Subido por Alicia Villas

Dialnet-KaidanCuandoVienenDelOtroLado-735848

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El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechos
históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son
ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas
existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación de los
autores.
©2018, Kaidan. Cuando vienen del otro lado
©2018, Varios autores
©2018, Ilustraciones: Claudia Tarabella
Colección Krypta, nº 7
Ediciones Babylon
Calle Martínez Valls, 56
46870 Ontinyent (Valencia-España)
e-mail: [email protected]
http://www.EdicionesBabylon.es/
ISBN: 978-84-16703-35-7
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de
la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico,
mecánico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los
derechos.
Índice
El sueño de la emperatriz, Miriam Álvarez Elvira
El tengu y la doncella, Saya Flourite
Incienso y cascajo, Antonio Míguez Santa Cruz
La dama Kiyo, Almudena Carrasco Pazos La sombra del kitsune, Miriam Isern
El shamisen del yūrei, Rocío Moreno García Diecisiete días de lluvia, Óscar Navas
El estratega del chan Shimazu, Clara Bonillo
Madre, Miriam Álvarez Elvira O cómo el kamikaze no fue más que una invención…, Ismael
Montero Díaz
La mujer de las nieves, Javier Pavía
Chanoyu, Daniel Garrido
Aikawa, Antonio Míguez Santa Cruz
La guardia, Juan A. Oliva
La invitada, Saya Flourite
Mabushii, John Saga
Kokeshi, Rodrigo Larrubia Salado Onna Benshi, John Saga
La cuerda sagrada, Àngels Gimeno Nieve, Marta Sebastián Valverde Canción de madera, Laura CR
Santuario, Hernán Ruíz- Lopera Demasu, Francisco Tamaral
Comparecencia, Ciudadano Kane
KAIDAN. CUANDO VIENEN DEL OTRO LADO
Probablemente en Japón exista uno de los bestiarios más ricos
de entre todas las mitologías conocidas. Sin embargo, esa circunstancia no es una anécdota, pues los nipones conviven mezclando
la tecnología más puntera con costumbres milenarias fruto de la
creencia en el más allá. Naturalmente, la tendencia se ha visto reflejada en el mundo de las artes y la literatura: paradigma de ello son
los preciosos grabados de Sekien Toriyama o la gran inclinación
hacia lo sobrenatural en los diversos tipos de teatro de aquel país.
Como era de esperar, también multitud de literatos han revisado el
relato corto de temática fantástica hasta convertirlo en un formato
elevado y de gran éxito; ahí están Akinari Ueda con su Luna de las
lluvias; Koizumi Yakumo con su Kwaidan; o Ango Sakaguchi con
su Bosque bajo los cerezos en flor como ejemplos para demostrarlo.
Más que género, el kaidan es una temática narrativa cuyo origen
se incrusta en los albores culturales de Japón. Al contrario de lo que
muchos pudieran suponer, el concepto no se refiere exclusivamente
a los cuentos de fantasmas, sino que atañe a cualquier suceso extraño del mundo fantástico; es decir, duendes, demonios, animales
místicos, espíritus o budas podrían ser tan eventuales protagonistas
de este tipo de historias como un yūrei. Por tanto, un kaidan no
tendría por qué provocar miedo de forma necesaria, o mejor expresado, su función primordial no sería obligatoriamente esa. Lo esencial en este caso sería aportar un poso moral de trasfondo religioso
o ético, en el que lo grotesco actuaría como simple advertencia para
explicar lo que les ocurriría a los hipotéticos transgresores.
Pero la mejor forma de aprehender el significado literal del
término será analizando el par de kanjis que lo conforman. El
primero es kai (怪), que significa raro, extraño o misterioso. Como
sucede con rei (霊), este símbolo es recurrente en la cultura nipona,
y si recordamos también aparece en el término yōkai. Por su parte,
dan (談) quiere decir hablar, relato, o más concretamente narrativa
para ser escuchada, y aquí nos vemos en la obligación de subrayar
la connotación oral del kanji, observable en otras palabras japonesas
como zatsudan (雑 談), que vendría a decir coloquio distendido.
Luego si atendemos a todos los datos anteriores, la definición más
precisa de kaidan sería historias raras para ser escuchadas. Somos
muy conscientes de las dificultades para traducir esto fielmente al
castellano, aunque pensamos que la expresión inglesa weird tale se
asemeja más en términos absolutos.
Asimismo, existe cierta controversia en torno a si la correcta vocalización de la palabra corresponde a kaidan o kwaidan. El origen
del problema se explica porque la romanización del término en la
conocidísima obra de Lafcadio Hearn Kwaidan se realizó mediante
un sistema distinto al Hepburn, hoy día el único vigente y diseñado
para hacer de la japonesa una lengua más fácilmente pronunciable
para personas angloparlantes. Las traslaciones de finales de siglo
XIX y principios de XX podían utilizar, sin embargo, procedimientos alternativos de romanización, que quizá pudieran optar por el
sonido kw en lugar de una k limpia. La universalización de la obra
de Hearn por Europa y EE.UU asentó la creencia de que la correcta
pronunciación se ejecutaba usando kw, pero, como decimos, el método Hepburn se ha asentado como el único, y por ende actualmente
solo se utiliza kaidan. En consecuencia, la vocalización de kwaidan
se reduce a un exclusivo referente directo al conocido libro recopilatorio, o bien a su adaptación fílmica llevada a cabo por Masaki
Kobayasahi.
Sin duda alguna, el cénit del kaidan llegaría con el juego llamado Hyakumonogatari kaidankai, consistente en reunirse por la
noche a la luz de cien velas para contar otras tantas historias cortas
de fantasmas o duendes. Era común que los participantes narrasen vivencias personales, quizá rescatando cuentos de su pueblo
de origen, o justificándolas mediante alguna experiencia propia. Al
fin de cada relato una vela se apagaba con el fin de ir creando una
atmósfera cada vez más tensa e inquietante, pues como sucede con
la ouija se suponía que al extinguir los cien cirios algún espíritu
descarriado acudiría invocado por la energía de los participantes.
Por este motivo pocos se arriesgaban a contar las cien fábulas, pero
el morbo consistía en aproximarse lo máximo posible.
Por su parte, el protocapitalismo del periodo Edo pronto vio en el
auge de este entretenimiento una pingue oportunidad de mercado.
He aquí el origen de los llamados kaidan-shu, libritos de temática
sobrenatural colmados de historias impresas para aderezar y completar las sesiones nocturnas del hyaku monogatari. Precisamente
serían la relevancia social y el índice de veracidad dado a la leyenda
urbana las claves para que ulteriormente fueran plasmadas en papel
o representadas en teatro, por lo que a pesar de su origen oral el género llegó a ser aplicable a todo tipo de narrativa o soporte. Incluso
hubo multitud de cuentos concebidos ad hoc para ser leídos y que
seguían siendo considerados kaidan. Aquí habríamos de encuadrar
la obra excelsa de Ueda Akinari, autor de La luna de las lluvias,
uno de los compendios de terror más conocidos de Japón.
A pesar de que el gusto por este «pasatiempo» se extendiese a
lo largo de todo el año, también es cierta su mayor divulgación durante los meses estivales. Además de por la consabida celebración
del O-bon durante estas fechas —finales de julio, agosto, septiembre—, Hideo Nakata apunta otra causa para relacionar los relatos
terroríficos con las noches de verano:
Tenemos una tradición consistente en contar e interpretar historias de fantasmas en medio del verano. Los veranos en Japón son
cálidos y húmedos, y para refrescarnos necesitamos historias que
nos hielen la sangre. Así no pensamos en el calor. No estoy bromeando. Hoy día el kabuki todavía estrena las historias de fantasmas en agosto. Una tradición que luego heredó el cine e hizo que
las películas se estrenaran también durante este mes…
El compendio que tienes entre tus manos nace con el interés de
ser un homenaje a todas aquellas historias que hielan la sangre.
Está formado por dieciséis relatos cortos y ocho microrrelatos, todos ellos seleccionados a partir de un certamen literario organizado al alimón por Ediciones Babylon y CoolJapan.es en verano de
2017. Ahora, apenas un año después, fantasmas, zorros, damas de
las nieves, sirenas antropófagas, mujeres serpiente, tengus, brujas
o muñecas poseídas harán acto de aparición en las siguientes páginas. Además, una vez acabadas las lecturas podrás encontrar un
catálogo de conceptos al final del libro que esclarece su trasfondo
cultural, histórico y narrativo.
Así que ya sabéis; tal vez os fascine Sadako y los fantasmas
japoneses, quizá os sintáis atraídos por aquella mitología y sus
bestiarios, o puede que simplemente queráis experimentar con una
temática exótica y poco explorada por el lector español. Sea de la
forma que fuere, no seáis tímidos y probad suerte con esta aventura
que, ya os aseguro, nos reserva una colección casi digna del mismo
Lafcadio Hearn.
Mientras tanto, sigan teniendo pesadillas.
Antonio Míguez Santa Cruz, redactor de CoolJapan.es
Córdoba, 25 de junio de 2018
El sueño de la emperatriz
Miriam Álvarez
Yasuo siguió obediente al siervo que le indicaba el camino. Sus pies
descalzos apenas hacían ruido sobre la tarima de madera que conformaba
el suelo de los pasillos del palacio. Al fin, el siervo lo invitó a pasar a una
sala tras correr un panel de papel.
La emperatriz se encontraba sentada en su trono con su ostentoso
atuendo que la hacía parecer mucho más grande. De un gesto con su abanico, ordenó a los consejeros que abandonasen la sala.
Yasuo hizo una pronunciada reverencia con la espalda recta y los brazos pegados al cuerpo mientras los funcionarios realizaban sus propias
inclinaciones antes de abandonar la sala. Hasta que el último panel de
papel de arroz no se cerró, la emperatriz no abrió la boca.
—Mi querido Yasuo —dijo sonriendo—. Es un placer tenerte aquí de
nuevo.
—Lo mismo digo, alteza —respondió Yasuo alzándose de la reverencia y mirando directamente a la emperatriz—. ¿Por qué me ha hecho llamar?
La reina desvió la mirada un segundo. Parecía dudosa. Yasuo tenía la
sensación de que los funcionarios no se habían marchado del todo, sino
que seguían pegados a los paneles de papel, escuchando la conversación.
Tal vez por eso la emperatriz tampoco quería arriesgarse.
—Esta noche me ha sucedido algo extraño, Yasuo —dijo al fin—.
Algo que me recordó a esas historias del Buda que me contaste.
—¿Ha tenido un sueño misterioso? —preguntó Yasuo, impresionado.
La propia reina Maha Maya quedó encinta del Buda cuando soñó que un
elefante blanco se posaba en su vientre. Se le aceleró el corazón al pensar
que tal vez la emperatriz Suiko había sido elegida para llevar en su vientre
a otro hombre santo.
—No sé si ha sido un sueño…, ha sido más bien una visión. Una visión en la que mi espíritu parecía salir de mi cuerpo. Me contemplaba a
mí misma desde arriba, como si hubiese muerto y mi espíritu se hubiese
quedado observando mi cuerpo inerte. Pero no, solamente era un sueño.
—Yasuo observó cómo los dedos de la emperatriz temblaban levemente—. ¿Será un augurio de muerte?
—No creo, alteza —dijo Yasuo negando con la cabeza—. Debido a
vuestra naturaleza divina como descendiente de la diosa Amaterasu, puede ser normal ese tipo de visiones. O incluso puede que no haya sido una
visión, sino una realidad, una capacidad que solo los seres elevados como
la familia real poseen.
—¿Y qué significa? —preguntó la emperatriz aún agitada, pero mucho más tranquila.
—El Buda también tuvo visiones de ese tipo —continuó Yasuo—.
Gracias a sus meditaciones, podía lograr que su alma abandonase su cuerpo. De hecho, cada meditación es un intento de trascender lo físico, como
ya sabe. En su caso, si se provoca por la noche mientras se duerme, recibe
el nombre de viaje astral. Es un fantasma que puede atravesar paredes y
volar. Según las enseñanzas, puede recorrer todo el mundo en ese estado.
—Pero si mi espíritu se encuentra en ese estado…, ¿quiere decir que
mi cuerpo está muerto?
—Su espíritu sigue ligado a él, señora. No hay nada que temer.
Suiko dio un respingo, algo más calmada. Negó con la cabeza.
—Aun así, no quiero pasar más por esos sueños. Supongo que el Buda
los realizaba mientras meditaba, estando consiente. Que me suceda por
la noche me da que pensar que posiblemente sea a causa de algún tipo de
yokai o espíritu malvado.
—No se preocupe —dijo Yasuo inclinando la espalda hacia la emperatriz—. Solo ha ocurrido una vez, es posible que no vuelva a repetirse.
Cuando al día siguiente otro mensajero acudió a Yasuo para acompañarle al palacio, él supo que la reina había sufrido otro de sus viajes astrales. Esta vez el mensajero parecía nervioso, agitado, como si algo raro
le hubiese ocurrido a la emperatriz. Transmitió ese estado a Yasuo, quien
rezó en silencio, rogando que tanto ella como su sobrino se encontraran
perfectamente.
Un funcionario de palacio se encargó de guiarle a través de los pasillos
y los paneles de papel de arroz decorados. Esta vez no se dirigían al salón
del trono.
—¡Yasuo! —chilló Suiko cuando entró en una pequeña sala, algo oscura, donde había bastantes funcionarios y consejeros parloteando en un
ambiente algo tenso—. Oh, Yasuo, ha sido horroroso —comentó mientras
este realizaba su reverencia—. Ha ocurrido algo terrible.
Yasuo rezó un mantra cuando al asomarse tras la emperatriz observó
un cuerpo ensangrentado. Retiró inmediatamente la vista. Vio que entre
la amalgama de funcionarios, también se encontraba el príncipe Shotoku,
sobrino de la emperatriz.
—Alteza, es peligroso estar aquí —dijo Yasuo rápidamente—. El príncipe y su alteza no deberían estar en la misma sala después de esto. Quien
quiera que lo haya hecho podría volver a aparecer, y…
—El monje tiene razón, tía —dijo Shotoku con una leve reverencia—.
Deberíais regresar a vuestros aposentos y dejar estos asuntos a los hombres.
Yasuo respondió al príncipe con otra reverencia. Aunque la emperatriz
era Suiko, su sobrino era quien de verdad gobernaba el país. La comunidad budista le debía mucho. Posiblemente sin él, Yasuo no se encontraría
en el palacio como consultor espiritual de la emperatriz. Suiko frunció el
ceño, pero Shotoku ya había pedido a unos guardias que acompañasen a
su tía hacia sus aposentos.
Al despejarse la zona, Yasuo pudo ver mejor aquello que ocultaba el
tumulto de funcionarios: un cuerpo de un consejero abierto en canal, y
sus tripas rodeando su vientre, enroscadas como serpientes pálidas. En su
rostro todavía se advertía la cara de pánico, congelada para siempre en el
momento de su muerte.
El monje siguió obediente a la comitiva de la emperatriz. Una vez en
los aposentos, ordenó a sus doncellas que abandonasen la sala y la dejasen sola con Yasuo. Ellas obedecieron con una reverencia.
—Lo he visto, Yasuo —dijo ella una vez se quedaron solos.
—¿Cómo que lo ha visto? ¿Presenció el asesinato?
—En parte… sí. Quiero decir… —la emperatriz pareció dubitativa—.
Tuve otro de mis viajes astrales esta noche. Traté de probar lo que me
contaste e intenté viajar. No quería arriesgarme mucho la primera vez,
solo pasear por el palacio… Entonces, lo vi.
—¿Vio el asesinato desde el aire?
Suiko bajó la mirada y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Quién fue? —preguntó el monje.
—Eso no lo vi… Yo solo pensé que era una mala pesadilla, no creía
que fuese real… Simplemente traté de evitar pasar por esa sala. Pero uno
de mis consejeros lo encontró.
—¿Qué vio entonces? ¿El cuerpo del funcionario ya muerto?
—No. Presencié el asesinato con mis propios ojos, pero la vista en ese
estado no es como nuestra vista ahora. Es más… extraño. Posiblemente
ya sepas algo si el Buda se encargó de trasmitirlo.
Yasuo entrecerró los ojos. La verdad es que no sabía demasiado de los
viajes astrales.
—Mi vista se enfocaba solo en el cuerpo del funcionario… —comenzó a explicar la emperatriz—. Primero iba andando por el palacio oscuro,
de noche. Le seguí. De pronto se dio la vuelta muy asustado. Aceleró el
paso hasta que llegó a esa sala. Entonces dio un grito de terror. Era como
si algo le hubiese alcanzado. Después… —Su voz se quebró. Yasuo se
inclinó hacia ella, sin tocarla, para indicar que podía parar ahí si no se
sentía con ánimos, pero ella continuó—: Algo le mordió el brazo y salpicó mucha sangre. No lo vi porque a mi vista era como… invisible. Solo
vi las heridas abriéndose mientras el hombre gritaba. Después se le abrió
el pecho y el vientre. Seguía vivo y retorciéndose en el suelo mientras esa
cosa seguía atacándole.
Yasuo guardó silencio. No fue instruido para enfrentarse a monstruos
o demonios. Solo estaba educado para predicar.
—¿Está segura su alteza de que fue un monstruo? ¿No pudo ser un
asesino?
—A menos que un asesino pueda devorar a su víctima con los dientes… No creo que ningún humano normal posea tanta fuerza. —La emperatriz sollozó—. Yasuo, tengo miedo… ¿Y si ese ser venía buscándome a
mí pero confundió mi presencia espiritual con ese funcionario? ¿Vive en
el palacio? ¿Y si es uno de mis más fieles consejeros?
—No se preocupe, mi señora. Nos ocuparemos de que no sufra ningún
daño…
—¿De verdad? ¿Vigilarás mi sueño para que ese ser no venga a devorarme?
—Me refería a rodear su habitación de guardias, pero… Si eso es lo
que desea…
Yasuo tuvo miedo de la efusividad que tomó la emperatriz. Comenzó
a esparcir rumores por el palacio sobre que no había nada que temer de
ese yokai, puesto que el monje budista sabría repeler a los malos espíritus.
Yasuo se ocupó de desmentirlo, evitando que en la corte estallase una ola
de pánico, afirmando que posiblemente solo se tratase de un asesino a
sueldo, contratado por algún rival político, con el que nadie osaría atacar
a la emperatriz. Por si acaso, pidió a los guardias reales que patrullaran
con más frecuencia y efectivos los aposentos reales.
Pero los rumores que la emperatriz esparció no sentaron bien a todo
el mundo. Muchas de sus doncellas, así como algunos consejeros, se pre-
guntaban por qué un hombre, por muy monje que fuese, tendría que pasar la noche en los aposentos de la emperatriz. Yasuo trató de evitarlo
afirmando que solo patrullaría junto a los guardias reales y que habían
malinterpretado las palabras de la reina. O así se defendió hasta que el
príncipe Shotoku acudió a él.
—Si mi tía requiere de sus servicios, así se hará. El monje velará por
ella.
De pronto, todos los rumores se acallaron y la corte aceptó la proclamación del príncipe como una orden. Yasuo se sorprendió al comprobar
cómo él parecía tener más poder sobre sus súbditos que la emperatriz
misma.
Al fin llegó la noche, y mientras los funcionarios se ocupaban de los
ritos funerarios de su compañero caído, Suiko fue a refugiarse a su habitación. Yasuo entró cuando las últimas doncellas salieron de los aposentos,
examinándole con mirada severa.
En cuanto entró y quedó a solas con la emperatriz, notó cómo los
guardias cerraban las puertas tras él, impidiendo que nada pudiese entrar
desde fuera. Suiko estaba ya tendida en su lecho, preparada para dormir.
—No quiero desdoblarme esta noche, Yasuo. No quiero ver nada horrible. ¿Tú no puedes impedirlo?
—Eso depende de su propio poder, alteza —dijo Yasuo tratando de
calmarla. Él no tenía mucha idea de esos acontecimientos sobrenaturales,
tampoco sabía cómo calmar a la emperatriz—. Pero esperemos que ese
suceso haya sido algo aislado y jamás vuelva a repetirse.
—Eso espero —dijo ella con un suspiro.
Suiko cayó profundamente dormida a los pocos minutos. Yasuo permaneció despierto, sosteniendo un rosario de meditación entre sus manos, mientras murmuraba algunos mantras.
La noche se hizo más oscura y el silencio ocupó el palacio. Cuando
Yasuo se encontraba en trance, un viento frío se adueñó de la estancia. De
un soplo, apagó la mecha de la lámpara de aceite, la única iluminación
que tenía Yasuo.
Salió de su trance con un sobresalto y miró a su alrededor. La luz de la
luna se colaba a través de las cortinas.
Yasuo observó a su alrededor buscando algún método para volver a
encender la lámpara. Pero se quedó paralizado cuando se acercó al lecho
de la emperatriz para comprobar si ella se encontraba bien.
Bajo sus mantas se removía algo. El monje pensó que la emperatriz
solo estaba cambiando de postura en ese momento, pero los movimientos
eran sinuosos, como los de una serpiente. Las mantas se retiraron, dejando ver un grueso cuerpo.
La cabeza de Suiko, con los ojos plácidamente cerrados en mitad de su
sueño, se elevó hacia el techo de la habitación, flotando como un globo.
Todavía estaba unida a su cuerpo por ese cuello largo y grueso que Yasuo
había confundido con una serpiente. Era tan largo que se enroscaba sobre
sí mismo, muy flexible y agitándose como una culebra nerviosa.
Yasuo sostuvo el rosario en su puño. Salió corriendo hacia la puerta,
recordando que los guardias la habían cerrado por fuera. En ese momento, la emperatriz abrió los ojos.
Eran totalmente blancos y emitían una luz tenue, como la de la propia
Luna. La cabeza flotó hasta situarse sobre él, llevando tras ella su cuello
inquieto.
El monje trató de gritar, pero aquella masa sinuosa se enroscó bajo su
mandíbula, impidiendo que el aire pasase a sus pulmones. El cuello de la
emperatriz formó anillos en torno a su cuerpo, que después apretó, atrapándole. Ejerció tanta fuerza que los huesos de sus piernas se partieron,
sus vértebras se separaron y sus costillas fueron empujadas hacia fuera
desde la espalda, rajando su pecho. El cuello de Yasuo se quebró y la cabeza salió rodando. La piel de la emperatriz parecía estar cubierta de un
misterioso aceite, pues aunque quedó empapada de la sangre del monje,
resbaló hacia el suelo con facilidad.
Su cabeza seguía observando desde el techo con ojos brillantes. En su
sueño, ella se mostraba aterrorizada de aquel monstruo y lo que acababa
de hacer con Yasuo.
Pero cuando despertó tenía una extraña sensación de bienestar y alivio. Al menos, ella seguía viva. Y con el cuello bien limpio.
El tengu y la doncella
Saya Flourite
El viejo tengu dejó cuidadosamente el pincel en el tintero.
Mientras revisaba lo que acababa de escribir podía oír de fondo el
golpeteo de los shôji, agitados violentamente por el tifón que asolaba
la isla en esos momentos. Era una noche más que desapacible para
salir y no digamos ya para volar, pero tenía algo que hacer y unas
pocas gotas de lluvia no iban a impedírselo. Con un suspiro, guardó
el documento en las mangas de su hakama, se calzó los getas altos
y, tras ponerse la máscara de vibrante color rojo y larga nariz, salió
de la casa.
***
Corría el año 2 de la Era Tengen bajo el reinado del emperador
En’yū.
Aburrido del aislado pueblo en las montañas que le había visto
nacer, Hane decidió expandir sus alas lejos de los entrenamientos
y las aburridas charlas de los maestros. Cautivado como estaba
por el resplandeciente cielo y los ríos que brillaban como joyas,
acabó sobrevolando un bosque demasiado denso. Puede que fuera
eso lo que le salvó, ya que su precipitada caída se vio amortiguada
de alguna manera por el ramaje de la zona. Habría sido una total
desgracia para un tengu morir por haberse caído del cielo, pensó
malhumorado.
Hane se levantó con dificultad, agradecido por el último arbusto
que había suavizado su caída… Y ahora que se fijaba, ¿era su
imaginación o el arbusto se acababa de quejar? Hane se asomó
sobre la susodicha planta y entonces pudo ver a una niña sentada
delante de él. Parecía tener unos siete años, alrededor de su edad, con
brillante pelo negro, vivaces ojos marrones y una cara que podría
considerarse bella si no fuera por el enfurruñado entrecejo que la
decoraba. Pero más importante que todo eso, la chica era humana.
Hane decidió salir volando de allí lo más rápido posible, ya que los
cuentos de los tengus mayores sobre la crueldad de los humanos
eran de las pocas cosas a las que sí había prestado atención.
Sin embargo, un dolor agudo le atenazó una de las alas y le
obligó a quedarse parado agarrándose con fuerza el brazo herido,
en un intento de hacer que esa desagradable sensación se pasara
más rápido. Demasiado preocupado por el dolor, Hane no se fijó
en lo mucho que se había acercado la chica hasta que sintió que
algo frío le tocaba la zona dolorida. En un acto reflejo, extendió de
golpe las alas para apartar a la humana. Estaba pensando en cómo
salir de allí, cuando se dio cuenta de lo que acababa de hacer: podía
extender las alas sin problemas. De hecho, ya no sentía ningún
dolor. Se volvió sorprendido hacia la chica, que a pesar de haberse
caído en el suelo le miraba con aire de superioridad, al parecer muy
orgullosa de que su medicina hubiera funcionado. El joven tengu
desconfiaba de los humanos, así se lo habían enseñado, pero de la
misma manera le habían enseñado a ser agradecido.
—Soy Hane. ¿Cómo te llamas, niña? —le espetó enfurruñado.
—Michiko.
A la vez que respondía, la niña le sonrió de oreja a oreja. Esa
sonrisa pareció iluminar el corazón de Hane, que se sonrojó
ligeramente.
Los siguientes años pasaron en un parpadeo. Hane visitaba
diariamente a Michiko y le traía todo tipo de regalos: flores de
temporada, piedras bellamente pulidas, adornos de su tierra…
Michiko, que solía pasar las horas en su habitación escribiendo
poesía y leyendo los clásicos del continente, agradecía estas
interrupciones en su rutina y siempre salía apresuradamente al
engawa para recibir a su amigo. El hecho de que él fuera un tengu
y ella humana no era ningún obstáculo para su amistad. Acabaron
por convertirse en confidente el uno del otro, Michiko hablándole
de los rumores de la corte y Hane de los eventos que pasaban en el
Monte Minako, donde vivía.
Llegaron hasta a hablar del futuro, de cómo incluso cuando
fueran ya adultos, seguirían siendo amigos. En una de estas
conversaciones, Hane comentó distraídamente que, dado que los
tengu viven mucho tiempo, a lo mejor llegaría a ver a los nietos de
Michiko. Si bien el comentario lo hizo con toda su inocencia infantil,
la cara de Michiko se ensombreció al oírlo y, por un momento,
tomó una expresión mucho más madura de lo que correspondía a
una niña de apenas ocho años. Hane no acabó de entender el porqué
de este cambio en su amiga, pero decidió no volver a mencionar el
tema.
Durante sus visitas a lo largo de los años, Hane se fue dando
cuenta de que Michiko no era una chica cualquiera. Sus padres, y
ella por extensión, parecían ostentar muy buena posición dentro de
la corte imperial de los humanos, a lo que se sumaba que su amiga
fue creciendo hasta convertirse en una mujer muy hermosa, además
de ser una poetisa reconocida en la capital, Heian-kyū.
Tampoco los años habían pasado en vano por Hane, convertido
ahora en un apuesto joven de lacio pelo negro recogido en una
coleta alta, penetrantes ojos azules y nariz aguileña. Sin embargo, lo
que más había cambiado en Hane era su corazón: los sentimientos
de cariño que desde poco después de su encuentro había sentido
hacia Michiko habían ido tomando un cariz más romántico, hasta
el punto de que ya no podía negar lo que sentía por la muchacha.
Las sonrisas de soslayo y las caricias disimuladas de Michiko
daban esperanza al tengu, que quería ver en ellas sus sentimientos
correspondidos. Sin embargo, Hane no quería arriesgarse a acabar
con su amistad, por lo que durante años guardó esos sentimientos
en su corazón.
Por desgracia, su relación no estaba destinada a ser fácil. En la
primavera del año 987, Michiko recibió la proposición de matrimonio
de Fujiwara no Michinaga. Conforme había ido creciendo, Michiko
recibió varias peticiones de matrimonio, y aunque nunca habían
sido una fuente de preocupación para el tengu, este caso era
distinto: Michinaga era parte de la noble familia de los Fujiwara,
que tenía lazos hasta con el mismísimo emperador. La presión que
afrontaría Michiko para que cumpliera con sus obligaciones como
única hija de la familia y se estableciera en la corte serían de una
escala completamente distinta a lo que había experimentado hasta
ahora, donde el rechazo de sus matrimonios se había tomado como
otra de sus jugarretas infantiles. Por su parte, Hane estaba siendo
presionado para unirse a la Guardia por el consejo de ancianos, lo
que implicaría un duro entrenamiento lejos de Michiko.
Si las cosas seguían así, la separación de la pareja era inevitable.
Hane no podía soportar la idea, así que decidió tomar cartas en
el asunto. Se declararía a Michiko y, si todo iba bien, se fugarían
los dos. No tenía demasiado definido adónde irían, pero mientras
estuvieran juntos imaginaba que todo saldría bien. Seguramente
serían perseguidos y ninguno de los dos podría volver a sus
respectivos hogares, pero el tengu estaba dispuesto a sacrificarlo
todo con tal de estar con su amada. Confiado en su plan, envió
una misiva a Michiko junto con su último regalo, un exuberante
ramo de flores de tsubaki, cuyo vibrante color rojo hacía juego
adecuadamente con los apasionados sentimientos de Hane.
La cita era en un claro escondido dentro del jardín panorámico
de la casa de Michiko, ya que la chica no podía permitirse salir
del recinto como aquella vez hace siete años. Hane esperó con
impaciencia, desplegando y plegando sus alas nerviosamente, hasta
que vio aparecer la figura de la joven. Envuelta en las numerosas
capas de su jûnihitoe de colores morados, granates y rosas, con la
cara del blanco más puro y la larga melena negra cayendo como una
cascada elegantemente por su espalda hasta casi alcanzar el suelo,
la belleza de Michiko eclipsaba la del jardín que la enmarcaba.
Como siempre que veía al apuesto tengu, los ojos de la chica
se iluminaron. Incapaz de contenerse por más tiempo, Hane corrió
a abrazarla, rodeándola protectoramente con sus alas, creando la
ilusión de que en el mundo solo estaban ellos dos. Michiko se
tensó ante el inesperado contacto de su amigo, pero no hizo ningún
ademán de apartarse. En susurros apresurados, pues no tenían
demasiado tiempo, Hane le contó todo: le habló de sus sentimientos,
tan fuertes que ya no podía contenerlos, y de su plan de fugarse para
huir de las responsabilidades que la sociedad les imponía sin tener
ningún derecho a ello.
El tengu no paraba de hablar, ya que el silencio de la muchacha,
que no había pronunciado ni una palabra desde el principio de su
discurso, le atenazaba el corazón. Sin nada más que decir, Hane
acabó por guardar también silencio. Michiko aprovechó el momento
para empujarle ligeramente, dejando un espacio entre los dos. Su
pelo negro le ocultaba el rostro como si fuera un velo. Antes de que
Hane pudiera acercarse otra vez para ver su expresión, Michiko
levantó la cabeza y le sonrió, la misma sonrisa amplia que tantas
veces le había mostrado siendo niña.
—Lo siento, Hane-san, pero estoy enamorada de Michinagadono.
Acto seguido, se dio la vuelta y salió apresuradamente del claro.
Hane se quedó petrificado, con un brazo extendido hacia la figura
cada vez más pequeña de su enamorada. Si hubiera prestado menos
atención a la ensayada sonrisa y más a sus ojos, los habría visto
humedecidos por las lágrimas.
El tiempo pasó rápidamente a partir de ese momento. Durante
las primeras semanas desde el rechazo, a Hane le parecía estar fuera
del mundo. Aceptó la petición de los ancianos de hacerse guardián,
retomó con redoblado esfuerzo sus entrenamientos y, en general,
se dedicó en cuerpo y alma a sus labores en un intento de llenar el
vacío de su corazón. Oyó hablar de la boda de Michiko, que según
los rumores fue magnífica, pero a Hane cualquier comentario al
respecto le causaba dolor.
Más años pasaron y Hane vio muchas cosas: la caída de los
Fujiwara, las sangrientas peleas entre los clanes Minamoto y Taira,
la decadencia en general de la sociedad humana... Vio muchas
vidas y muchas muertes, y conforme fue creciendo, fue tomando
conciencia de cuán efímera era la existencia de los humanos. Por
contra, él tuvo una vida larga llena de batallas, fiestas y también
tardes tranquilas; en general, una vida feliz. Crecer también le dio
perspectiva y pudo volver a visitar los recuerdos de su juventud sin
que la tristeza le oprimiera el pecho.
Ahora bien, no hay ninguna vida que sea eterna. Hane había
vivido como había querido, por lo que cuando sintió que se le
acercaba la hora, no se entristeció. Sin embargo, había una cosa,
solo una, de la que se arrepentía. Decidido a subsanarla, se sentó
frente a la mesa baja de su estudio, tomó el pincel y, con pulso
firme, empezó a escribir una carta…
***
Con la llegada de la mañana el cielo se había esclarecido, y lo
único que delataba el tifón que había azotado la isla durante la
noche eran algunas ramas rotas a la entrada del bosque. El viejo
tengu descendió bruscamente entre el montón de rocas dispersas en
el llano y miró a su alrededor. No quedaba nada de lo que recordaba
de aquella tierra, pero no era de extrañar: trescientos años era mucho
tiempo para el mundo humano. Se acercó pesadamente a una de las
pocas losas que se mantenían en pie de ese desatendido cementerio,
sonriendo ligeramente al reconocer los caracteres grabados que
empezaban a desvanecerse: Michiko, rezaban. Sacó la carta de
entre los pliegues de su hakama, arrugada por el largo viaje, y la
dejó sobre la lápida junto con su máscara carmesí. Tras hacer una
profunda reverencia en dirección a la lápida, dio un fuerte impulso
y desapareció entre las nubes. La última ráfaga de viento abrió la
carta, dejando ver las pocas líneas escritas.
«Gracias, Michiko, porque este necio tengu por fin entiende
tus acciones de ese día. Pensaste que mi futuro era un precio
demasiado alto a pagar para lo que sería un momento efímero de
felicidad dentro de mi centenaria vida. ¿No es así, Michiko? Ni
siquiera puedo empezar a imaginar por lo que pasaste cuando…
Pero no, esta carta no es una de remordimientos, sino una de
agradecimiento. Gracias, Michiko, por ponerme delante de todo.
Seguramente no tardaremos en vernos. Y esta vez, el mundo de los
hombres no tendría por qué ser un problema. Hasta pronto.
Hane»
Incienso y cascajo
Antonio Míguez Santa Cruz
Ya era la hora del buey, y un grito de dolor quebró el silencio en
el palacio de Uji.
El príncipe se despertó bruscamente, desubicado, y con el gríseo palpitar de un mal inconcreto pero tan flotante en el ambiente
como la tórrida humedad propia del estío-agosto. Sin dilación pero
tembloroso el pulso, atravesó un estrecho pasillo que dejaba entrever en su lateral un jardín negro donde solo destacaba el vacilante
reflejo de la luna en un estanque... Y de pronto, al abrir el panel que
conducía a la sala central, el olor a una mezcla de incienso y cascajo
carbonizado fue el vaticinio del espanto.
En medio de la amplia estancia flanqueada por dos devas gigantes, vertebrando una disposición simétrica de bonzos clamando el
sutra del loto y piras ardientes, se elevaba consumada en esencia
espectral y materia la forma poseída de su esposa encinta, horror
del incoagulado acto dador de vida, próxima emanación de la muerte.
¿Quizá era un sueño? ¿O quizá estuviese bajo la ofuscación de
un zorro? Mas fijó su mirada en los pávidos rostros del servicio, de
los monjes y las matronas allí presentes, y creyó que aquel suceso
transfería los límites del mundo de los hombres.
La figura flotante comenzó a contorsionarse adoptando posturas
caprichosas y forzando hasta el extremo su naturaleza física. De
entre la multitud que presenciaba el grotesco espectáculo una voz
emergió gritando:
—¡Deja vivir al niño!
La luz se apagó.
El caos posterior acarreado por los que gritaban y huían acabó
en un lapso. Turbado y ya consumido por la soledad nocturna, sintió la tenaza en forma de antinatura reptante. Lenguas de maraña
negra que parecían querer engullirlo infectaban su piel mientras se
le petrificaba el valor. Cuando no pudo porfiar más, fue arrastrado
varios metros hasta quedar suspendido cara a cara con su «esposa».
—¿Por qué me hiciste esto? En este vacío… solo existe el dolor…
Aquella voz evocadora de algún momento en un pasado disoluto
no le era conocida. Las palabras laceraban su conocimiento hondamente, tragedia inefable de inmersión a lo ilusorio rayana con la
locura, cuando de súbito cayó al suelo.
Su compañera tornó a la normalidad, pero yacía muerta. Luego
de quedarse en silencio, asimilando lo ocurrido, descubrió entre los
dobleces del kimono y embadurnada en sangre una niña recién nacida. La recogió con gesto torpe y la miró a los ojos.
Ella sonrió.
La dama Kiyo
Almudena Carrasco Pazos
IX
La criatura irrumpió en el templo. Cuando los monjes la vieron
arrastrarse hundiendo las garras en la tierra, se quedaron paralizados. Al
menos hasta que barrió con su poderosa cola a un anciano y lo aplastó
contra un árbol. Entonces comenzaron los alaridos, seguidos de los vanos
intentos por detener su avance. Un temerario joven le clavó una lanza en
el costado y fue atrapado entre sus poderosas mandíbulas. Se debatió con
aullidos agónicos antes de que lo despedazara como quien desmenuza
arroz. La bestia escupió el cuerpo y sus viciosos ojos resplandecieron,
lámparas en medio de la noche, mientras recorrían el templo. Buscaba al
traidor y no se iba a detener hasta encontrarlo.
Entonces, recuperó el rastro. Lo siguió hasta la construcción que
protegía de la intemperie a la gigantesca campana de bronce. Era tan
pesada y robusta que necesitaba de varios monjes para arrancarle un
sonido. Comprendió que el traidor se ocultaba en su interior. Ya no tenía
escapatoria.
La complacencia de la criatura se tornó en frustración cuando
comprobó que no era lo suficiente fuerte para levantarla. Emitió un rugido
reverberante e intentó meter las zarpas por el escaso espacio que quedaba
hasta el suelo. Arañó una pierna y se contempló las garras ensangrentadas.
Volvió a la carga, pero el traidor la rehuía. Iracunda y cada vez más y más
rabiosa, trazó innumerables surcos sobre la superficie. Al final enroscó su
cola alrededor de la estructura para luego alzarse en toda su altura.
El fuego brotó de sus fauces y devoró la madera y el suelo. Le llegó el
olor a carne quemada. Pronto la superficie burbujeó bajo sus garras y se
derrumbó hacia el interior, entre burbujas doradas.
Cuando todo terminó, no quedaba nada reconocible bajo lo que una
vez había sido una orgullosa campana.
Nada.
VIII
Poco antes, una triste e insistente llamada había despertado al monje
Anchin. Se quedó paralizado, cubierto de sudor frío, y aguzó el oído
mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra. El canto se interrumpió
y un silencio extraño cayó sobre el templo.
Haciendo un indescriptible esfuerzo de voluntad, se levantó con
cuidado y buscó algo con lo que defenderse. Muy despacio, avanzó hacia
la puerta corredera. Nada más tocarla, retiró la mano con un suspiro
ahogado. Estaba helada.
Escuchó unos pasos rápidos sobre el entablado y retrocedió justo
cuando las puertas se abrieron. Vio unos ojos dorados, con las pupilas
rajadas, bordeados de escamas verdes. El terrible deleite con el que lo
contemplaban lo aterrorizó más que cualquier otra cosa.
—¿Kiyo…?
«Oh, Amida Buda, sí que es ella. ¿Cómo ha cruzado el río?»
—¿Por qué? —dijo, y su voz sonó lejana a pesar de que no estaba ni
a dos pasos de él. Entró en la habitación acompañada de una vaharada
de olor a barro y podredumbre. Anchin trató de retroceder y resbaló—.
¿Todo era mentira?
Se sentó sobre él. La muchacha, cubierta con varias capas de ropa
empapada, pesaba tanto que Anchin se quedó sin respiración. El largo
cabello de Kiyo, húmedo y viscoso, se le enredó entre los dedos.
Anchin se echó hacia atrás cuando Kiyo se inclinó, como si quisiera
besarlo. Unos colmillos asomaban entre los pálidos labios.
—¿Por qué no volviste a por mí?
A pesar de estar mojada, ardía. Lo sentía en sus delgadas piernas y en
la cercanía de su rostro, que casi quemaba como el fuego.
Entonces se escuchó un golpe seco. La cabeza de la muchacha se
torció hacia un lado y ella cayó pesadamente sobre un costado. Detrás
estaba uno de los monjes de Dodo-ji, armado con un pebetero. Cogió
impulso.
—¡Largo de aquí, bestia inmunda!
