamia estética, o como una esfinge de lo espiritual, en las encrucijadas, en busca de devorar al joven todavía en estado de “cinefilia” aguda, para cargarlo con las cadenas del peor tardorromanticismo. Comenzamos con Eliot, terminamos con Moris: “Siempre estás en artista y te hacés el genio. / Cultivás tu aire ausente y despreocupado. / Pero tu fama te tiene muy preocupado”.3 VII Sobre el terror, lo fantástico y la Clase B El cine de terror se, o lo han convertido algunos entusiastas no muy dotados de capacidad crítica en una suerte de forma o modo de expresión más a cargo de los espectadores que del propio film y hasta de sus realizadores. Se busca ensayar, o directamente parlotear, más que en términos estéticos, en términos biológicos, por ejemplo, cuánta “adrenalina” provoca este u otro film. Posiblemente pueda asistirse en poco tiempo a que el espectador de cine sea conectado a un simple y pequeño aparato –seguramente de origen chino–, que controlaría, en paralelo a la proyección del film, los sutilísimos cambios en su registro cerebral. Desde luego, este “terror” parece ser el último refugio de algo tan vetusto como la “cinefilia”. Algo que, tras determinados films desde hace cuatro o más décadas a esta parte, sería comparable a seguir coleccionando estampillas en la Florencia de los Médici. El anacronismo es deliberado, por las dudas… Esta actitud, más que retrógrada, que lo es, es también de gran interés político, y ni hablar teológico. Dejemos el último punto, ya que hemos abundado en tal relación. Aunque no sería nada malo insistir alguna otra vez en él. Para quien ha seguido nuestros ensayos teóricos –no decimos estar de acuerdo, decimos “seguido”–, es obvio de toda obviedad que la creación de un modo de representación y de presentación conocido como “horror” o “terror” nace de consuno a la articulación de algo llamado Clase B. La Clase B fue un modo doble de producción, tanto en sentido económico como de producción de sentido. Concluido el afianzamiento de los grandes estudios, a comienzos del “sonoro”, lograda su toma de poder cultural dentro del mundo “wasp” mediante las grandes producciones –que llamaremos “A”–, se vio la posibilidad de insertar todavía más elementos polémicos que los disponibles en el terreno anterior. Terreno en el que ya habían conseguido insertar polémicamente al concepto del cine en el devenir de las artes. Sin importarles un ardite –de allí su genio político– en medirse con objeciones sociológicas, o de las políticas que para entonces se creían “progresistas”. Así, fue que la “Clase B” buscó rastrear y reubicar ciertos temas y motivos aún más polémicos que aquéllos ya puestos en escena por el cine anterior (“A”). El Hollywood clásico tuvo, entre tantas otras virtudes, la de ser un excelente lector. ¿Y qué cosa es eso, lato sensu? Ignorar las etiquetas y categorías editoriales y periodísticas. Así no “rescató”, sino que puso en su verdadero lugar a autores como Poe, Mary Shelley, Bram Stoker y un afortunado etcétera. Pero no sólo leyó y entendió sus recursos estilísticos, sino que también fue hacia lo mitopoético, y allí dio sabiamente con su contenido políticofilosófico, lo que apuntaló esa cuña para sostener más firmemente otra visión del mundo en polémica radical con el mundo liberal-protestante. Sin abundar ni extendernos aquí, redescubrió el elemento mítico y simbólico de lo referido a lo sagrado. Desde luego que esto ya era buscado en paralelo por el Eliot de La tierra baldía, el Joyce de Ulises, y antes todavía por el Stravinsky de La consagración de la primavera. Desde luego que sí. Pero el cine, por su concepto de acción, producción y re-presentación, logró de inmediato tener, simultáneamente a su producción, un público afín, educado o reeducado en paralelo por el cine. Obviamente no tenía tiempo para tonterías de coleccionismo, trivia o pavadas semejantes. El Hollywood clásico consiguió de inmediato tener un público, unos asistentes con una visión simétrica a la visión de los hacedores de cine. Algo que se había perdido desde la política barroca. Y algo a lo que, sobre todo, se intentó y en buena se consiguió borrar, tachar, más aún degradar por el liberalismo, al buscar reducirlo al cerco estrecho de lo “atrasado”, “oscuro”, “reaccionario”, “primitivo”, “infantil” y –llegado el caso– “popular”. Como es sabido, cuando se obtiene el poder, que es decisión, los pequeños aunque vocingleros escollos no se tienen en cuenta. Por eso mismo, Hollywood se dio a crear esta forma de producción de doble sentido llamada Clase B. Desde luego, y adelantándonos a ciertas demandas, el film “B” no fue sólo de tema o motivo de “terror” u “horror”; o –mejor dicho– de modo fantástico. Hubo policiales, comedias, westerns, y hasta musicales de tenor B. Claro que fue el modo fantástico el que tuvo llegada más inmediata al espectador, y debido luego a ese sabio entendimiento binario que tuvo el Hollywood clásico, hizo que se pusiera el subrayado privilegiado en tal modo de acción y de re-presentación. Esto duró y luego continuó hasta hoy en las condiciones de posibilidad de tiempo y espacios históricos. Los grandes estudios, dirigidos verticalmente por familias y asociados, desaparecieron (circa 1965-1968); lo cual dio lugar a la autoconciencia de los primeros años setenta. Ésta llevó a su culminación absoluta el concepto del cine. Incluida la Clase B fantástica (Carpenter). Desde luego, al concepto del cine se lo intenta desfigurar ahora mediante la inflación, como ocurre con el dinero, para desvalorizar la representación. Así, el exceso de circulación de billetes hace que su serialización no represente el valor de lo que supuestamente presenta. De tal modo, a la producción inflacionaria del plus estético, inherente al ser humano y en disputa permanente con su parte biológico-económica, se la intenta degradar del mismo modo que al papel moneda. Para esto, para esta inflación, se necesitan dos cosas. Que a la puerilización de los medios le siga de inmediato la puerilización de sus fines. Esto último necesita de la banalización –mediante inflación– del sentimiento estético traducido en crítica. Que antes que nada es poner límite al entendimiento. Es decir, no acumular sensaciones, imágenes, sonidos y demás sin hacerlas pasar por el filtro del razonamiento. Que desde luego puede prescindir de fórmulas o metalenguajes para encarar la crítica. El llevar una formación o expresión anímico-espiritual, sobre todo a partir del triunfo o “cerebralización” incluso de la mentalidad liberal, a su reducción de mera mercancía de intercambio, es hacerle el juego y hasta participar parasitariamente de tal instrumentalización ya casi planetaria. Las “filias” son peligrosas y auto vampíricas cuando no se tiene también una filosofía. Que tampoco es emplear un metalenguaje condicionado previamente. No sólo el cine; lo fantástico en general había logrado ser casi hasta ayer la Última Tule; casi la única fortaleza en pie del pensar y el poetizar más extremo y sutil para enfrentar a la mentalidad liberal pos capitalista, ya “global”. Ahora padece la banalización e inflación de su producción y de sus sentidos. Y así crece el afiche, el parloteo, el “se dice” y “la avidez de novedades”. Incluso esta “puesta al revés” se muestra ya en su fase más oscura, cuando ha logrado anteriormente la fase de puerilización. Es decir, la fase de la oscuridad total.4 Así los hijos de padres ateos entran en éxtasis oyendo cosas como Black Sabbath. TERCERA PARTE RESOLUCIONES FORMALES El orden de las ideas debe proceder según el orden de las cosas. G. B. VICO, CIENCIA NUEVA, LXIV, 238 Se intentará demostrar, mediante ejemplos, el funcionamiento práctico de los elementos formales por los cuales el cine es cine y no un híbrido de cosas anteriores. Elementos ya explicitados de manera teorética –aunque necesariamente en forma muy reducida, en cuanto a ejemplos– en la primera parte de este libro; aunque centrándonos aquí en un solo film. Se tratará entonces de extender todavía más –y mediante puntuales ejemplos– la comprensión tanto de los tres elementos heurísticos fundamentales –fuera de campo, principio de simetría y eje vertical– así como de los que forman su tríada retórico-expresiva: índice, ícono y símbolo. También se intentará hacer compresible, mediante más ejemplos, la oposición fundamental entre símbolo y alegoría. Ya es canónico, o debería serlo, que el lector tiene que ayudar al escritor en su tarea. En este libro deberá trabajar más que nunca, y posiblemente de un modo nuevo y diferente, ya que intentamos mostrar y demostrar lo más didácticamente que se pueda el funcionamiento práctico de categorías hasta ahora explicitadas por nosotros de manera sintética y conceptual. Aquí se tendrá la praxis de tal teoría. Por lo mismo, los términos a emplearse y, sobre todo, la propia forma de expresarlos, tendrán en buena medida un carácter experimental o tentativo. Entonces habrán de abundar los dos puntos, los paréntesis, los guiones y las barras que se hacen aquí más que nunca necesarios. Así como las repeticiones, sobre todo del verbo “ver” en diferentes tiempos. Pero será también un maratón de palabras entrecomilladas. Esas comillas originarias son, por cierto, el concepto del cine aplicado sobre la “realidad” fotográfica, de la cual el cine es su redentor. De allí la dificultad de redimir ahora tan sólo con palabras lo que el cine ya ha hecho con imágenes. I Los tres elementos heurísticos fundamentales Los elementos heurísticos son aquellas invenciones y hallazgos que fueron creados y luego desarrollados por Griffith para diferenciar de manera puntual y orgánica al cine y su concepto del teatro y de lo teatral, así como de lo teatral en segundo grado, como el cinematógrafo de Lumière-Méliès. Durante ese período –1895-1908– el rectángulo de la pantalla de proyección reproducía no sólo geométrica sino también mentalmente el escenario teatral y el espacio apaisado de la fotografía periodística o de la “artística” conocida como postal. Tanto en su reproducción de lo “real” – Lumière– como de lo “irreal” o lo mágico –Méliès–, la cámara se encargaba de archivar “algo” desarrollado en un espacio reducido a lo teatral, donde el más allá no existía, así como ninguna continuidad con otra cosa. Es indudable que se trataba de algo más que de una postura técnica; pero de las implicancias ideológicas o mejor dicho anímico-espirituales de Lumière-Méliès en relación con Griffith nos hemos explayado creemos que suficientemente en la primera parte de este libro, así que aquí nos centraremos más que nada en lo formal-operativo. Griffith necesitaba ab ovo diferenciar el cine de lo teatral-cinematográfico y para eso crea-inventa tres elementos heurísticos.1 Los llamamos así porque son tanto invenciones técnicas como hallazgos estéticos. Desde allí toda cosa que pretende ser innovación o cambio técnico en el cine debe ser simultáneamente hallazgo estético; de no ser así, no sólo no es nada, sino que es mucho para nada. Por ejemplo, el uso inflacionario del “efecto especial”. No se trata tan sólo de que el cine sea narrativo –a diferencia del cinematógrafo–, cosa ya existente in nuce en Méliès y hasta en un Lumière, si narrar significa crear y transmitir situaciones de ficción. Pero esta narratividad debía adquirir en el cine una explicitación propia, crear sus propios elementos de continuidad y de representación, a diferencia de registrar la pochade familiar de Lumière –por ejemplo, El regador regado– o el pase de manos mágico de Méliès –como El viaje a la Luna y demás–. No se trata de ficción sino de los elementos formales que vuelven esa ficción algo particular y no dependiente de los elementos anteriores que representaban modo sui. Nótese que el mismo Méliès, cuando intentó abandonar lo feérico-mágico como “tema” y dedicarse a “mostrar” lo actual-histórico y hasta en sentido político partisano –como en su El caso Dreyfuss–, continuó utilizando el modo teatral empleando toda su carpintería habitual: olas de papel maché movidas manualmente, decorados y fondos planos y pintados, etcétera. Así que no se trataba solamente de narrar o no narrar sino del modo en que lo narrativo –novela– y lo representativo –teatro– convergieran productivamente en una tercera posición superadora de ambas instancias anteriores. El primer elemento que encuentra-crea Griffith es el fuera de campo. También, y una vez más, la secuencia cronológica que haremos a continuación son conceptualizaciones de operaciones hechas por Griffith, sin que haya ocurrido necesariamente esta sucesión temporal que corre por nuestra cuenta; así como los propios nombres de –por ejemplo– fuera de campo o, más adelante, eje vertical. Obvio que no. Aunque por los tiempos de lectura que corren no es en vano esta aclaración en otro momento inútil. Sería como creer que la historia esperara los conceptos posteriores del historiador o que la existencia crasa aguardara a su Kierkegaard para darse cuenta de que atraviesa tres estadios posibles en su transcurso. Un maravilloso dibujo cómico mostraba a dos labriegos sentados en medio del campo. Uno le dice al otro: “¿Sabés que hoy al mediodía termina la edad media?” Del mismo modo –repetimos– debe proceder el lector no imaginando a Griffith –por nuestra parte, lo imaginamos con un buen vaso de bourbon a su lado– esperando por la sucesión que emprenderemos a continuación, así como por los propios nombres y conceptos que desarrollaremos aquí. Así como no imaginamos a Masaccio esperando en un limbo hasta que Bernard Berenson llame al modo empleado en su pintura “aumento de la tactilidad”. Tenemos que Griffith necesita primero diferenciar aquello que se propone narrar-representar de los modos empleados por el teatro y lo teatral. No sólo del teatro burgués y de interiores sino también del itinerante con funámbulos, magia blanca y actos de circo. Podría decirse que en esto acepta el grado de “realidad” fotográfica de Lumière pero no su plegamiento mental a ésta, ya que no se trata de tomarla tal cual para reproducirla sino de operar con ella para transformarla. Pero a su vez, esta trans-formación no podía recaer en el callejón sin salida de un refugio en lo mágico ni en lo maravilloso, lo feérico y demás. Vemos cómo aquí Griffith se encuentra exactamente en la misma disyuntiva de E. T. A. Hoffmann antes de crear con “El hombre de la arena” (circa 1818) el relato fantástico moderno. Tiene lo real-enciclopédico, por un lado –a lo que se opone– y, por el otro, la falsa salida de muchos de sus contemporáneos –como los hermanos Grimm o Tieck con sus hadas, sus gatos con botas y demás fumisterías mágicas–. Allí crea el relato fantástico con base histórico-material-realista. No otra cosa, pero mucho más compleja, es lo que hace Griffith. El grado de mayor complejidad es dado aquí por el despliegue extremo de la técnica luego de producidas la revolución industrial y la consiguiente movilización total. Griffith necesita luego –una vez asegurada con el fuera de campo la diferenciación básica del concepto del cine con lo teatral– hacer ver que esa diferencia no es azarosa sino conciente, más bien que está siendo conducida –autos– por un autor. Llevada por. Un ductus, una mano dúctil que firma o está presente estilísticamente en cada cosa del continuum narrativorepresentativo. Una auto-ridad. Puesto que ahí tenemos el quid o intríngulis fundamental: cómo lograr que los modos anteriores heredados por un lado de lo narrativo y por el otro de lo representativo no tengan prioridad o mantengan algún tipo de hegemonía uno sobre el otro. Con el plus –que puede ser un minus– de que lo representativo depende aquí de lo fotográfico en movimiento. Allí acuña entonces el principio de simetría. Con él se tratará de dar y hacer ver un ostensible ritmo, tempo, así como crear una espacialidad propia del concepto del cine. Este principio es el que sumará al “anterior” fuera de campo para amalgamar todavía más la separación del cine de lo fotográfico y lo teatral, así como servirá para emprender su camino polémico contra la “ilustración”. El principio de simetría será entonces la marca, el rasgo estilístico fundamental, o mejor, será el medio por el cual podrá circular ese y esos rasgos estilísticos y marcas fundamentales. La simetría, además de otorgar clásicamente el equilibrio formal –sin más, la belleza–, será el principio que servirá como canal para hacer circular estos rasgos y marcas que darán lugar –mediante símbolos– al mundo espiritual y al ideario de un autor. Siendo esto último aquello que lo vuelve autor. Puesto que no se lo es poniendo mojones y puntos de repérage a cada rato sin nada que expresar de lo espiritual, pero tampoco con un espíritu que sopla donde quiere pero que no es capaz de organizar sus propios suspiros. Sería como si el principio de simetría mediante ritmo, tempo y repetición “llamara la atención” a quien lo ve para señalarle que por ahí habrán de circular y navegar las señales de estilo soportadas o amalgamadas materialmente por símbolos. Porque aquí no se trata de invocar trances ni de propalar suspiros, palabras sublimes o vocativos, ni de huidas a prados y bosques mágicos donde se refugia supuestamente el espíritu lejos del mundanal ruido, sino de aceptar lo crasamente material para su sobrenaturalización. Con esto –ya que estamos– es que el concepto del cine ajusta en forma puntual las cuentas con el romanticismo. Es curioso –¿curioso?– que por esos mismos años, en su Auvernia natal, quien sería después el padre Teilhard de Chardin descubriría, jugando en su casa paterna, esta posibilidad latente en toda cosa –piedra, madera, y demás– de lo sobrenatural o de ser sobrenaturalizada. El tercer elemento heurístico hallado por Griffith para que el concepto del cine se diferencie en su hacer y operar de lo teatral y de lo teatral-fotográfico es el eje vertical. Una vez hallados los dos primeros elementos que logran articular una diferencia visible con la representación teatral, la teatral-pictórica –como de cierto neoclasicismo pictórico en poco anterior al cine– y la fotográfica, mediante el fuera de campo y el principio de simetría, Griffith necesitaba un tercer elemento que volviera a esa diferencia, diferencia polémica y no tan sólo instrumental. O –si queremos– este tercer elemento heurístico buscado quizás para acentuar esa diferencia formal con lo anterior lo llevó también a esa diferencia polémica. Así, la continuidad espacial-teatral, pero también la escritura –al menos occidental– y hasta la performance deportiva habían articulado ya por entonces lo que podríamos llamar aquí tiranía de lo horizontal y de la horizontalidad. Por cierto, esta horizontalización devenía como necesaria consecuencia del feroz secularismo sostenido por la mentalidad liberal-burguesa ya arrojada a la movilización total. En donde hasta sus últimas coartadas tardohumanísticas quedaron desenmascaradas y pulverizadas por esa misma desneutralización de la naturaleza, e incluso la de los espacios ya no sólo marítimos sino también aéreos, y que llevarían a su acabose en la Primera Guerra Civil Mundial. Esta mentalidad secular intenta apoyarse en dos basamentos o en dos supuestos de tal: una postura drásticamente antitrágica y antiheroica. O podría decirse que es la misma lógica de la secularización la que la lleva a esa negación de lo trágico y de lo heroico.2 De allí la horizontalización del hacer y el devenir humanos, y la misma terrenalización de lo transmundano, primero como jardín y Edén impresionista y luego como infierno concentracionario infrarrealista. Fíjese que el cine y su concepto aparecen tras el “impresionismo” y contemporáneamente a la abstracción en pintura ya en camino hacia el “infrarrealismo”. Ahí es cuando Griffith articula su tercer elemento heurístico del concepto del cine: el eje vertical, que completa la drástica y radical separación del hacer y el operar (el operar incluye aquí el ver) del cine en relación con lo teatral y lo fotográfico-teatral mediante la irrupción de un plano, una toma, un elemento vertical que corta o “cruza” la horizontalidad fotográfico-teatral del cinematógrafo Lumière-Méliès. Con eso Griffith completa este quia, esta cualidad propia del cine y su concepto. Pero, al hacerlo, Griffith da necesariamente con lo trágico y lo heroico, díada que lo hace extremar también en forma necesaria su oposición ya in nuce, y dada en lo fáctico-histórico, con respecto a los imperativos unidireccionales y horizontales de la mentalidad liberal-burguesa. Digamos que, si su ser histórico como descendiente de dixie lo hace o lo hacía ya antes de dar con el cine un necesario oponente de dicha mentalidad, fue su haceroperativo aquello que lo llevara a conocer y a saber el porqué de ese sentir. Posiblemente con Griffith se hace más cierto que nunca el dictum viquiano de que el hombre sólo conoce aquello que hace. Con este escolio: mediante el hacer sabe y comprende aquello que hasta ese momento sólo sentía o debía sentir como herencia. El eje vertical, entonces, buscado para completar la tríada de elementos diferenciadores del cine con lo teatral dio lugar a un plus: el de anudar la narración-representación del cine a lo trágico y lo heroico, es decir a lo trascendente. Cosa –la trascendencia– que el concepto del cine ya había alcanzado –como se ha visto poco antes– con el principio de simetría al poder sobrenaturalizar lo material y hasta lo material serial. Pero será con este tercer elemento, el eje vertical, que lo heurístico halle su fundamento en lo directamente metafísico. Permitiéndonos recordar, claro, que metafísico es, estrictamente hablando, conocimiento operativo de los datos tradicionales. Y no –como se intenta hacer creer desde hace unos dos siglos, sobre todo por parte del mundo germánico– tinieblas, neblinas, palabras cruzadas, alpinismo místico y jerigonza expresiva. De nuevo: es saber operar los datos tradicionales. Cuando Griffith –por ejemplo– no sólo halla-sino-que-opera la tríada ejemplar, hace más metafísica que todo el idealismo alemán junto. De allí que llamamos al cine una “revolución anacrónica”. II La tríada retórico-expresiva. Índice-íconosímbolo La tríada retórico-expresiva ejemplar del concepto del cine está formada por el índice, el ícono y el símbolo. Como ya se ha dicho, empleamos esta tríada tal como aparece nombrada en la obra semiótica de C. S. Peirce, aunque –y como repetimos una vez más– dándole un empleo muy diferente. Intentamos que estos términos vuelvan a su sentido tradicional y operativo luego de haber sido empleados desviados en forma especulativa –pragmáticamente– de su sentido original.3 La tríada ejemplar son tres momentos o movimientos, o tal vez tres momentos que forman un movimiento y que se articulan en el continuum diegético del film para organizar tanto espacial como temporalmente su sentido y coadyuvan, por lo demás, a marcar como correlato el principio de simetría ya descrito. Cada uno de los tres componentes de la tríada son separadamente signos y señales, es decir, cosas que están en lugar de otras. El índice es el signo en cuanto a mera información de sentido que puede reconocerse en la diégesis o fábula. Son los indicadores más simples que señalan el uso habitual de las cosas materiales, físicas, naturales. El mismo dedo índice, y su función habitual –al menos en Occidente–, son, no tan paradójicamente como podría pensarse, el exemplum más sencillo y gráfico del índice empleado como señal o primera parte de la tríada. En el cine, son índices aquellos elementos convencionales que forman y conforman el entorno habitual y diegético de la fábula que pasa a desarrollarse a continuación. Implican también la información primaria y materia prima necesarias sobre los que se sostendrá todo el movimiento formado por los pasos siguientes del ícono y del símbolo. Es el aquí y el ahora o “la composición de lugar”, como los llamó San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales. Los índices son los sostenes y soportes que levantarán el armazón diegético primero y temprano del continuum fílmico. De allí que debe resolverse lo más tempranamente que se pueda en un film la configuración indicial, puesto que, si no, todo el resto que viene a continuación, sin estos ordenadores previos que son los índices, son meros sentimientos caóticos, opiniones confusas, doxa baja, pasiones históricas y demás detritus. El ícono es el signo en cuanto su reconocimiento de un status propio dentro de un determinado contexto diegético. Es el puente, el paso, el nexo entre el índice y el símbolo. Es cuando la cosa-objeto que ha sido anteriormente empleada como índice y parte de una composición de lugar habita –puede decirse así– en un lugar propio que lo vuelve un ícono, siendo éste la extensión imaginaria de tal mundo previamente configurado como composición de lugar. Cuando la cosa –objeto, color, temperatura, voz, tic– reaparece por segunda vez, siendo siempre en forma material el índice que fue y que seguirá siendo y en busca a enlazarse con otra cosa –símbolo–, es ya ícono: parte constitutiva, propiedad, matiz, cualidad de un mundo diegético propio y o de quienes habitan ese mundus. Y también: el mundus de un film se compone o se organiza sobre la base de estos diferentes íconos, son sus puntos de apoyo y los que van desplegando el continuum diegético. Señalan y hasta cartografían –por decirlo así– el espacio de ficción y sus reglas de comportamiento para que los que allí entremos lo hagamos o podamos hacerlo con cierta familiaridad, pero sabiendo de su carácter ficticio. Con esto se consigue, además, un muy efectivo distanciamiento. El ícono es un atributo de la cosa que se nos ha aparecido antes como índice. Es el temperamento o la temperatura que manifiestan o toman las personas y las cosas anteriormente aparecidas como índices, i. e. indicando algo. De allí que el pasaje del índice al símbolo sea muchas veces tan difícil de ubicar y definir, puesto que muchos objetos y cosas pasan o intentan pasar sin solución de continuidad al status siguiente de ícono. Pero al no conseguirlo arman un híbrido que no conduce al símbolo y se emparenta ya con lo alegórico. El ícono sería entonces la solución de continuidad del trayecto comprendido entre el índice y el símbolo. Podría decirse aquí que muchas veces se corre el riesgo de que, si este eslabón entre índice e ícono se intenta forjar demasiado próximo uno del otro, o se lo intenta articular de forma muy cercana, eso puede llevar sin más a la alegoría. Cuando el índice que marca la composición de lugar es desplazado, sin mediar espacio diegético, a un status particular, de tan particular corre el riesgo de volverse abstracto o de tornarse una abstracción personificada o una abstracción objetivada. Máxime cuando el cine dispone de medios como los musicales, fotográficos, “especiales” y demás que pueden llevar a esos índices mundanos a ser elevados falsamente a un empíreo simbólico pero que, al carecer de auténtico aire y fiato, se desinflan y caen al vacío como globos infantiles. Es que no se ha pasado antes a buscar la ventilación asistida que ofrece el ícono. En Taxi Driver, por ejemplo, la primera marcación del vehículo de transporte urbano conocido como “taxi”, y nada menos que al comienzo de un film que tiene esa palabra en su título, se inicia bien. Pero luego –casi de inmediato– al hacérselo tan, pero tan “cosa aparte” –con humo, música rimbombante y tomas “llamativas” de todo tipo–, se lo vuelve, antes que un ícono –y menos un símbolo, claro–, una mera abstracción personificada. Ya que aquí el espectador ha sido no inducido sino obligado, directamente arrojado de narices a aceptarlo en forma mental como una correspondencia obligatoria de lugar de encierro y como emblema de soledad y aislamiento. No es una alegoría pero está muy cerca de serlo. Para ser todavía más claros. En Rope (La soga), la primera aparición de la cosa-soga casi sucesiva a los títulos de crédito –donde, como en el ejemplo anterior, aparece la misma palabra– se nos muestra como índice en un uso insólito –aunque muy concreto–, lo que hará que su segunda aparición –ya icónica– resulte perfectamente admisible tanto intelectual como emocionalmente al mostrarse como marca de la acción anterior. Claro que no por eso su autor la subraya musicalmente mediante estrépitos ni la encierra en una viñeta irreal o mágica separada del continuum diegético mediante cortinas de humo y cosas semejantes. Andrei Tarkovski hará directamente levitar a sus personajes con música de Bach como fondo y con palomas blancas atravesando la pantalla en cámara lenta, ya con total impunidad y no menos impudicia. Ícono es también la elección de actores. Que es, fue y debería ser algo fundamental para tener resuelta in nuce parte de la puesta en escena. Puesto que los atributos físicos de los actores forman parte del material icónico sobre los que se erigirá buena parte de la diégesis. Digamos aquí, de paso, que un actor es un atributo, una proyección icónica de ciertas cualidades físicofotogénicas dispuestas para que el autor –de serlo– las ponga en escena. Lana Turner es y será siempre una serie de atributos propios indeclinables. Pero ese maravilloso patrimonio icónico mostrenco será algo muy diferente en manos de un Douglas Sirk que de un David Miller. Por supuesto que de esta iconicidad –o de su falta– en los actores podrían y deberían sacarse toda serie de corolarios histórico-espirituales, cosa que aquí no pueden hacerse. Símbolo es el signo que muestra una parte suponiendo o recordando al espectador la posesión de la otra mitad, cuya unión da lugar a la aparición de un sentido que une –como mediante un puente– la diégesis con el fuera de campo. O: el fuera de campo es el canal por donde circula el símbolo. El fuera de campo abre, cava el canal para la circulación simbólica. Decimos que el símbolo es también el signo en cuanto a su reconocimiento de un status propio y de dador de un sentido reconocible o recordable exclusivamente en y mediante la puesta en escena. El símbolo es lo que une –syn– y arroja/lleva/tira –ballein– hacia delante. Por ejemplo, la escultura conocida como El discóbolo de Mirón no representa, o no representa tan sólo, a un atleta compitiendo sino a un portador –feros– del símbolo. Esa completud, redondez, circularidad que en buenas manos lleva hacia un adelante o un más allá. De allí la perfecta circularidad de los films más logrados y perfectos que son, como suele decirse, “redondos”. Esta redondez y completud marca o más bien sella –firma– de manera definitiva las obras más perfectas. Las obras más perfectas pueden dividirse en ficciones dogmáticas y en obras-extensas graves. A veces son ambas cosas. En su etapa autoconciente, son casi siempre ambas cosas. O: la autoconciencia es lo extenso y grave actuando ya –inexorablemente– como ficción dogmática. El símbolo depende de los dos elementos triádicos anteriores –pero en especial del índice– para que pueda operar como tal. O mejor: depende materialmente del índice y dramáticamente del ícono. La introducción de una imagen que pretenda alcanzar el status de símbolo sin haber sido antes presentada como índice lleva sin más a la alegoría. Y qué es la alegoría sino “instrucciones de empleo adheridas sobre el objeto”, siendo –y por el contrario– que “los símbolos crecen, pertenecen a la misma carne de la obra, y le son inseparables. El símbolo despierta presagios; la palabra no puede más que explicar”, como dijera J. J. Bachofen. Lo que este autor llama “instrucción de empleo adherida al objeto” se aplica perfectamente a la imagen fílmica cuando nos indica unidireccionalmente cómo debemos entenderla, es decir, emplearla mentalmente. Así el automóvil-taxímetro de Taxi Driver subrayado de toda manera posible, y ni qué hablar de las múltiples levitaciones y trances seudo místicos de Tarkovski donde el fondo sonoro de Bach “instruye” –¡todavía más!– sobre el uso de semejantes magias fotográficas.4 Así todo Bergman. Quien en uno de sus primeros films5 ya era capaz de lo que sigue. Vemos a una mujer después de que su ocasional amante de una noche la deje. Va hasta el espejo del botiquín del baño, dibuja sucintamente con su rouge una cara con una mueca triste, y encima escribe a continuación la palabra “sola”. Todas estas cosas son instrucciones de empleo, marbetes de uso para la comprensión de lo que ya se ve, siendo también tautologías y –ya que estamos– son sin más insultos a la inteligencia. No importa que la alegoría sea construida sobre la base de un material alto –Bach– o un muy bajo –inscripción con rouge en un espejo–, puesto que a lo alegórico le es indiferente tal cosa. A la trituradora alegórica le es indiferente que se la alimente con lomo o con bofe. Si al decir de Bachofen: “Por el símbolo se puede aunar lo más dispar en una impresión general unificada”, con la alegoría sucede lo contrario, se disocia la impresión general y se la divide en parcelas mentales estancas. Debe dejarse siquiera apuntado aquí lo curioso que resultaría –de no mediar el entendimiento de las cosas– que ciertas personas que se declaran igualitarias y partidarias de todo tipo de libre acceso a todo y de igualdad en lo político, sean luego fanáticas partidarias de obras –literarias, teatrales, pictóricas, fílmicas– totalmente alegóricas, así como por lo general también lo son sus propios autores, obras que –como ha quedado establecido– no hacen otra cosa que dividir y separar. En esto, Griffith es también –y una vez más– la marca diferencial y el límite preciso. Es obvio que si con Lumière se vaciaba el mundo, o mejor dicho el mundo todo existía para ser vaciado en un marco fotográfico,6 para Méliès existía a los fines de ser vuelto ostensible alegoría, como lo es la magia blanca. Es con Griffith que, estableciendo el marco propio mediante su tríada heurística y deslindando los pasos triádicos con los que el cine y su concepto se mueven y expresan dentro de ese marco propio, surge necesariamente lo simbólico. Puesto que con la imagen en movimiento se da o puede darse más que nunca aquello de que “El símbolo es la única expresión posible de lo simbolizado, es decir del significado con aquello que significa”.7 Para darse o volver a dar, puesto que el cine es la revolución y la conservación, el progreso y el regreso –el ricorso–, tenía que roturarse el campo, abrirse el surco y separar al grano simbólico de la cizaña alegórico- romántica, así como volver fértil el propio terreno tras la sequedad positivista. Es con la tríada heurística y con la expresiva actuando de consuno que se abre el campo posible para la reintroducción de lo simbólico. No otra cosa deseaban los diferentes “simbolismos” poéticos un poco anteriores a la aparición del cine. Claro está que lo buscaban cortando todos los puentes con el lector, así como refugiándose en precarias y más que ilusorias torres de marfil. Una vez más recuerda esta situación algo apuntado por Teilhard: “El culto tan propugnado todavía hoy del goce y de la perfección cerrados responde ya en nada a nuestros ideales de constructores y de conquistadores. A lo que se nos debe invitar es al ataque de un cielo. Porque en cualquier otro caso, deponemos las armas”.8 Porque para que lo simbólico opere con todo rigor necesita de lo que hemos llamado “estado de transparencia”. Puesto que en “La percepción simbólica opera una transmutación de los datos inmediatos (sensibles, literales), los vuelve transparentes. Sin esta transparencia resulta imposible pasar de un plano a otro”.9 Se necesita entonces de estos datos sensiblesliterales –que nosotros denominamos índices e íconos– para que en su transparencia –cosa objetiva-material histórica– pueda transmutarse en esa otra cosa que es el símbolo, pero sin dejar de ser y de actuar como lo que es material y objetivamente. Los símbolos, su factor constante, son los que enlazan al cine y a su concepto con el mito y con lo mítico, puesto que su aparición visible y operativa –por dramática– hace que necesariamente cada uno de ellos y varios de ellos, formando una serie diegética, reproduzcan algún mitologema. Esto es, una variante mítica “siempre vuelta a visitar”, al decir de Karl Kérenyi. Pero esto deberá verse y tratarse por separado. III Narración y representación: puesta en escena Definidos y rastreados genealógicamente los tres elementos heurísticos fundamentales, así como la tríada retórica, y avanzando sobre la oposición entre símbolo y alegoría del concepto del cine, veamos cómo funcionan concretamente, cada uno y en conjunto, en uno de los films primeros de Griffith, en donde el empleo de todos ellos puede comprobarse con absoluta claridad. Se trata de A Corner in Wheat, de 1909. Para ello primero desglosaremos este film en los planos que lo componen. Emplearemos izquierda y derecha en sentido del espectador. 1. Plano general de un exterior a la luz del día. Vemos a un hombre agachado sobre una bolsa de arpillera. A su izquierda, una mujer, y a su derecha, algo más atrás, otro hombre y una chica. El hombre recoge en sus manos y deja caer una y otra vez, lentamente, granos o semillas de la bolsa. Luego se levanta, carga la bolsa al hombro, le indica algo a su mujer y sale de campo en dirección oblicua-izquierda y tras él –en la misma dirección– lo hace el otro hombre. 2. Corte a otro plano general –long shot–, donde vemos avanzar desde el punto más lejano hasta cerca de la cámara a los dos mismos hombres sembrando semillas que sacan de las bolsas y tiran sobre el surco arado. Detrás vemos que los siguen dos caballos tirados por un tercer hombre que arrastra un arado y que completa la marcha. Los dos sembradores abandonan el campo a la izquierda y, sin corte, reaparecen en el campo, pero yendo ahora en sentido contrario y siempre sembrando. Aparecen luego los caballos y el tercer hombre con un arado abriendo el surco. Una vez que los caballos y el hombre tras el arado dan también el giro completo y se los ve internarse hacia el punto desde donde arrancó el plano, se produce un corte. 3. Intertítulo: “The Wheat King. Engineering the Great Corner” (“El rey del trigo. La elaboración del gran rincón”). 4. Plano general-interior de una oficina. Sobre el lado izquierdo, sentado junto a un secreter, vemos a un hombre que habla por teléfono. Detrás y de pie, otros cuatro que forman un coro y parecen estar encadenados, casi fundidos unos con otros. Llevan anotadores en la mano e intercambian nerviosamente datos y cifras con quien está sentado. El primero de ellos se acerca al que está sentado, y éste, al verse interrumpido, le hace un gesto imperativo y desdeñoso con la mano para que se calle. Luego se pone de pie, pita un cigarro, y con la mano izquierda hace un gesto de “hecho” o “muy bien”, que luego repetirán los deportistas ante –por ejemplo– un golpe afortunado. Detrás, el cuarteto de aduladores se muestra obsequioso. Uno por uno y por riguroso turno se acercan al hombre con el cigarro, intercambian algo, y salen del campo hacia el fondo y por el lado derecho. Al hacer esta salida sucesiva, vemos que junto a la puerta –y siempre de espaldas– hay un mayordomo inmóvil junto al dintel. Nótese ya aquí la primera serie de simetrías-oposiciones. Exterior-interior, campo-ciudad, los primeros abandonando campo por izquierda/primer plano, los segundos por derecha/último plano. 5. Intertítulo: “In the wheat pit. The final threshing” (“En la fosa del trigo. La última trilla”). 6. Plano general de una multitud en la bolsa de valores. Hombres gritando, corriendo de un lado al otro, desaforados y con papeles en la mano. Parecen luchar entre sí. En el medio se destaca un hombre que arroja visiblemente una moneda al aire y luego se retira hacia el fondo. Entra al lugar aquel a quien hemos visto sentado en el teléfono rodeado de corifeos en la escena anterior. Cuando entra, todos los presentes se arrojan presurosos sobre él. Luego, al retirarse, un hombre sobre el extremo derecho se desvanece y cae redondo al suelo. 7. Intertítulo: “His answer to a ruin’s man plea ‘get in the pit where I got it’” (“Su respuesta a la súplica de un hombre en ruinas: ‘Métete en la fosa donde lo tengo’”). 8. Volvemos a las oficinas del hombre caracterizado como “rey del grano”. Las mutuas felicitaciones son interrumpidas por la llegada del hombre arruinado por la especulación a quien vimos en la escena anterior. Lo vemos suplicar y ser rápidamente echado de allí. Sale por derecha/fondo. 9. Intertítulo: “The gold of the wheat” (“El oro del trigo”). 10. Un suntuoso banquete visto en plano general. Vemos entrar por derecha al “rey del grano”, vestido ahora de frac, y hacer un brindis. 11. Intertítulo: “The chaff of the wheat” (“La paja del trigo”). 12. Plano general de una panadería. Detrás del mostrador, un vendedor, y a su lado se ve un cartel que dice: “Owing to advance of price of flour the usual 5 cloaf will be 10 c”. (“Debido al aumento del precio de la harina, el precio habitual de 5 c la hogaza pasa a 10 c”). Sucesivamente, pasan un hombre que compra una hogaza de pan y luego una mujer joven que se lleva otra: ambos son informados del aumento por el vendedor que, señalándoles el cartel, les reclama los cinco centavos restantes. Ambos lo pagan. Luego aparece una mujer mayor acompañada de una nena y, al no poder pagar el nuevo precio, se retira del lugar llorando. En este plano, Griffith mantiene al fondo del campo –background– una segunda vendedora detrás de un segundo mostrador y a sus respectivos clientes mientras sucede lo que acabamos de narrar. “Duplica” la escena que se ve en primer plano. Para intensificar esta duplicidad (y de la situación toda y “ya” en marcha), pone en escena, sobre el segundo mostrador, otro cartel. Éste dice: “Don’t blame us. The rise in wheat is responsable” (“No nos culpe. La suba del precio del trigo es la responsable”). 13. Nuevo plano general del banquete. Se ve al “king of wheat” fumando un cigarro. 14. De nuevo en la panadería. Una toma en plano general fijo, pero no congelado, muestra una larga fila de pobres y famélicos mirando el pan. 15. De nuevo el banquete. Plano general pero dividido en dos partes; como fondo, la mesa y los comensales. En primer plano, “el rey del trigo” conversando y riendo con tres mujeres. Luego los cuatro salen hacia la derecha y a fondo de plano, y después comienzan a hacerlo los demás invitados. 16. Volvemos al plano número 1. Pero con la mujer del sembrador y su hija puestas sobre el costado derecho y a la entrada de su cabaña. Ambas miran fuera de campo hacia la izquierda donde, en el plano anterior (1), hemos visto a ambos hombres salir en esa dirección. La mujer levanta su brazo y señala horizontalmente en esa dirección. Luego vemos entrar en campo a ambos sembradores con gestos cabizbajos. La mujer se levanta y muestra sus manos abiertas, a lo que el “hombre principal” le responde con el mismo gesto. Luego ella mueve la cabeza a los costados y el hombre responde con el mismo gesto otra vez. Ella baja la cabeza y el hombre mira hacia otro lado, el izquierdo. Al fondo, el otro hombre entra lentamente en la cabaña y queda mitad en campo y mitad fuera en relación con el marco de la puerta. 17. Intertítulo: “The high price cuts down the Bread Fund” (“El alto precio reduce el Fondo del Pan”). 18. De vuelta a la panadería. Comienza como un “tableau vivant” al igual que en el plano 14, pero aquí toma vida. La fila de indigentes se apresta a recibir sus panes, pero tan sólo cinco de ellos lo consiguen ya que no quedan más, según indica el dueño del local. Vemos que el segundo mostrador no tiene a nadie detrás, así como también el estante está completamente vacío. 19. Intertítulo: “A visit to the elevators” (“Una visita a los elevadores”). 20. Llegan a la oficina del “rey del trigo” algunas mujeres muy emperifolladas que charlan con él y luego salen todos juntos hacia la derecha. 21. Plano general de un elevador de granos. Vemos allí a un operario y luego, subiendo por una escalera a la izquierda, otro seguido por los visitantes. Vemos en el suelo una soga hecha un ovillo. 22. Corte a plano medio al interior del silo y con el grano cayendo verticalmente desde la derecha. 23. Corte de nuevo al plano 21. Entre los visitantes la mujer principal señala con su brazo hacia abajo y a la derecha el fondo del silo, puesto ahora –plano 22– fuera de campo. Las mujeres y demás visitantes se retiran guiados por un obrero hacia el fondo, donde se perciben otras instalaciones. Por la escalera sube un empleado con un telegrama que entrega al propietario. 24. Primer plano (o “plano detalle”) del telegrama. “Mr. W. J. Hammond. Dear Sir you have control of entire market of the world. Yesterday added 4 million to your fortune. Sincerely (una firma a mano) Accountant” (“Sr. W. J. Hammond. De mi consideración, usted controla la totalidad del mercado mundial. Ayer su fortuna aumentó en 4 millones. Cordialmente [una firma a mano] Contador”). 25. Gesto de satisfacción del dueño. Mientras, los visitantes se retiran por el fondo y el mensajero por la escalera por donde ha traído el telegrama. Luego, el “rey del trigo” haciendo otro gesto de triunfo, pierde su equilibrio y cae al foso. 26. Corte a plano del interior del silo con el hombre cayendo y el grano cayendo sobre él. 27. Plano de la panadería. Con el mostrador vacío y los panes en un estante a espaldas del propietario. Éste conversa con un policía uniformado que luego sale hacia la derecha. Entran varias personas o, mejor dicho, primero un hombre que hace luego señas a los demás. Aparece entonces una multitud compuesta por hombres, mujeres y niños, todos pobremente vestidos, y que le reclaman por el pan agresivamente al panadero. Reaparece por otro lado el policía y comienzan los golpes. Luego entra un segundo policía también de uniforme. Continúa la pelea. 28. Nuevo plano del interior del silo con el grano que está ya sepultando a su propietario. El plano se mantiene hasta ver una mano que sobresale y que finalmente es cubierta por el grano que sigue cayendo. 29. Parte superior del elevador. Sin nadie. O “plano vacío”. Se ve la soga en el piso. Luego aparece el primer operario desde el fondo. Detrás, los visitantes al lugar. Luego éstos bajan por la escalera por la cual subieran al lugar. El operario les indica con un gesto que tengan cuidado al bajar. Por cierto: los operarios llevan ropas claras, a diferencia de las ropas oscuras de los visitantes al elevador. 30. Oficina del empresario. Vemos a los visitantes regresar de su visita al elevador. Luego, alarmados, notan la ausencia del propietario. Presurosos, salen por la derecha hacia el fondo del plano. 31. Elevador. Vemos que tres operarios, ayudándose con la soga, están sacando el cuerpo del propietario del interior del silo. Llegan los anteriores visitantes. Una mujer –posiblemente su esposa– pregunta a otro de los presentes que sostiene el cuerpo, y éste le indica con un gesto que ha muerto. La mujer cae verticalmente de rodillas. 32. El mismo plano 2, pero ahora tan sólo un hombre que siembra y avanza desde el fondo hasta una relativa cercanía a cámara. Mira la tierra deteniéndose un poco, luego gira –sin salir de campo–, y de espaldas lo vemos alejarse, siempre sembrando, mientras la imagen funde lentamente a negro. A Corner in Wheat tiene una duración de poco más de catorce minutos incluyendo los títulos de presentación y los del final. El film está basado en una novela de Frank Norris –The Pit–, un autor muerto prematuramente y que junto con Stephen Crane y Jack London formaban ya para ese entonces una conspicua trilogía de narradores del primer realismo norteamericano. Vemos aquí cómo Griffith ya al comienzo de su film relaciona dos mundos mediante un fuera de campo, y así tanto el mundo de los chacareros empobrecidos, el de las oficinas y dependencias del especulador, así como ese tercer lugar que es la panadería –mundo intermedio entre ambos– se relacionan/diferencian con rotunda claridad. Tenemos ya establecido el fuera de campo en las dos primeras tomas. El primero, con el par de sembradores saliendo rumbo a su trabajo, y el segundo, cuando los vemos trabajar la tierra. Luego, en el plano 16, la vuelta de ambos –y en el mismo lugar y situación del plano 1– pero primero anticipada o “preparada” con la mujer y la chica esperando y mirando fuera de campo en dirección izquierda, por el cual los hemos visto salir al comienzo. También puede verse cómo la dirección de la salida de los sembradores en ambos planos –2 y 32– es siempre por la izquierda, y la del “rey del trigo”, sus empleados, y luego sus visitantes, es siempre por la derecha; planos: 4, 8, 15, 20 y 30. Pero también es por derecha la salida del “rey del trigo” y de sus invitadas en el banquete (15). Las salidas de campo de las tomas de la panadería son todas por derecha, pero en dirección “hacia delante” (foreground), en primer plano casi “a cámara”, mientras que las del rey del grano y los suyos es por el fondo del plano (background). Tenemos que Griffith diferencia, mejor dicho, crea una diferencia espacial entre los tres mundos representados mediante las salidas y los fuera de campo que practica en cada una de ellas. Chacareros a la izquierda. Empresario y corifeos, derecha y al fondo del campo. Clientes de panadería y luego policía que los reprimen por derecha, pero en primer plano. En inglés se dice “foreground” al primer plano de la escena (en sentido teatral), pero habría que diferenciar ya aquí este “primer plano” tomado del “stage”, escenario teatral, de aquel del plano de cine conocido luego como “close-up”. Puesto que además tenemos un primer plano como uno de los tres o cuatro diferentes pero sustanciales encuadres del cine: primer plano, medio y general. Se nos ocurre campo delantero. El tratamiento del espacio en la toma fílmica está dividido en tres campos: cercano o delantero, medio y fondo. Así como son tres las divisiones básicas del corte o seccionamiento espacial: primer plano, medio y general. Tantos los tres primeros como los otros tres son pasibles de fuera de campo. Todos los fuera de campo de los chacareros hacia la izquierda se relacionan con el lugar del cultivo. Los del “rey del trigo”, hacia la derecha, relacionan el espacio de la oficina con la bolsa y con el elevador de granos. En el propio espacio de la oficina (8), cuando el “rey del trigo” expulsa al accionista al que ha fundido previamente en la bolsa, éste sale en la misma dirección. Con esto se marca la pertenencia –si bien ahora problemática– de este personaje al mismo “mundo” y “lugar” de quien ahora lo ha llevado a la ruina El banquete (10, 13, 15). En el segundo de estos planos se sale de ese lugar también en la misma exacta dirección fondo-derecha que en las respectivas salidas de las oficinas del “rey del trigo”. Las direcciones y situaciones de la puesta de cine implican ordenamientos espaciales que son también referenciales a las situaciones dramáticas y particulares de los personajes de la diégesis. En segundo lugar, estas direcciones marcan, es decir hacen propio, vuelven propiedad ese mundo diegético que se va organizando frente al espectador. La mujer del chacarero señala con su brazo hacia la izquierda –el campo sembrado– y la mujer del agiotista hacia derecha y un tanto hacia abajo, el fondo del silo –donde luego quedará sepultado su propio marido–. El agiotista hace dos gestos de triunfo con la mano. Uno (4) al recibir la suba de valores en su oficina. El segundo (25), cuando lee el telegrama que le informa que ha ganado millones. Este segundo gesto de fervor es el que provoca su caída al foso del silo. Aquí tenemos una simetría simple pero dramáticamente contundente y propia, de propiedad del cine y de su concepto. El fatum clásico es ordenado, organizado frente a nosotros. Antes, el acaparador le había dicho al accionista arruinado “Get in the pit where I got it”. Griffith se muestra ya habilísimo para sobrellevar la falta de diálogo sonoro haciendo que el intertítulo con lo expresado por un personaje se enlace o se relacione simétricamente con una acción luego representada, ésta de carácter irónico. Las frases, primero mediante el empleo de intertítulos y luego dichas por los actores, tienen en el cine una propia simetría enunciativa que despliega su particular principio de simetría. Su uso puede ser trágico, pero también in fine cómico, irónico o ambiguo. La soga. La vemos por primera vez sobre la base del elevador (21) y luego, siempre en el mismo sitio (29), en ambas como “cosa” del lugar. Luego la vemos empleada para un uso desplazado (31), nada menos que sacar el cuerpo inerte del especulador del fondo del silo donde ha muerto sepultado por su propio grano acaparado. Veamos esto: en el plano 21 está la descripción del lugar y allí vemos una soga como cosa posible de estar –índice– en un elevador de granos. Luego la vemos (29) siempre en el mismo lugar, pero con nosotros ya sabiendo que por el foso cayó el propietario y viendo a los visitantes regresar de la visita guiada hasta donde se encuentra la soga –y nosotros–. Aquí la cosa-soga, que desde luego es la misma y está en el mismo lugar, adquiere otro status particular, es parte de lugar que ya no es sólo el índice o parte tan sólo del índice de un elevador de granos: la soga ya es ícono puesto que es una imago particular que se corresponde a un universo contenido en algo llamado A Corner in Wheat. Pero esto no sería nada si no alcanzara su status siguiente, cuando finalmente (31) veamos la misma soga, pero ahora empleada por tres operarios para extraer el cuerpo sin vida del propietario del foso adonde fue sepultado