La muchacha interpuso sus delicadas manos y el monje se quedó
paralizado cuando los dedos partieron en dos su arma. Anchin no se
quedó a mirar, abrió las puertas que daban al jardín y corrió.
Kiyo gritó su nombre. Otra vez.
Anchin tropezó con su túnica y estuvo a punto de caerse al suelo. Eso
le permitió un instante para mirar atrás. Lo que salía del templo no era una
dama empapada, sino un monstruo. Uno con una larga cola de serpiente
de un rojo atardecer y un kimono que se le escurría entre los hombros a
medida que su cuerpo crecía hasta casi parecer el de un dragón.
Huyó despavorido con la luna como único testigo de su desesperada
carrera. No tardaron en comenzar los gritos.
VII
Un día antes, uno de los mozos dio con un nuevo rastro de agua.
En esta ocasión se dirigía hacia los aposentos monásticos. Los monjes
decidieron realizar una purificación ritual y, entretanto, Anchin siguió el
recorrido del espíritu, si es que lo era. Se detuvo en el punto donde se
suponía que había estado la noche anterior. Un escalofrío le subió por
la espalda y sintió una caricia inmaterial en el cuello. Se apartó, rápido,
antes de que fuera tarde, y decidió ir en busca del novicio que la había
visto por primera vez.
—Dijiste que era una mujer. ¿Todavía la ves?
Tenía una vaga sospecha, pero se deshizo de ella casi sin pensar. Era
imposible. El chiquillo levantó la cabeza de la postura de postración.
Tenía los ojos anegados en lágrimas. Asintió con lentitud. Una vena se
marcó en la sien de Anchin.
—¿Por qué no dijiste nada?
—Me… Me miró. Me miró y supe que me mataría —respondió entre
hipidos.
—Llévame hasta donde está.
Cogió al chico por la túnica y lo obligó a caminar a pesar de sus
gimoteos. Como pareció que iba a gritar, le pidió que lo describiera
todo. El chico confesó, retorciéndose los dedos, que nunca la había visto
moverse, solo aparecer más y más adentro del templo.
—¿Sabes hacia dónde va? ¿O a dónde mira? ¿Cuál es su objetivo?
Si lo supieran podrían exorcizarla mejor o, al menos, prepararle una
trampa. Pero el chico negó una y otra vez con la cabeza. Al final, Anchin
no consiguió llevarlo hasta el pasillo de los dormitorios y tuvo que dejarlo
ir.
Se purificó el lugar y se realizaron los rituales obligatorios, pero
notaban cierto peso en el aire y hasta caminaban despacio, intentando no
arrastrar las suelas. Todos a la espera de escuchar la respiración del yokai.
¿Por qué estaba allí? ¿Qué buscaba? Solo se le ocurrían las reliquias
que guardaban, pero la criatura no se dirigía hacia ellas. ¿Quizá alguno
de los monjes había ofendido a un espíritu? Era lo único que parecía
plausible.
Anchin decidió que a la mañana siguiente partiría a Mutsu para
continuar con su peregrinaje antes de que volvieran a darse interrupciones.
Aquella noche se acostó pronto, dispuesto a tener un sueño reparador.
VI
Una figura consiguió arrastrarse penosamente hacia la orilla del
caudaloso Hidaka. Sus manos blancas, cuya piel se endurecía hasta tomar
forma de escamas, se hundieron en el barro como garfios. Se escuchó un
resoplido de esfuerzo, seguido de un gemido cargado de dolor. Luego se
alejó unos centímetros más del agua. Las ropas pesaban tanto que sentía
que se iba a ahogar aún más que estando bajo la corriente. Pero, poco a
poco, logró sacar los pies ensangrentados. Solo entonces la fuerza de sus
brazos la traicionó y se derrumbó.
El cuerpo le dolía, temblaba de frío y ardía con una fiebre que la
torturaba hasta los huesos. Parecían derretirse bajo su piel. Aspiró entre
los afilados dientecillos y gritó. Se arrastró de nuevo a pulso colina arriba.
A cada empujón, el dolor aumentaba, pero también sentía que en su
interior palpitaba una nueva fuerza. Logró levantarse sobre los codos. De
entre las cortinas de su cabello negro apareció un rostro blanco y de labios
azulados, abotargado por el agua. Exhaló una gutural palabra:
—Anchin.
La repitió una y otra vez, más fuerte, hasta que logró coronar la colina.
Siguió adelante, todavía demasiado débil para erguirse, pero consciente
de que pronto podría hacerlo.
Iba a alcanzarlo. Iba a matarlo. A despedazarlo, a hacerlo sufrir, a
consumir su sangre para que nunca más pudiera huir de ella.
Continuó arrastrándose con tenacidad, despacio pero sin detenerse, y
dejó a su paso un largo rastro de agua.
V
Trató de cruzar el río, pero no había esperado que la corriente fuera tan
violenta. Cuando las prendas la hundieron en las frías aguas, fue incapaz
de creer lo que estaba sucediendo. Intentó manotear, pero las largas y
numerosas capas de las mangas se enredaban en sus brazos y tiraban de
ella hacia abajo. Vio la sombra del barquero y pensó que la ayudaría, que
no la ignoraría, no hasta ese punto. Nadie podía ser tan desalmado, por
mucho que se hubiera reído de ella.
«Solo quería cruzar.»
Estaba tan cerca de alcanzarlo, de suplicarle que se explicara, que la
mirara, que le dijera qué había hecho mal esa vez. Decidió que si la barca
no la llevaba, lo intentaría por su cuenta.
«¿Por qué no te has vuelto ni una sola vez?»
No, debía haber sido una equivocación. En cuanto se diera cuenta de
lo que estaba sucediendo, estaba segura de que volvería a por ella y la
salvaría.
Sí, iba a regresar. Siempre lo hacía.
Tragó agua. Tosió y el frío puñal se adentró al tiempo que la luz se
alejaba. Algo, quizás la pértiga, la golpeó en un hombro, y se desesperó
por intentar aferrarse a ella. Las manos, sin embargo, no le respondían. Ni
siquiera se sorprendió cuando sus pies desnudos y despellejados dieron
con el fondo del río.
Se vio arrastrada entre las rocas, vapuleada como una muñeca. Las
lágrimas se perdieron entre las heladas cuchilladas del río. Cegada, arañó
el suelo, las algas, cualquier cosa que pudiera sostenerla. El pecho le iba
a estallar.
¿Cómo podía doler tanto? ¿Cómo había podido huir así?
Cada vez le costaba más pensar, y su cuerpo se retorció en un
desesperado espasmo. Lo vio corriendo como un cobarde, sin escuchar
sus gritos, sin dignarse a una explicación, tras tantas, tantas promesas.
Abrió los ojos y sus labios se torcieron en un grito mudo mientras su
figura se perdía en las profundidades del río.
IV
—Oh, Amida Buda, todavía me sigue...
—¿Esa muchacha? —preguntó el barquero con sorpresa, y luego miró
a Anchin con cierta suspicacia.
Este masculló:
—Haga el favor de no dejarla pasar. Se ha escapado y su padre tendrá
que ocuparse de ella.
El barquero parecía vagamente divertido, pero ante una mirada del
joven monje, asintió con la cabeza. ¿Cómo iba a dejar que una niña loca
de amor persiguiera a un hombre? Era la total falta del decoro. Incluso a
esa distancia solo había que escuchar los gritos, ver cómo se le abría el
pelo como unas alas oscuras y el bello kimono estaba hecho un desastre.
Era vergonzoso. Ninguna mujer de buena cuna debería salir de su casa
sin cortinajes que la protegieran. ¡Y ni se cubría el rostro con las mangas
o un abanico! No le extrañaba que el monje quisiera huir. También tenía
un orgullo que proteger y a las mujeres no se les podía imponer el sentido
común.
Empujó la barca y el monje suspiró por primera vez de alivio. El
barquero sonrió para sus adentros. Era una estampa, desde luego, penosa,
pero al menos ya se habría librado de la muchacha para siempre.
Sin la embarcación, no había forma de cruzar.
III
Las nubes cubrían el sol de la tarde cuando Anchin, en su camino a
Mutsu, se levantó el borde del sombrero de paja. Entornó los ojos para
mirar a través de la temblorosa capa que flotaba sobre las resecas hierbas.
La casa de Masago no Shoji estaba cerca. Le había servido de refugio en
sus numerosos viajes entre Mutsu, su hogar, y Kumano. Aquella ocasión
no debería haber sido diferente.
Le dolían los pies y ni siquiera el báculo que le servía de apoyo le
ayudaba a aliviar la presión del camino. Levantó la vista más allá del
sendero y contempló la ardiente campiña. Apenas había árboles bajo los
que resguardarse del cruel beso de la diosa Amatesaru. Cuánto habría
deseado refugiarse en aquel hogar, donde le darían buena comida y a la
noche encontraría un agradable placer entre los brazos de la niña.
Pero no podía ser. Apretó el paso con decisión, decidido a llegar al río
cuanto antes, dejar atrás aquel lugar y no volver jamás. Se había acabado
el juego y Kiyo tendría que crecer de una vez por todas.
Al menos podía consolarse con que nunca tendría que enfrentarse a
sus súplicas. Al fin y al cabo, una dama no abandonaba sus aposentos.
II
Un año antes, Anchin esperaba con impaciencia bajo las primeras
estrellas de la noche, que titilaban al ritmo de las cigarras. El jardín era
magnífico, más de lo que recordaba, y el pequeño estanque creaba una
temperatura agradable. Sin embargo, lo que más lo deleitaba era imaginar
el encuentro. Sonrió cuando escuchó el frufrú de la ropa y después lo
alcanzó una delicada fragancia a lavanda. Se dirigió hacia la cortina tras
la cual se percibía una sombra y la apartó.
Frente a él, con una sonrisa ilusionada y traviesa, había una joven
doncella. Su hermosa y densa melena rozaba el suelo, enmarcando un
kimono rosa pálido.
—Sabía que regresarías, Anchin.
«Qué arrogante», pensó con diversión, pero la damita siempre había
sido mimada, así que no le sorprendió. La atrajo hacia sí y la envolvió en
sus brazos.
Poco más tarde, Kiyo le acariciaba el rostro con deleite. Él jugueteó
con sus sedosos mechones. Estaba pensando algún verso apropiado para
alabarlos cuando ella murmuró:
—¿Se lo dirás pronto a mi padre?
—¿El qué?
—Que me llevarás contigo a Mutsu.
El dedo de Anchin se congeló mientras se enrollaba el cabello en el
índice. Se las apañó para mantener una sonrisa. Se le había olvidado por
completo.
—¿No eres aún muy joven?
Kiyo frunció el ceño. Catorce años le parecían más que suficientes
y más después de comprobar que su cuerpo… Bien. Estaba preparado.
Abrió la boca para intentar hacérselo entender, pero Anchin le puso un
dedo en los labios.
—Un año. La próxima vez que regrese, será para llevarte conmigo.
¿Podrás tener algo de paciencia?
—¿De verdad? —farfulló ella, con el corazón desbocado.
—¿Alguna vez rompo mis promesas?
Kiyo rio, ruborizada, y Anchin se apresuró a hablarle de Mutsu. Ella
escuchó con una sonrisa de ilusión. Una vez cayó dormida, Anchin se
apartó con frustración y apretó un puño.
Supo que se había acabado porque nunca antes había deseado tanto
levantarse y dejar atrás las dulces comodidades de Kiyo. Emprendería el
camino lo más pronto posible.
Cuando Anchin partió y su figura se perdió en la distancia, Kiyo se
acarició el vientre. Seguramente se habría enfadado de haber sabido
que había perdido al niño, su niño. Sin embargo, si su padre se hubiera
enterado la habría casado de inmediato. Y no con un monje, desde luego.
«Solo un año.»
Entonces todos los sacrificios habrían valido la pena, se dijo mientras
rezaba delante de las pequeñas piedras que marcaban la diminuta tumba.
Después corrió a sus aposentos y sacó de su pequeña caja de enebro el
último abanico de Anchin, donde se habían escrito mensajes. Acarició su
perfecta letra e imaginó cómo sería su vida cuando le diera otro hijo en
Mutsu. Se prometió que le enseñaría a escribir igual de bien.
Miró hacia el horizonte y lo imaginó regresar por ese mismo camino.
Solo que esa vez, sería la última.
Besó el abanico.
I
—Anchin…
—¿Sí? —respondió él, prendado de la vista del jardín.
Era tan hermoso que a Kiyo le aleteaba el corazón de solo contemplar
su rostro, y más ahora que les quedaba tan poco. Transcurrirían meses
antes de volver a verlo y ella vagaría entre sus aposentos, detrás de las
cortinas, contando los días hasta su regreso.
—¿En Mutsu hay amaneceres así?
Debería haber recitado unos versos para expresar lo que experimentaba
en ese momento. Ojalá supiera improvisar mejor. Ojalá pudiera hacerle
saber lo feliz que la hacía sentir cada caricia, cada suspiro, cada mirada.
El cariño con el que guardaba sus poemas, los abría por las noches e
imaginaba su voz susurrándole al oído.
—Y todavía más bellos, con la bruma aislándonos del resto del mundo
—le aseguró Anchin, que la acercó por el talle.
Kiyo bajó los ojos y se cubrió la cara con una de sus largas mangas.
—Deseo tanto verlo… No es suficiente con las descripciones.
Él rio y le acarició el mentón.
—No olvides la promesa. Antes debes convertirte en toda una dama.
Kiyo le atrajo la mano para poder reposar la mejilla contra su palma.
Jamás olvidaría el día en que, apenas una niña, se atrevió a salir de detrás
de los cortinajes y se acercó al elegante joven que leía a la lumbre de una
vela. Debió considerarla vulgar y maleducada. Sin duda su oferta no fue
más que una broma. ¿Quién se comprometería con una niña malcriada y
egoísta como era ella?
—¿No lo estoy haciendo bien?
Todavía llevaba sus palabras en su corazón y las recordaba cada vez
que cometía un error. Debía ser una dama, la dama que él necesitaba. Solo
entonces él lo sacrificaría todo y se la llevaría consigo. Solo si ella era lo
suficiente digna.
—Eres casi perfecta. Y sigue siendo nuestro secreto, ¿verdad?
—No hablaría ni aunque me amenazaran con arrancarme la lengua.
Anchin la besó, divertido, y luego la tumbó con delicadeza, abriendo
sus ropajes. Lo hicieron en silencio, con rapidez. Anchin debía estar
preparado para retirarse si, por un casual, los descubrían. Pero un día
podrían disfrutar de la noche entera sin miedo, solo el uno junto al otro.
Al acabar, Anchin le pasó un brazo por los hombros para atraerla hacia
su pecho.
—Te amo —murmuró Kiyo.
Él sonrió.
—Lo sé.
Esperó, pero Anchin no añadió nada más. Se sintió un poquito
miserable, pero verlo dormir aplacó su irritación. Le besó la punta de la
nariz. Quizás la próxima vez se lo diría.
La próxima vez lo conseguiría.
La sombra del kitsune
Miriam Isern
Kei emprendió un viaje, el primero de su vida, y probablemente el último. Acababa de cumplir cincuenta años y, tras haber perdido a su padre
hacía unas semanas, decidió marcharse de la aldea en la que había pasado
toda su vida. Aquel pequeño pueblo de la prefectura de Nara, rodeado de
un bosque atravesado por un estrecho sendero, había sido realmente un
lugar hostil, pues sus vecinos siempre le dedicaron miradas recelosas. Y
nunca entendió muy bien por qué.
Se crio con su padre, un artesano fabricante de sombrillas y abanicos;
de él aprendió el oficio, siguiendo sus pasos durante décadas. A pesar de
que apenas se relacionaban con el resto de aldeanos, sus trabajos eran
dignos de elogio y nunca pasaron hambre.
—Padre, ¿por qué no nos vamos de aquí? Viajemos por el país, busquemos una ciudad por la que pasen más mercaderes, cortejos de nobles
a los que vender nuestras sombrillas o nuestros abanicos. ¿Por qué seguir
aquí? —preguntó Kei cuando cumplió los veinte años.
—No puedo marcharme, algo me ata a este lugar, al bosque… Pero si
decides irte, lo entenderé —respondió el artesano con una sonrisa triste.
—No te dejaré.
Kei ni siquiera se había casado. Su padre había intentado en vano cerrar algún acuerdo matrimonial, pero no había ningún padre dispuesto a
entregar a su hija a Kei. Así que, finalmente, cuando la muerte le arrebató
a su padre, su única familia, Kei decidió viajar a Heian-kyo, la hermosa
capital que estaba tan cerca y, a la vez, parecía tan lejos. Tenía intención
de entrar a formar parte de la vida monástica, seguir la senda de Buda e
iniciar después una vida sencilla en las montañas. No obstante, le apenaba
abandonar su casa; después de todo, había sido su hogar y le afligía pensar
en lo que sus vecinos harían con ella en su ausencia. Pero no tenía importancia, después de todo, no quería regresar. Puso un pie en el bosque, miró
atrás, las pequeñas viviendas y sus habitantes parecían ignorarlo, como
siempre. No se había despedido de nadie.
Caminó durante horas bosque a través cuando comenzó a hacerse de
noche. Era pleno verano y durante el día hacía un calor asfixiante; la
noche solía dar tregua y traía una brisa fresca, pero aquella prometía ser
bochornosa. Había confiado en su sentido de la orientación, pero era evidente que no tenía ninguna experiencia como viajero. Se oyó un trueno
rugir en el cielo y la lluvia comenzó a caer con tal intensidad que Kei
pensó que su sombrero de paja se desharía. «Susano-wo maldice mi viaje», se lamentó.
Corrió desorientado, buscando algún árbol robusto que pudiera protegerlo, cuando vio un tímido fulgor parpadear a lo lejos. Esperanzado,
corrió hacia la luz hasta encontrar una pequeña y vieja cabaña. Recordó
los cuentos que había leído de niño sobre brujas y yokai que se escondían
en casas como aquella para atrapar a los viajeros perdidos. Respiró hondo
intentando alejar sus miedos y al fin golpeó la puerta con los nudillos.
—¡Hola! ¡Soy un viajero perdido en la tormenta! ¡Por favor! ¡Necesito refugio!
Esperó unos instantes, nervioso y con un nudo en el estómago. Cuando la puerta se abrió descorriéndose hacia un lado, tuvo el impulso de
huir; pero entonces se halló ante una mujer joven y hermosa, de rostro
dulce y mirada serena que lo observaba con curiosidad.
—Buenas noches, viajero. Sé bienvenido, el bosque no es un lugar
seguro en noches así. Mi hogar es humilde, pero hay fuego y comida
caliente.
Kei entró, fascinado por la belleza de la mujer, que se mostró tan amable que sus temores se disiparon y pensó que era imposible que alguien
tan dulce pudiera hacerle algún mal. A decir verdad, salvo su padre, nunca nadie había sido tan generoso y simpático con él. Le sorprendía que
pudiera haber alguien cortés, diferente a la gente de la que siempre había
estado rodeado.
—Gracias por tu hospitalidad. Mi nombre es Kei.
—Yo me llamo Shima, no suelen pasar muchos viajeros por aquí.
¿Adónde te diriges?
—A la capital. Dime, ¿vives sola? ¿Cuánto llevas aquí?
—Sí, estoy sola. Vivo en el bosque desde hace cincuenta años.
—¿Cincuenta años? Es curioso, yo tengo esos mismos años.
—¿De veras?
Shima ayudó a Kei a desprenderse de la capa y el haori empapados y
los extendió cerca de la estufa. Después puso a calentar una vieja tetera y
preparó tofu en unos humildes platillos de madera.
—Lamento que mi comida sea tan sencilla, yo no necesito mucho más
—dijo Shima.
—Lo poco o mucho que me ofreces es más de lo esperado, gracias.
Pero, si me lo permites, debes de llevar aquí toda tu vida, llegarías siendo
muy pequeña... No parece que tengas más de treinta años.
Shima esbozó una sonrisa melancólica, pero no respondió.
—¿Siempre has estado sola? —preguntó Kai.
—Sí, y no acostumbro a recibir visitas. No me malinterpretes, aprecio
mucho la compañía de un sabio viajero.
—Por favor, disto mucho de ser sabio. ¿Cuándo recibiste la última
visita? —Kei se sentía animado y lleno de curiosidad ante la expectativa
de una agradable conversación.
—No lo recuerdo… —respondió Shima, pensativa, mientras servía el
té—. Es difícil calcular el paso del tiempo con precisión. —Shima hablaba con voz cadenciosa, como si meditara cada palabra antes de pronunciarla—. Me gustaría que viniera más gente, es agradable oír las historias
que los pocos viajeros que pasen puedan contar.
—Bueno —carraspeó Kei tomando la taza de té en sus manos—, he
vivido toda mi vida con mi padre en una pequeña aldea cercana. Hace
poco él murió y hoy mismo he iniciado este viaje. Así que no he visto
mucho mundo ni he presenciado nada extraordinario, así que me temo
que no tengo muchas historias que contar, lo lamento.
—¿Tu padre te crio solo?
—Sí —dijo él con tristeza—, nunca conocí a mi madre. Mi padre, que
se llamaba Genzanburo, jamás quiso hablarme de ella. Siempre ha sido
como si estuviera muerta... Algunas veces descubrí a mi padre mirando
con tristeza hacia este bosque. Por las noches le oía llorar y suspirar sin
apartar de la vista la arboleda. Una vez le pregunté qué le ocurría, qué
buscaba incesantemente con la mirada. Me respondió: «La sombra del
kitsune». Jamás quiso volver a hablar de aquello.
—¿Tuvo una buena muerte? —preguntó Shima con tristeza.
—Sí —respondió Kei sorprendido por la pregunta—. Enfermó y el
médico del pueblo, aunque no pudo salvarlo, alivió su dolor con pociones
y ungüentos.
Shima lo miró en silencio y una lágrima rodó por su mejilla, pero Kei
no percibió el gesto, pues estaba inmerso en el recuerdo de su padre.
—Antes de morir, me dijo: «Busca la sombra del kitsune». Supuse que
deliraba. —Kei se encogió de hombros forzando una sonrisa y cogiendo
un trozo de tofu con los palillos—. ¡Vaya, está delicioso!
—Es una historia fascinante —dijo ella, que lo miraba con los ojos
brillantes y una sonrisa triste.
—No tiene nada de especial —respondió él—. ¿Y tú? ¿Recuerdas al-
guna historia para esta noche de lluvia?
—Sí, conozco una. —Shima suspiró y, tras vaciar con lentitud su taza
de té y mordisquear el tofu, colocó las manos en su regazo y miró a Kei
con una mezcla de añoranza y alegría—. Ocurrió hace mucho tiempo,
algo más de medio siglo. Había un artesano muy apuesto que vivía en una
pequeña aldea. Era todo un maestro en su oficio, trataba cada material
con suma delicadeza: el bambú, la tinta, el papel… Paso a paso, hacía de
cada trabajo una obra de arte. El joven artesano no tenía esposa. Varios
vecinos quisieron casar a sus hijas con un hombre tan prometedor; pero
él no se decidió por ninguna. Hasta que un día, en el Festival del Verano,
llegó una joven a la ciudad. Era una humilde cocinera que tenía un puesto
de tofu y pasteles de arroz y judías. Viajaba por todo el país, de festividad
en festividad, para vender sus delicias.
»Era una mujer muy hermosa, como nunca habían visto en la aldea.
Muchos se sintieron fascinados por su belleza y su candor e intentaron
cortejarla y tomarla por esposa. Pero ella los rechazó a todos, salvo a uno.
Cuando el artesano se presentó en su puesto de tofu, ella se enamoró. Él
le había llevado un regalo, aunque no había sido necesario; se trataba de
un precioso abanico con un zorro dibujado con suaves trazos y colores
brillantes. Ella se enamoró de su sonrisa, de su talento, de la delicadeza
y el esfuerzo con el que realizaba cada uno de sus trabajos. Aquella fue
la última aldea a la que viajó la cocinera, pues se casó con el artesano y
ambos fueron muy felices.
»Pero la gente es perversa y envidiosa. Muchos hombres deseaban
haberse casado con la cocinera, y otros tantos querían haber casado a sus
hijas con el artesano. Y desde luego, muchas mujeres, envidiosas de la
belleza de la cocinera, la dejaron de lado y extendieron rumores malintencionados sobre ella: supuestos amantes, historias falsas sobre su pasado…
Incluso afirmaron que la cocinera era una bruja. Mandaron un aviso a un
monasterio cercano solicitando a los monjes que acudieran para realizar
un exorcismo y, si era necesario, ejecutar a la hechicera. Para entonces,
ella acababa de dar a luz a un bebé precioso.
»Al regresar la primavera, un monje llegó a la aldea. No viajaba solo,
sino que iba acompañado de un perro. Era un perro con las orejas puntiagudas, el pelaje rojizo y la espesa cola rizada hacia arriba. A todo el
mundo le pareció un animal muy gracioso y los niños no dejaban de acariciarlo. Pero no le gustó a la cocinera… En cuanto la vio, el perro comenzó
a ladrar nervioso, y la mujer, asustada, se encerró en la casa sin dejar
entrar a nadie.
»Toda la aldea se congregó en torno a la casa del artesano, que no entendía lo que estaba ocurriendo, y, en vano, llamaba a gritos a su esposa.
Al fin, el artesano y varios hombres lograron abrir la puerta y entraron.
Hallaron en el centro de la sala el kimono y el obi con los que se había
vestido la cocinera aquel día. El artesano se acercó y, cuando fue a levantar el kimono, un hermoso zorro blanco de tres colas saltó esquivando a
los aldeanos adentrándose en el bosque para no regresar.
»La gente del pueblo decidió no perseguir al kitsune, pues lo consideran una criatura sagrada. Después de todo, aquel kitsune no había hecho
ningún mal, tan solo se había enamorado.
»Durante décadas, el kitsune vagó en soledad por este bosque, evitando todo contacto con los humanos, intentando olvidar… ¡Pero es tan
difícil olvidar a los seres que amamos!
Shima guardó silencio, dando por concluido su relato. El té y el tofu se
habían terminado y fuera había dejado de llover.
—Es una triste historia —dijo Kei.
—Lo es. Durante décadas me he preguntado qué fue de mi amado
Genzanburo. Ahora sé que nunca me llegó a olvidar. Lamento haberle
causado tanta infelicidad.
Kei la miró desconcertado, preguntándose qué clase de broma le estaba intentado gastar aquella mujer.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él.
—No sabes cuánto me alegra haberte vuelto a ver. Buscabas sin saberlo la sombra del kitsune, la misma que tu padre ha buscado durante años.
Ahora la has hallado.
—¡Deja de decir estupideces! ¿Cómo te atreves a utilizar la memoria
de mi padre para engañarme? ¡Se acabó! ¡Me marcho de aquí!
—Tenías razón, Kei… Distas mucho de ser sabio.
Kei soltó un gruñido, se levantó, cogió su ropa, su sombrero y salió de
la humilde choza. Shima lo siguió, mirándolo con tristeza.
—Me creas o no, vas a odiarme de todos modos, o bien por mentirte,
o bien por haberte abandonado. No importa. No me arrepiento de haber
amado a tu padre y de haberte traído a este mundo. Tuve que huir, no me
quedó más remedio, pues una vez me transformo en zorro, no puedo volver a mi forma humana hasta que pasan cincuenta años.
Kei no respondió, enfadado, mientras se calzaba sus sandalias de paja.
—Acepta un consejo —prosiguió Shima—. No busques la sombra del
kitsune, pues es evidente que te vuelves ciego cuando encuentras lo que
buscas.
—Yo no te buscaba.
—¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que tu verdadero deseo no era el de
perderte en este bosque con la esperanza de encontrarme?
Kei la miró, furioso, irritado ante el hecho de que Shima hubiera podido ver dentro de su persona con más claridad que él mismo.
—¡Dame una prueba de que lo que dices es verdad! —exigió Kei.
De pronto, Shima se esfumó dejando en el suelo su sencillo kimono
y el obi. Kei se acercó y cuando levantó el kimono, un zorro blanco de
tres colas saltó y corrió desapareciendo entre los árboles. Aturdido, buscó
desesperado entre las ropas de Shima, sin poder dar crédito a lo ocurrido.
Entonces encontró, escondido bajo el obi, un abanico. Lo abrió con lentitud; en él había un zorro dibujado y, en un lado, pudo leer la firma del
artesano que lo había hecho, la firma de su padre.
Kei jamás llegó a Heian-kyo y tampoco abandonó el bosque. Lloró
amargas lágrimas de arrepentimiento, llamó a su madre pidiéndole perdón sin obtener respuesta. Vagó por el bosque sin rumbo y sin descanso,
buscando entre los árboles la esquiva y misteriosa sombra del kitsune.
El shamisen del yūrei
Rocío Moreno
Vivía hace muchos años en la antigua región de Tōhoku, en Aomori,
una joven con la piel tan blanca como la nieve de las montañas de Honshū y los labios tan rojos como las hojas del otoño en Kyōto. Cuando la
luna era tan clara que iluminaba el bosque, le gustaba salir a caminar y se
sentaba cerca del río para entonar el shakuhachi hasta que se quedaba sin
aliento. Cerca de ella pasó un joven músico que al escuchar la melodía
dulce del shakuhachi no pudo resistirse y la acompañó con su shamisen.
Algo extraño sucedía, pues los jóvenes, por más que querían, no podían
hablarse y solo podían escuchar del otro la música que salía de sus instrumentos. Así, todas las noches de luna llena se volvían a encontrar en
el bosque y cualquiera que pasara cerca de ellos escuchaba una hermosa
canción que se repetía una y otra vez.
La joven se quedaba toda la madrugada con él, en ocasiones mirándose en silencio y otras tocando en armonía. Pero por más que se besaban,
por más que se tocaran o hicieran el amor, las palabras no salían: ella se
dejaba vencer por el sueño y al amanecer el joven desaparecía.
La noche del séptimo mes fue la más fría de todas. Ella llevaba un
kimono aguamarina grueso tejido por su abuela y sobre los hombros un
manto de lana. Se acurrucó junto al hombre en un fuego improvisado y
comenzó a nevar. El kimono de la joven se volvió blanco y su piel se puso
cada vez más fría. A pesar de tener las manos congeladas, ella cogió su
shakuhachi y comenzó a tocar, mientras su compañero siguió su dulce
melodía con el shamisen hasta el amanecer. Cuando las primeras luces
del alba aparecieron, la joven miró al misterioso músico sintiendo que,
como era habitual, desaparecería. Ella recordó las palabras de una antigua
profecía: cuando raye el alba y sea la hora de los difuntos, antes de los
primeros rayos que despunten por la colina, cierra el trato con un beso.
Y así lo hizo.
Cada vez que un viajero pasaba por el bosque en noches de luna llena
podía jurar que, desde sus entrañas, se escuchaba la melodía de un shakuhachi y un shamisen. Y que, a lo lejos, veía la silueta de una mujer con un
kimono blanco junto a un hombre que no podía dejar de mirarla.
Diecisiete días de lluvia
Óscar Navas
Me pidió que le ayudara a morir. Que fuera su kaishaku. El maestro
Yoshio vino aquella mañana al mercado donde yo trabajaba y me clavó
una mirada esperanzadora mientras pronunciaba aquellas palabras. Tuve
que aceptar, aunque no era más que un muchacho y no había tenido nunca
un arma en mis manos. Mis padres habían muerto durante las Guerras
Genpei, siendo mi hermana y yo solo unos niños. Desde el día en que
faltaron, Yoshio se había convertido en nuestro protector. Había sido la
tierra sobre la que empezaba a enraizar nuestra nueva vida. Estábamos en
deuda con él.
—¿Por qué? —La sola idea de que el maestro quisiera morir me provocaba vértigo.
—Haku, no intentes comprender mis razones —respondió con voz
calmada.
—Pero, ¿qué será de nosotros? ¿¡Qué será de Kaori!? ¿¡De mí!?
—No puedo acompañarte siempre. Deberás emprender tu propio camino.
Yoshio había sido un guerrero sabio. Al finalizar las contiendas, había
dedicado sus días a la contemplación, intentando olvidar toda la sangre
que había derramado como demonio exterminador del emperador. Las
crónicas contaban que él solo había sido capaz de acabar con un destacamento completo de los Taira cerca de Kobe. Los que le habían visto en
combate le evocaban con la furia de un dragón y una mirada de fuego, y
se sorprendían de que aquel que había sembrado el terror entre las tropas
enemigas hubiera abandonado la katana y se hubiera armado de un bastón de roble y palabras prudentes. La gente del pueblo le tenía como una
persona respetable y todos acudían a él en busca de consejo.
El anuncio de sus deseos corrió en las calles como agua de río. Heló el
aliento de los que se quedaron sin palabras al oírlo y prendió de asombro
los ánimos de aquellos que se reunían en las plazas y las tabernas.
—¿El maestro Yoshio quiere hacerse el harakiri? —se preguntaban
algunos, incrédulos ante la noticia.
—¿Qué puede llevarle a eso? —debatían otros, incapaces de obtener
una respuesta.
Aquella noche no pude dormir. En mi mente solo aparecían imágenes
de cómo serían nuestras vidas sin el maestro, y de cómo iba a recibir la
noticia Kaori cuando volviera del viaje que había emprendido hacía unos
días en la carreta de unos mercaderes del pueblo para comprar algunas
sedas en Kioto. Esa noche, una llovizna empezó a caer sobre el pueblo.
La lluvia no dejó de caer a la mañana siguiente, cubriendo el cielo de
una fina cortina de agua. Aquel inoportuno chaparrón hacía imposible
que se celebrara la ceremonia, ya que debía realizarse al aire libre y en
presencia de unos testigos que bastante tenían con tener que contemplar
la muerte de un hombre noble como para, además, acabar empapados por
el aguacero.
Fui en busca del maestro para saber qué instrucciones debía seguir en
esas circunstancias. Yoshio ya aguardaba en un pequeño reservado del
patio de la casa. Parecía que llevaba mucho tiempo despierto.
—Hoy no podré partir —me dijo con un tono que denotaba cierta
frustración.
Yoshio se acercó al límite que cubría el tejado y dejó que las pequeñas
gotas mojaran su cara. Inspiró con fuerza el aire.
—Echaré de menos el beso de la lluvia en verano. El suave rumor
de la tierra mojada al ser pisada. Y la bendición del sol tras la tormenta.
—Y tras un silencio, se dirigió a mí—: Dispón todo lo necesario para el
seppuku. Quizás mañana pueda irme.
Yoshio se retiró y estuvo encerrado en su habitación el resto del día,
manteniendo ayuno. Yo consulté a la vieja Masako, que había asistido a
alguna de esas ceremonias anteriormente, acerca de lo que debía preparar.
Lavé las bandejas y el servicio de sake, compré un kimono blanco para el
maestro y conseguí un cesto para los restos. Caí rendido bien entrada la
noche y soñé con mi hermana vestida con un kimono de nubes. Corría en
medio de un bosque y, de repente, tropezaba y caía al suelo. Se quedaba
inmóvil, mirando el rasguño que se había hecho en el vestido, y empezaba a llorar desconsoladamente por el estropicio. Kaori era una chiquilla
que destilaba pura dulzura, y verla llorar, aun en sueños, me rompía el
corazón...
Al día siguiente, la lluvia siguió cayendo sin descanso.
—Si hay algo de lo que me arrepiento, es de haberte hecho partícipe
de mi decisión y no poder enmendar luego el daño que te ocasionaré —
me dijo el maestro—. Pero debes entender que debe ser así. No pondría
mi vida en manos de otro que no fueras tú.
Engullí mis temores y le hice una reverencia con la cabeza en señal de
aprobación. Yoshio se retiró un día más a realizar sus ejercicios de medi-
tación sin cruzar más palabras con nadie. Y la lluvia siguió remojándolo
todo...
—¿No teméis a la muerte? —le pregunté la mañana del quinto día de
lluvia, sentado junto él.
—He vivido inmerso en destrucción. He sido el dragón que lo ha arrasado todo. Herido un millar de veces y revivido otras tantas —respondió
dibujando con su bastón en la arena húmeda—. La muerte no me asusta,
la conozco de cerca. Me inquieta lo que venga después...
El buen aspecto que siempre había mantenido el maestro se había deteriorado. Daba señales evidentes de cansancio y mala alimentación. Sus
ojos mostraban una maraña sanguinolenta en su mirada y las sienes se
le empezaban a marcar de forma preocupante. Algunos de los vecinos
cuchicheaban que, si las lluvias seguían, Yoshio conseguiría su propósito
sin necesidad de practicar el seppuku.
Y la lluvia siguió la mañana siguiente. Y la que vino a continuación.
—Debemos estar preparados. Aun vendrán más días de lluvia, pero
como todo en esta vida, llegarán a su fin. Entonces podré acompañar a los
grandes guerreros.
Yo miré al maestro sorprendido. Estábamos en pleno mes de agosto, y ya habíamos sufrido un junio muy lluvioso. Días atrás, las cigarras
marcaban el rigor del verano con su canto y el calor había sido asfixiante.
Parecía extraño que la lluvia fuera tan insistente. Y más todavía que el
maestro supiera que aún no había acabado.
—¿Cómo sabéis que será así? Nadie puede predecir lo que va a pasar.
—Es cierto. Nadie en este mundo puede hacerlo. Solo si escuchas las
voces al otro lado de la muerte... Ellas pueden contarte los misterios de
esta vida...
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—¿Habláis con los muertos, maestro?
Él no respondió. Se limitó a recolocarse el kataginu.
—Recoge la katana y el tantō de mi habitación y llévalos a afilar. Necesito que me ayuden a irme con un suspiro suave.
Obedecí al maestro. Su habitación mantenía una sencillez y un orden
impecables. Sus ropas estaban en un rincón, bien dobladas. Junto a ellas,
una mesita con una cantimplora de cerámica y una vela que permanecía
encendida. Al otro lado de la habitación estaban las espadas, colocadas
en su katanakake. Las envolví en un trozo de tela para llevarlas al herrero
más tarde. Justo al salir vi, a la entrada del tatami, una flor de iris blanca
en el suelo. Supuse que el maestro la habría cogido durante alguno de sus
paseos. Por un instante Kaori acudió a mi mente, pues aquella era su flor
preferida. En muchas ocasiones las habíamos recogido junto al maestro.
Era un infierno no poder compartir con ella el miedo que me asaltaba
cuando pensaba en lo que debía acometer.
Pasaron tres días más con una lluvia que parecía que no iba a tener fin.
Los caminos se habían convertido en un auténtico lodazal que impedía el
avance de los carros. Muchos tenderos habían dejado de acudir al mercado, contrariados porque el aguacero estaba minando su clientela. Yo ya
me había acostumbrado al murmullo de las gotas cayendo sobre los tejados o el rumor de los riachuelos recorriendo los canales. En cierta forma,
lo único que deseaba ya era que todo terminara y que pudiera acabar la
tortura que suponía tener que dar muerte a quien nos había dado cobijo.
Cuando cayó la noche, unos gritos atravesaron el estruendo de la tormenta en la que se había convertido aquella lluvia eterna. Me incorporé y
me mantuve un instante quieto, intentando descubrir de dónde procedían.
Aun con los truenos resonando con fuerza, pude distinguir la voz desesperada del maestro pidiendo auxilio. Corrí hacia su cuarto con el estallido
del fin del mundo sobre mi cabeza. Abrí la puerta y encontré a Yoshio en
un rincón, temblando como un niño y con la mirada del que había visto a
su salvador después de haber contemplado a la mismísima muerte.
—¡Llévatela de aquí! ¡Llévatela! —gritaba una y otra vez.
Eché un vistazo rápido a su habitación, pero allí no había nadie. Pensé
que los relámpagos de la tormenta le habrían jugado una mala pasada e
intenté tranquilizarle.
—Maestro, aquí no hay nadie. Solo nosotros y esta lluvia. No tiene
nada que temer.
Yoshio intentó recuperar el aliento mientras continuaba con su mano
en el pecho y los ojos desorbitados.
—No he temido nunca a nada ni a nadie —dijo con la respiración
entrecortada por el pánico—. Y, sin embargo, ahora que pretendo dejar
esta vida, estoy descubriendo mi fragilidad. Soy una hoja que se ondea al
viento, prendida de la rama de la que quiere soltarse.
La visión del gran guerrero arrinconado como un ratón asustado me
dejó turbado. Le propuse hacer guardia en la entrada para comprobar que
nadie acudiera a su habitación para importunarle. Él aceptó aliviado e
intento conciliar el sueño de nuevo.
Me senté en el escalón que conducía a su habitación, resguardado por
el tejadillo de la casa. Los relámpagos dibujaban figuras horripilantes en
la oscuridad. Pero en una sucesión de destellos que iluminó el cielo unos
segundos más de lo normal, reconocí algo sobre uno de los peldaños.
Me acerqué con la sensación de que el frío de la lluvia no era lo único
que me estaba calando hasta los huesos. Y recogí una flor de iris blanca
olvidada. Por un momento, pensé que sería aquella que había encontrado
en la habitación del maestro días atrás, pero esta parecía recién cortada.
Me volví a sentar en el escalón con la flor entre las manos. Y la mantuve
en mis pensamientos durante toda la noche, hasta que la luz del amanecer
aclaró el cielo encapotado.
El maestro se sentó junto a mí y puso su mano sobre mi hombro.
—Siento el incidente de anoche. Un hombre se define por sus acciones, no por los recuerdos que deja. Yo espero que ni mis actos más recientes ni el recuerdo que dejaré con ellos empañe lo que soy para ti.
Yo no pude impedir que las lágrimas brotaran de mis ojos.