por su propio grano. Esta toma –además– comienza in media res, se pasa a ella con la acción en la mitad, haciéndose. Del mismo modo triádico será empleado el teléfono en The Lonely Villa. La primera vez/toma de una cosa u objeto indica, es índice. La segunda marca un lugar o una cualidad propios y es ícono. La tercera finalmente enlaza y lleva a un sentido que el fuera de campo sostiene: símbolo. Aquí, en A Corner in Wheat, de no tenerse el cuerpo sin vida del agiotista puesto fuera de campo (29) no tendríamos nada, ni soga-ícono ni luego, y menos todavía, símbolo. Y fíjese que el uso desplazado o no habitual de la soga lleva/menta también la acción de colgar como castigo; así como quien ha especulado con mercancías es ahora arrastrado como una de ellas. Ya que estamos, lo mismo hará Hitchcock con el empleo de ese mismo objeto en su film Rope. Éste es el fuera de campo semántico. Con el mismo elevador, luego el foso y el grano cayendo en dos planos sucesivos sobre el cuerpo del acaparador, tenemos un primer uso –ya ejemplar– del eje vertical. La irrupción de otra cosa: destino, fatalidad, providencia. Sin duda “algo más” que cruza lo horizontal. El eje vertical es una modificación al status de conocimiento de lo que se vio con anterioridad. No se tiene eje vertical con una simple toma donde aparezca una escalera, un ascensor, silo o aeroplano, sino luego de que, tras su empleo o su paso por allí, haya una modificación o pueda haber una modificación de lo que venimos viendo hasta ese preciso momento. En este film, varios de los gestos en la actuación de los intérpretes son todavía aquéllos dependientes del teatro de la época, y todavía faltan –por ejemplo– Lillian Gish, Mae Marsh, Robert Harron y Richard Barthelmess, con quienes se tendrá la actuación de cine ya separada también de lo teatral. Pero Griffith no tenía todavía nada a cambio de los gestos y los modos teatrales contemporáneos; sí una organización del espacio mediante cortes, planos, simetrías y ejes verticales absolutamente única. Y sobre todo la relación dramática que aquí apenas se vale de intertítulos sólo clasificatorios y sin que ninguno de ellos intente reemplazar lo que la relación de las imágenes puede expresar por sí misma. Sin duda esto no guarda ninguna relación, salvo la polémica, con lo hecho por Lumière y seguidores, pero tampoco con Méliès. Es posible discutir hasta el Juicio Final si los “documentalistas de Brighton” llegaron al primer plano antes que Griffith, o si el tal Promio y su paseo en lancha por Venecia para tomar vistas de la ciudad por encargo de les frères Lumière ya es un travelling. Lo que es seguro es que no existe nada comparable a estos primeros y primerísimos films de Griffith en cuanto a construcción orgánica. Si bien es cierto que su contemporáneo Edwin S. Porter se adelanta en algo en cuanto a desarrollar la continuidad diegética con su Vida de un bombero norteamericano y su Asalto al tren (1902-03), no sabe –a su vez– cómo continuar con estas cosas descubiertas, como puede verse con rotunda claridad en la siguiente La cabaña del tío Tom, con sus escenarios y telones pintados y sus trucos crudamente teatrales. En todo caso, Porter es el primero que padeció el “signo meduseo” en relación con el cine. Ya que se petrificó por haber llegado demasiado prematuramente a un lugar. Puede verse también que, aquí y en tantos otros de estos primeros films, Griffith busca parte de su inspiración para ciertas situaciones en cuadros más o menos contemporáneos. Las escenas contenidas en los planos 2 y 32 pueden deber parte de su inspiración al conocido cuadro de Millet El Ángelus. Así como, por ejemplo, y poco después, una de las actrices de su casting –Kate Bruce–, que interpretará a la madre griffithiana par excellence, hará recordar muchas veces al célebre retrato de su madre que pintó Whistler. Pero véase cómo Griffith jamás busca reproducir el motivo o el modo del cuadro sino que lo emplea como soporte. A diferencia, claro, de cosas como El asesinato del duque de Guisa con su marco teatral y sus cuadros históricos y que intentó fundar en Francia nada menos que el llamado film d’art; art de musée, por cierto...10 Luego, en El nacimiento de una nación y en Intolerancia habrá tomas completas donde se buscará reproducir –citando las fuentes además– ciertos cuadros que ilustraban con anterioridad determinados episodios históricos que aparecen en ambos films. Por su parte, Intolerancia se terminará con una alegoría sin más –y hasta extramundana– que tendrá lugar luego de terminada la ficción dramática, además de estar todo su decurso pautado por la imagen de “la madre que mece la cuna”. Esto no debe obviarse, claro. Pero téngase presente que, inmediatamente después de esto, será el propio Griffith el que habrá de no sólo eliminar sino también dejar atrás tales cosas. Que no es lo mismo. Superación no es mera supresión. Como puede verse por ejemplo en Pimpollos rotos y en Way Down East, su obra maestra absoluta. La obra de Griffith, desde Las aventuras de Dollie hasta The Struggle,11 despliega una parábola que puede seguirse con absoluta claridad. Como harán tantos autores antes y después. Como Velázquez, que al decir de Élie Faure no pintaba en sus últimos cuadros las personas ni las cosas sino el vacío entre ellas; como hará luego Hitchcock a partir de Marnie; o Borges en sus últimos relatos; todos ellos, al final de sus obras, parecen desmontar, des/armar el modo, la trama o el hilo conductor del tapiz que han tejido con los años. Haciendo así visible la ya clásica paradoja de Hokusai sobre el dibujo. Claro que, en este recorrido ya señero y posiblemente inmemorial, la obra de Griffith cumple también con otra diferencia: la parábola desde la sencillez originaria y “primitiva” puede completarse con un regreso a eso originario; donde el concepto del cine vuelve a su punto cero y muestra, y sobre todo demuestra, cómo también en este fin está su principio… IV Recapitulación. Fuera de campo. Función y sentido Componen el concepto de fuera de campo todos aquellos elementos, sean diegéticos o formales, que se extienden más allá del campo visual de la pantalla y en sus respectivas continuidades completan la visión total de un film. También el fuera de campo es el recurso heurístico mediante el cual el cine se separa de manera polémica de la fotografía o de lo fotográficocondicionado, tanto como extensión de lo teatral como, tiempo después, de lo televisivo. En tercer lugar, el fuera de campo es el recurso mediante el cual aparece lo simbólico en el cine, siendo por lo tanto el vehículo o feros del símbolo. El fuera de campo es el elemento fundamental de la tríada heurística del concepto del cine compuesta además por el principio de simetría y el eje vertical. Mediante su empleo se extiende, prolonga y se crea una continuidad –y contigüidad– de lo que sucede o se representa en el espacio de proyección fílmico, relacionándolo con un antes y un después de aquello que se ve en ese momento. De ahí que, en el cine, cuando cumple su concepto, nunca se ve sólo lo que vemos en el momento en que lo vemos. Con eso, la esencia del cine –si podemos expresarnos así–, su quia, su qué y su cómo, nos son dados de consuno. El fuera de campo es también el canal mediante el cual circula lo simbólico del cine, siendo el principio de simetría el fluido o excipiente que permite tal circulación o por el que es condensado material y espacialmente el símbolo. En los films más notables, el empleo del fuera de campo12 no se establece a partir de un solo campo de reflexión o refracción, sino que son varios que actúan en conjunto y en simultáneo, dando por eso una mayor extensión expresivo-representativa al film en el que circulan, puesto que –además– tienden a lo circular. Veamos el comienzo de Rope. Seguiremos empleando izquierda y derecha en sentido del espectador. Tenemos el plano general de una calle. Destaquemos por ahora lo siguiente. Vemos pasar a una mujer de derecha-izquierda llevando un “típico” cochecito con un bebé. Una vez que ha terminado de pasar, aparecen dos de los credits principales, y tras ello, Rope en color rojo; luego, siempre con el plano general en picado de esta calle, el resto de los credits. A continuación, un travelling que, partiendo desde la calle, se continúa hasta un balcón-terraza y hasta llegar frente a una ventana cerrada en donde se detiene. Allí se oye un alarido y luego –mediante un corte– ingresamos a un interior en penumbras y con el primer plano de un hombre que está siendo estrangulado con una soga por unas manos enguantadas. La cámara, al pasar en travelling de la calle al interior, atraviesa antes un “campo vacío” sobre el balcón-terraza donde hay una suerte de pedregullo (o “zona árida”) y luego se detiene sobre la ventana cerrada. Una vez ahí se oye en off un alarido que en el plano siguiente “sabremos” que es el que poco antes dio la víctima del estrangulamiento. Al “abrirse el campo” pasamos al plano medio y vemos a dos hombres a los costados del muerto. Uno –a izquierda– que tira todavía de la soga y el otro –a derecha– que lo tiene aprisionado entre sus brazos. Ambos llevan guantes. Tenemos entonces calle-balcón/seco-ventana cerrada en una secuencia móvil sin cortes conocida como travelling. Luego, el primer plano del asesinato por estrangulamiento ya descrito. De inmediato seguirá, primero, la auscultación del corazón del cuerpo de la víctima por el hombre que está a su derecha, luego la acción de depositar/esconder el cuerpo ya sin vida dentro de un arcón donde quedará hasta poco antes de la conclusión del film. Al finalizar esta acción, ambos jadean. Con el modo “/” –como en el anterior “depositar/esconder”– intentamos a veces hacer gráfico el doble y a veces triple campo semántico-simbólico que alcanzan el cine y su concepto cuando nos ponen estrictamente en suspenso, ya que suspende la habitual unidireccionalidad de juicio de todo lo que vemos a diario y normalmente. En cambio, en el concepto del cine –como en la secuencia citada– podemos oscilar, dudar, variar, permutar el verbo, puesto que esto que vemos es tanto un depositar como un ocultar. Una acción vista en el cine no es sólo eso que vemos habitualmente reproducido en la fotografía, de ahí también el carácter de “redentor” que tiene el cine del clisé fotográfico. En Rope, el fuera de campo principal es la calle. Fuera de campo que – como se ha dicho– constituye uno que se desprende de la diégesis a lo largo de todo el film. Esto es: la calle estará fuera de campo a lo largo de todo el film, y ese constituirá el otro lugar, el alter mundus por excelencia del film. Podemos continuar ahora como sigue. Este fuera de campo se completará –de manera circular– hacia el final, con la entrada en campo de “la calle”, luego de los tres disparos hechos al aire por Rupert, tras lo que el fuera de campo principal entrará en el campo mantenido a lo largo de todo el film, el interior del departamento. Este fuera de campo originario que entra en campo se hace mediante voces “anónimas” que se oyen “aquí” comentando el que suponen puede haber sido el origen de los disparos. Sabemos que –paradójicamente– aquí tales tres disparos han sido de alarma y desahogo, y no de muerte y crimen. Que el verdadero crimen fue mudo, salvo el breve alarido que oímos –sólo nosotros– al comienzo exacto del film. Un alarido y una voz “sin cuerpo”. Veamos ahora la sucesión circular completa de todo el film. Exterior-calle de la que salimos/abandonamos para circular hasta un exterior calle puesto fuera de campo y que entra sonoramente al interior en el que permanecimos desde aquel primer fuera de campo. Un grito que oímos emitido fuera de campo y tres disparos que vimos disparar pero que oyó también “la calle”, cuyos comentarios verbales comienzan a entrar en el interior. Aquí “la calle” no es sólo espacio material del trazado urbano, sino también lo anónimo, la multitud, “la mayoría silenciosa”, la opinión pública. En “medio” de ambos fuera de campo de “la calle”, el segundo fuera de campo principal con el cuerpo de la víctima en el arcón a lo largo de casi todo el film, cuya colocación allí hemos visto y cuyo des-cubrimiento por Rupert vemos in fine mediante otro fuera de campo. En rigor, “vemos” no el hallazgo sino la reacción por el hallazgo en los gestos de la cara de Rupert. Cabe apuntar que el gran experimento de Rope no consistió sólo en las ocho tomas continuas de diez minutos cada una (además de la tomatravelling de un minuto con la que se abre el film), sino –y sobre todo– en volver absolutamente cine una obra de teatro ya escrita y representada con anterioridad. Repasemos la secuencia otra vez. Dejamos la calle en fuera de campo y atravesamos un balcón-terraza-“seco” hasta detenernos sobre una ventana cerrada detrás de donde oímos un alarido fuera de campo. Al entrar en este campo donde se produjo el alarido, vemos el cuerpo casi inerte –sin voz puesto que su ser en el mundo será tan sólo la voz de un breve alarido– de la víctima que –sabremos luego– se llamaba David. Es decir que lo único que oímos y sabremos y, sobre todo, conoceremos de este David será su último aliento. Luego vemos la auscultación del corazón –por quien sabremos luego se llama Brandon– del recientemente estrangulado, asesinado por una soga en las manos de quien luego sabremos se llama Phillip. Al poner la mano sobre su corazón, vemos sesgadamente un trozo de tirador sobre la camisa del muerto. A una señal/orden de Brandon a Phillip, éste levanta la tapa del arcón y ambos lo depositan en su interior, cayendo luego sobre la tapa ya cerrada y jadeando. Es mediante esta relación-sucesión mediatizada por el fuera de campo que se arriba a lo simbólico. Fíjese que cuando tal sucesión no es cumplida se tropieza con lo alegórico o –según los casos todavía decrecientes– con lo paródico. Hay un trayecto, un transcurso entre aquello que se omite o mejor dicho se elige omitir con la simetría basada en esta primera omisión, polémica o no. El concepto del cine es la forma mediadora entre el elemento fácticohistórico-material y el supra-temporal. O, si queremos, es aquel que enlaza el devenir horizontal con lo vertical espiritual. Nota sobre el gerundio Para describir el concepto del cine, parecería que la forma verbal gerundio fuera fundamental. Si el gerundio es “la forma invariable que denota acción o estados durativos” y “no indica por sí solo tiempo determinado”, además de poder expresar “un hecho coexistente o inmediatamente anterior al denotado por el verbo que acompaña”, el hacer del cine remite a dicha forma. V Recapitulación. Principio de simetría. Función y sentido Se trata de la repetición intencionada de un elemento formal –icónico, gráfico, sonoro o dialógico– que, al reaparecer, por ejemplo, una segunda vez en la puesta en escena, se vuelve diferente, sin perder de todas formas su condición anterior. Por esta diferencia accedemos al pasaje del índice al símbolo. La cosa que se repite sigue siendo materialmente la misma (índice) pero ya en esta segunda vez tendrá una mutación en su status de significación sin perder el primero y material. Este segundo status es ya el símbolo, aunque anteriormente puede darse un paso previo entre índice y símbolo al que denominamos ícono. Este principio de simetría, además de ser el vehículo o excipiente que lleva y porta a lo simbólico, fue acuñado en su origen como la segunda marca diferencial del cine con respecto al cinematógrafo, así como de la representación teatral de la que éste intentó ser tan sólo un copiador pasivo. Con el principio de simetría tenemos, vemos, la intencionalidad del autor o es ello lo que hace de su director un autor, alguien que lleva, porta, mueve y conduce la puesta en escena, no siendo –claro está– conducido por ella. El principio de simetría parecería querer plegar las cosas materiales, los objetos y el mundo fenomenológico todo a una voluntad de ser conocidos, pero sin negar o evitar que permanezcan tal cual en su carácter material y de uso habitual e instrumental. Al dar a estos objetos y cosas un carácter diverso del que manifiestan hasta ese momento y para el cual fueron fabricados y confeccionados, es que el concepto del cine se enlaza con el empleo tradicional de las cosas y de los objetos materiales. Vuelve a cada cosa material un útil, y al mismo útil o herramienta le otorga una segunda naturaleza. El cine emplea al mundo de lo hecho y de lo fabricado –incluso serialmente– como soporte de muy otras operaciones. Digamos que obliga a tales cosas materiales y seriales a ser soportes de operaciones de otro tenor, pero sin desfigurarlas de su condición óntico-material. Ya que estamos, esta desfiguración de lo natural-material constituye el más puro kitsch. El cine no da ni otorga nobleza a las cosas y a los objetos que necesariamente no lo tienen en o por su origen de fabricación serial, pero las obliga a ser trascendidas, las obliga –podría decirse– a ser algo más, pero sin dejar de aceptar su condición de caídas en la crasa materialidad. Veamos nuevamente Rope, donde el principio de simetría, como tantas otras veces, principia en el mismo título. El asunto, claro está, es sostenerlo luego en la continuidad de toda la puesta en escena. ¿Cuántas veces vemos la cosa-soga? Primero, cuando es empleada por Phillip para estrangular a David. Luego, colgando del arcón donde se ha depositado el cadáver. Cierto que aquí primero la vemos nosotros y luego un aterrorizado Phillip. A continuación, cuando la saca de allí un jocoso Brandon que la toma y la hace girar en la mano hasta depositarla en un cajón de la cocina. Luego, cuando la vemos aparecer sujetando la pila de libros (primeras ediciones) que Brandon le obsequia al padre de David. Tras ello, cuando Rupert la saca de su propio bolsillo y se la muestra a ambos asesinos, y –finalmente– tirada en el suelo cuando Rupert la deja caer al dirigirse a luchar “mano a mano” con Phillip por la posesión del revólver y al hacerlo éste le hiera la mano a aquél. Podría decirse aquí que los dos ejes principales de circulación de simetrías actúan casi de consuno ya que son la soga y las manos. Vayamos a las oposiciones binarias. Calle-interior. Grito póstumo-jadeo de los dos asesinos. Primero, el encierro en el interior del departamento, y segundo, el del cadáver de David dentro del arcón sobre el cual se pondrán candelabros, luego las viandas para un sarao, finalmente unos libros. Veamos esta otra sucesión. Calle sin sonidos, luego balcón terraza, completamente “mudo”, luego ventana cerrada y –en fuera de campo– alarido. Una vez en el interior se tiene campo=resultado de ese alarido con el cuerpo ya exangüe de David luego de ser estrangulado. Las manos como simetría. Un par “ejecuta”,13 ahora con un trozo de soga, otro ausculta el corazón de la víctima y ordena poner el cuerpo en el interior del arcón. Luego éste se sacará sus propios guantes, así como sacará los de su doble que “se dejará hacer pasivamente”. N. B. Veamos con mayor detenimiento esto último, cuando señalamos por nuestra parte que vemos aquí “su doble”. ¿Están ya dados todos los pasos del entendimiento formal de la breve secuencia anterior, para que allí nos precipitemos sin más a referirnos a un término exterior, como “mítico”, a una breve estructura de significación que supuestamente no la reclama? Claro que el cine, al ser un continuum, puesto que todo análisis supone la obra completa ya vista y revista, implica que se tiene un entendimiento de su operar en doble sentido. Lo primero completa lo que sigue y el fin se da circularmente con el principio. La música antes, la poesía épica primero, y trágica luego, y hasta a veces después la propia prosa novelística decimonónica, intentaron muchas veces lograr per fas et nefas esta circularidad. Entonces, es la puesta en escena la que mediante este tránsito de fuera de campo y de simetría lleva, más que remite, a ese fuera de campo míticosimbólico, o a ese reservorio sin necesitar pasar antes o detenerse en el empalme de su reconstrucción libresca citatoria en busca de ayuda para proseguir su marcha hacia el símbolo. El fuera de campo y su relación con la simetría arriban necesariamente a su implicación simbólica pero yendo al fondo, al Grund mítico del símbolo sin tener que detenerse antes en las postas o en los empalmes de las acuñaciones simbólicas anteriores. El mitologema del doble, aquí en Rope se da por representaciones de binariedad fáctica elemental –físico-anatómicas– sin parar mientes previamente en sus performances simbólico-culturales anteriores. El espectador ve dobles o series de dos y de tres –ya que éste es “un dos problemático”– llevado por la transparencia y continuidad de la narraciónrepresentación, sin necesidad de tener que detenerse en los empalmes previos. Postas que –por otro lado– venían actuando en las artes anteriores que recurrían a tales intentos de resolución como fatales divisores de la atención, retardadores y elementos distractivos del sentido que quería buscarse. Así los recursos a lo mítico de la ópera wagneriana –por ejemplo– y un largo etcétera; incluso los de aquellos que, a posteriori, intentaron correcciones a esta dirección como Hermann Broch y su novela La muerte de Virgilio, por ejemplo. O sea que el cine completa, arriba finalmente a ese telos, a ese objetivo buscado por ciertas artes anteriores cuyas prácticas respectivas tendían –ballein– a reunir –syn– el lazo entre logos y mito. Pero que para eso debieron –por las técnicas y los materiales empleados en esa tarea– referir a un paso previo o mitologema previamente cristalizado en forma de emblema y hasta vuelto ya alegoría. Volvamos a Rope. Aquí el mitologema del doble es primariamente comunicado mediante la simple binariedad de dos hombres que actúan en conjunto, y es potenciada por este tercero –y medio o “en el medio” problemático– que es rápidamente eliminado y de inmediato “tapado”. Su concreción fáctica frente a nuestros ojos. Claro está que será a partir de ese momento que esa serie de simetrías sobre lo doble y lo dúplice correrán por cuenta de un autor actuando en una puesta en escena. Así como luego habrá un elemento tercero –Rupert– que estará en el medio y se opondrá a ambos hasta el final; incluso espacialmente. Esta terceridad o tercer elemento en “medio” de otros dos se dará a lo largo de toda la puesta en escena del film. Terminando exactamente con un tres-triple-triángulo: tres disparos, tres sillas, dos de frente, junto al piano, y una de espaldas a “nosotros” y frente a los “dos” donde se sienta Rupert. Y una triangularidad total con la figura que forman Phillip, en el extremo izquierdo junto al piano, Brandon al lado del bar portátil, y Rupert de espaldas a nosotros. Todo el film es un triángulo, un juego de manos, una soga que cambia de posición y de uso, dos fuera de campo absolutos –calle y arcón– y algunos fuera de campo parciales. Ya la particular relación física entre Brandon y Phillip se establece a continuación del ocultamiento del cuerpo de David y se nos da mediante continuidades y simetrías, una vez establecidos los dos fuera de campo en relación con la diégesis completa: la calle y el arcón. Vemos entonces que Brandon le quita los guantes a un Phillip que se deja hacer pasivo. Este “dejarse hacer” de Phillip por Brandon se continúa a lo largo de toda la puesta en escena: órdenes de que haga esto y aquello, la voz de éste diciendo o explicando aquello que un Phillip al borde del balbuceo o directamente sin palabras no puede decir; incluso aquél llega a abofetearlo. Si regresamos nuevamente a la primera toma, vemos que también en el plano general de la calle aparece un policía deteniendo a un automóvil para ayudar a cruzar a dos niños. Más atrás –sobre la vereda–, un hombre solo y, caminando y en sentido opuesto, una pareja hombre-mujer. Se adelanta así, prologalmente, lo doble y dúplice con un tercer término en medio, así como ese otro término de un personaje solitario y un parpareja.14 Vemos entonces que esta primera toma y plano secuencia mediante travelling no sólo sirve para crear y articular el gran fuera de campo total diegético de Rope, sino también para adelantar prologalmente elementos como el triángulo, el doble, y el doble con un tercer término opuesto o antitético en medio; así como la marcha en solitario de un solo hombre. Repasemos. Tenemos un plano general de una calle vista en picado, desde lo alto, altura que es la del mismo piso al que ingresaremos poco después. Una mujer lleva un cochecito con un bebé en dirección izquierda. Luego comienza un travelling –también hacia la izquierda–, donde vemos un policía de uniforme que detiene a un automóvil para que dos chicos puedan cruzar la calle. Más allá, un hombre caminando y, yendo en sentido contrario, una pareja. Luego la cámara prosigue moviéndose lateralmente, siempre hacia la izquierda, y allí vemos un balcón-terraza completamente vacío y luego una ventana cerrada. Al detenerse allí el travelling, se oye fuera de campo un alarido humano. En su interior y en primer plano y luego en plano medio, vemos a un hombre que está siendo estrangulado con una soga por alguien situado a su izquierda y con otro a su derecha que está inmovilizándolo. El cuerpo será poco después depositado, ya inerte, en el interior de un arcón. Vemos cómo en las primeras tomas de Rope el autor establece no sólo los dos principales fuera de campo diegéticos de todo el film –calle y arcón–, sino que además los emplea para articular los motivos y figuras que actuarán como bajo continuo o matrices de las que surgirán sus diversas variantes. Doble, triángulo, el marchar en soledad, el vacío o lo vacío, lo cerrado, las manos, la soga y hasta algunas de sus variantes por contigüidad, como los tiradores de la víctima. El fuera de campo entonces pone en marcha, activa podríamos decir, la gran otredad o alter mundus del film, así como establece el canal de circulación de los elementos simbólicos, cuyo excipiente o vehículo será el principio de simetría. Veamos ahora y una vez más el principio de simetría en relación con las manos. Las del asesino estrangulando a David, enguantadas como las de Brandon, quien sostiene a la víctima y luego le ausculta el corazón para comprobar si está muerto. Luego15 haciendo girar el trozo de cuerda. Siguen las de éste abriendo una botella de champagne, aunque “reemplazado” en la tarea por Phillip que la “completa”, ¿nuevamente? Luego encendiendo las velas del “altar” que improvisa sobre el arcón y donde se le ocurre disponer las viandas del party. A continuación, la mano de Phillip herida por una copa cuando llega a la fiesta la tía de David, a quien confunde con Kenneth. La mención de las manos de Phillip –en fuera de campo/relato–, cuando se cuenta de su “afición” a estrangular pollos. Luego, las de éste tocando el piano, y después examinadas por la “lectora de manos” que le augura que “ellas lo volverán famoso”. Las manos de Rupert examinando y haciendo funcionar el metrónomo. Luego vistas en primer plano cuando le dan por error un sombrero ajeno, “más chico”, y donde ve en su “interior” las iniciales D. K., pertenecientes a David, lo que hace sospechar a aquél de su “ausencia” en el party. Su mano herida por el revólver cuando lucha por su posesión con Phillip. Las manos abriendo la ventana y disparando por tres veces al aire. In fine, su mano puesta horizontalmente sobre el arcón. VI Recapitulación. Eje vertical. Función y sentido El eje vertical completa la tríada de elementos heurísticos fundamentales creados y hallados por Griffith para separarse del espacio de representación teatral y derivado de lo teatral, así como del verosímil fotográfico, que ya para ese entonces se intentaba hacerlo pasar por el único paradigma posible de lo real. El eje vertical consiste en la irrupción de un elemento –cosa, toma, encuadre, objeto–, así como del empleo de un signo de construcción arquitectónico (escalera, piso superior), o de un aparato mecánico (avión, helicóptero) que al irrumpir en el continuum diegético del film produce o da lugar, además de su separación de la proximidad con la representación teatral, a otra cosa. Muestra la irrupción en la diégesis en marcha de algo diferente, que cruza a lo horizontal-histórico. El eje vertical enlaza y despliega esa “otra cosa” tanto en sentido de información y representación como de manifestación. Es decir, tenemos eje vertical cuando luego, inmediatamente después, o por medio de un elemento vertical cruzando el horizontal, el status de conocimiento de lo que se venía viendo y sabiendo hasta ese entonces sufre una modificación siquiera mínima, pero sí modificación. Además, el eje vertical es el excipiente mediante el cual el autor manifiesta su pertenencia a lo trágico. Siendo esto simplemente16 la creencia en la limitación de las acciones humanas: incluidas las históricas, las técnicas, y ni hablar de las propias artes. En cuanto haya esa limitación y se crea en ellas, tenemos lo trágico; y podría decirse que la señal de esa limitación o su lítote es el eje vertical. Volviendo al plano de representación, se tiene que mediante el eje vertical, además de la profundidad de campo –ínsita al cine y como puede verse ya en la primera toma de A Corner in Wheat–, se organiza la que podría denominarse aquí ubicuidad diegética. Eso que hemos llamado en otro lugar “mímesis completa” y que no refiere sólo al realismo en cuanto reproductibilidad de las cosas sino también a esa “espacialización” completa de la representación que hace que estemos a un tiempo dentro de una esfera o situación monádica –dentro de lo que vemos–, pero y también que ese mismo eje vertical nos recuerda –¿o despierta?– que estamos en ella mediante un “afuera” que lo hace posible. Las reproducciones intentadas por cierta pintura posterior al cine de esta simultaneidad –como los garabatos de Escher– no hacen otra cosa que potenciar esta cualidad monádica del cine. Por el contrario, cabe apuntar que ciertos elementos del temprano futurismo italiano muestran cómo algunos de esos pintores –Carrá, Severini, Boccioni– intentaron dar a sus cuadros una completud de visión que, desde luego, el cine y Griffith ya habían logrado superada toda “pictoricidad”. Así habría estadios miméticos desde el grafismo hasta el cine, pasando por la perspectiva plana, el punto de fuga, la perspectiva en tercera dimensión y luego la tactilidad. Finalmente, la completud monádica o la ubicuidad diegética del cine y su concepto. Tomamos la denominación “eje vertical” de un valioso trabajo sobre lo trágico de Jan Kott, El manjar de los dioses.17 Allí precisamente en su primer capítulo –“El eje vertical o las ambigüedades de Prometeo”– se recuerda esta tripartición expresada verticalmente entre el Cielo o mundo de los dioses, el terreno de los hombres, y el infrahumano o Hades, que tenía presente la representación trágica. Por supuesto que allí se hacía mención a que “La estructura vertical del mundo con sus funciones, símbolos y destino definidos, el arriba y el abajo es uno de los arquetipos universales más duraderos”, y puntualmente a Mircea Eliade:18 “El infierno, el centro de la tierra y la puerta del cielo están así situados sobre un mismo eje, y el paso de una región cósmica a la otra se efectúa sobre ese eje”. También: “Para los cristianos el Gólgota se hallaba en el centro de mundo, pero era la cima de la montaña cósmica y a un mismo tiempo el lugar donde Adán fue creado y enterrado”. Esta verticalidad opuesta y/o complementaria a la horizontalidad ha sido hondante en la representación griega y luego en la cristiana. Puede verse o seguirse con toda sencillez de Dante a Calderón, pasando por Shakespeare, así como en toda la pintura renacentista y barroca. Más que presente también en la ópera y su puesta en escena, y subrayadamente en el intento de “obra de arte total” debido a Wagner. Ahora bien, la pintura –luego de Goya y Delacroix–, así como el teatro burgués, y ni hablar de la novela correspondiente, pierden de vista esta tripartición estructural, así como estos dos ejes de representación, poniendo exclusivamente el subrayado en lo horizontal. No así en las artes y prácticas corridas y/o puestas al margen. De todo aquello que hemos llamado “diáspora de las formas tradicionales errantes desde el otoño de la edad media”. Pero todas ellas no contaban o dejaron de hacerlo en “lo central”. Esta corriente que, por ejemplo, literariamente puede seguirse con toda facilidad desde Hoffmann y Poe hasta Bram Stoker, es aquella que precisamente el cine y su concepto continúan, superan, y sobre todo vuelven a hacer central y operativa. O también es ahora –luego de entendido el concepto del cine– que obras como las de Hoffmann, Mary Shelley, Poe, Stoker y un larguísimo etcétera pueden comprenderse. Aquí más que nunca cabe aquello de que todo genio crea sus propios antecedentes. Claro que aquí no es sólo un genio individual o varios –que los hay–, sino toda una forma, un despliegue, podría decirse que toda una deriva logra –al derivarse mediante cada vez mayor “complejidad-conciencia”– mostrar y hacer entender sus propios antecedentes… Y todo esto con el consiguiente desconcierto del caso que manifestaron desde entonces la pintura y la música “centrales”, a las que no les quedó más remedio que diluirse y auto-abolirse mediante la busca desesperada de la pureza tectónica de sus materiales visuales y sonoros. Los cuales –notas, tonos, colores, figuras geométricas– intentaron alcanzar una pureza que no fue otra cosa que puritanismo extremo. Un puritanismo de ingenieros. Una consecuencia lógica –al decir de Hans Sedlmayr–, dentro de esta mentalidad puritana, fue la de perseguir este carácter autotélico luego de conseguir la autonomía. Claro que –y para seguir con este autor– para ello pagaron el precio de que muchos cuadros contemporáneos puedan colgarse tanto en uno u otro sentido, al no tenerse ni un “arriba” ni un “abajo” delimitados. Esta recuperación y operatividad plena del arriba-abajo se debe también al cine y a su concepto, y su modo de manifestación es el eje vertical. Pero aquí esta relación no se recupera sólo en sentido espacial-geométrico, sino también dramática y simbólicamente; es decir, de un modo plenamente operativo. En Rope el propio comienzo del film –ya descrito en sus otros item– es todo un eje vertical, puesto que remata con el estrangulamiento de David y rematará in fine con los tres disparos que Rupert da hacia la calle en sentido vertical. Y tras ello se oyen en fuera de campo los comentarios “corales” de la calle (“¿qué pasó?”, etc.) que “suben” hacia el piso en el que estamos situados. El propio revelamiento del crimen y su cuerpo lo “vemos” fuera de campo y eje vertical simultáneamente, cuando Rupert abre la tapa del arcón que cubre por segundos casi todo el espacio de representación. Recordemos una vez más que el infortunado David lleva tiradores que suman al propio disegno de la soga su paralela verticalidad. PARALIPÓMENA En el dilema entre sistema y aforismo no queda más que una solución: no perder de vista el fenómeno y examinar los criterios de los problemas que surgen continuamente, provocados por situaciones nuevas y tumultuosas. De este modo se suma un conocimiento a otro, y se van formando una serie de corolarios. CARL SCHMITT, EL CONCEPTO DE LO POLÍTICO En un documental, la puesta en escena es el montaje. En el documental, el cine se retro-trae a la fotografía. El cine comenzó compartiendo los sentimientos del romanticismo, pero sin renunciar a lo técnico. El símbolo es propio de una obra, que es su casa natal; luego se dispersa por el mundo histórico, después alcanza el cielo de los universales, para regresar, fina y finalmente, a la casa primera, ya transformado en experiencia. Al mito le resta una sola tarea y hasta una responsabilidad: mostrar, indicar, en su tozuda permanencia, la inalterable, iluminadora perspicacia del camino hacia la trascendencia. Es como una profecía tardía de lo que se ha cumplido. La parodia es ponerse por encima del material tratado, cuando en realidad se está por debajo. Perverso es repetir como estéticos aquellos pasos, gestos y acciones que nos repelieron como éticos. El pasado nos queda en gran parte traducido como representación. El cine, nuestros films más amados –y por ende comprendidos–, forman la mayor parte de esa traducción. Cada copia tendrá su propia y exclusiva revelación. Toda cotidianeidad debe transmutarse en otra cosa al llevarse como Diario, así como toda realidad debe servir para dar lugar a otra cosa, en el cine. En el melodrama, el sexo no importa, sino sus consecuencias. Hitchcock es el Alma con actores conocidos. ¿Qué es un artista mayor? Aquel que puede traducir y/o expresar haciendo uso de su propio material retórico y de la mayor cantidad de experiencia y mundus, en el sentido clásico del término. Mayor es también el más logrado equilibrio entre los medios retóricos y el mundo de la experiencia que se quiere comunicar; experiencia que es histórica, simbólica, anímica y aun metafísica. Cuando se pasa, se abarca y se equilibra a la vez el pasaje de una a otra, sin solución de continuidad entre esas cuatro esferas, y se utiliza para eso el recurso, forma o motivo retórico más acorde o necesario. Tenemos también allí un elemento para juzgar y re-conocer al artista mayor. Artista menor es el que transmite, recortándola, una experiencia aislada, o que en todo caso mantiene un desequilibrio, pero “armónico”, entre las cuatro esferas apuntadas. Dicho en otros términos, es el que subraya, privilegia o puede manejar sólo una o dos de esas esferas, sin poder hacer presentes o manejar sostenida y simultáneamente las otras. Verbigratia: el privilegiar o subrayar la esfera histórica y la simbólica, pero sin poder manejar paralelamente, y de manera simultánea, la anímica o espiritual y, sobre todo, la metafísica. ¿Y el artista lateral? Es el que recorta, o más bien des-cubre, una zona o forma de la experiencia –en cualquiera de las cuatro esferas–, mostrando en su despliegue alguna manera hasta entonces impensada, no acuñada o troquelada de la retórica ad hoc o correspondiente a esa experiencia. Puede sinonimizarse aquí al artista lateral con el excéntrico o extravagante. “Una significación trivial puede darse en una representación sublime y al contrario. Semejante falta de adecuación entre representación y significación constituye uno de los típicos medios con los que trabajan la caricatura y la parodia, pues entre una determinada representación y sus significaciones existen relaciones objetivas perfectamente determinadas, y ya sabemos que la coordinación no es siempre discrecional” (Hans Sedlmayr). Es por demás importante apuntar que hacia los años veinte, si no antes, en la mentalidad de cierta clase media ilustrada yanqui, el término “puritanismo” ya había sido sinonimizado sin más con represión sexual, hipocresía, quitándosele todo contenido o correlato económico. Ese seudo o ersatz de puritanismo fue el que después se trasladó in toto hacia las redacciones periodísticas de todo el mundo, y comenzó a formar parte de la vulgata progresista sobre la mentalidad norteamericana en general y luego, y tras cartón, sobre el cine de Hollywood en particular, cuando por cierto era y sigue siendo todo lo contrario: un ajuste de cuentas con el puritanismo pero visto en su faz no “psicológica” o material –es decir progresista–, sino en su carácter no solamente ético, sino también estrictamente teológico. Esto ya es por demás notorio en Way Down East (1920) de Griffith. El cine para ese entonces regresaba o recurría, en sentido viquiano, a una visión teológica de la historia y, subsidiariamente, de sus fenómenos políticos y económicos. Ya que, si la Historia es subsumida en la Teología, sus subproductos –como la economía, por ejemplo– quedan absorbidos en lo teológico. La fotografía, aun aquélla en movimiento, se desplaza en sentido contrario al del interés y el disfrute de nuestra vida. En todo relato, en todo film, que cada imagen, cada cosa, cada uno de los elementos presentes signifique. Y si no, que aunque sea no a-signifique. Si lo que sostenemos es cierto, esto es, que al llegar el concepto del cine a su fin –como meta y término– le devuelve al logos su verdadero lugar abandonado milenios atrás –al menos en Occidente, haciéndole visible, mediante su hacer, y por casi una centuria, lo mítico y lo asequible a su representación–, entonces la palabra estará más que nada justificada mediante la escritura de un Diario, ya que no sería posible llevar un Diario mediante la imagen fílmica. Los intentos al respecto es mejor olvidarlos por su pueril vanidad y lamentable descontrol. El mundo se ha vuelto un mal film que se proyecta en continuado, y es entonces cuando a la palabra y a la escritura les es devuelto su privilegio. Pero sólo entonces. Quien no haya podido, y sobre todo sabido, atravesar este largo pero históricamente breve corredor edificado por el cine, quedará más absorto y a la deriva que nunca; náufrago de una letra que hace tiempo se hundió en el mar de lo público y lo caprichoso. De nuevo sobre los actores de estos años. ¿No será al fin y al cabo que el material de base es deleznable? En el cine no hay apologías o diatribas, tan sólo punto de vista. El cine representa cosas que hasta entonces estaban sólo presentadas. El cine no es la consolación de la filosofía sino su consumación. En cuanto el cine comenzó a poder hablar, dejó de necesitar a Shakespeare para hacerse su puro igual. No es el reconocimiento o por el reconocimiento de un material literario o artístico, en general anterior, que debe juzgarse una obra de cine. A lo sumo, y de aparecer la huella de una obra –por ejemplo, literaria– anterior al film, lo que debe juzgarse es la disposición, a manera de una “lectura”, que se ha hecho de ella. Recuérdese que el cine no es la originalidad del descubrimiento, sino la habilidad del juicio de lo hecho por artes y por pensamientos anteriores a su hacer. El cine no actúa como medio de pase o rutina de charadas donde tiene que adivinarse la cita puntual o la procedencia de un material literario, forma teatral o incluso pensamiento anterior a su proceder. No es descubriendo –a la manera de tantos puzzles y acertijos– la figura que se repite, o las cinco diferencias entre un dibujo y el otro. Tampoco una línea dentada de puntos, ni un laberinto de papel al que hay que recorrer con un lápiz para llegar a una simple resolución numerada. Nada de eso. El cine no edita solamente su material impreso, fílmico, para lograr un sentido estructural y narrativo. Edita también –si parte o tiene en cuenta una forma o tipología– un mundo literario anterior a su hacer, y también una filosofía, doctrina, o lo que fuere, preexistentes; compagina en su hacer un montaje entre sus diversos aspectos. En esa segunda o primera edición –según se mire– es donde se resuelve su proceder. El cine no existe en su concepto para ser un depósito de aquello que hemos aprendido en la vida leyendo, viviendo, siendo sujetos históricos. No es un dispositivo donde cuelgan las palabras, los gestos, las frases y las ideas anteriores. No cuentan para él los destinos culturales individuales, ni las formas de anhelo y deseo de superación cultural en el plano propiamente individual, ni le interesan todos los exámenes que hemos pasado con éxito, especialmente aquellos que nos han tenido a nosotros mismos como examinadores. Hay que aceptar que el cine no es un conjunto derivado de trazados culturales, donde se ilustra a manera de viñeta lo que hemos levantado de apuro o con mucha paciencia del arte anterior a su proceder. Es su ilación, su trazado crítico-imaginario el que nos da la clave, o más bien la pista para intentar seguir su procedimiento. Para el cine, es del todo indiferente nuestra disposición alta o baja, y sobre todo media, en relación con el entendimiento, el cuidado, la inclusión cotidiana del arte anterior, muy especialmente del literario-narrativo, que parece ser la Última Tule, el último escollo que debe sortear el candidato al entendimiento de su concepto y su hacer. Recordar siquiera para una addenda o paralipómena: el elemento austrohúngaro, cuando se estanca en la nostalgia o cosa así, pasa, degenera de lo decadente hacia la pastelería; por ejemplo, La ronda de Ophüls. La película, el film documental, consiste en una segunda memoria y a veces es incluso la primera de muchos de nosotros. El problema es que una parte de sus imágenes, secuencias, secciones, caras y situaciones sólo pueden ser compartidas por aquellos que han visto las mismas copias; mientras que los recuerdos, que carecen de trascripción documental, participan de una memoria particular, flotante, dispuesta a ser recuperada por pocos, y estos pocos asumen a veces el carácter de iniciados. Nuestra pereza vuelve alegóricas las obras del pasado, aun el inmediato. Nuestro descubrimiento y comprensión definitiva del satori del zen, cuando inútilmente habíamos intentado entenderlo mediante la lectura de los varios tomos de Suzuki. En la escena casi final de Vida de O Haru, mujer galante, de Kenji Mizoguchi, la protagonista es alquilada por un maestro religioso del Shinto que la utiliza para mostrarles a sus discípulos cómo termina una vida de vicios. Entre otras cosas despectivas, la trata de “gata vieja”, a lo que la mujer responde mimando con manos y uñas, e imitando con la boca, el maullar agresivo del animal. Allí comprendimos tempranamente cuál era el dichoso significado del satori y anoche, al explicárselo a nuestros alumnos, alcanzamos a comprender también su radical diferencia con la epifanía católica. Aquél procede por el absurdo, para mostrar y hasta demostrar la inanidad de toda realidad lógica y vida material e histórica. La ilusión. Mientras que la epifanía católica y su imago mirabilis, la epifanía de los Reyes Magos, mediante o a través del mismo o similar procedimiento material –la inversión de un orden lógico–, desea mostrar y sobre todo de-mostrar la palpable, lógica, carnal, y sobre todo real existencia del nacimiento del Salvador. En el satori, la inversión o paradoja material –se insulta como gata y se responde tomando y mimando algunos atributos del animal–, así como en la epifanía –nacimiento del Rey del mundo, visita de otros reyes, reconocimiento guía celestial-estelar para encontrar al mismo monarca entre bueyes, estiércol, asnos y campesinos–, se opera, en principio, mediante un mismo trastrocamiento del orden natural, pero para arribar a muy diferentes significados. En el satori, mostrar la irrealidad del mundo, la fugacidad, la opacidad, la ilusión, y hasta la maldad de todo lo existente. En la epifanía, la absoluta realidad terrena, histórica, de la Creación y su culminación en la Encarnación. Por ende, también su carnalidad y su perfección, siendo no nuestros sentidos los que la confunden o se ilusionan con ella, sino nuestra libertad y nuestro arbitrio que, en lucha con lo pecaminoso, no alcanza a ser parte de tamaña, absoluta, irradicable realidad plena. A modo de corolario, puede recordarse que quien no elige bien a sus aliados reduplica la indefinición con respecto a sus enemigos. La admiración por lo que nos sobrepasa en desarrollo técnico y en todo lo relativo a despliegue de producción –dicho en sentido lato– incorpora en su pasividad admirativa todo lo superado por esa misma técnica, en cuanto ella es la faz material de una trasmutación que la utiliza para fines muy diversos – literalmente opuestos– de aquellos para los que fue concebida. Así, esa forma de entusiasmo en relación con el cine resulta de las más nefastas que puedan imaginarse. Ya que al no entendimiento de su concepto se añade el propio padecer de una determinada situación histórica, sea como ciudadano, como diletante o como candidato a un permanente examen de oposiciones en el tribunal de lo estético. La “teoría del autor” fue la mayor victoria pírrica de la historia de las ideas. Paradójica victoria, como la del general griego, ya que sin ninguna duda se ha ganado la batalla, en tanto y en cuanto cualquier don o doña nadie pone al comienzo de su celuloide impreso, sin importarle un ardite lo demás, “un film de”. Pero batalla perdida o ganada dudosamente, a costa de toda serie de bajas, dado que se quiere extender el concepto a toda persona que ahora, en algo vago y vastamente llamado “cine independiente”, pretende imponer su propio capricho y lo llama “personalidad” y hasta “independencia”. Por nuestra parte, proponemos una “teoría del autor restringida”, limitándonos primero a desarrollar los estilos sobre la base de sus despliegues más universales, tanto como creadores de formas cuanto de mundus y ethos representados en esos estilos; es decir, por su carácter extenso y no intenso, dado que en eso, como en tantas cosas, el cine prosiguió con el despliegue del pensar y el poetizar anteriores, aunque escrutándolos previamente en su aduana simbólica. Incluimos en esta tarea a los “autores menores”; así como a los autores “laterales”, “excéntricos”, “de una sola obra”, y demás. En nuestra teoría del autor restringida prima la participación de los llamados “grandes autores” en una política; pero no sólo como autores de obras estéticas –lo cual sería absurdo e inoperantemente tardorromántico–, sino en sentido político, concreto, histórico, amplio y certero, y sobre todo decisionista de la palabra. Ya que no hay política auténtica que no defina a su enemigo. Los puntos de condensación de una ficción cualquiera, propalada visualmente, alcanzan un grado de repetición que amenaza, con su inercia particular, la propia inercia del espectador. Lo que intentamos demostrar es que, así como todos los conceptos políticos son verdades teológicas secularizadas, los descubrimientos de las así llamadas “ciencias sociales” son hierofanías reducidas a fenómenos meramente seculares. Con la diferencia de que aquí los jesuitas se adelantaron en descubrirlas como tales: estrictamente como cosas sacras. Y luego, las así llamadas “antropología”, “etnología”, “sociología” y demás dieron tardíamente con tales hechos, pero reducidos mediante las anteojeras positivistas. Entonces: los hechos sociológicos y antropológicos son hierofanías secularizadas y reducidas a fenómenos. Así “magia”, “animismo”, etc., no son más que reducciones positivistas de hechos sacros que escapan ya absolutamente a la comprensión de tal mentalidad “científica”. Mentalidad que no es más que una de las caras de la secularización. Una posible excepción: el mismo potlatch, al menos en el escrito de Marcel Mauss, siendo él también una excepción dentro del naciente y siempre confuso campo de las “ciencias sociales”. En rigor de verdad, nuestras teorías no apuntan a negar el factor psicológico ni menos aún el económico en las acciones humanas, incluidas las estéticas y las del pensar y el poetizar en general. Sólo que creemos, estamos convencidos de que, para que el entendimiento de estos factores tenga algún tipo de utilidad práctica, las investigaciones en ambos campos deben ser subsumidas en el pensamiento filosófico y tradicional, metafísico. El problema –debemos aceptarlo– es que esa filosofía no puede ser brindada, desde hace mucho tiempo a esta parte, por el filósofo profesional o universitario, como lo llamó Schopenhauer hacia el comienzo de este momento de separación o neutralización de la filosofía. Además, esa filosofía, esa teología, incluso esa metafísica, no pueden extraerse de un pensar de clan o de clericatura, y menos con seguir masticando solamente las cláusulas de los medievales; aunque, por supuesto, éstas son uno de los puntos de partida. Pero los cimientos deben seguir intentando sostener algún edificio, y tal no puede construirse con los ladrillos y soportes de un filosofar que tiene una noción muy poco concreta, incluso biológica y etológica del hombre –y de la mujer, atención– a partir de la revolución industrial. Que –repetimos una vez más– no modificó tan sólo la relación laboral del hombre occidental, sino también su marco externo y su propia interioridad, trastocando todas sus relaciones, incluidas las familiares y las sociales, que mantenía estables seguramente desde miles de años atrás. Solamente por haber insistido en sostener el uso de las imágenes como soporte de otras operaciones superiores –operaciones que no dependían de la “calidad” material de tales imágenes–, sólo por eso a la cultura y la tradición católicas se le debe lo fundamental del concepto del cine. Mediante los géneros, el cine no se especializó sino que se espacializó. Si se quiere llevar, trasladar, transportar un elemento cultural ajeno hasta el terreno propio del cine, se debe proceder mediante una adaptación, una naturalización que tiene mucho de injerto y de trasplante. Debemos cuidar que el cuerpo del cine no rechace al organismo extraño. También sería como ingresar un elemento ajeno, extranjero, proveniente de otro territorio que debe ser naturalizado, y conseguir su carta de ciudadanía para que no se vuelva un extranjero indeseable. Fundamental de subrayar. El cine y su concepto lograron muy tempranamente hacer ese gobierno, empleo o dominio de lo técnico por el pensar y el poetizar tradicionales. Así se logró –mucho antes y sobre todo más que los a veces cacareados intentos de tanto historiador, filósofo, teórico de la cultura en general– equilibrar la expansión maquinal-industrial enlazándola a los elementos tradicionales, raigales y asentados en nuestra cultura. Sin ir más lejos, lo que pide o pone casi como motto de todo su