—Maestro, habéis sido un padre para nosotros. No puedo entender
que queráis dejarnos así. Pero debéis saber que vuestro recuerdo perdurará para siempre en nuestros corazones. Nada podrá enturbiarlo.
Me eché entre sus brazos, y él me acogió con el alma abierta de par
en par. Solo quería sentir a Yoshio mientras pudiera. Únicamente sentir
su calor.
La pesadilla de aquella lluvia sin fin siguió cinco días más. Días en
los que el pueblo dirigió sus plegarias a los dioses para que mediaran y
detuvieran aquel diluvio que a veces era un goteo incesante y a veces se
convertía en una temible tormenta. Pocos eran ya los que se atrevían a
salir de sus casas para correr por aquellas calles enfangadas. El pueblo
se había convertido en una villa fantasmagórica que conservaba poca de
la alegría que se había respirado en sus calles tiempo atrás y que tanto se
valoraba tras la guerra.
El maestro Yoshio, por su parte, era un espejismo de lo que fue. El
gran tigre era ahora un hombre casi esquelético de piel blanquecina y
aspecto vidrioso. Había perdido mucho peso y la falta de luz del sol le
había dejado una piel pálida que dejaba entrever las venas azuladas de su
cuerpo. Por más que insistí en que debía comer algo, pues no sabíamos
cuántos días nos seguiría acompañando la lluvia, él mantuvo su determinación.
—Debo mantenerme puro en mis últimos días. Todo acabará pronto y
mis huesos podrán descansar en paz.
Aunque el maestro repetía que su fin estaba cerca, yo era incapaz de
acostumbrarme a esas palabras. El miedo se apoderaba de mí cuando
pensaba en si sería capaz de ayudarle a morir. ¿Y si mis manos perdían
las fuerzas al tomar su espada? La sola idea de que se despidiera con el
sufrimiento impregnando su rostro me martirizaba. No lo merecía. Y entonces volvía a mis pensamientos Kaori. Cuánto iba a dolerle la noticia al
regreso de su viaje... Cuánto la echaba de menos...
Transcurrieron dos días más en que la lluvia se cebó especialmente
con el pueblo. Los que llegaban de paso comentaban que no habían visto una tormenta parecida en mucho tiempo y que parecía que el pueblo
hubiera caído bajo el influjo de alguna maldición, pues más allá el sol
relucía con el calor propio de agosto.
Por las noches soplaba un viento que enviaba la lluvia en tromba contra las puertas de la casa, provocando que se formaran charcos en el interior. Con el estruendo del repiqueteo de la lluvia me era imposible dormir,
así que me puse a recoger el agua con un paño y un cubo. Y fue cuando
estaba intentando secar la entrada principal, cuando la puerta se abrió precipitadamente. El maestro Yoshio apareció empapado, pero con un rostro
de euforia, como poseído por la locura.
—¡Será mañana, muchacho! ¡Al fin ha llegado el día! Prepara todo
para que esté listo al amanecer. Yo estaré esperando en el patio.
Y sin darme tiempo a asimilar su visita, el maestro desapareció corriendo la puerta. Solo escuché sus pasos precipitados, huyendo de aquella lluvia torrencial.
Lo cierto fue que, a medida que avanzaba la noche, el vendaval
perdió fuerza y se convirtió en soplos de aire dispersos. También la lluvia pasó de ser una tromba de enormes goterones de agua a un aguacero
intenso, para transformarse luego en una llovizna ligera que apenas aporreaba el tejado. Y, en los albores del nuevo día, la lluvia cesó. Parecía que
los pajarillos, que habían estado mudos durante semanas, celebraban la
retirada de las nubes con su canto. Un adormilado pueblo se desperezaba
finalmente con la luz de un sol que había estado demasiado tiempo oculto.
A pesar de amanecer una mañana algo fría y no haber podido pegar
ojo en toda la noche, me dispuse a cumplir con lo comprometido con el
maestro. Yoshio ya esperaba en el patio de la casa, vestido de blanco y
meditando. Los rayos del sol bañaban un cuerpo que una vez fue el de un
hombre fuerte. No quise romper el silencio y fui instalando en el centro
del patio una esterilla de caña sobre la que dispuse una tarima, la mesita
del servicio de sake, un quemador de incienso y el katanakake con las
espadas. Los primeros testigos empezaron a llegar poco después, cuando
el maestro se situó al lado de sus espadas. Parecía que las fuerzas le fallaban, pues vi temblar sus manos al beber el primer vaso de sake. Por un
momento, pensé que el miedo le llevaría a acabar con aquel espectáculo
en el que la hoja de un cuchillo debía cortar el pellejo de un buen hombre
que parecía haber perdido la cordura.
Pero el maestro siguió adelante con la ceremonia. Hizo una reverencia
a los testigos y se abrió el kimono lentamente. Entonces supe que debía
atesorarme del valor de aquel a quien iba a ayudar a morir y me situé
detrás de él, con su katana desenvainada. El maestro cogió el tantō que
esperaba frente a él. Yo levanté la katana por encima de mi cabeza, preparado para atestar un golpe que se llevara la cabeza del que había sido
mi segundo padre. Yoshio observó con detenimiento la hoja que tenía en
sus manos y un destello bailó por el filo hasta la punta. Entonces la dejó
descansar en el lado izquierdo de su bajo vientre. Apretó el tantō contra
él, con fuerza. Y gritó...
—¡No! ¡No! ¡Dejadme ir! ¡Dejadme!
Salí de mi trance y aparté la vista de la nuca del maestro. Yoshio tenía
su mirada puesta más allá de los testigos, mientras un hilo de sangre empezaba a manchar su hakama. Una multitud silenciosa había surgido de
un haz de luz; hombres, mujeres y niños que avanzaban hacia la tarima
lentamente y que desprendían un fulgor blanquecino. La extraña comitiva
impregnó el aire con el olor a incienso de sándalo y cerezo y el sonido de
campanillas. Al llegar frente a nosotros se detuvieron y exhibieron una
mirada tranquila y una sonrisa relajada. Un gesto que no transmitía miedo, a pesar de lo sorprendente de su aparición.
—¡Marchaos! ¡Marchaos todos! —gritaba el maestro mientras se retorcía entre la rabia y el dolor.
Pero aquellos seres no obedecieron. Se mantuvieron en pie, ante el
asombro de todos los que estábamos presenciando la escena. Entonces, de
aquel portal de luz emergió una figura menuda. Reconocí de inmediato su
flequillo revoltoso y dejé caer la katana al suelo. La chiquilla avanzó hacia donde estábamos. Al llegar a la tarima, me sonrió con esa sonrisa que
solo Kaori era capaz de mostrar. Yo di un salto para poder abrazarla pero,
justo en ese momento, la vieja Masako me cogió del brazo y me indicó
con un gesto que mirara el pasillo por el que habían caminado los nuevos
asistentes. Ninguno de ellos había dejado huellas embarradas a su paso.
El maestro rompió a llorar y dejó el tantō reposando sobre sus piernas.
Se llevó las manos ensangrentadas al rostro, conquistado por la desesperación.
—Fui un demonio que lo arrasó todo. Fui esa bestia a la que todos
temían. Estas manos dieron muerte a miles de guerreros e inocentes. Y
me arrepentí de ello. Pero por mucho que lo intenté, aunque lo vistiera de
calma, no pude domesticar al tigre. El monstruo que hay en mí necesitaba
saquear, pedía sangre. Y el peor de mis males llegó cuando, sin saberlo,
asalté a los mercaderes del pueblo y trunqué la vida de Kaori, mi pequeña
nube. Sus diecisiete años cercenados fueron llanto para mi alma... Y se
convirtieron en diecisiete días de lluvia que ella misma invocó cada noche al visitarme...
La furia me consumía y hubiera deseado darle muerte yo mismo en
ese instante. Pero comprendí que eso solo liberaría a aquel hombre quebradizo de la peor condena. Miré a Kaori y ella me sonrió. Con la velocidad del rayo, tomé el tantō del maestro.
—Una vez quisisteis permanecer en mis recuerdos para siempre —
dije al maestro—. Debo deciros que no lo habéis conseguido. Pero tengo
la certeza de que seré yo de quien os acordaréis toda vuestra vida...
Y entonces, me rebané la garganta. Y todo se volvió oscuridad...
Desde ese y hasta el fin de sus días, el maestro fue repudiado allí donde le llevó su vagar. Pero, cada noche, dos flores de iris recién cortadas
aparecieron a su lado mientras dormía.
El estratega del clan Shimazu
Clara Bonillo
Toshiaki se frotó los ojos con cansancio antes de repasar por última vez el plan de ataque. El general Yoshihiro Shimazu en persona
le había encomendado esta tarea, y a pesar de que secretamente
preferiría no estar invirtiendo su tiempo en idear estrategias que
provocarían la muerte de centenares de personas, Toshiaki también
era consciente de que desde la invasión a Corea quedarse al margen
no era una opción.
Con un suspiro, Toshiaki apartó la vista de su mesa plagada de
papeles y anotaciones para fijarse en el viejo biwa de su difunta
madre, que descansaba apoyado en un rincón de la habitación.
Toshiaki se levantó brevemente para recoger el instrumento, y tras
sentarse de nuevo en el tatami con las piernas cruzadas empezó a
tocarlo.
Al instante sintió cómo toda la tensión acumulada en su cuerpo
desaparecía por completo. Tal vez el resto de soldados no iban muy
desencaminados al tratarlo de raro, pero Toshiaki no podía evitarlo:
los gastados libros que prácticamente ya no cabían en su habitación
o la música que hacía nacer de su biwa eran los únicos que lo aislaban momentáneamente del mundo de muerte que lo rodeaba.
—¡Ajá! Así que todavía estás despierto...
En ese momento el fusuma de la habitación de Toshiaki se
deslizó con violencia, y un joven de largo pelo castaño, recogido en
una coleta alta, entró sin molestarse en llamar.
—¿No deberías descansar? Me han dicho que llevas horas
encerrado aquí. A este paso te va a explotar la cabeza de tanto
pensar.
Toshiaki reprimió una sonrisa mientras Isamu, su amigo de infancia y compañero de batalla, se sentaba frente a él y empezaba a
curiosear sus papeles sin ni siquiera pedirle permiso. De acuerdo,
quizás sus libros y su música no eran los únicos que conseguían
ponerle de buen humor.
—Tranquilo, Isamu: que a ti te duela la cabeza cuando piensas
mucho no significa que al resto de personas también les pase.
Isamu soltó una breve risotada.
—Tan gracioso como siempre —dijo Isamu antes de adoptar una
expresión más seria—. ¿Qué tal llevas la estrategia?
Toshiaki se encogió ligeramente de hombros antes de retomar la
melodía que Isamu había interrumpido con su nada sutil entrada.
—Bien, casi he terminado de trazar el plan, pero aun así mañana
por la mañana intentaré mejorarlo antes de presentárselo al general.
Isamu le sonrió con confianza.
—Tranquilo. Conociéndote, no habrá plan mejor que el que concibas.
Toshiaki sintió cómo se le aceleraba el corazón por un breve
instante cuando oyó las palabras de Isamu. Afortunadamente, el
hecho de haber estado enamorado de su mejor amigo desde prácticamente el principio lo había convertido en un experto en ocultar
sus verdaderas emociones.
—Sí, y conociéndote, seguro que te las arreglas para arriesgarte
más de la cuenta ahí fuera. Así que más te vale no estropear mi
estrategia perfecta.
Isamu se echó a reír al oír el reproche en la voz de Toshiaki.
Ambos siguieron hablando durante casi una hora más hasta que
finalmente el cansancio venció al joven estratega e Isamu decidió
retirarse para dejarle descansar.
Toshiaki tocó una última canción y se metió en su futón para
dormir, sabiendo que esa noche, de nuevo, no dejaría de repasar el
plan que había trazado. El plan que, él esperaba de corazón, ayudara a poner fin de una vez por todas a esa guerra.
A pesar de los deseos de Toshiaki, las batallas continuaron ininterrumpidamente durante otro año más, hasta que en mayo de 1594
se iniciaron las negociaciones de paz. Al principio, Toshiaki creyó
que esa decisión podría significar el fin del conflicto. Sin embargo,
cuando un año pasó y la situación no parecía ir a mejor, Toshiaki
empezó a sospechar que había vuelto a creer en una falsa promesa
de paz, y su miedo se tornó en realidad cuando las invasiones se
retomaron tan solo otro año después.
Un día tuvo lugar una batalla especialmente cruenta. En ella
las tropas de Shimazu sufrieron bajas considerables, pero estas no
fueron nada comparado con las que sufrió el bando contrario.
Esa misma noche, Toshiaki se escabulló del campamento improvisado que el ejército había establecido al pie de la montaña.
Debido a que su valor como estratega era mucho más apreciado
que su valor como soldado, Toshiaki solía quedarse siempre en la
retaguardia, así que esa noche el joven decidió visitar de primera
mano la explanada en la que había tenido lugar la lucha, llevándose
simplemente una antorcha que le iluminara el camino.
Toshiaki tragó saliva al ver el espeluznante número de cuerpos
que todavía cubrían el suelo, y no pudo evitar darse cuenta de que
era incapaz de diferenciar amigo de enemigo de entre los caídos.
Desde donde él estaba todos le parecían iguales: personas que
habían perdido la vida en una batalla que, en ese momento, carecía
de sentido alguno.
Tan absorto estaba Toshiaki en sus pensamientos que su brazo
fue fácilmente inmovilizado por detrás de su espalda a la vez que
una mano cubrió su boca, impidiéndole gritar para pedir auxilio.
—¿Buscas que alguien te mate o qué?
Los ojos de Toshiaki se abrieron con sorpresa en la oscuridad al
reconocer aquella voz.
—¿Isamu? —consiguió articular contra la mano que todavía estaba contra su boca.
—Sí, tienes suerte, soy yo. —Isamu liberó con brusquedad
a Toshiaki y este se dio cuenta de que su amigo lucía realmente
enfadado—. ¿Pero y si hubiera sido un enemigo? Para cuando te
hubieras dado cuenta, ya sería demasiado tarde y estarías muerto.
¿En qué demonios estabas pensando para venir aquí tú solo?
Toshiaki no pudo evitar sentirse un poco feliz al comprobar
cómo su amigo se preocupaba por él, pero Isamu tenía razón. Lo
que había hecho era bastante estúpido.
—Lo siento —Toshiaki se disculpó sinceramente antes de fijar
su vista de nuevo en el desolado paisaje.
Isamu observó a su amigo y se puso a su lado.
—Déjame adivinar: estás volviendo a plantearte dejar el ejército.
Toshiaki tragó saliva antes de asentir suavemente. Isamu suspiró.
—Toshiaki, ya hemos hablado de esto antes. Mira, sé que si por
ti fuera, pasarías la vida enterrado en esos libros tuyos, igual que
yo me la pasaría peleando solo por el placer de blandir una espada,
pero estamos aquí por un motivo.
—Isamu, cuando nos metimos en esto éramos unos críos estúpi-
dos que pensaban que podían cambiar algo luchando con mis ideas
y con tu espada.
—¿Y ya no lo crees?
Toshiaki se rio con tristeza y señaló mediante un amplio gesto el
panorama frente a ellos.
—¿Lo crees tú?
Isamu se rascó la parte de atrás de la cabeza, pensativo, y finalmente habló:
—Lo que creo es que esta guerra hubiera estallado de una manera u otra, con o sin nosotros. Pero al estar en ella, nosotros podemos
marcar la diferencia.
Toshiaki intentó protestar, pero Isamu no se lo permitió y siguió
hablando:
—Por ejemplo, el otro día conseguí impedir que un soldado
fuera torturado sin motivo por los nuestros. Si yo no hubiera estado
allí, ese pobre diablo hubiera tenido una muerte lenta y dolorosa. Y
tú siempre te esfuerzas por idear la solución más pacífica, aquella
que provoque el menor número de bajas posible y no solo en nuestro bando, sino también en el contrario. Así que, lo siento, pero de
verdad sigo pensando que lo que hacemos sirve de algo. Llámame
estúpido si quieres…, como otras tantas veces.
Al oír el último comentario, Toshiaki no pudo evitar reírse. Miró
a Isamu y vio que este le estaba sonriendo, claramente satisfecho
por haberle levantado el ánimo.
En ese momento se planteó seriamente arriesgarlo todo y decirle a Isamu la verdad sobre sus sentimientos. Sin embargo, justo
cuando estaba reuniendo el coraje para hacerlo, algo ocurrió en la
explanada.
De cada uno de los cuerpos que había desperdigados por el suelo, empezaron a nacer llamas luminosas que se elevaron hasta estar
a unos metros del suelo antes de empezar a flotar sobre el campo de batalla. Algunas de ellas eran de un vibrante color rojo y se
movían con un ritmo frenético, como intentando chocar con el resto
de llamas que ahora cubrían el paisaje. Otras, en cambio, eran de
un brillante color azulado, y aunque también se movían en el aire
lo hacían con calma, como si simplemente estuvieran observando
aquello que las rodeaba.
Ambos jóvenes observaron dicho fenómeno boquiabiertos e in-
capaces de hacer otra cosa que no fuera admirar el baile de luces
que tenían delante.
—No me lo puedo creer —Isamu murmuró tras unos segundos—. Así que era cierto... Los onibi realmente existen.
—¿Los qué? —Toshiaki susurró en el mismo tono.
—Cuentan las leyendas que, a veces, las almas de las personas
que han fallecido se manifiestan de vuelta en nuestro mundo, formando los onibi. Si la persona ha muerto sin remordimientos, el
color del onibi es de un tono azulado casi blanco. En cambio, si
dicha persona murió con un fuerte deseo de vengarse, su color se
torna tan rojo como la sangre que derramó. También dicen que si
te acercas lo suficiente a la llama, puedes llegar a ver el rostro de la
persona cuya alma ha despertado. Sin embargo, hacer esto último
es muy arriesgado, ya que el onibi puede acabar consumiéndote.
—¿Y se puede saber cómo sabes tú todo esto? —Toshiaki preguntó, impresionado por que Isamu conociera más que él de algún
tema.
—Mi abuelo me lo contó cuando era niño —Isamu sonrió a
Toshiaki con suficiencia—, te dije que algún día aprenderías algo
que no estuviera en esos libros tuyos.
—Que no esté escrito en mis libros no significa que no esté escrito en algún libro.
—Bueno, pero no tienes manera de probar eso.
El estratega y el soldado siguieron contemplando en un
confortable silencio las llamas danzantes hasta que estas decidieron
seguir su camino y abandonar la explanada, fundiéndose de nuevo
en la oscuridad de la noche. Ambos amigos decidieron que era el
momento de volver al campamento y se adentraron en el pequeño
bosque de nuevo, caminando hombro con hombro.
—Es curioso —Toshiaki comentó con una sonrisa—, tras haber
muerto en batalla, lo lógico sería pensar que hubiera más almas
vengativas. Pero no es así.
—Eso es porque han muerto como quieren. —Isamu se quedó
pensativo—. La verdad es que cuando muera, no me importaría
volver de esa manera. Como seguramente me vaya antes que tú, así
podría molestarte el resto de tus días.
—No digas eso.
—¿Por qué? —Isamu preguntó, sorprendido por la vehemente
respuesta de su amigo—. Me parece una manera bastante buena de
seguir vivo después de la muerte. Además, así podrás contarle a tus
hijos que tu mejor amigo se convirtió en el mejor onibi de todos.
—Ya, pues es una lástima que no piense casarme nunca.
Se produjo un breve silencio antes de que Isamu hablara de nuevo, con un tono que sonaba de pronto bastante interesado.
—¿En serio? Pues yo te imagino perfectamente como un abuelo
cascarrabias y estricto que no da otoshidama en año nuevo a sus
nietos.
—Isamu, el que va a casarse cuando todo esto acabe, eres tú.
Cada vez que paramos en un sitio todas las mujeres se fijan en ti y
además te encantan los niños. Siempre has dicho lo mucho que te
gustaría ser padre.
Isamu soltó una risotada.
—Sí, no me importaría para nada ser padre cuando esto acabe.
Pero como tú, no creo que me case nunca. Mis gustos son muy
concretos. Para empezar, la persona en cuestión tendría que ser algo
más baja que yo.
—Eso no es difícil.
—Estaría bien que tuviera la piel tirando a paliducha.
—Casi todas las mujeres del país cumplen esa descripción.
—Además, su pelo debería ser completamente liso, con algo
de flequillo para que tape parcialmente uno de sus ojos. Concretamente, el ojo izquierdo.
En esta ocasión, en vez de hablar Toshiaki tragó saliva, porque
Isamu acababa de describir a la perfección su corte de pelo. Bueno,
podía tratarse de una coincidencia.
—Por supuesto, tendría que amar los libros y la música, tener la
suficiente paciencia para aguantarme cuando me pongo pesado y
usar la ironía como su segunda lengua.
Lentamente, Toshiaki se giró para mirar a Isamu aguantando la
respiración y lo descubrió mirándole con intensidad.
—Y, por si no te ha quedado claro… —Isamu se paró de golpe
y se acercó a Toshiaki, hasta que sus caras estaban a milímetros de
distancia— esa persona no puede ser otra que el estratega del clan
Shimazu.
Súbitamente, Isamu cogió la cara de Toshiaki entre sus manos y
lo besó con intensidad, haciéndole perder la respiración por com-
pleto.
Cuando se separaron, Toshiaki tenía tal expresión de estupor en
la cara que Isamu se echó a reír.
—¿Ves? Te dije que mis gustos eran muy concretos. Y no sé por
qué tengo la sensación que los tuyos también deben de serlo.
Toshiaki exhaló una risa nerviosa antes de apoyar su frente contra la de Isamu, sintiendo su corazón latir a un ritmo frenético.
—¿Desde hace cuánto que lo sabes?
—Oh, hasta esta noche no lo sabía. Pero cuando casi me matas por decir que volvería transformado en onibi he empezado a
sospechar.
Toshiaki puso los ojos en blanco con resignación cuando Isamu
se rio claramente de él.
—No me importa que vuelvas transformado en onibi,
simplemente prométeme que harás todo lo que esté en tu mano por
retrasar ese momento lo máximo posible. A cambio, te prometo que
si eso llega a pasar, yo seré el primero al que veas cuando tu llama
aparezca en este mundo.
Isamu sonrió satisfecho y asintió con la cabeza antes de fundirse
con Toshiaki en otro beso.
Aquella noche, los suaves acordes que solían inundar la tienda
de Toshiaki fueron remplazados por el sonido de dos cuerpos
moviéndose en perfecta sincronía, las melodías que Toshiaki
entonaba antes de ir a dormir sustituidas por otras más entrecortadas,
obligadas a mantenerse apagadas por miedo a ser escuchadas por
oídos ajenos.
Durante los tres años que siguieron, Toshiaki e Isamu se vieron
envueltos en batallas que, gradualmente, eran más difíciles de ganar. Toshiaki nunca olvidaría el ataque a Sacheon en 1598, donde
tuvo que pensar una estrategia para atacar con solamente siete mil
soldados cuando las tropas chinas y coreanas contaban con treinta
y cuatro mil. Sin embargo, contra todo pronóstico, consiguieron la
victoria, ganándose las tropas del clan el nombre de «Los demonios
de Shimazu».
Tras salir ambos vivos de tremenda contienda, Toshiaki empezó
a pensar que tal vez Isamu y él podían lograrlo, que quizás ambos
podían sobrevivir a esa guerra y compartir una vida lejos de todos
los conflictos.
Sin embargo, los sueños de Toshiaki nunca llegaron a cumplirse.
La noche del 20 de octubre de 1600, Toshiaki acababa de repasar
la estrategia del próximo enfrentamiento cuando Isamu se acercó a
él y lo abrazó con fuerza antes de recordarle la promesa que este le
había hecho. Durante muchos años, Toshiaki recordaría con dolor
la batalla de Sekigahara que tuvo lugar al día siguiente, no solo
porque el resultado de la contienda acabara en derrota, sino porque
ese fue el día en el que Isamu, su mejor amigo y el amor de su vida,
murió.
Esa misma noche, tal y como ocurrió tres años atrás, Toshiaki
acudió solo al que había sido el campo de batalla. El joven permaneció casi toda la noche en vela, con sus ojos enrojecidos de llorar
escudriñando la oscuridad, atentos al menor atisbo de luz. Por fin,
tras varias horas de desvelo, los onibi hicieron su aparición.
Teniendo especial cuidado en esquivar las llamas rojizas, Toshiaki empezó a caminar entre las luces, esperando ser capaz de reconocer al onibi que estaba buscando. Por suerte, Toshiaki inmediatamente supo cuándo lo había encontrado, ya que en medio de todos
los onibis que revoloteaban por el lugar, había uno que claramente
llamaba la atención: un onibi cuya enorme llama azul casi blanca
hacía palidecer el resto de luces que conformaban la escena.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Toshiaki empezó a caminar hacia el imponente onibi. Cuando estaba a solamente un metro
de la poderosa llama, Toshiaki tragó saliva antes de acercarse, pues
sabía que en caso de haberse equivocado, era probable que su propia alma fuera engullida por ese espíritu.
Haciendo acopio de todo su valor, Toshiaki dio los últimos pasos
que le separaban del onibi hasta quedar justo en frente de él. En
ese momento el estratega sintió cómo lágrimas de alivio y alegría
rodaban por sus mejillas al reconocer la cara de Isamu, sonriéndole
con familiar desenfado e infinito cariño desde el interior de la llama.
Los años pasaron y Toshiaki continuó ejerciendo como estratega
del clan hasta que Yoshihiro Shimazu se retiró definitivamente. Fue
entonces cuando Toshiaki volvió a su aldea natal y se volcó exclusivamente en sus libros, convirtiéndose en profesor para así poder
compartir sus conocimientos con las nuevas generaciones.
Por supuesto, su música y sus canciones no dejaron de acom-
pañarlo y poco a poco empezó a correr la leyenda de que el ahora
anciano estratega del clan Shimazu gozaba de protección divina.
Después de todo, era la única manera de explicar la presencia de
esa impresionante luz blanca que aparecía cada vez que Toshiaki
salía a la entrada de su casa a tocar su vieja biwa, envolviéndolo en
un cálido abrazo como si de un amante se tratara.
Madre
Miriam Álvarez
La sombra visitaba a Ichiro todas las noches. Era su pequeño secreto.
Nunca la vio, pero se la imaginó como un pequeño cuervo curioso. Le
dejaba pequeños regalos brillantes, piedras pulidas, pequeños trozos de
cristal. A veces tenía más suerte y aparecía alguna moneda o un pendiente
de oro, incluso algún dulce con su envoltorio. A Ichiro le daba igual, se
comía los dulces y guardaba todos los demás regalos en una pequeña caja
de madera que colocaba muy cerca de su cabeza cuando dormía, como si
fuesen sus más preciados tesoros.
Ya cometió una vez el error de hablarle a sus padres sobre la sombra.
Ellos se asustaron y no tardaron en mudarse a otro barrio. Ichiro temía
que la sombra no volviese, pero al cabo de unos días volvió a encontrar
los objetos brillantes en su escritorio.
La distancia no era un impedimento para una madre. Había sido
asesinada: le arrancaron a su hijo de sus entrañas para entregárselo a
una pareja rica pero incapaz de tener descendencia. Su figura había sido
sustituida por otra mujer extraña, a la que su propio hijo consideraba
madre. No buscaba venganza. Solo cuidar a su hijo como una madre más.
Sería su guardiana para siempre. De la venganza ya se encargaría
Ichiro cuando lo descubriera.
O cómo el kamikaze no fue más que una invención
Ismael C. Montero Díaz
Para: Cristina
Asunto: Documentos Gregorio do Gramados
De: Ismael C. Montero
Roma, 1 de julio de 2017
Hola, prima. Te pido disculpas por no haber escrito en las últimas
semanas. He estado bastante liado con mi investigación en el Archivo
de la Compañía, y, si te digo la verdad, encontré un documento que
necesito compartir con alguien de confianza. Como sabes, no me
considero supersticioso ni creo en historias de folclore, aunque esto es...
muy raro, desconcertante. No he podido pensar en otra cosa desde que
leí la última carta del padre Gregorio do Gramados, una epístola inédita.
Aún desconozco los motivos que le llevaron a escribir tales cosas. ¿Qué
pretendía un jesuita como él al contar algo así? Seguramente no le
creerían. Debieron de pensar que estaba turbado, delirando, como alguien
que ha contemplado las miserias de la guerra. También yo creí eso..., pero
me cuesta aceptar que mintiera con tal grado de fantasía. No es momento
de hablar sobre mí. Lee la carta y juzga por ti misma. Te prometo que las
siguientes palabras son una trascripción fiel aunque adaptada a nuestro
idioma. No hay nada de mi invención:
ARSI (Archivum Historicum Societatis Iesu), Sección Jappão,
Manuscrito 49-IV-57, folios 279-284.
[El comienzo del documento apenas es legible. De hecho, algunas
partes parecen haber sido cortadas con un cúter. He podido entender algo
sobre cuatro cartas que escribió Gregorio y un viaje de regreso desde
Ungcheon (Corea) hasta Japón. La fecha está borrosa, pero diría que fue
en 1594. El texto prosigue así:]
Agustín Yukinagadono me asignó como escolta para la travesía a don
Andrés Omura, uno de sus más fieles vasallos. Este Andrés es hombre
callado, respetuoso, obediente para con su señor, lleva los cabellos grises
sueltos y una tímida barba jalona su cara, maltratada por el tiempo y la
guerra. Nació en una familia humilde de pescadores. Durante su juventud,
Agustín se fijó en él cuando descubrió que podía comunicarse en un
tosco portugués y español, además de japonés. Mis hermanos jesuitas le
enseñaron mucho, pues era un chico bastante curioso. Además de Andrés,
me acompañaba un niño coreano que vio morir a sus padres presas del
fuego. He decidido llevarlo lejos de esta guerra y ofrecerle una vida mejor,
tal vez en Manila o Macao. Junto a nosotros, en el atakebune, viajaban
unos cincuenta marinos encargados de conducirnos hasta Hirado.
Al llegar la hora acordada, antes del anochecer, embarcamos. En
ese momento llegaron varios jinetes desde Ungcheon con un mensaje
de Agustín. Debido a los ataques coreanos, nos asignaba dos kobayas,
barcos pequeños, con veinte hombres cada una como escolta. Desearía
haber preguntado el motivo, pero don Andrés insistió en que debíamos
marcharnos. Era noche de luna llena y, aunque el cielo estaba nublado,
corríamos el riesgo de quedar al descubierto si las nubes se confabulaban
para delatarnos. Tras el rostro impasible de Andrés percibí una sombra
de inquietud, una inquietud mezclada con superstición. En aquel instante
recordé que procedía de una familia de pescadores, ambiente perfecto
para historias oscuras y miedos infundados hacia el mar, así que no le
presté demasiada atención. La marinería entonó una canción sombría y
triste al mismo tiempo y así fue como partimos. Corea quedaba a nuestras
espaldas.
Todo parecía tranquilo. La Luna proporcionaba visibilidad cuando las
nubes permitían que sus rayos las atravesaran. Los remeros trabajaban
en silencio pero con diligencia. Me despedí de don Andrés, que asintió
con la cabeza mientras miraba fijamente en dirección a nuestro destino,
Japón. La noche era fría, así que bajé a mi camarote buscando refugio
y descanso. Consistía en un habitáculo humilde cuyo mobiliario estaba
compuesto por un lecho pobre y desaliñado, y unos sacos donde guardar
mis escasas pertenencias. El cansancio y agotamiento que acumulaba mi
cuerpo eran tan grandes que todo me pareció digno de un rey. Las últimas
jornadas en Corea las había pasado viajando de una fortaleza a otra,
atendiendo las peticiones de don Agustín, don Juan de Amakusa y otros
daimyo cristianos. No podía más. Me senté en el lecho, recé y me recosté.
No sé cuánto tiempo pude permanecer así. Caminaba entre el sueño y
la realidad cuando comenzó a escucharse un gran alboroto que provenía de
cubierta. Recordaba que don Agustín me habló una vez sobre el almirante
coreano Llisunsin. Temí que nos atacara, así que salí de mi camarote
y subí para ver qué sucedía. Todo seguía igual salvo la tripulación. No
eran los marineros japoneses que habían partido de Uncheon, ni vestían
como ellos, sino más bien como tártaros. De hecho, hablaban entre sí
una lengua que desconozco. Muchos estaban con sus arcos dispuestos
en un costado del bune. Me dirigí hacia ellos y vi decenas de pequeñas
embarcaciones navegando en nuestra dirección. Sobre cada una de ellas
había diez hombres con extrañas armaduras que tenían algo de familiar.
Nos miraban con cara de odio al tiempo que proferían gritos a viva voz,
capaces de helarle a uno la sangre. Pude distinguir dos palabras que había
escuchado antes, genco y banzai. Desconozco su significado, aunque
doy fe de que parecía japonés. Los atacantes comenzaron a disparar
flechas contra nosotros. El hombre de mi derecha cayó de rodillas con la
garganta atravesada. Aún soy capaz de ver su rostro de espanto. Retrocedí
de manera apresurada. Entonces debí de tropezar con algo y caí. No
recuerdo nada más. Un instante después estaba tumbado en el suelo de
mi camarote con un saco atrapando mis piernas. Don Andrés trataba de
liberarlas y, tras un duro esfuerzo, lo consiguió. ¿Qué había pasado? ¿Qué
fue aquello? Puedo afirmar ante Dios que hoy, varios años después, sigo
sin saberlo. No sé si era real o un sueño. La línea que separa a ambos se
había difuminado.
En cambio, lo que ocurrió a continuación fue tan real como las
palabras que escribo. Me encontraba desconcertado, turbado. Andrés me
miraba con su rostro sereno, grave y firme. Pero había algo en él que
no me gustaba, parecía nervioso. En alguien como don Andrés eso no
significaba nada bueno. Ese momento quedó interrumpido por un gran
estruendo y nuestro barco empezó a balancearse. El samurai me cogió
por los hombros y me puso de pie. Sus únicas palabras fueron «tormenta,
no bueno». Seguidamente se dirigió hacia cubierta y me hizo una señal
para que le siguiera. Dudé. ¿Qué iba a encontrar esta vez allá arriba? Subí
la escalera al tiempo que me santiguaba, con los ojos cerrados. Una vez
reunido el valor suficiente, los abrí. ¡Eran los mismos hombres con los
que había partido de Ungcheon! Corrí a la borda y sólo vi las dos kobayas
que permanecían a nuestros costados. La única diferencia era la tormenta.
El cielo estaba muy cubierto y el mar cada vez más agitado. En ocasiones
un rayo iluminaba ese desierto de agua que nos rodeaba. Me giré y miré a
don Andrés. Él, inmutable, señaló a lo lejos. Escudriñé el horizonte en esa
dirección y vi lo que parecían unas luces entre turquesa y blanquecinas.
¿Amigos? Pregunté. Permaneció impasible.
Las luces cada vez se acercaban más, acompañadas de unos gritos
lastimeros que se asemejaban a los de mi ¿sueño? Andrés comenzó a
dar órdenes a los marineros. Su voz cada vez sobresalía menos, ahogada
por los truenos y los lamentos procedentes de las luces. Me dirigí al
samurai, preocupado, pero antes de llegar a él se produjo una fuerte
sacudida y caí a cubierta. El bune paró en seco. Los gritos eran cada vez
más insoportables. Un marinero tomó mi brazo y me levantó. Entonces,
vi algo inaudito: el rostro de Andrés estaba pálido. Señaló a mi espalda
y gritó. Pude distinguir algo como funayurei, hishaku ie, hishaku ie. No
sabía lo que significaba aquello, y tampoco lo que contemplé al girarme.
Era un hombre, ¡no! Una sombra. Despedía una tenue luz blanquecina
y turquesa, ahora mucho más intensa. Su aspecto se asemejaba al de
los marineros tártaros que había visto en lo que dudaba fuera un sueño.
Otras sombras comenzaron a subir al barco. Nuestros hombres corrían
asustados. Andrés y un grupo de marinos intentaban poner orden entre
el griterío. Entonces reparé en el niño coreano. Cuando bajé al camarote
se quedó junto al samurái, al que parecía tener cierto aprecio. ¿Dónde
estaba? La cubierta era un caos. De repente una voz destacó sobre todo
lo demás, ¡Ie! Era Andrés. Se dirigía al chico, que estaba en la proa con
una cuchara de madera en su mano. Ante él, la sombra extendió su brazo
y la tomó. Un relámpago seguido de un trueno. Corrí para agarrar al niño
y retroceder. En un estallido de luz la cuchara se multiplicó y todas las
sombras estuvieron armadas con una. Los lamentos cesaron para dar paso
a las carcajadas. Frías y secas.
Segundos más tarde comenzaron a verter agua sobre el bune.
¿Eran siervos de Satanás? Sólo Dios lo sabe. Las criaturas querían que
pereciéramos ahogados. Nuestros marineros luchaban por achicar agua,
pero era imposible. ¡El barco se hundía! Andrés y un grupo de siete
hombres corrieron hacia donde nos encontrábamos el chico y yo. El
samurai sólo dijo «tarde» y señaló a las dos kobayas que nos acompañaban.
En medio del desorden generalizado, los diez saltamos por la borda y
nos repartimos entre las dos pequeñas embarcaciones, cuya tripulación
no dudó en alejarse a todo remo de aquella horrible escena. No pude
mirar atrás, no quise. Lo último que escuché fueron los gritos de socorro
proferidos desde las gargantas de aquellos marineros cuya tumba sería el
fondo del oscuro mar. Estaba absorto, sólo el sonido de la bofetada que
Andrés dio al chico coreano me hizo volver a la realidad. Me interpuse
entre ambos. El japonés estaba colérico, así que hice cuanto pude para
intentar tranquilizarlo. Me explicó que bajo ningún concepto debe darse
una cuchara hishaku a los espectros funayurei, a no ser que esta haya sido
previamente agujereada. De lo contrario, la usarán para hundir el barco
que estén acechando. Le rogué piedad para el niño, pues era coreano y
no habría entendido sus palabras. Conseguí que Andrés se tranquilizara
poco a poco.
La tormenta fue amainando y eso contribuyó a calmar los ánimos
del samurái. Yo no podía esperar más. Necesitaba contarle mi sueño y
preguntarle por esos hombres que tanto se asemejaban a los funayurei.
Andrés tragó saliva y, sin alterarse lo más mínimo, comenzó a narrar la
siguiente historia que transcribo literalmente: «Hace muchos años, antes
de las dos cortes imperiales, hubo en Japón un shogunato parecido al de
los Ashikaga. Lo fundó el poderoso clan Minamoto, aunque por aquel
entonces el poder lo ostentaban los Hojo.
»Agustín Konishi me contó que los genco, bárbaros que habían
conquistado China, deseaban también tomar nuestra sagrada tierra.
Por eso construyeron una gran flota con ayuda de los chinos y coreanos.
Cuando la finalizaron, se lanzaron al ataque por dos veces. Las islas de
Tsushima e Iki cayeron rápidamente, a pesar de que nuestros antepasados
derramaron su sangre por defenderlas. Pero los genco eran más y
tenían armas poderosas, armas que causaban gran estruendo y herían
a hombres y caballos por igual. Tras sus primeros éxitos, decidieron dar
el salto a la isla más grande de las que conforman Japón. El propio
emperador rogó al kami Amaterasu para que le prestara su ayuda en
esa situación terrible. Según cuentan, Amaterasu escuchó sus plegarias
y envió el kamikaze sobre la armada enemiga. Gracias a esos vientos
muchos barcos fueron hundidos y sus tripulaciones perecieron ahogadas.
Al poco tiempo los genco marcharon para no volver jamás. Esa fue la
versión oficial que se dio desde la corte imperial y el bakufu. Pero hay
otra historia…
»Muchos dicen que es sólo un cuento de pescadores, aunque yo creo
en ella tanto como en Deusu. Me la contó mi padre y a él su padre. Es
parte de nuestra familia. Según el relato, uno de mis ancestros salió a
pescar por la mañana, antes del alba, cerca de un lugar llamado Hakata.
Al bordear un saliente de tierra vio la inmensa flota de los genco. El mar
estaba en calma y el cielo despejado. No había ni rastro de kamikazes,
no, era algo peor. A lo lejos, en el horizonte, el pescador vio cómo una
gran figura se alzaba desde las profundidades marinas. Era calvo,
similar a un monje, no tenía boca ni nariz, tan sólo dos ojos enormes que
miraban fijamente a los genco. Su piel, negra, igual que los cabellos de
Susanoo. De los lados le colgaban dos extremidades largas con forma
de brazos. El monje del mar, pues así lo llamaron, se dirigió con lentitud
hacia nuestros enemigos. En medio de un terrible estruendo aparecieron
otros monjes tras el primero. Mi antepasado, aterrado, se dirigió a toda
prisa hacia la costa. Allí pudo esconderse tras unas rocas y contemplar lo
que pasó a continuación. En total, cuatro enormes criaturas emergieron
desde las profundas aguas. ¡Cuatro! ¿Comprendes? ‘Shi’ ¡La muerte!
Avanzaban lentos hacia los genco. Diez chō, veinte, treinta. Parecía que
nada les podría detener, pero en ese instante desaparecieron bajo el agua.
Todo quedó en calma. Tras un momento, los barcos de nuestros enemigos
empezaron a dirigirse lentamente hacia tierra.
¿Crees que la historia terminó ahí? No, padre Gramados, solo
había comenzado. De repente, los cuatro monjes, los umibōzu, como
los denominó mi antepasado, emergieron nuevamente en medio de la
flota genco. Cuatro columnas de agua y tras ellas esos seres negros otra
vez. Lo que pasó a continuación habría aterrado al propio Hachiman:
las criaturas profirieron una suerte de gritos guturales al unísono, un
sonido que no era de este mundo. Entonces comenzaron a moverse a una
velocidad impropia para su tamaño. Con los brazos cortaban los mástiles
como Kusanagi la hierba, golpearon los cascos, hicieron que los navíos
estallaran en diez mil pedazos. Cuando tan solo quedaban unas decenas
a flote, los monjes del mar desaparecieron uno a uno por donde habían
venido. Mi antepasado estuvo a punto de perder la conciencia, algo que
su curiosidad le impidió. Subió a su barca y se dirigió a Hakata. Lo que
vio allí fue el mismísimo naraka. El agua se había teñido de rojo, color
únicamente interrumpido por los restos de madera que antaño habían
conformado barcos. Donde debían haber reinado alaridos de terror, ahora
dominaba el silencio. Pero, ¿dónde estaban las gargantas que profirieron
aquellos gritos? ¡No había ni rastro! Ni cabezas, ni brazos… ¡Nada! ¡No
quedó nada! Cuando mi ancestro regresó al poblado y contó lo que había
visto al delegado del señor, ordenaron darle muerte por contradecir la
versión imperial. Nadie protestó. Sus palabras fueron olvidadas, aunque
otros pescadores mostraron respeto por lo que dijo el difunto y nunca se
burlaron. Tampoco se atrevieron a volver a Hakata, donde afirmaban ver
luces turquesa algunas noches». «Entonces, ¿hay alguna relación entre
los funayurei y los genco?», pregunté. Andrés se limitó a encogerse de
hombros y guardar silencio. Volvía a ser el mismo de siempre.
Sin darme cuenta, había comenzado a amanecer. A lo lejos se
veían las costas de Tsushima, donde hicimos un alto en el camino para
retomar fuerzas. Cuando la kobaya se acercó lo suficiente a la costa,
dos japoneses y yo saltamos al agua. Iba a coger al chico coreano para
ayudarle a bajar. En ese preciso instante, Andrés desenvainó su katana y
antes de que nadie pudiera reaccionar, descargó un tajo sobre la cabeza
de mi pequeño acompañante, abriéndola en dos. Recuerdo perfectamente
el grito que proferí, no por la violencia del acto, ¡sino por el agua que
manó de su cráneo! «¡Kappa!», gritó Andrés. «Huele pescado». Me
acerqué a su cuerpo inerte y lo olí. Efectivamente, era olor a pescado.
Miré desconcertado al samurai. No entendía nada. «Demonio kappa dio
hishaku a funayurei. Niño coreano es kappa. ¡Demonio!», explicó el
samurái. Aquello fue demasiado para mí.
Tras una breve estancia en Tsushima, regresamos a Kyushu. Allí
continué mi labor de sacerdote hasta el día de hoy, en 1611. Diecisiete
largos años de tormento y malos sueños. Lo que pasó aquella noche aún
me persigue. Sé que debería alejarme del mar y sus peligros, pero al
mismo tiempo siento una llamada. Debo ir.
Nagasaki, 15 de marzo de 1611.
Al general Claudio Acquaviva.
Eso es todo lo que cuenta el documento, Cristina. Como verás, parece
sacado de un cuento, leyendas imbuidas de folclore japonés. Sin embargo,
hay algo que no encaja. ¿Por qué iba a mentir un misionero de esta
manera? ¿Qué ganaba o buscaba con ello? Y lo que es más inquietante,
¿qué significaba eso de la llamada, a dónde debía ir? Mañana regresaré al
archivo. Debo seguir investigando. Espero tu respuesta.
Un fuerte abrazo.
Ismael C. Montero.
La mujer de las nieves
Javier Pavía
I
Llegamos a Nanashi Mura la noche anterior a la boda del hijo mayor
de Doji-sama. La nieve nos había obligado a detenernos por el camino y
a punto estuvimos de tener que hacer noche al raso.
No era nada habitual ver el blanco en las llanuras centrales de las
provincias Doji. Rara vez caían algunos copos escuálidos y medio
deshechos en los días más fríos del invierno. Los niños apenas podían
reunir suficiente para lanzársela unos a otros y terminaban resbalando con
el agua sucia en que se convertía apenas tocaba el suelo.
Expresé mi sorpresa nada más alcanzar Nanashi Mura y cambiarme el
kimono de viaje por un atuendo más digno de nuestro honorable anfitrión.
Hiruma Doji, como siempre, se mostró amigable y franco, tal vez en
exceso.
—Este hijo mío, ¡menuda pieza! —dijo—. No sabe reconocer un mal
presagio cuando lo ve. ¡Nieve en primavera! Pero ha decidido seguir
adelante con la boda pese a todo, aunque los monjes de Kiyomizu le
hayan pronosticado una suerte nefasta. Hemos visto bandadas de cuervos
negros, ahora este tiempo… No sé qué pensar.
Doji-sama no iba a pedirme ayuda directamente, no podía rebajarse a
tanto ni siquiera para proteger a su propio hijo, pero supe leer entre líneas.
Ya en la caligrafía de la carta en la que me invitaba a la celebración había
podido entrever unos nervios que no correspondían siquiera a un padre
orgulloso y atareado. Las delgadas líneas que formaban los caracteres de
aquella misiva no eran los vigorosos trazos con los que presumía de sus
hazañas en el campo de batalla y en otros menesteres menos honorables.
Por eso decidí salir en su ayuda sin necesidad de palabras. ¿No es
esa la misión verdadera de un vasallo? Nuestra amistad no solo me
permitía inmiscuirme en sus asuntos: prácticamente lo convertía en una
obligación. Ni siquiera me detuve a tomar un baño nocturno en las célebres
aguas termales de Hachimizu, cosa que sí hicieron los hombres de mi
séquito y con lo que facilitaron, sin saberlo, mi trabajo. Habrían querido
acompañarme o me habrían detenido. Sin ellos, logré escabullirme de la
ciudad con el sigilo de un gato callejero.
Acudí al lugar en el que sabía que hallaría al joven Doji Shuuichi, el
hijo de mi señor. La casa de geishas de Nanashi Mura era todavía un lugar
de relajación y arte, no el lupanar soez en el que acabaría convirtiéndose
con los años. Aun así, no era honorable que el hijo del daimio pasara allí
la noche bebiendo sake en lugar de salir a recibir a sus invitados. Pero,
¿qué íbamos a hacer? Para un samurái, perdonar estas pequeñas faltas,
hacer como que nunca se han producido, es tan natural como espantar
moscas con la cola para un caballo.
Doji Shuuichi estaba borracho como una cuba, por supuesto. Era
el día anterior a su boda y allí estaba, con el kimono abierto casi hasta
el ombligo, el obi medio desatado y las mejillas sonrosadas del que ha
bebido demasiado alcohol. No sirvió de nada dialogar con él: respondió
con evasivas, medias palabras, balbuceos de un mal actor beodo.
Solo saqué una cosa de aquella conversación: la nieve y el viento se
hacían aún peores hacia el norte, donde la llanura se elevaba en terrazas
cubiertas de arrozales, y más allá, donde las montañas ascendían hasta
alturas nunca pisadas por el hombre. Así que partí sin demora. Puede que
solamente fuera un mal tiempo inusual o puede que hubiera otras fuerzas
en juego en aquella región.
Cabalgué hasta que mi montura no pudo continuar más. De alguna
manera, el invierno profundo y gélido se había adueñado de la región
de Doji. El viento era feroz, como si tuviera los dientes de un lobo, y la
nieve ya no era una bailarina juguetona, sino un depredador hambriento.
Los campos estaban cubiertos de una escarcha blanca y pertinaz; muchas
plantas habían muerto y unos pocos campesinos paseaban entre las ruinas
de lo que debería haber sido su comida para el año entrante.
Comencé el ascenso de la montaña. Lo que hacía ya era más arrastrarme
que caminar. Apenas podía ver el camino frente a mí y trastabillaba como
un ciego por una senda desconocida pese a que conocía la zona tan bien
como mi propio hogar. No había luna sobre mi cabeza ni estrellas por las
que orientarme, solo una oscuridad teñida de blanco y el aullido incesante
de la tormenta.
Pero seguí avanzando. Un paso más y otro, sin descanso, pese a que
mis músculos apenas podían luchar ya contra la fuerza del clima y mis
ojos se cubrían de una nube blanca y opaca. El hielo me quemaba el
rostro y había puñales ardientes clavados en mis muslos, pero continué
hasta que todo el mundo a mi alrededor fue una prisión gélida. Entonces,
cuando me daba por muerto, escuché las palabras.
—¿Shuuichi? —preguntó.
Era una voz femenina tan dulce como la fruta del verano. Busqué a
esa mujer a mi alrededor y lo que vi me maravilló. Una sombra nació
del mismo hielo. Sus contornos curvos se materializaron en medio de
la neblina espesa de aire helado y nieve. Era menuda, tan pálida que
parecía transparente, y sus cabellos blancos ondeaban alrededor de su
cabeza como un halo fantasmal. Era incapaz de moverme, atenazado por
el miedo, pero aquella dama no parecía la malvada bruja de las nieves de
los relatos de mi infancia. No era una yuki-onna sedienta de sangre; era
una niña perdida que había resultado tener un terrible poder que no era
capaz de controlar.
—No soy Shuuichi —respondí—. Está en el pueblo, en Nanashi Mura.
¿Le conoces? ¿Quieres… Quieres que le lleve un mensaje?
No pareció gustarle la idea.
—¡Shuiichi me mató! ¡Shuuichi me mató! —repitió—. ¡Shuuichi me
mató! ¡Me mató! ¡Me mató!
Repentinas ráfagas de nieve remarcaban sus palabras como terribles
signos de puntuación. Su voz fue pasando por todos los grados de la
furia y el desdén hasta la agonía y la amargura. Era una actriz que iba
desgranando ante mí todo el abanico posible de sus sentimientos.
—Mi nombre es Isawa Tonbo —dije. Trataba de aparentar una
seguridad que no sentía—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
El aura nívea que le cubría pareció vibrar y cambiar de color
momentáneamente. Su ira era de blanco prístino, casi doloroso; le envolvía
como un manto de furia serena. No había rencor en sus manos, calmadas
como las de una artista, ni en sus dientes blancos e iguales. Estaba en sus
ojos negros y en el manto gélido que llevaba por todo atuendo.
—¡Han de saber la verdad! —gritó—. ¡Pero si me acerco a ellos...!
Se llevó las manos al rostro y tembló como una flor al viento. Su llanto
se convirtió en agujas de hielo que se derramaron a su alrededor.
—No puedes bajar hasta el pueblo, ¿es eso? —pregunté—. Como un
erizo: hieres a los demás al acercarte a ellos.
Sus ojos negros se clavaron en mí con un fuego afilado.
—Como un erizo —dijo—. Los campos se hielan, los campesinos
mueren de hambre y de frío. Las mujeres mueren en el parto o tienen hijos
escuálidos y débiles. Pero ya ni siquiera puedo quedarme aquí, lejos de
los demás. Cada vez hace más frío y cada vez puedo controlarlo menos.
Yo también tengo frío, ¿usted lo sabe? Un frío que no puede matarme ni
romperme los huesos. Está dentro de mí. Ni siquiera puedo dormir. No
puedo hacer nada más que seguir los caminos más apartados y sembrar
la ruina a mi paso.
—Yo contaré la verdad —propuse—. Conocerán su historia por mis
labios, tan fiel como pueda relatarla. ¿Le traerá eso descanso?
—No lo sé, pero es lo único que me queda. Que conozcan la verdad.
Que Shuiichi pague lo que hizo y que esa pobre joven no tenga que
casarse con un monstruo.
Isawa Midori, la pobre chica, era mi sobrina, pero no le dije a aquella
aparición que yo también saldría ganando si revelaba el crimen de Dojisan.
—Cuénteme su historia, entonces, y partiré sin más demora.
II
No recuerdo mi regreso a Nanashi Mura. El resto de aquella noche es
una mancha en mi memoria, un borrón que no llegaré a descifrar jamás.
Recordaba bien las palabras de la yuki-onna, tan bien como si su relato
no fuera más que parte de mis propios recuerdos. Pero ignoro qué camino
seguí o cómo hallé a mi caballo. Si reconoció enseguida a su jinete o si
temió que aquel ser desarrapado y entumecido por el frío no fuese más
que un espectro hambriento.
Pero llegué. Tiritando de frío, con los dedos tan helados que temí que
me los tuvieran que cortar, y con la mente nublada por la experiencia en
la montaña. Apenas podía hacer más que repetir retazos inconexos de mi
escapada y no recuperé algo parecido a la cordura hasta que mis vasallos
me obligaron a sumergirme en las cálidas aguas termales de Hachimizu y
pude poner orden en mis agitados pensamientos.
Cuando recuperé la compostura, me vestí con mis ropas de gala y rogué
a los sirvientes de Doji-san que me permitieran verlo. Se vislumbraban
las primeras luces en el Este y yo no había dormido un solo segundo de
aquella noche helada, pero me serené cuanto pude. Sabía que Hiruma
Doji me recibiría incluso a aquella hora intempestiva, y así lo hizo. Sus
puertas se abrieron y en sus habitaciones privadas había una taza de té
humeante aguardándome. Mi anfitrión apareció ante mí ataviado con un
kimono azul liso, una prenda de andar por casa que indicaba el aprecio
que me tenía. Más me valía que no tomara a mal las noticias o sería la
última vez que me mostraría su lado amable.
Temeroso y somnoliento, hablé. Esta es la historia de la yuki-onna tal
como la recuerdo; tal como quedó grabada en mi interior, más bien, la
primera y única vez que nuestros caminos se cruzaron en el mundo.
III
Dos años antes de cerrarse el compromiso entre Doji Shuuichi e Isawa
Midori, el joven hijo de mi buen amigo estuvo prometido a otra dama.
Mirumoto Yoko era la hija menor de Mirumoto Yukihiro, un daimio del
norte notable por su extensa erudición y su calidad como artista. Sus
poesías eran conocidas en los cuatro rincones del imperio y su hija no le
iba a la zaga en sus inquietudes artísticas. Ya fuera poesía, pintura o canto,
la joven Mirumoto Yoko deslumbraba a cuantos la conocían.
La joven dama recorrió con su séquito el largo camino hasta Nanashi
Mura en pleno invierno. Una fuerte nevada la sorprendió en lo alto de
las montañas, pero la pasión inflamaba su corazón y no hizo caso de las
advertencias. Envió un mensaje urgente a Doji Shuuichi para encontrarse
con él a mitad de camino, en el templo de Kiyomizu, y verse así las caras
por primera vez.
Convencida de que su amado acudiría a la cita con la misma presteza
que ella, recorrió el camino a la carrera, presa de un ardor juvenil
irrefrenable. Pero el joven Doji era muy diferente. No era un artista ni
un poeta. Pensó que ya habría tiempo de conocer a su futura esposa al
día siguiente. Que ya iba a ver su rostro pálido y a mirarse en sus ojos
de esmeralda noche tras noche durante años. ¿Qué prisa había? Así que
pasó la noche en la casa de geishas sin hacer el menor caso a la misiva de
Mirumoto Yoko.
A la mañana siguiente, un guardabosques halló el cadáver de la joven
a unos escasos cien pasos del camino secundario que lleva al templo de
Kiyomizu. Las lágrimas congeladas sobre sus mejillas refulgían como
diamantes y su expresión pesarosa helaba el corazón de quien tenía la
desdicha de contemplarla.
Pero era extraño: el hielo y la nieve, más que abotargar el cuerpo
y amoratarlo, parecían haber preservado su belleza inquietante para
siempre.
IV
La justicia es dura en el reino de los hombres. Aunque, a decir verdad,
aun hoy, recluido en este templo en Takayama, ignoro si hubo justicia
en los hechos de aquella noche. La reparación del honor de los mortales,
¿realmente concierne a alguien más allá de este mundo? ¿Tiene algún
significado más allá de nuestra infinita irrelevancia?
Doji Shuuichi confesó lo que era más una estúpida necedad que un
crimen. Lloró ante su padre como solo un hijo arrepentido puede hacerlo
y siguió llorando hasta el mismo momento en el que, arrodillado frente a
un cerezo del jardín familiar, recuperó el honor perdido de la forma más
drástica. El seppuku de un hombre siempre es pesado y definitivo, como
una lápida, y él lo afrontó con dignidad. Sus manos no temblaron cuando
el acero penetró en su carne convertido en mucho más que un arma; su
expresión no se tiñó de dolor físico cuando la sangre brotó de aquella
herida. Yo mismo completé la tarea como su kaishaku y juré no volver a
manchar jamás mis manos con la sangre de otra persona.
Sigo meditando cada día sobre lo sucedido y no sé más de lo que
sabía antes de retirarme aquí. ¿Será cierto que la rueda del destino no
cesa jamás su movimiento? ¿Que ahora Doji Shuuichi disfruta de una
nueva vida en la que habrá de pagar los pecados de la anterior y disfrutar
las recompensas por sus buenas acciones? No sé si hay una balanza que
pueda pesar nuestras obras y devolvernos una cifra exacta. No lo sabré
nunca.
En las noches más oscuras y frías del invierno, cuando el cielo está
cubierto de un manto perenne de nubes grises y la nieve cubre los caminos,
salgo al jardín que rodea este templo y escucho con atención el gemido
del viento que llega hasta estas alturas solitarias.
Puede que ese silbido, a la vez tranquilizante y aterrador, sea la
ventisca azotando rítmicamente las ramas de los árboles. O puede que sea
mucho más que eso: la voz agradecida de la yuki-onna acompañándome
en mis últimos días.
Chanoyu
Daniel Garrido
El hombre cruza el jardín para llegar junto al recipiente de piedra. Una
abeja pasa a su lado con un zumbido que incita a la modorra. Se lava la
boca y las manos; aprovecha para refrescarse la nuca. Continúa por el
sendero hasta la cabaña. Se descalza y se pone los tabi. Entra arrodillado.
Dentro hace fresco. Agradece el contraste con el exterior. Ella está
al fondo. Antes de acercarse, observa un mural y sonríe ante la frase
caligrafiada. Al pasar junto a la capilla arruga la nariz por el fuerte olor.
Cuando llega a su lado, la maiko enciende el fogón. Sus movimientos
son delicados; sin embargo, aprieta con demasiada fuerza los objetos que
coge. Ahí está el nerviosismo, la muestra de fragilidad.
Sirve el té ligero y se lo ofrece. En cuanto termina de beberlo, ella le
acerca el té espeso. Él lo toma a pequeños sorbos, deja el cuenco en la
mesa y hace una reverencia con la cabeza.
—¿Eres feliz, maiko?
Ella responde con una sonrisa tensa. Tiene la mirada baja, como si
leyera los posos del té en el cuenco.
—Es agradable servir a los demás.
El hombre saca un cuchillo de su pantalón. Observa extrañado cómo
su propia mano tiembla al depositarlo sobre la mesa.
—¿También es agradable saber que tu familia te vendió? ¿Que perdiste
tu infancia?
Aprieta los labios, dolida.
—Eso no es agradable. Pero cada río lleva sus piedras, así debe ser.
—¿Merece la pena? ¿La merecerá cuando debas cumplir el mizuage?
La futura geisha tiembla de rabia. Él nota un calor repentino.
—¿Por qué me haces esto, demonio? —pregunta.
—Solo te ofrezco la liberación —responde mientras mira con intención
el cuchillo.
Ella sigue su mirada. Suspira. Sería tan fácil cogerlo y acabar con
todo... Se fija entonces en el mural caligrafiado.
—Los que se aferran a la vida, mueren; los que desafían a la muerte,
sobreviven —lee.
—Sabes lo que soy. Sabes entonces que no pararé... —tose— hasta
llevarte conmigo.
—Shinigami, el té que has bebido estaba envenenado.
Él abre los ojos, impresionado.
—Aunque mates este cuerpo —se encoge por el ardor en el estómago—
poseeré otro.
—El incienso que respiras está purificado en el templo. Tu espíritu
está igualmente condenado.
El demonio se retuerce. Ella coge un shamisen y toca una melodía
triste. Cuando él muere, la maiko escupe al cuchillo y sale de la casa de té.
Aikawa
Antonio Míguez Santa Cruz
1643, último año de la era Kan´ei. En algún lugar de los arrabales
de Edo.
Shotaro: Muchachos traviesos… ¡No acorraléis a ese pobre
animal!
Niño: Pero el gato le ha robado su pescado a Kenji… ¡Le
tenemos que dar su merecido!
Shotaro: Ya lo habéis asustado bastante, ¡soltad esos palos! ¿No veis que ya casi se ha comido todo el pez? ¡Si
apenas quedan las raspas! Además…, yo no maltrataría a
ningún gato… Quizá viva hasta los cien años y se convierta
en bakeneko. Y si así fuera, ay de quien lo haya maltratado
cuando aún era un ser indefenso.
Niño 2: ¡A mí no me da miedo ningún monstruo! Ahora
verá… ¡Toma! Ggggh… Mierda, qué rápido… ¡Se me ha
escapado!
Shotaro: De acuerdo… ¿Cuántos sois? Uno, dos… Por lo
que veo, sois cinco. Anda, tomad esta bolsita. Aquí hay suficiente dinero como para que os infléis de nikuman. A cambio, debéis prometerme que ya no molestaréis a ningún ser
indefenso. ¿Qué contestáis a esto?
Niño 3: Jopé…, pues sí que pesa la bolsa… Mmm… Por
ahora lo dejaremos pasar, pero si vemos otra vez a ese bicho, lo apalearemos y se lo daré de cenar a mi perro, ja, ja.
Shotaro: Ya veo, ya veo… Con el dinero que os he dado
podéis comprar panecillos y dulces. Conozco un tenderete
donde los venden muy sabrosos al otro lado del río Kanda.
¿Qué os parece si mientras vamos hacia allí os cuento una
historia que viví hace muchos años?
Niño 2: ¿Una historia? ¿Qué tipo de historia?
Shotaro: Un traumático suceso que he recordado al ver la
mirada de ese gato.
****
Pero antes de nada, lo decoroso sería presentarse. Soy Shotaro
Shinomori, bugyô del distrito sur de Edo, aunque en mi juventud,
antes de asentarme en esta ciudad, mi trabajo consistía en visitar los
distintos feudos asegurándome de que se cumplían las normas de
casamientos y castillos. La mayoría de estos viajes han ido desapareciendo de mi memoria porque eran muy aburridos: documentos,
chapas de aptitud, agasajos, comidas fastuosas y muchos intentos
de soborno. Eran… cosas corrientes. Ahora bien, tampoco penséis
que he dejado de experimentar momentos en los que la sangre se
hiela, temes por la propia integridad e incluso te cuestionas si lo vivido es un caprichoso desvarío de la mente o algún tipo de realidad
insólita.
Niño 4: Ehhhh…, ¿qué pasa? ¿Por qué hablas tan raro? No
me estoy enterando de nada…
Niño 5: Pfff… No lo entiendes porque eres un zote, Shinji.
¡Está hablando un alto funcionario! Tú solo sabes rebuscar
entre la basura de la calle y quejarte de que no conociste a
tus padres. ¡Espabila y aprende a hablar!
Niño 2: Por favor, Shotaro-sama, cuéntanos algunas de esas
experiencias que son capaces de helar la sangre…
La que os voy a narrar tuvo lugar en el quinto año de la era Genna. Ocurrió en ese entonces que fui enviado a supervisar el casamiento de Makoto Akaiwa, hijo del gran samurái Saikaku Akaiwa,
un conocido héroe de la batalla de Sekigahara. El primer shogun le
concedió por sus méritos una renta de treinta mil kokus y, por tanto, suponía una gran presión estar a la altura de las circunstancias.
El viaje me llevó por tierra y mar desde Osaka hasta Awa, señorío
donde los Aikawa establecieron su fortaleza principal.
En un anticipo de lo que estaba por venir, recuerdo cómo tras
desembarcar sentí una fuerte opresión en el pecho. Algo parecía no
ir bien. La temporada de lluvias había pasado pero el cielo oscurecía amenazante, a la vez que el viento silbaba en un tono tan afilado
que llegaba a erizar la piel. Ese malestar creció al observar, a través
de las esterillas del palanquín que me llevaba a palacio, el terror en
las caras de algunos granjeros. ¿Por qué alguien querría adentrarse
en Awa en vez de salir huyendo?, parecían preguntarse al otro lado
de sus frágiles ventanas. Mi prioridad fue no perder la calma; el
viaje había sido duro y me encontraba al punto del desfallecimiento
físico y mental. Al fin y al cabo, el estado de ánimo podía jugar
malas pasadas, sobre todo en una isla de tradiciones antiguas y moradores con comportamientos tan extravagantes.
Ya casi había conseguido desterrar de mi cabeza cualquier rastro
de pesadumbre cuando, a medio camino entre el puerto y el castillo,
en un páramo de hierba gris y macilentas coníferas, atisbé un grupo
de monjes murmurando algún tipo de rezo en torno a siete u ocho
bueyes muertos.
En realidad, la sede de los Aikawa aparentaba ser más bien un
palacio de recreo que una fortaleza militar. Rodeado por un par
de murallas con entrespacios ajardinados, poseía un pequeño lago
situado estratégicamente para aliviar las vistas desde el salón principal. Pero lo más llamativo era que, salvo por la torre tenshu kaku,
ningún edificio intramuros superaba los dos pisos de altura. Tan
solo el gran número de soldados apostados alrededor de la ciudadela, o el trasiego de jinetes en el interior, ahuyentaban el presentimiento de indefensión que hasta entonces planeaba sobre mi mente.
La bienvenida se produjo en una estancia de elegantes paneles
dorados y motivos arbóreos. Al fondo, sentado en postura seiza,
aguardaba Saikaku. A su derecha, en una disposición ligeramente oblicua, lo acompañaban su hijo Makoto y su inminente nuera,
Aoi Satomi. De pie, a su izquierda, se situaba lo que parecía ser
un mayordomo, a buen seguro el principal de todo un ejército de
sirvientes expectantes junto a las paredes del habitáculo. Según iba
avanzando hacia mis anfitriones pude discernir tras ellos un altar
donde reposaba la negra armadura del samurái, cuya imponente
presencia, vigilante, recordaba a un enorme insecto con filigranas
de oro grabadas en su caparazón y de espeluznante mirada hueca.
En cuanto supe de mi viaje a Awa, me interesé por conocer la
historia del pequeño clan que me acogería al menos durante una
semana. Emparentados con los Satomi, en las venas de los Aikawa
fluía por ende sangre imperial, aunque el porvenir de la familia pendió de un hilo hasta el nacimiento de Makoto. Y es que Saikaku no
tuvo hermanos porque la matriz de su madre, Akiko, quedó yerma
después del parto. Solo Shaka conoce los designios que imposibili-
taron volver a concebir a una mujer tan joven y saludable, pero ella
misma escribió un conocido waka al respecto:
Las raíces de un árbol enorme han secado el bosque.
¿Es cruel Ame no Uzume por abreviar la primavera?
Yo pienso que la fuerza que habría nutrido a muchos hijos se agotó toda en Saikaku. Al parecer, el muchacho creció deprisa, como
si un fuego oculto lo alentase desde dentro. A los quince años ya
protagonizó un papel destacado en la batalla de Tennōzan y pocos
años después sobrevivió al ataque de un tigre en tierra de los Joseon. Tras muchas otras heroicidades, alcanzó al rango de capitán
del ejército Tokugawa, momento en que su nombre quedó estampado por siempre en la posteridad. Se dice que en Sekigahara venció
a decenas de ashigaru e incluso salió victorioso en dos combates
singulares contra samuráis de linaje. Yo estaba acostumbrado a relacionarme con ese tipo de personalidades, si bien entonces notaba
que me hallaba ante alguien desigual entre sus iguales, dotado con
el don de la excepcionalidad. Era alto, barbado y proporcionado de
rostro. De ojos de brillo penetrante y cabellos negros, como plumas de cuervo, recogidos en un moño. Su hijo era más menudo y
afeminado, aunque al parecer disponía de una gran maestría y sensibilidad para las letras. ¿Y no era aquella la disciplina más noble a
practicar en un periodo de paz como el actual?
Casi al tiempo de agotar las fórmulas de cortesía que exigía el
protocolo, irrumpió bruscamente en el salón un soldado luciendo el
kamon del clan en su sode. «Ha vuelto a atacar y esta vez no han
sido solo animales. Los Ito y los Hasegawa… afirman que sus hijos
neonatos han desaparecido», dijo sudoroso y jadeante. Saikaku se
alzó de un brinco para ver el distorsionado reflejo de la luna en el
estanque exterior. A continuación, vociferó órdenes que convirtieron el palacio en un hormiguero gigante con idas y venidas doquiera que se mirase. De entre la totalidad de palabras pronunciadas
únicamente fui capaz de atender a las últimas: «Preparen mi caballo
y convoquen a los nueve cazadores más diestros de la región.»
En ese mismo instante reparé en la prominente curvatura que,
una vez erguida, desveló la delicada figura de Aoi. No cabía ningún
género de duda: la nuera de Saikaku estaba a punto de dar a luz.
****
Personalmente, nunca había admitido la existencia de fantasmas, duendes o demonios. Hasta aquel momento me parecían burdos recursos utilizados para dar explicación a incógnitas de difícil
respuesta, pudiendo ser incluso reacciones inconscientes generadas
por nuestros propios miedos y remordimientos. Tampoco creía demasiado en los kamis o los hotokes, pese a que me curase en salud
pronunciando el nembutsu de vez en cuando y, dada mi posición,
respetara las liturgias. En una cruel paradoja del karma, de nada
sirvieron los pensamientos aglutinados a lo largo de mis cuarenta
años de entonces. No les di valor alguno cuando Makoto Aikawa,
transido por el espanto, me confirmó lo que por desgracia intuí al
pisar la isla de Shikoku. Algún tipo de entidad funesta atormentaba
la región desde principios de año, pero sus ataques se estrechaban
ahora en el tiempo y cada vez se tornaban más virulentos. Sin saber
muy bien qué decir, intenté verbalizar torpemente el primer pensamiento amable que se cruzó por mi cabeza: «Estoy seguro de que
esos asaltos son obra de los wakô. Además, pronto traerás al mundo
un hijo inteligente y carismático, pues según la disposición del cielo, nacerá bajo el auspicio astral del ratón.»
Como era de esperar, mis palabras no surtieron el efecto deseado. Pensándolo fríamente, ¿por qué unos piratas desearían asesinar
a los animales de los granjeros o robarles sus hijos recién nacidos?
Y peor aún, ¿a quién le importa el horóscopo taoísta de su futuro
hijo?
En todo caso, las horas fueron arrastrándose, plúmbeas, por la
madrugada. Creía presenciar la visita de un temible yokai en cada
sombra de la noche vista de soslayo y tras cada zumbido del viento cuando conseguía filtrarse entre las oquedades de la gran casa.
Pocos minutos antes de la hora del Dragón, el sonido de las conchas colocadas en el puesto de vigía nos previno de la llegada de
alguien… o algo. Sin apenas tiempo de ajustarme el yukata, me
apresuré hacia el portón principal. Allí, en las almenas, se disponían gran cantidad de arqueros ajustando sus cuerdas; en el patio se
reunieron unos cincuenta lanceros distribuidos en un par de unidades; y en el exterior, un oficial a caballo mandaba a otros dos grupos
de arcabuceros en línea de a dos, con la primera clavando su rodilla
en el suelo, bajo orden de flanquear la puerta de entrada a palacio.
La espesa niebla, al amparo de un silencio que sobrecogía el
alma, no hizo sino acrecentar la angustia que a todos nos inoculó
ese momento. Pasados unos segundos, cuando me empecé a cuestionar si aquello se trataba de una falsa alarma, se pudo atisbar una
sombra aproximándose lentamente desde el horizonte. Entonces,
el rumor generado por los arcos tensándose y el amartillamiento
de los arcabuces se disolvió tras el grito de un centinela, que dijo:
«¡No abráis fuego, es nuestro señor…!»
Saikaku Aikawa ni siquiera desmontó del caballo y ya estaba rodeado por una llamativa concurrencia. Desde luego, me era difícil
imaginar otro contexto en el que pudieran cohabitar de igual a igual
individuos de naturaleza tan variada. Sirvientes, granjeros, funcionarios, nobles o incluso la mayor parte de samuráis, se equiparaban
ante sentimientos como el miedo, la incertidumbre y el afán de supervivencia. Ahora bien, a juzgar por la tranquilizadora estampa
que pronto tendríamos enfrente, muchos serían capaces de dormir
sin sentirse amenazados al llegar la noche.
El señor de Awa desenvolvió un hato sanguinolento y extrajo de
él la cabeza decapitada del monstruo. Sosteniéndola cerrando su
puño sobre la tupida cabellera, alzó el brazo para que toda la multitud pudiera apreciarla. Se trataba de una especie de híbrido entre
hombre y felino, con colmillos pronunciados, pelaje índigo y ojos
bermejos de enormes dimensiones. A continuación, el guerrero se
dirigió a los habitantes del castillo en los siguientes términos:
«Yo, Saikaku Aikawa, líder del clan Aikawa, he dado caza a la
criatura que llevaba meses desolando mi territorio. El precio ha
sido alto, ya que mis nueve acompañantes, los mejores batidores de
la comarca, cayeron a manos de la bestia antes de que pudiera darle
muerte. Pero ahora descansad, os digo, pues las cosas desdichadas
que estén por venir ya no serán acaudilladas por monstruo alguno.»
Al concluir el pequeño discurso, el tumulto estalló en vítores.
Saikaku dio círculos al trote de su caballo, encabritándolo sobre
sus dos cuartos traseros y agitando su siniestro trofeo para delirio de las masas. Extraña demostración de frenesí, me pareció, en
particular para un reconocido practicante del budismo zenna que
acababa de superar una experiencia del todo traumática. ¿O quizás
su exaltación se debía precisamente a eso? No pude dejar de darle
vueltas al mismo asunto durante todo el día. Asimismo, tampoco
terminaba de entender cómo pudieron morir nueve guerreros experimentados y que Saikaku volviera sin un solo rasguño en la armadura.
A la noche del día siguiente se celebró un gran banquete con el
que se buscaba solemnizar la gesta del señor de Awa. Importantes
personalidades de los alrededores se dieron cita en el castillo, llegando incluso a contar con la ilustre presencia del daimyō Satomi
Tadayoshi, progenitor de Aoi. También recuerdo que se sirvió un
sabroso plato namban a base de carne de ave macerada en jengibre azucarado. Las suaves melodías de las geishas entonando el
shamisen y la embriaguez del sake hubieran acabado de edificar
una velada deliciosa, de no ser, claro está, por mi obsesión hacia
la insólita coyuntura que estaba viviendo. Aparte de cerciorarme
de la existencia de criaturas más allá de la razón, ¿estaba dándole
importancia a detalles insignificantes?
En la cena me situé muy cerca de Aoi, Makoto y su padre. Aprovechando las cortas treguas que me obsequiaba el monje beodo de
mi derecha, examinaba a Saikaku de la manera más discreta en que
podía hacerlo. No tocó la comida ni bebió una gota. Su interés solo
era acaparado por la futura nuera, a quien escrutaba sin rubor delante de todos los comensales, clavándole una mirada insidiosa, opaca
y obscena.
Era la hora del buey. Aquella madrugada me costó conciliar
el sueño porque al día siguiente debía ser testigo de la boda entre Makoto y Aoi. De pronto, el sonido de lo que parecía un animal bebiendo de un pebetero en el exterior de mi estancia me sacó
bruscamente de la duermevela. Tras encender la linterna y abrir
silenciosamente el panel que daba al pasillo, avancé unos metros
y caí al suelo. Comprendí que me había escurrido por los restos de
combustible de una lámpara rota. ¿Sería ese aceite de pescado lo
que alguien estaba lamiendo hasta hacía solo un momento?
Caí en la cuenta de que la linterna podía hacer combustión y la
recogí lo más rápido que pude. Entonces, iluminando el entablado
de madera, descubrí unas pisadas que fueron haciéndose imperceptibles a medida que avanzaban por la galería. Cuando desaparecieron del todo había llegado prácticamente al aposento de Aoi. Sentí
una corazonada y quise apagar la linterna. Avancé sigilosamente
hasta situarme a la altura del panel corredor de la joven dama, tras
el cual se escuchaban unos tenues gemidos. Decidido a descubrir
por fin qué ocurría en esa casa, me dispuse a deslizar la puerta lo
necesario para poder mirar. En el interior, dándome la espalda, un
hombre corpulento acomodaba su cabeza en la entrepierna de Aoi.
Ella se contorsionaba sin oponer ningún tipo de resistencia. Dejé
de respirar. El estupor entorpecía mi inhalación. Y el miedo a ser
descubierto la hacía casi imposible. De súbito, el varón dejó de moverse bajo las capas de seda que vestían a su compañera. Se retiró
de ella desencorvándose al tiempo que fue girando su rostro hasta
insinuarlo de perfil. La tenue y plateada luz del plenilunio no dejó
lugar a dudas: ¡era Saikaku Aikawa!
Estrangulando un grito en mi garganta, deshice el camino que
llevaba a mi alcoba como si me hubiera perseguido el mismo rey
de los infiernos. Una vez allí, llegué a la conclusión de que todas las
extrañezas vividas en los días posteriores a la muerte del monstruo
eran sugestiones. El shock que me supuso conocer la existencia de
criaturas que negué por vanidad intelectual toda la vida, me hizo
mirar con ojos suspicaces una simple relación ilegítima como otras
tantas que habría a lo largo y ancho del mundo. Mi labor no era censurar ese tipo de comportamientos. Mi labor consistía en registrar
el casamiento y asegurarme de que las cosas estuvieran en orden
desde un punto de vista legal. Y así sería.
El enlace se celebró según el rito sintoísta. Todo se desarrolló
con normalidad y sin riesgo de que el matrimonio llegara a ser peligroso para los intereses del shogunato. Aoi Satomi tan solo era la
tercera hija de Tadayoshi, un daimyō venido a menos que a la postre
fue el último de su linaje. Por su parte, los Aikawa eran una familia
joven y advenediza, sin recorrido fáctico más allá de la evidente
grandeza de su líder. La hora de abandonar Awa había llegado.
En la medida de lo posible, procuré ser cordial en las despedidas
pese al incómodo estorbo que supusieron. Con los recién consumados contrayentes fue más sencillo, porque les obsequié con un
poema improvisado que amortiguó la tensión del trámite. Distinto
fue el caso de Saikaku Aikawa, a quien no pude mantener la mirada
ni un segundo sin que se incrustase en el suelo poco después.
«Estimado señor, mi estancia en Awa ha sido intensa pero inolvidable. Espero que el matrimonio entre su hijo y la dama Aoi sea el
inicio de una etapa próspera para su casa. También… deseo… que
algún día nuestros caminos se entrecrucen de nuevo…», titubeé
con poca credibilidad.
«Querido Shotaro Shinomori, su presencia aquí me ha sido muy
cara. En reflejo de mi gratitud, le he dejado un regalo que espero
sea de su agrado…», pronunció impasible, sin dejar de hundir sobre
mí sus grandes ojos de color mate. En respuesta, sonreí simuladamente, di dos pasos hacia atrás mientras ejecutaba una reverencia
y, por fin, me giré para emprender mi tan anhelada vuelta a casa.
Al subir al palanquín localicé un paquete anudado con un retal
de algodón de primera calidad. No negaré que estuve tentado de dejarlo abandonado a lo largo del camino, juzgando que ahí dentro no
podía haber nada bueno. Pero empecé a desenvolverlo. En aquella
soledad encontré un motivo para sentirme vulnerable. Qué inválido
resultó mi valor a la hora de la verdad, pues me convencí a mí mismo de una calumnia que hizo mucho daño. La tarde se cerraba al
crepúsculo y los jirones de niebla comenzaban a inundar el páramo.
Los sirvientes, porteadores recios, trotaban al son de los truenos
que empezaron a rugir. Y yo recordaría la visión de la cabeza destrozada de Saikaku Aikawa para el resto de mis días.
Niño 1: ¡No puede ser! ¿Y todo eso lo hizo un gato? Venga
ya…
Shotaro: Os lo juro por Buda y Kannon.
Niño 4: …
Niño 3: Glups…
Niño 5: Me ha dado miedo. No sé vosotros, pero yo no volveré a jorobar a ningún animal. No vaya a ser que…
Niño 2: Pues yo no me lo creo.
Niño 4: ¡Cuidado, Kenji, un gato a tu espalda!
Niño 2: AHHHHHH. ¡Noooo!
Niños 1,3,4,5: Ja, ja, ja.
Niño 3: Shotaro-sama, ¿y por qué no volvió a la villa de los
Aikawa para desenmascarar al bakeneko?
Shotaro: Querido y joven amigo…, ¿tú lo habrías hecho?