trabajo y casi al final de su vida Philippe Ariès: no negarse u oponerse a la técnica pero sí a la ideología o visión del mundo que se intenta desprender de ella. Eso fue no sólo lo efectivamente anticipado sino también lo plenamente logrado por el cine y su concepto desde el propio Griffith. La situación actual del cine hecho en Hollywood puede compararse, mutatis mutandis, con la situación de la pintura en Italia durante o a partir del siglo XVIII. Luego de su trecento, quattrocento y cinquecento brillantes –y que abarcan la propia invención de la pintura occidental–, su momento clásico, su desarrollo con atisbos ya manieristas, que tiene un barroco también ejemplar con derivados ya decadentes o meramente retóricos, aviene un neo-clasicismo nulo, falto de técnica, repetidor de tópicos y bastante turbio en cuanto a contenido. Así, compactado en décadas, tenemos el cine hecho en Hollywood. Primero un trecento con Griffith, desde luego, Keaton, y posiblemente alguien más. Luego un quattrocento con los autores de tercera y cuarta década, en especial los del veinte, con las obras primeras de Von Sternberg y King Vidor. Luego un clasicismo pleno con los estudios y las grandes obras del primer período sonoro: Ford, Hawks, el primer Hitchcock de Hollywood. Viene la autoconciencia temprana y prematura, y tenemos un barroco que se extiende a lo largo básicamente de todos los años cincuenta: Minnelli, Mann, Boetticher. Llega la autoconciencia –tras una primera decadencia–, a fines de esa década y mitad o buena parte de la siguiente, con Coppola, DePalma y Friedkin, y luego Carpenter y Cameron. Tras ésta y definitiva autoconciencia, la decadencia ya meramente técnica y un estilo oficial y neo-clásico de los directores surgidos hacia los ochenta y sobre todo los noventa. Desde luego, es mucho más cómodo para la tranquilidad mental que no espiritual el suponer que –por ejemplo– los mejores films del cine clásico de Hollywood fueron hechos por directores que saboteaban en cuanto podían el poder de los dueños de los grandes estudios, y no imaginar o llegar a concebir que los films se hicieron con su anuencia. Lo primero deriva en un seudo anarquismo poltrón, cómodo y llevadero que los exime de toda cautela crítica, cuanto de todo esfuerzo anímico y espiritual. Lo segundo, en cambio, los arrojaría sin más y de bruces contra su propia impotencia, su inopia, su crasa insignificancia espiritual, su sola condición de numeral-biológico. Así procede el nihilista enmascarado –y no muy bien– de anarquista o “lírico”, y así se eximen todos ellos de tomar decisiones. El ejemplo dado sobre Hollywood es como la Última Tule y ratio de este desrazonar histórico, puesto que lleva más de dos siglos a toda marcha automatizando todo pensamiento historicista, con sus licuados de activos, su limbo permanente, su asustado tapar apurado toda cosa dudosa o inconveniente para volver a diluirla en una tardorromántica negación o reducción sentimental de todo aquello que significa auténtico poder. Iglesia incluida, ¡cómo no! Así como la forma del cuento alla Chéjov degenera en el modo periodístico anecdótico de Maupassant, así sucede en el cine con tantos modos, formas, maneras y troqueles de autores clásicos y autoconcientes cuando lo toma o retoma el director pos-autoconciente El período posterior o inmediatamente posterior a la autoconciencia de una forma del pensar y el poetizar, ¿no será estricta decadencia? Sin poner en el papel lo dicho antes verbalmente sobre nuestras impresiones y aun juicios sobre determinadas obras estéticas –sobre todo de cine–, corremos el riesgo de no afinar nuestras impresiones, así como también de no llevar el entendimiento hasta su verdadera meta. Para comunicar lo transmundano e inefable, mostrar lo sacro y lo tremendum, o para dar alguna evidencia sensible y trazar alguna huella estética de lo sagrado y de la permanencia de lo mítico, ¿el único camino posible fue afrontar los senderos de lo fantástico, ya para entonces bastante invadidos de la cizaña de lo mágico, rodeados de los pantanos del surrealismo y hasta desfigurados sus caminos reales por la fronda de la ciencia-ficción? ¿Fue y sigue siendo así? Parecería que sí. Habría entonces en el concepto del cine como una suerte de anomalía o contradicción en relación con todas las otras grandes formas estéticas que representaron una determinada época. Tragedia y filosofía, y la Atenas de Pericles; la gran pintura italiana del así llamado renacimiento y las ciudades estado. ¿Qué más? El “siglo de oro” y el Imperio de los Austria. El barroco como último gran estilo europeo ecuménico, y el “imperio jesuítico”. En el concepto del cine faltó a la cita la forma de poder político acorde con su despliegue, ¿o este despliegue se realizó en sentido contrario e inverso al político? En Hitchcock tenemos siempre el enunciado paralelo del proceso del conocimiento y la simultánea exhibición del concepto del cine como similar y par del mismo método gnoseológico. Toda compresión extensiva de un film implica un fuera de campo. Forman el cuaternario dramático todos aquellos personajes que toman o no toman determinaciones funcionales a la sucesión y el desarrollo de la trama. No importa el espacio temporal que ocupen en la puesta en escena. Son corales todos aquellos que forman o informan a los cuatro actuantes dramáticos plenos y determinantes de la acción principal, ya sea aconsejándolos, actuando de figuras oraculares o de alazones complicadores. Forman el personaje flotante, fantasmal o entre dos mundos, todas aquellas figuras que guardan relaciones apendiculares con uno o dos de los componentes del cuarteto, o que se tornan in fine resoluciones y transformaciones operativas en relación con la desaparición de una de aquéllas pertenecientes al primer grupo. Este quinto elemento sería también como una figura base y combinable, un rol latente o fermento que actuaría como catalizador de las relaciones entre los que forman el cuaternario. Por qué no ver –además– el dichoso “código de producción” de Hollywood como una suerte de auto-sangría que el mismo cine y su concepto se hicieron tempranamente para encauzar sus energías, que parecían poco antes querer desbordarse en cualquier dirección, y que parecían también más a punto de hincharse que de expandirse. En estas últimas décadas, qué bien le hubiera venido a alguien como Scorsese filmar bajo un semejante código de producción. El cine fue cine en tanto y en cuanto se obstinó en ser sólo eso: cine. Fue ayudado en esa tarea, como recuerdo permanente y memento, por el estado de transparencia adoptado por los diferentes creadores, lo que se conoce todavía como “género”. Con todo eso llegó, se dio casi de bruces con el problema ontológico metafísico por excelencia, y encima llevado a lo práctico. Cómo se es fatalmente lo que se es. Que libertad, deber y libre albedrío se alcanzan y se cumplen en cuanto se sabe que todo ser es y quiere permanecer en su propia esencia. Así el cine quiso, sobre todo, conocerse a sí mismo. Quiso también, y paralelamente, no buscar ganar nada si con eso perdía su alma; es decir, como sabemos ahora –hasta por el ADN–, no perder lo que uno es desde su concepción: algo único y que no puede ser otra cosa. Autoconciencia es tener presente cada cosa hecha hasta ese momento en el cual se actúa, entendiéndose aquí por acción toda forma ostensible de pensamiento, aun las pasivas y reflexivas, así como toda señal emitida en dirección a un hacer histórico y todo movimiento efectivo que implica decisión. Pensar es decidirse en cuanto al pasado, pero no como melancolía ni menos como nostalgia, sino como continuidad-entendimiento. Digamos así: en la continuidad-crítica se da el pensamiento. No es que el término clásico de tradición no baste y se lo intente reemplazar por autoconciencia. No es el caso, o al menos no es nuestro caso. Se trata de obtener resultados pensantes en relación con todos aquellos que no pueden ya no entender sino percibir, gustar incluso el término tradición, y para ello se lo dota del artefacto verbal-imagen de autoconciencia. La realidad se achica, se comprime y no se extiende ya, como decía el célebre primer párrafo del relato de Bioy Casares “El perjurio de la nieve”. Es una realidad transportable, hecha de fragmentos varios, e incluso en algunos puntos contradictorios, pero contradictorios en un tiempo pasado que apenas se recuerda. Sin duda, todo lo que es imagen o reproducción de la imagen humana y de su medio ambiente, desde las primeras fotografías hasta las imágenes transmitidas en forma televisiva o por medio de computadoras y de pequeños teléfonos celulares, es algo espantoso. Todas y cada una de ellas con una excepción: el cine. Puede verse ahora, calibrando un antes y un después, qué providencial, milagroso y excepcional fue el cine si lo comparamos con el uso anterior y posterior de la reproducción de imágenes primero fijas, luego en movimiento y ahora en algo así como en movimiento continuo. ¿Redentor de la realidad fotográfica? ¡Ya redentor de toda imagen en movimiento! No se trata de tomar a priori adjetivos derivados de términos como “filosofía”, “poesía”, y ni qué hablar de “sagrado”, para luego ir a mendigar a ilustradores fílmicos de tales adjetivaciones. Levitaciones en cámara lenta. Música de Bach como fondo. Contemplaciones interminables de arbolitos y pajaritos. Nada de eso. Eso es pasivo, servil y cobarde. Es donde lo sagrado, por ejemplo, sigue reclamando por sus fueros y el artista, en este caso de cine, sabe reconfigurarlo sin la ayuda de museos, discotecas y sentencias de padres de la Iglesia o de místicos varios de los cuales el espectador no tiene la menor idea y le suenan a cosas apolilladas. Porque lo sagrado no queda abroquelado en manifestaciones anteriores, como la mariposa fija por ser atravesada con un alfiler que la seudo eterniza en un cuadrado de corcho. No. No se puede buscar lo sagrado en Tarkovski con sus algas en primeros planos, ni sus palomitas en cámara lenta; ni en Bresson con sus burros alegóricos, ni en media docena de fotógrafos iraníes chapuceando con arbolitos de cerezas, y donde la jalea resultante es la tontería pretenciosa de su misticismo fotográfico. Es donde se juega eso, se pone en escena dramáticamente, donde no se tiene certeza; donde todo es suspendido, como en Hitchcock, Rossellini, Minnelli y Visconti. Como, y para extendernos, en Ozu o en Mizoguchi. No en catalogar éxtasis adocenados y conformistas que habitan desde hace décadas en el museo de cera de la creencia momificada de antemano. Más radicalmente todavía: en Friedkin, Coppola, DePalma, Carpenter, Cameron, es donde lo sagrado puede manifestarse. No en la poltrona complacencia de divagadores de espiritualismos vagos, borrosos y difusos que no toman decisión alguna. Porque lo sagrado es, ciertamente, la otredad absoluta. Pero para el artista religioso esa otredad no puede permanecer en las tinieblas comodonas de la duda lujosa; apta solamente para balbucear bobadas en los festivales. Cine y filosofía Es un error total, mayúsculo, directamente un disparate, que para intentar siquiera trazar una relación entre ambas cosas y disciplinas, se le pegotee a un film, o a la obra de un autor determinado, tal o cual filósofo. Eso es no entender de filosofía ni de cine. Muy por el contrario. Se debe extraer una filosofía posible desde el propio cine. Puesto que el cine y su concepto son los que han llevado a su culminación toda la filosofía anterior. Cuando se consigue extraer una filosofía a partir de la obra de arte, como por ejemplo cine, es cuando se ha llegado a una teoría. Allí el crítico se vuelve teórico y entonces su responsabilidad es doble. Toda filosofía, si no es también teoría del arte, no es filosofía. Pero también toda teoría del arte implica una filosofía, pero como totalidad. Lo espiritual y lo político; lo ético y lo estético; lo teológico-metafísico, o no; y en este caso, qué se tiene a cambio. Todos estos sentidos no pueden encerrarse en compartimentos, ni moverse en andariveles separados. Intentar filosofar sobre el cine aplicando un modo filosófico anterior es obligarlo a retroceder a la guarida cultural a la que se lo quiso enviar desde su creación por Griffith. Y que desde ese mismo momento consiguió, con todo éxito, no sólo eludir, sino directamente tomar el control y la primacía en la toma del poder cultural. Desde luego que esto fue logrado por su concepto o creó tal concepto, durante el período clásico de Hollywood, y mediante una paralela toma del poder en sentido total, es decir económico y político. Si esto finalizó –por lo que fuere y no viene al caso aquí–, su meta fue lograda de manera absoluta. Porque supo desde el vamos el poder que tendría y sobre todo que mantendría en el tiempo. Por dos razones. Primera: supervivencia material de su soporte. Y segunda: que su mediatización no sólo sería accesible económicamente, sino que lo sería cada vez más. Como lo muestra el acopio más que sencillo que toda persona singular puede hacer de sus copias y de su visión diaria, y además con cada vez mejores condiciones de visibilidad. Desde luego, y como decíamos en un artículo –hoy incluido en Espíritu de simetría–, se procedió y se sigue procediendo ya de manera global a intentar mantenerlo fuera del juego cultural, o a empujarlo a un nuevo cubil cultural inventado para tal fin. Dos métodos para ello. Primero se intentó lateralizar o secundarizar su existencia de concepto, mediante la invención lisa y llana de un “cine-arte”, sobre todo europeo, para contrarrestar su poderío cultural. Precisamente esto es cierto de manera paradójica. Porque, cuando se dice “cine-arte”, refiere a un “cine” totalmente parásito que vive a expensas de las manifestaciones estéticas anteriores. Así un cinematógrafo –y no cine–, que no hace otra cosa que mediar fotográficamente motivos y figuras teatrales, sobre todo plásticas y pictóricas; o que sólo es el excipiente fotográfico, pasivo y servil, de ilustraciones de novelas; novelas que ya no se leen, siquiera por obligación educativa. El segundo método, y ahora en plena vigencia, es proceder mediante la técnica de la inflación de su valor. Como sucede en economía, la inflación es el exceso de material en circulación, que a mayor cantidad circulante pierde en paralelo su valor real; en la medida en que el nominal abunda: no crece sino que se “infla”. Por todo ello, y algunas cosas más, el crítico de cine –como el literario– está, debe estar, más aún debe sentirse cargado de una responsabilidad como seguramente jamás antes la tuvo. Sobre todo a partir de este siglo y medio sino más, con la puesta en marcha de la movilización total vuelta ahora ocupación global del espacio. La crítica de cine y la crítica literaria son las únicas que todavía trabajan con un material vivo, sobre todo históricamente. Las críticas de las artes anteriores son ensayos de historia del arte o de filosofía. Lo cual está perfecto que así sea. Salvo que se considere “crítica” las loas escritas para catálogos de muestras de galeristas para vender mercancía pictórica o plástica carente de todo valor; salvo el monetario inventado como inversión; o para las contratapas de discos: aunque ya ni siquiera eso; sino para guías indiferenciadas del contenido musical de plataformas de uso doméstico. Pero por ello mismo es imposible una crítica, siquiera una breve, de un film o de una obra literaria contemporánea, sea cual fuere su medio de conocimiento, soporte o plataforma, sin una concreta formación en estética y en aquello que todavía puede denominarse “ciencias del espíritu”. Sin ello, el “crítico” es tan sólo un subastador más, y un componedor de catálogos para las cada vez más numerosas plataformas caseras que exhiben films, series, híbridos y refritos de ambas cosas y en confuso montón; o un ayo servil de “ferias del libro”, editoriales y librerías. Lo cual no quiere decir que no sea una forma honesta de ganarse la vida. Pero que no pase de ahí. La tarea del publicista es seguramente discutible en cuanto a ética, pero en todo caso no puede evitarse o prescindirse de ella en la industria en general. Un automóvil, un hotel de lujo, una botella de vino o de una bebida espirituosa de añosas cosechas, hasta un paisaje, no pueden moverse dentro del mercado sin ese servicial y servil agregado de alabanzas escritas a destajo. La industria visual ahora doméstica y al alcance de la computadora, al parecer, tampoco. ¿Qué podemos hacer? Sólo una cosa. Mantener, mejor dicho acentuar cada vez más la diferencia entre el trabajo crítico y la tarea publicitaria. Este acentuar refiere también a un afinar, aguzar el estilo y el estilo de las ideas. Sobre todo, dirigidas a un público aún en barbecho, como es el adolescente y juvenil. Que es desde luego el blanco al cual se dispara con múltiple y repetida artillería, y al que cada vez más se lo tiene como objeto, que no sujeto, de la producción visual cibernética. Nunca mejor llamadas “redes”; lo cual no se debe tan sólo a cinismo, sino ya a puro sadismo. Que, debe recordarse, es no sólo volver al otro en objeto, sino hacerle creer, convencerlo de que su destino de objeto es el único posible para su disfrute. Creemos que se desprende de lo anterior que una de las pocas, pero creemos también que eficientes, herramientas disponibles para siquiera paliar el desastre del aplanamiento global de la información audiovisual, es el ariete de la cultura. Pero cultura no en un sentido museístico y pasivo, sino activo y crítico. Para lo cual ninguna obra del pasado –sobre todo inmediato, es decir de los últimos cinco siglos, o poco más–, debe tener ninguna patente de corso, ni ningún pase diplomático o salvoconducto que la haga inmune e intocable para su puesta en cuestión: sea crítica, histórica, política, y todo eso en conjunto; es decir lo espiritual. El status problemático de la obra de arte refiere en principio a su pugna con todo lo relativo a lo biológico y lo económico. Pues el hecho estético está y hasta nace de esta pugna con ambos hechos del hacer y el padecer humanos. Esto no es, como tantas inferencias y conceptos estéticos, algo que sucede sólo a partir de la modernidad: sino un hecho permanente. No sólo por el ente que es el hombre nacido en medio de lo biológico y económico. El arte se propone como un modelo permanente con una “garantía vertical” –al decir de Cristina Campo– hacia la Idea, es decir, hacia todo lo que trasciende la deriva meramente biológica y económica. Pero aquí viene lo centralmente problemático del status de la obra de arte. Status nacido a partir de la modernidad, al no tener Occidente ya una creencia común. Su no relación inmediata, física, histórica, y hasta muchas veces espiritual con los receptores, sean lectores y/o espectadores. Como sea. La parodia se desentiende perversamente de este status problemático. Pero no mediante una superación de ascesis espiritual, catarsis religiosa o sumersión en lo sagrado. Sino con un irresponsable, egoísta, y por eso perverso –porque sabe de su intención– alzamiento de hombros de su responsabilidad. Hasta de la responsabilidad de haber sido educado por un estado. El pasado es el tiempo verbal y temporal dramático por excelencia. Porque todo drama, desde la propia tragedia ática y de allí en más, mueve sus resortes dramáticos por algo sucedido en el pasado. Siendo el presente el tiempo de la puesta en escena. Claro que el futuro acecha detrás de bambalinas o en el fuera de campo del cine. La resolución en presente de un hecho pasado se intenta pensar y representar sólo en vistas a un futuro. Más bien, ese futuro es futuro posible en la medida en que durante este presente agónico se solucione, o se haga siquiera la paz por separado con ese tiempo anterior. “En los templos deshabitados, habitan demonios” (Ernst Jünger). Y en las fiestas vaciadas de su sentido originario, lo que se extraña de ellas, regresa como lo extraño. Todo lo clásico sin una tradición operativa se vuelve primero antiguo, y luego tétrico. El motivo de la casa embrujada, o poblada de fantasmas, es su representación estética. Desde lo fantástico-romántico hasta hoy. Aunque en este hoy es posible –y temible– que sólo permanezca el miedo físico y no el metafísico. Lo cual ya sería ese “horror-horror” que balbucea Kurtz en su agonía. Lo sublime sería entonces una mezcla inextricable del asombro originario y de regreso al caos, con una apertura hacia algo atemporal, pero en un marco contemporáneo; contemporáneo a partir de la revolución industrial; un marco que parece desdecir, y hasta negar esa apertura. Es cuando el sentimiento se abre a algo aparentemente olvidado. O más bien es sorprendido, casi empujado, por una reacción anímico-espiritual que se traduce en lo físico de la persona; y si el cuerpo y la palabra no pueden acceder a tal manifestación, la propia naturaleza lo reemplaza o traduce mediante algunas de sus manifestaciones: lluvias, tormentas, relámpagos, abismos, inundaciones, naufragios et al. A eso necesariamente momentáneo, fugaz, sucede la caída melancólica. Ese “humor negro” surge desde los fondos del ser: porque extraña algo que se le ha vuelto extraño. Estamos atrasados, pero con relación al pasado. El símbolo, una vez opacado por polémica extrema entre dos formas de una anterior unidad, se vuelve, en uno de los bandos, alegoría, que aquí también significa abstracción, o mejor dicho reducción polémica. Generalmente es el sector escindido de la anterior totalidad el que rebaja este simbolismo anterior en alegoría. Busca reducirlo a una función tan sólo instrumental. Ninguna coartada “mística”, aun de impronta ortodoxamente religiosa, sirve para ilustrar trances, elevaciones de un alma particular con la divinidad. El cine es algo caído dentro de la división taxativa efectuada hace ya dos siglos y que Baudelaire llamara “modernité”. Ésta no implica el embobamiento por el progreso técnico, pero tampoco otorga el pasaporte para escaparse a bosques furtivos, a torres de marfil de uso exclusivo, ni a concebir falanges de misticismo particular. Es, como todas las otras artes, un estado de re-caída, por lo tanto melancólico en cuanto al ser en el mundo. Ser, rodeado de objetos y de producciones tanto superfluas como obsolescentes. El cepillarlas con una cobertura o enchapado neo-clásico, que incluye el onirismo académico, es la peor de las trampas estéticas cuanto de las falsedades anímico-espirituales. Desde luego también es una huida de la concretud histórico-política. Y ésta no debe ser empleada a su vez como coartada para desentenderse del mundo de las cosas, en cuanto re-presentaciones y re-configuraciones. El apuro “contenidista”, el pobrismo fotográfico, aun invocado por las mejores y comprensibles razones fuera del campo del pensar y poetizar, es la coartada y moneda falsa simétrica a la huida a bosques particulares y a la ensoñación onanista. El cine es una narración-representación. Es decir, cuenta, desarrolla un epos compuesto de peripecias, y al mismo tiempo busca una re-presentación, es decir un volver a presentar lo visto en el cotidie. Este re-presentar debe tener como fin no re-crear, cosa imposible per se – aun visto desde un punto de vista meramente materialista–, sino re-configurar el mundo de las cosas a ser representadas; es decir, volverlas figuras del discurso. Que aquí es puesta en escena de las cosas que antes o en simultáneo son mostradas como soportes del relato. Todo soporte material, dialógico, musical et al., no puede ser pasivo porque se recaería en el reino de los medios y no en el de los fines. El medio es o construcción divina o del hacer humano en su conquista de ese medio y que puede ser también destrucción de la fisis o natura. Recuérdese que ya el empleo de la cámara, cualquiera sea su medio o composición material, al igual que cuando se toma la palabra expresiva y no comunicativa, el lápiz para el trazo inexistente hasta ese entonces temporal, la notación musical que refiere en el papel a un determinado sonido no existente aún, y así sucesivamente, parte de lo real en cuanto presentación, pero no se permanece allí en cuanto re-presentación. La facturación de imágenes individual, autárquicamente “bellas”, por una aproximación pictórica, aunque ahora abunda también el diseño industrial o meramente fotográfico, no es cine. Si uno advierte una imagen o varias que son autárquicamente interesantes per se, no se está frente una obra de cine que requiere un continuum narrativo-representativo. El continuum narrativo puede referirse a un hecho mínimo, trivial o sublime y fuera de lo normal. Eso no importa. Ir hasta la esquina o ir al planeta Marte pueden ser bases narrativas para el cine y su concepto. El tema es que ese trayecto sea pautado, ritmado por relaciones que el cine sólo puede hacer. Y sobre todo transformar mediante simetrías que en su repetición intencionada –ritual– cambian la perspectiva de las cosas vistas y actuadas, mediante esa repetición intencionada. Eso sí, dejando a las cosas, objetos, seres, materiales, lugares, físicamente iguales a como se los ha encontrado antes de efectuar esa primera transformación o reconfiguración metamórfica. En un relato logrado, también las declaraciones o comentarios editoriales (“statements”) de consuno con acciones reflejas tomadas de lo real-objetivomaterial del marco del relato pueden convertirse en símbolos. Éstos son los que a su vez apuntalan la historia en marcha hacia vetas arquetípicas que hacen que el lector –como el espectador– se sume a la marea indiferenciada de lo humano. Puesto que ¿para qué sirve el arte, así como el ritual –que por milenios fueron lo mismo–, sino para hacer olvidar, suspender, dejar en suspenso sobre todo la pena de la individuación? La recaída melancólica en el reino de los fines particulares. Estas operaciones expresivo-representativas guardan en forma atávica el sentido de esos gestos y acciones repetidas con intención –es decir ritualizadas–, y que al perder el factor constante de su operatividad por “el intervalo perdido” producido en la movilización total, guardan o logran guardar, sin embargo, el fondo común de sus acciones representadas. De allí que el símbolo es la forma eficiente de presentificar o de conservar todo aquello que la crasa necesidad material, inducida por la revolución industrial, mediante la puesta en marcha de la díada insaciable de novedadobsolescencia, no hace más que incrementar, produciendo y propalando a diario cientos de alegorías, como la publicidad de sus productos. El símbolo funciona allí como el hiato, el cruce vertical dentro de la horizontalidad, para reafirmarnos en una otredad, en un algo más, plus, noción de valor extraña que se presentifica mediante el símbolo. La ignorancia, el mero desconocimiento de las obras del