Ehh…, mirad. Allí está el tenderete que os dije. Preparaos
para probar los mejores dulces de Edo…
La guardia
Juan A. Oliva
El atardecer cae sobre imperfectos mares de trigo con miles de
espigas mecidas por el viento. Postes de madera, taladrados por la
carcoma y los cuervos, se pierden entre campos y laberínticos senderos. Sobre el tendido eléctrico, con su inquietante zumbido, un
viejo halcón observa, resignado, el cielo; solo quedan los rescoldos
del día. En la distancia, la tormenta que ha bombardeado durante la
mañana los cultivos se aleja; la humedad y el trigo, en un agradable juego de olores, se entremezclan. Mientras, el halcón preferiría
volar entre las alturas o estar en cualquier otra parte, como en los
bosques de bambú donde aprendió casi todo lo que sabe. Apenas
se aprecia la luna llena, difusa entre cortinas de nubes desperdigadas y traviesas. Al halcón le mortifica la empalagosa estampa, así
que fija su atención hacia el lago iridiscente que custodia; entre las
aguas, coloridos koi danzan. Serían un gran manjar en otro lugar y
circunstancias. Sin embargo, hoy para el halcón no es día de caza.
Además, ese lago le repugna. Jamás probaría nada de sus aguas
aunque la vida le fuera en ello.
Atento, el ave estudia al hombre y a las tres niñas que, en la orilla, permanecen a la espera protegidos por la sombra de un cerezo
milenario en flor. El amo Yûki, fiel a los años, se ha hecho anciano.
El halcón es el único que sabe a un ritmo más lento que el resto de
los mortales; él ha acompañado al amo en ese largo y gris peregrinaje.
El amo Yûki, a su pesar, lleva el kimono ceremonial con orgullo sumiso; solo lo usa en esa jornada tan especial. Contempla, en
ritual silencio, el lago. El halcón es conocedor de que la tristeza
colorea cada segundo de su vida.
Luego, están las crías. Dos de las pequeñas, inocencia dichosa,
dan de comer a los peces desde la ribera con suaves palabras musicales. La tercera permanece junto al amo Yûki. Hace demasiado
que el halcón no llora ante lo que se avecina. Tampoco olvida, a pesar de las estaciones transcurridas, que le debe la vida al amo Yûki,
quien de niño le curó un ala y lo entrenó para pescar salmones en
los ríos. Lo que van a hacer es horrible. Tanto para el amo como
para el halcón, hace demasiado que se echaron esa carga sobre los
hombros. Toda penitencia es amarga.
—Sensei, ¿por qué estamos aquí? —pregunta, junto al amo, Mizuki.
Mirada aventurera, la niña apenas ha comenzado a descubrir el
mundo desde que el amo Yûki y el halcón la liberasen de las fangosas calles de Yokohama y sus bandas de ladronzuelos. Los desarraigados son los que se dejan captar con mayor facilidad, se dice el
halcón, que sabe que las vanas esperanzas son un credo de esencial
adopción. Con sumo esfuerzo, el amo logra apartar sus ojos del
lago para atender a la niña, que insiste en su pregunta.
—Escuchamos el silencio, Mizuki —le explica él con meditada
serenidad.
Su entrecejo y la fingida paciencia que muestra contradicen sus
palabras. Pese a todo, el halcón sonríe para sí al ver fruncir el ceño
a Mizuki e inclinar hacia un lado, levemente, su cabecita. La concentración de la pequeña es deliciosa mientras se muerde el labio
inferior. Impaciente, Mizuki da tironcitos al lazo del kimono que
ha estrenado esa misma mañana, antes de abandonar la minka del
amo en un último paseo que ella desconoce. Lástima que en breve
el precioso traje se tenga que estampar de ríos de sangre, se dice el
halcón. Lástima.
—Deja ir lo que te aflige, Mizuki —la alienta el amo Yûki.
—Pues puedo oír a las cigarras, sensei… —expresa al pronto
Mizuki.
—Hasta el instante en que has hablado, podíamos escuchar el
trigo meciéndose y en el agua calmada del lago los glops de los koi,
incluso el gañir de mi halcón o algún cuervo —le recrimina el amo
con suavidad—. Mizuki, debes aprender a controlar tus palabras
para que no fluyan alocadas y poder así sentir cuanto nos ofrece la
naturaleza. De este modo podemos llegar a ser uno con ella. Si te
concentras lo suficiente, podrás oír a los espíritus de los bosques,
las montañas, de ríos y lagos como este, el cual nos ofrece sus maravillas.
El amo Yûki logra que Mizuki redirija su curiosidad hacia las
aguas. Haría bien en escucharlas atentamente, piensa el halcón, y
huir. Cada vez, el amo Yûki y él tienen que viajar más lejos para
dar con pequeñas como esas y no levantar sospechas. Siempre que
la fortuna les es favorable, prefieren que sean huérfanas. Indistinta-
mente, deben regresar para el hanami. Si se retrasan y no dan con
niñas desamparadas, es cuando se ven obligados a actuar de modo
precipitado y poco ortodoxo. Y el halcón da fe de que han enviado
a más de una madre a un desgarrador mar de lágrimas. Tanto el amo
Yûki como él tienen un lazo invisible que los une de forma macabra al lago, el cual los reclama de año en año. Y a bien sabe que
el peso de la edad se suma inmisericorde al de la carga espiritual;
insoportable.
El halcón se tensa al escuchar el ínfimo quebrar del pétalo de
una de las flores del cerezo; cae inexorable como el tiempo sobre
la tierra; un heraldo del infortunio. Rendido, el halcón maldice al
llegarle los cánticos de la criatura que emerge del lago… Continuamente tiene un hueco para la esperanza, un sueño hipócrita que se
desvanece con los funestos murmullos de la ningyo, que convierten
el silencio del lugar en una tenebrosa pantomima.
El amo también se muestra incómodo ante la llegada del monstruo.
Los cuervos, morbosos y mudos, se han ido posando a lo largo
del tendido eléctrico y en las ramas del cerezo. Dejan cierta distancia entre ellos y el halcón, que, como de costumbre, los ignora.
Tiene un cometido y los pajarracos lo respetan o, quizás, simplemente aguardan a que un día fracase. Él levanta la cola, estira el
cuello y separa levemente las alas; en guardia. Se remueve inquieto, pues sabe qué va a suceder y le asquea no ser más que un mero
observador. Maldice el terremoto que siglos atrás obstruyese los
túneles subterráneos que daban acceso al mar y atrapara, eternamente, a la criatura en aquellas aguas iridiscentes. Ve deslizarse el
miedo a través de la música del inframundo, que paraliza a las niñas
sin remedio.
Es entonces cuando el halcón ve cómo el amo Yûki, indiferente
a los cánticos y al grotesco ser que los produce, se cierne sobre las
pequeñas sigiloso como un gato montés. Los años le han curtido.
Con todo, en más de una ocasión le recuerda al halcón la dolorosa
vez en la que tuvo que rematar el trabajo con una piedra. Difícilmente olvidaría cómo aplastó el amo Yûki el cráneo de aquella cría.
Subía y bajaba el brazo con tal rabia y frenesí. El crujir de huesos
aún le perturba las plumas… O cuando tuvo que perseguir entre
los campos a otra niña, histérica y aterrada; donde la degolló nunca
volvió a crecer el trigo. Hubo una pequeña, más avispada, que obligó al halcón a intervenir. Le arrancó los ojos. Aquella noche obtuvo
doble ración de ratones.
«Es fácil cometer errores —le recuerda el amo Yûki en los días
en que se siente especialmente locuaz—. Es así como la miserable
vida te enseña: a golpes».
La ningyo, excitada al olfatear las presas, se desliza sobre la gelatinosa superficie del lago como un reptil.
Y llega la hora…
Una vez más, el amo Yûki extrae su tanto ceremonial con condescendencia. Sin mediar palabras, el halcón lo ve degollar a Mizuki, cuyos ojitos se preguntan qué sucede. La niña se ahoga en
su propia sangre. El amo, veloz para su edad, corta a las otras dos
niñas sin herirlas mortalmente. Frío, metódico, arroja a la agonizante Mizuki a las aguas a la vez que las otras chiquillas avanzan
hipnotizadas hacia la criatura abisal. La ningyo, con espeluznantes
sierras en su mandíbula de tiburón, exclama de satisfacción. Cómo
adora la sangre virginal y cómo la odia el halcón.
Un incómodo graznido se alza debido a la excitación de los cuervos. Impasibles, el halcón y el amo Yûki presencian la carnicería
sin apartar la mirada. No pueden permitirse cometer errores en esos
instantes. Al halcón, no obstante, le preocupa que la ningyo se esté
haciendo más fuerte según transcurre el tiempo. Antaño no necesitaban de tanto alimento para ella. Espera que el amo Yûki lo tenga
en cuenta. Pero cuando llegan los días del ritual y sus consabidas
noches, el amo se embriaga de sake en su minka hasta la extenuación. Durante una de sus últimas borracheras, le relató que creía
que el monstruo obtenía placer durante sus banquetes. El halcón no
comprende esas teorías. No comprende la vulgaridad humana, pero
conoce a la perfección los instintos básicos. A él le apena ver degradarse a su amo y agradece tener que cometer aquella atrocidad
solamente una vez al año.
Aceptado el presente y saciada, la ningyo, despacio, se vuelve a
erguir sobre su cola, que se transmuta, misteriosa, en dos esbeltas
piernas que dejan de ser escamosas… Una mujer joven y elegante
comienza a caminar desnuda sobre las aguas. El halcón observa con
dolor el trozo de carne que le falta en el muslo izquierdo y haber
probado de él para quedar unido a la perversidad infernal de la nin-
gyo... «Bruja, hechicera», piensa. La criatura, seductora, se dirige
hacia el amo Yûki, hacia la tierra.
Sé que lo deseas, Yûki… Vuelve a yacer conmigo como antaño… Te dejaré probar mi carne de nuevo y rejuvenecerás… Podrás traerme más vírgenes y los campos brillarán… Ven a mí, Yûki,
ven… Te deseo… Yace conmigo… Me deseas…
El halcón extiende sus alas, de repente. Jamás volverá a engatusar al amo Yûki mientras viva. Alza el vuelo y cae en picado para
cortar el paso de la ningyo una y otra vez. Sin descanso, embiste
con sus garras contra la malnacida criatura, como hiciera en el pasado hasta devolverla al lago. Con un alarido rabioso, la ningyo se
retira hacia las aguas y recupera la cola. Lo último que presencia
son volcanes en los ojos de la ningyo al desaparecer esta.
El halcón se posa sobre un brazo del amo Yûki. Con una caricia,
se gana su aprobación.
—Bien hecho, viejo amigo, bien hecho —le susurra—. Ya cometí ese error una vez, ¿cierto? Y míranos…
Sobre el lago, el viento se levanta. Y, al fin, termina por caer la
noche.
El halcón alza la mirada y observa cómo se han retirado las nubes. Le entristece comprobar cómo la Luna, teñida de rojo, brilla
intensa. Está convencido de que se ríe de sus destinos.
—Será una gran cosecha, mi fiel amigo —le dice el amo Yûki a
la vez que se retira los tapones de cera de los oídos.
Pero están cansados y viejos.
—Hay que empezar a pensar en sustitutos que prueben su carne
para cuando no estemos. ¿Quién evitará si no que ella camine sobre
la tierra? En cierta ocasión, en Nagasaki, unos extranjeros me contaron que algo así sucedió en el norte de la tierra namban. Acabó
mal, pero disfrazaron la historia de cuento —divaga el amo Yûki—.
Por supuesto, nadie debe saber nunca en las poblaciones cercanas
lo que hacemos. Mira que si llega a oídos de las autoridades… No
quisiera verme como en aquella ocasión con el shogun. Fue una
maldita locura y nos libramos de las acusaciones al no hallar cuerpos. —El halcón emite un único chillido agudo—. Tienes razón,
alejemos los malos augurios. Ahora hay que pensar en el año que
tenemos por delante. ¡Ah! Pero antes, esta noche en casa, toca sake.
Las palabras del amo Yûki, plagadas de melancolía, son puñala-
das en sus almas; engaños para mantener las conciencias a salvo de
la locura. El halcón, taciturno, contempla el lago, hasta que ambos
se pierden entre los intrincados caminos ocultos en los imperfectos
mares de trigo.
La invitada
Saya Flourite
El periodo Meiji que vivían era una etapa de cambios, pero en un
sitio tan apartado como Kanazawa, Mayumi no lo notaba. La mujer
regentaba el ryokan que había heredado de sus padres y, aunque no
era un negocio próspero, los pocos clientes regulares junto a algún
curioso eran suficientes para mantenerlo a flote.
Cierto día llegó a la posada una mujer a la que Mayumi nunca había
visto antes. Era bastante alta y, a pesar de que la moda occidental
era cada vez más común en Japón, vestía kimono. Llevaba el pelo
recogido en un moño estilo ichôgaeshi, popular entre las jóvenes,
si bien no se podía distinguir su edad por el rostro, dando la extraña
sensación de no saber si era demasiado joven o demasiado madura
para llevarlo. Saliendo de su ensimismamiento, Mayumi llevó a
Ai (así dijo que se llamaba) a su habitación, y se vio sorprendida
cuando recibió un generoso pago por adelantado. Pero Mayumi era
una mujer práctica y, sin preguntar nada, se retiró.
La vida siguió sin incidentes desde la llegada de la nueva
huésped. Un día, Taro, el viejo gato de Mayumi, desapareció. Sin
embargo, era un animal bastante independiente, así que no le dio
más importancia. Poco después, le sorprendió que Takumi, uno de
sus clientes regulares, se marchase sin avisar. Normalmente era
un hombre muy formal pero Mayumi no tenía ninguna forma de
contactarlo, por lo que dejó el asunto estar. La joven mesera que
había contratado hacía poco dejó de venir, pero lo achacó a que a
los jóvenes les faltaba formalidad.
Cavilando sobre estos temas, Mayumi subió a la habitación fuji,
donde se hospedaba Ai, que en ese momento estaba arreglándose el
cabello de espaldas a la puerta. Iba a saludarla, cuando de entre la
maraña de pelo negro surgió una boca muy abierta, babeante y llena
de colmillos afilados. Los propios mechones de pelo se acercaron
amenazadores a la posadera, como intentando agarrarla…
Ai acabó de ponerse el kanzashi en el moño y suspiró. Ahora
tendría que volver a cambiar de lugar. La verdad es que tener
como compañero a un yôkai tan problemático y, sobre todo, tan
hambriento, no eran todo ventajas. Se dio unos golpecitos en la
parte de atrás de la cabeza, como para reprochar a su compañero, y,
tras coger su maleta, salió hacia su siguiente destino.
Mabushii
John Saga
—Desde que vivo aquí no he podido despertar de un sueño, doctor. Es una historia en la que aparezco tendida sobre el césped de
una colina que está a las afueras del barrio de Shimizu, en Shizuoka. Ahí se pueden ver las luces del puerto y la ciudad, pero
también resplandece un oscuro espejo de agua en el que no solo
las construcciones del puerto se deforman, sino también el cielo
y su estela. La noche abanica unas flores de colores entre las nubes y, aunque breves, se deforman resplandecientes sobre el mar,
alumbrando y coronando los bosques de la montaña con fugaces
ramilletes de fuego creados por el estruendo de sus pétalos. Todo es
una lenta rotoscopia que despliega sombras temibles de los árboles,
cada proyección más fúnebre y profunda que la anterior. Pero entre
la apertura y clausura del obturador veo un templo, de esos de los
que el tiempo sobre la montaña se hace cargo, lleno de hermosos
arreglos florales donde brota poesía a través de la orientación perfecta y detallada de sus hojas. Las innumerables tablillas ema del
templo, que chocan entre sí rítmicamente, aparecen junto al sonido
del tranvía golpeando las vías a la distancia en medio de los restos
de aquel mundo flotante, formando entre los dos un metrónomo
para las voces de la gente que desaparecen como ecos carentes de
color, como crisantemos marchitos cuyos rostros lucen más bien
un arcoíris monocromático. El olor del incienso se remolina como
un dragón hasta repicar entre las campanas y las palmadas. En el
cielo, enrojecido conforme amanece, las nubes parecen un ápice de
cerezos florecientes sobre una ciudad desperdigada y marchita. Las
imágenes entonces se vuelven impresiones, salvo una.
—¿Cuál?
—Yo, de pie, viéndome a mí misma, mirándome las manos manchadas de color rojo, sentada entre la hierba. En ese momento mi
sueño se vuelve un mero tratado sobre el Yo. Mi figura se desvanece
yendo tras de sí, como si persiguiera una sombra que desaparece a
la media noche y que, sabiéndose perdida, pregunta por sí misma.
Entonces, todas las sombras se ven justo como yo, como la mía, y la
misma voz parece repetir incansablemente: «Yo soy yo, yo soy yo,
yo soy…» ¿Es este mi verdadero aspecto o una mera impresión?
—¿Usted qué opina, señorita Nadeshiko?
—No estoy segura de que tengamos control sobre ello, pero sí
creo que somos incapaces de ver nuestra forma verdadera, doctor.
Es decir, yo no soy yo, así como usted no es usted.
El sofá estaba frente a los ventanales que formaban una pared
entera, desde ahí podían verse los rayos del atardecer abriéndose
paso entre la espesura del follaje. Las cortinas estaban desgastadas,
pero su consumido color amarillo daba la calidez de la que a veces
prescinden las palabras. Frente al sillón que él solía ocupar todos
los martes por la tarde, había otro exactamente igual, con las mismas costuras y los mismos pliegues sobre la piel del color del castaño, idénticas manchas e idénticos desgastes impregnados con el
aroma de la anticuada madera olorosa. Libros se apilaban sobre las
estanterías, distribuidos proporcionalmente a lo largo de la pared
en donde el polvo se mezclaba con las hojas para darles un olor y
aspecto capaz de autentificar la existencia del pasado. Sobre una de
las repisas del librero, el inalterable compás del metrónomo componía una línea recta en donde el tiempo y el espacio aparecían con
la misma cordura que el sonido y el silencio. Ambos espectros estaban delineados por su ininterrumpido tic–tic–tic que no tenía sobre
su métrica partícula alguna de suciedad. La puerta del despacho era
un puente cristalino en el que la opacidad del vidrio desplegaba con
letras amarillas el nombre: Dr. K. Masaji.
Los cuadros colgados al fondo del cuarto mostraban fotografías
grises y ruidosas sobre gente desconocida, gente que se volvía parte
de una anécdota arbitraría y ajena en todas aquellas calles del antiguo Edo, populares por sus urbes de ansiedad y fugacidad.
Un viejo tapete en mitad de ambos sofás era lo único que los separaba cada sesión, pero a veces daba la impresión de ser un biombo
elaboradamente decorado con trazos de tinta china que componen
un paisaje de pinos y desdoblan un bello poema en su caligrafía;
otras tantas, solo parecen ser manchas negras puestas sobre un viejo
papel japonés a través del cual puede verse la silueta del lenguaje
conforme se desnuda.
—Lo que quiero decir es que no sé si lo que sueño está pasando
realmente o si solo es la marca del pasado, un recuerdo, por ejemplo. A veces siento que todo es la impresión de un jardín asolado
y sin sombras, en el que no corre ni un soplo de aire. ¿No es así,
doctor?
Aunque parecía una sesión rutinaria, Mirai Nadeshiko no era
una chica cualquiera de catorce años; ella era un caso diferente.
Su postura era elegante y sus movimientos delicados, también lo
era su rostro, tan pálido que recordaba al tono puro y límpido con
el que Bashō hablaba sobre la Luna. La línea de sus cejas permanecía siempre impávida sobre sus ojos almendrados, en los cuales
había un formidable destello tan cálido como frío. En ellos se reflejaba una playa cerca de Shizuoka, en la que los rayos del Sol
resultan calcinantes sobre la piel, como si estuviera recubierta de
acero, pero a la vez, también persiste una sensación contradictoria
cuando el viento atraviesa las olas turquesa que revientan sobre la
oscuridad refrescante de la arena. Ella jamás conoció a su padre, un
donante anónimo. Ni a su madre, quien en una aparente depresión,
se suicidó al poco tiempo de darle a luz.
—Vamos a intentar algo, señorita Nadeshiko. ¿Reconoce esa
pintura?
—Mmmh, Haboku Sansui.
—¿Qué piensa cuando la ve?
—Pienso que no hay futuro.
El pergamino se desdoblaba hasta el borde de las hortensias púrpuras que florecían sobre la mesita pegada a la pared más extensa
del cuarto. La tinta china daba distintas profundidades a la pintura,
por encima del techo de algunas casas bien delineadas, los arbustos
salpicaban algunas ramas más oscuras y tensas que otras. El mar se
expandía con brochazos ligeros hasta el borde del papel, de donde
aparecía una pequeña balsa de hombres arremolinados por la corriente de pinceladas independientes. El acantilado estaba cercado
por una cortina de espacios que descubría un gran peñasco en las
profundidades, un fantasma de tinta salpicada que alineaba el vacío
en el que se encontraba. A un costado del jarrón que conservaba las
hortensias, un trozo seco de cedro se humeaba lentamente, entremezclándose con el esplendor de los pétalos y produciéndose un
aroma evocador como el del pasado.
Había llegado hacía casi un año a vivir sola en los modernos
departamentos de la calle Friedrich, pequeños pisos rectangulares y
genéricos desde donde podía verse la corriente del Meno. En el de
ella, umbrío y descuidado, la persiana permanecía cerrada siempre.
Dormía sobre un viejo futón, y además de una veintena de libros en
japonés apilados sobre el suelo, una pequeña mesa de madera con
medicamentos y cajas amontonadas de comida para llevar llenaba
el resto de la habitación.
El mismo tiempo tenía tomando un tren hasta el consultorio del
Dr. K. Masaji cada martes. Él había sido compañero del famoso
microbiólogo japonés Ishii Shiro en la facultad de medicina de la
Universidad de Kyoto. Ambos fueron becados para continuar sus
investigaciones en occidente tras graduarse, y aunque los dos trabajaban bajo el mando del Rikugunshō, el Dr. I. Shiro, al concluir
su investigación, fue instalado en Manchuria para continuar con
sus estudios sobre la guerra química al frente del Departamento
Bacteriológico de la Academia Médica del Ejército, para así afinar
el desarrollo de ambiciosas armas biológicas.
El Dr. K. Masaji se especializó en los estudios antropológicos,
pero permaneció investigando en la oscuridad de WILLE, el Departamento Experimental de Guerra del Acuerdo Germano-Japonés
que se enfrascó en la voluntad de pretender naturalizar la ciencia
hasta el grado de construir leyes y estructuras sobre la naturaleza
humana que camina sobre las calles. Este era un tiempo en el que
los florecientes templos del Japón parecían haber sido fuertemente
seducidos por el canto de las valquirias, que hilan el destino de los
hombres en las raíces del gran árbol sumergido en la fuente de los
bosques germanos. Un tiempo en el que incluso la Constitución del
Imperio del Japón permanecía como un eco de la extinta monarquía
prusiana, como un grifo que goteaba continuamente las palabras
de Rudolf von Gneist en el parlamento berlinés, unas palabras que
Japón absorbía como esponja, pero que precisamente como una
preservaba su forma y no se quedaba en realidad con nada de esa
líquida moral occidental.
Por su educación médica, el Dr. K. Masaji conocía perfectamente el idioma alemán, tal era así que continuó lo que el Dr. Ō. Mori
había comenzado años antes cuando tradujo los clásicos de Weimar. Sin embargo, el Dr. K. Masaji decidió encaminarse por los
decadentes románticos y filósofos científicos de principios del si-
glo, y aunque los discursos a la nación aludían un espejismo común
entre el Santuario de Yasukuni y el Valhalla, eso no fue lo que lo
volcó repentinamente a la filología. Él aseguraba que todo estaba
construido sobre el lenguaje, si este mundo es como es, simplemente es porque pensamos que es así, y para reconstruirlo habría
que destruirlo, comenzando por el lenguaje, aunque eso significara
destruir primero a las personas. Después de todo, ¿qué son los recuerdos y las emociones, sino simples palabras? Llevaba mucho
tiempo investigando las dimensiones de ese poder, por eso ella estaba ahí sentada frente a él, y es que Mirai había demostrado ser capaz de reconocer en las palabras un vacío, ¿o simplemente carecía
de emociones? No había en el rostro de ella un verdadero retrato
de tristeza o alegría, no parecía reconocer emoción alguna, nunca
había llorado y nunca había sonreído. Para ella, la música parecía
sostenerse como una imagen, como una corriente fija y estática.
Durante todo este tiempo él no había podido descifrar por qué ella
no podía escuchar la música, pero lo disfrutaba, le emocionaba escarbar profundamente hasta el remoto lugar donde se producen los
sentimientos humanos.
—¿A qué se refiere con que no hay futuro, señorita Nadeshiko?
—Mire el pergamino, doctor. ¿No le da esa sensación de que
está mirando todo desde el vacío?
—¿Por qué lo dice?
—Es como ver el mar a la distancia, primero parece una línea
brillante en el horizonte, una barra bañada en plata por el sol. Luego, al acercarte, la intensidad de su color se vuelve más extensa
y deja de ser una línea, se vuelve un gran cristal azul en el que
podría ver mi reflejo y asumir que soy real. Pero, si le hablara a
esa imagen, mi voz se volvería solo un espasmo entre la sal, y el
mar recuperaría su carácter de infinito. Si siguiera adentrándome,
el agua subiría por mis piernas y el mar no se vería más claro; al
contrario, se volvería oscuro, profundo y temible. Comenzaría a
sesgarse mi reflejo para convertirse en lo que la corriente decida.
Entonces, realmente nunca llegaría al mar, solo a una parte de él,
mínima, cambiante, una sucesión interminable de impresiones que
sí podría ver, oler y sentir, pero que no podría comprender porque
no hay futuro ni pasado en ello, doctor, simplemente impresiones.
La montaña y los árboles son una pequeña impresión dentro de ese
mar que Sesshu dejó en blanco. Esa fue su representación del vacío
que limita y crea las formas y es desde donde lo estamos viendo
todo, ¿no?
—Y volviendo a su sueño, Mirai, mencionó el color rojo. ¿Por
qué?
—Ese es el color de la sangre.
—¿A qué se refiere con eso?
—Hace tiempo, en una noche de septiembre, vi a la Luna enrojecerse y ensancharse al final de su ciclo. No es común y no ha
vuelto a suceder desde entonces, pero verlo una vez me bastó para
pensar en ella siempre de la misma manera. Aquella noche lucía
radiante, como en el brote de su juventud inmaculada, una belleza
pura, pensé, como la de los claveles en pleno florecimiento. Sin embargo, el color rojo comenzó a separarse de su cuerpo, a disiparse
entre la noche tras dejar una fragancia delirante que se desvaneció
muy pronto. Al final, cuando desapareció esa Luna que me había
conmovido hasta lo más profundo, el mar resplandeció destellante
en su propia lobreguez. Su último reflejo bermejo sobre el agua me
recordó que no teníamos nada en común; yo soy una mujer que no
podría comprender su transformación porque soy una mujer que no
puede sangrar. Entonces, ¿por qué sigo queriendo imitarla? ¿Qué
significa eso? Esas ideas vienen a mi mente cuando surge esa voz
que me repite que yo soy yo.
—¿Y qué piensa al respecto, señorita Nadeshiko? ¿Qué significa?
—Un nombre, doctor.
—¿Un nombre?
—Sí, soy un nombre. La imitación de un símbolo cargado de
significantes, una creación humana, como todos, como todo.
»Pero creo que esa es una sombra que puede desaparecer.
La luz del crepúsculo que atravesaba suavemente las cortinas de
los ventanales había enrojecido, parecía una herida abierta dejando
correr la sangre por las paredes del despacho, esparciéndose por
el suelo hasta impregnar los hilos de la alfombra que los separaba.
La tarde ensombreció la figura y rostro del doctor. No importaba
cuántas sesiones hubieran tenido o cómo el Dr. K. Masaji las guiara, siempre terminaban igual, con las mismas palabras. Aunque en
esta ocasión había algo diferente en ellas, y, pese a haber llegado al
mismo precipicio, el metrónomo marcaba un ritmo distinto.
—Hasta aquí llegaremos hoy, señorita Nadeshiko. No olvide seguir con el tratamiento, por favor. La veré la siguiente semana. —El
doctor extendió su abanico y la miró muy brevemente; luego, dándole la espalda, se encaminó hacia el tocadiscos que tenía junto al
librero—. Cierre la puerta al salir, por favor.
Cuando el doctor se quitó de en medio, el sol tocó por un instante el rostro pálido de Mirai, y fue como ver el destello de la nieve
recién cristalizada al atardecer. Como un gran mar de árboles sombríos hace ver el bosque nevado más blanco, su cabello acentuaba
la brillantez en su cuello y el profundo cristal oscuro de sus ojos lo
hacía con su semblante. Caminó hasta la puerta sin mirar al Dr. K.
Masaji, que aún rebuscaba entre los acetatos; sus pasos parecían
seguir el sonido del metrónomo de manera casi automática. En la
habitación, la rama del cedro estaba cerca de consumirse totalmente, pero el viento de verano que se colaba por una de las rendijas
ya había dejado su aroma en todas las paredes, como si el cuarto
fuera una criatura con fragancia propia. Siempre que salía de ahí, el
uniforme escolar con el que asistía cada vez se impregnaba de ese
olor y quizá esa fue la primera cosa que los otros niños del colegio
notaron de ella: un aroma particular que recordaba al bosque y al
excitante perfume de las flores. Un retal de pétalos y frutos desconocidos que llama la atención por su misteriosa belleza, pero que
nadie se atreve a tocar por el temor a ser intoxicado por algún veneno intencionadamente creado.
Al cerrar la puerta, una cortina de tubas se abrió al interior. El
Dr. K. Masaji tenía una gran afición por Wagner, y sobre todo por
la serie trágica del anillo nibelungo que comenzó a repicar ascendentemente en el largo pasillo del séptimo piso. Mirai se detuvo a
la mitad, ¿es que había comprendido algo? Quizá fue algo más lo
que la hizo detenerse en el corredor, era como ese sueño del que
no podía distinguirse, en el que se veía a sí misma viéndose a sí
misma. Decidió volver. Las líneas negras que delineaban el nombre
del doctor en letras amarillas resaltaban por la luz restante que atravesaba el cristal desde el interior. Tocó la puerta, pero la música le
impidió escuchar cualquier respuesta, así que giró la perilla y abrió.
La oscuridad ya se alzaba en el interior, el último destello de sol se
había difuminado y era la Luna la que comenzaba su ascenso.
Mirai se paralizó en la puerta.
Él estaba ahí, de frente a los vitrales que formaban un gran espejo
en la penetrante asunción de la noche.
En el reflejo del cristal, su cabello oscuro y vigoroso se veía
estropeado, como un retazo de mechones delgados y sin brillo, rodeándole la coronilla de su cabeza, entretejiendo el color corrupto
de su piel consumida por un tiempo distinto. La figura de sus ojos,
fina y alargada por detrás de sus elegantes gafas, se había vuelto
ovalada y perversa, un caudal profundo sobre el que no podía revelarse nada más. En su rostro monstruoso, las líneas se entrelazaban
con la reflexión cálida de la oscuridad y la risa que resoplaba por
encima del aire de su abanico, dejando entrever sus dientes roídos
y teñidos. El contorno de la sombra que se expandía sobre el piso,
aunque desprendida de su cuerpo, no parecía la de él. Estaba ligeramente encorvada y decaída, contrario a su postura recta y vigorizante que se erigía frente a ella cada sesión, cada tratamiento, cada
vez que él la visitaba en su cuarto al anochecer. Ella lo miró hundida en el reflejo, que cobraba nitidez conforme la oscuridad del patio boscoso sobresaltaba en la penumbra. El alucinante estremecimiento de las cuerdas en la música funcionaba perfectamente como
señuelo de la conciencia, atrayendo la refracción del crepúsculo a
sus largos ventanales y rompiéndola como un puente de colores que
se desfragmenta hacia la luz, pero en el rasguño agonizante de la
aguja, el destello era más bien de un solo color. En ese momento,
el Dr. Kappa Masaji la vio parada en la puerta, con el dedo sobre el
péndulo del metrónomo, silenciándolo sin expresión alguna en el
rostro más que un puntilloso destello en sus ojos, pues al parecer, la
oscuridad también posee un brillo resplandeciente y radiante cuando por fin aparece, cuando la luz del sol debe ceder ante la noche
que le susurra lentamente mientras asciende, como el ciruelo que
pierde sus flores susurra al mejiro que se sostiene sobre sus ramas:
«Emigra o muere.»
Kokeshi
Rodrigo Larrubia Salado
—El tatami está mojado —pensó desconcertada Umi Natsukawa
al entrar en la habitación oscura del antiguo ryokan abandonado de
Yamagata.
La habitación estaba sucia aunque ordenada, con el papel del
shoji desgastado y rasgado por algunas zonas. Además, olía mal,
ya que el establecimiento permanecía cerrado desde hacía décadas.
No era un lugar al que querría ir una estudiante de bachillerato tras
la puesta de sol, pero no tenía más remedio. Había perdido una
apuesta con su compañera de clase y rival, Mika Watanabe, por lo
que debía buscar y entregarle una muñeca kokeshi que se hallaba,
según contaban las historias de la zona, en el piso superior de aquella aterradora casa.
Umi quería salir de allí de inmediato, estaba aterrada, pero le importaba más su honor. Si no conseguía aquella condenada muñeca,
Mika se encargaría de humillarla ante todos.
En aquella región se decía que la kokeshi que debía encontrar se
fabricó por mandato del dueño del ryokan tras haber desaparecido
su hija menor, Makoto Himura. Su madre había perecido en el parto
y, a consecuencia de ello, su hermana mayor fue enviada a vivir con
unos parientes lejanos, pues su padre no podía asumir la crianza de
las dos niñas y regentar el negocio.
Antiguamente era costumbre el construir una muñeca kokeshi
tras la pérdida de una hija para mitigar el dolor, ya que de alguna
manera llegaba a sustituirla. Sin embargo, en el caso de Makoto,
se decía que el espíritu de la niña había poseído a la muñeca. Tras
la tragedia, el negocio comenzó a decaer, como si Zashiki Warashi
hubiera abandonado a la familia Himura en busca de un nuevo hogar al que otorgar prosperidad. La historia terminaba con un fatal
desenlace: el suicidio de Ichiro Himura, el padre de Makoto.
Umi, en cuanto se secó la planta del pie empapado con la mano
tras haber pisado el tatami descalza, echó un rápido vistazo a la
deprimente habitación en busca de la escalera que la llevara al segundo piso, donde se hallaba el dormitorio de la pequeña Makoto y
donde probablemente estaría la figura.
—¿Por qué estará mojado el suelo? —se preguntó.
Quiso atravesar la habitación para abrir el shoji del fondo, cuando escuchó un crujir proveniente del piso superior que la dejó paralizada.
—¿Quién anda ahí? —profirió con voz entrecortada.
De pronto, de nuevo el silencio.
Cuando pudo recobrar la cordura se debatió entre seguir o abandonar su cometido. Había escuchado historias aterradoras de aquel
lugar: desde sonidos incomprensibles hasta apariciones de yūrei.
Pero Umi nunca había creído en aquellas historias. Sin embargo,
después del inexplicable sonido no le parecían tan descabelladas.
Armada de valor, e intentando convencerse de que el ruido habría sido provocado por algún animal que se hubiese colado en la
casa, continuó con su misión. Se adentró aún más en la habitación,
casi a tientas debido a la escasa luz que había en ella, y alcanzó a
abrir el shoji con un poco de esfuerzo.
Al fin dio con la escalera. Estaba formada por tres tramos de seis
escalones cada uno. Cuando empezó a subir se percató de que le
temblaba la mano con la que se apoyaba en la pared..., y no solo la
mano... Su pierna también temblaba.
—No hay nadie en la casa, Umi —se dijo a sí misma en voz
baja—. Voy a encontrar esa maldita muñeca para poder salir de
aquí.
Comenzó, pues, a subir la escalera, decidida a terminar cuanto
antes.
Cuando Umi hubo avanzado lo suficiente como para poder alcanzar a ver la superficie del piso superior, un siniestro alarido en
forma de susurro atragantado distorsionó la calma:
—Omae…
No supo quién podía emitir aquel espeluznante grito ni de qué
parte de la casa podía provenir, pero sí estaba segura de algo: ese
sonido no era de este mundo. Inmediatamente se giró aterrorizada
y comenzó a correr para poder escapar del edificio por donde había entrado. Al irrumpir en la habitación por la que había accedido
a aquella maldita casa se paró en seco al pisar el tatami. Algo no
andaba bien.
Notó un frío antinatural en los pies. Con una expresión de horror
en su rostro y habiendo comenzado a llorar del miedo intenso que
sentía, bajó la vista lentamente para descubrir qué sucedía en el
suelo. Inexplicablemente ya no se trataba solo de un tatami húmedo, sino que había agua estancada y maloliente que le alcanzaba los
tobillos. Levantó lentamente la cabeza al notar que también caía
líquido sobre ella, y descubrió que en el techo de toda la habitación
había enormes goteras que, como si de una lluvia de verano se tratase, caían sin cesar.
—AYÚDENME —consiguió gritar Umi a pesar del nudo que se
alojaba en su garganta.
Ante aquella desesperada petición de auxilio no hubo respuesta
alguna. Intentó seguir avanzando hasta el otro extremo de la habitación que le conduciría a la salida, pero sus temblorosas piernas
no respondían. Era como si sus pies estuvieran adheridos al tatami.
Esto le puso más nerviosa y le provocó aún más llanto.
—Omae… —se volvió a escuchar el alarido de ultratumba, pero
esta vez más alto, más cerca.
Umi emitió un chillido de pánico e intentó correr de nuevo. Para
su sorpresa, pudo mover una pierna, la otra a continuación, y así
reanudó una complicada marcha debido al agua estancada en la
habitación. Cuando se hallaba a no más de dos metros del shoji que
daba al jardín exterior, resbaló y cayó de bruces contra el piso.
Intentó levantarse inmediatamente, pero le fallaron las fuerzas.
Era como si una energía la atrajese hacia el suelo. Había comenzado
a tragar un poco del agua pútrida que había anegado la habitación.
Tampoco cesaba el goteo desde el techo. Lo más que consiguió tras
mucho esfuerzo fue girarse de lado, de modo que solo media parte
de su cuerpo quedaba bajo el agua.
—Omae… —el alarido se volvió a repetir.
Ante tal situación, Umi abrió los ojos y alcanzó a ver que junto
a ella había una mesita baja. Con el brazo que quedaba fuera del
agua agarró con decisión una pata del mueble. Siguió subiendo la
mano hasta colocarla violentamente sobre la superficie, con idea
de sujetarse a ella para conseguir erguirse, pero sobre la mesita se
hallaba una caja lacada, y en vez de obtener un punto de apoyo, lo
que consiguió fue arrojar dicha caja al suelo. Con ello se quedó sin
energías y su brazo volvió sobre el tatami, como si estuviese imantado. Ahora estaba preparada para lo peor sin oponer ya resistencia
alguna.
Al abrir los ojos nuevamente descubrió sorprendida que del interior de la caja que había tirado accidentalmente flotaba un objeto
frente a ella. No distinguía muy bien de qué se trataba, ya que cada
vez era mayor la oscuridad que reinaba en la habitación. En un nuevo impulso, consiguió agarrar el objeto de manera temblorosa para
asegurarse de que se trataba de lo que se había imaginado al verlo.
—Es la muñeca kokeshi…
Desde el momento en que entró en el ryokan, ese fue el único
instante en que de alguna forma se sintió reconfortada, y esto le
ayudó a recuperar algo de fortaleza.
Aunó todos sus esfuerzos en decidir que debía escapar del edificio, pero ¿cómo?
Umi repitió la acción con la que había encontrado accidentalmente la kokeshi: se valió de la mesita como punto de apoyo para
intentar incorporarse. Esta vez sí pudo agarrarse con fuerza al filo
de la mesa, y lentamente consiguió que su tronco se irguiera hasta permanecer completamente sentada sobre el suelo anegado. Sin
embargo, sus piernas seguían sin responder.
La muñeca que seguía en poder de Umi comenzó a emitir un calor insoportable sin motivo aparente. Ella la miró, aterrada, y tuvo
que soltarla debido a la quemazón que le había producido.
Inexplicablemente, la muñeca no llegó a caer, sino que levitó
hasta situarse lentamente frente a Umi, quien la miró aterrada y
comenzó a gritar y a sollozar. Aquello no podía estar sucediendo.
Era imposible.
—Omae… —se escuchó de nuevo, esta vez con un matiz de
melancolía.
Umi quedó desconcertada a la vez que aterrada al descubrir
que aquellos alaridos habían estado siendo emitidos por la propia
kokeshi.
—Qué… ¿Qué quieres de mí? —consiguió pronunciar.
—Omae… karada…
«Tu cuerpo», había respondido la muñeca.
—Umi es una cobarde —dijo Mika Watanabe mientras se giraba
en su asiento para hablar con sus compañeras al finalizar la clase
de shodō.
—Seguro que ni siquiera se ha acercado al ryokan Himura, y
encima ha faltado hoy para no dar la cara.
—Si hubiera perdido yo la apuesta, estaría aquí con la muñeca
sin lugar a dudas.
Sin llegar a terminar esa frase notó que por el pasillo de la izquierda una figura avanzaba. Quiso ver de quién se trataba, y se
sorprendió al ver a Umi tomando asiento en su pupitre.
—Umi, has... Has venido —afirmó sorprendida Mika, que sospechaba que había tenido que oír toda la conversación—. Y bien,
¿dónde está la muñeca?
Umi se limitó a dejar su mochila y mirar al frente, sin demostrar
ningún signo de haber escuchado absolutamente nada.
—Umi, te estoy hablando. Contéstame, ¿dónde está la muñeca?
Siguió sin contestar.
Haciendo una mueca de altivez y con voz de superioridad, se
giró otra vez hacia sus amigas dando la espalda a Umi.
—Os dije que era una cobarde. No iba a ser capaz de...
Mika se percató de que las compañeras con las que estaba
hablando no le estaban prestando atención. En lugar de eso, tenían
los ojos totalmente abiertos, con un gesto de terror en sus rostros.
Mika, completamente sorprendida por la expresión que mostraban, quiso dirigir la vista hacia donde sus amigas estaban mirando:
en dirección a la compañera recién llegada. Umi exhumaba agua
por doquier; su cara, sus manos, sus ojos, cabello..., todo expulsaba
agua como si se encontrara debajo de una cascada. Su mirada seguía fija hacia el frente, pero de repente esbozó una leve sonrisa y
dirigió violentamente la mirada hacia Mika.
Una alumna del aula que se encontraba al otro extremo de Umi
gritó de miedo al ver cómo se iba inundando la clase y al comprobar de dónde estaba saliendo el agua. El grito captó la atención del
resto de compañeros, y a continuación surgió una estampida. Todos
abandonaron el aula de forma caótica y atropellada. Solo quedaron
ellas dos.
—Así que has vuelto —dijo Mika con voz solemne—. Umi
cumplió con su cometido y te encontró —continuó—. Me ha sido
muy útil. Una perfecta marioneta.
—No te perdonaré por lo que me hiciste, hermana —contestó
Umi con una voz que no parecía la suya—. Por tu culpa he estado
encerrada en esa muñeca, he tenido que presenciar la decadencia de
mi hogar, asistir a la muerte de padre..., y eso jamás te lo perdonaré.
Umi se levantó del asiento con la mirada fija en Mika, y con
tal expresión de rabia que comenzó a levantar los brazos mientras
aumentaba la cantidad de agua que emanaba de ella. Su apariencia
empezó a tornarse en la de alguien distinto. Ya no era Umi en su
aspecto físico, sino la desaparecida Makoto Himura, que la había
poseído para escapar de la muñeca kokeshi y así poder vengarse de
su hermana.
—Sí, te encerré en aquella muñeca —dijo Mika mientras se levantaba y se posicionaba frente a Makoto. Su aspecto también se
empezó a modificar por el que le correspondía en realidad: el espíritu de la hermana fallecida de Makoto Himura—. Tú trajiste la
desgracia a la familia —continuó alzando la voz, cargada de ira—.
Asesinaste a madre al nacer y me separaron de padre por tu culpa.
Escapé para volver a casa, pero no lo conseguí. Solo quería que sufrieras, que pagaras por lo que me has hecho. Llevo años vagando
e intentando destruirte, pero no puedo entrar en mi antiguo hogar
porque me expulsaron de allí. Pero por fin te tengo.
Mientras terminaba de pronunciar estas palabras, Mika sonrió y
a continuación abrió la boca de una forma macabra, imposible de
imitar por cualquier ser humano, pues se le rompería la mandíbula.
Comenzó a exhalar por su boca humo negro y denso que rápidamente invadió la estancia.
De repente, humo y agua se mezclaron en un torbellino de rencor e ira, hasta que todo cesó y culminó con la destrucción del mobiliario del aula donde se había originado el fenómeno.
Los compañeros de Umi y Mika veían aterrados desde la entrada del instituto lo que estaba sucediendo. Algunos lloraban, otros
hacían llamadas desde sus teléfonos a los servicios urgencias y a
familiares.
—¿Qué es esto de aquí? —Al jefe de bomberos que había entrado en el edificio para localizar si había heridos le había llamado
la atención algo que se encontraba entre los escombros del aula. Se
trataba de una bonita muñeca kokeshi.
Onna Benshi
John Saga
«Con la introducción del racionalismo occidental,
todos los fantasmas y los aparecidos
de las historias antiguas del Japón
han muerto.»
Sanyūtei Enchō I en su monólogo
Tōkaidō Yotsuya Kaidan
—Dicen que el olvido es aún misterioso y que el recuerdo escapa más allá de los límites del poder y el mundo de los espíritus. Es
así como funcionan estos nuevos puentes largos y estrechos, como
una cuerda colgada entre dos construcciones, la del pensamiento
y la memoria, que van y vuelven como ruiseñores entonando el
primer canto primaveral sobre la inmensidad del bosque de Aogikahara, siempre en busca de las historias que puedan conformarnos
o confirmarnos como sujetos.
»Sujetos al recuerdo y a la frustrante reconstrucción bárbara del
malentendido almacenista de memorias: el cerebro. Por eso, algún
occidental nos creía una cuerda tendida sobre un abismo monstruoso al que no habría que mirar, porque estamos parados siempre
sobre un trecho frágil, un puente que en Tōkaidō se ha despojado
de sus fantasmas, pues ya no es destino ni estación, sino solo una
cuerda tensa y dispuesta a ceder con el más mínimo temblor de
las estructuras. Por eso son tan emocionantes las ficciones, ¿no lo
cree? Las hacemos embonar perfectamente con los recuerdos y nos
pasamos así la vida entera, confundidos e ilusionados con ello. Pensando de manera idéntica sobre lo que leímos un día y lo que pasó
un día.
La cuerda sagrada (Shimenawal)
Àngels Gimeno
Arrodillada frente al kami, Miko renovó sus diarias ofrendas en
el pequeño altar: arroz, agua, sal, un poco de sake… Pero en aquel
altar no había ninguna alegoría a sus antepasados, su altar era mucho más vital. Allí, desecados y curtidos, colgaban los cordones
umbilicales que sus manos hábiles habían anudado y cortado a lo
largo de su vida ejerciendo como comadrona en la pequeña aldea
nipona, tan alejada de ese mundo urbanita que llamaban civilizado.
Miko era una chamán. Desde la infancia, su madre y su abuela
la habían adiestrado haciéndola partícipe de seculares conocimientos basados más en la experiencia que en magia alguna, aunque no
pocos en la aldea le atribuían poderes mágicos. ¿Cómo explicar, si
no, que a Miko le bastara con sostener la muñeca de un enfermo
para captar su pulso y casi de inmediato determinar qué órgano de
su cuerpo fallaba? Mientras en un almirez molturaba hierbas, algas
y setas que solo ella conocía, canturreaba extrañas salmodias que
la ponían en contacto con los espíritus de sus antepasadas para que
la guiaran, porque la suya era una magia absolutamente femenina.
En aquella familia los hombres habían tenido el mero papel de ser
elegidos para la procreación. No había constancia de que hubieran
parido ningún hijo varón, parecían seleccionar el momento justo en
que la fecundación daría origen a una mujer, se rumoreaba que así
debían hacerlo para mantener la sabiduría de la estirpe chamánica.
Pero el imparable avance de los tiempos se imponía, y la última
descendiente de la familia, la dulce Ayami, había estudiado biología marina. Viajaba por todo el archipiélago ejerciendo su profesión
sin querer adentrarse ni mucho menos participar del enigmático
mundo de sus antepasadas, donde todo tenía un valor simbólico y
trascendente. Para ella, si una especie marina desaparecía, era por
contaminación de las aguas, por falta de su alimento natural o por la
maldita radiación de Fukushima. No compartía la creencia de que
un dragón abisal, enfurecido por la falta de respeto mostrada por los
humanos, hubiera emergido para engullir su alimento tratando de
condenarlos al hambre, a la extinción.
Abuela y nieta habían vivido muy unidas. La madre de Ayami
murió muy joven, engullida por el mar que de vez en cuando re-
clamaba un tributo, una víctima. La abuela sabía que sus propios
óvulos eran el origen de su nieta y eso quedaba patente hasta en el
gran parecido físico que existía entre ambas, pero la educación escolar recibida por la joven la colocaba en las antípodas de ella, sin
menoscabar el profundo cariño y respeto mutuo que ambas sentían.
Miko, la anciana, controlaba su intensa preocupación. Había recibido una llamada telefónica de Ayami y su simple tono de voz le
advertía que algo no iba bien, que la joven estaba triste, y eso era
inconcebible. Dentro de un par de meses iba a contraer matrimonio
con Kuro, un ingeniero que trabajaba en Tokio, atractivo y talentoso, con la particularidad de haber nacido en la misma aldea que
Ayami. La abuela recordaba bien haber asistido a la madre de Kuro
en el parto, lo difícil que este había sido. El bebé venía de nalgas
y Miko tuvo que emplear todos sus conocimientos para conseguir
cambiar la postura del bebé dentro del propio útero, sin dañarle en
absoluto y que naciera de cabeza, algo que muy pocos ginecólogos
conseguían. Pero como todo el mundo repetía, las manos de Miko
eran mágicas y obraban prodigios.
Miko sintió siempre una predilección especial por Kuro, el niño
difícil, que frecuentaba su casa y compartía juegos con su nieta.
Con el paso de los años los estudios en distintas facultades separaron a los jóvenes, pero les bastó tropezarse un día en una fiesta en la
ciudad para que los viejos sentimientos adormecidos revivieran de
golpe con tal fuerza que se hicieron novios y, ansiosos, iniciaron los
preparativos para casarse cuanto antes. Ayami estaba radiante, la
felicidad escapaba por sus bellos ojos, su piel resplandecía. Cuando
hablaba con su abuela reía a carcajadas pese a la severa educación
impartida a las muchachas, quienes debían contener y disimular
siempre sus emociones, especialmente si estas eran tristes, para no
hacer sufrir ni incomodar a sus interlocutores. Generosidad en grado sumo, contener el propio dolor para no contagiarlo a otros.
La abuela oyó el ronroneo de un motor, se acercó a la ventana
de la casa de madera y vio a su nieta descender de un coche pequeño. Aquella niña no había tenido problema en sacarse un carnet de
conducir, como tampoco lo había tenido para conseguir un título
universitario y trabajar codo a codo con hombres. Era decidida y
competitiva, pero no había perdido su encanto natural de mujer, sus
modales sutiles y delicados que de golpe borraban la época en la
que se movía para convertirla en una joven ansiosa de agradar a la
persona que tuviera delante, como pudiera hacerlo una geisha en el
ritual del té o tañendo las cuerdas de un koto.
Ayami se acercó a la casa cubierta con un grueso abrigo; hacía
frío, soplaba un viento helado que anunciaba la llegada del invierno.
Ambas mujeres se fundieron en un apretado abrazo con el que se
transmitieron mucho más que con multitud de palabras. Pocas explicaciones necesitaba la intuitiva abuela, pero Ayami no regateó el
relato de su frustración, de su ruptura. Quizás necesitaba exorcizar
su dolor y nadie mejor que su abuela para comprenderla.
—Kuro me ha dejado —explicó con sencillez—. La hija del
dueño de su empresa se ha fijado en él y el padre ve con buenos ojos
esa relación. Sabe que Kuro es un magnífico ingeniero y que será
fiel al espíritu de su corporación y la engrandecerá. Kuro se deja
querer, me ha confesado que no está enamorado de esa mujer, pero
es la gran oportunidad de su vida. He aceptado su explicación, la
cosa no tiene remedio y prefiero mantener mi dignidad intacta, no
rebajarme. No he aceptado seguir viéndonos como él me proponía,
le amo demasiado para aceptar ser solo una concubina.
—¿Cuándo es la boda de Kuro? —preguntó Miko con una voz
exenta de matices, tan fría como el viento que soplaba en el exterior.
—Ya debe de haberse celebrado, esta es su noche de bodas, la
noche que debía compartir conmigo, pero estará en brazos de otra
mujer. No soportaba seguir en la ciudad, he venido a refugiarme
aquí, contigo. En estos momentos deseo morir, y a mí misma me
digo que Kuro no es digno de mi dolor, él ha escogido su camino
olvidando todos los lazos que tantos años nos han unido… Hemos
compartido juegos, ilusiones, un gran amor, al menos por mi parte.
Ayami hablaba atropelladamente mientras las lágrimas caían sin
freno alguno, sus mejillas brillaban por gotas que se encharcaban
sobre la mesa cuadrada, las dos mujeres acuclilladas sobre los almohadones que, poco después, extendidos, serían los tatamis que
acogerían su sueño, aquel día plagado de pesadillas. Todo en la casa
era simple, de una belleza sin artificios, tan austera que serenaba el
alma.
La abuela escuchaba en silencio, como si meditara. Su rostro
impasible no revelaba enojo, ella también era capaz de disimular la
profunda ira que agarrotaba sus entrañas.
—Voy a prepararte una sopa que te confortará —dijo con naturalidad, levantándose para acercarse al pequeño hogar.
Ayami asintió con la cabeza. No tenía hambre, pero no quería
molestar a la abuela despreciando el alimento que sin duda iba a
prepararle con todo el amor.
Niko se acercó a su pequeño altar y tomó algo de él. Ayami,
absorta en su tristeza, no se percató de ello. Tampoco dio importancia al canturreo de la abuela mientras majaba algo en un almirez.
Transcurrió un tiempo y Ayami no tardó en tener ante sí un cuenco
conteniendo sopa.
—Come, Ayami, esto te relajará, confortará tu estómago y tu
alma.
—Itadakimasu. —La joven no olvidó el obligado «recibo con
gratitud» que merecía el cuenco ofrecido por su abuela. Introdujo
la cuchara en el caldo y agitó algo oscuro; parecía una raíz, quizás
un alga desecada—. ¿De qué es esta sopa? No reconozco el sabor.
—Le he puesto un trozo de raíz especial, mastícala despacio,
desmenúzala con tus dientes.
La muchacha se encogió de hombros, le daba igual comer que
ayunar, pero tenía frío y la sopa estaba caliente, un calor que se
transmitía a la mano que sostenía el cuenco. Le fue fácil masticar
aquella raíz y la tragó sin problemas. Si la había cocinado su abuela, seguro que era perfecta para aliviar la tensión de su estómago,
vacío desde hacía un montón de horas.
Una dulce somnolencia la invadió. La abuela la acunó como
cuando era una niña. Seguía siendo huérfana, y confortada por
aquel contacto, envuelta por el aroma familiar que exhalaban las
maderas de la casa, no tardó en dormirse sobre el tatami de paja de
arroz. Estaba exhausta, demasiadas emociones negativas acumuladas en los últimos tiempos. La abuela seguía canturreando algo
que no era una nana, quizás fuese la llamada para contactar con el
universo ancestral y mágico en el que ella sí creía.
A muchos kilómetros de la cabaña, Kuro permanecía con los
ojos muy abiertos en la suite nupcial del lujoso hotel donde se había
celebrado la cena y la fiesta de esponsales. A su lado, la flamante
esposa dormía y dormía plácidamente. Si estaba cansada, no era
por ajetreo sexual alguno.
Habían iniciado el juego amoroso con una activa participación
de la novia, pero sus esfuerzos resultaron inútiles a la vista del falo
arrugado de su pareja, que no parecía el de un hombre con menos
de treinta años. Decepcionada, pero aceptando que Kuro estuviera
agotado (demasiada tensión en aquella jornada donde se pretendía
que todo saliera perfecto), le besó y se tendió a su lado. El sueño no
tardó en invadirla, ella también estaba muy cansada. A la tensión de
los últimos días se añadía aquella jornada sobre unos zapatos con
tacón de aguja, altísimos, un vestido blanco con corsé apretado al
estilo occidental y un peinado tan elaborado que las horquillas le
torturaron. No importaba que aquella noche las cosas no discurrieran como ambos deseaban, al día siguiente se resarcirían y todo el
tiempo del mundo sería suyo.
Kuro, profundamente molesto y humillado, comenzó a sentir un
intenso dolor en el abdomen. Se inició justo detrás del ombligo,
como si le hubieran clavado un tanto, la pequeña daga de apenas
treinta centímetros que en tantas películas había visto utilizar a los
samuráis que recurrían al suicidio ritual para lavar su honor, algo
que los jóvenes japoneses solo conocían ya por la literatura o el
cine.
Temió tener las tripas henchidas de gases, algo del fastuoso menú
pagado por su suegro debía de haberle sentado fatal. Temeroso de
no poder contener una explosión de ventosidades apestosas que podrían estropear aún más una noche de bodas en la que había hecho
el ridículo, se levantó tambaleante para dirigirse al cuarto de baño.
Cerró la puerta tratando de no hacer ruido. La luz muy brillante
se encendió sin necesidad de pulsar ningún interruptor, era una luz
fría que reverberaba sobre las baldosas blancas y hería los ojos. El
dolor se agudizaba, ansiaba sentarse en la taza del sanitario para
intentar liberar sus doloridos intestinos, no sabía de qué, mientras
violentas arcadas subían de su estómago a la garganta. No consiguió llegar junto al sanitario, cayó al suelo carente de fuerzas, su
espalda desnuda apoyada contra la pared.
El frío más intenso se apoderó de su cuerpo, lo sintió subir por
los pies reptando como una culebra hasta el pecho mientras sus
manos oprimían el abdomen. Intentó gritar, quizás para pedir socorro, pero ningún sonido logró traspasar las paredes del baño, bien
diseñado para no transmitir incómodos ruidos al dormitorio donde
su pareja dormía plácidamente.
El dolor se agudizaba, no cedía, le atenazaba como un garfio de
matarife. Gimió y notó que sus manos comenzaban a mojarse. Las
miró horrorizado, estaban manchadas de sangre… Sin poder dar
crédito a lo que sus ojos apenas alcanzaban a ver, como inmerso en
el pánico de una niebla densa, sintió que su vientre se abría como
hendido por la daga ritual y las tripas escapaban incontenibles, liberadas del duro cinturón muscular.
¿Qué droga le habían administrado, qué veneno había tomado?
En el menú nupcial no se había servido pez fugu, era un manjar tan
caro como de difícil elaboración y su suegro no iba a correr semejante riesgo.
Con la espalda semiapoyada contra el muro, su cuerpo se convulsionó como si estuviera pariendo sus propios intestinos, que escaparon de la cavidad abdominal para rodear sus piernas como una
cuerda maldita, irrompible. La sangre era como una isla roja sobre
las baldosas blancas en la que Kuro era el centro.
Muy lejos de allí, Miko acarició los cabellos negros de su nieta
la científica, para quien la magia solo era real en los cuentos que le
explicaba la abuela antes de dormir.
Dirigió una última mirada a su pequeño y singular altar donde
faltaba un cordón umbilical: el de un niño cuyo parto de nalgas ella
asistió con exquisito cuidado. Nadie se daría cuenta de ello, nadie
sabría nada y la vieja chamán se mostraría hermética e impasible
en aquel tiempo donde ya nadie creía en poderes sobrenaturales,
porque imperaba la más avanzada tecnología.
Nieve
Marta Sebastián Valverde
Empezó a nevar a principios de diciembre. Primero fue una nevada
suave que apenas cuajó. Luego se formó una pequeña capa, suficiente
para que los niños jugaran a tirarse bolas de nieve de camino a la escuela.
Después, las carreteras se empezaron a volver peligrosas. Daba igual las
veces que pasara la quitanieves, en seguida se volvían a llenar. A lo largo
de los días la capa que cubría el suelo se fue haciendo más gruesa. En algunos puntos casi llegaba a la cadera de un hombre adulto. Incluso andar
se hizo peligroso. Las escuelas cerraron. Se lanzaron recomendaciones
para que la gente se mantuviera en casa. Primero se creó un servicio de
comida a domicilio por parte de los supermercados para que la gente no
tuviera que exponerse para comprar comida. Después, incluso eso dejó
de funcionar.
Hiroto tenía juegos para entretenerse. Su ordenador, su Nintendo, el
tangram de madera de su madre, Kaiya, pinturas, libros y mangas. Su madre le leía historias por la noche y a veces jugaban juntos. Los primeros
días no se aburrió. Quería volver a la escuela, quería volver a ver a sus
amigos, pero en casa no se estaba tan mal.
Lo único malo era que no podía salir. La capa de nieve era más alta
que él y su madre insistía en que hacía demasiado frío. Le habría gustado
hacer muñecos o tirarse bolas de nieve. Estar encerrado en casa empezó a aburrirle. No le interesaban los videojuegos, jugar con su madre le
cansaba porque parecía que ella nunca se enteraba de las reglas. Le dolía
la cabeza y apenas podía concentrarse leyendo. Echaba de menos a sus
amigos, echaba de menos estar con otros niños. Se descubrió a sí mismo
mirando por la ventana deseando que apareciera alguien con quien jugar
por el horizonte. Aunque estuviera hecho de nieve. Aunque fuera tan frío
como los carámbanos que colgaban de su tejado.
Pasaron las semanas. La ola de frío empezaba a ser demasiado larga.
Hiroto se aburría, preguntaba continuamente cuánto quedaba para volver
a clase, pero su madre no sabía responder. A veces la luz se cortaba durante días y con ella la calefacción. La comida se acababa poco a poco.
Habría muchas otras familias en una situación similar, pero resultaba imposible abrirse un camino entre la nieve para rescatarlas. Parecía que cada
vez que se apartaba venía más a ocupar su lugar. Parecía que se iban a
quedar congelados allí o muertos de hambre.
Habían pasado cerca de dos semanas cuando se oyeron golpes en la
puerta. En ese momento madre e hijo estaban viendo la tele. Se miraron
por un momento, intentando discernir si el golpe venía del aparato o de
algún lugar de la casa. Tras un rato de desconcierto volvieron a centrar
sus ojos en la pantalla. Hiroto se arrebujó en su manta. ¿Quién podría
estar llamando a su puerta con esa capa de nieve, de todas formas? Era
imposible.
Pasado un rato se oyeron los golpes otra vez. Esta vez no cabía duda.
Su madre se levantó y fue a comprobar qué había hecho ese ruido. Miró
por la ventana y no parecía haber nadie. Sería una rama o una piedra
que se hubiera chocado por… ¿qué viento? Se quedó allí un buen rato,
pensando qué hacer. Cuando se volvieron a escuchar los golpes, abrió la
puerta.
Se abrió con sorprendente facilidad. Kaiya estaba segura de que se
tenía que haber atascado por la cantidad de nieve que había fuera. En ese
momento se apagó la tele. Se había vuelto a ir la luz.
Entró una niña de la misma edad de Hiroto. Se quitó los zapatos y
los dejó a la entrada. Kaiya cerró con rapidez para evitar que se saliera
el poco calor que quedaba dentro de casa, pero no pudo evitar quedarse
helada de repente.
La chica era muy pequeña y delgada. Tenía la piel muy pálida y el pelo
muy negro. Sus ojos eran muy grandes y su cara, alargada. No vestía de
forma adecuada a la temperatura, desde luego. Su chaqueta parecía más
adecuada para las noches de verano que para el invierno y ni siquiera
llevaba un jersey debajo. Llevaba pantalones largos, pero el calzado que
había dejado a la puerta eran sandalias.
—¿Estás bien? ¿Te has perdido?
La niña asintió. Miraba a todas partes como perdida en un sueño. Hiroto se acercó a la puerta, curioso.
—¿Cómo te llamas? ¿Quiénes son tus padres?
—Me llamo Tsurara —dijo la niña con un hilo de voz—. Mis padres
están lejos.
Kaiya sacó el móvil, esperando que al menos hubiera cobertura.
—¿Cuál es tu apellido?
—Yokimori.
—¿De dónde vienes?
—De… Kaneyama.
—¿Cómo has llegado aquí?
—Me perdí… —y se miró los pies.
Kaiya llamó a la policía, pero nadie respondió. Probó varias veces,
pero ni siquiera parecía llegar señal.
—¿Te quieres quedar con nosotros mientras vienen? —preguntó Hiroto.
Aquello sí que eran malas noticias. A saber cuánto tiempo duraría
aquella maldita ola de frío. Como tuvieran que estar mucho tiempo sin
comida se morirían de hambre los tres. Y era muy raro que hubiera aparecido allí, sin sus padres ni nadie. Y encima desde Kaneyama… Pronto
tendrían que empezar a buscar a sus padres. Tendría que poner mensajes
en las redes sociales, contactar con la prensa… No tenía demasiadas esperanzas en que estuvieran vivos.
Mientras ella se mordía los labios pensando qué hacer, Hiroto y la niña
empezaron a hablar de forma muy animada. Kaiya sonrió. Al menos su
hijo ya tenía alguien con quien jugar. No podía quedar tanto tiempo para
que la ola de frío cesara, ¿verdad?
Aquella noche no tuvieron demasiada comida para cenar. El tiempo
sin ir a la compra se notaba. Y su invitada tenía un apetito voraz. ¿Habría
pasado algún día sin comer la pobre criatura? La comida estaba fría, pero
Tsurara no se quejó y agradeció mucho el recibimiento. Le dejaron para
dormir el saco que había sido del padre de Hiroto. Él ya no lo iba a usar,
de todas formas.
A la mañana siguiente, Tsurara se ofreció a ir a la compra. Kaiya se
lo prohibió varias veces, pero la niña no paraba de insistir. Estaría bien,
decía, se sabía el camino. Kaiya estaba convencida de que no podría salir
y de que, si lo hiciera, no podría volver a entrar. Aunque tanta fue la insistencia de la niña que al final tuvo que ceder y le dio dinero para comprar
fideos y algo más. La vio salir, segura de que no podría encontrar el camino de vuelta, pero dos horas después volvieron a llamar a la puerta. Había
regresado con comida. Aquello parecía cosa de espíritus.
La ola de frío se prolongó algo más de un mes. Hiroto se pasaba el
tiempo jugando con su nueva amiga. A veces hablaban casi en susurros,
se contaban historias de miedo o competían para ver quién era mejor a
los videojuegos. Parecía una niña normal si no fuera por el frío que hacía
siempre a su lado, junto al hecho de que esperara a que su comida se enfriara en el plato. Kaiya también estaba segura de que no se bañaba con
agua caliente, si bien ese no era asunto suyo.
La nieve siguió fuera durante unas semanas más. En las noticias vie-
ron cómo había familias enteras que tenían que haber sido rescatadas de
su propia casa. Los niños vivían ajenos a ello, pero a Kaiya le preocupaba.
No era normal que aquello durara tanto. La escuela permaneció cerrada
más de un mes. Por mucho que preguntaba a la policía, no era capaz de
averiguar el paradero de los padres de la niña que se había alojado en su
casa. Su nombre no figuraba entre los alumnos de ninguna escuela de Kaneyama, ni siquiera el apellido Yokimori figuraba en ninguna parte. Podía
ser que la niña mintiera, pero ¿para qué? ¿Qué sentido tendría quedarse
en casa de gente a la que no conocía de nada? ¿Acaso quería huir de sus
padres? Cuando llegara la primavera investigaría más a fondo. A veces se
sentía mal por ver a esa niña como alguien tan sospechoso. Con lo bien
que se lo pasaba con su hijo… Pero todo, desde su origen hasta su aparición, pasando por sus modales, estaba sumido en el misterio.
Cuando al fin se volvió a abrir la escuela, Hiroto fue con lástima. Desde que conoció a Tsurara dejó de echar de menos a sus amigos, y la perspectiva de volver a verlos no le hacía ninguna ilusión. Él quería quedarse
en casa con su nueva amiga. Cuando terminaban las clases y las actividades extraescolares volvía ansioso. A veces incluso se olvidaba de estudiar,
con lo que se ganaba severas reprimendas por parte de su madre.
El tiempo pasó. Poco a poco fue haciendo menos frío. La nieve se
descongeló por completo, los cerezos florecieron, empezaron a llevar
chaquetas cada vez más finas. Kaiya seguía siendo incapaz de encontrar
el origen de Tsurara e hizo lo posible por apuntarla a la escuela de Aga, al
menos, lo que quedaba de curso.
Cierto día, cuando de la nieve no quedaba ni el recuerdo, Tsurara se
volvió a ofrecer para hacer la compra. Hiroto quiso acompañarla, pero su
madre le hizo quedarse en casa haciendo los deberes. Pasaron las horas
y la niña no volvía. Dos horas, tres, cuatro. La llamaron al móvil, pero
estaba sin cobertura. Kaiya salió a buscarla pese a que no se encontrase ni
rastro de ella en el supermercado ni en el camino. Parecía haber desaparecido. Denunció la desaparición, llamó a la policía.
Pasaron los días, las semanas, los meses. No había noticias de ella.
Había aparecido de la nada y allí parecía haberse ido. Hiroto se pasó días
enteros llorando, mas se fue recuperando poco a poco. Volvió a hablar
con sus amigos, se concentró en la escuela, empezó a hacer actividades
por la tarde. En verano ya parecía haberla olvidado por completo. Pero
Kaiya no lo había hecho. Y ella tenía miedo.
Cuando volvió el invierno, volvieron las nieves, pero no llegaron a ser
tan altas como el año anterior. Kaiya estaba segura de que ocurriría algo
terrible, se pasó el invierno esperándolo, aunque no pasó nada. La niña
no apareció de nuevo como si fuera algún yōkai sediento de venganza.
Tampoco apareció al año siguiente, ni al que vino después. Poco a poco,
los dos se fueron olvidando de ella.
Pasaron los años. Hiroto creció y fue a estudiar a la Universidad de Tokio. Consiguió trabajo como ingeniero y se mudó lejos del pueblo. Solo
pasaba por allí algunos días en invierno visitando a su madre. El nombre
de Tsurara solo le provocaba recuerdos vagos, de alguien que había jugado con él de pequeño, alguien que de repente había aparecido y de repente
se había marchado. Un incidente, una anécdota que contar.
Cuando fue a casa de su madre con su pareja para presentársela, volvió
a caer una nevada como la de cuando tenía diez años. Volvieron a cerrar
las escuelas, volvieron a quedarse atrapados en casa. El pronóstico meteorológico anunciaba que solo duraría un par de días, a lo sumo tres, y
que pronto podrían volver a su vida normal. En todas partes había comparativas con la anterior, en Internet circulaban rumores de que aquello
era un signo de que se acercaba el fin del mundo, o que era cosa de yōkai
y mil estupideces más.
La primera noche se fue la luz. Hiroto fue incapaz de dormir y fue a
hacerse una infusión para relajarse. La nieve le traía muchos recuerdos.
De su amiga Tsurara, a la que había olvidado. ¿Dónde estaría ahora? ¿Habría encontrado a sus padres? Miraba por la ventana al paisaje helado
y solo podía pensar en ella. El frío que hacía siempre a su lado, que le
obligaba a estar siempre envuelto en mantas, su pelo negro, aquellos ojos
azules tan particulares. No podía creer que hubiera estado tanto tiempo
sin pensar en ella. La echaba tanto de menos…
Pegó un brinco al escuchar golpes en la puerta. Pensó que serían ilusiones suyas, pero no tardaron en repetirse. Abrió. Allí estaba. Había
crecido, igual que él. Era tan hermosa como la nieve que se acumulaba
fuera. E igual de fría. Se dieron la mano. Estaba helada, pero eso ya se lo
esperaba.
—¡Tsurara! —exclamó—. ¿Dónde has estado? ¿Cómo has vuelto? Te
he echado de menos…
—Has tardado mucho en volver a llamarme —respondió ella en voz
baja—. Pero ya no importa. No volverás a necesitarlo.
Poco a poco, paso a paso, ella le guio fuera, hacia la nieve. La ventisca
se hizo más fuerte. Si alguien hubiera mirado desde dentro de casa, habría
visto cómo el joven desaparecía nada más cruzar el umbral. Pero no había
nadie.
Al día siguiente, Kaiya se despertó pronto. Se había quedado helada.
Encontró la puerta abierta y ante ella los zapatos de su hijo.
Canción de madera
Laura Cr.
Hacía semanas que me aterraba dormir, pues al despertar no veía otra
cosa que una imagen de mí misma colgada del techo. Cada noche, al
poco de meterme en el futón, las sotoba más antiguas del cementerio de
enfrente empezaban a sacudirse con fuerza por el viento de otoño. Era el
sonido de la muerte, madera vieja tintineante, llamándome incesante…,
y a la mañana siguiente, de nuevo esa imagen borrosa de mi irrefrenable y próximo destino. Por fin, hoy domingo, he decidido hacer algo. He
cogido el tren hasta Shinjuku; en el Donki más grande y bullicioso he
comprado una cuerda gruesa. De vuelta a casa he leído los tutoriales más
fiables de nudos de horca. Con los pies al borde del kotatsu y la cuerda al
cuello, espero que comience mi particular canción de llamada a la muerte; cuando oigo los primeros choques de madera me lanzo al vacío en mi
comedor, aliviada, tranquila…, hasta que la veo. Me mira fijamente, casi
burlona, tal y como me la imaginaba en los cuentos de terror del colegio:
una mujer prehumana, de cuello antinatural y serpenteante. Me sacudo
con rabia, comprendiendo que ella era la imagen que me atormentaba y
no una visión de mí misma, pero ya es tarde. No veo, solamente oigo la
madera chocar. Ahora, más que a música, suena a la burla de esa maldita
de cuello largo y deforme, el único ser testigo de mi absurdo final.
Santuario
Hernán Ruiz
«¡Joder, qué calor!», fueron las palabras más repetidas por Julián en la
mañana del 6 de junio de 2016. Aquel calvario climático no era soportado
tan solo por él, sino que a esta agonía se sumaban Mateo, su mejor amigo;
Félix y la pareja de este, Ainhoa, de quien no se libraba ni para ir al baño.
Los cuatro se encontraban en Kioto, la ciudad con más encanto de
Japón para aquellos que prefieren lo tradicional e histórico a lo urbanita
y futurista.
Julián, Mateo y Félix se resguardaban del incesante calor del mediodía
en el interior de una de las tiendas de souvenirs localizadas en las cercanías de Kiyomizu-dera, una de las visitas imprescindibles de la región.
Mientras Ainhoa buscaba un regalo para su madre, su tía, sus amigas, su
perrita y a saber para quién más, los tres amigos debatían sobre qué exótico lugar sería el siguiente al que acudirían.
—Yo digo de hacer un tour por el Kinkaku-ji y el Ginkaku-ji —propuso Félix.
—Si hubieses estado los días que quedamos para organizar el viaje en
lugar de hacer caso a todas las peticiones de tu insufrible «esposita», quizá te hubieses enterado de que visitar el Pabellón de Oro y el de Plata más
allá de las doce es una idea nefasta. Más que nada porque ambos cierran
sus accesos al público a primera hora de la tarde —le reprochó Julián.
—Tampoco hace falta que te pongas así, solo intentaba contribuir.
La tensión entre Julián y Félix era más que evidente después de pasar
siete días en Tokio, ciudad donde Ainhoa había restado más que aportado
a las vacaciones por culpa de sus continuas quejas, faltas de respeto dirigidas al calzonazos de su novio y la pérdida de trenes a consecuencia de
sus tardíos amaneceres.
Mateo no tardó en romper la tensión aportando una de sus ideas:
—Dicen que lo más increíble de Kioto es la visita al santuario Fushimi
Inari. Yo ya estuve hace cuatro años y me pareció fascinante. Propongo
que vayamos después de comer para hacer la primera parte del recorrido
de día y la segunda de noche, así podremos disfrutarlo de ambas formas.
Como a Julián lo único que le apetecía era intentar olvidar las estupideces de la pareja y seguir con su viaje, este asintió a Mateo y se encaminaron hacia la estación central, no sin antes parar para comer un suculento
okonomiyaki en uno de los restaurantes que pillaban de paso.
Después de que Félix acudiese al baño debido a su intolerancia a la
gastronomía japonesa, los tres amigos y la cuarta viajera en cuestión cogieron el tren que los ponía rumbo a Fushimi Inari. Durante el trayecto,
Mateo, nombrado guía y traductor durante las vacaciones, amenizó el
recorrido explicándoles a sus acompañantes que el santuario que estaban
a punto de visitar fue uno de los aspirantes a convertirse en maravilla del
mundo. Esta candidatura se debió a que su itinerario, diferente a cualquier
otro, se caracteriza por el asentamiento de numerosos torii, arcos tradicionales japoneses que forman un largo y rojizo pasadizo que tarda en
recorrerse unas dos o tres horas a pie.
Tras bajarse del tren, Mateo hizo gala de su dominio del japonés al traducir a sus colegas uno de los carteles luminosos colocados en el andén:
«El distrito de Fushimi-ku puede sufrir apagones eléctricos en las próximas horas a causa de los daños que dejó tras de sí el temporal del pasado
4 y 5 de junio. Disculpen las molestias».
—Con nuestra suerte, fijo que se apagan las luces del Gimari o como
se llame cuando sea de noche —satirizó Ainhoa.
—¿Y si te callas? Gracias… —replicó Julián, sin esperar respuesta por
parte de la acoplada del viaje.
Tras una hora de caminata por el santuario de Inari, los nervios de
Julián volvieron a ponerse a prueba gracias a Ainhoa, quien retuvo a Félix
durante más de media hora para que le hiciese todo un book de fotos a
cada paso que daban.
—Piensa en positivo, tío. Por lo menos se ve que la muchacha disfruta —comentó Mateo—. Además, el santuario está prácticamente vacío y
podemos pasear a nuestro antojo sin la molestia de otros turistas.
—En eso tienes razón, pero te juro que me saca de mis casillas —espetó Julián—. Por su culpa vamos a ver casi todo el camino de noche y
encima los putos mosquitos me están comiendo vivo. ¡Vamos, coño, que
nos van a dar las uvas aquí y todavía nos falta más de una hora para dar
la vuelta!
—¡Que sí, cansino!—exclamó Ainhoa—. ¿No ves que tu amigo es un
inútil y no sabe sacarme bien en ninguna foto?
—Esta es una maltratadora psicológica, y nuestro amigo, gilipollas —
susurró Julián a Mateo—. Vamos tirando tú y yo, y si quieren seguirnos,
que nos sigan.
Una hora después, los cuatro llegaron al punto más alto del santuario,
donde varias lápidas, estatuillas de diferentes tamaños que rendían culto
al dios Inari y toda una retahíla de pequeños torii de madera mostraban
una imagen imborrable, la de un rincón del mundo donde reinaba la paz
total, una paz que estaba acompañada por los sonidos de los grillos y de
algunas cigarras que insistían en recordar el calor que hacía incluso a esas
horas de la tarde.
—Ahora lo que debemos hacer es subir estas escalerillas para lanzar
una moneda al interior del templete y pedir un deseo. El que yo realicé
hace cuatro años se cumplió, que era volver a Japón, así que ahora que
sabéis que se hacen realidad, será mejor que os penséis muy bien qué
pedir —explicó un entusiasmado Mateo entre jadeos.
Julián subió el primero, seguido por Félix y Mateo. Los dos novatos
realizaron el ritual religioso acorde a las instrucciones de Mateo, mientras
que Ainhoa decidía que era el mejor momento para hacerse un selfie.
Antes de descender, Mateo se fijó en un papel rugoso que recogía un
breve mensaje: «Lo siento, lo siento y lo siento… No podía hacerme cargo de ti. Soy una deshonra. Lo siento». Pese a no entender muy bien lo
que ocurría, Mateo quiso compartir aquellas palabras con Julián para ver
si este daba con una reflexión que le pudiese resolver su inquietud acerca
del mensaje encontrado.
—No sé, quizá se trate de un pobre hombre que intenta redimir su
culpa tras haber abandonado a su mascota, ¿no? Es lo único que se me
ocurre.
—Puede ser, tendría sentido... Este lugar está repleto de gatos —respondía Mateo a la vez que encontraba en Julián un movimiento de asentimiento con la cabeza—. Aun así, me mosquea el hecho de que el mensaje
parece muy viejo y deteriorado. No tiene sentido que un papel así no se
retire de un templete que sirve solo para recibir plegarias y monedas.
—No me comas la cabeza, tío, y pongámonos en marcha, que la noche
ya ha caído y quién sabe lo que vamos a tardar en bajar por culpa de la
«penumbra» —comentó Julián mientras clavaba su inquisidora mirada
en Ainhoa, dando a entender que el ritmo del descenso no lo marcaría la
falta de luz, sino ella, ya fuese por sus continuas paradas o a causa del
inapropiado calzado que había elegido para la ocasión.
Quince minutos después de haber reanudado la marcha, Mateo resbaló
y cayó al suelo arrastrando a Julián consigo unos cuatro o cinco peldaños
hacia abajo.
—¡Joder, vaya hostia os habéis dado! ¿Estáis bien? —preguntó Félix
mientras ayudaba a Mateo a levantarse.
Las carcajadas de Ainhoa enfurecían más a Julián de lo que era en sí
la propia caída.
—¿Qué haces, tío? ¿Es que no sabes mirar al suelo?
—Perdóname, es que me pareció ver a alguien entre los árboles de allí.
—El dedo índice de Mateo apuntaba a una zona boscosa donde lo único
que se podía vislumbrar era la espesura de la vegetación.
—¡Dejaos de chorradas! ¡Quiero irme de aquí! Creo que ya hemos pasado suficiente tiempo en esta supuesta «maravilla del mundo». —El tono
de Ainhoa dejaba entrever que ni le gustaba ese santuario ni la compañía,
ni el factor de nocturnidad que agitaba cada vez más su estado de ánimo.
Pocos minutos después de aquel «avistamiento», las luces que se reflectaban contra las rojizas columnas de los torii se apagaron en un abrir
y cerrar de ojos, dejando a los cuatro amigos a oscuras.
—Me cago en su… —Julián levantó el puño y lo apretó con gesto
de aguantar la rabia que estaba conteniendo en su interior—. A ver, ¿a
alguien le queda batería en el móvil para encender la linterna?
—Estaba claro que iba a ocurrir en el peor momento —lamentó Félix,
presintiendo el berenjenal que estaba a punto de montarle Ainhoa en medio de un bosque laberíntico—. Qué va, tío, yo no pude cargar el móvil,
le dejé el adaptador a Ainhoa anoche.