pasado, así como de la propia historia, no se solucionan o se eluden con la pirueta verbal de la bravata posada, ni con las coartadas de la petulancia patotera y de vulgaridad militante, las que apenas pueden ocultar malamente el provincialismo de quien así se exhibe como un mero turista ocasional en el país del arte y del pensamiento. Cuestiones de método “Para ser probable, una interpretación debe justificar solidariamente todas las características importantes de un caso, incluso las más originales” (Georges Dumézil). En un film y en toda cosa sobre todo estética a ser interpretada, debe verse una estructura, pero ésta debe ser pensada como una totalidad que significa a partir de símbolos que enlazan con la económica (la primera historia). De igual modo que en la narrativa, la dramática y la lírica, y en el cine que es todo eso, más plástica, mímica y un largo etcétera. Cuando se interpreta una parte de su trama y puesta en escena, ésta debe estar justificada, es decir sostenida por alguna de las otras partes que le son solidarias. Si en Titanic cuando el capitán –que ya se nos ha indicado que no capitanea nada, sino que capitanea el capital–, al saber del choque con el iceberg y del próximo hundimiento, entra en pánico y pide “traigan a un carpintero”, no importa si la frase fue dicha realmente en lo que llamamos “historia”, sino el empleo que le da el autor –alguien que conduce– en relación con otros elementos. Si –como aquí sostenemos– esa nave mundo, nave de los locos, no lleva a Dios, y es deliberadamente absurdo que el capitán –más allá de su ataque de pánico– pida a un carpintero para una nave que no es de madera (pero sí se relaciona con “el madero” como se verá in fine) y entonces recurra en su locura –que siempre tiene método– al oficio terreno de Jesucristo. Si tiramos esto como lapsus, como capricho, lo que fuere, abstrayéndonos de la totalidad significante del resto de la puesta en escena, todo ello ni siquiera serían fuegos artificiales. Ahora bien, si se trata o se relaciona con alguien no esperado, colado en la nave, que sufre tortura en una suerte de axis mundi variante de la cruz, que sacrifica su vida para darla a otra persona. Que en la escena de la invitación a primera clase, cuando come pan y vino, los presentes a la mesa –aparte de su persona– son doce, ahí la interpretación circula por los canales adecuados. Como ha dicho Konrad Lorenz: “… cuando estudiamos las múltiples acciones recíprocas cuya totalidad compone la función de un sistema semejante, las partes menos alterables aparecen con mayor frecuencia como causas y muy raras veces como efecto”. N. B.: No es que aquí estamos sosteniendo que Jack es Jesucristo sin más; sí que es una “figura crística”, un personaje cargado de una icónica y simbólica crística. ¿Acaso alguien dudaría que una persona singular que sacrifica su vida por los demás, lo sepa o no, configura una “imitación de Cristo”? La forma clásica, al llegar a su autoconciencia, la pasa mal, porque se siente tironeada entre dos formas (mundos) que la reclaman. A la forma neoclásica le va peor; puesto que ya se cree afincada en una territorialidad anímica propia. Desde Homero el heroísmo es la transcripción física de cualidades espirituales y de movimientos anímicos. Toda acción, cuando está sostenida en un dato tradicional, es un símbolo que emplea el movimiento físico para expresar relaciones metafísicas. La lucha, el pólemos, la acción física representada en movimientos, lucha, escondites, afrontar escollos naturales o materiales, el duelo, la pelea, la escaramuza, la guerra franca e incluso la pugna verbal, son manifestaciones del ágon que es lo general del vivir, o la vida misma... Al faltar la música del coro, la ópera incluyó el propio, y el cine la banda de sonido o acompañamiento musical para reafirmar estas acciones físicas y de movimientos La comedia musical o el musical hace de estos movimientos pasos de danza y de canto; y cuando es sólo comedia, pasos de situaciones y caracteres, como en el así llamado vaudeville. Élite no debe ser confundido con clase social, en el sentido angosto y acotado que ha tomado luego de la revolución industrial, sino en el de grupo que crea, mediante determinadas significaciones, una cohesión interna, sumada a la conservación de una parte siquiera de las formas de expresión operativas tradicionales. El que no tenga conciencia absoluta de la proveniencia de esa parcela tradicional, sino que muchas veces sostenga de manera intuitiva-mimética o por medio de la repetición táxica más que de sus efectivas significaciones, no importa. Lo que importa desde “el otoño de la edad media” es que tales grupos y sus cabezas visibles –que surgen indefectiblemente en tales grupos– conozcan la forma de volver o tornar operativos a tales fermentos y hasta los mismos supérstites tradicionales. Más que nunca funciona aquí el pars pro toto, la parte por el todo. Tan sólo una época de disolución absoluta –visible ya hasta en las capas geológicas que estallan drásticamente en forma creciente–, que ha inventado algo como la publicidad e intenta o pretende volverlo todo público, puede llegar a ignorar todo ese recurrir y transcurrir de los datos tradicionales, los que son traducidos –es decir fijados– en “cultura” y “arte” según tiempo y lugar y condiciones de posibilidad necesarias. Traducciones a las que para colmo cree y hace creer muchas veces como de carácter espontáneo, intuitivo, anónimo, y todo ello sumado bajo el marbete de “popular”. La gente, cada vez más gente, quiere pasar directamente a la cultura saltando por encima de la cortesía, la urbanidad y hasta de los simples buenos modales. Cree que “lo culto” existe en una suerte de palacio de invierno o Bastilla siempre lista para tomar, y que para ello no hace falta parar mientes en cuántas carnicerías y tropelías cometer. Cuando finalmente, tras la caótica masacre, penetran en sus dependencias, se pierden en ellas y ni siquiera pueden orientarse por las cosas colgadas en las paredes, mediante los libros en las bibliotecas, y ni siquiera por un jarrón o una ménsula. ¿Qué hacen entonces? Comienzan a demoler sistemáticamente el interior del lugar. Claro que, como aquí no ha quedado nadie vivo, ni guía ni mayordomo, la deben emprender con las prendas estéticas, a las que, si no pueden destruir –algo les dice que no les conviene–, se lanzan a desfigurar. Como el que se cree todo un rebelde porque le pinta unos bigotes con carbonilla a la Mona Lisa o a un busto de mármol con una figura clásica. El mecanismo se termina primero gastando, y luego finalmente se quiebra de tanto uso. Del mismo modo que el mecanismo llevado, o mejor dicho regresando al empleo humano, termina haciéndolo aquí mediante la repetición. Ésta es estilística, o tal vez y mejor dicho retórica, y refiere a lo moral en lo subjetivo y en lo civil, a lo estético en lo exterior o en lo dirigido hacia las cosas, y en lo físico o cuidado de sí en relación con la salud corporal. A veces es posible que las tres formas de repetición que agotan el mecanismo humano estén o vengan ya interrelacionadas desde la misma noche de los tiempos. Y así también términos como torsión, tensión, intensidad, altura, anticlímax –aquí ni hablar porque se mantiene en su estricta etimología– y similares referirían a acciones primigenias de “taxia” originaria. Donde lenguaje era todavía un todo indistinto en el que lo mímico, lo gestual, lo anatómico se unían o, mejor dicho, no se habían separado de lo psíquico, lo mental y lo funcional. Mecanismo hoy que comprendemos por su funcionamiento maquinal; pero esto lleva comprobaciones técnicas de usos anteriores y que persisten en la anímico-espiritual. Al comprobarse esto, vemos que términos como “mecanismo” y demás son traducciones contemporáneas de actos, y sobre todo de acciones muy anteriores en el tiempo. Tal, por cierto, la base de una hermenéutica completa o totalizadora. La parodia es el festín de la impotencia. Se grita creyendo que se ríe, se sufre creyendo que se burla, se ojea por sobre el hombro cultural el logro estético surgido por transmisión tradicional, y al no podérselo, no sólo igualar sino ya tan siquiera comprender en forma superficial –determinada palabra, nota o vínculo de referencia–, se pasa a un frenético tartamudeo con lo poco que se ha podido pescar al vuelo, y se confunde así la voluntad de estilo con el capricho. El parodista no puede parar mientes en poner en cautela crítica lo que ha entrevisto por sobre el hombro cultural de su época. Puesto que esta cautela y tiempo forman parte de la misma expresión y del todo cultural que se atisba de reojo y apuro. Como valor ya no estético sino moral, la parodia remite a la cobardía de quien escupe en el suelo de un lugar que no puede habitar porque ya no sabe cómo pedir ser incluido allí. La parodia es la última mueca de la impotencia por una revolución que nunca fue, y que vendría provista de una guillotina horizontal, sobre todo en lo referente a cultura, ya que no a inteligencia. Claro que inteligencia no es tampoco furor mimético que se malgasta en la mera mueca exterior. Parodia es intentar alimentarse de sobras, pero de sobras de las que se desconoce de qué plato o preparación fueron y restan sobrantes. Si la sintaxis es mala o nula, si de estilo no se sabe nada, si apenas se consigue dibujar una casita o un monigote, si se tiene un oído sordo como una tapia para toda mínima melodía, si se es incapaz de pergeñar una trama siquiera muy simple, un esquicio o cosa semejante, si no se sabe componer un soneto o una sonata, tocar dos compases en el piano o escribir una frase entera sin errores de construcción, puede, debe mejor dicho y urgentemente, sumarse a la vanguardia y a la ruptura, y al anti esto y aquello. El cine fue por medio siglo un oasis seguro, porque era también un oasis cercado, vallado, interiormente muy organizado. Luego, el desbande, el ataque que acabó con este locus amoenus, y entonces, si no se sabe filmar dos planos seguidos, súmese también a la vanguardia donde pasará inadvertido su nulo ingenio y todavía menor talento. Auden sobre Byron: “No podía inventar nada, sólo recordar”. Cuánto se aplica hoy a tantos directores de cine. Mímesis es la capacidad de reducir a mínimos pasos gestuales y corporales una acción física, sumada a un contenido anímico-espiritual o psíquico. La mímesis se basa en la selección de rasgos corporales y gestos faciales para reproducir a escala contenidos anímicos llevados a cabo por individualidades buscando una síntesis general de éstos. Un problema estético fundamental, y cada vez más urgente: no confundir el complejo concepto del grotesco con el simple mal gusto. “… contra la desafortunada confusión del símbolo con la alegoría. La alegoría es una representación más o menos artificial de generalidades y abstracciones perfectamente cognoscibles y expresables por otras vías. El símbolo es la única expresión posible de lo simbolizado, es decir del significado con aquello que simboliza. Nunca se descifra por completo. La operación simbólica opera una transmutación de los datos inmediatos (sensibles, literales), los vuelve transparentes. Sin esta transparencia resulta imposible pasar de un plano al otro” (Henry Corbin, Historia de la filosofía islámica). “Porque en esencia la función del arte, al imponer a la realidad ordinaria un orden creíble, provocando así la percepción de un orden ‘en’ la realidad, consiste en llevarnos a la serenidad, la calma y la reconciliación, y en dejarnos después, como dejó Virgilio a Dante, para que prosigamos rumbo a esa región en donde el guía ya no puede servirnos” (T. S. Eliot, Poesía y drama). “Si necesitamos el arte sólo si y porque nos gusta, y debemos ser buenos, sólo porque nos gusta ser buenos, el arte y la moral se convierten en meras cuestiones de gusto y nada puede objetarse si decimos que no nos interesa el arte porque no nos gusta, o que no tenemos ningún motivo para ser buenos porque preferimos ser malos” (Ananda Coomaraswamy, La filosofía cristiana y oriental del arte). “Según se ve, el símbolo era un signo visible de una realidad superior que por su intermedio se hacía inteligible” (P. Alfredo Saénz S. J.). “Mítico es todo lo imaginado en lo que participa tu vida. En lo mítico cada objeto recibe un doble sentido, que es también su sentido contrario. (…) Por eso en lo mítico todo está equilibrado” (Hugo von Hoffmannsthal, El libro de los amigos). “El símbolo aporta en la actualidad experiencia de los valores y de los acontecimientos transpersonales que el individuo no era capaz de aprehender conciente y voluntariamente. Gracias al símbolo, la vida psíquica no es ni insípida, ni mediocre, ni estéril. Aquellos mismos que no pueden sospechar la metafísica y la teología enterradas en su imaginación y sus nostalgias, gozan –‘inconcientemente’–, sin embargo, de una vida psíquica rica y significativa” (Mircea Eliade, Diario, 14 de enero, 1959). “El mito no es historia ocurrida en un tiempo anterior; es realidad intemporal que se reitera en la historia” (Ernst Jünger, La emboscadura). AXIOMAS Y POSTULADOS 1. El cine es un ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo. A: Ajusta las cuentas con el primero, en tanto el cine se constituye como una toma de distancia con respecto al nudo de sentido, anudado en ese período, de la obra de arte como autonomía humana, forma autárquica, especiosa o utópica del pensar y el poetizar. B: Y ajusta las cuentas con el romanticismo, en cuanto, una vez separado de la autarquía y especiosidad renacentista, se niega paralelamente a una tecnificación de la/su diferencia, con sus item anejos de martirología laica y de “únicos y singulares”. 2. El cine es el primer y único arte decisionista de la modernidad. A: Si la modernidad se caracteriza por un estado de deliberación permanente, por el limbo de un coloquio infinito que nunca decide nada, el cine se asume como una forma del pensar y el poetizar que decide continuamente. B: Este decidir continuo puede resumirse bajo el acápite ¿cómo sigue? C: Y como todo decisionismo, se relaciona ineludiblemente con una concepción clara y taxativa del poder… 3. El cine, por su carácter de arte decisionista, es la primera y única forma del pensar y el poetizar en la modernidad con una conciencia y voluntad clara del poder. A: En tal operar fue de importancia liminar, axial, la organización de los grandes estudios. B: Los grandes estudios organizaron un troquelado de formas, dando con ello lugar a los “géneros”. C: Los géneros sirvieron para acuñar el estado de transparencia. D: La transparencia necesitó, para su cura, del establecimiento de un pacto simbólico entre los hacedores y la comunidad; tal pacto simbólico es el conocido vulgarmente por “código de producción”. 4. El cine clásico de Hollywood no es yanqui, es dixie. A: Dentro de la territorialidad histórica e imaginaria norteamericana, el cine se nos aparece como el summun y la síntesis de la tradición del sur norteamericano. Desde Griffith y Buster Keaton, pasando por Lo que el viento se llevó, hasta The Long Riders o Forrest Gump, al cine norteamericano siempre se lo imaginó desde lo dixie. B: Esta tradición trae aparejada, necesariamente, una toma de distancia, una reacción, con respecto a los imperativos de la aproximación de y por la técnica y del estado de movilización general de la modernidad liberal. C: Por esa reacción el cine norteamericano –especialmente en su etapa clásica– es una forma orgánica del pensar y el poetizar inasimilable a y por la mentalidad liberal. D: A la apropiación de y por la técnica opone una imaginación mítica. E: A la movilización general opone la reinstauración del status o figura del héroe. 4 bis. Al elemento o corriente dixie se le cruzó, muy tempranamente, un elemento austrohúngaro. A: El elemento dixie, constitutivo de la creación del cine, se encontró, una vez organizado como estructura formal y como sentido operativo, cruzado con el elemento austrohúngaro, también en diáspora política y territorial, que terminó organizándolo en forma definitiva y acabó por desplazar al propio Griffith. B: Sin esta intervención del elemento austrohúngaro, la invención de Griffith se hubiera recuperado –y cosificado museística y tempranamente– como un avatar más del “único y singular”. C: La toma del poder por los grandes estudios significó la herramienta necesaria e imprescindible para la acuñación de los movimientos, motivos y figuras que posibilitaron y llevaron a la rápida ecumenicidad del cine. 5. El cine es la forma contemporánea del pensar y el poetizar que religa de manera más radical con el mito. A: Este religar con el mito es re-curso. B: Mediante este re-curso, el mito se actualiza, siendo, por un lado –y paradójicamente–, llevado de alguna manera frente al tribunal de la Historia y, por el otro, el mito se resguarda y preserva (se cura) como forma operativa. 6. En el cine, la forma operativa del mito se despliega como puesta en escena. A: Si “el mito es la exégesis del símbolo” (Bachofen), el cine es la vivencia del símbolo a través de una repetición señalada y dirigida mediante una puesta en escena. B: La puesta en escena es la que marca la inscripción del símbolo y lo simbólico en el reino de los vivos, y no desciende al reino de los muertos, habitantes del inferos-museo. 7. La puesta en escena es, mutatis mutandis, el ritual del mito. A: Rito (de ritah o rta, según las transcripciones más viables) es el modelo visible –e invisible– del Cosmos y de su reflejo y, sobre todo, conformidad en la naturaleza. B: Esta puesta en escena es posible mediante el símbolo que, bajo este aspecto, cabe definir como el vehículo, o aun el excipiente, por medio del cual un mito, en cuanto a relato del origen u originario, se precipita diferenciándose, disolviéndose, sin perder por ello su esencial identidad. C: Identidad y diferencia se anulan o se excluyen en el plano –o en algún plano– de la realización. D: Disolución –solve– es aquello a lo que llamamos relato o trama, en tanto y en cuanto haya elegido ser actualizada, mediante su rebajamiento intencionado dadas las posibilidades del entender. E: Este rebajar intencionado es lo que “aún” puede rastrearse –ya que no pensarse– como “género”. F: En el segundo momento – el absoluto– de la autoconciencia, el género sólo es una huella, un rastro. 8. Pero también: el cine acepta el estado de caída de lo mítico y, mediante la babelización de lo mítico, se torna la forma de cura/custodia posible sobre el mito, evitándose de tal forma la caída en lo paródico. A: Esta babelización de lo mítico implica, no un arrojarse impremeditado al caos y lo inferior sino –y por el contrario– una conciencia de sí, una conciencia desgarrada del estado de radical separación de los fines últimos, cuyos restos quedaron dispersos en la fosa que rodea a Babel. 9. De la trifuncionalidad del imaginario indoeuropeo (Dumézil), el cine pone el acento privilegiadamente en la segunda función (el héroe), colocando la primera y la tercera “fuera de campo”. A: Héroe es la forma de la pregunta y del preguntar en el cine. B: En el camino del preguntar, el héroe es quien re-nombra y resigna al mundo que lo rodea, porque en el cine el héroe es quien posee la capacidad de re-signación. C: Este preguntar re-signado es la tarea del héroe en el cine. N. B.: La tríada anterior forma la función adánica. D: En la autoconciencia, en su segundo y absoluto momento, reaparecen, explícitamente, las otras dos funciones que habían sido puestas fuera de campo: cf. la saga de El padrino, Apocalypse Now, El exorcista, Titanic, Vampiros, Sobreviven, Misión a Marte, Femme Fatale; esto da lugar, a su vez, a la ficción dogmática. 10. El cine nace al separarse del cinematógrafo. A: Llamamos cinematógrafo a la técnica mecánico-industrial patentada por los hermanos Lumière. Esta técnica se postuló como la apoteosis del saber laico, liberal, positivista, al intentar “eternizar” una forma de vida que se vive y proclama como única y deseable de ser reproducida, e instrumentalmente “eternizable”. B: El cine nace –con Griffith– al separarse de tal pretensión de eternidad limbal, desviando la técnica y lo técnico de sus propósitos y fines, mediante el re-curso a lo mítico. C: Como este re-curso mítico es, in nuce, “relato”, “historia”, “ficción”, en el primer nivel de su operar Griffith funda el cine como relato, como mythos, pero, una vez operado este sentido, debe crear la forma de sostener y soportar tal re-curso, con una práctica que unifique imaginariamente tales mitologemas; para ello recurre a un logos compuesto por: división diegética en planos, campo y fuera de campo, principio de simetría, ejes de construcción –vertical y horizontal– et al., que configuran así una lógica que contiene –y soporta– al mito y a lo mítico. 10 bis. Este re-curso, este recurrir al mito y a lo mítico, llevó, necesariamente, a inscribir el hacer del cine dentro de la esfera de lo trágico. A: Este enfrentarse con, este inscribirse en la esfera de lo trágico, puede denominarse también como la segunda forma o articulación del decisionismo del cine. B: Mediante lo trágico, la desrealización latente del mundo liberal se desoculta y se muestra el abismo de su fondo nihilista, que intenta –o intentó– ocultar cíclicamente con los disfraces de lo utópico, lo exótico, lo lúdico e, in extremis, la movilización total. 11. El cinematógrafo es y sigue siendo toda toma de algo anterior que se quiere preservar para una eternidad museística. A: El cinematógrafo es aquel que se obstina en filmar y reproducir elementos teatrales y novelísticos, dados como totalidad ilusionista en un marco pictórico o decorativo. B: El cinematógrafo, como falso cine, recae inevitablemente en la alegoría, porque lo alegórico es siempre una forma falsa del imaginar, del representar, y también del preguntar demandante. 12. El cine es una revolución anacrónica. A: Recordando que etimológicamente an-acrónico significa “fuera del tiempo habitual”, pero no tan sólo en el sentido del pasado, o de lo pasado, sino también en el sentido de algo muy alejado, tendido hacia el futuro. B: Revolución es, ab ovo, un giro completo que lleva al punto de partida. 12 bis. Tras el cine no puede haber otra forma del pensar y el poetizar, siendo éste el último avatar del estadio estético que puede permitirse, al menos el mundo occidental. CONCEPTOS FUNDAMENTALES Glosario ALEGORÍA: Acertijo visual –y a veces visual-sonoro– que se muestra como una totalidad al espectador, quedándole a éste solamente la posibilidad de entenderlo fuera del contexto del film. También: defecto esencial de la imaginación que intenta corregir lo mal imaginado o concebido con una noción explicativa tomada de una forma anterior o preexistente. ALEGORIZACIÓN DEL MUNDO: Processus que arranca como una de las consecuencias del renacimiento, a partir de la invención de la imprenta, y que emprende –al menos en Occidente– una suerte de ilustración paralela de la letra y del sentido, otorgando a lo simbólico un también creciente estado intermedio, que se fue traduciendo de más en más como “ilustración”. Tal “ilustración” dio lugar, paralelamente, a una secesión, fragmentación o atomización del material llamado –a partir de ese momento– “clásico”; tal fragmentación actúa, desde entonces, tanto en el nivel de conservación como en el de recepción del orden clásico. AUSTROHÚNGARO (LO/ELEMENTO): Forma de continuidad territorial del cine que apareció ya organizada, casi desde el comienzo de su operar. Esta territorialidad es asimilable o entendible debido tanto a la cantidad de autores de films de ese origen como a las diégesis acuñadas, como también a determinado punto de vista histórico o formal. Puede postularse que este elemento es una temprana idea de decadencia en el cine, así como una continuación de lo barroco, o de la política de lo barroco, por otros medios. AUTOCONCIENCIA: Momento de un arte o forma del pensar y el poetizar en el cual “se sabe que se sabe” y “se sabe qué se sabe”; este saber implica un matiz necesario de agotamiento o declive, en la medida en que esa forma intenta ser parte del mundo, hacerse historia. AUTOCONCIENTE/LO: El separarse de su objeto en el hacer, para que el espectador sepa del hacer en el hacerse. Pensar que pensamos, en el momento que pensamos. CAMP: Estrategia contemporánea de tolerar o, mejor dicho, desviar –en la manera de lo posible– al kitsch de la vida moderna y de las formas de producción standard o producidas en serie de la modernidad. Último avatar de la ironía romántica. CINEFILIA: Actitud de un responder ingenuo a la pregunta por el cine que se funda con Citizen Kane y se refunda con El padrino. N. B.: El último esteticismo de la época técnica. COMEDIA: Cura por la irracionalidad. CURA: Cuidado del demandar ya autoconciente del operar del cine. Esa cura se refractó ab initio en cura/custodia y cura-coleccionista. CURA-COLECCIONISTA: Decaer del preguntar que lleva a la “cinefilia” como diferencia tecnificada. CURA/CUSTODIA: Cuidado que lleva a un pensar del cine a cargo del quia del espectador. DECADENCIA/DECADENTE: Complemento imprescindible de la autoconciencia. Es aquella forma de la autoconciencia que se encastilla en la conservación de un determinado estilo de esfera privada, poniendo una distancia irónica, y también cínica, con el mundo puertas afuera. N. B.: Categoría exclusivamente occidental. DECISIONISMO: Suspensión del estado deliberativo típico de la mentalidad romántico-liberal, mediante la postulación, en el pensar y el poetizar, de aquello que debe hacerse y en especial conservarse de lo anterior. El decisionismo es la zona del cine donde el arte y el poder se muestran plenamente integrados. DIÉGESIS: El estado o punto de partida de la ficción en el cine, en la medida en que postula un “aquí y ahora” con todas sus implicancias laterales. También un “cuadro de situación” o “composición de lugar” de un determinado marco o acotamiento a partir del cual se despliega la ficción. Toda diégesis crea su propio verosímil desde el que se postula –o no– un mundus (v.). DIFERENCIA TECNIFICADA: Estado alternativo a la reificación en la modernidad, en el que, para no tomar a la naturaleza como destino, la opción y reacción correspondiente se hace pública, pidiéndose paralelamente al poder que dé cabida o “tolere” tal estado de singularidad (v. ÚNICO). DRAMA: Seguimiento o prosecución de una diégesis y de una fábula por la cura de la racionalidad. DUCTUS: La mano que porta (Feros) el estilo del autor. ECUMENE: Zona de pertenencia anterior que se dio, o se re-cuerda, como universalidad, acotando en su perímetro determinada tradición a partir de una resolución histórica y geográfica. (v. TERRITORIALIDAD). EJE HORIZONTAL: Es el de la fábula, de la historia, de aquello que se