—Ya veo… Bien, Ainhoa, ¿te queda batería?
—El 2 %, así que va ser que no —contestó la joven.
—Gracias, «bonita». Sabía que servirías de mucha ayuda...
—No os preocupéis, yo lo tengo al 50 %. Como ya me conozco la
mayor parte de los sitios que estamos recorriendo, no estoy gastando demasiada batería con las fotos.
Mateo tomó el liderazgo de la expedición. Los cuatro bajaron en fila
india con algún que otro tropiezo. Félix aconsejó que cada uno fuese agarrado al hombro del compañero que tenía delante para evitar otro traspié
como el ocurrido hacía unos minutos. Fushimi Inari había pasado de ser
un paraje de ensueño a convertirse en una aventura inesperada y de muy
mal gusto. La razón se debía a los obstinados mosquitos y a las numerosas calzadas que se cruzaban entre sí, haciendo imposible averiguar cuál
era la ruta más rápida y directa.
—Nos hemos perdido. Si es que lo sabía, ¡no sé para qué coño vengo!
—protestó Ainhoa.
—Di que sí, que esto es lo que nos hace falta ahora mismo —gruñó
Julián —. Que la niña se ponga a tocar los cojones.
—Bueno, tienes que entenderla… Esta no es una situación fácil —objetó Félix.
—No es fácil ni para ella ni para nadie, Félix. Así que dejémoslo estar
y continuemos —contestó Mateo, siempre con su tono conciliador y sin
perder los nervios.
Al cabo de tres horas de marcha sin parar, Félix propuso que la mejor
opción que les quedaba era buscar un lugar donde pasar la noche y esperar a que el día trajese a nuevos turistas que evidenciasen cuál era el
camino a seguir para salir de allí. En vista de que esa era la única opción
que parecía aplacar los insoportables lamentos de Ainhoa, Mateo y Julián
aprobaron la idea de Félix y se dirigieron hasta un conjunto de lápidas que
se extendían por la ladera que nacía tras una fuente de agua natural de la
que todos, inesperadamente, bebieron sin rechistar.
Para suerte de Félix, Ainhoa consiguió dormirse al cabo de una hora.
Usó su chubasquero a modo de almohada sobre el hombro de su novio y
dejó de participar en la conversación que mantenía con los chicos acerca
de lo mucho que echaban de menos la comida española. Después de que
los tres decidieran que era el momento de intentar dormir y dejar de castigarse a sí mismos y a sus estómagos, Julián inició una pelea a golpes con
su mochila con el fin de encontrar la forma más cómoda para reposar su
cabeza sobre ella.
—Estoy hasta la polla. No consigo dormirme. Me voy a mear —se
quejó resignado Julián—. A ver si este paseíllo me relaja un poco.
—¿Quieres que te deje el móvil? Me queda el 5 % de batería —señaló
Mateo.
—Qué va, prefiero acostumbrarme a esta oscuridad. Vuelvo en seguida.
Julián se internó unos pasos en el bosque hasta tener seguro que nadie
iba a molestarlo mientras hacía algo más que bajarse la bragueta y mear.
Llevaba aguantándose desde que inició el ascenso y, como era de costumbre, nunca salía de casa sin su paquete de clínex. Una vez terminó y enterró sus desechos bajo tierra, Julián regresó al campamento improvisado.
—Oye, tío —llamó Julián a Félix chistando antes un par de veces—.
¿Dónde narices está Mateo?
—¡Ostras! Ni me había fijado. Me he debido de quedar sobado. —Félix se levantó lo más cuidadosamente posible con el fin de no despertar
a la bestia que dormía en el interior de su novia—. Será mejor que vayas
a buscarlo. Yo me quedaré aquí atento por si vuelve. Si le veo te pego un
silbido, ¿ok?
Julián recorrió durante varios minutos el camino que estaba escoltado
por los torii. Ya fuese en una u otra dirección, su amigo Mateo no aparecía, por lo que no le quedó otro remedio que adentrarse en el bosque.
Sin haberse alejado demasiado, Julián llegó hasta un estrecho afluente
donde se reflejaba la poca luz de la noche que dejaban entrar las hojas de
los árboles. Para su suerte, esa luminosidad era suficiente para entrever el
cuerpo de una persona que se encontraba erguida.
—Mateo, ¿eres tú? Tío, llevo un rato buscándote, podrías haber avisado de que te ibas a mear también —protestó Julián a medida que se
acercaba a su amigo—. ¿Mateo? No, no, no, no, no… ¡Dios mío, NO!
Julián se echó las manos a la cabeza. El miedo inundó su cuerpo, su
estómago se cerró de inmediato y sentía como si un nudo le estuviese
ahogando a la altura de la nuez. El joven no daba crédito a lo que estaba
viendo; se quedó inmóvil durante unos largos segundos, intentando despertar de aquella terrorífica pesadilla. El cuerpo de Mateo estaba mirando
en dirección opuesta a donde se encontraba Julián, pero su cabeza estaba
colgando hacia atrás, a la altura de su espalda, clavando sus ojos blancos
y sin vida en los de su amigo.
—¡JULIÁN! ¡VEN, JODER! —gritó Félix a pocos metros de donde
se encontraba Julián.
Este volvió a su ser y salió corriendo al auxilio de su colega sin poder
quitarse de la mente la imagen de Mateo. Cuando Julián llegó al campamento, entre la pareja y él se encontraba la figura de un ser que no llegaba
al metro de altura. Se trataba de un niño.
—¡Chicos, Mateo está muerto! —exclamó Julián, haciendo caso omiso al crío que estaba frente a él.
—¿Cómo? ¿Que Mateo ha muerto? —preguntó titubeante Félix mientras Ainhoa escondía su cara en el pecho de su novio y agarraba con fuerza su brazo—. No sé qué está pasando aquí, pero tenemos que irnos, ese
niño no es normal.
—¿Eres tú, papá? No quiero quedarme más tiempo aquí solo. Por
favor, papá, te juro que me portaré bien.
La voz de aquel niño sonaba tan dulce como tétrica. Sus palabras estaban cargadas de pesar, y antes de que ninguno de los tres pudiera reaccionar, el crío se giró y agarró la mano de Julián con una fuerza inexplicable
para un niño de su estatura.
—No me vas a abandonar, ¿verdad? Tú también vas a hacerme
compañía.
Julián se sorprendió no solo de la presión que estaba ejerciendo el niño
en su mano, sino de que aquellas palabras que oía no salían de su boca,
pues esta no se había abierto en ningún momento. El crío era claramente
japonés y vestía con un uniforme de colegio descuidado. Tenía una piel
tan blanca como la de un payaso maquillado y su estado era famélico,
como si llevase sin comer días e incluso semanas. Las cuencas de sus ojos
estaban vacías y allí donde debían estar los labios solo se veían pequeños
dientes pútridos.
—¡Suéltame, joder! —Julián tiraba de su mano y golpeaba al niño
con todas sus fuerzas. Parecía uno de esos sueños en los que sabes que
los golpes no hacen daño, como si el objetivo fuera invulnerable. Julián
consiguió librarse de la presa en el momento en que el niño recibió el
golpe del móvil de Félix en la cabeza, captado su atención por completo.
Aquel ser se puso a cuatro patas, gruñó y se abalanzó sobre Félix a una
velocidad casi imperceptible para el ojo humano.
—¡Salid de aquí, rápido! —gritó Félix mientras intentaba aguantar la
embestida del niño.
—Nadie se irá de aquí, esperaréis conmigo hasta que vuelva mi padre —ordenó con un tono grave y aterrador, muy distinto al que usó hace
unos instantes.
Ainhoa salió corriendo con lágrimas en los ojos y Julián le siguió,
vacilante, contemplando antes cómo el ser diminuto metía su brazo blancuzco en la boca de Félix, deformándola hasta dislocarla.
Pese a la inmensidad de aquel santuario, Julián supo encontrar a
Ainhoa por los chillidos que delataban su situación. Una vez se puso a su
altura, la agarró de la mano y la sacó del camino de los torii tirándola al
suelo y tumbándose a su lado.
—Será mejor que cierres la boca o ese hijo de puta nos va a encontrar
—susurró Julián a su desconsolada compañera.
—No me lo puedo creer… ¿Qué es esa cosa y por qué nos está asesinando?
—A mí también me gustaría saberlo, pero lo único que podemos hacer
ahora es salir de aquí, vivos y juntos.
—¿Crees que lo conseguiremos? —preguntó ella con ojos lacrimosos.
—No lo sé, pero haré lo posible por que así sea —garantizó Julián,
consiguiendo que Ainhoa esbozase una leve sonrisa de confianza.
Los dos permanecieron durante más de una hora allí, con las manos ta-
pándose la boca para evitar cualquier tipo de ruido que pudiese revelar su
posición. La luz del sol naciente comenzó a emerger, convirtiendo el cielo
negro en un azul esperanzador. Tras debatirlo durante unos minutos, los
dos decidieron que era el momento de correr e intentar encontrar la salida.
Al ponerse en pie, ambos pudieron ver al niño a un par de metros sentado sobre la calzada, entre dos torii, mirándolos fijamente.
—Papá vendrá pronto. Os quedaréis aquí hasta que vuelva.
Julián fijó sus ojos en Ainhoa, asintió con intención de indicar que era
el momento de correr, pero antes de iniciar la carrera, colocó su mano izquierda en la espalda de su amiga y la empujó violentamente hacia donde
estaba el niño. Fue entonces cuando Julián corrió y corrió cuesta abajo,
siguiendo la ruta marcada por los torii mientras escuchaba los desgarradores gritos de Ainhoa.
Una vez de día, Julián salió de allí en dirección a la estación de tren,
siendo observado por todos los lugareños y turistas que estaban comenzando a llegar a Inari a primera hora de la mañana. Cogió el tren que llegó
con destino a Kioto y consiguió hacerse un hueco entre la multitud de
niños, adolescentes y adultos que viajaban hasta la ciudad para acudir a
sus respectivas escuelas y trabajos.
Al llegar a Kioto, Julián, sudado y exhausto, se movió arrastrado por
los pasajeros hacia el andén, pero antes de poder poner un pie fuera del
vagón, notó cómo una pequeña manita agarró la suya. Su mirada descendió varios centímetros hasta cruzarse con unas cuencas vacías, una sonrisa que mostraba unos dientes putrefactos y unas palabras que se clavaron
en su mente: «¿Está aquí mi papá?».
Demasu
Francisco Tamaral
Boqueo, aún en los límites del sueño, arrastrando el aire a mis pulmones. Aire que hasta hace un momento me negaban unas figuras que me señalaban y se reían de mí, emitiendo carcajadas inarticuladas, fantasmales,
como surgidas tras sendas sonrisas de anuncio de dentífrico. Un latigazo
en la espalda, desde la nuca hasta el lumbago, termina por devolverme a
la vigilia. Los músculos del torso me arden.
Debería hacer caso a madre y aceptar la visita de un médico.
«No. No es para tanto. Mejor no avergonzarlos. Ya pasará».
El zumbido perenne del frigorífico y el parpadeo incesante del portátil
se suman a mi realidad diurna.
Cuando me levanto del suelo, siento como si aún cargara la mochila
que dejé a la entrada de la cocina dos años atrás.
La luz plomiza de la mañana se filtra bajo la persiana, pegándose a los
azulejos y la encimera, plasmando una suerte de tentáculos grises en el
rincón en el que decidí que iría la cama: un conjunto de mantas, sábanas
y una vieja esterilla.
La ventana vibra con el arranque de un nuevo día en el exterior. El
sonido embotado del tráfico se vuelve estridencia cuando abro y dejo que
la polución diurna de Osaka se mezcle con el olor del ramen estancado y
el del cubo de los excrementos. Tras una primera ráfaga que agita el aire
viciado de la cocina, los olores terminan por equilibrarse en una amalgama repulsiva, pero soportable para mí.
Divago un rato; enhiesto, con la mirada perdida en el pasillo, pensando en lo que haría de ser alguien digno, de ser normal. Debería llevar el
cubo al cuarto de baño y vaciarlo, más allá del pasillo. Aliviar esa carga,
ese trabajo deshonroso, a madre.
«No. Madre podría verme. Iré de noche».
Cojo uno de los vasos que coronan la pila del fregadero, raspo los
restos de cereales del día anterior, y lo enjuago. Repito el proceso y me
repito que no deben verme así.
«No. Así no».
Un poco de zumo después doy por terminado mi desayuno.
Enciendo el monitor del PC y restauro sesión. La última búsqueda
aparece aún reflejada en Google: «Historia de Kamagasaki, de la reivindicación al ostracismo».
Me pregunto si estará ya despierto.
Vuelvo a acercarme a la ventana y miro hacia abajo, con cuidado, parapetándome tras las cortinas. Su tienda de campaña sigue ahí abajo: pequeña, tipo iglú y de un verde oscuro; el único punto disconforme en toda
la línea homogénea de tiendas de campaña canadienses o estructurales,
todas azules, que definen la calle. Lo atisbo cerca, tomando café, hablando con otros en su situación. Haciendo frente a las miradas, soportando el
acoso de las innumerables cámaras que el gobierno dispusiera hace años
para controlar la vergüenza de Kamagasaki.
Me aparto de la ventana y cojo mi pequeño bloc, dispuesto a repasar
mi única conversación real en estos últimos dos años, puede que más.
***
—Hola. Me llamo Shun, tengo dieciséis años. Vivo enfrente de usted,
en el tercero. Si no quiere responderme…, lo entendería. Puede quedarse
la libreta y el bolígrafo. De lo contrario, puede devolvérmelo con su respuesta. Si mira arriba, verá mi mano.
—Ya la vi. Me costó varios intentos acertar, no es nada fácil, está muy
alto. Me llamo Hideaki, soy algo mayor que tú, chico, cuarenta y uno.
¿Por qué no te muestras? Espero que no estés intentando reírte de mí.
—No, no. Mis disculpas, señor. Fue una estupidez por mi parte.
—No importa. Me alegra saber que eres un chico educado y no quieres
reírte de mi situación. Simplemente me resultó poco habitual tu proposición, pero dime, entonces…, ¿por qué no te muestras?
—Soy una vergüenza para mí y mi familia. Solo me aburría, perdone,
señor.
—No son necesarias más disculpas. Todos los de aquí abajo también
somos, de alguna forma, una vergüenza para los nuestros. Yo no puedo
mantener a mi familia, no consigo un trabajo adecuado. ¿Qué has hecho
tú para creer avergonzarlos?
—Dejé el bachillerato. No soy lo que ellos querían.
—¿Y tú? ¿Qué quieres ser tú? Tu caligrafía es buena. Yo era maestro.
—No lo sé. Nunca lo he pensado, pero no quiero volver al instituto.
Mis compañeros cometían ijime contra mí y los maestros me ignoraban.
Nunca hicieron nada. Por favor, no diga nada, señor.
—Tranquilo, chico. Piensa en qué quieres hacer. ¿No sales de ahí?
¿Eres uno de esos chicos que se ocultan? Donde trabajaba había alguno
que nunca volvió.
—Sí, llevo casi dos años. Soy una vergüenza. Perdone la molestia,
puede quedarse la libreta.
—De eso nada. La libreta es tuya. Si quieres, de hecho, es nuestra.
—Sí, gracias…
—No hay de qué. Hasta otro día, Shun.
***
—¡Shun! —Es la voz de madre.
Dejo la libreta y me acerco hasta el pasillo para responder y asegurarme de que no ha entrado más allá de la puerta que delimita mi zona.
—¿Sí, madre?
—Voy a salir, ¿quieres algo?
La puerta sigue cerrada; a su lado, el aparador en el que amontono la
ropa hasta tapar un espejo de cuerpo entero que llega casi hasta el techo.
—No, gracias.
—¿Y tu espalda? ¿Estás mejor?
—Mejor, madre. No te preocupes.
«Deja de preocuparte. Por favor».
—Vale.
Cuando vuelvo, Hideaki ya no está. El cielo de Osaka es como una
capota que apenas deja pasar el sol.
Cierro la ventana y vuelvo al ordenador.
Justo antes de aplastarme en la esquina del ordenador vuelvo a sentir
un enorme peso sobre mis hombros, como si algo tirara de mí hacia abajo.
Quizá sí debiera aceptar que entrara un médico.
«No. Padre y madre ya tienen suficiente conmigo. Comeré más y haré
ejercicio».
Dejo pasar los minutos en grandes paquetes que se hacen horas, zigzagueando de manera compulsiva entre juegos, páginas y aplicaciones
diversas: WOW, LOL, Youtube, etc… Reviso mi Instagram: saturado de
fotos de mi habitación, de mi comida, mi ropa y algunas instantáneas
puntuales de Kamagasaki. Soy el usuario Kamagasaki1234. Tengo seis
«me gusta», uno de ellos en una foto desenfocada de un par de calcetines
usados; alguien comentó hace seis meses que era reveladora. Pregunté el
porqué, nunca me contestó.
Como fideos fríos y algo de atún y vuelvo al ordenador. Cinco minutos
después, vuelvo a levantarme y a dirigirme a la ventana. La tarde en Kamagasaki parece hoy algo más luminosa. Los rayos, a pesar de entrar casi
con vergüenza, desentrañan las sombras de la cocina como si se trataran
de telarañas. Vuelvo a mirar. Hideaki no está. Cojo la libreta y la abro al
azar.
***
—Hola, Hideaki. ¿Qué tal tu día? No te vi hoy.
—Fui a las oficinas de empleo. He encontrado algo temporal, no lo
suficientemente bueno. ¿Y tú, Shun, qué tal tu día?
—Es admirable su saber estar. Yo poco, como siempre. Últimamente
me siento cansado, como si nunca durmiera. He intentado hacer algo de
ejercicio, pero no sirve.
—¿Has pensado qué te gustaría hacer? Hay algo que te deba gustar.
—He estado mirando vídeos sobre otros países. Quizá algún día me
sienta capaz de viajar.
—¿Qué te lo impide ahora?
—Sería un lastre todavía mayor para mis padres. Además, no puedo
hablar con toda la gente mediante una libreta.
—Tendrás que intentarlo en algún momento.
—No sé si seré capaz. Ni siquiera estoy seguro de haber podido alguna
vez. Voy a cenar. Buenas noches, Hideaki. Gracias.
—De nada, Shun. Que aproveche.
***
—Te he visto esta mañana haciendo señales. ¿Cómo estás?
—Quería saber cómo estabas, chico. Hace días que no hablas y teniendo tú la libreta no tenía otra forma que intentar llamar tu atención.
—He estado peor. Cada día me despierto más cansado. Mi madre
quiere que deje entrar a un médico, pero no quiero avergonzarla.
—Cuida de la preocupación de tu madre, no de su vergüenza. Sano
podrás viajar, enfermo no.
—No he vuelto a mirar páginas sobre otros países.
—Acepta el médico, Shun. Por cierto, creo que te he visto. Eres más
alto de lo que imaginaba, un japonés alto y fuerte que debería mostrarse
orgulloso de serlo.
—No lo creo. Solo me he levantado para lanzar la libreta, y lo hago
poniéndome a un lado, tras las cortinas. Solo mido 1,70 m. Me pensaré lo
del médico. Voy a echarme de nuevo un rato, me siento mal.
—Me habré confundido. No postergues lo del médico. Descansa,
Shun.
***
Dejo de leer. Hideaki sigue sin aparecer.
Me vuelvo a sentir pesado, como un joven con obesidad mórbida de
un documental que vi días atrás. No paraba de repetir que se sentía como
un matorral. No tengo piernas, tengo raíces, repetía. Como un árbol entonces, le decían. No, como un matorral, solo como un matorral, respondía él. Se llamaba Dustin y era de Waco, Texas. Me gustaría ir allí.
El sol cae y la danza de grises vuelve a mis paredes. Los límites de
la estancia, ahora indefinidos, parecen exceder la realidad, como si fuera
mayor, más ignota. Hay abismos en los puntos muertos de la cocina.
El blanco cegador de la pantalla penetra mis ojos como agujas, con
mayor inquina que con la que penetra la oscuridad circundante.
Estoy cansado.
Me acerco al monitor para apagarlo y observo como los números se
invirtieron desde que esta mañana empezara mi atracón de mundo a distancia: de las 12:12h a las 21:21h.
El aire nocturno me hace girarme y volver sobre mis pasos. Subo algo
más la persiana y vuelvo a asomarme a Kamagasaki. No hay mucho tráfico ahora; hasta el susurro avergonzado de los parias llega transportado
por el viento hasta el tercero.
Ahí está Hideaki, fuera de su tienda, calentando algo en su hornillo.
Siento náuseas al pensar en el ramen.
Agarro la libreta, escribo un par de líneas y realizo un buen lanzamiento a pesar de la falta de iluminación. Parece que se percata. Enciendo la
luz para facilitar su lanzamiento. Me agacho y agito la mano en alto. Al
rato, la libreta entra por la ventana, y, como una enorme mariposa desmadejada, impacta contra la encimera.
***
—Hola, Hideaki. No te vi ayer. ¿Mucho trabajo?
—Sí. De hecho, he conseguido un contrato serio. Ayer llamé a mi mujer. Estoy nervioso, quiere que vuelva a casa y creo que merezco volver.
Soy de nuevo digno de ellas.
***
Paro unos minutos, respirando pesadamente. La espalda me arde como
si hubieran posado dos teas ardiendo sobre ella. Vuelvo a escribir.
***
—Me alegro, Hideaki, te lo mereces
—Gracias, Shun. Ahora te toca a ti. Debes darte una oportunidad.
¡Oye, ahora sí que te he visto! Me engañaste, chico. Sí que eres alto. De
hecho, creo que nunca he tenido un alumno de tu edad, tan robusto.
—No me levanté en ningún momento. No has podido verme. Ni siquiera me levanté esta última vez para lanzar la libreta.
—¿Cómo que no? Pero si incluso me has saludado…
***
Me quedo unos segundos observando el cuadriculado de la libreta,
pero la voz aséptica de madre rompe mi ensimismamiento.
—¿Shun, quieres cenar?
—Sí, madre, ahora me acerco.
—Ven a la puerta —insiste.
Recorro el pasillo hasta la puerta, y espero al lado del aparador. Madre
debió de llevarse buena parte de la ropa sin que me diera cuenta. Mi figura se refleja en el espejo, por encima del último pijama que queda ahora
como cima de una pequeña colina de ropa. Estoy aún más delgado. Mi
cuerpo es el propio de un chico que dejó su mochila dos años atrás a la
entrada de la cocina, ni más ni menos.
Mi madre parece hablar con alguien. Mi espalda arde, mis hombros
pesan. No es padre. «Déjame que hable con él», le oigo decir.
—¿Qué has traído, madre, un médico? ¿Has traído al médico?
«No, madre. Por favor».
—¡Hijo, por favor! Déjalo pasar y que te mire.
—Huele fuerte —oigo susurrar al médico.
Me veo las costillas. Mis pulmones se convierten en dos de esas pequeñas bolsas para hacer hielo, incapaces de retener apenas dos suspiros.
Doy un paso atrás y tropiezo, y tiro al suelo el pequeño montón de ropa
que quedaba en el aparador. Me veo de cuerpo entero.
«No, madre».
El pomo se mueve.
—Déjame, Shun —dice el médico, como si me conociera—. Tardaré
poco, es por tu bien. Debes salir de aquí, te hará bien.
El aire decide no entrar en mis pulmones.
Aprieto el pomo y me resisto. Empujo el aparador para bloquear la
entrada. Mi madre solloza.
«No, yo no quería esto. No, madre».
—¡Déjame, chico!
Aguanto, haciendo fuerza con mis escuálidos brazos. Miro atrás y veo
mi mochila, en la entrada de la cocina; sigue pegada a la puerta.
Intento respirar, pero no puedo. Lloro.
Llora.
«No llores, madre. No llores».
Observo en el espejo como de la oscuridad surgen, a mi espalda, tentáculos oscuros, cómo abismos, lazos nudosos rematados por ojos: con
párpados y pestañas, inquisidores, ladinos, prejuiciosos. Me estrangulan
sin matar, hasta perder su longitud en torno a mi cuello, dejando sus orbes
escrutadores pegados a mi rostro.
—¡Déjame, chico, déjame entrar!
Madre llora.
«No llores, madre. No llores».
—¡No, no! ¡Para, déjalo! —grita madre. Nunca la había oído gritar
antes.
Dos enormes brazos, oscuros como madera calcinada, penetran bajo
mis músculos, a la altura de los hombros.
La espalda me arde.
—¡Chico, sal! ¡Debes salir! ¡Déjame que te vea!
—¡No, no! ¡Déjalo! —vuelve a gritar madre—. ¡Váyase, váyase!
«No llores, madre. No llores más por mí».
Vuelvo a verme reflejado en el espejo. Esa enorme criatura de casi
dos metros adherida a mi espalda. Sus ojos acosándome. Un ojo mayor
surgiendo tras mi cuello, dejando caer su bulboso peso sobre mi cráneo.
—¡Chico, sal! ¡Debes salir!
Mi espalda arde. Mis hombros pesan.
Decido que lleva razón.
Me doy la vuelta y enfilo la cocina.
Lleva razón, debo salir.
Dejo atrás los gritos del médico, las lágrimas de madre, el pasillo, la
mochila y la cocina. La noche en Kamagasaki es oscura a pesar de los
carteles luminosos; un conjunto de aire viciado, ruido y cemento.
«No llores, madre. No llores más por mí».
Comparecencia
Ciudadano Kane
La noche era pobre en luces; las figuras, largas y más altivas que de
costumbre. Los sirvientes caminaban recios y las armaduras crujían y hacían crujir la masa ósea. Una barbarie. Sentí miedo y supe, al momento,
que iba a morir.
Una alargada mano tomó mi brazo casi por sorpresa, aniquilando toda
posibilidad de defensa. Mi plan había fracasado, y los fantasmas, hipócritas, lloraban desesperados...
Empiezo desde el principio y los testigos comprenderán mejor mi alegato.
Me llamo Jiro, hijo de Joji. El segundo de la camada; fui más fuerte
que el primogénito. Sudé las gripes y calmé el hambre con raíces. Las
extraje de la tierra yerma, como hacen los animales cuando el desayuno
cuesta la mitad del día. Aunque no fui abandonado, como la mayoría de
los granjeros estuve sometido al yugo del capataz hasta que llegaron las
voces.
Al principio, tenues; al principio, amables. ¡Cómo se hicieron de mí
las huestes del más allá! Confundido, vagué entre bambú y cuerpos deformes, adentrándome en su mundo y soñando su inmortalidad. Qué necio
resultaba mi comportamiento ante los ojos que escrutaban.
Fui reprobado por todos.
En la soledad encontré un motivo de venganza, un enemigo natural:
los hombres somos estiércol y hay más dignidad en las bestias que en
el propio varón. Mi desapego se consumaba a cada paso, a cada trampa
esquivada.
Los precipicios imposibles fueron obstáculos salvables gracias a los
kami, pues su poder menguante era aún notable en la antigüedad de mi
memoria. Me hicieron de barro los golpes y el desprecio, y en las aguas
conocí a mi diosa, eternamente joven, al principio dulce y servil.
Nadie esperó esta traición, toda vez que el ánima insuflaba en mí esa
gota de sangre o ese horrible «despertar».
Nadie parecía tenerle miedo a la muerte porque la esperanza se había
evaporado. Cuando las bombas cayeron sobre la población, supieron al
instante que Uno los traicionó.
Era cuestión de tiempo que los agentes uniesen los puntos y confis-
caran la información que ahora los conduce aquí. Al pantano. Al lugar
donde los horrores cobran forma y niñas teñidas, con ojos grandes e inexpresivos, otrora amigas, claman al ver los sables y disfrutan en silencio
de mi rapto.
Comparezco ante el sensei; comparto la inverosímil historia de mi
captura y escucho aliviado la sentencia fruto de mis actos.
GLOSARIO DE CONCEPTOS
El sueño de la emperatriz
Emperador de Japón: también llamado mikado o dairi. Sobre
el papel, máximo representante político y religioso del país. Durante
casi toda la historia de Japón —concretamente hasta el discurso
de rendición pronunciado por Hirohito en agosto de 1945— se ha
creído que los emperadores descendían de Amaterasu, diosa del
Sol. El hecho de ser considerados como divinidades es crucial para
entender su rol dentro del Estado y justificar su papel legitimador,
incluso en épocas donde su poder político era inexistente. Ejemplos
son el periodo Heian, en el que los Ministros de la Izquierda o la
Derecha eran quienes regentaban de facto, o cuando la figura del
shogun opacó a la del mikado en cualquier asunto relevante.
En el relato, el título de emperatriz es de índole reinante porque
la autora la llama suiko. En ese caso el cuento estaría desarrollado
en pleno periodo Asuka (552-794), época marcada por la llegada
del budismo y otras religiones extranjeras al archipiélago japonés.
Sin embargo, Suiko no es el único caso de mujer que imperó en
solitario, pues también podemos nombrar a Shotoku, Saimei, Meisho o Go-Sakuramachi como ejemplos. En la actualidad prevalece
una débil ley sálica en las islas del Sol naciente, que probablemente
desaparezca a mediato debido a la escasez de sucesores varones.
Mantra: término procedente del sánscrito y que se refiere a las
entonaciones vocales similares a rezos propias del hinduismo y el
budismo. Al contrario de lo comúnmente establecido los mantras
no tienen por qué albergar un trasfondo literal o sintáctico, sino que
más bien responden a un orden superior en función de las sílabas y
los sonidos que lo conforman. Yasuo, el personaje del relato, entona
un mantra budista con el objetivo de permanecer con la mente fría y
el espíritu en equilibrio en respuesta a la difícil situación que debía
afrontar.
Yōkai: literalmente, aparición extraña. Existe una tendencia
generalizada a usar este término como un totum revolutum donde
cualquier criatura fantástica cabe, pero nosotros entendemos que la
acotación debería estar mucho mejor definida. Podríamos extendernos mucho, pero baste con apuntar que yōkai es cualquier tipo de
criatura sobrenatural emparentada con el shintô. Así pues, el espíritu de un fallecido nunca podría ser considerado un yōkai, en tanto
en cuanto se aleja del componente vitalista y regenerador propio de
aquella religión. Tampoco lo sería un oni por pertenecer al bestiario
de una religión extranjera (budismo). Algunos de los yōkai más
famosos serían el kappa, el tengu, el karakasa o el rokurokubi, el
ser que aparece en la presente historia.
Rokurokubi: el rokurokubi es una persona aparentemente común durante el día —preferiblemente mujer— que por la noche
adopta una apariencia monstruosa al estirar su cuello antinaturalmente. Como otros tantos monstruos japoneses, gusta de lamer el
aceite de las lámparas, pero otras versiones más viscerales afirman
que se alimenta únicamente de sangre humana.
Existe otra variante del rokurokubi llamada nukekubi, cuya cabeza, en vez de mantenerse unida al cuerpo mediante el cuello, se
separa directamente. Las confusiones entre una criatura y otra se
deben en gran parte a un error cometido por Lafcadio Hearn en su
obra Kwaidan, ya que el noveno episodio fue titulado Rokuro-Khubi cuando en realidad narra el encuentro de un sacerdote con cinco
nukekubi en una choza perdida de montaña.
El tengu y la doncella
Periodos históricos en Japón: se dice al principio de este relato
que la acción comienza en el segundo año de la Era Tengen (978983). A diferencia de como ocurre con la periodización occidental, en la que existen amplios segmentos para dividir los hechos
históricos del pasado según el calendario gregoriano —Prehistoria,
Edad Antigua, Medievo, Edad Moderna y Edad Contemporánea—,
en Japón existen al menos cuatro métodos alternativos. El primero
de ellos consiste en nombrar como eras los periodos de regencia
de cada emperador (periodo En’yū). El segundo método desig-
na las etapas en función de hechos relevantes que acaecieron en
ellas (periodo Tengen, por las reformas confucionistas del mismo
nombre). El tercero se determina a partir de cuál fue la capital del
país en aquel entonces (periodo Heian). El cuarto y último tomaría el nombre del clan hegemónico de Japón (periodo Tokugawa).
Tengu: se trata de uno de los yōkai más poderosos y complejos
que existen. Se conoce muy poco de su origen pero en función de
su aspecto híbrido entre hombre y pájaro algunos estudiosos lo
han emparentado con la deidad budista Garuda. Por ejemplo, en
el cuento Historia de un Tengu recogido por Lafcadio Hearn en su
Japón Fantasmal se nos narra una oda a la contención espiritual de
evidente moral budista. Otros defienden su relación con Sarutahiko, kami de la fuerza, la orientación y de las artes marciales, precisamente una de las grandes cualidades atribuidas a los tengu. Por
nuestra parte, pensamos más bien en una solución mixta, aquella
que presente al duende como un producto más de la profunda imbricación religiosa reconocible en la cultura de las islas, y no como
un elemento formalmente hermético.
Respecto al hábitat, las grandes montañas y picos de Japón serían sus territorios y quizá por ello se los represente en la iconografía vestidos como monjes ascetas o yamabushi. Según la tradición
el trato de los tengu hacia los hombres siempre fue condescendiente, no dudando en aniquilar a quien no fuese respetuoso con ellos,
aunque también se conocen relatos donde altruistamente ayudan
a niños perdidos a volver a su hogar. También se les atribuye la
capacidad de alterar la percepción mental de los humanos, bien llevándola hasta un plano de consciencia más elevado, bien trastornándola hasta la locura.
Si el centauro es tradicionalmente maestro de héroes como
Aquiles, Teseo o Heracles en la tradición clásica, el tengu lo es a
su vez en la mitografía japonesa con guerreros sobresalientes como
Minamoto no Yoshitsune, básico para entender el surgimiento de
las dictaduras militares en el Japón medieval. Es decir, su principal
papel en la narrativa japonesa es el de instructor o maestro, pero
nunca como protagonista hegemónico. De hecho, según el camino
del héroe establecido por el mitólogo Joseph Campbell, este yōkai
sería icónico en la etapa Encuentro con el mentor o ayuda sobrenatural, en gran parte por sus ya conocidas virtudes en el desempeño
de la magia y la lucha cuerpo a cuerpo.
Como vemos, el tengu de nuestro relato sería una rara avis dentro de su raza, ya que su sensibilidad, romanticismo y empatía hacia
los humanos lo alejarían del canon que acabamos de desarrollar.
Fujiwara no Michinaga: en El tengu y la doncella se cuenta
cómo a Michiko le fue imposible rechazar por imposición familiar
la propuesta de matrimonio de Fujiwara no Michinaga. Noble del
más alto grado, este personaje histórico representó la cúspide en
el poderío de la familia Fujiwara, considerada uno de los cuatro
clanes históricos del país junto a los Taira, los Minamoto y la familia Imperial. Los Fujiwara ejercieron de validos —primeros ministros— del emperador hasta la llegada de los shogunatos, siendo
los que manejaban de facto los poderes políticos de Japón y entremezclando su sangre con la del mismo mikado. Ejemplo perfecto es
Michinaga, quien fue tío de dos emperadores, abuelo de otros tres
y padre de cuatro emperatrices no reinantes. Ahora entendemos del
todo por qué el amor entre el tengu Hane y Michiko no pudo llegar
a consumarse.
Ciclo Rinne: también llamado Samsara. En algunas ramas del
budismo se piensa que al morir el alma transmigra a otro ser superior o inferior en función del karma acumulado en vida. La frase de
Hane escrita en su carta «…y esta vez el mundo de los hombres no
tendría por qué ser un problema…» alude a la posibilidad de que
los enamorados puedan encontrarse en futuras existencias.
Incienso y cascajo
Posesión fantasmal: según el folclore japonés, la posesión
fantasmal requiere de cierto grado de vulnerabilidad por parte de
la víctima. Podríamos sacar a colación aquí el sueño, instantes en
los que la cognición, el tiempo o el espacio no existen. Asimismo,
otra coyuntura peligrosa la constituía la misma gestación de
un individuo. Cuando un niño se aproximaba al momento de su
nacimiento, diversos espíritus pululaban alrededor de él y su
madre con el propósito de ocuparlos como recipientes. Queda claro
que un estado de conciencia menor facilitaba la posesión, pues
una criatura recién nacida apenas tendría noción sobre sí misma.
Ante tal eventualidad las familias solían contratar el servicio de
exorcistas o genza. El procedimiento a seguir era más bien sencillo;
los sacerdotes rezaban —kaiji— en voz alta fragmentos del sutra
del loto hasta que doblegaban a los espíritus causándoles dolor o
quemazón. En ese preciso momento la entidad huye del cuerpo
huésped y se adentra en una médium especialmente preparada
para recibirlo —yorimashi—. Una vez confinado, el ente se veía
en la obligación de responder a ciertas preguntas con el objeto de
esclarecer su identidad.
Yūrei/ Onryō: los caracteres que componen la palabra yūrei significan conjuntamente fantasma, aunque quizá nos ayude en mayor
medida la asimilación de sus kanjis por separado. Yū (幽) simboliza
lo turbio, tenebroso o empañado, mientras que rei (霊) representa
el alma o espíritu de alguien. En general hablamos de un fantasma
lóbrego y de cariz negativo, alejado del talante romántico que algunos de sus homólogos presentan en la literatura europea. Existen
multitud de categorías fantasmales en Japón, pero entre ellas destacaremos aquí al onryō por ser el tipo de espectro que aparece en el
microrrelato Incienso y cascajo.
Sin ningún género de dudas nos hallamos ante el fantasma japonés más popular y con mayor presencia en las artes escénicas. Se
trata de una esencia espiritual eminentemente maligna y corroída
por la venganza, en condiciones normales focalizada hacia su pareja masculina. El grado de ira y peligrosidad en esta tipología es
variable, pues en ocasiones la maldición remite con la muerte de
la víctima en cuestión, en otras afecta también a los familiares del
desgraciado, o incluso como sucede con Sadako —el ente de la
película Ringu (Hideo Nakata, 1998)— el mal puede extenderse
indiscriminadamente impregnando a personas inocentes.
La dama Kiyo
Mujer serpiente: la criatura que aparece en este relato responde
a una mezcla entre las diversas mujeres serpiente que existen en el
bestiario japonés. Desde la Nure onna o mujer húmeda de las playas o lagos, pasando por la Hannya del teatro noh hasta llegar a la
fantasmal Hebi-Onna, todas representan la analogía que el budismo
establece entre la mujer y la sierpe, animal libidinoso y lúbrico, venenoso e impredecible. Aquí hemos de recordar que muchas ramas
budistas defienden que el hombre se encuentra por encima de la
mujer en el ciclo de reencarnaciones. Es decir, para llegar a transmigrar en un varón debías haber sido una mujer notable en vidas
pretéritas.
Female Avenger: estereotipo común de la narrativa japonesa a
partir de 1185 pero particularmente explotado en el teatro kabuki
y el cine de posguerra. Grosso modo, el concepto responde a una
joven mujer agredida por hombres que acaba consumando su venganza ya convertida en ser sobrenatural. Este fenómeno se debe a la
enorme desproporción de género que ha existido en Japón, lo cual
fue generando ficciones y fantasías donde las mujeres conseguían
restituir, aunque fuera post mortem, las penurias que habían padecido en vida.
Periodo Heian: a lo largo del relato La dama Kiyo se facilitan
algunos datos para pensar que la acción se desarrolla durante el
periodo Heian. Por ejemplo, la importancia de improvisar un buen
verso para expresar expresar emociones o el recurso estético de
cubrirse el rostro con las mangas del kimono con el fin de ocultar
algún sentimiento, son muestras de ello. Este momento (794-1185)
corresponde al cenit de la época clásica de Japón, cuando la trascendencia de la corte, la liturgia y las artes confirieron de identidad
al país antes de que irrumpiese en el poder la casta samurái.
La sombra del Kitsune
Budismo en Heian: el protagonista de este relato es un monje budista con el periodo Heian como telón de fondo. Pese a que
los pensamientos dhármicos penetraron en Japón en pleno s.VI no
arraigaron en la corte hasta esta época, intervalo en que comenzaron a imponerse a la religión autóctona, el shinto. Alcanzaron especial relevancia dos sectas esotéricas llamadas Tendai y Shingon. La
primera se adoptó de la rama china Tiantai y en ella prevalecía el
Sutra del loto, muy utilizado como hemos visto en exorcismos. La
segunda, sin embargo, guardaba más relación con el shamanismo
hindú y tibetano.
Susanoo: recién salido de la inmunda lobreguez del Yomi (Inframundo), Izanagi, kami fundador de las islas japonesas, decidió
limpiar la suciedad de su cuerpo en un lago con corriente de agua.
En ese instante, entre otra gran cantidad de dioses nacieron tres
principales: del ojo izquierdo Amaterasu, diosa del sol; del derecho,
Tsukuyo, dios de la luna; y de la nariz, Susanoo, el díscolo, deidad
de guerra, el mar y la tormenta — aquí hemos de encuadrar el comentario del protagonista Kei, quien achacaba a Susanoo el mal
tiempo que condicionaba su viaje—.
Cierto día, Izanagi desterró a su hijo por mal comportamiento, y
en venganza este decidió ofuscar de distintas formas a su hermana
Amaterasu. La más cruel se produjo al arrojar los restos de su caballo favorito por el suelo de la hilandería celestial, motivo por el que
Amaterasu se escondió asustada en las profundidades de la tierra
privando al mundo de la luz del sol. Pasado el tiempo, Susanoo
consiguió redimirse derrotando a Orochi, la serpiente primordial,
y regalando la espada Kusanagi a su hermana en gesto de disculpa
por los agravios pasados.
Kitsune: junto al tanuki, uno de los principales bakemono —
cambiaformas— de la mitología nipona. Su aspecto puede ser el
de un zorro común, pero dependiendo de sus intereses es capaz de
adoptar la figura antropomorfa parcial o totalmente. Los motivos de
las transformaciones pueden oscilar entre banalidades tan ingenuas
como intercambiar orina por té o comer tofu gratis, hasta mantener
relaciones sexuales con humanos o incluso asesinarlos.
En cuanto a los matrimonios entre zorros y personas, el desenlace suele variar según la impregnación religiosa del relato. Por ejemplo, en el Kobatagitsune perteneciente a la colección de cuentos
de Otogi-Zoshi, la narración está desprovista de moral y por consiguiente es de sesgo eminentemente nativo. Por el contrario, hay
cuentos donde el hombre finalmente descubre la naturaleza sobrenatural de su «esposa», ante lo cual el matrimonio, probablemente
con hijos de por medio, se rompe de facto. De este modo la zorra
puede volver al bosque o incluso hacerse monja y así rezar por el
futuro de su familia.
Debemos destacar que la gran diferencia existente entre el zorro
y el mapache —tanuki— es la capacidad de los primeros para embrujar lugares y poseer cuerpos de personas. He aquí una de las razones del mayor componente avieso de los zorros, algo discernible
por ejemplo cuando el príncipe Hikaru achaca a estos seres el mal
de su joven amante Yugao en el episodio Flor de luna perteneciente
al Genji Monogatari.
El Shamisen del Yūrei
Relaciones con seres sobrenaturales: en la mitología y tradición occidentales son muchos los casos de criaturas que adoptan
la figura de mujeres hermosas con la intención de engatusar a los
hombres. Ahí tenemos a las sirenas que, a su hermoso canto de
la Grecia arcaica, incorporaron la apariencia ninfea a partir de los
cuentos de Christian Andersen; también a las lahmias o succubos,
demonios fornicadores; y por supuesto, al vampiro, de arrebatadora
impostura independientemente de su género y arriesgada aspiración erótica de las incautas víctimas de en rededor.
El bestiario japonés dispone de monstruos análogos a los anteriores, pero incorpora al yūrei a esa lista de entes sobrenaturales
que, eventualmente, pudieran tener sexo con los vivos. Este tipo de
contacto carnal causará sorpresa porque los fantasmas occidentales
carecen de cuerpo, matiz este mucho más subjetivo en el caso de
las islas del sol naciente. Sin ir más lejos, en La Luna de las lluvias,
de Ueda Akinari, se explota esa tradición de imbricar los mundos
de los vivos y los muertos hasta tal punto que se mezclan, en un
sentido literal.
La naturalización de lo sobrenatural en el seno de la sociedad
japonesa origina que a algunos retornados se les confiera posibilidades en teoría inservibles para un fallecido. Dicho de otro modo,
los nipones han creído tanto en el más allá que en cierto modo se
imaginan a sus muertos como si estuvieran vivos. Por ejemplo, si
dejamos a un lado la racionalidad, a los espíritus se les prepara
suculentas viandas durante el obon, ergo es coherente que «dispongan» de un cuerpo físico que alimentar.
Diecisiete días de lluvia
Seppuku/Kaishaku: suicidio ritual, voluntario o no, que busca restituir algún punto moral del individuo o conservar el honor.
Más conocido en occidente como harakiri, forma parte esencial del
código ético de los samuráis o bushido; consistía en una liturgia
muy compleja donde el seppukunin bebía sake, componía un poema y finalmente se suicidaba en un acto público desentrañándose
el vientre mediante un tantô, arma blanca de menor tamaño que la
katana o el wakizashi. La ceremonia requería de un asistente de
gran relevancia llamado kaishakunin encargado de decapitar al individuo para evitar sufrimiento o un espectáculo escabroso. Como
ocurre en Diecisiete días de lluvia, el kaishaku lo llevaba a cabo
una persona de confianza para el reo siempre que fuera posible. Su
papel era tan crucial que de fallar el golpe y restarle solemnidad a la
ceremonia caería en un deshonor tal que él mismo se vería abocado
a acometer seppuku.
Guerras Genpei: en el cuento se afirma que los padres del protagonista murieron durante las Guerras Genpei. Este hecho fue
vital para la Historia de Japón porque supuso el fin del periodo
clásico y el ascenso definitivo al poder de los samuráis. Se produjo
por las diferencias irreconciliables que dos familias buke, los Taira
y los Minamoto, tuvieron a la hora de proponer un candidato para
el trono del Crisantemo. El conflicto civil se prolongó de 1180 a
1185, fecha en la que los Minamoto infligieron una derrota total a
sus rivales en la batalla naval de Dan-no-Ura. El Heike monogatari, tal vez la segunda obra más importante de la literatura japonesa, aborda desde la epopeya y la elegía hasta los hechos históricos
acaecidos en Genpei.
Moral del samurái: la figura del samurái llegó a occidente en
gran parte idealizada por el romanticismo decimonónico. Aparte, la
ficción literaria y cinematográfica, con Los siete samuráis de Akira
Kurosawa a la cabeza, no hizo sino dulcificar la esencia del guerrero nipón, hasta el punto de ser considerados como un dechado
de virtudes solo al alcance de los héroes. Ahora bien, lo cierto es
que históricamente los samuráis fueron personajes crueles, lo cual
queda claro con la resolución del cuento Diecisiete días de lluvia.
A nuestro entender la grandeza del samurái fue otra, aquella que
mediante el entrenamiento y la meditación los convertía en el resultado de una complejísima amalgama filosófica y religiosa. Dicho de
otro modo, los bushis son únicos en el panorama histórico porque
ningún guerrero en otra sociedad cargó con tal metafísica existencial sobre los hombros. Pero como decíamos, esto no implicaba que
fuesen modelos de buen comportamiento, y he ahí que existieron
los maltratos sistemáticos a la mujer, purgas masivas en castillos ya
rendidos, crueles torturas a los cristianos o asesinatos por razones
tan fútiles como probar la hoja de una espada. La totalidad de crueles prácticas anteriores fueron casi cotidianas en los shogunatos.
El estratega del clan Shimazu
Guerras Imjin: invasiones de Japón a la península coreana que
se prolongaron desde 1592 hasta 1598. Una vez Hideyoshi Toyotomi — el segundo de los unificadores de Japón— sometió al clan
Hōjō tardío, se vio en la necesidad de buscar nuevos empeños bélicos con el fin de mantener ocupado su ejército de 200.000 hombres.
La megalomanía de Toyotomi lo llevó a soñar con la conquista de
la China Ming, para lo cual era indispensable arrogarse la colaboración de la Corea Joseon. Ante la negativa por parte de los coreanos,
el taico decidió intentar el sometimiento de la península por medio
de la fuerza. No obstante, tanto la participación en la contienda del
ejército chino como el genio militar del almirante Yi Sun Sin frustraron el expansionismo japonés, que cesó definitivamente con la
muerte de Hideyoshi en 1598.
Homosexualidad samurái: los japoneses siempre han disfrutado de una sexualidad más abierta que los occidentales principalmente por la ausencia del cristianismo. Este tipo de interacción se
percibía como una parte más de la naturaleza humana, y hoy aún
existen festivales donde se venera la fertilidad mediante enormes
falos que se pasean en procesión. Por tanto, las relaciones homoeróticas nunca supusieron un tabú en Japón, algo que se puede apreciar hasta en los textos literarios esenciales del país, como pueden
ser El Kojiki, El nihon shoki o El Genji Monogatari. Además, algunas ramas budistas como Shingon de Kukai abanderaron el amor
masculino por considerarlo menos peligroso que el heterosexual,
en tanto en cuanto se eludían los peligros inherentes a la mujer, ser
dudoso y en entredicho como vimos en el caso de la hebi-onna.
A partir de los siglos XVI y sobre todo XVII podemos hablar
del asentamiento del wakashudô, que vendría a significar la vía del
hombre joven. En este caso, un bushi adoptaba un paje (escudero)
al que también empleaba como compañero sexual. Yendo más allá,
podemos encontrar referencias a la homosexualidad en el Hagakure u otros ensayos filosóficos. Así pues, hemos de descartar que el
sexo entre varones fuese perseguido o mal visto en lo más mínimo, ya que solo se limitaba a ser una opción más entre las muchas
disponibles. Incluso en ocasiones fue alentado, relacionado con la
virtud del guerrero y en suma una alegoría del amor sublime entre
iguales.
Clan Shimazu: los Shimazu de Satsuma (Kyushu) fueron una
de las familias más relevantes en la historia de Japón. El hecho de
pertenecer a una isla al sur de Honshu —la principal que confor-
ma el archipiélago—, junto a su gran tradición comercial, los hizo
adoptar un aire díscolo y casi independentista respecto al resto del
país. Con el tiempo su poder llegó a crecer de tal forma que en el
shogunato de Tokugawa (1600-1868) llegaron gestionar 800.000
kokus, los volúmenes de arroz que medían la riqueza en aquel entonces.
Tras duros combates contra el ejército conquistador de Hideyoshi Toyotomi, el clan fue derrotado y obligado a combatir en las
Guerras Imjin. Pocos años después fueron sometidos en Sekigahara
por el ejército de Ieyasu Tokugawa, quien les concedió el grado
de Tozama, o clan potencialmente peligroso para los intereses del
Shôgun. Algo de razón hubo de tener Ieyasu, pues esta familia fue
durante el bakumatsu (1853-1868) principal responsable de la caída de su dinastía.
Onibi: flama flotante de color azul o rojo asociada en la cultura
japonesa con las almas de las personas recién fallecidas. Nosotros
pensamos en el onibi como un orbe fantasmal sin consumar, una
especie de embrión de yūrei; si la luz que desprende es azul puede
llegar a trascender y seguir el ciclo de reencarnaciones, pero si la
tonalidad es cálida probablemente acabe siendo un espectro vengativo. El fenómeno alberga una base real y se explicaría por la
inflamación de ciertas materias procedentes de cadáveres en putrefacción que forman pequeñas llamas azules elevadas sobre el suelo.
Obviamente, quien presenciase el orbe en un contexto adecuado
como un cementerio o un pantano podría atribuirlo a un espíritu o
cualquier otro fenómeno sobrenatural.
Madre
Ubume: yūrei de una mujer fallecida durante el parto o alguna
situación traumática junto a su recién nacido. Por norma general
carecen de la pulsión vengativa de otras tipologías, puesto que permanecen ancladas en el mundo debido a la pena de no haber amado
a su hijo en vida, y no a raíz de emociones aún más perjudiciales
como la ira o el odio. Se puede dar la circunstancia de que el bebé
sobreviva a la madre, en cuyo caso recibiría su espectral visita en
forma de sombra para agasajarlo con pequeños regalos —como
ocurre en el microrrelato—. Es interesante destacar la posible imbricación de la ubume con otros tipos de espectro. Por ejemplo,
y a pesar de ser definida como un onryō, Oiwa, el fantasma más
famoso de Japón, alberga varias características de ubume, hasta el
punto de aparecer como tal en el ukiyo-e de Utagawa Kuniyoshi, El
Fantasma de Oiwa (1836).
O cómo el kamikaze no fue más que una invención…
Literatura de avisos: el relato comienza a partir del descubrimiento que cierto investigador realiza en un archivo. El género
epistolar de la misiva que el protagonista estudia se llama «literatura de avisos» y fue muy común durante la evangelización asiática (s. XVI y XVII). En aquellas cartas los religiosos —sobre todo
jesuitas— solían informar a sus superiores de todo aquello que
suscitase interés en los países que visitaban, describiéndolos, presentando sus características o particularismos, además de inmortalizar hechos poco comunes y de interés. He aquí unos de esos casos
extraordinarios.
Japón, el agua y lo espectral: las grandes masas de agua evocan sensaciones de sobrenaturalidad, atavismo o misterio en casi
todas las culturas del mundo. Después de todo, lo marítimo es un
medio común a las criaturas fantásticas de la mitología que encarnaban el miedo a lo desconocido; imagínese el lector, pues, este
fenómeno aplicado a un archipiélago. Es frecuente hallar piezas de
teatro noh o kabuki de temática sobrenatural inspiradas en el mar y
sus misterios, como puede ser la célebre Funa Benkei. Creada por
Kanze Kojiro Nobumitsu, en ella el guerrero Minamoto no Yoshitsune se enfrenta a varios espectros Taira durante una tormenta en
mar abierto. Por consiguiente, el líquido elemento constituye una
constante simbólica en el mundo de las mentalidades nipón, y no es
casualidad que muchas ficciones partan desde el mar o acaben en
él. Bien visto nos hallaríamos ante un estereotipo más de los cuentos de terror en aquel país, pero enorme, subjetivo y más profundo
que el resto. Sensaciones tales como la insignificancia y la zozobra
las padecen los personajes que se relacionan con el medio acuoso,
en lo que sería un juego con ciertos paralelismos lovecraftianos. Y
es que el océano ejercería aquí el mismo rol que el espacio sideral
dentro del horror cósmico; es decir, una esfera desconocida y probablemente colmada de terrores arcanos, que inciden en la insignificancia del hombre y todo su entorno.
Invasión Mongol: una vez el Kublai Khan —nieto de Gengis
Khan— llegó a ser emperador de China, ocupó la península de
Corea y se dispuso a conquistar Japón. El bakufu —shogunato— de
Kamakura nunca se plegó ante las peticiones del bárbaro, posicionando varias fuerzas militares en Kyushu con el fin de contener la
inminente invasión marítima. Si bien los samuráis demostraron ser
guerreros técnicamente mejor preparados, la superioridad numérica
de sus enemigos hacía inviable una victoria japonesa. Por tanto,
solo un giro inesperado en los acontecimientos podría salvaguardar
el archipiélago y eso es precisamente lo que ocurrió en 1274 y 1281,
fechas en las que cerca de ciento cincuenta mil soldados mongoles,
distribuidos en unas cinco mil embarcaciones, partieron desde el
continente hasta la tierra de Amaterasu. Quiso el destino que el clima destruyera por dos veces las tropas de conquista extranjeras, un
milagro en forma de tifón y tsunami que los japoneses achacaron al
designio divino. Fue entonces cuando surgió el término kamikaze, o
viento de los dioses, ya que según los autóctonos fue creado por los
kami Raijin y Fujin, en aras de proteger la integridad de su nación.
La fábula que nos ocupa trata de desmontar ese mito asentado al
proponer otra razón por la que los mongoles no pudieron conseguir
su objetivo. La existencia de un mar embrujado, que besa las costas
de Japón colmado de fantasmas, odio y venganza.
Funayûrei: se trata de los fantasmas de aquellas personas ahogadas en el mar. Los sentimientos de angustia y pánico previos a
sus muertes resultan fundamentales para entender la concepción de
esta tipología. Ello les genera un carácter avieso y maligno, estando
siempre deseosos de arrastrar a los vivos junto a ellos con el fin de
compartir su desazón. Para conseguirlo pueden agarrar de los bra-
zos a los pescadores o bien intentar llenar la embarcación de agua
por medio de grandes cubos de madera. No obstante de ese leve
índice de venganza, su poder e influencia son netamente inferiores
a los del onryō o el goryō.
La mujer de las nieves
Yuki-onna: literalmente, mujer de las nieves. Es complejo discernir si nos hallamos ante un tipo específico de yūrei o quizás una
especie de fuerza de la naturaleza. Si nos atenemos a su aspecto
podría considerarse un fantasma perfectamente, aunque ciertos detalles inducen a pensar que no estamos ante un espectro convencional. Por ejemplo, la yuki onna se caracteriza por la esbeltez de su
cuerpo y la antinatural belleza de su rostro, rasgos que la alejan de
la deformidad inherente a la corrupción propia de los yūrei. No obstante, replicar lo anterior se nos antoja muy sencillo; si el cuerpo de
un fallecido en el hielo no se pudre gracias al frío, ¿por qué habría
de hacerlo su proyección espiritual?
Por otra parte, la alineación moral de esta entidad nunca deja de
ser caótica. Son famosos los relatos donde actuando como entidad
benefactora ayuda a los peregrinos perdidos en la montaña, aunque
quizá sean más numerosos aquellos que le atribuyen inclinaciones
vampíricas, como es alimentarse de la sangre o energía vital de los
humanos. Pero ya sea el vengativo espectro de una fallecida por
congelación o un yōkai de las nieves, no podemos acabar sin mencionar que este personaje inspiró uno de los cuentos más populares
del terror japonés. Así lo creyó también Lafcadio Hearn, que felizmente lo incluyó en su ya para nosotros archiconocida obra. Mucho
tiempo después serían nada menos que Masaki Kobayashi y Akira
Kurosawa quienes pusieran su objetivo cinematográfico sobre el
pálido rostro de la yuki onna; sin duda alguna, y como ya se ha
dejado claro en este compendio, uno de los fetiches visuales más
potentes del Japón fantasmal.
Daimio: salvando las distancias respecto a sus homólogos europeos, señor feudal japonés. Representaban el tercer escalón dentro
de la pirámide social del bakufu, tras el emperador y el shôgun.
Dentro de sus daimiatos disponían de poder absoluto y sobre el
papel legislaban independientemente del resto de territorios. El daimio solía ser el patriarca de un clan de samuráis con su correspondiente onomástica familiar o kamon. Pese a la presunta homogeneidad del título, la diferencia entre daimios podía ser abismal, hasta
el punto de que algunos podían generar poco más de 10.000 kokus
y otros casi un millón, dependiendo de la riqueza de su familia o la
amplitud y situación del entorno que dominaran.
Karma: el narrador de La mujer de las nieves se cuestiona en
cierto punto de la historia si el despiadado Doji Shuuichi pagaría
sus pecados en una vida ulterior. Según el jainismo, el hinduismo y
sobre todo el budismo, el karma es una fuerza trascendental que se
genera en función del comportamiento del individuo. Dependiendo
de la secta o rama dhármica, esa energía puede influir en nuestro
futuro vital o tal vez determinar próximas transmigraciones como
se sugiere en el relato. Teniendo en cuenta el abyecto comportamiento de Shuuichi, es de suponer que este reencarnaría en alguien
peor posicionado socialmente o inclusive en algún animal.
Chanoyu
Maiko: aprendiz de geisha. Su apariencia llamativa ha hecho
que en occidente llegue a representar el estereotipo de geisha por
encima de las propias geishas. En realidad, cuanta más experiencia tenga la dama menos espectaculares suelen ser su maquillaje y
kimono. Pese a que en el microrrelato no se den demasiados datos
para determinar si la protagonista es una geisha o una maiko más
allá de que el shinigami se dirija a ella como tal, hay un detalle
esencial al respecto. En cierto punto el espíritu la interpela preguntando: ¿Merece la pena? ¿La merecerá cuando debas cumplir el
mizuage?
El mizuage es el desfloramiento ritual que conlleva el paso de
maiko a geisha. Solía ser realizado por algún hombre poderoso capaz de pagar una gran suma por ese honor. Este momento era esen-
cial para la futura geisha, ya que gran parte de su popularidad irá
en relación a lo que se pagó por su virginidad en la ceremonia del
mizuage.
Shinigami: nos hallamos quizá ante una de las criaturas más
populares del bestiario japonés gracias al popular anime Death
Note. Sin embargo, Ryuk y compañía guardan poca relación con
el shinigami del folclore tradicional, ya que los atributos elegidos
para estos dioses de la muerte se asemejan en mayor medida a los
vala —demonios— aparecidos en el Yogacarabhumi-sastra, una
compleja enciclopedia sobre el budismo Yogacara.
El shinigami «real» se trata paradójicamente de una tipología
espiritual muy nueva cuyo fin era el de inducir a los humanos a
suicidarse. Surge a mediados del siglo XVII como producto de la
mezcla entre espectros budistas como el mara —un mara tentó a
Siddharta para impedir su iluminación— y agregaciones occidentales que se fueron filtrando clandestinamente a través del puerto de
Dejima —moiras de la mitología griega, demonios bíblicos, etc.—.
Según lo visto, el shinigami que coprotagoniza Chanoyu se ciñe de
manera inmejorable al canon clásico.
Aikawa
Normas de casamientos y castillos: durante el periodo Tokugawa (1600-1868), el gobierno decidió emprender ciertas medidas
de prevención para evitar revueltas o golpes de Estado. Una de las
más importantes se ocupaba de impedir que los daimio pudieran
construir más de un castillo en su feudo, controlar y aprobar sus
sistemas defensivos y supervisar los casamientos entre grandes
señores con el fin de evitar hipotéticas alianzas peligrosas para el
shogunato. Shotaro Shinomori, el narrador de la historia Aikawa,
era uno de los funcionarios dedicados a controlar estos menesteres.
Historias que escuché: el cuento Aikawa es un relato dentro de
un relato. Aquí el personaje principal desarrolla una extraña historia que vivió en juventud, trasladándose la acción a ese entonces
por medio de un flashback. El formato no es desconocido para la
literatura fantástica japonesa y fue explotado por escritores como
Lafcadio Hearn o Negishi Yasumori, popular funcionario del periodo Tokugawa culpable de compilar Mimibukuro (Relatos que escuché), una selección de vivencias sobrenaturales experimentadas a lo
largo de su carrera profesional. Naturalmente, Shotaro Shinomori,
el protagonista de Aikawa, está basado en este personaje histórico.
Año del ratón: desde el periodo Nara (710-794) Japón adoptó
el calendario chino de cinco ciclos de doce años auspiciados por
animales distintivos: ratón, toro, tigre, liebre, dragón, serpiente, caballo, oveja, mono, gallo, perro y cerdo. Durante el relato Aikawa
se nos informa de que el hijo de Makoto y Aoi Satomi nacerá en el
año del ratón. Huelga decir que los neonatos de familias relevantes
nacidos bajo este signo eran poco menos que manjares para los
monstruos gato.
Aceite de lámpara: en un punto de la historia el protagonista
escucha desde su habitación cómo Aikawa bebe el aceite de una
lámpara en el pasillo exterior. El combustible se conseguía a partir
del pescado, por lo que no era extraño que el monstruo gato se alimentase de él.
Bakeneko: según la tradición popular, un gato común puede
llegar a adquirir propiedades sobrenaturales si ha vivido muchos
años. En este caso le crecerá la cola, signo inequívoco de su nueva
naturaleza, pues el típico gato japonés o bobtail carece de ella. Si
el ahora bakeneko llega hasta el siglo de vida su cola se le bifurcará
en dos, adquiriendo un mayor poder y pasando a ser un nekomata.
El poder de penetración de este mito es tal en la cultura nipona que
derivaría en un género de terror específico llamado kaibyo. La tendencia narrativa anterior viene a quebrar un tópico pseudo-impuesto por la estética kawaii, y es que, a pesar del legado simpático y
amable de Hello Kitty! o figuras de buena suerte como el conocido
Maneki-Neko, el gato japonés tradicionalmente ha sido símbolo de
mal agüero. Por ejemplo, existía la creencia de que los cadáveres
debían ser protegidos de un posible contacto con los gatos, ya que
supuestamente podían apoderarse del alma del difunto o bien co-
rromperla. Entre las capacidades del yōkai se encuentra la de cambiar de aspecto como el resto de bakemono, la de controlar a los
muertos merced a su dominio de artes nigrománticas y, de forma
similar al kitsune, poseer cuerpos humanos.
La guardia
Ningyo: criatura marina del folclore japonés. Desde antiguo se
solían describir como un híbrido entre simio y pez, pero a partir del
shogunato de Ashikaga (1336- 1573) su figura se dulcificó mediante brillantes escamas doradas, una voz que emitía sonidos parecidos
a la flauta, y atributos femeninos. Por tanto, la ningyo sufrió un
cambio similar al acaecido con la sirena en occidente, que pasó de
ser en la práctica una arpía a una atractiva criatura tamizaba por el
romanticismo. Volviendo a su homóloga nipona, se dice de la ningyo que su carne era un bien muy preciado porque quien la comiera
tendría una vida larga y próspera. Por su parte, se creía que sacarla
del mar conllevaba cuatro años de infortunio, así que los pescadores que supuestamente capturaban a estas criaturas las devolvían de
inmediato al mar. La ningyo del relato asume unas características
más vampíricas que el canon, en la línea de otros yōkai femeninos
relacionados con espacios acuosos.
Namban: literalmente bárbaros del sur. Los japoneses del periodo Edo llamaban así a los portugueses y españoles porque, en
efecto, venían del sur de China o Filipinas. Pronto fue aplicado
también a los ingleses u holandeses que llegaron a Japón enrolados
en la Compañía de las Indias Orientales, por lo que el término acabó significando occidental. En La Guardia, uno de los personajes
afirmaba que en Nagasaki escuchó la historia de una criatura similar al ningyo «que vivía en el norte de la tierra namban». Esta relación con la sirena nórdica se justifica porque en Nagasaki existió
Dejima, un islote artificial en el que los comerciantes extranjeros
residían y donde las leyendas de uno y otro continente facturaban
viajes de ida y vuelta. Este lugar estuvo en funcionamiento desde
1641 a 1853, debido al decreto de expulsión de extranjeros promulgado por parte del tercer shogun, Iemitsu.
La invitada
Futakuchi onna: las familias que notan cómo sus despensas
se reducen a un ritmo vertiginoso es probable que, sin saberlo, alberguen entre sus miembros a una futakuchi onna —literalmente,
mujer de dos bocas—. Este yôkai presenta el aspecto de una dama
común salvo por el matiz de que posee una segunda cavidad bucal
en la nuca. Dicho rasgo físico se suele ocultar fácilmente tras el
recogido del cabello, por lo que la sobrenaturalidad de la criatura
pasa inadvertida incluso en la intimidad doméstica.
Casi la totalidad de atributos visibles en los espíritus japoneses
responden a una razón cultural, o bien a un mecanismo antropológico que explica el porqué de su naturaleza. En el caso de la futakuchi
onna no podemos desentrañarlos con rotundidad porque el relatario
japonés presenta múltiples ambigüedades a la hora de abordarla.
Sirvan como ejemplo las corrientes que defienden cómo el yôkai
despierta debido a la inanición o falta de alimento del individuo/
huésped. Pero en tal caso ¿por qué crear una segunda boca que exige aún más comida cuando de natura no la hay? Por consiguiente
nosotros pensamos que la segunda boca puede estar relacionada
precisamente con lo contrario: un castigo del karma por alimentarse
demasiado en circunstancias poco apropiadas.
Mabushii
Yugen: en Mabushii existe un componente oscuro, pesimista y
profundo que condiciona el tenor del texto. Su personaje femenino,
Nadeshiko, nombre que encarna los ideales femeninos en Japón, es
paradójicamente alguien capaz de percibir el abismo que se cierne
sobre el mundo. Su desazón es, sin embargo, sofisticada y atrayente, tanto como para Junichiro Tanizaki lo fue la sombra en su
afamado Elogio. El juego de contraluces está servido, por medio
de una mujer joven y hermosa sensible al espanto de la realidad,
sumergida en el horror de ser psicoanalizada por alguien que no es
lo que parece.
Fascismo japonés: desde la proliferación del neoconfucionismo
y la instauración del sonno-joi a partir el s. XIX, Japón distorsionó su tradicional militarismo expansivo añadiéndole grandes dosis
de xenofobia. Ese germen explotó al comienzo de la era Showa
(1926) en forma de fascismo supremacista, un ideario político que
rápidamente puso en contacto diplomático a los nipones con los
alemanes del Tercer Reich. A la coordinación y colaboración interestatal se unieron experimentos de naturaleza militar con el fin de
crear armas químicas y bacteriológicas que pudieran ser utilizadas
tanto por los japoneses como por sus aliados. Para tal efecto se creó
el Departamento Experimental de Guerra del Acuerdo Germano-Japonés, con unidades de científicos aberrantes que probaban
sus armas experimentales en personas vivas. La más destacada de
ellas fue el Escuadrón 731 instaurado en Manchuria, un complejo
camuflado de módulo de purificación de agua que en realidad era
el mismo infierno para los chinos de los alrededores. El Dr. Masaji
perteneció a estas monstruosas unidades de ciencia experimental.
Kappa: literalmente, niño de río. Se trata de tortugas antropomorfas con una cavidad en el cráneo destinada a contener agua. Si
por alguna razón el líquido se vierte, estos duendes fluviales perderían sus poderes mágicos. Tradicionalmente pueden llegar a ser
problemáticos para el hombre, ya sea por travesuras o por actos
más violentos como el asesinato de niños o violaciones a mujeres.
En cuanto a su procedencia, algunos académicos sostienen que las
kappas eran originalmente kami-gami de agua, pero debido al control de los ríos por medio de presas y otros sistemas de contención
perdieron su culto y encarnaron en forma de duendes grotescos.
Además, nosotros también pensamos que estos seres serían una figuración maliciosa de los religiosos portugueses y españoles, en
ocasiones con un corte de pelo muy similar.
El kappa que aparece en Mabushii está despojado del aire cándido de los típicos duendecillos de río que aparecen en el relatario
japonés. Aparte de ese componente más siniestro, también puede
cambiar de forma como hacen los tanukis, itachis o kitsunes. No
hemos de pensar que estas aptitudes no sean canónicas, pues nos
hallamos ante un ser tan complejo y prolífico en el folclore nipón
que su rol puede adaptarse a casi cualquier tipo de narración.
Kokeshi
Muñecas poseídas: existe una larga tradición de muñecas poseídas por espíritus en la mitología japonesa. Quizá la más famosa
de todas ellas sea Okiku, una kokeshi creativa de apariencia tradicional a la que le crece el cabello sin cesar. Actualmente se guarda
en el templo Mannenji, en la ciudad de Iwamizawa, donde los monjes se «ocupan» cada mes de cortarle su melena.
Agua estancada: Saikaku Ihara, una de las figuras más brillantes de la literatura japonesa, ya aseveró que los pozos destapados
siempre le habían creado desasosiego porque dentro de ellos se podía encontrar prácticamente cualquier cosa. La asimilación de los
espectros japoneses y los pozos se debe a su vez a la relación existente entre el agua estancada y la enfermedad. Recordemos el valor de los ritos de limpieza y regeneración en la religión shintoísta
como el misogi, siempre practicados en cascadas donde el agua fluye y por ende es incorruptible. Hemos aquí de recordar la analogía
entre la corrupción y lo sobrenatural maligno en el mundo de las
mentalidades japonés, y por todos es sabido que el agua estática es
germen de infección y podredumbre. Recapitulando, si en la época
de Heian las enfermedades se justificaban mediante la influencia de
los espectros o bien actuaban de reclamo para estas entidades, un
pozo, coronado además con un cadáver en su interior, sería un contexto perfecto para originar un yūrei. Y dado el protagonismo del
agua alcanzado en este relato deducimos que el espíritu de Himura
murió en alguna fatal circunstancia relacionada con el agua.
Onna benshi
Benshi: en el primer cine japonés, figura ocupada de doblar en
directo las películas de cine mudo. Era común la dramatización y
siempre se procuraba ir cambiando la textura vocal en función del
personaje y la escena.
Tokaido Yotsuya Kaidan: pieza de kabuki escrita por Tsuruya
Namboku IV en 1825. Trata la historia de Tamiya Iemon, un samurái menor que asesina a su esposa con el objetivo de casarse con la
hija de unos farmacéuticos. Oiwa, el espectro de su mujer, ofusca
a Iemon hasta que consuma la venganza. Estamos sin duda alguna
ante la historia de venganza fantasmal más famosa del país, aparte
de que constituyera un canon ineludible a la hora de concebir el
yūrei cinematográfico del siglo XX.
Identidad japonesa: desde la Revolución Meiji, y sobre todo
la derrota militar en la II Guerra Mundial, la sociedad japonesa
ha prosperado basculando entre lo antiguo y lo nuevo. Se tiende
a pensar que el binomio tradición/modernidad funciona en aquel
país a la perfección, pero creemos que este formato no va a poder
mantenerse durante muchas generaciones más. Los japoneses de
menos de 35 años cada vez conocen peor el folclore de su país y
sin embargo participan más de la globalización o las redes sociales.
Dicha evolución acabará por arrinconar los rasgos típicos del yamato condenándolos a su desaparición, incluyendo la enorme red
de fantasmagorías y creencias que aún resisten en la superstición
de algunas personas. El extraordinario microrrelato Onna benshi
no deja de ser un canto cargado de romanticismo a ese mundo que
desaparece.
La cuerda sagrada
Isla en Japón: refiriéndonos a la dualidad tradición/modernidad
que acabamos de ver en el anterior relato, se considera que las islas
más allá de Honshū​ son un reducto del Japón ancestral. Un ejemplo claro es Shikoku, ínsula meridional famosa por el peregrinaje
de los 88 templos y espacio donde las viejas costumbres o la relación con el entorno aún se mantienen casi como antaño. Así, la isla
como concepto, rodeada de agua con el componente sobrenatural
que ello conlleva, es también lugar de creencias ancestrales que,
como se decía en Onna benshi, cada vez quedan más arrinconadas.
Es común que muchos cuentos o ficciones de sesgo fantasmal comiencen con los protagonistas yendo de la ciudad al ámbito rústico
que representan las islas, en un viaje que va más allá de lo físico,
del espacio y del tiempo.
En La Cuerda Sagrada este fenómeno es muy evidente, pues
se nos narra cómo una bruja maldice desde su isla a un salaryman,
contrapunto del Japón moderno, racional y capitalista.
Mujer shaman: el shintoísmo, la religión autóctona japonesa,
alberga un claro componente chamánico como no podía ser de otra
forma dado su politeísmo radical. Por otro lado, se piensa que antes
de la llegada del budismo la mujer era trascendental en la liturgia
religiosa, de lo cual son vestigios indelebles tanto Amaterasu, la
diosa principal de todo el panteón japonés, como las antiguas leyendas de la emperatriz/bruja Himiko.
Empresa japonesa: la naturaleza de la empresa japonesa se halla más cercana a la de una gran familia con objetivos en común
que a la típica corporación europea. Quizá por legado del confucionismo existe un respeto reverencial hacia los compañeros mayores y el jefe de la compañía, y no son extraños los casos en que
los miembros anteponen el interés del grupo al personal. Tampoco
lo es que el Shachou de la corporación deseara casar a su hija con
alguno de sus trabajadores más notables —como es el caso de Kuro
en el cuento— para así conferir de una continuidad casi genética al
proyecto empresarial.
Nieve
Clima y elementos: el archipiélago de Japón se encuentra mayormente sacudido por un clima áspero y sin apenas transición entre el calor húmedo de los meses estivales y la severidad del gélido
invierno. A ello debemos sumar su comprometida situación tectónica, pues las islas se hallan cerquísima de las Grandes Placas Filipina y Pacífica. Como es público y notorio, la coyuntura genera
múltiples terremotos y tsunamis en la zona, por no hablar de la gran
inestabilidad energética del manto superior, causa principal de la
ingente cantidad de volcanes existentes en la tierra del Fujiyama.
Por consiguiente, lo natural ha formado parte de la vida cotidiana
en Japón desde su esencia más telúrica, aunque las interpretaciones
dadas a estos fenómenos siempre fueran numinosas, relacionadas
con los genios y los espíritus. Es ahí donde hemos de ubicar el origen de la proclividad fantasmática en las islas del sol naciente, de la
que el cuento Nieve no deja de ser sino una emanación más.
Canción de madera
Suicidio en Japón: la cultura japonesa ha dialogado con la
muerte durante toda su historia. Religiones como el budismo, que
en gran medida gira en torno a ese momento, o el marcado militarismo que ha existido en el país, son algunos de los motivos que
desglosan la naturalización de un concepto tabú en la mayoría de
culturas. En relación con lo anterior se entiende el suicidio ritual
de los samuráis o la inmolación del kamikaze durante la II Gran
Guerra.
Desde la década de 1990, fatalmente marcada por una gran crisis
económica, hemos asistido a un rápido aumento de los suicidios. La
reacción del gobierno japonés consistió en incrementar el financiamiento destinado a la prevención y a los supervivientes de suicidios
frustrados. A pesar de que se ha conseguido reducir la tasa en los
últimos años, Japón aún se halla entre los diez países del mundo
con más muertes voluntarias, algo especialmente reseñable cuando
hablamos de la tercera potencia económica mundial.
Santuario
Inari: kami de la fertilidad, el arroz y los zorros. La veneración
a Inari existe al menos desde comienzos del s. VIII, ya que en aquellas fechas se construyó el santuario Fushimi Inari-taisha, en Kioto.
No obstante suponemos que el culto ha de ser preexistente al santuario, puesto que el Clan Hata veneraba figuras de zorros parecidas
a Inari a finales del s. V.
Si bien el nombre de Inari no aparece en la mitología clásica
nipona, es irrefutable que la deidad surgió a partir del shinto. Ahora bien, la imbricación religiosa existente en aquel país ha hecho
que además se relacione con el budismo, algo observable con la
veneración a Inari en el templo Tō-ji, principal de la secta budista
Shingon.
Torii: arco tradicional japonés que suele encontrarse a la entrada
de los santuarios shintoístas. Su función es representar la frontera
entre el espacio profano y el sagrado. Consiste en dos columnas
delgadas sobre las que se sustentan dos travesaños paralelos, frecuentemente de tonalidades rojizas o bermejas. Durante casi toda
su historia los torii han sido de madera, piedra o excepcionalmente
de costillas de ballena, pero en la actualidad se ha apostado por
los metales inoxidables. Por su parte, los templos de la diosa Inari
suelen poseer, además del torii de acceso, otros muchos erigidos
consecutivamente para crear un efecto pasillo. El templo de Fushimi Inari en Kioto, donde se desarrolla este relato, dispone de miles
de estos arcos.
Lugares de aparición: los ámbitos donde se aparece el fantasma japonés se explican en gran medida según la tipología del yūrei.
Normalmente se manifiestan en las inmediaciones del lugar de su
muerte o quizá cerca de algún objeto relevante para ellos —vivienda, utensilios personales, recuerdos de alguien querido, etc.— corroborando que el último sentimiento en vida es esencial a la hora
de resolver esta disyuntiva.
Demasu
Hikikomori: individuo que ha escogido abandonar la vida social confinándose en su habitación. Afecta sobre todo a jóvenes ya
de por sí sensibles, retraídos, sin apenas amistades y con una percepción del mundo exterior violenta o agresiva. Cualquier persona
independientemente de la raza o el sexo suele sentir presión en su
vida diaria, pero la mayoría se enfrenta a ella y pueden sobreponerse. Sin embargo, un hikikomori reacciona mediante un completo
aislamiento físico con el fin de evitar toda presión exterior. En origen suelen ser adolescentes poco agraciados físicamente o bien con
nulas habilidades sociales, lo cual supone que sean vistos como una
especie de réprobos por gran parte de su entorno. Incapaces de vencer un complejo que va creciendo como un monstruo, son absorbidos por internet, dejan de interaccionar con sus escasos amigos y
descuidan sus estudios. A partir de entonces comienza una suerte
de suicidio social, donde el ser alienado, consumido por el miedo y
la frustración, puede llegar a dejar de ser una persona y convertirse
en una cosa distinta.
Gaki: asimilación japonesa del preta hinduista. Los gaki, muy
conocidos en la literatura desde mediados del siglo XIII, son espíritus cuya vida terrenal se corrompió a base de perseverar en un
pecado. Existen varias clases de gaki según la tipología de transgresión cometida cuando eran humanos. Al provenir del budismo
su desaforada pasión en vida se deformaba hasta convertirse en un
castigo durante su estado de gaki, aunque en el caso de Demasu
deberíamos hablar más bien de inacción y abandono, del arrojo sin
miramientos a un estilo de vida tóxico y fútil, que tematiza las paradojas e incoherencias del mundo hiperconectado.
Comparecencia
Trauma Derrota Militar: Japón, en un intento de autodeterminarse después de la modernización, pretendió adoptar una postura de preeminencia en el panorama global. Ahora bien, el proceso
acabaría de facto cuando lo real, es decir, la todavía inferioridad
militar y técnica respecto a Occidente, ocupó el lugar de lo falso:
Japón es el país de los dioses y como tal debía interactuar con su entorno. La creencia folclórica de que todo japonés alberga un conato
de divinidad deriva, como decíamos, del origen mismo de la Casa
Imperial, hecho mítico negado a la fuerza por el mismo emperador
Hirohito durante su discurso radiado de 1945.
Así, no solo la expansión militarista de entreguerras veía cómo
su dialéctica se diluía rápidamente, sino que su karma —las bombas de Hiroshima y Nagasaki— originó traumas nacionales tan
acuciantes que supusieron el suicidio masivo de muchos integran-
tes del ejército por medio del seppuku. Se podría decir que el miedo
histórico hacia los occidentales, elemento a veces olvidado, actuó
como distorsión en el natural desarrollo nacional japonés. Por consiguiente, ¿el Japón después de Meiji fue una nación con un carácter definido, fuerte e independiente? ¿Pensaban esto sus habitantes
aunque fuese falso? O yendo más allá, ¿se practicó una propaganda
política para que los japoneses pensaran que eran racialmente superiores al resto? De la misma manera que un monje alcanza el
satori mediante años de introspección, el pueblo nipón presenció
cómo, en un proceso comparable, su verdadera realidad se reveló
implacable y severa.
Muchos de esos miedos y traumas ahogados se palpan entre las
abstractas y bellas líneas de Comparecencia, que quizá no hable
sobre yūrei de mujeres vengativas, pero sí de otro tipo de fantasmas
más reales.
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