cuenta, del tiempo, en suma. En todo film hay eje horizontal. EJE VERTICAL: Es el eje de la irrupción o de la reaparición de lo trágico o de lo “otro”, si queremos. Aquel que muestra otra cosa que la historia y el tiempo, y que cruza a éste –precisamente– oponiéndole el devenir. Sólo en las obras de autores de films se encuentra el eje vertical. EL QUIA DEL CINE: El desocultar demandante que aparece – prematuramente– tras la temprana autoconciencia del cine. Es donde el Espíritu es tal o se manifiesta como tal, “en tanto libertad, objetividad y conciencia de sí”. Este quia da lugar, por otro lado, a la aparición de la situación de cura. EPIFANÍA: Manifestación de lo sagrado o de lo trascendente, y donde a quien se le manifiesta no se le presenta en un todo acorde con aquello que esperaba, en tanto y en cuanto continuidad de las relaciones anteriores y habituales. ESCAPE AL FUTURO: Recurso del cine para postular resoluciones imaginarias, adelantándose diegéticamente a una posibilidad virtual dada como ficción. También: el complemento simétrico del recurso mítico. Y además: el recurso mediante el cual el cine fue haciendo ciertas correcciones a su método, ganándole de mano a las posibles objeciones que se le plantearon o se le plantean desde fuera de su territorialidad. ESTADO DE FACTO: En el cine, el estado de facto es el estado de recepción. ESTADO DELIBERATIVO: Estado típico de la mentalidad románticoliberal que instaura un coloquio infinito, un limbo inacabable que nunca resuelve nada. Este estado también puede pensarse, o concebirse, como una indiferenciación, confusión, aun superposición y hasta inversión de las esferas estética y religiosa. ETHOS: Convención diegética del mundo representado en un film. Escala de valores existente en esa diégesis. FÁBULA: Aquello que se cuenta en un film. También: el argumento o el guión en cuanto se puede narrar a otra persona sin la visión del film (v. PUESTA EN ESCENA). FACTA/FACTO: Lo “hecho” en tanto mostración de lo artificial y ficticio. La mostración autoconciente de qué parte de “hecho” tiene el arte en la modernidad y, contrarrestándolo con el cine, el status de facto-del-arte opuesto al arte-facto que se fue adueñando de las formas –especialmente plásticas– anteriores. N. B.: En la autoconciencia, el cine tiene que gastar porque se gasta. FEROS: Tomado del griego fero: portador, el que lleva o sostiene. La usamos como la unidad del fuera de campo que hace posible la aparición de un símbolo. FICCIÓN DOGMÁTICA: Es la obra donde la totalidad de un ethos comprende un mundus o lleva hacia él. Ficción mediante la cual se sintetiza una territorialidad, polémicamente en relación con cierta genealogía que la da como agotada o terminada, y que tiende, en su hacer y representar, a la totalidad ecuménica. FINAL FELIZ PROBLEMÁTICO: Disyuntiva polémica que acentúa el status problemático de la obra de arte. Al completar o resumir sintéticamente el devenir dramático, separa al espectador del orden ideal-estético para reenviarlo a su propio mundo de valores y decisiones que permanecen abiertos, pero con el plus de la experiencia. FORMA-EXTENSA-GRAVE: Aquella obra que, por su capacidad de organizar en un todo autoconciente una forma o visión del mundo, puede considerarse modelo o resumen del pensar y el poetizar de una época. Se piensa: 1) una forma del pensar y el poetizar que contenga e implique en su despliegue y desarrollo; 2) de forma extensa, es decir, con la suficiente duración en el tiempo y el espacio, y que por ello mismo abarque la mayor cantidad de elementos tanto históricos como suprahistóricos, desplegándolos en su hacer; 3) en tono grave, con el ritmo y la retórica “de peso”, que implique a su vez la carga (grá/vido) que lleva en su seno de futuras potencialidades. Extenso también en el sentido lógico, de aquello que está contenido en una idea bajo el aspecto de cantidad. FORMA PROBLEMÁTICA: Llamamos problemática a una forma que parte y deviene de una estructuración formal anterior pero que, al llevarla al límite de sus posibilidades o al contaminársela con una diégesis excéntrica de tal estructura anterior, crea un nuevo estadio de representación heurística que intenta devenir nueva estructura. FUERA DE CAMPO: Aquellos elementos, ya sean diegéticos o formales, que se extienden más allá del campo visual de la pantalla y en sus respectivas continuidades completan la visión total de un film. También: recurso básico mediante el cual el cine se separa de lo fotográfico o de lo fotográficocondicionado, tanto como extensión de lo teatral como, tiempo después, de lo televisivo. En tercer lugar: el recurso mediante el cual aparece lo simbólico en el cine, siendo por lo tanto el vehículo o feros del símbolo. FUNCIÓN ADÁNICA: La función del héroe en el cine. La de buscar y, en lo posible, volver a dar sentido, re-signar, las cosas con las que se tropieza en su busca. ÍCONO: Es el signo en cuanto a su reconocimiento de un status propio dentro de un determinado contexto. Es el momento, a veces muy difícil de reconocer o aprehender, del pasaje del índice al símbolo. ÍNDICE: Es el signo en cuanto mera información de sentido reconocible en la diégesis o fábula. IN-FORME: Es todo aquello que se queda o permanece en un transcurrir expectante o indecisorio con respecto a un allende signado, sostenido o portado (feros) por un aquende que se ha formalizado. INTERIORIDAD O ESFERA PRIVADA: Un topos que fue, o que se recuerda, como mundus. IRONÍA: Toma de distancia con el material tratado. KASPARHAUSERIZACIÓN: Procedimiento típico de la cultura europea a partir de la modernidad, mediante el cual intentar ser el rétor de lo americano, el guía o dador de palabra a lo supuestamente atávico, inconciente o “primitivo” americano. Este procedimiento es, a su vez, más subrayadamente característico de cierta tendencia de la cultura francesa. KITSCH: Falta, ausencia o carencia de sustrato mítico en un logos. Reemplazo, substitución perversa de la tradición por el plagio, pero modificando en su re-facción el grund o mundus que le es acorde, incluso funcionalmente. LOGOS: Relatos o formas del discurso que, si bien son de inmediato y trasparente reconocimiento, el cine adaptó de formas literarias preexistentes, utilizándolas de manera sui generis (v. TOPOI). MUNDUS: El universo o zona fuera de campo de la diégesis. NÁUFRAGOS DE LA LETRA: El pensar libresco sin conciencia del cine. OMISIÓN POLÉMICA: Criba o prueba de pasaje por la cual se hace pasar al espectador, haciendo en un punto coincidir su doxa con la de algún exponente o feros de la acción fílmica pero que luego, al interpretarse o comprenderse su función simbólica, contradice, cuestiona o somete a juicio esa misma doxa. PARIDAD MIMÉTICA: Es la mímesis que se corresponde a los sujetos de la ficción. PARODIA: El responder perverso al status problemático de la obra de arte. Achatamiento del com-prender, anudándoselo a lo in-formal. POSITIVIDAD INERTE: Situación típica de la modernidad; vía de acceso en sentido perverso hacia las obras del pensar y el poetizar del pasado, haciendo que la positividad virtual de aquéllas se transmute o que –y más aún– permute su fruibilidad o goce posible aceptando unas leyes de circulación e intercambio que tales formas niegan en su hacer y en su hacerse; en su operar. POSITIVIDAD VIRTUAL: El aura; pero también: lo asequible al mundo del contemplador o fruidor sin intermediación desjerarquizada. POTLATCH: Sacrificio conciente, desperdicio ritualizado o gasto excesivo en el arte, y en el cine en particular, que da a entender o postula, a través del uso formal de una sobre-funcionalidad, el rol de imitatio Dei del autor de films, confesando, paralelamente y mediante un paradójico desgaste, la invariable limitación humana. Cerco estilístico y ritual a la parodia (v.). PREGUNTAR PROBLEMÁTICO: Lo que torna visible o desoculta cosas que el preguntar de la estructura anterior no tuvo en cuenta en su hacer. PRINCIPIO DE SIMETRÍA: Es el principio de repetición de un elemento formal, icónico, gráfico o dialogístico que al re-aparecer –p. e. por segunda vez– se torna diferente, no perdiendo de todas formas su conditio anterior. Por esta diferencia accedemos al pasaje del índice al símbolo. PUESTA EN ESCENA: Aquello mediante lo cual se cuenta un film. Aquello que, mediante repetición intencionada (principio de simetría), se vuelve estilo, haciendo posible reconocer el ductus del autor. Lo que no puede relatarse sin la visión del film. Lo que da lugar al mundus (v.) REINO DE LA TRANSPARENCIA: Etapa del cine comprendida entre los comienzos del sonoro y la aparición de la autoconciencia; etapa en la cual se troquelan exhaustivamente los géneros como efectos de transparencia diegéticas y cuando se establece, además, el pacto simbólico entre hacedores y espectadores. RESIGNAR: Hacer del héroe. RICERCAR: Diáspora, errancia, camino de prueba tras la expulsión del Paraíso. Riesgo, tentación o prueba en la que se juega el perderse definitivamente “para el Espíritu” y ser “ganado para el Mundo”. Forma del espiralar. Negación de la invención como puro hallazgo y casualidad. Término que preferimos –o nos permitimos proponer para referirnos– para busca y círculo hermenéutico. ROMANTICISMO: Confusión, yuxtaposición, aun contaminación, de las esferas estética y religiosa. Pero dada esta condición como actitud subjetiva e individual. Cuando se manifiesta como grupo, clase, nación, estado, clan, partido, se le llama “estado deliberativo” (v.). SIGNO MEDUSEO: Signo de temprano reconocimiento que paraliza ciertas virtualidades tornándolas positividad inerte (v.). Un lastre en el despliegue del hacer. Petrificación del mito. SÍMBOLO: Signo que muestra una parte suponiendo o recordando al espectador la posesión de la otra mitad, cuya unión da lugar a la aparición de un sentido que une, mediante puente, la diégesis con el fuera de campo. Es el signo en cuanto a su reconocimiento de un status propio y de dador de un sentido reconocible y recordable exclusivamente en, y por, la puesta en escena (v.). SOBREDIMENSIÓN MIMÉTICA: Traducción y adaptación –en el hacer del cine del cine– del potlatch (v.). SUCESIÓN ACTUALIZADORA: Posibilidad latente, in nuce, de la instancia de la acuñación del símbolo. Es aquella función que puede ser actualizada por encima de su puesta en escena y sus feros, y, especialmente, por encima de su ocasionar anecdótico. TERRITORIALIDAD: Zona de propiedad anímica o espiritual que la historia reflejó, ocasionalmente, en un determinado estamento jurídicopolítico. (v. ECUMENE). TOPOI: Lugares o zonas diegéticas de inmediato y transparente reconocimiento. TRAGEDIA/TRÁGICO: Comprensión o postulación, ricercar, del estado limitado –o en permanente fuga y agotamiento– del factor humano, sea como historia, saber o nomos. Límite comprensible de exclusión del accionar humano. TRANSPARENCIA: Situación, pacto simbólico, recurso mediante el cual el cine, especialmente en el período clásico, legisló y gobernó el acceso primario de los films, haciendo visible, mediante la acuñación de géneros, su legibilidad. ÚNICO: Subproducto del romanticismo. Romanticismo de la era técnica. Es el feros de la diferencia tecnificada (v.). N. B.: Debemos entender que el “único” y la “diferencia tecnificada” intentan sui generis abolir o separarse del estado deliberativo o coloquio infinito. Pero fatalmente reifican su situación, tornándose coartada del estado de cosas que intentan abolir. VICARIO/LO: Es la alienación en la esfera privada. NOTAS Definiciones teóricas 1. Es decir que ambos fenómenos nacieron en territorios fragmentados y que llegaron tarde a la modernidad. Por cierto, los términos “renacimiento” y “romanticismo” son de origen francés. (Véase Kasparhauserización). 2. Aquí nos toca discrepar con una postura puesta en circulación por Carl Schmitt en su Romanticismo político. Creemos que, aunque políticamente inermes y fantasiosos, los románticos, especialmente los alemanes, buscaron articular una primera y temprana respuesta a los imperativos de la naciente modernidad. Sin extendernos en demasía – aunque no sin dejar de señalar su fundamental importancia–, creemos que lo postulado, por ejemplo, por Novalis en La cristiandad o Europa, es algo considerable, muy considerablemente mayor –y superior– que los “ocasionales” barruntos o caprichos filosófico-teológicos de los allí escrutados Friedrich Schlegel y, sobre todo, Adam Müller. Por cierto que esta crítica ya fue lanzada en el momento de la publicación de su libro: el que tratara –como los nombrados– a personajes secundarios y hasta terciarios del romanticismo. Pero agregaremos lo siguiente: a los románticos –o a algunos de ellos–, en todo caso, les tocó imaginar, ¿proféticamente?, cuáles habrían de ser ciertas condiciones mentales, psíquicas, incluso “corporales” del hombre moderno ya en plena gestación. Claro que sin tener en paralelo una efectividad en sus realizaciones instrumentales. Como sí ocurría –y tan sólo– en la Inglaterra contemporánea. Siendo así, lo “imaginado” por Novalis y Hoffmann no es ninguna minucia. ¡Muy lejos de ello! Cf. Carl Schmitt, Romanticismo Politico, Milán, 1968. Trad. Carlo Galli. (Hay traducción castellana). Nota de la tercera edición. Hoy ya no pensamos que Friedrich Schlegel sea una figura menor ni secundaria del romanticismo alemán. Tan sólo con escritos como Fragmentos del Lyceum. Sobre filosofía y Diálogo sobre la poesía, es una de las figuras fundamentales del romanticismo alemán en su vertiente crítico-filosófica. Señalo aquí solamente textos traducidos al castellano. Véase Poesía y filosofía, Alianza, Madrid, 1994. 3. El Roderick Usher de Poe es uno de los primeros epítomes simbólicos de tal “atmósfera mental”. 4. Y el artista provee el entretenimiento para esa nada en espera (stand by). 5. En ese “a la vez” está la clave de cierta central tarea del cine. 6. Puede verse entonces la modernidad como la concreción o materialización de una de las posibilidades latentes en el fenómeno renacentista. 7. Distribucionismo a su vez dividido en uno teórico con respecto al pasado vuelto fruición, y otro práctico de acumulación material, en relación con el presente económico. 8. Siendo también uno de los abuelos del “realismo mágico”. 9. Ni físico ni, menos aún, metafísico. 10. Más que concebir un ricorso, ver en el cine el propio ricorso. 11. Por cierto, Griffith decide, en la falsa disputa Lumière-Méliès, inscribir sin más al cine como medio narrativo y no reproductivo o, más bien, reproductivo en segunda instancia. 12. El estado sucesivo de los elementos de su creación es necesario en este lugar para pensarlos, pero no se desprende de allí que Griffith haya seguido el mismo orden o cronología; porque en el genio hay una simultaneidad, una intuición irreductible, en último término, a períodos temporales. 13. Sin remontarnos a la Antigüedad griega ni a la “edad media” cristiana, cabe pensar en algo similar a lo que todavía era posible en cierto teatro o pintura de la última época renacentista, ya barroca. Ejemplarmente Shakespeare, pero también Calderón. 14. De nuevo: caemos intencionadamente, por razones de comodidad expositiva, en la temporalidad sucesiva. 15. Cuyas huellas podemos rastrear, sin demasiado esfuerzo, aun en la Grecia “clásica”. 16. “En los términos de Hans Freyer y utilizando sus conceptos tal como aparecen en su Teoría de la época actual, podríamos decir que pertenece a la esencia de lo trágico no permitir su inclusión en un sistema secundario; al igual que “un sistema secundario es un ámbito de reglas de juego que excluyen la irrupción de acontecimientos trágicos que, en la medida que son percibidos, suponen una perturbación”. (Carl Schmitt, Hamlet o Hécuba, Pre-Textos, Universidad de Murcia, 1993). 17. Tomamos el nombre de esta tríada de la obra semiótica de Charles S. Peirce, pero dándole una muy otra interpretación, como es obvio. Sin embargo, su nomenclatura triádica básica, que es ésta, nos sigue pareciendo nominalmente acertada. Véase Obra lógico-semiótica, Taurus, Madrid, 1987. 18. Decimos –¡y vemos!– lanzado, siendo éste el etymon espiritual de símbolo, precisamente. Syn-ballein: lanzar, arrojar en conjunto, unir y tirar. Por cierto, de ballein aparece proyectil, útil que se arroja. Consúltese, además, la figura –por demás conocida– del discóbolo. El que Hitchcock en este epítome ejemplar de nuestra tríada pueda llevarnos hasta la posibilidad de ricercar el origen tanto en palabra como en imagen y sentido del símbolo, sin separarse autónomamente en ninguna de sus partes integrantes, nos muestra –por si hiciera falta– el carácter absoluta y perfectamente genial de este autor. Sería infinito proseguir con nuestros análisis al respecto. Téngase presente tan sólo que el héroe (por el carácter técnico-material del útil) debe cerrar los ojos a su percusión. Y también que el arrojar, el tirar, en sentido exclusivamente físico, es ejecutado sobre el héroe, lo que terminará invalidándolo por segunda vez. 19. Serendipity en lugar de lo heurístico. 20. Recordemos la definición dada por Eliot del correlato objetivo como: “El único modo de expresar una emoción en forma de arte es encontrando un ‘correlato objetivo’; en otras palabras, un grupo de objetos, una situación, una cadena de acontecimientos que sean la fórmula de esa emoción particular; tales que, cuando los hechos externos, que deben terminar en una experiencia sensoria, son dados, la emoción es evocada de inmediato”. Definición dada en su ensayo sobre Hamlet (1919). Véase Los poetas metafísicos y otros ensayos de teatro y religión, Emecé, Buenos Aires, 1944. 21. El rito puede definirse como la puesta en acto de un símbolo. Es la acción, la ejecución de un gesto, un movimiento, operados en función de su apertura significativa. Siendo la apertura lo puramente humano, y lo significativo lo dado mediante revelación no-humana. N. B.: Por cierto, eso es estrictamente lo que significa, en sánscrito, el término karma: acción ritual. Y no los impropios cuanto estúpidos reduccionismos a “destino”, “suerte, “chance” que muestran con toda claridad el estado mental a que ha quedado reducido gran parte de Occidente. 22. Hay un perfecto momento al comienzo de Psycho, cuando Norman Bates intenta hacer un juego de palabras tartamudeante, que puede traducirse literalmente al castellano de este modo: “Comer en una oficina es muy oficioso”. Es obvio que los dones del protagonista han sido pervertidos y usurpados, id est demonizados, por su oficiosidad. Cuando Marion le pregunta por sus aves disecadas, responde: “Es un hobby”. Esto sería, entonces, el último estadio del decaer del oficio oficiante en la oficiosidad, para terminar en el hobby. Recordemos también que todos necesitamos estar “ocupados”. 23. Por cierto, habría que hacer un largo excurso, que nos llevaría muy lejos de las intenciones de este escrito, sobre, por ejemplo, Mark Twain, Hawthorne, desde luego Henry James, y el siempre olvidado Stephen Crane. 24. Por no hablar de su otra obra, que sigue sometida al purgatorio de lo interesante. 25. Nótese cómo en gran parte del periplo en la lancha se pasa de la ironización del topos dominante de Moby Dick a la situación o imago típica del relato “Benito Cereno”. 26. Topos llevado hasta sus últimas consecuencias en Titanic de James Cameron. 27. Téngase en cuenta que –como decíamos en relación con el útil/soporte de estas transfiguraciones en Rear Window, o sea la cámara fotográfica y anexos– aquí la lancha sigue siendo indicial e icónicamente la misma. Recordemos a Mallarmé en su soneto a Poe: “Tel qu’en lui-même enfin l’eternité le change”, “Tal que en Sí mismo al fin la Eternidad lo cambia”. 28. En esto existe un antecedente en la generación que dio lugar al romanticismo alemán, Herder et al. Y en la que, de alguna forma, lo continuó: Bachofen, Görres, Creuzer… Sería extensísima la bibliografía al respecto; para no extendernos, recomendaríamos las obras de Mircea Eliade, con quien está en deuda nuestra propia teoría. 29. Aquí nos permitimos parafrasear el conocido fragmento 30 de Heráclito, con una imagen o dictum heideggeriano, también –según creemos– muy conocido. 30. “El mito es la exégesis del símbolo” (Bachofen). 31. Esto podría tener cierta relación con “el aura” de Walter Benjamin. Pero cabe acotar que el empleo de este término, cuanto su aplicación digamos estética por este autor, siempre nos han parecido más que equívocos. Y a esto han contribuido todavía más algunos de sus declarados discípulos. Puesto que, dicho brevemente, no hay ni siquiera nostalgia en Benjamin por esta pérdida; más bien celebración. Cosa que parece no terminar de entenderse. 32. “Es un hotel provisto de todo el confort moderno, suspendido a orillas de un abismo, situado entre la calidad de la cocina y las distracciones artísticas, lo que no hace sino aumentar los placeres que encuentran los pensionistas de ese confort refinado”. Véase El asalto a la razón, Grijalbo, México, 1958. Por cierto, en sus dependencias, Lukács había instalado a los varios absurdos, náuseas y existencialismos contemporáneos, como también a sus más o menos ex discípulos de la así llamada “escuela de Frankfurt”. 33. Una excepción admirable, Johan Huizinga: “En este punto debemos decir algo acerca del cine. Se le acusa de muchos males: excitación de instintos malsanos, fomento de la criminalidad, corrupción del gusto, cultivo atolondrado de la sed de placeres. Frente a todo esto puede sostenerse, empero, que la película, mucho más que la literatura escrita, mantiene en el arte las antiguas y populares normas de un principio moral. La película es un factor moral conservador. Exige, si no la recompensa de la virtud, al menos la compasión de sus dolores. Si justifica al bribón, en seguida disminuye ese sentimiento con algún elemento cómico o sentimental de sacrificio por amor. Para sus héroes pide simpatía conmovida y luego los recompensa con un feliz remate, efecto final imprescindible de todo verdadero romanticismo. En suma, la película glorifica una moral sólida y popular, inquebrantada por dudas filosóficas o de otros linajes. Pero ese interés viene determinado por la demanda del público, mucho más que por los peligros de la censura cinematográfica. Cabe, pues, sacar como conclusión que ese código moral de las películas corresponde a las exigencias de la conciencia popular. Esto es importante, por cuanto prueba que el desarraigo de las ideas morales no ha introducido en el fondo grandes cambios en la función del sentimiento moral público. Pronto veremos hasta qué punto esto corresponde a la realidad”. Conferencia dictada en Bruselas en marzo de 1935, e incluida en el volumen “Entre las sombras del mañana”, Revista de Occidente, Madrid, 1936 (pp. 139-40). Los subrayados son nuestros. Es interesante que gran parte de lo subrayado atiende, incluso temporalmente, a comprender el por entonces recién dictado “código Hays”; cosa que todavía hoy aun los propios “historiadores” norteamericanos se niegan a entender. N. B.: Es interesante también remarcar cómo, por aquel tiempo (1935), el holandés metodista Huizinga utilizaba “romántico” no sólo en sentido exclusivamente positivo, sino también en relación analógica con “popular”, “moral” y con –nada menos– “final feliz”. Esto es ya algo inviable. Y no lo apuntamos con regocijo. 34. “Si como tenemos una lógica, tuviéramos también una fantástica, estaría inventado el arte de la invención...”. Novalis, Fragmentos (según la numeración original, el 989). Schriften Ed. Paul Kluckhohn, Leipzig, O. J. Vol. 3. 35. Lo alegórico es también lo antiheroico, como se verá. 36. En el parágrafo 50 de El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer da una definición de la alegoría que se ha vuelto clásica, diciendo que: “... no puede ser que se reduzca la obra de arte a ser la expresión francamente premeditada, de una noción, que es el caso de la alegoría”. El problema es que más adelante el autor no hace las necesarias aclaraciones entre lo alegórico y lo simbólico –típico de cierto romanticismo–, y opone a lo alegórico lo que llama, lisa y llanamente, “estético”. Cabe agregar que, para el sistema de este autor, basado en el binomio, precisamente, de “voluntad y representación”, tal diferencia era irrelevante, ya que todo representar que no diluía, atenuaba o vencía a su voluntad omnívora y dominante, era negativo. Y lo que él llamaba “estético” era el vencer definitivo de ese querer, y conducía a la ataraxia, a la que confundió, además, con el nirvana búdico. Pero in nuce su “expresión premeditada de una noción” para lo alegórico sigue siendo perfectamente válida cuanto productiva, si se toman los suficientes recaudos. Por ejemplo, su contemporáneo y paisano Goethe ya había sorteado en gran parte ese riesgo cuando, allí sí, diferencia la alegoría del símbolo diciendo: “Hay una gran diferencia entre el hecho de que el poeta busque lo particular con vistas a lo general y el hecho de que vea lo general en lo particular. De aquel primer modo procede la alegoría, donde lo particular sólo cuenta como instancia, como ejemplo de lo general; pero la naturaleza de la poesía consiste propiamente en este otro último modo, que expresa algo particular sin pensar en lo general o sin referirse a ello. Pues quien capta vivo algo particular, obtiene con ello al mismo tiempo lo general, sin darse cuenta o dándose cuenta sólo más tarde” (Máximas y reflexiones). N. B.: Veamos cómo la cláusula final, que hemos subrayado, podría resolver perfectamente –de ser necesario– el repetido latiguillo cuanto idiotismo de: “Pero fulano ¿era conciente de eso cuando escribió, pintó, filmó, danzó, silbó, canturreó, tal y cual cosa...?” Decimos: podría resolver y de ser necesario, porque sostenemos por nuestra parte que, en el hacer del cine, sus artistas y autores mayores han procedido operativa y no especulativamente. Pero eso era algo que los románticos de todo tipo –aun los opuestos entre sí– no podían concebir. De allí nuestra primera definición polémica: el cine es un ajuste de cuentas… 37. Para pensar en los patrones axiológicos de Schopenhauer, según explicamos en la nota anterior. 38. Bástenos con mencionar la institución, todavía por demás “viva” de las “fiestas carnavalescas”. Véase Rene Guénon, “Sobre ciertas fiestas carnavalescas”, incluido en el volumen Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, Eudeba, Buenos Aires 1969. 39. Éste es el único que tiene presente Schopenhauer en su análisis. 40. Lorenzo el Magnífico, por ejemplo, “suspende” el trabajo de su protegido Marsilio Ficino, quien se halla en plena tarea de traducir las obras de Platón, para que se dedique al Corpus Hermeticum. 41. Mucho de ese sincretismo incidió en el tema del “descubrimiento” de América, o, para decirlo en los términos que venimos utilizando, en cuanto a la recepción de América por Europa. Para no extendernos en este punto, ténganse en cuenta los nombres míticos, algunos acuñados en los ciclos épicos medievales, y luego vueltos figuras y cifras: v. g. California, Patagonia y, como sabemos, Argentina. 42. Aunque debe puntualizarse –como se verá más adelante– que, en el cine de la autoconciencia en su –por ahora– última etapa, ya no es tan así. 43. Cuando no la invierte, directamente. N. B.: lo que llamamos la función adánica es, mutatis mutandis, la poética, y es cifra, también, de “la marca de Caín”. La palabra alemana Dichtung es lamentablemente más efectiva para nombrar lo que decimos que las castellanas “poeta” o “poético”; en cuanto Dichter refiere a su originario griego de póiesis, hacer-crear-pro/ducir. Aceptémoslo: la marca de Caín lleva a la dispersión babélica. 44. Más que de temprana, en rigor de verdad, deberíamos hablar de apresurada e imprudente. 45. Podría trazarse aquí un paralelo entre aislacionismo e intervencionismo, tomando como símil la historia contemporánea norteamericana. 46. Esto puede ejemplificarse analógicamente, pensando en personalidades como el músico Charles Ives, el pintor Edward Hopper, el arquitecto Frank Lloyd Wright, y el “diseñador total” Buckminster Fuller. Pero, también, téngase presente al Tucker de Coppola y su interacción con el histórico –y simbólico– Howard Hughes. 47. Entre nosotros, por ejemplo, existe la costumbre de levantar túmulos nostálgico-ejemplares a inventores como Juan Vucetich, Ladislao Biro, Luis Agote, y el anónimo creador del transporte colectivo, como pioneros, y únicos y singulares. Lástima que falle o falte una simétrica correlación en la actividad puramente intelectual, que, especialmente en las últimas décadas, no es más que un trasegar pasivo de jergas traducidas de otras que no son más que jergas en sus lenguas originales. Parece que a la soberbia científico-técnica se corresponde una paradójica cortedad de pensamiento puro, teórico. Sobre esta dicotomía hemos ensayado en La traducción de la melancolía. La poética del tango argentino como forma lírica de la modernidad, ASL, Buenos Aires, 2020. 48. Esta casi olvidada preposición castellana fue reflotada por José Gaos en su heroica traducción de Ser y tiempo de Heidegger, FCE México. Allí la utiliza en el sentido de “junto a”. 49. De allí que, por ejemplo, la obra de Vico siga, mutatis mutandis, sin entenderse, o entendiéndose “al revés”. 50. Habría que recordar, nuevamente, a Roderick Usher. 51. En un punto extremo de condensación, incluso histórica (1902), de esta tendencia barroca como forma mentis, tenemos la Carta de Lord Chandos de Hugo von Hoffmannsthal, donde se lee: “No; las palabras abstractas, de las que forzosamente se debe valer la lengua para emitir cualquier juicio, se me desmenuzaban en la boca como hongos podridos...” (Alba, Barcelona, 2010). 52. Exempli gratia: los planos de la capilla de Turín que fueron dibujados, de rodillas, por Guarino Guarini. 53. Es decir, la perla que no es redonda. 54. Fósil metafórico de lo aburrido y tedioso. 55. Y cuánto se relacionaban con las griegas, además. 56. Que, recuérdese, no diferencian un tiempo o hecho sacro de uno profano. 57. Fundante debería ser, en castellano, hondante; ya que ésa sería su verdadera forma adverbial traída de profundus, y la sinonimación entre el fundus, lo hondo, el cavar para levantar algo nuevo y el excavar para rastrear algo perdido. Del fundus se cercaba el mundus. Pero en el siglo XVI, según Corominas, se le dio la forma con f, “que tenía la ventaja de poder distinguirlo del adjetivo hondo”. Como bien se ve, hay “ventajas” que mejor evitar. Pero, en resumen, en vez de un neologismo como fundante, proponemos emplear más bien un veterologismo como hondante. Cosa que haremos a partir de ahora. 58. Pero, a diferencia de la corriente llamada “funcionalista” en antropología, no divorciándola de su sentido. 59. Clásicamente Pascal, el acérrimo enemigo –tan luego– de los jesuitas. 60. Tema que, desde luego, debería tratarse in extenso en otro lugar; aunque de entenderse lo dicho anteriormente se evitarían los ya centenarios galimatías sobre las relaciones –o no– entre lo trágico y lo cristiano. 61. Es lo que se tradujo epicenamente en la temprana expresión acuñada en Hollywood de que un film era algo “bigger than life”. 62. ¡Y ahora independiente! 63. El film de Werner Herzog El enigma de Kaspar Hauser (1975) trata, a su manera, algo de lo que aquí analizamos. 64. Cosa decisoriamente transparente en esa summa griffithiana que es Way Down East (1920). 65. Personaje central del film homónimo de Luchino Visconti (1972). 66. Clase, da clase, en el sentido de que clasifica; y en ese clasificar se ordena la experiencia anterior; como en los conocidos versos de Eliot: “We had the experience but missed the meaning, / and approach to the meaning restores the experience” (Four Quartets. The Dry Salvages, II. 3). 67. No del cine como elemento diegético del transcurrir de un film, cosa ya evidente, por ejemplo, en Stella Dallas (1937) de King Vidor. En un temprano film de Griffith, Those Awful Hats (Esos espantosos sombreros, 1909), la acción, de apenas algo más de un minuto o dos, se desarrolla en una sala de cine, donde unas señoras no dejan ver la proyección de un film, debido a lo que menta el título. Cabe agregar que la proyección fílmica es mostrada simultáneamente, por Griffith, y ya en aquel entonces. 68. V. g. la bola de cristal con la cabaña nevada en su interior; la cacatúa que tensa sus alas y grazna, al abandonar la segunda señora Kane el palacio de Xanadú. 69. O por no poder ser vueltos mercancía de cambio. 70. Sentido: como significado tanto como dirección. 71. Cf. supra. 72. Voz latina utilizada por Dante en Purgatorio, 3, 37 (“State contenti, umana genti, al quia”) para expresar la causa más próxima de las cosas, las solas cognoscibles por el hombre, en contraposición a aquéllas, remotas, últimas, que el hombre no puede descubrir. Quare y quia eran partículas, una interrogativa y la otra de respuesta, usadas en las antiguas escuelas medievales. Dante sostenía que la beatitud consiste en conjugar el intelecto posible con el agente, y conocer las cosas divinas. El padre Liberatore dice en su Lógica que los antiguos filósofos llamaban demostración del quia a aquélla dicha a posteriori, es decir, la que del efecto demuestra la causa o razón. Para todo ello, véase la edición de la Commedia de Giuseppe Campi, Turín, 1891, que incluye un índice de términos (1893). 73. Hitchcock, que no dudaba en recurrir, cuando lo creía necesario, a un “jesuitismo” extremado, dijo en una oportunidad: “Todos me preguntan qué se supone que le pasa a James Stewart tras el final de Vértigo. Lo más probable es que comenzara a hacerle el amor a la monja”. 74. Ese largo período de errante simulacra incluye desde un avatar del demonio, según Graham Greene (El tercer hombre) hasta –¡por fin!– a uno de los Borgia, en El príncipe de los zorros. 75. Entre nosotros el tango es así llevado y traído, creando una doble faz de entendimiento, según convenga, de acuerdo con las circunstancias históricas o anímicas que no terminan por resolverse, en suma, decidirse. Éste es uno de los motivos que nos han llevado a la escritura de nuestro La traducción de la melancolía. La poética del tango argentino como forma lírica de la modernidad. ASL, Buenos Aires, 2020. 76. El nudo de sentido preciso sobre esto lo constituye el ensayo de Novalis La Cristiandad o Europa, trabajo de los últimos momentos de su vida (1799), que fuera expresamente rechazado para su publicación por el “clásico” Goethe. Allí, con toda claridad, es cuando el ex romántico de Goethe se traviste en el neoclásico que toma la posta museística u opta por su vertiente “conservadora”, porque el romanticismo regresa a lo tradicional y no prosigue con sus deliberaciones limbales y sus esteticismos de mística doméstica. N. B.: En el personaje de Kurtz, Coppola ha resumido polémicamente casi dos siglos de esta tendencia entre los elementos solares y lunares de todo romanticismo, acuñando, de paso, su transfigurar autoconciente. 77. Se trata aquí de un elemento raigal de nuestra época –pero que lamentablemente debe ser tratado por separado–: el de las leyendas creadas por el otro y creídas por uno mismo. 78. John Huston. 79. Max Scheler. 80. El tema es iconográficamente vastísimo. Bástenos con apuntar aquí que, en relación con el delfín, animal mántico por excelencia (de él deriva la ciudad oracular de Delfos), actúa en consonancia y complementariedad simbólica el pez llamado rémora. Cuando aquél se hace viejo y le flaquea la vista, se pega a él un pequeño pez, la rémora, y lo conduce. Se observará –según un método que se habrá hecho ya habitual aquí– que en la jerga o en las habladurías contemporáneas rémora tiene el sentido “común” de ¡lastre! 81. Un ejemplo: “Históricamente el verso nace con la danza. Es danza de palabras, danza de sonidos de la voz. Los nombres arcaicos que designan el verso y la música y la danza son, en su origen, comunes a los tres: Areito entre los indígenas de Santo Domingo o Coro entre los griegos, son nombres indivisos del baile con el canto (...). Así el verso al nacer, no se modela sobre la onda inagotable de la charla libre, sino de los giros parcos de la danza. (...) El baile es quien dictó a la música su compás. Y en él arraiga la profusa vegetación de las leyes rítmicas que el Occidente hizo culminar, como en finales, supremas, abrumadoras flores de invernadero, en las rosas centifolias de la sonata, el cuarteto y la sinfonía. Después, la influencia de los ritmos danzantes...” (Pedro Henríquez Ureña, “En busca del verso puro”, en Estudios de versificación española, Universidad de Buenos Aires, 1961). 82. Podría cruelmente compararse su proceder a un transporte de basura orgánica o nuclear a un terreno alejado, o tierra de nadie… 83. Véase Dante, Paraíso, I, 70. 84. Véase nota 36. 85. Véase nota 36. 86. Término acuñado por la estilística de Leo Spitzer para definir la correlación de una vivencia (Erlebnis) con su manifestación poética. En palabras de Pierre Guiraud: “Dicho principio de cohesión interna constituye lo que Spitzer denomina su ‘etymon espiritual’, ‘el común denominador’ de todos los detalles de la obra que los motiva y explica”. Véase La estilística, Nova, Buenos Aires, 1956 (p. 85). 87. “El tiempo es la imagen móvil de la Eternidad”. Timeo, 37 d. 88. Véase el estudio de Carl Schmitt, ya citado, Hamlet o Hécuba. 89. Es decir: el preguntar qué está pasando fuera de campo mientras está siendo aquello que es, viéndolo… 90. “El tiempo acabará alguna vez sumergiéndose en la Eternidad” (Romano Guardini, Dominio de Dios y libertad del hombre. Pequeña suma teológica, Madrid, 1963). 91. Nuevo sistema de la naturaleza y de la gracia, Parágrafo 4. Véase Tratados fundamentales (Primera serie), Buenos Aires, 1939. Trad. Vicente P. Quintero. 92. Siendo esto lo que buscaba cierta temprana técnica del cine soviético, con sus recetas o traducciones conductistas-pavlovianas. 93. Ibidem, parágrafo 7. 94. Como en todo rito de pasaje, se pasa con lo que se trae. En palabras de Santo Tomás de Aquino: “Quidquid recipitur ad modus recipientis recipitur” (“Lo que se recibe es recibido al modo del que lo recibe”). 95. O, más contemporáneamente, Claude Sautet y John Carpenter. 96. Plotino, Enéadas V, 6, 6, Aguilar, Buenos Aires, 1966. Trad. José Antonio Míguez. 97. Y que hoy han alcanzado el status de “globales”; o así se intenta hacer creer. 98. Hans Freyer, Teoría de la época actual, FCE México,1958. 99. “La cultura moderna apenas si se juega, y cuando parece que juega, su juego es falso” (J. Huizinga, Homo Ludens, Emecé, Buenos Aires, 1968). 100. La ópera no es más, desde medio siglo a esta parte, que una representación secundaria en donde importa sólo el estado acústico de voz de los cantantes, cuanto del estado de fama pública y social del que gozan en determinado momento como “divos” –calificativo del cual huelga hacer comentarios–, muy por encima de lo ejecutado musicalmente y, más todavía, de lo representado teatralmente. 101. “Toda representación ha de ser simbólica o conmovedora” (Novalis, Fragmentos). 102. ¡Y no de la realidad física! Simple atisbo tardo romántico de Siegfried Kracauer. 103. T. S. Eliot, Función de la poesía y función de la crítica. Seix Barral, Barcelona, 1968. Conclusión. Conferencia dictada el 31 de marzo de 1933.Por cierto, poco más adelante Eliot imagina cuál sería el medio ideal para la poesía y el arte en general: “Pero le gustaría ser algo parecido a un empresario de espectáculos populares, devanar sus personales pensamientos tras una máscara trágica o cómica, y llevar los placeres de la poesía no sólo a un público más amplio sino, colectivamente, a más amplios grupos de gentes. Imagino que excitar el placer colectivo procura una sensación de cumplimiento, compensación inmediata de las penas que cuesta convertir la sangre en tinta. Tal cual las cosas están, y fundamentalmente estarán siempre así, la poesía no es una carrera sino un juego de tontos. No hay poeta honrado que se sienta absolutamente seguro del valor permanente de su obra: acaso haya desperdiciado su tiempo y echado a perder su vida para nada. Tanto mejor entonces, si tiene al menos la satisfacción de desempeñar en la sociedad un papel tan digno como el actor de variedades. La creación teatral, además por las exigencias técnicas y las limitaciones que impone al autor, obligado a fijar durante determinado espacio de tiempo la atención de un numeroso grupo de gentes no preparadas y no demasiado perspicaces, por los problemas que constantemente han de resolverse, basta para mantener la mente conciente del poeta plenamente ocupada, como la del pintor en la manipulación de sus útiles. Si además de sujetar la atención de una multitud durante ese espacio de tiempo el autor ha realizado una obra que es verdadera poesía, miel sobre hojuelas”. Obviamente, aquello que para esa fecha Eliot confiaba que podía hacerse en el medio teatral (y que él luego hizo) ya estaba siendo realizado por el cine. Anexos 1. “Four Quartets”, III: “The Dry salvages”. “… the river / is a strong, brown god-sullen, untamed and intractable, / Patient to some degree, at first recognised as a frontier; / Useful, untrustworthy, as a conveyor of commerce; / Then only a problem confronting the builder of bridges. / The problem once solved, the brown god is almost forgotten”. 2. Run Through, Simon & Schuster, Nueva York, 1972. 3. “Pato trabaja en una carnicería” (Moris. Treinta minutos de vida, L.P., Mandioca, 1966). 4. Algo que hemos tratado en forma narrativa en nuestra novela Tempestad y asalto (Sudamericana, Buenos Aires, 2009). Resoluciones formales 1. De euriskein, hallar, encontrar; de allí, por ejemplo, “eureka”: “lo encontré”. 2. Aquí “lo santo”, lo sagrado, es sólo una forma –todo lo extrema o sublime que se quiera– de lo heroico. 3. Curioso o no tanto, y seguramente para investigar, es la aparición por aquel tiempo –segunda mitad del siglo XIX, primeras décadas del veinte– de ciertos investigadores algo fluctuantes en los campos del saber o de las ciencias en las que se movían y hasta ayudaron a crear – como Peirce, Mauss, etc.– que parecían tener o mantener cierta capacidad de relación o de saber relacionarse con lo metafísico, pero “algo” en ellos hizo que estas permanencias o latencias quedaran frustradas o petrificadas meduseamente. Por ejemplo, Peirce. Se menciona siempre su mal carácter, incluso sus crisis nerviosas y demás, que le impidieron en buena medida seguir en su Harvard casi natal una carrera “regular”. Habría que investigar esas crisis y esos malos caracteres, y hasta esos malos hábitos muchas veces, como la huella de lo tradicional que pugnaba por manifestarse en medio de tanto pragmatismo y humanismo liberal. También, y ya en un grado alarmante, la relación Freud-Jung corresponde a esa veta. Lamentablemente aquí sólo podemos dejarlo apuntado. 4. El que algunos católicos prefieran estas crudas alegorías a las obras de Hitchcock habla a las claras del estado de cosas en que se encuentran no sólo el entendimiento y la comprensión estéticos sino el propio catolicismo. 5. Puerto (Hamnstad, 1948). 6. Intentando con esto hacer materialmente lo contrario del dictum de Mallarmé de que toda “la Creación existe para acabar en un libro”. 7. Henri Corbin en su Historia de la filosofía islámica (Siglo XXI, pp. 339-40). 8. Véase Teilhard de Chardin. Los subrayados son del propio autor. Por nuestra parte, subrayaríamos “constructores y conquistadores”. 9. Henri Corbin, l. c. 10. Podría decirse que desde ese entonces hasta ahora siempre se intenta hacer y rehacer una vez más El asesinato del duque de Guisa (1897). Sea como vanguardia, trasgresión, revolución, alternativo, lo que fuere, Se trata siempre de intentar –desesperada cuanto absurdamente– negar que Griffith y su herencia han existido. 11. ¿No es bajo este punto de vista que un film como éste, más que una obra de fatiga o de vejez, es, por el contrario, y también anticipadamente, una obra de lo que luego se llamaría “forma mínima”? Ciertamente, los grandes creadores de formas tienden en su madurez a la simplificación. Así de Hokusai a Bioy Casares pasando por Velázquez, y así en el cine de un europeo, el Dreyer de su último film, Gertrud (1964). Todas obras mayoritariamente catalogadas de productos de la “vejez”, la “fatiga”, o debidas a los achaques de sus respectivos autores. Por qué no pensar, en cambio, que se trata de simplificaciones de boato técnico y de reducciones muy maduras de artificios mecánicos. Porque toda forma estético-espiritual tiende a tornarse mecánica, y todo estilo en mecanismo. Tal vez también, como resumen de una obra, el autor quiera mostrarnos más lentamente y hasta en reversa cómo ha procedido a lo largo de su creación. Así como se simplifican los detalles o se habla mucho más lentamente a quien se desea educar o reeducar de cero. 12. Notables lo son por su plena realización, precisamente. Lo notable es aquello que alcanza su grado más perfecto de realización, y ésta denota su factura. A veces la obra alcanza un grado de fusión tan estrecho entre su factura y su sentido, que no pueden verse con facilidad el modo y el método de su composición. Porque lo evidente unilateral –técnico o de contenido– es siempre mucho más sencillo de aprehender, porque allí no interviene nuestro intelecto sino nuestra aprehensión sensible. Cuántos golpes bajos técnicos y fotográficos deja pasar el espectador o el lector más atento cuando se cree muy atento a los mismos golpes propinados en forma de contenido sentimental o directamente político, cuando se lo está golpeando tan bajamente con saltos de sintaxis, balbuceos, confusión de tiempos verbales, y si no con luces, encuadres, movimientos ostentosos, todos ellos inútiles. Ni hablar de las grandes actuaciones, que son por lo general desbordes incontrolables del así llamado histrionismo que la mímesis fotográfica no hace otra cosa que llevar hasta límites teratológicos. 13. Habría que señalar lo que hemos llamado el fuera de campo semántico que tiene y mantiene cada idioma. Aquí el “to play” es tanto la acción de tocar el piano –actividad de Phillip, a quien veremos “practicar/ensayar”– como la de ejecutar una acción y también la de jugar, no sólo como ludus sino también como histrio, interpretar un rol. 14. Recuérdese el plano medio de la mano de Norman Bates oscilando entre tres redondeles numerados 1-2-3 “colgados” del tablero de entrada al motel en Psycho. 15. Saltaremos para comodidad del lector los usos habituales como meros índices de las manos: encender cigarrillos, saludarse, servir copas y platos, abrir y cerrar picaportes, etc. Claro que serán los usos no tan habituales los que harán volver a aquellos otros habituales “extraños”. Hágase la prueba con éste y otros tantos films una vez comprendido el concepto del principio de simetría. 16. El “simplemente”, que tal vez debería ir entrecomillado, refiere aquí a que eso es todo lo trágico. Y no los galimatías facturados una vez más por el idealismo alemán y aláteres, donde se retorcían las mentes y la sintaxis para mostrar Dios sabrá qué cualidad germánica en sus Antígonas y Edipos así como, y para remachar una y otra vez que luego de los griegos, o más bien de los atenienses, no puede haber tragedia ni sentido de lo trágico. Aceptando nuestra definición –que creemos correcta– se superan productivamente aquellas neblinas y tinieblas expresivas. De ahí que no sólo siguen siendo trágicos Shakespeare o Calderón sino también Griffith, Alfred Hitchcock y Francis Ford Coppola. 17. The Eating of the Gods. Traducción castellana: El manjar de los dioses, Era, México, 1970. 18. El mito del eterno retorno e. o. 1949. Varias traducciones al castellano. LISTA DE FILMS CITADOS (Por orden de mención) A Corner in Wheat (Un rincón en el trigo. D. W. Griffith, 1909) The Lonely Villa (La villa solitaria. D. W. Griffith, 1909) Citizen Kane (El ciudadano. Orson Welles, 1941) Rope (La soga. Alfred Hitchcock, 1948) Rear Window (La ventana indiscreta. Alfred Hitchcock, 1954) Gruppo di famiglia in un interno (Grupo de familia. Luchino Visconti, 1975) Apocalypse Now (Idem. Francis Ford Coppola, 1979) Vertigo (Vértigo. Alfred Hitchcock, 1958) Psycho (Psicosis. Alfred Hitchcock, 1960) The Exorcist (El exorcista. William Friedkin, 1973) Beyond the Time Barrier (Más allá de la barrera del tiempo. Edgar G. Ulmer, 1960) Johnny Guitar (Mujer pasional. Nicholas Ray, 1954) Stagecoach (La diligencia. John Ford, 1939) The General (El maquinista de La General. Buster Keaton, 1926) Lust for Life (Sed de vivir. Vincente Minnelli, 1956) Taxi Driver (Idem. Martin Scorsese, 1976) The Godfather (El padrino. Francis Ford Coppola, 1972) Nazarín (Luis Buñuel, 1959) Tucker: The Man and his Dream (Tucker: un hombre y su sueño. Francis Ford Coppola, 1988) Forrest Gump (Idem. Robert Zemeckis, 1994) Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó. Victor Fleming, 1939) Titanic (Idem. James Cameron, 1997) Sorcerer (Idem. William Friedkin, 1977) The Last Wave (La última ola. Peter Weir, 1977) Terminator (Idem. James Cameron, 1984) In the Mouth of Madness (En la boca del miedo. John Carpenter, 1994) Mission to Mars (Misión a Marte. Brian DePalma, 2000) Femme Fatale (Idem. Brian DePalma, 2002) Metropolis (Metrópolis. Fritz Lang, 1927) Spione (Espías. Friz Lang, 1928) Out of the Past (Retorno al pasado. Jacques Tourneur, 1947) All about Eve (La malvada. Joseph L. Mankiewicz, 1950) The Adventures of Dollie (Las aventuras de Dollie. D. W. Griffith, 1908) The Curse of the Cat People (El regreso de la mujer pantera. Robert Wise y Gunther V. Fritsch, 1944) The Birds (Los pájaros. Alfred Hitchcock, 1963) Portrait of Jennie (Retrato de Jennie. William Dieterle, 1948) Mildred Pierce (El suplicio de una madre. Michael Curtiz, 1945) Nora Prentiss (Idem. Vincent Sherman, 1947) Ruby Gentry (Idem. King Vidor, 1952) The Pyx (Mi negocio es el placer. Harvey Hart, 1973) The 7th Victim (La séptima víctima. Mark Robson, 1943) Kiss Me Deadly (Bésame mortalmente. Robert Aldrich,1955) Nightmare Alley (El callejón de las almas perdidas. Edmund Goulding, 1947) Shadow of a Doubt (La sombra de una duda. Alfred Hitchcock, 1943) The French Connection (Contacto en Francia. William Friedkin, 1971) The Truman Show (Idem. Peter Weir, 1998) Aliens (Idem. James Cameron, 1986) The War of the Worlds (La guerra de los mundos. Byron Haskin, 1953) Invasion of Body Snatchers (Los usurpadores de cuerpos. Don Siegel, 1956) Born to Be Bad (Nacida para el mal. Nicholas Ray, 1950) The 39 Steps (Los 39 escalones. Alfred Hitchcock, 1935) Only Angels Have Wings (Sólo los ángeles tienen alas. Howard Hawks, 1939) Rio Bravo (Río Bravo. Howard Hawks, 1959) Los verdes paraísos (Carlos Hugo Christensen, 1947) Rosaura a las diez (Mario Soffici, 1958) Jade (Idem. William Friedkin, 1995) Flamingo Road (Idem. Michael Curtiz, 1949) El rufián (Daniel Tinayre, 1960) L’arroseur arrosé (El regador regado. Lumiére, 1895) Le voyage dans la lune (El viaje a la Luna. Georges Méliès, 1902) L’affaire Dreyfus (El caso Dreyfus. Georges Méliès, 1899) Life of an American Fireman (Vida de un bombero norteamericano. Edwin S. Porter, 1903) The Great Train Robbery (El gran asalto al tren. Edwin S. Porter, 1903) Uncle Tom’s Cabin (La cabaña del tío Tom. Edwin S. Porter, 1903) L’assasinat du Duc de Guise (El asesinato del Duque de Guisa. Georges Hatot y Alexandre Promio, para los Lumière, 1897) The Birth of a Nation (El nacimiento de una nación. D. W. Griffith, 1915) Intolerance (Intolerancia. D. W. Griffith, 1916) Broken Blossoms (Pimpollos rotos. D. W. Griffith, 1919) Way Down East (Las dos tormentas. D. W. Griffith, 1920) The Struggle (La lucha. D. W. Griffith, 1931) Saikaku Ichidai Onna (Vida de O Haru, mujer galante. Kenji Mizoguchi, 1952) Stella Dallas (Idem. King Vidor, 1937) Those Awful Hats (Esos espantosos sombreros. D. W. Griffith, 1909) Gertrud (Idem. Carl T. Dreyer, 1964) ÁNGEL FARETTA Nacido en Buenos Aires el 21 de abril -aniversario de la fundación de Roma de 1953. Escritor, teórico del arte y docente. En la actualidad, sigue desarrollando su obra crítica y teórica sobre el arte en seminarios particulares, así como su obra literaria de narrativa, poesía y diarios. Ha publicado Datos tradicionales (poemas, 1993), El saber del cuatro (relatos, 2005), El concepto del cine (2005, segunda edición 2018, tercera edición 2021), Espíritu de simetría. Escritos de Faretta en Fierro 1984-1991 (2008), Tempestad y asalto (novela, 2009), La pasión manda. De la condición y representación melodramáticas (2009), Cinco films argentinos (2012), La cosa en cine. Motivos y figuras (2013), Viajeros que huyen (novela, 2016), Más allá del olvido. Una historia crítica del cine fantástico argentino (escrito junto a Melina Cherro y Diego Ávalos, 2019), Premio 3º Concurso Nacional y Federal de Estudios sobre Cine Argentino - Biblioteca ENERC / INCAA, Hitchcock en obra (2019, tercera edición 2021) y La traducción de la melancolía. La poética del tango argentino como forma lírica de la modernidad (2020). Lorem, ipsum dolor sit amet consectetur adipisicing elit. Reiciendis quia magni sunt dolorum consectetur. Eius temporibus deleniti quas, a nam exercitationem commodi perspiciatis, corporis aliquam esse aut at architecto voluptatum. SINOPSIS El Concepto del cine es un ensayo del teórico, narrador y poeta Ángel Faretta. En él se desarrolla una teoría completa del pensar y el poetizar del cine. Faretta aborda tanto los aspectos formales como los históricos y simbólicos que hacen posible comprender qué es un film y cuál es el lugar del cine en el pensamiento del siglo veinte.